CAPÍTULO XI
La vida es peligrosa, no por las personas que hacen el mal
sino por las que se sientan a ver lo que pasa.
Albert Einstein, científico alemán
(1879-1955)
A la mañana siguiente, se levantó temprano y fue a comprar ropa a la calle Ferhadija. No quería encontrarse con Kovać vistiendo las mismas calza y chaqueta negras. Se decidió por unos jeans azules, varias camisas y remeras oscuras que camuflasen los kukris y una casaca gris corta y al cuerpo que ocultaría la pistolera axilar. A punto de comprar maquillaje, se acobardó. ¿Qué estaba haciendo? ¿Le coquetearía a un sacerdote? La condición de religioso célibe de Kovać no la perturbaba tanto como su propia limitación. ¿Se sometería de nuevo al martirio de tocar y ser tocada? La sola idea la cubrió de un sudor frío, y sin embargo, ¡qué fuertes habían sido las ganas de tocarlo la noche anterior! Todavía la asombraba el impulso que la había dominado.
Tal vez la magia compartida durante la cena se desvanecería a la luz del día. Lo más probable era que el intercambio se redujese a hablar de la única cuestión que los unía: el tráfico de personas. El pensamiento la desilusionó; su parte racional le susurró que se trataba de lo mejor. La pesadilla de que invadiesen su espacio personal y la tocasen la aterraba.
No compró maquillaje. Sin embargo, cuando vio el escaparate con perfumes, se tentó. Descartó Fleurs d’Orlane porque le traía reminiscencias de Markov. Se aproximó al sector de Givenchy y se probó Organza en la muñeca; Juana Folicuré lo nombraba a menudo. La exquisitez de la fragancia la impulsó a cerrar los ojos en un acto inconsciente para aguzar el sentido del olfato. Quería que Kovać le oliese esa mezcla de flores y maderas en el cuello. Lo compró.
Regresó al departamento. Se enfundó en los jeans y se puso una camisa azul noche con un cinto color suela. Se calzó los borceguíes negros. Se perfumó sin exagerar, se cepilló el largo cabello negro y salió. Eran las once y cinco, todavía temprano. Igualmente, se puso en marcha incitada por las ansias de verlo. Llegó al gimnasio poco después. Permaneció unos minutos en la Nissan haciendo ejercicios respiratorios para calmarse. Temía enrojecer cuando sus miradas se encontrasen, o que la garganta se le cerrara, o que se le secase la boca y fuese incapaz de articular. Le temía al ridículo.
A punto de descender, soltó la manija de la puerta al advertir por el espejo retrovisor un automóvil que se aproximaba y que disminuía notablemente la velocidad frente al Klub Bubamara. No era el BMW azul del día anterior sino un Škoda Octavia blanco. Superado el ingreso al gimnasio, el automóvil aceleró y dobló a la derecha en la siguiente esquina. Volvió a aparecer en el espejo retrovisor un par de minutos después; resultaba obvio que había dado la vuelta a la manzana. Pasó de nuevo junto a la camioneta, y La Diana memorizó la matrícula. En esa ocasión, el Škoda se detuvo frente al ingreso del Bubamara. Se abrió la puerta del acompañante, pero nadie descendió. Segundos más tarde, un hombre de espaldas cargadas y un metro ochenta de estatura, la cara cubierta entre el abrigo y la gorra de lana, salió del gimnasio a paso rápido y subió al vehículo, que arrancó antes de que cerrase la puerta. La Diana se quedó observando la cola del automóvil que se alejaba calle arriba. Cinco minutos después, cuando se convenció de que no volvería, descendió.
Entró en el gimnasio y lo divisó en el ring con un grupo de niños de unos ocho años. Lazar Kovać miró hacia la entrada y, al avistarla, le dirigió una sonrisa tan plena, tan expansiva y generosa que se le cortó el aliento. Sus labios temblaron al devolvérsela, y cuando desvió la vista, avergonzada como una quinceañera, se topó con el ceño de la secretaria, la que el viernes mascaba chicle y se limaba las uñas; en ese momento, alternaba miradas severas entre ella y Kovać. La Diana suspiró, decepcionada de no ser la única cautivada por el excéntrico pope.
Se ubicó en una mesa del bar, la más cercana al ring, y enseguida el camarero, el tal Azem, se aproximó con una sonrisa que le destacó los ojos verdes. La Diana corroboró el cálculo del día anterior; no contaba con más de diecisiete años. Era muy bonito, delicado, con facciones casi femeninas, sobre todo los labios y lo marcado de los pómulos.
—Hola. Tú debes de ser Diana.
—Sí. Y tú, Azem.
—Así es. Laza ha estado esperándote. Se lo ha pasado mirando hacia la entrada.
«Eso sí que es mandar de cabeza a un amigo», pensó con sarcasmo para no ilusionarse. «¿De qué te sirve sentirte halagada si no serías capaz de soportar su mano sobre la tuya?», se cuestionó.
—Disculpa, Azem. ¿Qué decías?
—Si quieres café y de esas tulumbas que te serví ayer.
—Sí, por favor. Son muy buenas.
Volvió la vista hacia el cuadrilátero, y de nuevo sus miradas se encontraron. Resultaba obvio que había seguido el diálogo con Azem. Una niña vestida con un dobok blanco y peinada con dos trenzas largas y rubias se le colgaba de los antebrazos y saltaba para atraer su atención. Él se mecía al ritmo de los saltitos de la pequeña y seguía mirándola a ella con intensidad deliberada. ¿Qué pretendía comunicarle? Era de locos que se contemplasen de esa manera tan íntima, con la facilidad y la confianza que se ganan tras un tiempo de relación. ¿Sería un sacerdote mujeriego? ¿Actuaría de ese modo tan descarado con frecuencia? Evocó a las madres del día anterior y el comportamiento atrevido con que algunas intentaban seducirlo; la consoló la indiferencia que él les había destinado.
Al final Kovać acabó bajando la vista para atender el reclamo de la alumna. Lo envidió por no aborrecer el contacto. A ella le resultaba especialmente intolerable el de los niños. Pensó en Daisy, y le sobrevino una tristeza profunda, que debió de reflejarse en su rostro pues cuando Kovać volvió a mirarla unió las cejas.
—Aquí tienes —dijo Azem, y depositó la bandejita con el café y las masas.
—Hvala —agradeció.
La clase acabó a las once y media, y el pulso de La Diana se aceleró cuando Kovać, aún enfundado en el dobok negro, descendió del ring y se aproximó a su mesa. Tenía los pies descalzos, y el descubrimiento le ocasionó una reacción desmesurada. No se cuestionó que tan simple imagen, que veía a menudo en el gimnasio de L’Agence, le alterase el ritmo de las pulsaciones, pues era inexplicable como todo lo que le provocaba ese hombre al que tan solo había conocido el día anterior. Apoyó la taza en el plato; le temblaba la mano.
—Buen día, Diana —la saludó.
—Buen día.
—Algo te preocupó. Recién —se explicó—. Lo vi desde el ring —dijo—. Tu cara cambió. De pronto lucías angustiada.
—Pensaba en Daisy, mi sobrina de un año —contestó sin meditar en lo que estaba a punto de desvelarle—. Nunca he sido capaz de tocarla —siguió barbotando como si no controlase lo que su boca expulsaba.
—Ya lo lograrás —aseguró Kovać en una frase trillada y sin fundamento; no obstante, que la expresase él le confería valor, el de una verdad indiscutible.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con acento afligido.
—Porque eres demasiado inteligente para cederle el control de tu vida a una fobia. Azem —lo llamó sin pausar ni dejar de mirarla—, lleva una silla al campo de juego para Diana. En unos minutos llegarán los niños de Bubamara. ¿Crees que te hará frío? —se preocupó de repente.
—No. Me encantará verte practicar con tus alumnos.
Absorbida como estaba por la presencia de Kovać, no se percató del hombre sesentón, alto y de barba gris bien recortada que se aproximaba. Lo reconoció cuando lo descubrió junto al sacerdote; se trataba del contrincante con quien Kovać había estado practicando boxeo el día anterior.
—Tú debes de ser Diana —dijo a modo de saludo, sin extender la mano.
—Sí, soy Diana. Buenos días.
—Diana, te presento a mi amigo y dueño de este gimnasio, Branislav Mesić.
—Llámame Brano y tutéame, por favor. No me hagas sentir viejo.
—OK, Brano —contestó La Diana.
Lazar Kovać se excusó y se alejó en dirección de los vestuarios. Brano apartó una silla y la ocupó.
—¿Así que irán a almorzar a lo de Goga? —La Diana asintió—. Le caerás bien, y ella a ti. Es de las pocas mujeres de Sarajevo que no suspira por mi muchacho. Se quieren profundamente, sí, pero como hermanos.
Sintió curiosidad por eso de «mi muchacho» expresado en un tono paternal y con afecto evidente.
—Es un sacerdote —adujo para seguir la charla.
—Eso no detiene a las mujeres. Jovanka, mi hija —sin volverse, señaló con el pulgar por sobre el hombro a la secretaria que mascaba y se limaba—, está loquita por él desde que era una niña. Tiene novio, pero estoy seguro de que lo mandaría a paseo si mi muchacho le hiciese caso. En cambio Laza… —agitó la cabeza en señal de disconformidad o aflicción—. Él solo piensa en sus alumnos y en su iglesia.
—¿Hace mucho que lo conoce? Perdón —se corrigió ante la mueca de Brano—. ¿Hace mucho que lo conoces?
—Laza tenía dieciocho años. Ahora tiene treinta y nueve, por lo que… —se rascó el mentón—. Hace veintiún años que lo conozco. Habría acabado preso o asesinado o muerto por sobredosis si mi hermano no lo hubiese rescatado y traído a vivir aquí.
La curiosidad estaba alcanzando niveles que las buenas maneras no lograban contrarrestar.
—¿Por qué habría acabado tan mal?
—Vivía en la calle desde los quince. Él y su hermano del alma, Momo, los dos vivían en la calle. Eran salvajes. Muy pícaros y rápidos, eso sí; de otro modo no habrían sobrevivido esos tres años.
La Diana se preguntó por qué le refería cuestiones tan delicadas e íntimas y, sin hallar una respuesta coherente, siguió aprovechándose de la naturaleza confiada del hombre.
—¿Cómo los conoció tu hermano?
—Mi hermano Ivo es sacerdote, y en su iglesia había organizado un comedor y un refugio para los mendigos, los que estaban en situación de calle, como se dice ahora. Bueno, más situación de calle que la de Laza y Momo no había, por lo que cada dos por tres comían y dormían en el refugio de mi hermano, en especial durante el invierno. Mi hermano, acostumbrado a lidiar con gente de ese tipo, enseguida reparó en que esos dos, sobre todo Laza, eran distintos. Laza era educado, sorprendentemente culto, hasta resultó que sabía tocar el violonchelo y hablar en inglés y en francés. Me convenció para que los tomase como empleados en el gimnasio y que les permitiese dormir aquí. Ivo siempre consigue lo que se propone, ya lo verás, Diana, cuando lo conozcas.
¿Lo conocería? Ella no había llegado a Sarajevo para encontrarse con los amigos de Kovać. Su misión era clara y precisa, y socializar no formaba parte del plan. Y sin embargo, la atraía la idea de entrar en el mundo de ese hombre por el cual estaba sintiendo cosas que la asustaban, le aceleraban el pulso y le devolvían la esencia de mujer, la que ella había trabajado duro para sojuzgar y que Lazar Kovać despertaba solo con clavarle la mirada. ¿Cómo lo conseguía? ¿Por qué?
—Fue muy generoso de tu parte —comentó La Diana—. Después de todo, eran dos desconocidos.
Descubrió a Kovać apostado bajo el dintel de una puerta lateral que conducía al campo de juego contiguo, ese que se veía desde la calle a través del alambre tejido. Se había cambiado, y vestía un clásico conjunto de gimnasia azul con tres líneas blancas a los costados; llevaba una pelota de fútbol calzada bajo el brazo y un silbato al cuello. Los contempló con insistencia hasta que cruzó el umbral y desapareció al cerciorarse de que lo habían visto.
—Ven —la invitó Brano—, salgamos. Laza quiere que estés allí. Sí, fue generoso de mi parte —retomó el hombre con risa en la voz mientras atravesaban el gimnasio y salían por la puerta lateral—. Y como dices tú, eran dos desconocidos, dos muchachitos de la calle que se regían por la ley del talión y la del más fuerte. Pero enseguida me demostraron que estaban hechos de buena pasta y se ganaron mi corazón. Se convirtieron en mis hijos, nuestros hijos, debería decir; míos y de mi mujer, y también de Ivo. Cuestión que les enseñé todo lo que sé, boxeo y artes marciales, e Ivo los persiguió para que terminasen el secundario, lo cual los dos hicieron. Momo no quiso ir a la universidad y siguió ayudándome en el gimnasio. Pero nuestro Laza obtuvo su título de psicólogo con las mejores notas.
La Diana se daba cuenta de que la sensación que le cosquilleaba en el pecho la provocaba el orgullo que sentía por Kovać, como si él le perteneciese, como si estuviesen inequívocamente unidos, y sus éxitos fuesen también de ella. A esa altura, había renunciado a sofocar los pensamientos y las emociones ridículas que venía experimentando desde el día anterior. Se dijo que se permitiría sentir; se daría el lujo de que el corazón le latiese por el simple hecho de tenerlo cerca; sería indulgente con ella misma y se consentiría esos momentos en que se sentía más viva que nunca, pues cuando terminase la misión y regresase a Londres, también regresaría la sensatez, y su cerebro volvería a funcionar correctamente, y los colores se desvanecerían, y el gris teñiría sus días de nuevo.
Brano le señaló la silla junto al campo de juego, y La Diana se sentó. Se trataba de una mañana fría aunque de cielo diáfano. Un grupo de niños de entre doce y trece años trotaba en torno a la cancha y marcaba un sendero sobre la nieve. Kovać encabezaba la línea. Cuando pasó a su lado, le guiñó un ojo, y ella, obnubilada por la emoción, le admiró el trasero, que se le marcaba bajo el pantalón de gimnasia azul. Respingado, de glúteos firmes, le inspiró un deseo loco: tocarlo. Jamás le había sucedido con Markov.
—Fue su hermano, entonces —dedujo La Diana—, el que le contagió el amor por el sacerdocio.
—¡Qué va! Ivo enfureció cuando Laza empezó a decir que quería profesar. «Tú amas a Cristo tanto como yo amo nadar desnudo en el Miljacka en el mes de enero», le reprochó en una ocasión en la que discutieron fuertemente. «Lo haces por las razones erradas», le advirtió, y mi hermano rara vez se equivoca.
Algo similar le había confesado Kovać la noche pasada, que había entrado a formar parte de la Iglesia como consecuencia de un juicio de valor equivocado. «¿Qué razones erradas?», le habría preguntado a Brano si no hubiese considerado que se habría sobrepasado. El hombre, no obstante, parecía dispuesto a contarle todo.
—Para nuestro Laza, la religión se convirtió en una excusa, un escape. Un refugio —añadió tras una pausa, y suspiró—. Aunque dudo de que siga por mucho tiempo como sacerdote. Menos que menos… —Le sonrió—. Anoche, apenas tomaste tu taxi, me llamó. Estuvo hablándome de ti hasta la una y media de la mañana, hasta que mi mujer levantó el otro teléfono y le ordenó que se fuese a dormir.
—Le tocaba la misa de las seis y media —simuló preocuparse La Diana, y tenía la impresión de que estaba fracasando en ocultar el regocijo causado por el comentario.
—No hubiese dormido de todos modos, él mismo me lo dijo. —Perdió la mirada en el campo de juego—. Estaba exultante, su voz sonaba distinta. —Se volvió rápidamente hacia ella—. Diana, no creas que hablo tan abiertamente de mi muchacho con cualquiera. Solo quería que supieses lo especial que él es, no solo para nosotros, que somos su familia, sino para todo el que lo conoce. Es un hombre excepcional. Y creo que tú eres especial para él.
—Nos conocimos solo ayer —admitió, con el corazón que le batía fuerte.
—¿Hay alguna ley que fija el tiempo que se necesita para reconocer que alguien es especial?
La Diana enrojeció y bajó la mirada.
—Es cierto —admitió por fin—, no se necesita demasiado tiempo para apreciar qué persona tan espléndida es Lazar Kovać.
—¡Ja! —exclamó el hombre—. Espléndida persona, no podrías haber elegido una palabra más acertada. Sí, mi muchacho es espléndido. Valoro tu percepción. ¿Aceptarías cenar con nosotros mañana por la noche? Mi mujer está deseosa por conocerte.
—Será un honor.
* * *
A las doce y diez, otro profesor se hizo cargo de la clase de fútbol y Kovać marchó a los vestuarios. Apareció veinte minutos más tarde, con el cabello húmedo y suelto. La Diana se quedó mirándolo en tanto él, de espaldas, le daba indicaciones a uno de los empleados del gimnasio. Era más largo que el suyo, negro como el carbón y con ondas que apenas se insinuaban. Y de nuevo tuvo esa loca idea, la de entretejer sus dedos en los mechones.
Kovać se volvió hacia ella, y La Diana no se molestó en apartar la vista. Se contemplaron con seriedad a través del espacio ruidoso y lleno de gente. «Es tan hermoso», pensó, y le admiró la elegancia natural en tanto se aproximaba, los ojos inmutables en los suyos. Bajo el sobretodo azul se adivinaba un pulóver de color marfil cuello alto sobre el que descansaba la barba. Los jeans gastados le destacaban las piernas largas y el andar sereno.
Se detuvo delante de ella, muy próximo, y La Diana echó la cabeza hacia atrás para encontrarle la mirada. La alcanzó su olor a limpio, a jabón, a fresco. Él guardaba silencio en tanto le estudiaba el rostro con ojos que la recorrían, ávidos, con cierto descaro, pero sin hipocresía. ¿Cómo era posible que se contemplasen de ese modo sin experimentar pudor ni vergüenza? Sus miradas expresaban palabras prohibidas.
—Tu perfume está volviéndome loco.
—Lo compré esta mañana —le confió con esa inclinación a abrirse a él como si le hubiesen inyectado pentotal.
—¿Lo compraste por mí?
La Diana percibió el calor que le cubría las mejillas y bajó las pestañas cuando él sonrió. Se sentía una inexperta, pero no la fastidiaba.
—¡Laza! —exclamó Azem, y Kovać se giró para atender el llamado.
El muchacho quería que lo llevasen a lo de Goga.
—¿Por qué me lo pides si sabes que tienes que ir al colegio? Ya deberías estar saliendo.
—Era solo un tentativo —se justificó el joven—. Creí que te atraparía con la guardia baja —añadió y sonrió en dirección a La Diana.
Kovać lo miró fijamente y arqueó una ceja. Azem los acompañó hasta la Nissan Patrol y soltó un silbido, extasiado con la cuatro por cuatro.
—¿Cuándo me enseñarás a conducir, Laza?
—Ya te lo dije, cuando termines el secundario.
—Cuando termine el secundario iré a sacar la licencia. Mientras tanto, podríamos ir practicando.
—¿En qué auto? Brano no quiere prestarte el suyo.
—Podrías pedirle al padre Boro su Renault Mégane. Es un desperdicio que uno como él tenga una máquina semejante.
—El padre Boro a duras penas me soporta, Azem. ¿Cómo crees que reaccionaría si le pidiese prestado el auto para enseñarte a conducir?
Se despidieron poco después. La Diana puso en marcha la camioneta.
—¿Te molesta si antes de ir a lo de Goga pasamos por dos sitios? —inquirió Kovać.
—En absoluto.
Fueron primero al bar a buscar el violonchelo; Kovać estaba dándole clases a la hija de Goga, Zaína. La Diana permaneció en la camioneta y, desde allí, lo vio interactuar con las mujeres, a las que se les iluminaron los rostros cuando él entró en el local. Después se dirigieron a la oficina central del correo; Kovać necesitaba despachar con urgencia una carta. La Diana encontró estacionamiento a dos cuadras y lo acompañó hasta el enorme y emblemático edificio de la época en que Bosnia había pertenecido al Imperio Austro-húngaro. Se aproximaron a una ventanilla libre, y el sacerdote se mostró muy interesado en enviar la carta a través del sistema más rápido y seguro. La Diana no alcanzó a ver a quién iba dirigida; solo identificó adónde: Belgrado, la capital de Serbia. Se enamoró de la caligrafía en cursiva, de trazos estilizados, largos y claros.
Abandonaron el edificio y caminaron en silencio las dos cuadras hasta la Nissan. Lo miraba de soslayo y lo notaba caviloso. No se atrevía a invadir su abstracción, pero le habría gustado saber en qué pensaba. ¿Se encontraría ella en el centro de sus soliloquios? Desestimó la idea por presuntuosa. Claro que no, Kovać debía de tener cuestiones más importantes con que lidiar. Le admiró el perfil, la nariz delgada, recta y pequeña. Si bien estaba habituada a los hombres altos, se sentía pequeña junto a él, y eso le proporcionaba una agradable sensación de seguridad.
—Si quieres —le ofreció, mientras arrancaba la Nissan—, puedes usar esta camioneta para darle lecciones a Azem.
—Gracias, pero tengo que ser firme con él. Primero terminará los estudios; después aprenderá a conducir.
—Lo quieres mucho, ¿verdad?
—Sí.
—¿Es hijo de Brano?
—Hijo adoptivo desde hace dos años —aclaró—. No conocemos a sus padres biológicos. Nos ha sido imposible ubicarlos.
—Oh.
—Suponemos que se fueron de Bosnia después de la guerra.
Creyó que no le hablaría al respecto, por lo que se sorprendió cuando, tras un silencio, él manifestó:
—Azem fue víctima de una red de pedofilia durante muchos años. Seis, para ser más exacto. Desde los nueve hasta los quince, que fue cuando la Interpol lo rescató en Milán gracias al trabajo de Duga Sarajevo.
—¿Cómo cayó en manos de la red?
—Durante la guerra —contestó, y La Diana se arrepintió de haberle preguntado; su curiosidad estaba causándole tristeza; se adivinaba fácilmente en el gesto severo de labios apretados.
—Te pido disculpas por mi intrusión. No he debido preguntar.
Kovać giró la cara de pronto, alarmado.
—Diana, tú puedes preguntarme lo que desees —declaró, y la asombró su vehemencia; le había dado la impresión de ser siempre calmo y medido.
—Pero no quiero causarte dolor con mi interés por saber.
—No es tu interés el que me hace daño, por el contrario, tu interés me reconforta. Dobla aquí —le indicó, y La Diana condujo en silencio durante algunas cuadras.
—Para mí es muy difícil hablar del pasado.
—Lo sé —dijo Kovać.
—¿Qué sabes? —preguntó de buen modo.
—Que guardas un dolor inmenso en tu corazón.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé reconocer a los de mi especie.
—¿Es muy grande tu dolor? —se atrevió a inquirir.
—Hoy no parece tan grande. Hoy me siento feliz.
Fue incapaz de reprimir la sonrisa que le desveló los dientes. Solo atinó a mantener la vista hacia delante. Durante unos minutos, Kovać se limitó a indicarle por dónde ir.
—Los padres de Azem —retomó— pagaron a una ONG para que lo sacara de Sarajevo y lo cuidase en tanto terminaba el conflicto y las cosas volvían a la normalidad. Al menos, eso creemos; era práctica común por aquel entonces. Él solo se acuerda de que le dijeron que volverían a verse apenas terminara la guerra y lo subieron a un autobús. Nunca volvió a verlos o a saber de ellos. La red de pedofilia lo tragó y lo convirtió en alguien invisible. —Tras una pausa, manifestó—: Es VIH positivo.
—Lo siento.
—Lo admiro por haber sobrevivido a ese calvario y emergido tan buena persona.
—¿Vive en el gimnasio, como lo hacían tú y Momo?
—Así que de eso hablabas con Brano. De mí —dijo con acento divertido.
—Tu historia es fascinante —admitió, también con risa en el tono.
—Tú me resultas fascinante.
—No sabes nada de mí —susurró, de pronto cohibida, más bien deprimida.
—No es necesario saber. Ciertas cosas se perciben, como por ejemplo que estoy frente a una persona fuera de serie.
—Me siento un bicho raro, una persona averiada.
—Yo creo que eres demasiado perfecta.
—¿Demasiado perfecta? —se extrañó y, aprovechando el semáforo en rojo, lo miró a la cara. Él no sonreía; se tomaba muy en serio la afirmación.
—Demasiado perfecta —repitió—. Demasiado hermosa, demasiado buena, demasiado generosa.
—Hice cosas que me avergüenzan.
—¿Quién no? Aun las personas que llevan una vida normal hacen cosas que las avergüenzan, imagínate nosotros que tuvimos que lidiar con situaciones extremas en las que el dolor y el abuso eran cosa de todos los días. Diana, a ti y a mí no nos tocó vivir, nos tocó sobrevivir.
—¿Qué imaginas acerca de mí, Lazar?
Era la segunda vez que lo llamaba por su nombre, y lo que se habría juzgado una acción trivial, a ellos los conmovió.
—Sé que padeciste una de las guerras más crueles y estúpidas en el epicentro de la contienda, en el valle del Drina. Creo que fuiste objeto de abusos y de humillaciones que habrían enloquecido a otra mujer menos fuerte que tú, y sin embargo aquí estás, muy entera y equilibrada, mirándome con los ojos celestes más hermosos que he visto en mis casi cuarenta años. Solo encuentro pureza y bondad en esa mirada. No dudo de que tienes oscuridades, como las tenemos todos, pero creo que tu luz es tantas veces más potente que las sombras a las que temes, las que te avergüenzan al punto de impedir que te toquen o de prohibirte tocar. Tu fobia, Diana, y quiero que comprendas bien lo que estoy por decirte, tu fobia es un castigo que te impones y no un rechazo o asco por el otro. Es solo eso, un castigo, una penitencia. El día en que te perdones, levantarás la barrera y podrás vivir en plenitud.
Endureció el gesto para contener el llanto. Detuvo la camioneta; no conduciría en ese estado. El automóvil de atrás bocinó, por lo que dio un volantazo y se estacionó en doble fila. Aferró el volante hasta que los nudillos cobraron una tonalidad blanquecina, y fijó la vista en la calle, que pronto se tornó borrosa. Las lágrimas descendieron, y su respiración irregular se convirtió en el único sonido del habitáculo. Acabó por descansar la frente en las manos sujetas al volante.
La paradoja radicaba en dos hechos que se producían al mismo tiempo: no la avergonzaba llorar frente a él, casi un desconocido, y deseaba que la abrazara, oh, cuánto lo deseaba. Pero también, cuánto le temía.
—De los horrores que viviste —siguió hablando él—, sospecho que hubo uno que te marcó con especial brutalidad, y fue ese trauma el que te arrojó a las garras de la afenfosfobia. Cuando estés lista, podrás hablar de él. Para mí sería un honor que me eligieses para hacerlo.
¿Qué estaba sucediendo? Había viajado a Sarajevo para encontrar a un tal Lazar Kovać que podía ayudarla o no con la investigación del general, solo eso, y ahí estaba, hecha un mar de lágrimas, a punto de barbotarle sus secretos mejor custodiados. ¿De qué modo la situación se había tornado tan confusa, tan difícil de controlar? Se acordó de los tres arcanos del tarot, La Torre, El Diablo y El Loco, y se dijo que no debía sorprenderse, ellos le habían advertido que ese viaje se habría desarrollado de cualquier forma menos de acuerdo con lo esperado. No habían transcurrido veinticuatro horas desde que El Loco había ingresado en su vida y ya estaba destruyendo La Torre en la que se había encerrado para estar a salvo. Recordó vivamente lo que Juana Folicuré le había prevenido: «La Torre, en la cual has vivido encarcelada, está derrumbándose. Es hora de saltar hacia el infinito. De igual modo, si te quedases en La Torre perecerías. Perdido por perdido, mejor anímate y salta».
—Quiero que imagines que estoy abrazándote —le pidió Kovać, y su voz grave y profunda vibró dentro de la camioneta y le erizó la piel—. Quiero que imagines mis brazos en torno a ti. Te sostienen, yo te sostengo, y tú apoyas la cabeza en mí y te sientes cómoda. Entre mis brazos te sabes segura, sientes confianza, por eso vas notando cómo se te calma el ritmo del corazón. Imagínalo, Diana. Imagina que te concedes una indulgencia y que permites que te den conforto porque lo mereces. Ya no estás castigada. Es hora de volver a vivir. Permíteme abrazarte, aunque sea en tu mente. Eso bastará para hacerte sentir mejor por el simple hecho de que ya no te sentirás sola. Confía en mí.
«Perdido por perdido, mejor anímate y salta», evocó de nuevo, y, sin despegar la frente del volante, aflojó la mano derecha, la arrastró hasta la consola de los cambios de marcha y allí la dejó quieta a la espera de su destino, que no la defraudó, llegó segundos después en la forma de un contacto tan sutil como el roce de una libélula. Soltó un gimoteo, mezcla de pánico y de conmoción. Las palabras que él le dirigió la serenaron como nada.
—Diana, confía en mí. Yo puedo liberarte. Es hora de que te permitas descansar. Has estado demasiado tiempo alerta. Has cargado con ese peso durante tanto tiempo. Te admiro, no creo que puedas imaginar cuánto. Pero llegó el momento de compartir la carga. Permíteme ayudarte.
Le recorrió el dorso de la mano con lo que ella suponía era la punta del índice, y un estremecimiento la sacudió, una corriente poderosa para nada desagradable que le acentuó el erizamiento de la piel aun en sitios impensables. Kovać arrastró el índice por el dedo mayor hasta la punta, e hizo el camino inverso hasta la muñeca, y así con cada dedo, iba y venía. La Diana percibía la flojedad que se apoderaba de su cuerpo; resultaba incontrolable; luchaba por rebelarse al contacto, pero si hubiese retirado la mano habría estado mintiendo; pocas veces había experimentado esa paz, ni en los tiempos previos a la guerra.
—¿Cómo te sientes? —quiso saber él sin dejar de tocarla.
—Bien —dijo, con voz cascada—. Muy bien —añadió—. Gracias.
—¿Por qué?
—Por hacerme sentir normal.
—Eres normal.
—No.
—Sí, lo eres. Tú y yo hemos tenido vidas… interesantes —resolvió—, pero pese a todo somos normales. Somos más normales porque hemos transitado por verdaderos infiernos y aquí estamos, haciéndoles frente a nuestros demonios.
—Los míos tienen forma de dragón —le confesó, y lo oyó reír entre dientes.
Se incorporó con deliberada lentitud. A un tiempo, temía y anhelaba volver a encontrar sus ojos. Y cuando por fin se atrevió a levantar los párpados, la bondad en la expresión de Kovać le arrancó un sollozo. Se cubrió la boca con la mano que él no tocaba, y las facciones frente a ella se desdibujaron.
—Eres lo más lindo que he visto en mi vida —lo escuchó afirmar.
—Tú eres el mar —pensó ella en voz alta—. Eres el mar para mí.
—Seré lo que tú desees que sea.
—Lazar… —balbuceó con acento quebrado y levantó la mano izquierda. ¿Se atrevería? ¿Vencería al dragón cuyas garras le impedían tocarle la barba como había deseado la noche anterior? Apenas apoyó la punta de los dedos, un golpe la echó hacia atrás, contra la puerta. Kovać le aferró la mano y, por más que luchó, él no se la soltó.
—Diana —la llamó sin perder el control, sin alzar la voz—. Diana, mírame. Mírame, por favor. No permitas que el dragón gane la partida. Tú puedes vencerlo. Me tienes a mí. Mírame.
Una nota de angustia en su acento la alcanzó como una flecha en el mismo sitio donde el miedo la había golpeado, y el nudo de dolor y opresión comenzó a disolverse.
—Sigue mi voz —le propuso, y ella asintió—. Y mírame fijamente. Quiero que sepas que nada he deseado tanto, y te aseguro que en esta vida he deseado, y mucho, pero nada como llegar a ti. No creo que seas consciente de lo que tu aparición significa para mí. Me sentía perdido. Aunque estoy rodeado de gente que me ama, siempre me he sentido perdido. Y solo. Ayer, cuando te vi en el bar y te vi mirarme como lo hacías, con esa emoción tan genuina, ¿cómo describir lo que me hiciste sentir?
—Fue igual para mí —se atrevió a balbucear—. Y sentí celos de tus alumnos que te conocen y que tienen tu atención.
—Pero ni ellos ni nadie me hace sentir como tú.
—¿Cómo te hago sentir?
—Vivo.
El llanto se le mezcló con la risa inspirada por la alegría más pura que solo en esa instancia apreciaba cabalmente. Lo vio llevarse su mano a los labios.
—Me haces sentir vivo —repitió él, y su aliento le acarició la piel—. Pero lo más desconcertante es que anhelo seguir viviendo solo porque tú estás aquí.
—Esto no es normal —se rebeló.
—¿Por qué? ¿Alguna vez tu vida fue normal? La mía, jamás.
La hizo reír. La risa se cortó cuando le adivinó la intención: se disponía a besarle la mano. La sujetaba firmemente, y hasta allí lo soportaba con dignidad. Sus labios eran otra cuestión.
—No dejes de mirarme. Voy a besarte.
—Lazar…
—Shhh… Concéntrate en la sensación de mi boca sobre tu piel. Concéntrate en las sensaciones que te proporciona. Tienes la piel tan suave —susurró y, sin apartar la mirada de la de ella, le pasó los labios gruesos por los nudillos—. ¿Me sientes?
—Sí —respondió—. Tus labios son suaves —añadió con voz entrecortada, un espejo de los temblores que la recorrían—. Y… mullidos —concluyó.
—¿Te gusta mi boca?
—Sí. Recuerdo que la primera vez que vi tu foto lo que más llamó mi atención no fue tu barba, sino tu boca grande, de labios gruesos.
—¿Me deseaste?
—No me permito desear.
—¿Me deseas ahora? —Ella contuvo el aliento, y él le exigió una respuesta con la mirada inexorable—. Dime, ¿me deseas ahora?
—Sí —admitió, en tanto se preguntaba de dónde tomaba el coraje.
«De él», se respondió y, con la vista fija en la de ese hombre, El Loco del tarot, se dio cuenta de que la gratitud que le inspiraba estaba convirtiéndose en algo tan inmenso que la asustó. Intentó retirar la mano, pero él se lo impidió de nuevo con delicadeza.
—No eres tú quien desea retirar la mano sino el dragón, que está obligándote. No quiere que seas feliz porque si lo eres, ya no lo necesitarás. Tócame, por favor. Tú eres la dueña de tu vida, no él. Tócame. Ahora me tienes a mí. Si el ataque de pánico llega, yo estaré a tu lado para ayudarte a superarlo. Confía en mí, Diana.
«Anímate y salta», se recordó, y levantó el brazo porque en verdad deseaba tocarlo, ella, Mariyana Huseinovic, anhelaba estirar la mano y alcanzar esa maravilla que se hallaba a pocos centímetros, ese esplendor que era Lazar Kovać, que quizás había sufrido más que ella y que por ser miles de veces más fuerte estaba convirtiéndose en su columna, su roca, su áncora. Ya no se cuestionaba cómo los sucesos habían desembocado en ese punto. Saltó. Y le tocó la barba. Se quedó mirando su mano pálida contra el pelo negro. Advirtió el estremecimiento de él, y lo vio inspirar profundamente y bajar los párpados, tan afectado como ella a causa del contacto. Se trataba de una experiencia fascinante, la de haber vencido al dragón y la de permitirse ese instante de gozo y de placer.
Kovać mantuvo los ojos cerrados solo un momento, hasta que los abrió para ella. Lo sabía, había vuelto a abrirlos para que ella no perdiese el rumbo, porque sus ojos eran como faros en la tormenta. La noche anterior había anhelado entrelazar los dedos en la masa compacta que formaba la barba y alcanzarle la piel.
—Quiero tocarte la mejilla. ¿Puedo?
—Puedes hacer lo que quieras.
Hundió los dedos en la barba, más compacta y abundante de lo que había imaginado, y se le ocurrió preguntarse si su cuerpo sería peludo. ¿Tendría el tórax cubierto de vello oscuro? El deseo se convirtió en una pulsación en el bajo vientre, más abajo aún, entre las piernas. El latido la tomó desprevenida, no recordaba haberlo experimentado con Markov. Pulsaba con tanta rapidez y pertinacia que dolía.
—Eres hermosa —expresó Kovać, y La Diana se dio cuenta de que no se había tratado de una declaración deliberada sino que estaba pensando en voz alta, y el cumplido le pareció más sincero y doblemente halagador.
—Tú también —admitió—. Ayer, cuando te vi en el ring y le sonreíste a Brano, me quitaste el aliento. Tienes la sonrisa más perfecta que conozco.
El ulular de un teléfono rompió el encanto; era el de Kovać. La Diana retiró los dedos de la barba y se acomodó frente al volante.
—Hola —respondió, y habló durante pocos segundos antes de cortar—. Lo siento —dijo, y estiró la mano y le rozó el filo de la mandíbula.
La Diana cerró las manos en el volante y enseguida se relajó al notar que el pánico y el ahogo no llegaban. Él había retirado la mano, probablemente al percibir que ella se tensaba.
—Era Goga —comentó—. Quería saber por qué demorábamos.
—Vamos, entonces.
—Diana, mírame.
Se volvió y, aunque pugnó por ocultarse tras una máscara, la mirada dulce y comprensiva de él la desarmó, y le ofreció en cambio la expresión desolada que era el reflejo de su alma.
—Ey, ¿qué sucede?
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De que esto sea lo único que pueda darte —confesó, mientras evocaba las escenas con Sergei Markov, en las que todo había marchado bien hasta la instancia en la que ella debía entregarse; entonces, los dragones la destrozaban.
—¿Quieres darme más?
—Sí.
—¿Qué quieres darme?
—Lo que una mujer normal le da al hombre que desea.
—Y yo deseo que me lo des, como a nada en este mundo —agregó—. Quiero que lo sepas y que no dudes de eso. —La miró con intensidad hasta que La Diana asintió—. Entonces, si lo deseas, ya tienes la mitad de la contienda ganada.
—¿Tú crees?
—Lo creo. Y ahora vamos a lo de Goga.
* * *
Goga vivía en el barrio de Dobrinja, junto al aeropuerto de Sarajevo. Durante la guerra, por encontrarse en el frente, había sido el sector más bombardeado de la ciudad. La Diana observaba las casas y los edificios, algunos todavía en ruinas, otros en proceso de reconstrucción, casi todos con cicatrices de morteros en sus fachadas, y se preguntaba qué historias de vidas deshechas encerrarían sus paredes.
Entraron en el departamento de Goga, y una niña saltó sobre Kovać, que la sujetó con un brazo mientras con el otro acarreaba el violonchelo. La Diana lo desembarazó del instrumento, y el hombre le agradeció con una mirada antes de responder a los besos y abrazos de la pequeña, que se contorsionaba pues la barba de su tío Laza la pinchaba. Reía a carcajadas y agitaba la cabeza, provocando que sus rizos de una tonalidad rubio ceniza le rebotasen sobre los hombros. Kovać la cargó hasta el interior de la cocina mientras le hacía preguntas acerca de la escuela y de sus amigas. La Diana entró en el pequeño y caluroso recinto, y avistó a una mujer menuda y bajita, con el cabello castaño en un corte pixie. Sacaba una fuente del horno. Debía de ser Gordana.
—¡Era hora! —se quejó, y al volverse La Diana le descubrió unos ojos grandes y oscuros que le resaltaban en el rostro pequeño. Le calculó unos cuarenta años bien llevados—. Si la carne se secó no será por mi culpa.
—Estará exquisita como siempre —la tranquilizó Kovać, y la besó dos veces en las mejillas—. Goga, te presento a Diana.
La mujer se acomodó el jopo y sonrió con timidez.
—Hola, Diana. Bienvenida —balbuceó, mientras restregaba el delantal de cocina con manos nerviosas; resultaba palmario que no sabía qué hacer con ellas, por lo que dedujo que su amigo le había advertido que no la tocase. Obtuvo la confirmación gracias a la niña, que seguía en brazos de Kovać y la estudiaba con recelo.
—Tío Laza me dijo esta mañana por teléfono que no te tocase.
—¡Zaína! —se escandalizó la madre, y Kovać rio y besó a la pequeña en el carrillo regordete.
—¿Por qué no puedo tocarte? ¿Te duele?
—Sí —contestó para acabar con el asunto, intención que la niña no compartía.
—¿Fuiste al doctor? Cuando a mí me duele la panza o la garganta, mami me lleva a lo del doctor.
—Iré —contestó—. Gracias por el consejo.
—Y ahora, señorita —la cortó Kovać—, ve a lavarte las manos. Estamos por comer.
La niña corrió a los interiores, y La Diana experimentó un gran alivio. Goga la contemplaba y le sonreía con incomodidad.
—Laza me dijo que has venido para reemplazar al general.
—No creo que esté a su altura, pero sí, haré lo que sea posible para ayudarlos.
—Gracias.
—Goga —dijo La Diana—, mañana, por favor, controla la cuenta bancaria de Duga Sarajevo. —Kovać, que untaba un trozo de pan, se detuvo y alzó la vista—. Me olvidé de comentártelo —se disculpó—. He conseguido el dinero para pagarle al informante.
—¡Oh! —se asombró Goga—. ¡Excelente noticia!
—¿Quién te lo dio? —quiso saber, y su seriedad la tomó por sorpresa.
—Un amigo —contestó, y lo vio asentir y devolver su atención al trozo de pan, que le extendió cuando lo hubo cubierto de pašteta.
—Pruébalo, es de atún. Muy bueno. La hace Goga.
—Delicioso —admitió tras un primer bocado, y recordó el de Leila.
Zaína, desde la puerta de la cocina, agitó el dedito para llamarla, y La Diana no pudo evitar sonreír. Era encantadora, con su carita redonda y los ojos tan parecidos a los de la madre. Caminó detrás de la pequeña, que la llevó a la sala, donde ya habían puesto la mesa.
—Mira —dijo Zaína, y le señaló una pared con fotografías enmarcadas—. Ese es mi papá.
—Tú te le pareces —comentó La Diana, mientras fijaba la vista en otra del padre cuando era muy joven; le pasaba el brazo sobre los hombros a un muchacho bastante más alto. Era Lazar de unos veinte años, el rostro libre de barba y el pelo corto, aunque alborotado.
—¿Cómo se llama tu papá?
—Momo.
«Momo», recordó, el chico con quien Kovać había sobrevivido en las calles.
—¿No vendrá a comer?
—Papi no vive con nosotras. Él vive en el cielo, con Dios y los ángeles.
—Oh, lo siento —barbotó, y agregó, pensando que conseguiría borrar la mirada triste de la niña—: Mi papá y mi mamá también viven en el cielo. Murieron durante la guerra.
—Papi también. Lo extraño mucho.
—Y no sabes cuánto extraño yo a los míos.
—¿Lloras?
—A veces.
La Diana rompió el contacto visual y se alejó con el único objetivo de poner distancia. Se detuvo en la puerta de la cocina y no delató su presencia. Kovać y Goga hablaban de ella.
—¿Podemos confiar, Laza? ¿Qué sabemos de esta chica?
—El general me habló de Diana en nuestro último encuentro y me mostró su fotografía. Me dijo que era de su absoluta confianza. Hasta ayer, ella tampoco sabía si podía confiar en mí.
Goga detuvo el ir y venir y se plantó frente a su amigo. Se miraron a los ojos.
—Brano me llamó para advertirme de que era hermosa —expresó la mujer—. Pero nunca imaginé que tanto. Solo he visto mujeres de su tipo en revistas de moda. Te ha obnubilado —concluyó, y a La Diana le supo a regaño.
—Su belleza es indiscutible —acordó Kovać—, y creo que es el reflejo de su alma.
La Diana sonrió, sobrecogida por el anhelo de echarse en sus brazos y besarlo. Goga acunó el rostro de su amigo y lo miró con fijeza.
—Te pasan cosas con ella, ¿verdad?
—Sí, como nunca antes, y tú sabes lo inusual que es eso.
—Lo sé, pero solo la conociste ayer, Laza. Me sorprende tu comportamiento cuando siempre eres tan cauto y prudente. ¿Qué está sucediéndote? ¿Qué es esta locura? No sabemos quién es.
—Goga, ¿te acuerdas de cuando me contaste acerca de lo que sentiste cuando viste a Momo por primera vez? —La mujer rio apenas y asintió—. Me dijiste: «Lo vi, y de pronto la vida me pareció más hermosa que nunca».
—Eres sacerdote, Laza —le recordó.
—Sabes que estoy en crisis desde hace años.
—Y sabes que nada deseo más que tu felicidad, pero ¿qué harás si ella no te corresponde? ¡Ni siquiera puedes tocarla! —masculló entre dientes y con un aire exasperado que socavó la entereza de La Diana.
—No sé qué haré, Goga. Lo que sí he comprendido es que no puedo continuar con esta mentira. Quizá Diana llegó para sacudirme y para sacarme del sitio en el que estuve escondiéndome estos años por temor a sentir de nuevo. De camino hacia aquí —prosiguió Kovać— despaché una carta a Belgrado. Para el patriarca Pavle. Allí le comunico mi decisión irrevocable de abandonar la iglesia y de dejar los hábitos.
—¡Qué! —se pasmó la anfitriona, y La Diana necesitó apoyarse contra la pared.
—La escribí anoche. No podía dormir, no podía dejar de pensar en ella. No era justo seguir así. No era sensato —agregó—. Ya lo hice. Y no sabes lo bien que me siento.
—¡Oh, Laza! —exclamó la mujer.
Se abrazaron, y La Diana se asomó para contemplarlos; una oleada de envidia la obligó a retraerse de nuevo tras la puerta.
—No importa qué será de mí ahora —lo escuchó afirmar—. Solo sé que hice lo correcto. Estaba ahogándome. Ya no cumplía con mis obligaciones. Dar misa se había convertido en un suplicio, un castigo. Me sentía un hipócrita. Hoy iré a buscar mis cosas a la Transfiguración y me instalaré en el gimnasio.
—¿Puedes? ¿Está permitido?
—No —admitió él—, pero lo haré igualmente.
El corazón de La Diana bombeaba a tal velocidad que lo sentía latir en el pecho, pero también en la garganta y en los oídos. «Pues bien», reflexionó con simulada calma, «yo también vengo a ser El Loco para él. Yo también he llegado para derribar su torre». Dos fuerzan contendían dentro de ella: una dicha que conocía desde hacía pocas horas, desde que el exsacerdote ortodoxo había entrado en su vida, y el miedo, fiel compañero de tantos años, pues temía no estar a la altura de las circunstancias y decepcionarlo; miedo de que al final acabase en la nada.
—Por supuesto que no te instalarás en ese gimnasio frío —escuchó decir a Goga—. Te instalarás aquí, que es tu casa.
Se retiró con sigilo y se sentó en el sillón junto a Zaína, que veía unos dibujos animados. Lo vio aproximarse, y la sonrisa de él bastó para devolverle la serenidad. Kovać le ofreció la mano. Se la estudió; como todo en él, era perfecta, grande, fuerte, de dedos largos y callos amarillentos. Aceptó el ofrecimiento y apoyó la suya con ligereza. Cualquier incomodidad o pánico se desvaneció al comprobar en la expresión de Kovać lo feliz que lo hacía su confianza. Él cerró la mano y apretó apenas. Se miraron en lo profundo de los ojos.
—¿No te duele si tío Laza te toca la mano? —preguntó Zaína.
—No —contestó, sin apartar la vista de Kovać—, no duele.
—¿Por qué?
—Porque Lazar es mágico.
La necesidad de él por abrazarla resultaba evidente; la sentía como una vibración que le recorría el cuerpo. Ella a su vez deseaba que la abrazase como acababa de hacerlo con Goga; él ni siquiera lo intentó. La condujo de la mano a la mesa, y La Diana se obligó a disfrutar del milagro que estaba viviendo gracias a la tenacidad de Kovać. Se exhortó a no pensar en nada excepto en ese logro inconmensurable.
Al principio, el almuerzo se desarrolló en un ambiente poco espontáneo. Con el paso de los minutos, los ánimos se distendieron. Zaína acabó dormida en los brazos de su tío Laza, y La Diana aprovechó para ponerlos al tanto de la situación. Les refirió todo, en especial acerca de Callum Duncan.
—Es mi tío abuelo, hermano de mi abuelo materno —explicó—. Él es quien prometió darme el dinero para el informante. Sin él, sin sus contactos y su poder, no habría llegado hasta aquí. Él me consiguió la entrevista con la fiscal Dretar.
—Bosa —intervino Kovać— me dijo que quien la llamó para pedirle que te recibiera fue el propio Jacques Paul Klein —aludía al alto representante de la ONU en Bosnia, autoridad instituida en los Acuerdos de Dayton—. Ahora comprendo el alcance del poder de tu tío.
—Sus contactos son innumerables —confirmó La Diana— y su nombre abre puertas. Bruce McLeod, su sobrino, colabora con él. Es un hacker de alto vuelo.
—Primo tuyo, imagino.
—No. Bruce es sobrino de la mujer de mi tío. Es como un hijo para Callum. Sin su ayuda, no te habría encontrado —acotó.
—Ahora —expresó Goga—, con el informante otra vez de nuestro lado, podremos avanzar. Bosa estará feliz.
—Si pudiésemos encontrar el video y los legajos que dejaron Carrie y Claus —manifestó La Diana— daríamos un salto cualitativo en la investigación.
—Por lo que nos has referido, creo que eso se perdió para siempre —se desalentó Goga.
—Bruce contrató a un investigador privado en Ámsterdam. No pierdo la esperanza de que encontremos a la hermana de Claus.
Zaína se despertó, y Lazar decidió comenzar con la clase de violonchelo. La Diana ayudó a Goga a levantar la mesa y a lavar los platos, y mientras lo hacía echaba vistazos a Zaína que, ubicada entre las rodillas de su tío Laza, intentaba sacarle un sonido armonioso al instrumento. La niña se descorazonaba, y Kovać le destinaba palabras de aliento y le depositaba besos en la mejilla.
—Es más un juego que una clase de música —admitió Goga con una mirada benévola en el par que componían su hija y su amigo—. Mi esposo murió cuando Zaína era apenas un bebé, por lo que Laza ha sido su figura paterna. Se adoran.
—Necesita un violonchelo de su tamaño —comentó La Diana.
—Sí, pero cuesta una fortuna.
Cuando terminaron, la anfitriona le sugirió:
—¿Vendrías conmigo al supermercado? Tengo que comprar víveres para los refugios.
—Me encantaría.
Kovać y Zaína las acompañarían hasta la planta baja. Propuso una carrera para ver quién llegaba primero, si La Diana y él por la escalera, o Zaína y Goga por el ascensor. Volvió a ofrecerle la mano, y La Diana la aceptó. Goga se quedó muda, la vista fija en los dedos entrelazados. «Nadie está más asombrada que yo, Goga», le habría dicho.
—Gracias —susurró, mientras bajaban por la escalera.
—¿Por qué?
—Por darte cuenta de que no habría soportado encerrarme en el ascensor.
—Durante el primer tiempo —habló él unos escalones más abajo—, después de que logré escapar de las garras de mi tutor, tampoco soportaba siquiera el más ligero roce.
—¿De veras?
—Tampoco toleraba que personas extrañas se aproximasen demasiado.
—¿Fue entonces cuando aprendiste taekwondo y boxeo?
—No, fue tiempo después. Brano me enseñó las dos disciplinas. Es normal que las víctimas de abuso y violencia se vuelquen a las artes marciales. —Le sonrió antes de decirle—: Fui superándolo con el tiempo, el temor a ser tocado. Como lo superarás tú.
—Es lo que más deseo. Lazar, quiero que sepas que poder tomarte de la mano me hace feliz. Y quiero que sepas también que… —Bajó la vista, arrepentida de lo que había estado a punto de expresar, no porque fuese mentira sino porque ¿de qué valía si no había futuro para ellos?
—¿Qué? Dime.
—Conocerte me ha hecho feliz —dijo por fin, incapaz de reprimir la alegría.
Se contemplaron en la penumbra del rellano. El peso de la mano de él en la suya se convertía con el transcurso de los minutos en una sensación familiar y reconfortante. ¿Qué magia poseía ese hombre que se había ganado en poco tiempo lo que había estado perdido para la eternidad?
—Si no supiese que es demasiado prematuro para ti, te besaría. Te apoyaría contra esa pared y te devoraría los labios. Durante el almuerzo, no podía apartar la vista de tu boca. Sabes que es perfecta, ¿verdad? —La Diana rio y agitó la cabeza para negar—. Sí, lo es —afirmó, y dio un paso adelante.
—¡Tío Laza! ¡Diana! —los llamó Zaína desde la planta baja—. ¡Hemos ganado!
Decidieron ir en la Nissan Patrol. Kovać y Zaína las acompañaron hasta la camioneta, y La Diana no despegó la vista del espejo retrovisor hasta asegurarse de que hubiesen entrado. Verlo allí, con la niña de la mano, tan expuesto, tan vulnerable, le provocó un nudo en el estómago. No olvidaba el BMW azul del día anterior ni el Škoda blanco de esa mañana ni que la casilla de correo había desaparecido del espectro cibernético.
Goga sentía curiosidad por conocerla, y La Diana la comprendió; desconfiaba de ella, y sentía celos también. Se esmeró por responder a las preguntas y por luchar contra el sentido natural de la reserva que la volvía hosca cuando alguien intentaba entrometerse en sus asuntos.
—¿Tú vives en Londres, como el general?
—Sí, aunque por mi trabajo viajo casi de continuo.
—¿Qué trabajo?
—Soldado.
—Oh. Te confieso que pensé que eras una especie de secretaria o asistente de Raemmers.
—Zaína me mostró las fotos de su papá —cambió de tema—. Hay una muy linda de él y Lazar cuando eran jóvenes. ¿Qué edad tenían?
—Lazar, diecinueve. Momo, veintidós. Con la excusa de que estaba haciendo un curso de fotografía, se las tomé en el comedor del padre Ivo. Estaba loca por Momo y quería su retrato a como diera lugar.
—¿Lo conociste en el comedor?
—Bosa y yo colaborábamos con el padre Ivo. Tres veces por semana, servíamos las mesas y lavábamos los platos. Yo estaba enamorada de Momo, y Bosa, de Lazar. Todavía lo está —acotó—. Es una excelente persona.
La Diana guardó silencio, mortificada por unos celos insensatos y ridículos, aunque tan reales como el semáforo que tenía enfrente.
—Has cautivado a mi amigo, Diana —manifestó Goga, y La Diana percibió un sustrato agresivo en la voz, casi amenazante—. Lo conozco desde hace más de veinte años y he visto cómo las mujeres han intentado conquistarlo, aun siendo sacerdote; nada las detenía. Por cierto, ninguna tan bonita como tú, pero muchas eran realmente atractivas. Laza las veía como quien ve llover. Ninguna lo inmutaba. Llegué a pensar que era homosexual, pero no, simplemente se había cerrado a ese tipo de amor. Su vida… pues… No tienes idea lo difícil que ha sido.
—Sé que su vida ha sido más que difícil —confirmó—. Me contó acerca del abuso sexual que sufrió a manos de su tutor.
—¡Qué! ¿Te contó eso? —La Diana asintió—. ¿Cuándo?
—Anoche, mientras cenábamos.
—Dios bendito —escuchó murmurar a Goga—. Esto es más serio de lo que imaginaba. Pasaron diez años de amistad, y te aseguro que amistad no llega a definir el vínculo que Momo y yo teníamos con Laza, más bien éramos como hermanos para él. Como sea, necesitó diez años para atreverse a contarnos lo que le había ocurrido. ¿Y a ti te lo contó tras pocas horas de conocerse?
—A veces resulta más fácil hablar con un extraño —sugirió, aunque sabía que no era cierto; ella jamás habría revelado sus secretos a nadie.
—No —insistió Goga—, te lo contó a ti porque eres especial para él. Mucho más de lo que yo imaginaba —repitió.
La Diana volvió a guardar silencio mientras comprimía la sonrisa que pugnaba por separarle los labios.
Después de la compra, cargaron las bolsas en la camioneta y fueron a tomar un café. El interrogatorio de Goga no había terminado. La Diana aprovechó también para sacarse algunas dudas, por ejemplo, de qué modo trabajaba la ONG.
—Nuestras misiones son dos, que a veces se mezclan: luchar contra el tráfico humano y contra la pedofilia. Tenemos dos líneas telefónicas habilitadas para recibir denuncias y estamos juntando dinero para crear nuestro sitio web.
—¿Quién se ocupa de atender las líneas telefónicas?
—Dos empleadas, estudiantes de la Facultad de Psicología, alumnas de Laza.
—¿También da clases en la facultad?
—Sí.
—No sabía que se les permitiese trabajar a los sacerdotes ortodoxos.
—Como docentes, sí. Casi todo lo que Laza gana, incluso lo que le pagan por sus clases de taekwondo y boxeo, lo dona a Duga. Vive con muy poco.
—¿Y su sueldo de sacerdote?
—Los sacerdotes ortodoxos no tienen sueldo. Se mantienen con las limosnas de la feligresía. Y si eso no alcanza, que nunca alcanza, te lo aseguro, deben procurarse el sustento.
—Oh, no lo sabía.
—Y no te dije que Laza también aporta a Bubamara. ¿Te ha hablado de Bubamara?
—No, pero he leído algo en el sitio web.
—Esa fue una idea de mi Momo y de Laza y de otros amigos del gimnasio. Fundaron Klub Bubamara en el 93, en plena guerra. Como las escuelas no funcionaban, los chicos estaban el día entero encerrados en sus casas o deambulando por las calles a riesgo de ligarse una bala de los francotiradores. Iban a acabar muertos o en manos de las mafias que manejaban… que manejan la ciudad. Había que entretenerlos y al mismo tiempo darles un objetivo. Un amigo periodista pasó el anuncio por radio y al día siguiente teníamos cincuenta niños en el gimnasio. Fue un éxito.
—Me comentó Lazar que están muy mal de fondos.
—Sí, creo que tendremos que prescindir de las dos empleadas, las dos alumnas de Laza —explicó—. Les pagamos una miseria, pero para nosotros es mucho.
—Además de las denuncias telefónicas, ¿obtienen información de algún otro modo?
—Sí, sobre todo de dos fuentes: para el tráfico humano, de los periódicos; y para la pedofilia, de Internet.
—¿De los periódicos?
—Todos los días llegan a casa más de diez periódicos, otro gran costo para la fundación —acotó—. Mi trabajo es revisar los avisos clasificados. Conozco bien qué buscar, por eso voy muy rápido.
—¿Qué buscas?
—Avisos en los que se ofrecen trabajos o becas en el extranjero. Pongo mucha atención en los puestos ofrecidos para au pair, babysitter, acompañante de ancianos, camarera. Hay agencias de turismo que trabajan para las mafias o bien pertenecen a ellas. Los avisos en los que se anuncia que conseguirán visados y pasaportes, pues esa es sin duda una artimaña de los traficantes.
—Cuando descubren un aviso sospechoso, ¿qué hacen?
—Avisamos al periódico. A muchos ya los hemos adoctrinado y se cuidan de recibir anuncios extraños. Otros, con tal de facturar aceptan cualquier cosa. Además de avisar al periódico, radicamos la denuncia en la fiscalía. Pero lo más efectivo es publicar lo que llamamos un contra-aviso, es decir, al día siguiente sacamos un anuncio advirtiendo de los peligros del anuncio tal o cual. Este es otro gran costo que tenemos. —Goga suspiró con aspecto cansado—. De este modo protegemos en la medida de lo posible, que es muy limitada, a las potenciales víctimas bosnias, pero a nuestro país llegan por día cientos de muchachas secuestradas en Moldavia, India, Tailandia, Ucrania, y la lista sigue. Y en el caso de estas pobrecitas, solo podemos actuar una vez que ya han sufrido la vejación, la tortura, el maltrato.
—Y para estos casos —recapituló La Diana— están las líneas telefónicas.
—Sí, las líneas telefónicas y los informantes. Richard Tomkins tenía a este soplón que, a juzgar por la información que suministraba, se encontraba en el cogollo del negocio. Pero sin dinero no quiere hablar.
—¿De qué modo las chicas traficadas se enteran de que existen Duga Sarajevo y sus líneas telefónicas?
—Pues porque vamos a los cabarets y a los bares y repartimos folletos.
—¡Qué! ¿Se meten en los bares de los traficantes?
—Sí. Nos hacemos pasar por clientes y les entregamos subrepticiamente a las chicas los folletos. Pero en varios sitios ya nos descubrieron.
—Entonces, las mafias los conocen.
—Sí —ratificó Goga—. Y nos amenazan por teléfono, pero hasta ahora no ha pasado nada. Como no contamos con muchos recursos, es poco el daño que les causamos. Apenas si tenemos fondos para dar refugio a un puñado de chicas cuando son miles y miles las traficadas.
La Diana volvió a recordar el BMW azul y el Škoda blanco y se preguntó si en verdad la cuestión no pasaba de una simple advertencia telefónica. A juzgar por el comportamiento de los dos vehículos, estaban en compás de espera, al acecho.
—Es muy extraño, ¿no crees? Que no les hagan nada.
—Hace poco que estamos con esto del tráfico humano. Las peores amenazas las recibimos por nuestra interferencia en los blogs y sitios web de pedofilia. Ahora estoy luchando con uno, un sitio web —aclaró—, que, estoy segura, es de pornografía infantil, y la sospecha más grande me la da el hecho de que tenga una protección que ni los sistemas del Pentágono tienen. No puedo penetrar el firewall; es imposible.
—Bruce McLeod podría ayudarte. —Goga torció la boca y La Diana se apresuró a añadir—: Es de extrema confianza, un buen hombre. Respondo por él. —Goga se quedó mirándola en silencio—. OK, comprendo que tampoco confíes en mí. En tu lugar, yo también dudaría.
Sonó el celular de Goga, que se apresuró a atender. Era Kovać. La llamada duró menos de un minuto.
—Vamos —dijo, y soltó unos marcos sobre la mesa—. Se ha presentado una urgencia. Laza pide que regresemos.
—¿Algo grave? —se preocupó La Diana mientras trotaba junto a Goga.
—Solo dijo que Bosa lo llamó. No me dio explicaciones. Pidió que regresásemos.
* * *
A las seis y media de la tarde era noche cerrada en el invierno sarajevita. La Diana detuvo la camioneta frente al edificio de Goga, desesperada por comprobar que Kovać estuviese bien. Sin dar explicaciones, subió corriendo por las escaleras mientras Goga lo hacía por el ascensor. Llegó primero y llamó a la puerta con insistencia. Abrió el propio Kovać, y al verlo entero y sin heridas aparentes experimentó un gran alivio. Él le extendió la mano y ella la aceptó. Kovać entrelazó los dedos con los suyos, siempre atento a su reacción, a sus cambios de ánimo, al pánico que tan fácilmente se le reflejaba en los ojos. Ella conservó la calma; la familiaridad del contacto le resultaba fascinante.
—¿Estás bien?
—Sí —contestó él—. Te eché de menos.
—Yo también.
Se les unió Goga, y entraron.
—¿Qué sucedió, Laza?
—Bosa tiene a una chica supuestamente fugada de una red de tráfico atrincherada en la fiscalía. No puede sacarla de allí. Habla solo en ruso. Me pide que vaya a asistirla. No tenía con quién dejar a Zaína. Tu vecina no está en casa. Por eso les pedí que regresasen. Vamos —indicó a La Diana—. Nos está esperando.
—Las bolsas con los víveres quedaron en la camioneta —señaló Goga.
—Nosotros las llevaremos —respondió Kovać.
Bosa llamó cuando apenas habían salido del barrio de Dobrinja, y La Diana tuvo un pálpito.
—No respondas desde tu teléfono —indicó—. Llámala desde el mío —ofreció, y hurgó a ciegas en la mochila y se lo pasó con la funda antirrastreo.
—¿Por qué?
—Mi teléfono es invisible. Úsalo.
Desde ese momento y hasta que estacionaron frente a la fiscalía, Kovać habló en ruso con la muchacha. Pese a haber tomado algunas clases con Markov, no comprendía nada. Cautivada por la fluidez con la que Kovać se expresaba, meditaba acerca de su pasado como sacerdote ortodoxo y se preguntaba si en verdad había quedado atrás.
Entraron en el edificio. Kovać cortó la llamada y le devolvió el teléfono. Subieron al segundo piso, donde se encontraron con una escena peculiar: Bosa y un grupo de gente rodeaban a una jovencita —no podía tener más de veinte años— que, sentada en el suelo, se aferraba a una máquina expendedora de gaseosas y dulces y lloraba.
—¡Laza! —exclamó Bosa, y corrió hacia él.
Se abrazaron. La fiscal lo tomó de la mano y lo condujo al sitio donde se había formado el corro.
—A un lado, por favor. A un lado —ordenaba la mujer con autoridad en la voz—. Aquí llegó el psicólogo.
Los empleados observaban con difidencia al supuesto psicólogo, barbudo y pelilargo. La Diana, en cambio, estudiaba a la fiscal. La envidiaba por el vínculo que la unía a Kovać desde hacía más de veinte años y por lo fácil que le había resultado buscar el amparo de sus brazos. Goga afirmaba que esa mujer estaba enamorada de Kovać desde hacía dos décadas. No habría podido definirla de beldad, pero su figura era otra cuestión. Poco más alta que ella, su cuerpo presentaba curvas y voluptuosidades que la mujer sabía explotar con una falda tubo gris y una blusa de lycra rosa pálido que se le ceñía a los abundantes pechos. Los tacos de las botas desafiaban el equilibrio, y La Diana se preguntó cómo lograba desplazarse con tanta gracia.
Kovać se acuclilló junto a la joven y le alcanzó un pañuelo, y como la chica no lo tomaba, él mismo le limpió las lágrimas. La sujetó por la mano e intentó levantarla. La muchacha sufrió un nuevo acceso de llanto y se aferró a la máquina. Kovać se puso de pie y le habló en voz baja a la fiscal. La Diana se acercó para oír, y al hacerlo descubrió que la joven estaba embarazada. Como era menuda, el pequeño vientre le descollaba; calculó que no podía tener más de cinco meses de gestación.
—Creo que está en shock —diagnosticó Kovać—. Está desvariando. Dice que si la separamos de la máquina expendedora sus dueños la encontrarán.
—¿No quiere separarse de la máquina? —se asombró Bosa Dretar—. ¿Alguna explicación lógica?
—Puede tratarse de una demencia temporaria a causa de un desbarajuste hormonal provocado por el estrés y por su estado, quizá por una mala nutrición. ¿Dónde la hallaron?
—Ahí dentro —la fiscal señaló una puerta entreabierta junto a la máquina expendedora—, en el cuarto donde se guardan los elementos de la limpieza. La encontraron dos empleadas hace un par de horas. Dormía. Lo único que pronunciaba con claridad era mi nombre.
—Creo que sé qué es lo que está sucediendo —intervino La Diana, y Kovać y la mujer se giraron hacia ella.
—Bosa, te presento a Diana Huseinovic, amiga del general Raemmers. Ella tomará su lugar. El general murió a principios de noviembre.
—Oh —atinó a balbucear la mujer, y la miró de arriba abajo con una mezcla de desprecio y curiosidad—. Conque usted es la famosa Diana.
—Creo que sé lo que está sucediendo —insistió, y respondió con una mirada desafiante a la fiscal—. Estas máquinas generan un campo magnético en torno a ellas que provocan una distorsión en las señales que emiten o reciben otros aparatos. Por ejemplo, si quisiéramos ocultar un micrófono aquí —indicó un punto en la pared próximo a la máquina—, no funcionaría. En realidad, funcionaría, solo que no captaría sonido alguno.
—¿De qué habla esta mujer, Laza?
—Dices que la muchacha —terció Kovać— se ocultó en ese cuartito porque está próximo a la máquina para cortar la señal de… ¿de qué?
—De un transmisor, tal vez. Por favor, pregúntale si lleva encima un transmisor, un microchip —aclaró.
—¿Cómo sabe esta mujer eso? —preguntó Bosa Dretar con una mezcla de perplejidad y desconfianza.
La Diana no le explicaría, porque era secreto, que lo había aprendido del peor modo en una misión en Kabul, cuando, por culpa de ocultarse tras una máquina expendedora de Coca-Cola en una estación de servicio, perdió contacto con su grupo y quedó atrapada en un fuego cruzado. Nanuk arriesgó la vida para rescatarla, y fue uno de los ingenieros electrónicos del sector de Tecnología y Armamento de L’Agence quien les explicó el fenómeno.
Cruzó una mirada con Lazar Kovać, que asintió, serio, y regresó junto a la muchacha encinta. Poco después, la ayudaba a quitarse el abrigo y la chica se despejaba la manga de la remera y le enseñaba en la cara interna del antebrazo, donde la piel era blanquísima, una cicatriz de unos dos centímetros, una línea delgada y apenas encarnada.
—Dios bendito —masculló Bosa Dretar—. Usted tenía razón —susurró, y La Diana persistió en el mutismo.
—Tenías razón —ratificó Kovać—. Dice que la monitorean con un chip que le implantaron en el antebrazo.
—Jamás hemos visto algo tan descabellado. ¿Quién es esta criatura para que la vigilen con tanto celo?
—Lazar, ¿serías capaz de traducir lo que le diré?
—¿Qué le dirá? —intervino la fiscal—. Yo soy la autoridad aquí. Nada se hará sin mi consentimiento.
La Diana suspiró y sacó del bolsillo de la campera el llavero con la contramedida electrónica. Lo hizo oscilar delante de la nariz de la mujer.
—Este pequeño artilugio es una contramedida electrónica. Esta luz roja indica que está encendido, por lo que en este momento está emitiendo una señal que corta las frecuencias emitidas por otros aparatos, como, por ejemplo, el transmisor que la muchacha lleva en el brazo. Mi intención —se dirigió a la fiscal— era explicarle esto a la muchacha y dárselo para que se sienta segura. Mientras lo tenga con ella, no podrán rastrearla; tendrá el mismo efecto que permanecer sentada junto al campo magnético de la máquina expendedora.
—Está bien —aceptó la mujer.
La Diana se volvió hacia Kovać. Él la contemplaba con una expresión que ella no supo descifrar. Se acuclillaron los dos frente a la chica y, mientras La Diana hablaba, él traducía. Unos minutos más tarde, la jovencita cerraba la mano en torno al llavero y le permitía a Kovać que la ayudara a incorporarse.
Bosa Dretar alzó las manos para aplaudir en el gesto de quien requiere la atención del público.
—¡Se acabó el espectáculo! ¡Despejen el pasillo! ¡Vayan a sus casas! Imposible hacerlos quedar después de las seis de la tarde cuando hay exceso de trabajo, pero para meter la nariz en los asuntos que no les competen están todos dispuestos a pasar la noche aquí. ¡Vamos, fuera, buenos para nada!
La Diana reprimía la risa y volvía a admirar la voz de mando y la personalidad desprejuiciada de la fiscal. Conjeturó que a Bosa Dretar no le quedaba otra alternativa si pretendía medrar en un mundo corrupto y machista como el de la Justicia bosnia.
La muchacha sufrió un desfallecimiento a las puertas del despacho de la fiscal, por lo que Kovać la acarreó en brazos hasta un sillón. Le tomó el pulso; era normal.
—Está lánguida —diagnosticó—. Quizás hace horas que no come ni toma nada.
Le ofrecieron un vaso con agua, que la joven vació rápidamente. Le sirvieron otro mientras Bosa pedía por teléfono un café con leche y un sándwich. La chica devoró sin amilanarse ante las expresiones atónitas de la fiscal, el traductor y la chica que le había dado el llavero. Más repuesta, pidió ir al baño y La Diana la escoltó. Tras hacer sus necesidades, aprovechó para lavarse la cara y el cuello y tomar más agua. Regresaron al despacho, y Bosa Dretar se dispuso a interrogarla. La joven no apartaba la mirada de Kovać, ni siquiera cuando la fiscal lo interrumpía para preguntar algo.
—Dice que supo de ti, de que eras una fiscal honesta, gracias a la doctora buena.
—¿A la doctora buena?
—Así ha dicho.
—¿Quién es?
—No sabe su nombre.
—O no quiere decirlo —acotó la Dretar con suspicacia.
—Ella fue quien le explicó lo de las máquinas expendedoras.
—¿Cómo hizo para llegar hasta aquí sin que la atraparan? —se pasmó la Dretar—. ¿Viajando de máquina en máquina?
En realidad, había contado con un adminículo semejante al que acababa de entregarle La Diana, solo que, como al final del viaje la pila estaba prácticamente consumida, funcionaba intermitentemente. Pocas horas más tarde de la llegada a los Tribunales, se apagó por completo.
—Pero ¿cuánto tiempo tomó el viaje de esta muchacha? —preguntó Bosa retóricamente—. Esas pilas suelen durar mucho. ¿De dónde viene?
Lo que no había previsto, continuó explicando la joven, y Kovać traduciendo, era que, habiendo alcanzado el tribunal, le informasen que la fiscal estaba de viaje y que regresaría en unos días. Divisó la máquina expendedora y vio la posibilidad de ocultarse en el cuarto de la limpieza, tras baldes y rollos de papel. Allí transcurrió el fin de semana, comiendo y bebiendo lo que obtenía de la expendedora, solo que para el domingo a la noche no le quedaban monedas y, por tanto, no había ingerido ni bebido nada desde entonces, ni siquiera agua del baño pues no se atrevía a alejarse de la máquina. Sus necesidades las hacía en un balde. Había sido el olor a orina lo que impulsó a las dos empleadas a investigar; de ese modo, la hallaron dormida sobre bolsas con recambios de toallas de papel y detrás de una pila de recipientes de cera de cinco litros.
—Santo cielo —masculló Bosa, y se llevó la mano a la frente.
—No está en condiciones de que sigas interrogándola —dictaminó Kovać—. Quiero que la vea Danilo. En su estado, es perentorio que repose y se recupere.
—Al menos —dijo la Dretar, evidentemente irritada— pregúntale cómo se llama.
Su nombre era Svetlana Shevchenko, de nacionalidad ucraniana. La fiscal firmó una orden por la cual entregaba la custodia de la testigo al apoderado de Duga Sarajevo, y los cuatro abandonaron el edificio, la joven encinta con el puño apretado en torno al llavero.
* * *
Kovać decidió que no dejarían a Svetlana en ninguno de los dos refugios porque no contaban con una cama disponible, ni siquiera con un colchón. Llevaron los víveres. La Diana y la joven aguardaron en la camioneta mientras Kovać los subía. Regresó y, después de un silencio, le pidió que lo condujese al gimnasio; él y Svetlana pasarían la noche allí. La Diana sugirió que fuesen a su departamento, lo cual Kovać aceptó de inmediato. Después se preocupó al reflexionar que tal vez violaba una norma del espionaje al ofrecer una casa-refugio del MI6 a civiles.
—¿De quién es este departamento? —se interesó Kovać apenas entraron.
—Me lo prestó un empleado del gobierno británico, amigo de mi tío abuelo.
En tanto Svetlana se duchaba, Kovać llamó a Danilo, el ginecólogo y obstetra que colaboraba con la ONG ad honorem y que se presentó un rato más tarde. Revisó a la muchacha y la encontró bastante bien dentro de lo que cabía. Recetó descanso y líquido con sales, pues se evidenciaban síntomas de deshidratación.
—Le han insertado un chip bajo la piel del antebrazo para monitorearla —le informó Kovać—. ¿Te atreverías a extraérselo? No quiero llevarla al hospital.
Acordaron que lo haría al día siguiente en el consultorio. Kovać acompañó a su amigo hasta la planta baja. Regresó al rato con más víveres. La Diana, que, después de una ducha, preparaba unos sándwiches en la cocina, alzó la vista y lo observó a través del pasaplatos. Le notó la cara marcada por el cansancio y la preocupación.
—Traje la bebida con sales para Svetlana —comentó mientras sacaba la compra de la bolsa.
—Se durmió. Estaba exhausta.
Se aproximó a la ventanilla que comunicaba la cocina con la sala. Se ubicó en una de las banquetas de bar, apoyó los codos sobre la mesada de madera y se cubrió el rostro. La Diana detuvo la preparación y se quedó mirándolo. Deseaba tantas cosas en ese momento, por ejemplo inclinarse para besarle la coronilla, acunarle la barba y apoyar la frente en la de él, ir a la sala y abrazarlo por detrás, como si fuesen una pareja normal. Nada se atrevía a hacer. La abrumaban la impotencia y la rabia. Pocas veces su incapacidad la había perturbado tanto como en esa instancia en que Lazar Kovać precisaba consuelo y ella, esclava de la fobia, era incapaz de brindárselo.
—Ven, comamos algo —propuso a modo de paliativo—. Mi madre decía que con el estómago lleno todo parece mejor.
Kovać rio apenas y se dirigió al baño. Volvió minutos después. Se sentó frente a ella y le sonrió sin fuerza.
—Quiero que imagines —dijo La Diana, y echó mano de la argucia que él había empleado ese mediodía— que estoy abrazándote. Cierra los ojos —le pidió, y Kovać obedeció en el acto—. Imagina que estoy sentada sobre tus rodillas, que mis brazos te rodean y que hundes el rostro en mi pecho…
—Y huelo tu perfume —aportó él sin levantar los párpados.
—Sí, mi perfume. Organza se llama. Y sí, lo compré hoy por ti, para gustarte.
—Me gustas, no sabes cuánto. Y me vuelve loco tenerte sobre mis rodillas y sentir tus brazos en torno a mí y descansar en tu pecho. Me da paz. A ti, ¿te gusta abrazarme? —quiso saber, siempre con los ojos cerrados.
—Sí —afirmó ella, y el corazón le saltó en el pecho al ver que Kovać alzaba los párpados lentamente. Sin lógica ni asidero, esperaba que algo radical y definitivo cambiara entre ellos en el instante en que sus miradas se entrelazasen.
—¿Quién eres tú —expresó Kovać— que te presentas un día y me cambias la vida?
—Yo soy el río, y tú, el mar, como dice la canción de Miss Sarajevo, la que cantaste ayer a la hora del almuerzo.
«¿Ayer?», se asombró. ¿En verdad no habían transcurrido semanas, meses, años? El tiempo había adquirido otra dimensión desde que Lazar Kovać había irrumpido en su vida. La sorprendió al canturrear en voz baja y muy grave la estrofa de Pavarotti.
—Dici che il fiume trova la via al mare. E come il fiume giungerai a me oltre i confini e le terre assetate. Dici che come fiume, l’amore giungerà. L’amore…
La melodía la acariciaba en todas partes, y ella se lo permitía, y a su paso sembraba una estela de escalofríos y erizamientos.
—¿Dices que el río encuentra el camino hacia el mar? —preguntó él, y le demostró que conocía el significado de los versos.
—Sí —contestó ella con acento emocionado y ojos turbios.
—Y como el río, ¿llegarás a mí a través de fronteras y tierras sedientas?
—Así fue como llegué a ti, te lo aseguro —afirmó La Diana mientras evocaba lo duro que había sido alcanzar Sarajevo.
—Dices que como un río, ¿también llegará el amor?
—No sé nada del amor, Lazar. Me quebraron tiempo atrás, me destruyeron, y no sé si soy capaz de amar —confesó, y bajó el rostro cuando se le cortó la voz.
Kovać le ofreció la mano a través de la mesa. La Diana la aferró sin un instante de duda, y al verlas unidas se preguntó si en verdad existía la esperanza.
—Sabes que eres capaz de amar —la contradijo él—, te sabes capaz de dar la vida por los que amas. —La Diana no consiguió refrenar el sollozo—. Sabes amar y sabes darte a ti misma con tal potencia y entrega que te da miedo. Pero no es ese miedo el que te impide volver a vivir. Hubo algo en ese pasado tenebroso por lo cual te castigas y es por eso que no te permites ser feliz.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque a mí me pasa lo mismo. Para mí, el sacerdocio encarnó el castigo. Para ti, lo es evitar que te toquen o tocar. Pero tú apareciste ayer, en el gimnasio primero, en el bar después, y solo bastó posar mis ojos sobre ti para que pusieses mi mundo de cabeza. Es como si me hubieses sacudido y despertado de una hibernación. Y ahora quiero vivir y hacerlo plenamente. No más castigos, no más penitencias, Diana.
—Yo creí que aquí solo había dragones —sollozó—, pero te encontré a ti.
—Tu mar —dijo él.
—Sí, el inmenso mar.
* * *
Al recobrar la conciencia, me encontré en una cama. Me tomó unos segundos reconocer dónde estaba. Nos habían encerrado en la habitación donde Vuk me había violado. Leila se aproximó y en silencio me ofreció un vaso con agua. Me incorporé con una pesadez en la frente y cerré los ojos para detener las paredes que giraban en torno a mí. Sentí el filo del vaso en los labios y sorbí el agua fresca.
Noté que habían enrejado la ventana. Me obligué a levantarme y caminé a los tumbos. Me aferré a los barrotes, donde calcé la frente y fijé la vista en la nada. Escuchaba que Leila se movía tras de mí y no reunía la voluntad para ir a consolarla. Quizá no me atrevía a mirarla a la cara. Si ella no hubiese intervenido, estoy segura de que habría disparado a Branka y, me temo, habría disfrutado al ver que su cuerpo se desmoronaba sin vida.
Al atardecer nos sobresaltamos cuando se abrió la puerta y entró Vuk seguido por el doctor Pasik. «Ya sabe lo que tiene que hacer», indicó y se retiró sin más. Salté de la cama y me precipité sobre el médico. «¡Tiene que sacarnos de aquí!», le supliqué. «¡Tiene que salvarnos de esas bestias!». Pasik, que abría su maletín sobre la mesa, sacudía la cabeza y susurraba: «No puedo, no puedo». Al final, cansado de mi insistencia, exclamó entre dientes: «¡No puedo, Mariyana! ¿O quieres que termine como el pobre de Zoran Gravić?». «¿Qué le sucedió?», se inquietó Leila. «Lo encontraron degollado a orillas del río». La noticia nos golpeó a las dos y retrocedimos al mismo tiempo. Leila se echó a llorar. «Lo asesinaron por ayudarlas a ustedes», remató el buen doctor. «Asesinaron a la abuela Kata también», balbuceé, desfallecida, y volví a sujetarme de un barrote. «Le pegaron un tiro en la frente y quedó allí, sola sobre el piso de granito», evoqué. «No te preocupes, Maša», se apiadó el médico. «Me hice cargo del cuerpo de Katarina y descansa en paz. La hice enterrar junto a Liam». Leila caminó hacia mí y nos abrazamos.
«Tengo que revisarte, Maša», intervino Pasik. «El comandante Vuk fue a buscarme porque dice que te desmayaste. Además tengo que extraerte sangre». «¿Sangre?», me sorprendí. «¿Para qué?». Pasik, rehuyéndome con la mirada, me explicó: «Quiere que descarte enfermedades venéreas y un posible embarazo». Aparté la vista, avergonzada por las implicancias de la declaración. «Entonces, hágale lo mismo a Leila», exigí. «Por favor», agregué. Consintió, y el procedimiento tomó media hora. Antes de que el médico se marchase y mientras recogía los instrumentos, le susurré: «Haga algo para sacarnos de aquí. Se lo imploro en nombre de la amistad que tenía con mi abuelo». «No tienes idea de cómo es la vida allí fuera incluso para nosotros. Esto es un régimen», añadió. «Pero tiene que existir algún organismo internacional al que pueda recurrir», sugerí. «La Cruz Roja o Manos que Curan». Pasik depositó sobre la mesa unos antifebriles y se retiró sin contestar ni darme esperanza. Dejó la puerta entreabierta. Me asomé por el resquicio y lo vi hablar en voz baja con Vuk, que estaba sentado en el escritorio. El comandante escuchaba con gesto grave y asentía. El médico se fue, y Vuk volvió a interesarse en los papeles. Yo lo observaba y me debatía sobre qué actitud debía adoptar con ese psicópata. Mi prioridad era Leila, y solo pensaba en mantenerla a salvo. Si tenía que vender el alma al diablo para lograrlo, lo haría.
Mirko irrumpió en el despacho sin llamar. Venía con un libraco que apoyó, abierto, junto a su jefe, el que unas horas atrás me había incitado para que asesinase a su hermana. «Registraron el ingreso de las Huseinovic», informó Mirko con evidente mal humor. «Mira», indicó, «aquí, en la entrada del día 3 de agosto». Sin decir palabra, Vuk arrancó la hoja y le prendió fuego con el encendedor. Su acción me tomó desprevenida y no supe qué pensar. Después comprendí que, junto con esa hoja, Leila y yo habíamos desaparecido de la faz de la Tierra; comprendí también que, mientras Vuk nos tuviese encerradas ahí, nadie podría localizarnos. Solo contaba con el doctor Pasik. La cuestión era: ¿se atrevería a hablar? En mi fuero íntimo sabía que no.
Al rato Vuk entró en la recámara. Leila y yo nos pusimos de pie. En un acto maquinal, coloqué a mi hermana tras de mí, acción que le causó una sonrisa que simulaba ternura. «No puedes protegerla, Maša», dijo de buen modo y con tono cansado. «Solo yo puedo hacerlo». Nos miramos con fijeza a través del espacio de la habitación. «Pídeme lo que quieras», expresó de pronto, y no dudé en contestar: «Sáquenos de aquí y llévenos con nuestros padres a Srebrenica». Soltó una carcajada vacía. «Jamás», afirmó. «Pídeme otra cosa». «Que mi hermana siempre esté conmigo y que nadie vuelva a tocarla», solicité con decisión, lo que le provocó una mirada ceñuda. «Puedo concederte lo primero, nadie te separará de Leila, pero no lo segundo. Zver la quiere para él, ya me la pidió», dijo como si Leila fuese un objeto. «¡No! ¡No!», grité, aterrada por el destino que aguardaba a mi hermana. Corrí y me puse de rodillas frente a él. «Se lo suplico. No se la entregue. ¡Haré lo que sea! ¡Lo que me pida!», exclamé con vehemencia. «¡No tendrá una queja de mí! Pero no se la entregue a ese hombre ni a ningún otro». Bajé la vista al darme cuenta de que no cedería. Me puso el índice bajo el mentón y me obligó a mirarlo. «Me gusta tenerte de rodillas frente a mí», manifestó con la sonrisa lobuna, lo que me impulsó a ponerme de pie de un salto. «Tú no comprendes lo difícil que es comandar a la tropa», se justificó. «Todo se reduce a una cuestión, Maša: la lealtad de tu gente. Y para que se mantengan leales es preciso mantenerlos contentos. Leila es lo que mi segundo en el mando quiere, pues a Leila tendrá». «No, no, no», sollozaba en tanto retrocedía. Los brazos de Leila me contuvieron desde atrás, y cerré mis manos posesivamente sobre las de ella. «¿Por qué nos hacen esto?», pregunté en vano. «¿Por qué nos tratan como basura? ¡Somos personas! ¡Somos seres humanos, igual que ustedes!». Lo tuve sobre mí en un segundo. Me cruzó la cara de una bofetada. Habría caído si Leila no me hubiese sostenido. «¡Jamás vuelvas a decir que unas sucias turcas son iguales a la estirpe serbia! ¡Jamás! ¿Me has oído?». Me apresuré a asentir mientras me cubría la mejilla; tenía la piel afiebrada y me latía. Se aproximó, y nosotras en un acto instintivo retrocedimos. Me arrancó de los brazos de mi hermana y me apartó la mano para acariciarme la marca roja que me había impreso. «Maša, Maša», susurró en un tono condescendiente. «¿Cuándo vas a resignarte y a entender que ahora yo soy Dios para ti y que nada puedes hacer al respecto? Vamos», me conminó, «pídeme lo que quieras. Aún no lo has hecho».
Lo miré a los ojos, primero con aire desconcertado; después, con un cabal reconocimiento del psicópata que tenía enfrente, un hombre con la suficiente sangre fría para asesinar a cinco soldados y poco después mostrar benevolencia con su prisionera turca. Las palabras de mi abuela acudieron en mi ayuda: «Si se quiere salir incólume de la guerra hay que transitarla con honor, pero también con ingenio y astucia». A continuación me dije: «Si pretendes que Leila y tú salgan vivas de esto, tendrás que ser más inteligente, menos emocional, menos sincera, tendrás que ser manipuladora y usar a este hombre para tu conveniencia».
«Estamos hambrientas», declaré. «Me gustaría que mi hermana y yo comiésemos algo». «Dalo por hecho», afirmó Vuk. «¿Qué más?», insistió. «Queremos bañarnos. Hace días que no nos damos una ducha y olemos mal». Vuk me mostró los dientes en una sonrisa expansiva antes de hundir la nariz en mi cuello. Reprimí el impulso que me exhortaba a apartarlo de mí. Me olfateó y me mordisqueó. Cerró sus manos en mi trasero y me apretó contra él. Percibí su excitación, y enseguida me relajé; no volvería a violarme en tanto Pasik no le asegurase que estaba limpia de cualquier enfermedad venérea o de la semilla de otro serbio. Recuerdo la frialdad con la que sopesé ambas contingencias; había empezado la metamorfosis irreversible en la cual moría la joven virtuosa e inocente y nacía una calculadora y mala.
Me soltó bruscamente y abandonó la habitación sin pronunciar palabra, insatisfecho y de evidente mal humor. Poco después apareció Suada con una bandeja cargada de manjares que compartimos con ella. Al terminar, se llevó los restos y los platos sucios, pero nos remarcó que a un soldado se le había asignado la tarea de controlar que no faltase ninguna pieza de la vajilla; temían que nos quedásemos con un cuchillo o un tenedor y los empleásemos como armas.
Suada regresó con toallas, jabón, champú, dentífrico y cepillos de dientes. La visión de los elementos de tocador me hizo feliz; ya no soportaba la inmundicia de mi cuerpo. «El comandante Vuk», nos informó la mujer, «las ha puesto bajo mi responsabilidad y me ha dicho que debo proveer a sus necesidades. Pero también tengo que ser su guardiana. Solo pueden abandonar esta recámara si él lo autoriza y conmigo como escolta. Si intentan escapar o cometen alguna transgresión, él asesinará a mi hija». Munira, la hija de Suada, poseía el cuerpo de una mujer de casi treinta años y la mente de una de cinco, y su madre la protegía con fiereza. «Nada haremos para perjudicarte, querida Suada», expresó Leila, y yo asentí. «Gracias», murmuró, y nos pusimos en marcha hacia los vestuarios del gimnasio.
Cruzamos la sala donde Vuk tenía su escritorio. No había nadie. Noté, entre los libros esparcidos por el suelo, dos colchones, y también las manchas de sangre de los cinco soldados asesinados que todavía no habían limpiado con esmero. No me detuve a pensar en nada, solo me interesaba la ducha y la cantidad de veces que me lavaría los dientes y el pelo, apelmazado para entonces. Un soldado se desplazaba tras nosotras con un fusil cruzado en el pecho. Se apostó en el ingreso del vestuario de mujeres; impediría que escapásemos, pero también que alguno entrase; estábamos las tres solas.
Estudié el entorno para buscar una vía de fuga y, antes de darme cuenta de que los tragaluces estaban enrejados y de que sería imposible escapar por allí, me acordé de la promesa hecha a Suada. Me senté en una banqueta y comencé a desvestirme. Tendría que aprender a vivir minuto a minuto, a disfrutar de las pequeñas concesiones y a esperar el momento propicio para huir de ese infierno.
Volver a ponernos las ropas sucias y malolientes no resultó agradable, por lo que le indiqué a Suada que le pidiese a Vuk permiso para ir a buscar nuestras cosas al departamento de la abuela Kata. De regreso a nuestra prisión, nos cruzamos con Kosta, quien me contempló con esa mezcla de vergüenza y angustia que le volvía aún más infantiles las facciones. «Haz algo para ayudarnos», susurré de pasada, y él me contestó: «Es imposible». Los serbios que no habían abrazado la causa del nacionalismo estaban tan aterrados que no se atrevían a mover un dedo para asistir a sus hermanos musulmanes, y así fue como Karadžić, Milošević, Arkan y Vuk se salieron con la suya sin problema ni resistencia.
Al regresar al piso de arriba, Suada nos informó que dormiríamos en los colchones que había visto al salir. Daban asco, con grandes manchones de los cuales no quería saber el origen. «Intentaré conseguir un par de sábanas», dijo nuestra guardiana y se marchó. Regresó poco después con lo prometido, y Leila y yo nos dispusimos a improvisar nuestros lechos. En esa tarea estábamos cuando se abrió la puerta con estrépito. Vuk y Branka trastabillaron dentro, ella con una sonrisa ufana que era una mueca grotesca en el rostro hinchado a causa de los golpes. Estaba muy borracha; él también, aunque lo disimulaba mejor; los dos apestaban a rakija. Vuk soltó a la Torlak y caminó hacia mí con la precisión de una flecha, de pronto sobrio, la mirada clara, el gesto una mezcla de determinación y malevolencia. Me protegí tras el escritorio, y él sonrió, divertido. Me atrapó enseguida y me redujo al sujetarme las muñecas tras la espalda. Hacía conmigo lo que le placía. Con la mano libre, me aferró por la nuca y forzó su boca sobre la mía. Branka reaccionó como una gata celosa: se prendió de mi cabello y acompañó los tirones con alaridos que perforaban la quietud de la noche. Leila intentaba apartarla y abrirle las manos para que desasiera los mechones. En el silencio que solía actuar, Vuk aferró a la Torlak por el cuello con dedos tan gruesos y largos que se lo rodeó por completo. Apretó sin misericordia. La mujer me soltó el cabello para sujetar el antebrazo del hombre que buscaba quitarle la vida. Yo observaba la escena sumida en un trance. Los ronquidos ahogados de Branka se acallaban en tanto la cara se le tornaba de un color violáceo; los ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas. Estaba asfixiándola, y yo me limitaba a observar; había caído en la misma actitud pasiva de los serbios que eran testigos de las atrocidades que se cometían con sus compatriotas musulmanes y nada hacían.
Leila se precipitó sobre Vuk. «¡Comandante! ¡Comandante!», exclamaba mientras intentaba abrirle la mano. No estábamos acostumbradas a estas escenas grotescas; en casa, nuestros padres rara vez discutían, no se alzaba la voz y se mantenía un trato cordial. Tanta violencia y desprecio no formaban parte de nuestra realidad; igualmente, yo nada hacía para evitar que la asesinase. «¡Ayúdame, Maša!», pidió Leila, y me hizo reaccionar.
«¡VUK!», exclamé con toda la potencia que fui capaz de reunir, y prolongué la palabra hasta que el hombre quitó la mirada de su víctima y la fijó en mí. «¡Suéltala!», ordené, y debió de afectarlo que lo tutease por primera vez. Me observó con una expresión aturdida, como si acabase de despertar y no comprendiese dónde se encontraba. Le apoyé la mano en el antebrazo y de inmediato noté que los músculos se le relajaban. Separó los dedos del cuello de Branka uno por uno, y la mujer se desplomó. Tosía y se sobaba la garganta.
En tanto, Vuk y yo nos contemplábamos fijamente. Advertí con miedo creciente que él iba emergiendo del estupor para caer en la rabia. Lo había desafiado, le había dado una orden, yo, una sucia balije, y, lo que era peor, él me había obedecido. Regida por mi nueva doctrina que me dictaba que solo actuase con astucia y la mente fría, bajé la mirada y le susurré: «Lo siento. No fue mi intención irrespetarlo, comandante». Proferí un grito cuando me inmovilizó con violencia por los brazos, justo debajo de las axilas, y me pegó a su cuerpo. Su aliento pestilente me azotó la cara cuando me advirtió: «No vuelvas a meterte en mis asuntos. Si he decidido quitarle la vida a alguien, lo haré. No sé qué necesitas para comprender que aquí soy Dios». «Perdón», insistí casi sin voz pues el padecimiento que me producían sus dedos clavados hasta el hueso me impedía respirar.
Trastabillé cuando me dejó ir. Lo vi marchar a la habitación. Cuando se encerró, suspiré aliviada y me dejé caer en el colchón. Leila asistía a Branka, que seguía llorando y tosiendo. Se puso de pie y, para nuestra sorpresa, la vimos dirigirse detrás de Vuk. Leila intentó frenarla, pero yo la detuve y agité la cabeza. «Déjala hacer», susurré.
La mujer entró, y el chasquido de la puerta al cerrarse tras ella se propagó en el silencio como una promesa macabra. Transcurrieron pocos segundos antes de que la pelea se desatase entre los amantes. Hubo insultos, reclamos, amenazas, golpes, gritos, llanto; después jadeos, gemidos, promesas de amor por parte de Branka y ruidosos orgasmos de Vuk. En algún momento, nos quedamos dormidas y no fuimos testigos de la retirada de la mujer ni de la de nuestro carcelero. Los acontecimientos nos habían extenuado, por lo que dormimos hasta tarde. Me desperté renovada, sin rastros de fiebre ni del malestar que me había acompañado durante días.
Suada nos trajo el desayuno y nos informó que el comandante había ordenado a Mirko que nos proveyese de ropa. La notamos más caída que de costumbre y tras sonsacarla nos confesó que dos de las muchachas que habían sido seleccionadas por los soldados la noche anterior no habían regresado. Ella, que gozaba de gran libertad, había recorrido la escuela de arriba abajo y no las hallaba. «Temo que estén muertas. No sé cómo les diré a sus madres que no las he visto por ninguna parte», lloriqueó. «La pobrecita de Aldina solo tiene catorce años».
La noticia nos deprimió, y nos quedamos sentadas en los colchones sin hablar, la vista perdida en la nada. Leila se decidió a romper el estado abúlico en el que habíamos caído y tomó un libro del suelo. Se puso a leer y, tras un rato de absorta lectura, propuso lo que para ella era sanador: limpiar. Suada nos consiguió algunos productos, elementos y baldes con agua y nos pusimos a trabajar. Limpiamos los estantes de las bibliotecas y acomodamos los libros caídos. Recogimos el cuadro de Tito y lo escondimos pues su imagen se había convertido para los nacionalistas serbios en una figura detestable. Paramos los colchones contra la pared y limpiamos el piso, poniendo especial atención en quitar los restos de sangre; resulta increíble lo tenaz que es la sangre seca; no es fácil sacarla. Limpiamos el escritorio vacío. Intenté abrir los cajones; estaban los cuatro con llave. Nos esmeramos por dejar brillante el baño antes de dirigirnos a la habitación contigua, escenario de la batalla de los amantes y de la reconciliación. Sirviéndome de un trozo de papel, recogí dos bolsitas de látex medio transparente que, reconocí, eran profilácticos. «Pues bien, a la mujer de su etnia no tiene pensado hacerle un hijo», medité con el desapego y el cinismo que, poco a poco, se volvían parte de mí.
Como hacía mucho calor, quedamos sudadas y cansadas, por lo que le solicitamos a Suada que nos acompañase al vestuario a tomar otro baño. Debimos esperar varias horas antes de que la mujer se hiciese con el permiso del comandante, lo cual resultó en nuestro favor pues en el ínterin apareció Mirko con varias bolsas de ropa, nuestra ropa. «¿En qué estado encontraste el departamento de la abuela Kata?», quise saber. «Nos fuimos y ni siquiera echamos llave», me expliqué. «En orden», masculló sin mirarme. «¿Sacaron el cuerpo de Luks? ¿Lo enterraron?», preguntó Leila. «Sí», contestó, lacónico. «¿Dónde?», insistió. «¡Basta de preguntas!», explotó, y en ese instante le noté las ojeras y la cara de amargado. «No sé quién mierda se ocupó de Luks ni dónde lo enterraron. Se habrán ocupado los nuevos propietarios». ¿De qué hablaba ese imbécil? ¿Qué nuevos propietarios? «¿De qué estás hablando, Mirko?», lo increpé, mi recién estrenada filosofía olvidada. «¡De que la casa de tus abuelos ahora tiene nuevos dueños!», exclamó, enmascarando la vergüenza en la impaciencia y el enojo. «¿Cómo nuevos dueños? Nosotros no hemos vendido la casa», me desconcerté. «Maša», me habló con desprecio, «pese a todo lo que te ha sucedido, ¿aún no comprendes que esto es una guerra y que nada será como antes? La casa de Katarina y de Liam fue asignada a una familia serbia que a su vez fue expulsada de los territorios en manos de los musulmanes. Agradece que me permitieron entrar y sacar sus ropas». «¡Y qué hay de las joyas de la abuela, de sus muebles, de sus cosas personales! ¡De la vajilla de porcelana!», me trastorné. Mirko, que estaba marchándose, se detuvo y, sin volverse, me aconsejó: «Pídele a Vuk que te las devuelva. Aprovecha que eres su obsesión. Al menos por el tiempo que le dure».
Lloré y chillé de impotencia. Leila, con su sabiduría innata, insistía en que eran cosas materiales, que no tenían importancia. «¡Es el hecho, Leila!», me enfadé. «¡Esos malditos četniks se creen los dueños de nuestras vidas! Nos hemos convertido en basura para ellos. ¿Qué locura es esta?», me pregunté, y en un acto maquinal elevé los ojos hacia un cielo que siempre había creído vacío; ahora buscaba la respuesta a tanta maldad. Ni siquiera se me permitía salir fuera para ver el cielo, y mis ojos se tuvieron que conformar con el cielorraso descascarado y con telarañas.
Suada y el soldado de turno nos escoltaron al vestuario de mujeres para bañarnos. Caminábamos deprisa y con la vista baja, aterradas de llamar la atención de los paramilitares o de encontrar los ojos de algún prisionero al que habían conducido a la habitación que, todos sabían, la empleaban para aplicar torturas. A los hombres los tenían en otro campo de concentración, uno al que llamaban Sladara, porque se encontraba en una fábrica de cerveza de ese nombre, ubicada en la localidad de Rasadnik, muy cerca de Rogatica. En nuestra prisión, la Veljko Vlahović, los interrogaban y torturaban, o simplemente los torturaban. Eran vecinos comunes y corrientes que nada sabían de la política ni del ejército bosnio. ¿Qué pretendían extraerles con las golpizas y las vejaciones? «No pretenden extraer nada», resolví. «Se trata de dar una lección, de que se corra la voz y los musulmanes abandonen las ciudades sin necesidad de hacer un disparo». Se trataba de la estrategia del terror.
El patio principal de la escuela era un vivac desordenado y sucio, con montañas de basura que se acumulaban y hedían en el calor sofocante de las jornadas estivales; las moscas verdes sobrevolaban, y pequeños ratones iban y venían sin ser molestados. Apuramos el paso cubriéndonos la nariz y la boca con la mano para no respirar la pestilencia ponzoñosa.
Bañadas y cambiadas, con el ánimo renovado, volvimos a nuestra prisión. Suada parloteaba en voz baja consigo misma, una costumbre en la que caía cuando algo la inquietaba. «¿Qué sucede?», quise saber. «El comandante Vuk dice que esta noche vendrá a cenar el general Mladić y que debo preparar pljeskavica, el plato favorito del general, solo que yo no tengo idea de cómo se hace la pljeskavica, y el comandante la quiere completa, con kajmak, con urnebes y somun. ¿Qué haré?», se descorazonó. «Dile que no sabes prepararlo», le propuse. «¿Con el humor que trae desde que supo que esos cinco soldados…?», enmudeció. «No me atrevo», concluyó.
La pljeskavica es la comida nacional de los serbios, una hamburguesa de carne de vaca, cerdo y cordero que se sirve al plato o en pan (somun) y que se acompaña con una ensalada de queso y pimientos picantes llamada urnebes, todo regado por la infaltable crema ácida o kajmak. «Pues Leila prepara la mejor pljeskavica del valle del Drina», comenté, y la mujer, que desarmaba la cama donde Vuk y Branka habían yacido, se detuvo para mirarnos. Leila sonrió y asintió.
Media hora más tarde, y con la venia de Zver —Vuk no estaba—, nos hallábamos en la cocina de la escuela evaluando los ingredientes que necesitaríamos para el gran banquete. ¿Y si le poníamos veneno para ratas a la mezcla de las hamburguesas? De seguro tenía que haber una caja por allí, murmuraba en tanto abría las alacenas y revisaba la despensa. «No digas estupideces, Maša», me reprendió Leila. «Yo no tendré a nadie en mi conciencia». Asentí poco convencida y volví a su lado. Entonces le noté el brillo en los ojos de azabache en tanto estudiaba el entorno. Enseguida me di cuenta de que esa cocina grande y profesional le recordaba a la del U Partizanski. Era un poco como haber vuelto a casa.
Hicimos pljeskavica para satisfacer al demonio de Mladić, pero también para que Suada llevase a escondidas un recipiente lleno de hamburguesas, que repartió entre las cinco aulas abarrotadas de mujeres y niños hambrientos. No supimos si la cena fue un éxito hasta la madrugada, cuando Vuk, muy borracho, entró en la habitación y, al despertarme, por poco me causó un infarto. Con una rodilla en el piso, me atrajo hacia él y me besó en la boca. Yo contenía el respiro para no inspirar el aliento con olor a cebolla, cigarrillo y šljivovica. «Quiero que cocines mi comida todos los días», expresó con la cadencia de un borracho, y rio vaya a saber de qué, lo que despertó a Leila. «Pero la probarás delante de mí antes de que yo la coma porque me temo, adorada Maša, que si te diese la oportunidad le pondrías veneno para ratas». Volvió a reír, como si encontrase la declaración muy divertida. Nunca supe si alguien le había referido lo que yo había murmurado en la cocina creyéndome a solas con Suada y Leila, o si Vuk, desconfiado y astuto como era, lo había deducido por su cuenta.
Me arrancó del colchón y me llevó en andas a su cama, la que había compartido con Branka la noche anterior. Por fortuna, se quedó dormido apenas apoyó la cabeza sobre la almohada. Yo me debatí entre regresar a la otra habitación o permanecer con él. Temí enfurecerlo si, al despertar, se daba cuenta de que lo había abandonado. Me quedé quieta e intenté dormir con el dragón junto a mí.