última y que se va a morir allí mismo delante de ella, no se
anima a pronunciar palabra por temor a interrumpirlo.
Esa introducción le está llenando de espanto.
- ¿Estoy bien así, Sandrine?
- Pareces una hippie de los años sesenta, no creo que le guste
al papa.
- ¿Ahora?
- Está mejor, esa falda por debajo de las rodillas, los
tacones un poco altos…
Se pone unos zapatos, se los quita, baja la falda, sube la
blusa, no tanto escote, mejor un jersey, suelta el pelo, lo
recoge…
- ¡Ahora estás perfecta!
- Es el uniforme de trabajo que me pongo cuando voy al
Vaticano.
- Contarás con la ayuda del bibliotecario mayor, él conoce
todo acerca de las diferentes secciones y te facilitará
cuanto necesites; también él estudia otros documentos cuyo
contenido te hará conocer.
- ¿Perdón?
- Que el padre Lorenzo será tu asistente y guía.
- No se enfade, Santidad, es que no le entiendo bien.
- Ahora me río, Carlo, pero allí, delante del papa, me cagué
hasta las patas, es que no le entendía un carajo, además, de
vez en cuando, se le mezcla alguna palabra no sé si en
polaco.
- ¿El señor va a probar el vino?
Levanta la copa, la mece suavemente, mete su nariz y aspira
profundamente, la eleva y mira su suave color rubí con
reflejos ambarinos, bebe un generoso trago, pero no lo
ingresa, hace un suave movimiento con el caldo en la boca y
finalmente traga, gira lentamente la cabeza y hace un suave
gesto de aprobación, sonrisa autosuficiente del “sommelier”
que escancia.
- ¿Qué quería de ti el viejo reaccionario?
- No hables así del papa, es muy viejecito y muy bueno,
también un poco cascarrabias cuando no entiendes lo que dice.
- Bueno, vale, ¿qué te dijo el viejecito bueno?
- Nada, un aburrido tema de traducción, y tú ¿qué le dijiste a
tu mujer? ¿Vas a cortar de una vez?
- No debes hablar de esto con nadie, ¿me has entendido bien?
- Sí, Santidad, ¿y a quién debo comunicar lo que vaya
traduciendo?
- Sólo a mí y al padre Lorenzo. No debes comentarlo con tu
padre, ni siquiera con el señor Navarro Valls. En caso de que
descubras algo terrible, puedes llamarme a un número que voy
a dejarte; pertenece a un móvil que lleva mi secretario, y
bastará con que digas que llama Alexandra para que me pase la
comunicación.
- ¿Un teléfono de dónde?
- Un moóoovil, que lleva mi secretariooo.
- Perdón, perdón.
- La langosta debe hacerse hervida al vapor, recién sacada del
estanque, viva y agitando fuertemente su cola contra el
abdomen.
- ¡Qué crueldad!
- Es como mejor sabe. Luego debe servirse tibia y acompañarse
con una salsa mahonesa suave, salsa rosa o, simplemente,
aceite de oliva, según las preferencias.
El lamento del violín los envuelve, el violinista zíngaro
rasga el aire con las chardash de Monti mientras se acerca a
ellos. El esperma de la vela se derrama por las rojas
paredes, dejando un verrugoso reguero que alcanza el mantel,
se ha roto la compuerta del reborde y ya otro río de cera
líquida sigue al primero, ella lo interrumpe con su dedo que
se cubre de una delgada capa.
- ¡Qué lugar maravilloso, cariño! ¡Me haces tan feliz! Pero no
puedo continuar así, tienes que definirte y elegir.
- ¿No crees que ya he elegido?
- No se enoje, Santidad, pero tiene que darme una pista de lo
que busco. Hasta donde he entendido tengo que traducir del
arameo un antiquísimo libro, una Apocalipsis, parece, y en
tanto que lo traduzco debo ver si encuentro entre el texto
algo que se aparta de éste, es decir, un documento disimulado
entre la Apocalipsis.
¿Es eso?
- No lo sé, Alexandra, quizá lo que se esconda entre la
escritura de la Apocalipsis sean las indicaciones para hallar
el sitio que esconde lo que buscamos.
- ¿Y qué es lo que buscamos?
- Una carta de Jesucristo.
- ¿Cómo?
- ¿No me has entendido? Creo haber hablado alto y claro.
- Sí, sí, Santidad, lo he comprendido, sólo que me ha
impresionado su respuesta.
- No he podido sonsacarle nada.
- Es vital que lo hagas, Carlo, hay mucho dinero en juego;
además, ya sabes que si conseguimos lo que se nos pide,
pasarás de ser director de sucursal a director regional con
una importante prima en acciones y en efectivo, colocadas en
una cuenta numerada en la casa central en Zurich de la misma
banca Chigui.
- Por ahora no ha soltado prenda, pero hay que darle un poco
de tiempo, todavía no ha comenzado con el trabajo.
- Se te va a dar un margen de tiempo, pero más vale no poner
nerviosos a los jefazos.
- Lorenzo, ésta es Alexandra, debéis poneros a trabajar de
inmediato. El mes próximo inicio mi viaje por Palestina, y a
mi regreso desearía tener algún resultado.
- ¿Dónde y cuándo comenzamos?
- Mañana mismo, en el sector privado de la biblioteca.
- ¿De qué ayudas puedo disponer?
- De todo cuanto necesites, amplificación, fotografía,
proyectores, fotocopiadoras, luz negra, rayos X, textos de
época…, y lo que no tengamos, lo conseguimos.
- Comandante.
- ¿Cabo?
- Un mensaje del Santo Padre, desea que vaya a verlo a los
jardines del palacio episcopal.
- ¿En los jardines?
- Sí, mi comandante.
- ¿A qué hora?
- Ya mismo, mi comandante.
- ¿Alois?
- Sí, Santidad.
- Deja que me coja de tu brazo y caminemos, si es que puedes
seguir mi marcha.
- Haré lo que pueda, Santidad.
- Quiero confiarte una misión muy importante.
- A vuestras órdenes. ¿Puedo preguntaros algo?
- Pregunta.
- ¿Por qué en los jardines?
- Es una tradición que deberías conocer: las paredes del
Vaticano tienen oídos.
El comandante de la guardia suiza, Alois Esterman (“), esbozó
una sonrisa y casi imperceptiblemente, como si estuviese
haciendo un ejercicio de estiramiento de cuello, recorrió con
la vista cada balcón y terraza que asomaba al jardín, así
como balaustradas de: (“) El comandante Alois Esterman murió
asesinado en las extrañas circunstancias, que luego se
detallarán, en mayo de 1998, es decir, dos años antes; nos
permitiremos este anacronismo para mejor servir a los
intereses de la trama de esta ficción.
escalinatas y árboles alejados, y luego dijo en voz muy baja
y con la boca dirigida a su propio hombro:
- Santidad, para escuchar las conversaciones a cielo abierto
están los micrófonos direccionales.
- Lo sé, Alois, pero sería demasiado ostensible, y creo que
tus hombres se apercibirían de algo así; además, ya resulta
bastante difícil y requiere de paciencia entenderme a unos
pocos centímetros. La misión que voy a encomendarte roza la
ilegalidad, pues tendrás que realizarla en buena parte fuera
de los límites del Vaticano y no afectado a mi persona, es
decir, fuera de tu jurisdicción.
- Nada de lo que su Santidad disponga es ilegal.
Juan Pablo II lo miró de soslayo, pronunció algunas palabras
ininteligibles mientras meneaba la cabeza y luego prosiguió:
- Hay una joven, llamada Alexandra della Rovere, que comenzará
mañana a realizar unos trabajos en la sección de documentos
secretos por encargo expreso mío. Encontrarás todos sus datos
en los archivos de seguridad, ya que es personal contratado
por el Vaticano a tiempo parcial por la biblioteca, sección
de documentos antiguos y lenguas muertas. Debes convertirte
en su sombra sin que ella ni nadie, absolutamente nadie, lo
sepa; eso incluye a mi secretario, el jefe de protocolo y el
portavoz; ni siquiera fray Lorenzo, con quien trabajará, debe
saber que es vigilada.
También cuidarás de él. Tendrás que estar al tanto de todos
los movimientos de la señorita Della Rovere, dónde va, quién
la visita y con quién habla por teléfono.
- ¿Quiere que pinche su teléfono?
- Yo estoy ya muy viejo para entender vuestro lenguaje, no sé
de qué me hablas, sólo quiero que hagas lo que te he dicho y,
además de vigilarla, cuídala.
- ¿Cómo?
- Sí, que la cuides, su vida es muy valiosa y corre grave
peligro, ella y probablemente su familia.
¡Ah! Casi lo olvido, quiero también que encargues a alguno de
tus hombres de máxima confianza que viaje a Milán y visite la
biblioteca Ambrosiana y saque copias de todos los documentos
que hagan referencia al papa Alejandro VI o a los 27 años en
los que se desempeñó como vicecanciller de la Iglesia; cuando
los tengas en tu poder, les darás traslado a fray Lorenzo.
- Necesitaré disponer de algunos hombres.
- ¿Cuántos?
- Al menos cuatro.
- Escógelos entre los más fieles y discretos, en la medida de
lo posible deben ser insobornables.
Hola, soy yo, el espejo parlanchín. Hace rato que no te
interrumpo con intromisiones directas, dejando que te metas
en la historia por boca de sus personajes sin meter yo el
cazo. He hecho un “break” para que te relajes un poco
mientras te digo algo sobre la guardia suiza, tan colorida,
tan brillante y, como verás, efectiva, no tanto como lo fue
en sus buenos tiempos, no en los de mi papa, pues ya habrás
ido viendo que a él le iban otra clase de guerras y no era la
alabarda su arma favorita sino la lanza; no es que no tuviera
su ejército, que lo tenía, y no eran poca cosa los ejércitos
pontificios, a cuyo frente estuvo su hijo César, pero la
guardia suiza fue creada en 1505 por su sucesor y enemigo
inveterado Giuliano della Rovere -Julio II-, que quiso tener
su propia guardia pretoriana y quiso también que fueran sus
números los más aguerridos y fieles soldados mercenarios de
la época, que, fíjate por dónde, eran los suizos, entre queso
y queso, de modo que hasta el día de hoy esta pequeña fuerza
sólo puede estar formada por hombres de esa nacionalidad.
Julio II, que no quiso ser menos que mi papa en figuración,
se dijo: “Mi guarnición -lo cortés no quita lo valiente-, a
más de fieros tienen que dar el cante por su elegancia”, y
como en esos tiempos no se hablaba todavía de Versace, le
encargó el diseño del vestuario de su guardia nada menos que
a Michel Angelo Buonarotti -Miguel Ángel-. ¡Ahí es nada!
¡Jódete, patrón, saca pan y vino, chorizo y jamón! Y tuvo
tanto éxito la vistosidad y el colorido de los uniformes en
las pasarelas, que hasta hoy no lo han cambiado.
Todos estos cotilleos vienen a cuento, pues el tal Julio II
tiene algo que decir en nuestra historia, y la guardia suiza
será la encargada de velar por nuestra protagonista; no voy a
decirte ahora si tuvieron éxito en ello, eso le quitaría
interés al asunto y podrías dejarme colgado luego de haber
recorrido juntos tantas páginas.
Un último dato: la guardia suiza cuenta en la actualidad con
110 hombres y seis oficiales, un capellán, 23 suboficiales,
70 alabarderos y dos tambores, no muchos, suficientes para
decorar pasillos y desfiles y… un pequeño grupo para hacer
servicios especiales, eso sí, sin uniformes de mangas
acuchilladas, ni alabardas ni brillantes corazas y cascos de
pulido acero.
Milán, Biblioteca Ambrosiana, finales del siglo XX
El joven rubio de pelo corto y gafas con gruesa montura de
carey, que vestía unos pantalones cortos de ésos de mil
bolsillos con camisa verde oliva del mismo estilo, se detuvo
ante las escalinatas de mármol del impresionante edificio
renacentista y miró a lo alto, frunciendo la nariz y los ojos
para evitar el exceso de luz de un radiante sol de verano que
asomaba justo por encima del frontispicio de la biblioteca
Ambrosiana.
- ¿Puedo ayudarte?
- Sí, supongo que podrás hacerlo. Busco alguna documentación,
fundamentalmente correspondencia de la época que va desde el
papado de Calixto III hasta el de Julio II incluido.
- Son muchos años. ¿Qué es exactamente lo que buscas?
- Estoy haciendo una tesis sobre la influencia de los Borgia
en las cortes europeas de su tiempo; no creo que haya mucho
de ese material aquí. ¿Tú crees que debería haber comenzado
por la biblioteca vaticana?
- ¡Ya quisieran! ¿Sabes que esta biblioteca contiene más de
850.000 libros impresos, 2.100 incunables y, asómbrate,
35.000 manuscritos, entre los que buscar la documentación que
te interesa?
Ven, te acompañaré hasta la sala de los ordenadores; allí
debes comenzar la búsqueda. ¿Cómo te llamas?
- Cédric.
- ¿De dónde eres?
- Alemán.
- Hablas muy bien italiano, aunque con mucho acento.
- Mi madre es italiana.
- Salgo a las seis, ¿te apetece que cenemos juntos?
- Pronto, ¿comandante Esterman?
- ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- ¿Has encontrado algo?
- Hay una enormidad de material para examinar, esto me puede
llevar varios días.
- Bueno, ni bien encuentres algo significativo, lo fotocopias
y me lo envías por fax.
- Comandante.
- ¿Sí, Cédric?
- Hay una bibliotecaria joven muy dispuesta a colaborar, y me
ha invitado a cenar esta noche, ¿debo aceptar?
- Sí, desde luego, puede ser útil en la búsqueda, trata de
sonsacarle si conoce a Simonetta Chigui, es restauradora y
paleógrafa y pertenece a la familia de los banqueros, forma
parte también del consejo de administración de la fundación
de la biblioteca. Averigua si en el último año ha retirado
algún documento que pueda tener relación con nuestra
búsqueda, ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- ¿Es guapa la muchacha?
- No está mal, mi comandante.
- ¡”Achtung”!
Roma, finales del siglo XX
- ¡Apaga ya ese jodido cigarrillo! Si quieres matarte, al
menos, no lo hagas delante de mí, sabes que me produce
alergia y me irrita los ojos.
Simonetta apagó la colilla contra la superficie de cristal
del cenicero mientras con la otra mano hacía por debajo de la
mesa el conocido signo con el dedo mayor sobresaliendo erecto
del resto de la mano cerrada en un puño.
- Aumenta el aire acondicionado, se llevará los restos de
humo.
- El aire acondicionado también me da alergia -contestó con
gesto malhumorado Agostino Chigui.
- Papá tiene razón, Simonetta, fumas demasiado, no terminas
uno y ya das comienzo al otro.
- Tú te callas, Beto, a ti nadie te ha dado vela en este
encierro.
- Bueno, a callar ambos.
Se impuso la voz grave de Fabio, el mayor de los Chigui,
Simonetta lo ignora mientras examina el circulito que se
agranda en la malla de sus medias negras caladas, carrera en
puerta, coge los hilos separados y trata de anudarlos para
evitar que el estropicio se propague.
- ¿Alguna novedad?
- He localizado una carta de un banquero judío veneciano que
ofrecía una verdadera fortuna a Julio II a cambio del
documento. No he podido hallar ni trazas de contestación a
esa carta ni mención alguna durante el papado de Giuliano
della Rovere, esto es una prueba concluyente de que el
documento existía, ya que en la carta se mencionan las mismas
circunstancias que nos han llegado por medio de la historia
familiar, desde ese tatara tatara que se llamaba como tú,
papá.
- ¿Qué has hecho con la carta, Simonetta?
- La he retirado y la he llevado a la sección de restauración,
a mi propio gabinete; allí está segura.
- Hay que traerla y llevarla a la caja de seguridad de la
central de Zurich.
- Beto, ¿cómo van tus indagaciones?
- Resulta que el amiguete de la paleógrafa es director de una
de nuestras agencias, de modo que ya le he puesto la miel en
la boca, pero la chica, por ahora, o no ha descubierto nada o
no suelta prenda.
- Ya ves lo que pasa con los familiares advenedizos, hoy
están, mañana un divorcio o una amiguita, o amiguito… -
terció Fabio mirando a Simonetta.
- Los secretos de familia nacen y mueren en la familia, y en
la familia no se entra, se nace -sentenció Agostino Chigui.
- Resumiendo -volvió a intervenir Fabio-, estamos igual que
hace veinte años, parece que el papa Luciani, antes de morir,
alcanzó a comunicarle algo a Wojtyla, y éste pareció
interesarse en la búsqueda del documento, pero luego, los dos
tiros que le metió el turco al polaco lo mantuvieron quieto
hasta ahora.
- No estuvo mal, consiguió que la cosa estuviera quieta
durante estos años.
- Sí, pero los documentos siguen intactos y su valor se ha
multiplicado por mil.
- Puta casualidad -intervino Simonetta-, resulta que la niñata
que está metiendo las narices en el asunto es descendiente en
línea directa del papa Giuliano della Rovere, Julio II.
- Tenemos a los Chigui y a los Della Rovere, disputas entre
familias, natural, estamos en Italia, ¿o no? -añadió Beto.
Roma, finales del siglo XX
El “scriptorium” privado del papa había sido invadido por una
gran mesa, formada por un tablero de conglomerado de dos
pulgadas de espesor y cuatro metros de largo por dos de
ancho, montado sobre unos caballetes; en su superficie se
amontonaban ordenadores, lupas, lámparas de luz ultravioleta
y multitud de hojas de fotocopias con anotaciones y esquemas.
Alexandra se inclina sobre la mesa hasta casi acostarse en
ella, está ordenando varias hojas de modo que coincidan
algunos párrafos, mientras fray Lorenzo consulta
equivalencias semánticas entre arameo y hebreo.
- ¡Aquí, aquí, hay algo!
Da un salto fray Lorenzo y pisa unas hojas en el suelo, cae
aparatosamente de espaldas.
- ¡Fray Lorenzo! ¡Fray Lorenzo!
Corre Alexandra, tropieza Alexandra y cae sobre el fraile,
respira con dificultad el jesuita, se lleva una mano al
pecho.
- ¿Le pasa algo? ¡Ay, Dios mío! No se muera, fray Lorenzo -le
cachetea las mejillas Alexandra.
- Deja que me levante. Bueno, ayúdame, me has dado un susto de
muerte. ¿A qué viene tanto grito?
- Mire, fray Lorenzo, en esta fotocopia del capítulo segundo
del libro primero, siguiendo la pauta establecida, hago las
fotocopias aumentadas y voy traduciendo entre líneas y he
encontrado unos trazos muy suaves entrelineados.
- ¿A ver? Sí, ya los distingo, pero no recuerdo haberlos visto
en el original.
- Es que no se ven en el original, deben de estar escritos con
algún tipo de tinta invisible, y la pluma ha dejado una suave
impronta que ha sido captada por la fotocopiadora.
- Veámoslo con la lámpara de luz negra. Hemos examinado con
toda la ayuda técnica el diario de Burckard para ver debajo
de las tachaduras, pero no se nos ha ocurrido hacerlo con la
Apocalipsis.
- Tranquilícese, padre, ¿cómo íbamos a hacerlo si todavía
estamos haciendo la traducción definitiva de las dos primeras
páginas? ¡Qué nervios! Veámoslo, aquí, aquí, ¿lo ve, padre?
- Sí, sí, pero… ¡demonios!
- Sí, padre, es latín.
- ¡Alabado sea Dios! ¡Por fin tenemos algo!
- El 18 de mayo, su Santidad cumple 80 años, tenemos casi dos
meses para darle un buen regalo de cumpleaños.
Roma, finales del siglo XV, año 1474
Rodrigo se paseaba a grandes zancadas por el salón del
palacio; mientras, Gabrielino, que había tomado la costumbre
de imitarlo en todos los gestos, lo seguía dando cuatro pasos
por cada dos del cardenal. Francisco, en un rincón, rezaba el
rosario sentado en una silla, cumplida la misión de alejar de
Roma en “misión oficial” a Domenico d.Arignano, el
funcionario del Vaticano al que el cardenal Rodrigo Borgia
había endosado el incómodo -o cómodo, según se mire- papel de
marido oficial de Vannozza Cattanei, la bella mantuana que el
mismo Francisco había oteado para su primo entre las bellas,
durante el tiempo que el cardenal gastaba desplegando sus
dotes políticas en España para conseguir la aceptación de
Isabel como reina de Castilla por encima de los derechos
sucesorios de su sobrina Juana, la hija de su hermano
Enrique.
Vannozza había sido la mejor pieza que Francisco había
cobrado entre los cotos de caza públicos y privados en los
que se movía en busca de satisfacer la lujuria de su admirado
Rodrigo. Sumaba Vannozza a su belleza serena y delicada una
pasión amatoria que llegaba a saciar por completo los
insaciables apetitos del cardenal. La pasión que despertaba
en Rodrigo era poco usual, ya que la bella había dejado atrás
la juventud y pasaba los treinta años; no obstante, bastaba
una palabra, una media sonrisa o el roce de su mano para que
se encendiera el deseo de Rodrigo.
Entre la tensión ocupada por el paseo del salón, surge un
grito desgarrado seguido del llanto de un recién nacido.
- ¡Soy padre! ¡Soy padre!
- Sí, padre, sí, padre, el padre Borgia es dos veces padre -le
parodia Gabrielino. Vuela Gabrielino por los aires
catapultado por los fuertes brazos del cardenal, que lo
recoge en el aire, ya lo deja en el suelo y sube los
escalones de tres en tres, irrumpiendo en la cámara. Sonríe
sudorosa y bella como una “madonna” Vannozza, la matrona
sostiene al niño y se lo ofrece:
- Vuestro hijo, eminencia.
Lo coge el cardenal entre sus manos, mira el rostro del
pequeño, que ya nace con el ceño fruncido y los puños
apretados como en actitud de pelea, ríe Rodrigo y lo alza
extendiendo los brazos, mirándolo desde abajo.
- ¡Mira, Vannozza, parece que ya quiere comerse el mundo! Lo
llamaremos César, y sin duda que llegará a papa después de su
padre.
Francisco, presente siempre al lado de su primo en los
momentos importantes, participa sinceramente de la alegría
del cardenal.
- ¡Un Borgia más! Nos vamos a comer Roma.
- Francisco, es el comienzo de lo que ha de ser la gran
familia Borgia; a ver, hombre, si te buscas tú también una
buena hembra que a más de calentar tu cama contribuya a hacer
más numerosa la familia.
- A mí déjame en paz, ya te encargarás tú de ello. Yo cuidaré
de tus hijos como lo hago contigo.
- Ahora que he iniciado una familia, me he cargado de
responsabilidades, he cumplido ya 44 años, el papa actual,
Sixto IV, es un Della Rovere, aunque se llame Francisco,
igual que tú, primo.
Creo que es hora de que intentemos llegar hasta el escondrijo
de la carta.
- Monseñor, recibid mis más cálidas felicitaciones, la buena
nueva que recorre Roma es el nacimiento del primogénito de su
dignidad, yo me sumo al deseo de la ciudad toda de que crezca
en salud y sea digna rama del tronco del que sale.
- Agradezco tus deseos y, sabedor de tu impaciencia por
satisfacer de algún modo la deuda de gratitud que te obliga
para conmigo, te recuerdo que la Apocalipsis está a buen
recaudo, y su Santidad Sixto IV no desea otra cosa que
mantenerla oculta dejándose aconsejar por su vicecanciller.
- Sois evidentemente, monseñor, insustituible en el cargo, ya
que cuatro papas no han pensado siquiera en otro sino en vos
para tan importante función, incluso, para maravilla del
pueblo romano, un Della Rovere, cuando deja su nombre para
ser Sixto IV, hace su primera elección confirmando a monseñor
como “vicecancellarium”.
- Amigo mío, la “donna” Vannozza vería con mucho agrado que
alguien le obsequiara una discreta posada, situada a no más
de 20 estadios del Vaticano y cuyo nombre es La Cuádriga, es
un negocio que una dama puede administrar fácilmente.
- Monseñor, os lo ruego, no permitáis que nadie se me adelante
y me prive del placer de ser yo quien dé la sorpresa a la
“donna” Vannozza.
- Quedad tranquilo, Agostino, que a nadie participaré de este
deseo.
Abandona el palacio episcopal Agostino Chigui, el hijo del
cardenal le va a costar algunos ducados, mas están bien
empleados y, si bien no deja de sentirse cogido de sus partes
íntimas por aquel reconocimiento de deuda que el cardenal
guarda celosamente, desde que cerraron aquel trato los
negocios de la banca Chigui en Roma se ha multiplicado, y por
sus manos pasan todas las transacciones económicas del
Vaticano.
A la luz mortecina de la lámpara, Rodrigo recorría con paso
seguro el estrecho pasadizo que, a semejanza de la galería de
un gusano, recorría las entrañas del palacio episcopal.
Abstraído, olvidó bajar la cabeza al doblar el recodo tras el
cual se iniciaba un suave descenso disminuyendo la altura,
ahogó una imprecación y se llevó la mano a la frente, la
retiró manchada de sangre. Sólo unas pocas veces había
recorrido ese camino en los últimos años, una tras la
elección de cada uno de los tres papas, y en otra ocasión en
que a Burckard le dio un delirio místico mascullando que se
acercaba el momento en que se revelaría el misterio. Evitaba
frecuentar el gabinete secreto temeroso de que el “magister”
lo descubriese, pues estaba seguro de que el jodido alemán
sabía de la existencia del documento, incluso sospechaba que
conocía algo del reconocimiento de deuda de Chigui y que
estaba familiarizado tan bien como él, o incluso mejor, con
todos los laberintos y recintos secretos que cribaban el
Vaticano. En esta ocasión había sido la obsequiosidad
meliflua de Agostino la que lo había inducido a controlar que
sus secretos seguían siéndolo y estaban a buen recaudo.
Incomprensiblemente, todavía no conocía el contenido del
papiro después de tantos años, pero cada vez que lo había
tenido en sus manos dispuesto a sacarlo del escondrijo para
llevarlo a traducir, una extraña sensación -por otro lado,
desconocida para él- lo impulsaba a dejarlo nuevamente en su
nicho; no sabía a qué atribuirlo, pese a sus investiduras y
su carácter de dignatario de la Iglesia era absolutamente
escéptico con respecto a los temas religiosos, y los dogmas
no eran otra cosa que herramientas de trabajo que había que
saber manejar muy bien para sacar del negocio el máximo
rendimiento y poder regalar a su cuerpo con todos los
placeres; cuanto más dinero, más placeres, el dinero en sí
mismo era la llave del mayor de los placeres, el poder, pero
ese documento tenía algo que lo atemorizaba, le parecía
incluso que cuando lo tenía mucho tiempo en las manos, le
quemaba. Se decía a sí mismo que el papiro esperaba que
llegase a traducirlo la persona indicada, que no era otro que
Adonías Franco ben Jehudá, y todavía no había podido
contactar con el hebreo.
Llegó al pasadizo en el que se abría la puerta que comunicaba
con el cuarto secreto de la biblioteca, al que se accedía por
la pared frontera al “scriptorium” privado del papa, traspuso
la puerta y dio lumbre con la lámpara que llevaba a la
linterna que iluminaba el tabuco. Era un hombre valiente
capaz de echarle cara a cualquier situación, pero no podía
evitar que un cosquilleo le recorriese el cuerpo cuando se
movía en el silencio de la noche por esos corredores de
paredes desnudas que parecían querer atraparlo;
ocasionalmente, una corriente de aire frío lo alcanzaba por
la nuca y él aceleraba el paso con la absurda sensación
infantil de que el demonio iba tras suyo, casi sin darse
cuenta acababa corriendo y cuando por fin llegaba a la
seguridad del cuarto, cerraba la puerta tras su espalda,
rezando “pater noster”…
Acciona el resorte y busca con la mano sacando de las
profundidades una vitela atada con una cinta púrpura,
murmurando: ¡Aquí te tengo, Chigui! Deposita la vitela en la
mesa y busca nuevamente en el compartimento secreto, el
corazón parece detenerse, no está, se dice, el pánico lo
domina, se alza sobre la punta de los zapatos, busca
desesperadamente arrastrando la mano por el fondo y allí,
como escondido en el ángulo diedro entre pared y fondo, está
el papiro.
Algo lo aferra por la espalda y lo arrastra, cierra la mano
sobre el pergamino y desaparece la fuerza que tira de él, un
sudor frío le cubre la frente, respira hondo tratando de
superar la agitación que mueve el fuelle de sus pulmones y se
calma el batir del corazón dentro del pecho.
- Te digo, Francisco, que si el Demonio existe está cuidando
el pergamino ése “del collons”.
- No digas eso, que me da repelús.
- Si tengo que volver allí, lo haré por la puerta principal y
de día.
- Tendrás que pasar por los aposentos papales.
- Soy el vicecanciller.
- Sí, pero la llave la tiene el papa.
- ¿Tú crees que Sixto sabe algo de todo esto?
- Con seguridad que ignora la existencia del compartimento
secreto.
- ¿No crees que ha sido arriesgado esconder en una dependencia
reservada al papa el reconocimiento de deuda de Chigui?
- Si cayésemos en desgracia, lo primero que arrasarían sería
mi palacio, el de Vannozza y el tuyo propio, recuerda lo que
sucedió a la muerte de tu padre, Calixto III, tuvimos que
huir abandonando todo, y mi pobre hermano, pese a dejarles
todos sus bienes, fue asesinado en la barca que lo llevaba a
Ostia. Si en un lugar está seguro nuestro aval, es en los
aposentos papales; de todos modos, no te preocupes, que yo
seré el próximo papa y me encargaré de que tú seas cardenal.
No sé, igual a ti no te interesa el chismorreo, pero a mí el
comadrear es algo que me chifla, y resulta que mi amo y señor
- hubo muchos otros, pero en mi corazón de cristal sólo uno-
no volverá a tener relación con la intriga de la Apocalipsis
hasta diez años después, con la elección del próximo papa,
pues se equivocó en sus afirmaciones a Francisco cuando le
dijo que sería el siguiente: tuvo que esperar ocho años más,
ya que la gloria visitó antes al cardenal Giovanni Battista
Cibo, que “papeó”, vale decir, fue papa con el nombre de
Inocencio VIII, y no puedo dejar de soplarte en el oído
algunos jugosos chismes de la vida privada de Rodrigo, ya que
para suplir la carencia de “paparazzis” en el alegre
Renacimiento, Dios ha querido que haya un espejo parlante.
Ya, ya, algo de pisto me estoy dando, casi todo lo que te
cuento está reflejado en documentos guardados en los archivos
secretos del Vaticano, pero no todo el mundo puede ir a meter
el hocico en esos archivos. A lo que íbamos, que la Vannozza
dio al cardenal garañón y cojudo cuatro hijos (antes y
después tuvo más, pero con otras). César, como hemos visto
más arriba, fue el primogénito (con Vannozza), y no hay dudas
de la fecha de su nacimiento, pues el mismo padre ni bien se
ciñó la tiara le entregó la silla episcopal de Valencia,
dejando reflejado en el documento la edad de 18 años; así
rezaba el latinajo: “Ad praesens in decimo octavo nel circa
tuae aetatis anno constitutus”.
También deja constancia de ello nuestro amigo Burckard en su
famoso diario un año antes, cuando el joven César tenía sólo
17 años y papi, todavía cardenal, consiguió que Inocencio
VIII le concediera la diócesis de Pamplona; así lo cuenta el
“magister”, dejando además constancia de que era su hijo:
“Praefati cardenalis vicecancellarii filius era in XVII sue
etatis anno constitutus”. Los otros hijos que la Vannozza le
dio fueron Juan, Lucrecia y Vilfredo; de Juan y Lucrecia
hablaremos luego, ya que tienen su papel en esta historia. De
algunos de los otros nos han llegado los nombres: Jerónima,
Isabel y Pedro, Luis, Laura y un misterioso infante romano
del que quizá hablaremos más tarde. Esta abundancia de hijos,
que siempre reconoció como propios y cuidó -cosa que habla
mucho a su favor-, no sabría decirte bien si fue debida al
fervor cristiano por poblar la tierra o a que entonces no se
había inventado el condón, y el “coitus interruptus”, a más
de repetir el pecado de Onán, dejando caer su simiente en la
tierra para no propiciar la estirpe de su fallecido hermano
en su cuñada Tamar, dejaba sensación de frustración y dolor
de testículos.
Roma, finales del siglo XX
- Escuche la cinta, mi comandante.
Ruido de cinta grabando el silencio, ruido de puerta que se
abre, ruido de pasos en la tarima que cruje, ruidos sin
identificar, ruidos de algo que raspa, pequeña campana o
timbre que suena, una voz masculina: ¡Hecho! Otra voz: “Voy a
probarlo con el móvil”.
Musiquilla secuencial de marcado, un timbre de un teléfono
sonando, alguien que descuelga: “Hola, ¿se oye bien?” Cuelga,
sonido de llamada al móvil: “¿Sí? Okay nos vamos”. Puerta que
se cierra, silencio.
- ¡Por todos los santos! Están manipulando el teléfono que
nosotros hemos pinchado.
- Parece que tenemos competencia.
- Hay que establecer tres turnos de vigilancia.
- Vamos a necesitar algunos hombres más.
- ¿Cuántos?
- Al menos dos.
- Fíjese, padre Lorenzo, además de las anotaciones en latín
hay un subrayado en algunos párrafos.
¿Qué querrán significar?
- Veamos, vamos a anotar en una hoja las estrofas de la
Apocalipsis subrayadas y en otra la traducción del texto en
latín.
“El ángel que había sido enviado hacia mí y que se llamaba
Uriel me respondió: “He sido enviado para mostrarte tres
caminos y proponerte tres parábolas. Si me explicas una de
ellas te revelaré la vía que deseas conocer y te enseñaré por
qué este corazón es malo”. “Habla, señor, le dije. Él
respondió: “Ve a pesar el fuego con una balanza, a medir el
viento con una medida o, si no, vuelve a llamar a mí el día
que ya ha pasado. Si te preguntara ¿cuántas moradas hay?, tú
que eres corruptible no puedes conocer la vía de aquel que
escapa a la corrupción”.
- Ésta es la traducción de las estrofas de la Apocalipsis que
se han subrayado, pero fíjese, padre, en estas anotaciones al
margen a la altura de las estrofas subrayadas: “Veritas
emergit lumen infra corruptio”, que, traducido, viene a
decir: la verdad saldrá a la luz bajo la corrupción.
- Aquí hay otra inscripción marginal.
“Jesus Crhistus verbum subesse Apocalypsis apocryphus.” -¡La
palabra de Jesús está bajo la Apocalipsis apócrifa!
- exclamaron a dúo el padre Lorenzo y Alexandra.
- ¿Qué puede significar todo este embrollo? -se preguntó
Alexandra en voz alta.
- Debe de ser sin duda la clave para hallar un documento por
el que hay cierta gente interesada en que no aparezca -
contestó casi sin apercibirse de ello el padre Lorenzo-.
Mira, hija, debo decirte algo, pues esto debemos dilucidarlo
entre ambos y no puedo ocultarte información. Hay algunas
pistas que parecen coincidir con este asunto y han sido
dejadas por otra persona en otro documento.
- Dígame, fray Lorenzo.
- No sé si habrás oído hablar del diario de Burckard.
- No, no sé de qué va.
- Se trata de un canónigo alemán que ejerció el cargo de
maestro de ceremonias a lo largo de más de veinte años
durante varios papados, entre los que se encontraban dos
antepasados tuyos, de la familia Della Rovere, Inocencio VIII
y Julio II, y entre ambos, Alejandro VI, el Borgia. ¿Me
sigues?
Alexandra, sentada en un taburete alto, los codos apoyados en
el tablero que hacía de mesa y la cara descansada entre las
palmas abiertas de las manos, asentía con la cabeza
escuchando con interés las explicaciones del anciano
sacerdote español.
- Sí, padre, pero todavía no encuentro la relación.
- Para resumírtelo, te diré que este hombre llevó un diario
íntimo en el que anotaba cada acontecimiento o hecho que
sucedía en torno a los pontífices por banal que fuese; pues
bien, unas anotaciones aparecidas durante el papado de
Alejandro VI hacen suponer que todo este asunto se inicia
durante esa etapa, y a la vista de tu reciente
descubrimiento, la coincidencia es más notoria.
- ¿Podría ver esas anotaciones?
- Sí, te voy a enseñar las fotografías obtenidas de lo que
subyace bajo unas raspaduras que han sido estudiadas con
rayos X.
Fray Lorenzo rebuscó entre un cúmulo de papeles que tenía
apilados en una estantería hasta hallar lo que buscaba.
- Aquí está, mira.
“Papae corruptio abscondere oscuridad et lumen”.
- El papa corrupto esconde la oscuridad y la luz -tradujo
Alexandra.
- Ahora compárala con la que tú has encontrado escrita con
tinta invisible en la Apocalipsis de Esdras.
“Veritas emergit lumen infra corruptio”.
- La verdad saldrá a la luz bajo la corrupción, que puede
también interpretarse como oscuridad.
Estas frases parecen tener conexión entre sí.
- Claro, los escritos en la Apocalipsis de Esdras parecen ser
hechos por Alejandro VI, y el comentario de Burckard debe de
referirse a ello. La pregunta que surge ahora es ¿quién
intentó ocultar con tachaduras de tinta este comentario?
- El asunto se hace cada vez más complicado. Voy a tomar nota
de estas frases y las voy a estudiar en casa con
detenimiento, pues quiero revisar la traducción del arameo de
las parábolas de la Apocalipsis y compararlas con unas citas
que me han llamado la atención en unos rollos de Qumran que
estoy traduciendo y creo que pueden tener alguna relación.
- ¿Qué relación pueden tener los manuscritos del mar Muerto
con el siglo XV?
- Fray Lorenzo, si tengo que tratar de descubrir algo no me
tome por tonta; la Apocalipsis de Esdras data precisamente de
esa época y, por si no lo sabe, le diré que su Santidad me
confió que el documento que buscamos podría ser una carta de
Jesucristo.
- Comandante Esterman.
- ¿Sí, cabo?
- Creo que he encontrado algo interesante, se trata del
documento que la tal Simonetta Chigui retiró de la colección
de la biblioteca y trasladó a la sección de restauración, de
la que ella misma es directora. Con la inestimable ayuda de
Tina, la bibliotecaria, he logrado hacerme con unas
fotografías del documento original en latín y de la
traducción que la dicha Simonetta ha tenido la amabilidad de
hacer.
- Bravo, cabo, regrese inmediatamente a Roma y véame en cuanto
llegue.
- Cariño, ya le he dicho que quiero el divorcio.
- ¿Qué te ha contestado? -pregunta ansiosa.
- En un principio montó una escena, ya sabes que está al tanto
de lo nuestro, pero finalmente entró en razón. Ya verás que
estas próximas navidades las pasaremos juntos.
- Lo mismo dijiste hace un año.
- Esta vez va en serio, te he llamado hasta cansarme a tu casa
y nunca estás ni dejas mensajes en el contestador.
- Ya sabes, esto del Vaticano me absorbe todo el día.
- ¿No vas a contarme nada? Me tienes en ascuas.
- Me han pedido que lo mantenga en el más absoluto secreto.
- ¿Y qué pasa? ¿Es que yo voy a ir pregonando a todo el mundo
lo que me cuentas?
- No es eso.
- Ya, yo divorciándome de mi mujer y tú con secretos, que por
otro lado me importan un bledo; lo que me jode es la falta de
confianza, el hecho de que ya empecemos desconfiando el uno
del otro.
- No seas tonto, no hagas de un hilo una cuerda; además, son
temas de religión que a ti nunca te han preocupado.
- Mira, ¿sabes qué te digo?
Que te guardes tus secretos donde quieras que yo haré otro
tanto.
Alexandra le cogió la mano por sobre la mesa y se la acarició
con ternura, mientras sus ojos, exageradamente maquillados,
lo acariciaban con la mirada.
- ¡Cómo no iba a confiar en ti!
Si tú también me fallases ya no podría volver a hacerlo en
nadie.
En el salón del lujoso chalé, domicilio de Agostino Chigui,
se hallaban reunidos Simonetta y los dos varones, Fabio y
Beto, ella enfundada en una apretada y cortísima minifalda de
cuero gris perla, blusa de malla plateada, que dejaba
adivinar unos magníficos y provocativos pechos que hacían
honor a los millones de liras pagadas al cirujano plástico,
una chaqueta del mismo material y color que la falda y las
larguísimas y bien torneadas piernas rodeadas de unas medias
negras caladas que finalizaban en unos delicados pies,
guardados en unas sandalias de charol gris plata con tacones
de vértigo; el conjunto la hacía sentir satisfecha con sus 44
años, fumaba un cigarrillo que alternaba con un vaso de
whisky sin hielo ni agua.
- ¡Joder, Simonetta, parece que lo haces adrede! Ya sabes que
papá odia que fumes, y menos en su salón.
- Mejor te callas, Beto, a ver qué le parecerán a papá las
rayas de coca que te esnifas un día sí y otro también.
- Cerrad el pico, que viene papá. -Interviene Fabio. Simonetta
busca afanosamente un cenicero con la vista, naturalmente no
lo encuentra, apaga el cigarrillo en el whisky y tira la
colilla en el interior de un valioso jarrón esmaltado de
cristal de Murano del siglo XVI. Agostino Chigui besa a sus
tres hijos, Simonetta es la última, y luego de besarla se
aleja un poco de ella para mirarla con detenimiento, hace
como que no ha percibido el olor a tabaco y le dice:
- ¿No podías vestirte de forma algo menos provocadora?
- ¡Papá!, no seas anticuado.
Coge al padre del brazo, se cuelga de él y le dice zalamera:
- Vamos a sentarnos -y, volviendo la cabeza-. Vamos, chicos,
acercaos, que tengo importantes nuevas.
Se sienta la familia unida alrededor de una mesa baja de
mármol en cómodos sillones de cuero, entra la sirvienta,
uniforme negro con delantal blanco y ribete de encaje, cofia
coronada con lo mismo:
- ¿Sirvo el café, “comendatore”?
- ”Prego”, Nina.
- ¿Cómo está tu marido, Simonetta?
- En la consulta nunca acaba antes de las nueve.
- ¿Y el pequeño Luigi?
- Hasta el sábado no sale del internado. Muy bien, es muy
aplicado a los estudios, quizá demasiado.
Entra Nina con bandeja y cafetera de plata y primorosas tazas
de porcelana transparente con decoración en azul Prusia y
oro. Vierte el fino chorro del oscuro brebaje en las tazas.
- ¿Dos terroncitos de azúcar, niño Fabio? -Fabio mira el
escote cuando ella se agacha a servir, ella sonríe y adelanta
disimuladamente los hombros, facilitando la visión de los
pechos.
- Bravo, Nina. Ahora que nadie nos moleste hasta que te avise
con el timbre; no estamos para nadie, ni siquiera al teléfono
- ordena Agostino.
- A servir, “comendatore”.
Se retira con discreto bamboleo de caderas y dedica una
sonrisa furtiva a Fabio.
- ¿Aló mamá?
- ¡Alexandra, te has acordado de que tienes madre! ¿Dónde te
habías metido?
- Estoy muy atareada con un trabajo para el museo de Nueva
York, y ahora estoy realizando un encargo para el Vaticano.
- ¿Has roto ya con ese cabrón casado?
- Se va a divorciar.
- ¡Y un huevo! Ese hombre te está usando.
- No empieces otra vez, mamá.
¿Ves por qué no te llamo?
- Ya veo por qué no me llamas.
Dime, pues, ¿por qué me llamas?
- Examinando un antiguo ejemplar de la Apocalipsis de Esdras
hemos encontrado una escritura entrelíneas, hecha con tinta
invisible, y unos versos subrayados cuyo significado no
llegamos a comprender. He pensado que tú, que estás metida en
todo eso del esoterismo y las sectas, podrías echarme una
mano.
- El lunes próximo tenemos una reunión a la que asistirá un
famoso maestro de energía; con su dirección podremos intentar
activar el octavo chacra y se nos dará la respuesta.
- No sé, no sé, mamá. Bueno, ya veré. Cualquier cosa, te llamo
de nuevo. Estaré el fin de semana en casa tratando de ver si
caso ambos escritos.
- ¿Comandante? Soy Cédric, creo que hay novedades en la casa
del sujeto.
- Te escucho, Cédric.
- Ha llamado por teléfono a la madre y le ha confiado los
avances de la investigación.
- ¿Ha dicho por qué?
- Parece que confía en la madre para obtener alguna clave.
Tengo la cinta para que la escuche.
- Tened abierto el ojo y no perdáis el contacto ni un minuto,
no olvidéis que alguien más escucha esas conversaciones.
- Comprendido, comandante.
- ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- Tenedme al tanto de cualquier movimiento sospechoso.
- A la orden, mi comandante.
- Por fin he podido localizar un documento que confirma la
existencia del que estamos buscando.
- ¡Bravísimo, Simonetta! Hasta ahora sólo teníamos la
información por tradición familiar -la anima Fabio.
- Se trata de una carta que Agostino Vespuci dirige a
Maquiavelo.
- Supongo que la habrás traído -pregunta Fabio.
- He traído la traducción del original en latín, y si me
dejáis terminar sin interrupciones, os la voy a leer.
- Adelante, comienza.
Abre parsimoniosamente el bolso, en forma de sobre de gran
tamaño, de charol, a juego con las sandalias, busca en su
interior, consciente de la expectación creada, y extrae un
papel doblado en cuatro que despliega ante sus ojos y lee:
- De Agostino Vespuci, etcétera, etcétera. A Nicolo
Maquiavelo, etcétera. Me voy a saltar toda la introducción y
voy a ir al grano.
“El papa mantiene continuamente su grey ilícita, cada noche
son traídas a palacio más de 25 mujeres, desde la hora del
Ave María hasta pasada la una de la madrugada, convirtiendo
el palacio pontificio en un prostíbulo, de modo que se baila
y se hace el amor. Es de particular agrado del papa el ver
bailar a jovenzuelas, cuanto más ligeras de ropa mejor, de
modo tal que si comienzan con alguna acaban sin ella, él toma
parte siempre de estos jolgorios, que no abandona por ningún
asunto. Fui una noche a visitar a su beatitud integrándome al
grupo y tomando parte del general jolgorio, participando,
hasta llegado el día, de los placeres habituales de su
beatitud, en los que no falta nunca la presencia de las
damas, sin las que actualmente en este palacio no se celebra
fiesta alguna que pueda considerarse de deleite. Se practican
también en estas reuniones del Vaticano los juegos de azar,
en los que me ha tocado perder a favor de su Santidad algunos
cientos de ducados, lo que no pude hacer con la impasibilidad
necesaria, dejando traslucir sin duda en mi expresión el
desagrado que me provocaba perder esa suma. El papa, que
siempre desborda alegría en medio de estas juergas, al notar
mi pesadumbre, me dijo entre risas que el banquero Chigui
había perdido contra él a las patas de un caballo, no unos
cientos de ducados sino el valor de un ducado, haciendo
chanza con el juego de palabras.
No sé, querido Nicolo, qué puede significar esto, pero os
digo que desde hace algún tiempo se considera a los Chigui
incondicionales sostenedores de su beatitud.
“No quiero daros más noticias por ahora, pero si me
respondéis os facilitaré otras aún más graciosas”.
- Con la venia, mi comandante, el cabo Cédric Tornay solicita
despachar.
- Hágalo pasar, lo estaba esperando.
- Descanse, cabo, y tome asiento, ¿un cigarrillo?
- No gracias, mi comandante.
- Veamos, Cédric, qué es lo que ha encontrado en la biblioteca
Ambrosiana de Milán.
- Con la inestimable ayuda de una empleada, he podido obtener
una fotografía de un documento que la señora Simonetta Chigui
retiró de la colección de correspondencia epistolar de los
siglos XV y XVI, dándole traslado a la sección de traducción.
- Veámoslo.
Coloca el cabo sobre sus rodillas un portafolios negro de
cuero, antiguo, de los de base con fuelle, empuja el muelle
que libera la cerradura, que se desliza bajo el arco
metálico, levanta la solapa y separa las divisiones
interiores; rebusca en el interior, extrae un sobre y se lo
extiende al comandante, que lo recibe y lo abre sacando de su
interior una hoja de papel fotográfico que examina
atentamente con la mirada.
- Se trata de una carta dirigida a Maquiavelo, pero mi nivel
de latín no da para tanto; de todos modos, habrá que
llevárselo a fray Lorenzo.
Roma, finales del siglo XV, año 1484
Han pasado ya diez años, y unas cuantas páginas, no son
muchas en verdad, en las que mis reflexiones -por lo de
reflejar, que es lo míoparlantes no te dan la lata, y aunque
a ti se te hayan hecho pocas por no oírme, han sido para mí
largas por no hablarte, de modo que retomo el relato
apologético de mi creador.
Durante los diez años en que lo hemos dejado en paz, no ha
permanecido inactivo el cardenal Rodrigo Borgia. Vannozza le
ha dado otros dos vástagos, Juan, que luego fue su hijo más
querido, que nació durante un interregno de viudez de
Vannozza y Rodrigo reconoció como suyo sin muchas gaitas y,
para que no quedasen dudas, a los pocos meses de ser papa, en
la bula de 19 de septiembre de 1493 con la que le asigna el
ducado de Gandía, así lo deja escrito para la posteridad:
“Dilectum filium nobilem virum Joannem de Borgia ducem
Gandiae procreavimus”; y Lucrecia, que si bien es conocida
como Borgia, llevaba en realidad el apellido Da Crocce, que
así se llamaba Giorgio, el voluntario que le fue asignado
como marido a Vannozza un par de meses antes del nacimiento
de Lucrecia. Ésta llegó a ser la más conocida de la familia
borgiana, fama que no le vino de sus obras o influencias en
el momento que le tocó vivir, quizá debido a que su vida
sentimental y familiar estuvo sazonada con todos los
condimentos necesarios para elaborar un sabroso melodrama,
inspirando, por ejemplo, al gran impulsor del romanticismo
francés, Víctor Hugo, para componer en 1833 el drama en prosa
“Lucrecia Borgia”, al que luego puso música Donizetti, y ya
tenemos una ópera, aunque puestos en melodramas, a mí me
gusta más “La Traviatta”.
Para esas fechas estaba yo cumpliendo uno de mis largos
periodos de confinamiento a oscuridad en el desván; de no
haber sido así, podría haberle brindado al insigne poeta,
novelista y dramaturgo francés alguna información de primera
mano sobre la heroína; de ese modo, no habría quizá pasado a
la historia o historieta popular como hábil envenenadora,
manipuladora libidinosa y sometida a los deseos incestuosos
de su padre y hermano y, posiblemente, hubiese trascendido
algo más el retrato que de ella hace Ludovico Ariosto en su
célebre “Orlando furioso”, cuando dice aquellos versos:
“Qual lo stagno a l.argento, il rame all.oro, il campestre
papavero allá rosa il palido salce al sempreverde alloro
dipinto vetro a gemma preciosa é verso qualque altre donne
Lucrezia Borgia Di cui d.ora in orasa La beltá, la virtú, la
fama honesta E la fortuna crescerá non meno Che giovin pianta
in morbido terreno”.
Es decir, como el estaño a la plata _, el cobre al oro, _, la
silvestre amapola, a la rosa _, el pálido sauce al siempre
verde laurel, _, el vidrio pintado a las piedras preciosas,
_, es Lucrecia Borgia comparada a cualquier otra mujer, _,
Lucrecia Borgia de la que hora por hora, _, la belleza, la
virtud, la honestidad, _, y la fortuna crecerán tanto _, como
la joven planta en terreno fértil.
¿A que es bonito? No sé, es que a mí estas cosas poéticas y
románticas me ponen de un tierno que se me afloja el marco.
Disculpa mis escapadas por las ramas, pero ya nos vamos
conociendo y sabes de mi prodigalidad verbal, que se hace
incontinencia cuando de cotorreo se trata. Vaya, sucedía que
Rodrigo tenía una prima en segundo grado, de nombre Adriana
Mila, que gozaba de gran ascendiente sobre él, de modo que a
su cuidado fue confiada la educación de la niña Lucrecia,
separándola para ello de su madre, y ya sea por casualidad o
causalidad, hete aquí que en el mismo invernadero crece un
bello pimpollo que, en el ir abriéndose de sus pétalos,
exhala una cautivadora fragancia cuyas volutas van
envolviendo al ya maduro cardenal y perenne vicecanciller,
que no puede sino caer rendido al encanto de la fresca
belleza juvenil cuando ya el capullo -me refiero a la joven,
no al futuro papa- es flor. Se llamaba la bella en cuestión
Julia Farnesio, y con el epígrafe de “la bella” era conocida
por antonomasia en los mentideros romanos; en fin, que la
bella y graciosa moza me lo puso a cien al cincuentón
“vicecancellarium”, echando las bases de la fortuna de la
familia Farnesio, enchufando al hermano de Julia, que, mira
por donde, se llamaba Alejandro, y otorgándole el capelo
cardenalicio ni bien se calzó la tiara, tomando para ello el
mismo nombre; otro tanto le dio a su hijo César y lo de Juan
ya te lo he contado. Todo ello en menos de un año. Y fíjate
lo que se cae de las vueltas que da la vida, el hermanito de
la “esposa de Cristo”, como mordazmente la llamaba el pueblo
romano y a la que nuestro viejo conocido Burckard, sin tantos
eufemismos, describe en ése su diario -que tan útil nos está
siendo- como “concubina papae”, llegó con el andar del tiempo
a ser el papa Paulo III, ¡toma cuñadísimo! Debía de tener sus
virtudes Julia cuando Sanudo la describe diciendo: “favorita
del papa, joven esposa de gran belleza, inteligente, prudente
y de carácter dulce”.
¡No saltes la página! Ya me voy, ya hago mutis por el foro y
te dejo con Rodrigo y sus intrigas.
En el palacio del vicecanciller de la Iglesia pasa la hora de
maitines y la luz de las velas da vida a las figuras que
adornan las vidrieras de los altos ventanales.
Sentadas, rodeando una gran mesa oval de mármol con vetas
verdes y blancas, cinco sombras trazan una estrategia; se
trata del cardenal Rodrigo Borgia, el obispo Juan de
Fuensalida, el médico Gaspar Torrella, el primo Francisco,
obispo de Teano, y una pequeña figura que de pie sobre la
silla apoya sus antebrazos en la fría superficie del mármol.
- No queda nadie por tocar, dispongo de un grupo de cardenales
fieles, pero nos faltan cuatro votos para llegar a los dos
tercios necesarios.
- ¡Sólo cuatro votos!
- Sí, mas son irreductibles.
- ¿No crees, Rodrigo, que si dos de esos cardenales muriesen
repentinamente, los otros dos estarían más dispuestos a dar
su voto?
- preguntó Torrella.
- No, Gaspar, ya no hay tiempo para ello, y aun cuando lo
hubiera, no es el procedimiento; ya nos odian bastante por
ser ricos y extranjeros. Sólo comprándolos podremos tenerlos
de nuestro lado; si nos temiesen, se unirían y serían
nuestras cabezas las que rodarían.
- Tienes razón, Rodrigo -tercia Francisco-, Sixto IV se ha
muerto muy deprisa sin darnos tiempo a maniobrar.
- Sin embargo, yo coincido con Maquiavelo: si has de elegir
entre que los que has de mandar te amen o te teman, has de
optar por la segunda opción -interviene el obispo Juan de
Fuensalida.
- Los cuatro que nos faltan por comprar -sigue Rodrigo su
razonamiento- están comprometidos con los Coloma. Hemos
conseguido reducir a los Orsini, pero debemos ganarnos
también a los Coloma.
- Mañana mismo se celebrará el cónclave, y han decidido los
cardenales que sea en la capilla que hizo construir Sixto IV
- añade el obispo Juan de Fuensalida.
- ¿No crees que la carta oculta puede encerrar algo con lo que
pudiésemos coaccionar a los cuatro que se resisten? -aventura
Francisco.
- Hace casi diez años que no se menciona ese pergamino, no
disponemos de tiempo y, por otro lado, está escrito en
hebreo. ¡Podías haberte acordado antes de la carta de los
“collons”!
- ¡”No fotis”! Rodrigo. ¿Cómo podía saber que el papa se
moriría así, de pronto?
- Escuchad todos, debemos hacer de la necesidad virtud y sacar
de la derrota algún provecho; debo conservar al menos el
cargo de vicecanciller, que me permita seguir maniobrando
desde dentro y sostener a los nuestros. He decidido venderle
mi voto y el de mis parciales al cardenal Juan Bautista Cibo.
La media persona que había permanecido callada prorrumpió en
aplausos diciendo:
- Eminencia, el papa que ha de salir de este cónclave lo
elegiréis vos y vos seréis sin duda el próximo; considerad
que sois aún muy joven, apenas tenéis 52 años.
- Tienes razón, Gabrielino, no debo dejarme dominar por la
impaciencia.
El cónclave no deparó ninguna sorpresa y el cardenal Cibo fue
elegido papa adoptando el nombre de Inocencio VIII. Rodrigo
lo había atado bien.
La magnífica bóveda de la capilla, que desde ese momento
comenzó a llamarse Sixtina, impresionó a Rodrigo, que no pudo
evitar que su contemplación lo llevara a recordar ese
misterioso documento. Pensó que enviaría a alguien a buscar a
aquel rabino de Zaragoza y le arrancaría su secreto;
necesitaba de todas las armas que le diesen poder. Cibo era
ya un anciano, y lo que le quedase de vida, que no habría de
ser mucho, era el plazo de que disponía para organizar su
asalto al solio pontificio; una vez sentado en él, haría del
Vaticano un Estado poderoso, pero el sólo pensar en un nuevo
encuentro con ese escrito le producía escalofríos; aún no se
había borrado de su memoria el último intento, y todavía
podía sentir en su espalda esa garra que lo aferró por la
espalda. Se dijo que era hora de ir desentrañando el arcano,
de modo que decidió encomendar a Gaspar Torrella el viaje a
la búsqueda del judío.
Algunos días después de la elección del nuevo papa,
compartían mesa en el palacio de Adriana Mila -la prima de
Rodrigo- los mismos personajes que en vísperas del cónclave
analizaban la estrategia por seguir, con la ausencia de
Gabrielino y el añadido del teólogo escolástico Pedro García
y la anfitriona.
Luego de una abundante comida, a la que Rodrigo hacía siempre
buenos honores, hecho este que se dejaba ver en el volumen
que iba adquiriendo su figura en general y su abdomen en
particular, durante la que se conversó sobre temas domésticos
y sociales, Rodrigo dio indicaciones a los criados para que
abandonasen la sala y no interrumpiesen. Adriana Mila,
excusando tareas que realizar, abandonó también el comedor,
dejando a los hombres solos.
- Gaspar, voy a encomendarte una misión de la máxima
importancia -entró en tema Rodrigo-. Deberás viajar hasta
Zaragoza, allí te dirigirás a la alhama judía y averiguarás
el paradero de un rabí de nombre Adonías Franco; me han
llegado referencias de él como hombre docto, conocedor en
profundidad del Antiguo Testamento y de la lengua de los
hebreos, en la que están escritos los antiguos documentos.
- Va a ser difícil. En Zaragoza precisamente, como no ignoras,
se ha producido recientemente una grave revuelta de los
judíos y conversos que ha culminado con el asesinato del
inquisidor Gaspar Yuglar, en la misma catedral, mientras
rezaba maitines. Esto ha desatado una verdadera caza de
conversos, no se han salvado ni parientes del mismo Fernando.
- Sí, sé que la situación de los judíos y conversos es
delicada en España, todo debido al fanatismo de Torquemada,
ese dominico loco que apesta a cristiano nuevo.
- En el supuesto de que logre dar con ese judío, ¿qué debo
hacer con él? -preguntó Gaspar Torrella.
- Traerlo aquí a cualquier precio.
- ¿Qué he de decirle para convencerlo?
- Dile tan sólo que lo necesito para traducir un importante
documento judío.
- Supongo que debo ofrecerle algo a cambio. ¿Qué sugieres para
ello?
- Accede a cuanto pida, no importa la cantidad.
- ¿Y si se niega?
- Entonces le dirás que si cumple con éxito la labor que le
tengo reservada, conseguiré del papa la destitución de
Torquemada e influiré en los reyes Fernando e Isabel para que
dejen en paz a los judíos. No dejes de hacerle ver quién será
el próximo papa y de dónde procede.
- ¿Y si aun así se niega?
- Entonces lo amenazas con la hoguera, y si esto no funciona,
le propinas un buen garrotazo en su dura cabeza y me lo traes
encadenado. Llevarás documentación que te acreditará como
correo especial del Estado pontificio en misión diplomática,
bajo las órdenes directas del vicecanciller, viajarás en
compañía de Gabrielino, te sorprenderán los recursos de este
pequeño hombre, y llevarás además una protección de cuatro
soldados.
- Conozco personalmente a Alonso de Caballería, el gobernador
de Zaragoza por delegación del rey Fernando; se trata de un
cristiano nuevo, hombre cabal y agradecido que me debe algún
favor, de modo que también yo puedo darte una carta de
creencia para él, que te facilitará la búsqueda -intervino el
obispo Juan de Fuensalida.
Roma, finales del siglo XX
- ¡Éramos pocos y parió la abuela! -Así se expresaba el
anciano fraile cuando hubo leído la copia fotográfica que le
facilitó el comandante de la guardia suiza.
- ¿Qué significa eso, padre?
- Significa que si no teníamos suficiente complicación con
enlazar dos documentos distintos, que no parecen sino indicar
la existencia de un tercero del que no sabemos nada, tú me
traes ahora un cuarto.
Lo de la abuela es un viejo dicho de mi tierra.
- ¿No tiene pues ninguna relación esta carta con vuestra
investigación?
- No lo creo, comandante Esterman, se trata de correspondencia
privada entre Agostino Vespuci y Nicolo Maquiavelo, en la que
se hacen comentarios sobre la lujuriosa vida del entorno de
Alejandro VI y una deuda de juego contraída por Agostino
Chigui con el papa.
- Por favor, padre, hágame una copia de la traducción de esa
carta; no estoy tan seguro de que no tenga vinculación con la
búsqueda que están haciendo -contestó el comandante Esterman.
- Señor portavoz, el asunto se está complicando algo, y he
cometido un error; como usted indicó, además de controlar a
la joven Della Rovere hemos extendido la vigilancia a la
familia Chigui, una vez que establecimos su implicación en la
operación Apocalipsis.
- Me está mareando, Alois, por favor, vaya al grano. ¿Cuál es
el error que dice haber cometido?
- El cabo Tornay se hizo con un documento en latín de la época
correspondiente a los papados que van desde Pío II hasta
Giuliano della Rovere, que es la que el padre Lorenzo está
investigando, de modo que se lo entregué a él para que lo
tradujera y ver si conseguíamos alguna información.
- ¿Y bien?
- Que parece que a los Chigui no les interesa el tema de la
operación Apocalipsis, ya que el documento que le di trata de
una deuda millonaria contraída entre el fundador de la banca
Chigui y Alejandro VI.
- Esto puede interesarnos mucho, pero tiene razón, mejor
hubiera sido no meter al padre Lorenzo en esto. A propósito,
¿el cabo Tornay es de fiar? Me parece que es demasiado lo que
sabe y ni una palabra de todo este asunto debe salir de los
que estamos en ello.
- No creo que dé problemas, es algo inestable, pero de
confianza; cuando acabe todo esto habrá que darle alguna
clase de premio, una medalla o algo así. En el informe que le
dejo hay una copia traducida del documento.
- Incremente el control sobre la familia Chigui.
- No me mires, Alexandra, me da vergüenza que me veas la
barriga. Eres tan joven y guapa…
- No seas tonto, me gustas como eres, no me importa tu
barriga, tampoco yo soy tan joven, pero ya verás, cuando me
opere las tetas sí que te voy a volver loco.
- Ven aquí -le dice él y, tomándola de una muñeca, la arrastra
a la cama; pretende ella resistirse, muy poco, lo justo para
despertar aún más su deseo, cede y cae con controlada
violencia sobre su pecho, se besan apasionadamente y ella lo
recibe en su interior a horcajadas, arqueando la espalda
hacia atrás y elevando sus pechos que apuntan al cielo, él
intenta acariciarlos y unas breves sacudidas le anuncian un
orgasmo anticipado que ha sido incapaz de contener; intenta
ella prolongarlo para alcanzar el suyo propio, insiste
mientras él se desmadeja, desiste finalmente y descabalga.
Simula haber alcanzado el culmen y yace junto a él, lo besa
suavemente y juega con el vello de su pecho haciendo pequeños
círculos que forman rizos, le susurra al oído:
- Te quiero tanto, Carlo…
- No es suficiente, Simonetta.
Lo que has hallado, de alguna forma coincide con nuestra
información de que existió una relación de deuda de juego
entre nuestro antepasado y Alejandro VI, pero no nos acerca
al documento que reconoce esa deuda y está oculto en algún
sitio del Vaticano.
- Papá, llevas casi veinte años detrás de ese fantasmal
documento; finalmente no puede tener otro valor que el
histórico -intervino Fabio.
- Te equivocas, Fabio, olvidas que el lema de la banca Chigui
es precisamente su tradición de quinientos años; presumimos
de ser la institución bancaria y financiera más antigua de
Europa, al no haber interrumpido nuestra actividad desde que
fue fundada.
- ¿Y qué hay con eso? -preguntó Beto.
- Que ese documento sería ejecutable por los herederos legales
de Rodrigo Borgia o los de quien haya recibido un endoso, y
si la cifra es de la magnitud que suponemos y le sumas los
intereses acumulados durante quinientos años, el resultante
puede superar el valor de toda la banca Chigui -le respondió
el padre.
- ¿Y cómo sabemos si ese documento ha sido librado por la
banca o a título personal por nuestro antepasado, o siquiera
si existe o es tan sólo una leyenda? -intervino nuevamente
Fabio.
- ¡”Porca miseria”! Lo ignoramos, pero sí sabemos que la
muerte de Juan Pablo I no es ajena a su intención de
destituir al obispo americano Marcinkus de la dirección de la
IOR, o banco Vaticano, por sus escandalosas vinculaciones con
la masonería de la P-2 y nuestra competidora, la banca
Ambrosiana.
- Algo se mueve en los archivos secretos del Vaticano, y
sabemos también que gira en torno a un documento de Alejandro
VI; ya tu hermana Simonetta investigó aquello hace veinte
años.
- Es cierto, pero todo se tranquilizó tras la muerte del papa
Luciani, y luego la tentativa de asesinato de Juan Pablo II,
según nuestros informadores, también coincidió con un intento
de remover la cuestión de los archivos, y ahora está la joven
ésa, Alexandra della Rovere, metiendo las narices en el
asunto.
- ¡Exacto! Y ahora os pregunto: ¿cómo se llamaba el papa que
sustituyó a Alejandro VI?
- Si no tenemos en cuenta a Pío III, que sólo duró 26 días,
fue Julio II -contestó Simonetta, incorporándose a la
conversación.
- Y dime, Simonetta, tú que eres la más versada en la materia,
¿cómo se llamaba Julio II antes de ser papa, cuando aún era
cardenal?
- Giuliano della Rovere.
- Y ahora, ¡por la santa sangre de San Genaro! ¿Es casualidad
que la que está hurgando entre los papeles de Alejandro VI
sea heredera en línea directa de ese papa, que, sin duda,
pudo tener acceso a toda la documentación que dejó el Borgia?
La pregunta de Agostino Chigui quedó flotando en el aire,
huérfana de respuesta.
En los jardines del Vaticano, Juan Pablo II recorría con su
paso lento y vacilante los senderos cubiertos de gravilla que
trazaban caprichosos recorridos entre los parterres de flores
y arbustos; a su lado, el recientemente designado comandante
de la guardia suiza, Alois Esterman, hasta ese momento
capitán y encargado de la protección personal del papa. Con
su elevada estatura lo protegía del sol y esperaba
pacientemente que el pontífice tomara la palabra.
- ¿Cómo va todo, Alois?
- ¿Su Santidad se refiere a las investigaciones que me ha
encomendado?
- Todo a su tiempo, hijo. Te preguntaba por ti, ¿cómo está tu
esposa? ¿Sigue tan bella? Y ¿cómo te preparas para la
ceremonia oficial de tu nombramiento?
El comandante miró un poco de reojo al papa; de primera
impresión parecía un anciano cercano a la demencia senil, el
mal de Parkinson mantenía sus manos en un continuo temblequeo
y su voz, algo escandida y apenas audible, reforzaba esa
impresión, mas eran ya muchos los años que llevaba a su lado
como para llamarse a engaño, y sabía que no salía de su boca
ni una frase que no tuviese perfecta coherencia; estaba al
tanto de las circunstancias personales de todos los que lo
rodeaban, cuando menos se lo esperaba saltaba con algún
comentario como el que acababa de hacer sobre su esposa, se
preguntaba si llevaba segundas intenciones, luego se
insinuaba en su boca una suave sonrisa cómplice, rotaba la
cabeza un poco hacia un costado y arriba y regalaba una
mirada en la que brillaba una cierta picardía, como queriendo
decir: “Te he pillado”.
- Gladys sigue, en sus cincuenta años, siendo una mujer muy
atractiva, y su trabajo en la embajada venezolana la mantiene
muy ocupada. En cuanto a mi nombramiento, me hace sentir, por
supuesto, muy orgulloso y agradecido a su Santidad.
- Me alegro, sinceramente me alegro de que Dios así lo haya
querido, y ahora dime qué es lo que has averiguado.
- No mucho, Santidad, pero hemos encontrado algunos indicios
que nos llevan a dos líneas distintas de investigación, y
todo parece indicar que ambas coinciden en un punto, y la
llave de éste se encuentra oculta en algún lugar del
Vaticano.
- Háblame de esos indicios y esas líneas de investigación.
- Por un lado, uno de mis hombres ha investigado en la
biblioteca Ambrosiana siguiendo la pista de Simonetta Chigui,
que es la persona que dos veces, con intervalo de veinte
años, consultó los archivos secretos del Vaticano
interesándose en un libro en particular, la Apocalipsis de
Esdras.
La primera de las visitas de esta dama coincide con la muerte
de su Santidad Juan Pablo I y un intento de robo que fue
frustrado por los servicios de seguridad; entre los objetos
que pretendían llevarse los cacos figuraba, ¡curiosamente!,
la Apocalipsis de Esdras. La vigilancia de esta mujer dio
como resultado conseguir una copia de un documento que fue
hallado, seguramente, tras largos años de trabajo por la
constancia de la citada Simonetta, que es la directora del
departamento de restauración de la biblioteca Ambrosiana,
soportado financieramente por la banca Chigui, y, siguiendo
con las casualidades, el padre de la dicha Simonetta es nada
menos que Agostino Chigui, se podría decir que el dueño de la
banca que ha pertenecido a la familia durante quinientos
años.
Alois Esterman hizo un alto en su disertación para comprobar
si el papa seguía su exposición, ya que parecía haberse
quedado dormido con los ojos semicerrados.
- ¿Santidad?
- ¿Qué pasa, por qué interrumpes tu relato cuando comienza a
ser interesante?
- Creía que…
- Sigue, sigue, ya sé lo que creías.
- El documento en cuestión es una carta dirigida por Vespuci a
Maquiavelo, y en ella se hace referencia a una probable deuda
de juego contraída por el fundador de la banca Chigui con el
papa Alejandro VI.
- ¿Qué opinas de todo esto?
- Creo que los Chigui buscan algo que no tiene nada que ver
con el dogma de la Iglesia, ni siquiera creo que tenga
relación con la trama de la P-2 o la muerte de Juan Pablo I,
pero no sé por qué se interesan en la Apocalipsis.
Hemos pinchado el teléfono de Alexandra della Rovere y nos
llevamos una gran sorpresa al comprobar que hay alguien que
se nos ha adelantado para seguir de cerca sus progresos en el
estudio de la Apocalipsis. Intentamos hacer lo mismo en la
casa de Agostino Chigui, que es donde se reúne el clan, pero
ha sido imposible, debido a las impenetrables medidas de
seguridad que tienen instaladas.
- ¿Has comprobado algo sospechoso en la chica?
- No, ella parece ser de fiar, pero no es todo lo discreta que
se le ha exigido, pues ha participado de su trabajo a su
madre y a su padre, con el que tiene una estrecha relación, y
posiblemente a un hombre casado con el que mantiene
relaciones, y creo que, en esta ocasión debido realmente a
una casualidad, el amante es director de una sucursal de la
banca Chigui en Roma.
- ¡Qué contrariedad! Deberemos retirarla de la investigación
que lleva con Lorenzo.
- Si su Santidad me permite una opinión, creo que debería
dejarla seguir; el padre Lorenzo hace un buen equipo con ella
y han comenzado a encontrar cosas. Creo que puedo demostrarle
a Alexandra que su amante la utiliza, y quizá podamos, a
través de ella, enviar información falsa a quienes la vigilan
y hacer así que se descubran.
- Lo dejo en tus manos. ¿Quién es el padre Lorenzo?
La pregunta sorprende a Alois, que queda desconcertado; no
sabe si el papa le está haciendo algún tipo de prueba, de
modo que opta por responder con naturalidad.
- Es el jesuita español que está a cargo de los archivos
secretos de la biblioteca Vaticana y, por encargo directo de
su Santidad, está investigando el asunto de la Apocalipsis
con la chica de quien hablábamos.
- Sí, sí, claro, por supuesto.
¿Sabes, Alois? Últimamente la memoria me juega algunas malas
pasadas; puedo recordar en pocos segundos hechos
insignificantes de mi infancia, pero comienzo a olvidar las
cosas más cercanas, y ello me asusta, Alois. Quedan muchas
cosas importantes por hacer.
Calló evidentemente fatigado.
El comandante Esterman pensó que también se hacía muy difícil
en ocasiones entender lo que decía, al fin y al cabo se
trataba de un anciano que había sido muy castigado y con una
actividad que a muchos jóvenes les superaría; no sabía si
hacía lo correcto teniéndolo al tanto de todos los detalles
de la operación Apocalipsis, quizá al portavoz no le
agradase.
- Fabio, tienes que hacer espiar a la chica ésa, Alexandra,
debemos enterarnos de cuanto vaya desentrañando del asunto
ése de la Apocalipsis, hasta donde sé, todo este endemoniado
asunto se origina con algo que ha ocultado el jodido papa
Alejandro VI. Habla con Nicola, es el director de la compañía
que se cuida de nuestra seguridad. Ellos tienen más
artilugios que la CIA, son capaces de colocarle un transmisor
en el culo, de modo que estarán al tanto de todo lo que hace
hasta en el baño.
- De acuerdo, papá, mañana mismo me pondré en contacto con él.
- ¿Qué quieres que haga yo?
- Tú, Simonetta, sigue investigando en cuanto archivo pueda
encontrarse algún documento vinculado con la familia Chigui,
sobre todo durante los pontificados desde Pío II hasta Julio II.
- ¿Quieres que lo intente nuevamente en los archivos del
Vaticano? Tenemos muy buenos contactos.
- Aquello está ahora muy revuelto por culpa del jesuita ese
español, que tiene prácticamente bloqueado el archivo
secreto; es mejor dejar que investigue él y nosotros estar al
tanto de los avances que vaya haciendo por medio de la hija
del arquitecto.
- ¡Mira aquí, Alexandra!
El padre Lorenzo la llama excitado con una mano mientras con
la otra sujeta, muy próxima a una hoja fotocopiada, una lupa
circular rodeada de un fino tubo que emite una luz violeta, a
la que tiene aplicados los ojos, que no ha movido del papel
que examina mientras la llama. Corre Alexandra secándose el
sudor de las palmas de las manos en la superficie rústica de
la descolorida tela de los pantalones tejanos que el viejo
cura ha preferido ignorar.
- ¿Qué ha encontrado, padre?
- Nuevas anotaciones en latín entre las líneas del versículo
23 del capítulo dos de la Apocalipsis, también en el 25 y el
27, ¿las has traducido ya del arameo?
- Sí, ya las tengo, he llegado hasta el capítulo IV.
- Búscalas, tenemos que intercalar lo que he descubierto entre
líneas.
Se afana Alexandra y busca nerviosa entre decenas de copias
de las traducciones del arameo al hebreo y de éste al
italiano.
- ¡Mierda! -se le escapa-.
Perdone, padre.
- No es nada, hija, sólo has dicho mierda. Anda, sigue
buscando.
Remarca el padre Lorenzo con bolígrafo los rasgos arrancados
a la tinta invisible por la fotocopiadora; se trata de líneas
subrayadas de versículos del capítulo II.
- ¡Ya está!, ya las tengo.
La mesa está cubierta, no hay un lugar libre para colocar un
nuevo papel ni las muestras a examinar, barre con el
antebrazo parte de la mesa el padre Lorenzo, dando por el
suelo con todo lo que había sobre ella.
- No nos iremos hasta haber ordenado todo -aclara.
Copia apresurada Alexandra sus traducciones en una hoja en
blanco, dejando espacio entre línea y línea para que pueda el
jesuita intercalar la traducción de lo que ha hallado
entrelineado en latín; ya lo acaba y se lo alcanza, lo coge
el viejo y completa la tarea. Alexandra, impaciente, mira por
sobre su hombro: 23 Pues Israel ha sido entregada en oprobio
a las naciones.
“Yo te digo que ninguno es más odioso que tú a los ojos de mi
hermano”.
Y el pueblo que amas a los pecadores.
“Sirves a los fariseos sumándote a la corte del sacerdote
impío”.
La ley de nuestros padres ha sido rechazada.
“Maquinas para corromper la Torah”.
25 Pero qué hará por su santo nombre.
“Quién sino tú une el yugo de los judíos al carro de los
gentiles”.
Que está invocado sobre nosotros.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
27 No puedes traer la esperanza a los justos.
“Fieles al espíritu del maestro de justicia”.
Pues este siglo está lleno de dolor y debilidad.
“Intentas también corromper a Pedro”.
Leen ambos en silencio, el padre Lorenzo se pasa una mano por
sus blancos cabellos, Alexandra se muerde las uñas. Al cabo
de un rato, ella dice:
- Algunas de estas frases me resultan conocidas.
- ¿Las arameas o las latinas?
- En realidad es la combinación de ambas; creo que tiene algo
que ver con el texto de unos manuscritos del mar Muerto que
estoy traduciendo para el museo Metropolitano de Nueva York.
- ¿Dónde los tienes?
- En mi casa.
- Tráelos mañana, ahora vamos a poner un poco de orden en todo
esto.
- Comandante, no me va a creer lo que está pasando.
- Dime, Cédric.
- Parece una película de los hermanos Marx. Han vuelto a
entrar en el domicilio de la señora Della Rovere y han
colocado otros aparatos de escucha en las habitaciones y en
el teléfono.
- De modo que ya somos tres los que la espiamos.
- Así parece. En esta ocasión tuve contacto visual con los
intrusos, los seguí y pude averiguar que son empleados de una
conocida agencia de seguridad.
- Parece que esto no termina de complicarse.
Roma, septiembre, año 2000
- Le digo a usted que no, esto está llegando muy lejos y hay
que ponerle freno ya mismo.
- Cardenal, creo, pese a todo, que no le queda mucho, no
debemos precipitarnos.
- Ustedes los seglares ven las cosas desde otro ángulo, sólo
ven el lado económico del asunto.
- Vamos, eminencia, no me venga con gaitas -interviene un
tercero-, el papa anterior sólo pensaba en un cambio en las
estructuras económicas de la Iglesia.
- Señor Gelli -le interrumpe el arzobispo-, cuide sus formas,
se está dirigiendo a un cardenal.
- De todos modos -insiste Gelli-, ambos aspectos están
íntimamente ligados; si se derrumba el sostén dogmático de la
Iglesia, se viene abajo el edificio económico.
- Si me permiten -se incorpora un cuarto participante a la
asamblea-, hay una importante novedad que deben saber.
- Hable -concede el cardenal.
- La chica está siendo vigilada por la guardia suiza.
- Eso ya lo sabemos -le interrumpe el cardenal-, el comandante
Esterman es hombre del Opus e incondicional de Navarro Valls.
- Lo que usted no sabe, eminencia, es que además está siendo
sometida a escuchas y espionaje por una agencia de seguridad.
- ¿Estatal? -pregunta inquieto Gelli.
- No, se trata de una empresa de seguridad y vigilancia
privada.
- ¿Para quiénes trabajan?
- quiere saber el cardenal.
- Aún no lo he podido averiguar.
Se mueven todos inquietos, enciende Gelli un cigarrillo, el
arzobispo le pide uno, Gelli se lo da y le acerca la llama
del mechero, aspiran ambos el humo profundamente; se seca el
sudor de la frente el cardenal, que rompe el silencio:
- ¿Con seguridad que no está metiendo el Estado las narices?
- Ayer mismo cené con el ministro del Interior -responde
Gelli-. Hablamos de la Iglesia, del papa y del jubileo, y no
parecía inquieto por nada.
- De todos modos, es hora de llegar al fondo de la cuestión.
Gelli, usted tiene que encargarse de presentar un informe con
todo lo que la chica y el jesuita español han averiguado; si
el documento existe, hay que destruirlo aunque haya que
incendiar la biblioteca vaticana, y a la joven Della Rovere
hay que neutralizarla y desacreditarla de modo que lo que
ella pueda decir carezca de credibilidad.
Quien ha hablado, con una voz deformada por un dispositivo,
es uno de los tres personajes encapuchados, que han
permanecido hasta el momento en silencio.
- Se hará todo lo necesario, gran maestre -se apresura a
conceder el cardenal.
- La semana próxima se reunirá el consejo de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, y se aprobará con carácter de
dogma infalible el “dominus Iesus”, resolución que ya está
completamente consensuada y será presentada por el cardenal
José Ratzinger: “Existe una única Iglesia de Cristo, que
subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de
Pedro y por los obispos en comunión con él”.
- Bien -aprueba el cardenal, y refuerza la afirmación con un
gesto de su cara-, pero para que la resolución adquiera
carácter de infalible, debe firmarla el papa.
- No hay ninguna dificultad para ello; el papa me firma lo que
le ponga por delante -asegura el cardenal-, si puede dominar
el temblor del Parkinson, que ya le sacude incluso el
antebrazo. Además, se está deteriorando por momentos, se
olvida de prácticamente todo, le puedes presentar una misma
persona dos veces con un día de intervalo.
- De acuerdo, señor secretario, a ninguno se nos oculta ese
hecho.
Pese a ello, se ha manejado muy bien en Palestina y lleva
personalmente la investigación de la carta de Santiago.
Gelli se mete los dedos entre la camisa y el cuello y estira
la cara hacia un lado y otro en un gesto incontrolado que
repite cada pocos minutos y al que se unen una serie de
guiños cuando la situación es más tensa. El arzobispo se
contagia y hace un amago de estirar su cuello, se da cuenta,
se detiene y comenta:
- Sí, sí, parece que hay algunos asuntos que aún lo mantienen
despierto, pero el deterioro se acrecienta día a día; espero
que no suceda como con Juan Pablo I.
Lo interrumpe la voz metálica y tenebrosa del artilugio que
utiliza el gran maestre:
- Está bien, hay que poner freno a los desvaríos aperturistas
del polaco, pero jugamos con fuego; esta afirmación infalible
puede estallarnos en las manos si aparece la carta de
Santiago y se hace público su contenido, de modo que, como
dije antes, nada debe impedir su destrucción, pero no nos
confundamos, hasta ahora todo lo que el jesuita y la joven
están averiguando es por medios indirectos, anotaciones
hechas por Alejandro VI y Burckard, sólo hay ideas,
suposiciones; es necesario que nos conduzcan hasta el
original.
- Por lo que se ve, gran maestre, está usted al tanto de todos
los avances que están haciendo -responde Gelli en nombre de
todos.
- Hay algo de lo que no estáis al tanto; en primer término, de
que existe otro documento, un reconocimiento de deuda de
juego de Agostino Chigui a Alejandro VI.
Todos se miran unos a otros con extrañeza, el cardenal se
quema los dedos con la colilla, el arzobispo no se inmuta y
Gelli abre la boca estúpidamente.
- ¿Por qué no se nos comunicó antes? -pregunta la cuarta
persona.
- Había motivos para ello -sentencia el gran maestre- y hay
algo más que deseo que quede claro.
- ¿De qué se trata, gran maestre? -quiere saber el cardenal.
- La joven Alexandra della Rovere debe ser neutralizada, como
dije antes, pero no debe sufrir ningún daño físico.
- De primero nos pone un par de docenas de ostras, pero antes
algo de caviar beluga dorado y una botella de champán Dom
Pèrignon para acompañar el caviar y las ostras; de segundo,
pechitos de faisán en “coulis” de frambuesas y, de postre,
nos prepara “zabaglioni” y flameado de fresas; para beber, un
ribera del Duero español.
- Papá, te va a costar una fortuna esta cena, no quiero que
gastes tanto dinero, yo lo que quiero es estar contigo, me da
igual si es en una pizzería.
- No te preocupes, hijita, no salimos a cenar muy
frecuentemente y la ocasión bien lo merece. Mejor me lo gasto
contigo que con cualquier pelandusca.
- ¿Cómo van tus cosas con Ada?
- No tan bien como yo quisiera.
- Ésa, más que Ada es una bruja.
- No seas tan dura, pero no vamos a estropear nuestra cena
hablando de Ada, hablemos de ti; ¿le ha dicho ya ese
aspirante a banquero a su mujer que quiere el divorcio?
- Todavía no, pero lo hará.
- Seguramente, en alguna otra reencarnación, ¿no te lo ha
dicho tu madre?
- Papá mejor hablemos de otras cosas.
- De acuerdo, hablemos de tu trabajo. ¿Cómo van las
traducciones de los rollos del mar Muerto?
- Lento, pero muy bien. Es apasionante. ¿Sabías que los
esenios que habitaban el asentamiento de Qumran a orillas del
mar Muerto, de donde proceden los manuscritos que estoy
estudiando, son posiblemente los precursores del
cristianismo?
- ¡Pero qué dices! ¿Quieres que te excomulguen?
- No, de verdad. Mira, te doy algunos ejemplos: en el manual
de disciplina de los esenios se cita el deber de poner la
otra mejilla como respuesta a una ofensa, tal como dice Jesús
según Mateo; Juan el Bautista aparece en el desierto de
Judea, cerca del río Jordán, que desemboca en el mar Muerto
muy cerca de Qumran, y casualmente el bautismo de conversión
que el Bautista imparte, precisamente en ese río, coincide
con la enseñanza qumránica sobre la necesidad del baño ritual
para la purificación y la santificación, y he aquí que los
textos mencionan la misión de los esenios de Qumran y la de
Juan Bautista con la misma cita: Isaías 40, 3, donde se habla
de ir al desierto para preparar el camino del Señor. Hay
muchas más, pero veo que te ríes. No quiero aburrirte con
esas cosas.
- No, hija, no me aburres, sólo que sabes que yo no creo mucho
en esas cosas. ¿Cómo te tratan en el Vaticano? ¿Has cobrado
algo ya?
- No, todavía no, pero me gusta mucho lo que hago. Estoy
trabajando con un cura viejecito, español, que es muy
simpático. Al principio me impresionaba mucho porque parece
muy serio y cortante, pero ahora nos hemos hecho muy amigos,
estamos descubriendo unas pistas que pueden llevarnos al
escondite de una carta que parece que escribió Santiago, el
hermano de Jesucristo, a san Pablo, y ahora la cosa se ha
puesto muy interesante, ya que ha aparecido una carta que
habla de una deuda entre un banquero y el papa Alejandro VI,
y dice el padre Lorenzo que según unas anotaciones que ha
encontrado en un diario que seguía el maestro de ceremonias
del papa, un tal Burckard, cree que hay una vinculación entre
esta deuda y la carta que estamos tratando de encontrar.
- ¿Qué vinculación puede haber entre una carta de hace dos mil
años y una deuda de hace quinientos?
- Aún no lo sabemos, pero ya han aparecido un montón de datos
que tenemos que cotejar y vincular.
Yo investigo en el arameo, es decir, en lo que pasó hace dos
mil años, y él en el latín de hace quinientos.
- Creo que no deberías ir contando esas cosas; puede ser muy
peligroso. ¿No te han dicho que guardes secreto?
- Sí, me han encarecido que no debo hablar de ello con nadie.
- Y ¿por qué lo haces?
- ¡Papá, te juro que sólo te lo he dicho a ti!
- Ni siquiera a mí. ¿No le habrás comentado nada al capullo de
tu ligue?
- Papá, no lo llames así, no es ningún capullo y tampoco es un
ligue, estoy enamorada de él.
- Seguro que le has dicho algo.
- Bueno, sólo un poco, es muy preguntón.
- Hija, por favor, no le digas una palabra, en estas cosas te
puedes jugar la vida.
- No me asustes.
- No quiero asustarte, pero por una vez en tu vida haz caso a
tu padre; si notas algo raro, como que te siguen o que han
revisado tu casa, me lo dices. Si quieres verme o decirme
algo no me llames por teléfono desde tu casa, hazlo desde un
teléfono público.
- Ya me has asustado.
- Ya sabes que me gustan mucho las películas de intriga, pero
ya basta de eso, que aquí están el caviar y el champán. Ahora
te voy a contar los planes que tengo para comprar un barco y
pasar un año entero navegando.
- ¿En qué puedo serle útil, comandante?
- Señor secretario, necesito hablar con su Santidad con
urgencia.
Abre el secretario Estanislao Deizinsky una agenda, recorre
las hojas, se quita las gafas y las limpia con un pañuelo que
saca del bolsillo posterior; se impacienta el comandante, que
carraspea y se revuelve en la silla.
- Veré qué puedo hacer, comandante, déjeme que vea la agenda;
quizá la semana próxima pueda recibirlo.
- Se trata de un asunto oficial que no puede esperar hasta la
semana próxima.
- Su Santidad está aquejado de una fuerte gripe; si es algo
oficial facilíteme a mí el informe, y si se trata de una
comunicación verbal, démela ahora mismo, que tomaré nota de
ella en el registro de entrada de asuntos internos.
- Lo siento, señor secretario, pero se trata de un asunto
privado, encargo de su Santidad, y a nadie puedo confiarlo si
no es a él mismo.
- Sólo puedo decirle, comandante Esterman, que haré lo que
pueda. Regrese mañana, que si su Santidad está en condiciones
de escucharme, le transmitiré su solicitud.
- Mañana estaré aquí. Le reitero que se trata de un asunto de
la máxima importancia.
Zaragoza, finales del siglo XV, año 1485
- Llegáis en muy mal momento para hablar de judíos, señores.
Han pasado en esta ciudad hechos terribles en los que se han
visto implicados los conversos de Zaragoza y otros de
diferente procedencia. El inquisidor de Zaragoza -como no
dudo será de vuestro conocimiento- ha sido asesinado en forma
brutal por cuatro conjurados mientras rezaba maitines en la
misma catedral. La reacción del inquisidor general, Tomás de
Torquemada, ha sido terrible y se ha castigado con
ejemplaridad a todos los conjurados; ni siquiera la
influencia de mi padre, el rey, ha podido librar a algunos
que contaban con su protección.
Quien así hablaba era el arzobispo de Zaragoza, el joven
Alfonso de Aragón, hijo del rey Fernando y de doña Aldonza
Roig Iborra, habido con anterioridad al casamiento con doña
Isabel.
- Eminencia, estamos al tanto de estos desdichados sucesos,
mas no son conversos lo que nos trae a vuestro reino; se
trata, como ya os anticipamos, de un judío -insistió Gaspar
Torrella.
- Lo que trato de deciros, caballeros, es que el pueblo,
enfurecido por el asesinato, tomó partido por el inquisidor -
aun cuando no eran los inquisidores bien queridos en estas
tierras- y, no haciendo distingos entre judíos o conversos,
se alzó contra los judíos incendiando la alhama y matando a
muchos de ellos, de modo que no sabría deciros si
encontraréis con vida a vuestro judío.
- Será una gran contrariedad si no lo hallamos, pues el
vicecanciller Rodrigo Borgia cifra en los conocimientos de
ese hombre importantes asuntos de la Iglesia.
- Quizá don Alonso de Caballería, gobernador de Zaragoza por
voluntad de mi augusto padre, pueda saber algo de ese hombre,
pues a él da cuentas el regidor de la alhama judía para los
pagos del impuesto de capitación.
- Os ruego entonces, eminencia, me introduzcáis a don Alonso,
por ver si está en la voluntad de Dios que podamos hacernos
con este judío.
Alonso de Caballería, designado gobernador de Zaragoza por
deseo expreso de Fernando de Aragón, era uno de los pocos
cristianos nuevos que habían salido bien librados de la caza
de brujas, o de judíos, que para el caso era lo mismo, para
ese gran tostador que fue Torquemada; de buen seguro que de
vivir en estos tiempos, se ganaría bien la vida regentando
algún asador, y si es donostiarra, mejor, pues lo suyo era el
asado a la brasa, y a diferencia de sus cofrades, los
churrascadores franceses cuya especialidad eran herejes y
brujas, a nuestro buen dominico lo que le iba era la carne de
judío, y el mejor corte, el de converso o cristiano nuevo,
como les decían los cristianos viejos para marcar
diferencias, o bien simplemente marranos, como le gustaba al
pueblo.
Bueno, ¡caramba, no te enfades!
¡Que hace un buen rato que no me meto en el libro! Y si yo no
te cuento estas cosas, no te enteras de ellas, no vayas a
creer que los personajes te van a dar tantos detalles, y
además, todos estos chismes los sé de muy buen reflejo, y los
he conocido sin defectos de refracción, de modo que sigo con
mi rollo.
Alonso de Caballería recibió a los enviados de Rodrigo e hizo
las gestiones oportunas para tratar de dar con Adonías
Franco, pero las noticias que trajeron sus delegados no
fueron muy alentadoras: Adonías, gran rabí de la alhama de
Zaragoza, había sido señalado como uno de los implicados en
la conspiración que acabó con la vida del inquisidor Yuglar y
tuvo que huir precipitadamente, nadie supo dar noticias de
él. Gaspar Torrella, apesadumbrado y temeroso de la reacción
que pudiera tener el cardenal ante su fracaso, se lamentaba
de lo inútil de su misión y se preparaba para el regreso a
Roma cuando Gabrielino le pidió licencia para hacer unas
gestiones por su cuenta; don Gaspar miró al enano con
displicencia para finalmente acceder.
No me preguntes cómo lo consiguió, pues no lo sé, ¡caramba!
¡No seas tan quisquilloso!, tampoco vayas a creer que lo sé
todo, pon tú también algo de imaginación; además, tampoco
tiene tanta importancia, lo importante es que el pequeño
bigotudo pudo saber que Adonías había huido a África, en
concreto a la ciudad de Masoura, de modo que no estaba todo
perdido; habría que viajar a Egipto.
Te estarás probablemente diciendo que el Borgia se está
poniendo un tanto agonías con el Adonías, que ya habría en
Roma algún judío o letrado que conociera el arameo, y no te
falta razón, pero así fueron las cosas y así te las cuento.
Roma, finales del siglo XX
Cerraba los ojos para sentir con más deleite el calor de la
caricia del sol atenuada por el viento que se arremolinaba
por detrás del parabrisas del pequeño deportivo japonés que
circulaba descapotado. Todavía no terminaba de creérselo,
Carlo la había invitado a pasar un fin de semana en un
romántico y recoleto hotel de montaña, lejos de la
masificación de la costa, un sitio íntimo y confidencial
donde podrían hacer planes para el futuro cuando se
concretase su divorcio. El chirriar de las gomas al tomar una
curva pasado de velocidad la arrancó de su ensoñación con un
sobresalto.
- ¿Qué ha pasado?
- Nada, nena, estaba un poco distraído y entré en la curva
demasiado rápido.
- Me has asustado.
- Tranquila, no pasa nada.
- ¿En qué pensabas?
- En nosotros. Pensaba que me han prometido que antes de final
de año me van a ascender a director regional.
- ¿Y eso es mucho?
- ¿Que si es mucho? Tanto como duplicar el sueldo y un derecho
a opciones sobre acciones de la banca Chigui, que está en
trámites de fusión con la Ambrosiana, y cuando se haga
efectiva la fusión, la nueva banca tiene asegurado un
convenio con el Vaticano por el que se hará cargo del manejo
del total de las finanzas de éste; eso significa que vamos a
ser millonarios.
- Cariño, qué importante eres para que te confíen esas cosas
tan confidenciales.
- Ya ves, y yo te lo cuento todo a ti.
- Carlo, no sé si es que estoy paranoica, pero me parece que
hay un coche blanco que nos sigue hace un rato.
- Sí, ya lo he visto, pero es sólo que no se anima a pasarnos
en esta carretera de montaña; además, llevamos un deportivo y
eso impone, verás, voy a dar un acelerón y lo vamos a dejar
como un poste de quieto.
- No corras, que me da miedo.
- Bueno, entonces voy a bajar la velocidad. Si de veras nos
está siguiendo bajará él también, y si no, nos adelantará.
Pisa el freno Carlo para que se note que es generoso y quiere
dejar que lo adelante ese pardillo, y por si queda alguna
duda pone el intermitente del lado derecho.
- ¿Has visto, tontita, que no nos seguía? Nos ha adelantado y
además, mira, se desvía en la próxima salida.
- Ese tío es un capullo de campeonato. ¿Has oído lo que le
decía?
- Tiene la lengua con seguridad más larga que el cerebro, no
sé qué le ha visto la chica, que no está nada mal y parece
bastante más lista que él.
- Vamos a comunicar, pásame el móvil. ¿Hola? Aquí unidad móvil
blanca, damos paso a unidad negra, el hotel en que pararán
está a unos quince kilómetros, hemos grabado una conversación
que puede ser interesante.
- ¿Comandante Esterman?
- Lo escucho, Cédric.
- La chica, tal como quedó con su amigo, se dirige al norte,
si no han cambiado los planes que hicieron por teléfono, y
pasarán juntos el fin de semana en el hotel El Corzo. Vamos
tras un sedán blanco que la sigue desde que abandonaron el
apartamento de ella.
- ¿Crees que pueda ser un detective privado? Quizá lo haga
seguir la mujer por el asunto del divorcio.
- No, mi comandante, no parece ser un detective de éstos de
asuntos matrimoniales, se han turnado al menos dos veces. He
identificado también un coche negro.
- Podrían ser del servicio secreto italiano.
- No lo sé, mi comandante.
- ¡Qué maravilloso es todo esto! La comida ha sido como en las
películas, en ese pequeño salón de madera, y ahora este paseo
por el bosque siguiendo el curso del arroyo.
Se sientan ambos en una roca a la orilla del cauce del
pequeño y serpenteante riachuelo, el agua corre veloz entre
los meandros que le configuran las piedras más grandes del
lecho, allí se forma una pequeña rompiente, más allá, una
diminuta cascada, y luego un remanso donde el agua gira en un
remolino para luego seguir su curso hasta perderse de vista.
Ella se descalza e introduce sus pies en las frescas aguas,
cierra los ojos y se estremece de placer.
- ¿Estás a gusto, Alexandra?
- Demasiado.
- Qué quieres decir con demasiado.
- Que es como un sueño que dura siempre poco y sabes que
despertarás y nada de eso habrá pasado.
- Esto es real, está pasando.
- Sí, pero cuando queramos darnos cuenta ya será pasado.
- Entonces llegará mi ascenso y seremos ricos.
- Eso es una ilusión, ahora es cuando somos ricos, tenemos
cuanto necesitamos. He leído en algún sitio que es de necios
esforzarse y gastar la vida en la obtención de cosas que no
son necesarias.
- El dinero te abre todas las puertas, con dinero eres
alguien, sin él te manosea todo el mundo.
Mira, “cara”, no es igual cuando llegas, por ejemplo, al
hotel con un deportivo y le das las llaves al aparcacoches
que si lo haces con un seiscientos, y si traes un Ferrari, es
ya la repera, te darían ellos la propina por llevarlo hasta
el parking.
- Eso es una tontería, Carlo, el dinero hace falta en la justa
medida para no pasar necesidades, tener tu casa digna, un
trabajo en el que te realices, poder alimentarte bien y poder
satisfacer tus necesidades espirituales, acceso a la cultura
y la salud para ti y tus hijos, todo lo demás sobra, y más
aún si para ello tienes que sacrificar tu alma. Con respecto
al coche, te digo que yo voy igual de a gusto en mi
“Cincuecento”, que además gasta muy poco y ayuda a conservar
el medio.
- Eres una romántica poco práctica, el mundo real no es así.
- No sé cómo será el mundo, Carlo, pero como dice mi padre, la
felicidad está compuesta por retales de vida que vas dejando
en el camino, son momentos que debes capturar y saborear con
deleite, crestas de una cordillera en la que se alternan los
valles de la desesperanza y el hastío de vivir; a veces el
destino rompe la burbuja que habías construido a tu alrededor
para poder permanecer más en la cima y lo hace con una
enfermedad tuya o del ser que amas, una muerte, un desamor,
que equivale a la muerte momentánea del alma, o cualquier
otra circunstancia en la que te ves envuelta, y entonces
crees que ya el mundo se ha acabado.
También dice mi padre que hasta los malos momentos hay que
vivirlos intensamente, porque sin ellos no existirían los
buenos, sólo la llegada de la oscuridad pone de manifiesto la
maravilla de la luz; dice también que la belleza sólo destaca
en comparación con la fealdad que pueda rodearla.
- No conozco bien a tu padre, pero hasta donde sé es un
arquitecto de renombre y no parece que le haga feos al
dinero; además, proviene de una de las familias más
aristocráticas de Roma.
- Precisamente son esas familias las que te dan el mejor de
los ejemplos de lo vano y efímero del poder y del dinero si
los miras con la perspectiva que te da el tiempo.
Un caso ejemplificador de lo que te digo son los escritos que
está estudiando el padre Lorenzo y que pertenecen a uno de
los papas que más poder y dinero acumuló para él y su
familia, incluso parece que ha encontrado un documento en el
que se habla de una deuda muy importante que contrajo un
banquero de la época. ¿De qué les sirvió a ambos, acreedor y
deudor, tanto dinero?
Sólo para ser esclavos de él.
Tener mucho dinero sólo sirve para preocuparte por no
perderlo.
- Al contrario, Alexandra, lo bueno de tener mucho dinero es
no tener que preocuparte por conseguirlo.
- Se me han quedado los pies helados, vamos a andar un poco y
luego volvamos al hotel.
El hombre que estaba en la otra ribera, unos cincuenta metros
más abajo, sostenía una larga caña, que curiosamente apuntaba
corriente arriba en dirección a donde ellos estaban; parecía
no prestarles ninguna atención, enfrascado en la lectura de
un libro que tenía sobre las rodillas, pero cuando se
levantaron y desaparecieron bosque arriba dirigiéndose al
hotel, se levantó, plegó su silla de tijera y redujo el largo
de su caña introduciendo telescópicamente un segmento dentro
del otro, como una antena de radio de coche, y trepó luego
ágilmente la escarpada ladera de ese lado del río sobre la
cual, un centenar de metros más arriba, discurría la
carretera.
- Hola, señor Chigui, aquí Carlo Giacobone.
- Señor Giacobone, le he recomendado que no me llame si no es
imprescindible. ¿De dónde me llama usted?
- Le llamo desde la plaza de estacionamiento del hotel donde
estamos pasando el fin de semana; me pareció importante, me
dijo algo nuevo, que el cura español de la biblioteca ha
encontrado un documento que parece que trata de una deuda o
algo por el estilo entre el papa Alejandro VI y un banquero.
- Sí, puede ser importante pero ¿no le dijo qué decía el texto
del documento? ¿O algún otro dato que nos sirva para tratar
de identificarlo?
- No, pero trataré de sacarle más información, pues tengo que
terminar rápidamente con esto; me parece que mi mujer
sospecha de mi asunto con Alexandra, hoy cuando veníamos nos
pareció que nos seguía un coche.
- ¿Cómo? ¿Dice que los han seguido?
- En realidad fue una falsa alarma, bajé la marcha para ver
qué hacía y nos adelantó siguiendo por el primer desvío que
apareció en la carretera.
- Bueno, bueno, señor Giacobone, sea más cuidadoso y que su
mujer no se entere de nada, trate de averiguar cuanto pueda
y, si tiene acceso a la casa de ella, saque fotos de todos
los papeles que encuentre, para eso le hemos dado la máquina,
no para sacar fotos de paisajes.
- Algo más, “comendatore”.
- ¿Sí? Dígame.
- Cuando regresamos al hotel, el teléfono móvil de Alexandra
tenía un mensaje.
- ¡Vaya al grano, hombre!
- El mensaje era del padre Lorenzo, le pedía que el lunes
acudiese sin falta a la biblioteca a primera hora de la
mañana, que él estaría allí trabajando desde las seis. Debe
de tratarse de algo importante.
El hombre que pescaba enfrente de ellos daba acomodo a sus
aparejos de pesca un par de coches más allá del de Carlo,
tenía la cabeza y el tórax en el interior de la parte trasera
del monovolumen, que parecía querer tragarlo con su gran boca
posterior abierta, la caña nuevamente desplegada descansaba
en el ángulo formado por la puerta elevada y el techo del
vehículo, uno de los extremos apuntaba en dirección a Carlo,
que, enfrascado en su conversación, no le prestó ninguna
atención.
Carlo Giacobone conducía de regreso a Roma con excesiva
prudencia, había tenido un par de sustos en curvas más
cerradas de lo que parecían. Conducir de noche no es lo
mismo, se dijo, pensó que tampoco era el momento más
apropiado para tener un accidente con un promisorio futuro
por delante. A su lado, Alexandra dormitaba apoyada la cabeza
sobre su hombro, la miró de reojo, le daba pena, la muchacha
se había enamorado, también él se había encandilado, era muy
atractiva y una fiera en la cama, pero sobre todo cariñosa y
de buenos sentimientos, pero él se debía por sobre todo a su
mujer y a sus hijos, no debía permitir que una aventura
destrozase su hogar, por muy encoñado que estuviese, porque
finalmente no era otra cosa que eso, un encoñamiento de los
cincuenta, pero le costaba dejarla, le hacía sentir joven
nuevamente y se excitaba con sólo pensar en ella, y
precisamente ahora que había decidido dejarla, su futuro
dependía de la información que ella pudiera brindarle.
Se estaba haciendo muy tarde, las retenciones de la caravana
de regreso a Roma luego del fin de semana eran interminables.
Alexandra parecía tener razón, ¿de qué le servía el deportivo
en medio de ese monumental atasco? Finalmente, llegaron al
centro con un par de horas de retraso, detuvo el coche en
doble fila delante del portal y se bajó para abrirle la
puerta y ayudarla a descender.
- ¿Cómo lo has pasado?
- Muy bien, cariño, pero a ver si arreglas de una vez el
asunto con tu mujer, me siento muy mal y muy sucia obrando de
este modo.
- El trago peor lo paso yo, que tengo que volver ahora a casa.
Quédate tranquila, que pronto se acabará esta situación y
estaremos siempre juntos.
La atrajo junto a él y la besó profundamente en la boca y se
sintió enfermo; por un instante cruzó por su mente el dejarlo
todo, el contacto con el cuerpo de ella le decía cuánto la
deseaba, tuvo en ese fugaz momento conciencia de ser un
hombre pequeño y despreciable, sólo por una pequeña fracción
de tiempo, la que necesita el alma para montar sus defensas y
así justificar todas las acciones por perversas que sean; el
sentimiento de culpa destruye, hay que ser malo o bueno sin
fisuras, el espíritu no es capaz de afrontar la duda y el
remordimiento sin acusarlo y pasar factura.
Esperó a que cerrase el portal de acceso a la escalera y,
pese a que era ya tarde, no dejó la acera hasta que comprobó
que se encendía la luz del ático. Con una extraña sensación
de desasosiego que no conocía, subió al coche.
- ¿Qué me está pasando? -se preguntó-. Yo no soy una mala
persona -se contestó a sí mismo.
Absorbido por sus pensamientos no se percató de que alguien
se había aproximado hasta la puerta derecha del coche y
golpeaba la ventanilla con los nudillos, dio un pequeño
respingo sobresaltado, luego respiró aliviado.
- ¿Es usted?
- Desde luego que soy yo. ¿Le sorprende verme?
- Sí, sí, claro, no esperaba verlo así, tan de pronto, sé que
le debo una explicación.
- Tranquilo, para eso he venido, para que se explique.
Algo más relajado al reconocer al responsable de su
sobresalto, abrió la puerta invitándolo a pasar al interior
del coche.
- ¡Cuidado! Parece que alguien se acerca por la acera de
enfrente.
Carlo giró automáticamente la cabeza hacia su ventanilla para
comprobarlo.
Lo único que Carlo vio fue un estallido multicolor acompañado
de un ruido seco y explosivo como el que hace una bolsa de
papel llena de aire cuando se revienta entre las manos; luego
se apagaron todas las luces, tuvo una sucesión vertiginosa de
pensamientos dispares y el anunciado fin del mundo se hizo
presente para Carlo, llenándolo todo con la nada.
Cuando Alexandra llegó al “scriptorium” encontró al padre
Lorenzo demacrado con unas oscuras ojeras rodeando sus
profundos ojos, que brillaban con místico fulgor en la
profundidad de unas órbitas acentuadas por su ascética
delgadez.
- ¡Por fin llegas, hija! Te esperaba ansioso.
- Padre, son las ocho de la mañana.
- Te he dejado un mensaje para que vinieras con urgencia.
- Era domingo y no estaba en Roma.
- Bueno, bueno, no perdamos tiempo en palabrería huera, vamos
a lo esencial; parece que he descubierto lo que puede ser una
pista con sentido, pero antes aclárame algo que me ha dejado
cavilando.
El viernes, antes de irte, dijiste que lo que habíamos
descifrado te parecía haberlo visto en unas piezas de los
rollos del mar Muerto que estás traduciendo.
- Es cierto, padre, se trata del estilo y las palabras
utilizadas, así como el tema tratado.
Parece como si los tres escritos, la Apocalipsis de Esdras,
los manuscritos del mar Muerto y el entrelineado hubieran
sido escritos en la misma época y por personas pertenecientes
a una misma orientación.
- Aclárate; de acuerdo en que pueda haber una cierta
coincidencia del apócrifo de Esdras y los rollos de Qumran,
¡pero el entrelineado está escrito en latín y aparentemente
por Alejandro VI!
- Sé que suena extraño, padre, pero, por favor, busque los
apuntes donde habíamos hecho la traducción en arameo de los
versículos 23 a 27 y de los agregados en latín.
Revuelve el padre Lorenzo los cientos de hojas hasta dar con
las que le pide Alexandra.
- Aquí las tienes, hija.
Dispone una al lado de la otra las tres hojas.
- Vea, padre, aquí, en el versículo 23, la traducción del
arameo reza: “Pues Israel ha sido entregada en oprobio a las
naciones”.
Y el subrayado en latín: “Yo te digo que ninguno es más
odioso que tú a los ojos de mi hermano”.
Esto podría ser la traducción en latín de un texto judío
contemporáneo a Jesús, pero luego continúa: “Y el pueblo que
amas a los pecadores”.
Y el subrayado en latín: “Sirves a los fariseos sumándote a
la corte del sacerdote impío”.
Esta frase parece copiada casi literal del manual de
disciplina esenio. Luego prosigue: “La ley de nuestros padres
ha sido rechazada”.
Y por debajo: “Maquinas para corromper la Torah”.
En el versículo 25: “Pero qué hará por su santo nombre”.
Lo que el misterioso escribiente añade: ¿”Quién sino tú une
el yugo de los judíos al carro de los gentiles?”.
Y luego: “Que está invocado sobre nosotros”.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
Luego, en el 27, la Apocalipsis reza: “No puedes traer la
esperanza a los justos”.
Y lo escrito en latín: “Fieles al espíritu del maestro de
justicia”.
Y finalmente: “Pues este siglo está lleno de dolor y
debilidad”.
“Intentas” también “corromper a Pedro”.
- No puede estar más claro, todo ello se encuentra reflejado
en los rollos y hace alusión al enfrentamiento mantenido por
el maestro de justicia líder de los esenios con el sacerdote
fariseo del templo de Jerusalén, y, por otro lado, la
correspondencia de intención y temporalidad entre los
escritos del apócrifo de Esdras y el agregado en latín no
deja lugar a dudas de que ambos textos se corresponden en
tiempo y lugar y los autores coinciden en los conceptos.
- Sí, tienes razón, eso sólo puede significar que quien hizo
esas anotaciones en latín estaba copiando de un original de
la misma época que la Apocalipsis, posiblemente el siglo I, y
si damos fe a lo afirmado en el versículo 25, su autor no
puede ser otro que Jacob o Santiago, el hermano de Jesús,
autor del protoevangelio de Santiago, catalogado oficialmente
como apócrifo. Se trataría entonces de una carta dictada, o
al menos con la aprobación, del propio Jesucristo; ello
significaría que se identifica como el maestro de justicia,
ergo Jesús pertenecería a la secta de los esenios, y no murió
en la cruz.
- Eso es algo que sostienen algunos estudiosos de los rollos
del mar Muerto, que tanto Juan el Bautista como Jesús eran
esenios.
- Siempre que se trate de la transcripción de un original y no
de una simulación intencionada.
- Eso es lo que creo que estamos buscando, ¿no es así padre
Lorenzo?
El padre Lorenzo no contestó de inmediato, meditó unos
instantes que se le hicieron eternos a Alexandra para,
finalmente, mirando fijamente a los ojos de la muchacha,
decir:
- Así es, hija mía, creo que debes saber algunas cosas más
sobre este asunto. ¿Estás dispuesta a guardar el más absoluto
secreto sobre lo que voy a decirte?
- Desde luego, padre, puede contar con mi discreción.
- ¿Lo juras?
- ¡Padre, jurar es pecado!
- No digas tonterías, Alexandra, pecado son otras cosas que tú
has hecho. Dime ¿lo juras?
- Lo juro, padre.
- Existe una leyenda milenaria que nace desde los primeros
tiempos de la Iglesia y que habla de una carta que Jacob o
Santiago, el hermano de Jesús, escribe por dictado de éste a
Saulo y Cefas (Pablo y Pedro), y en ella se desvelaría la
verdadera palabra de Jesús. Esta carta no ha sido nunca leída
por nadie, o al menos nadie que la haya leído ha transmitido
su contenido. Entre las muchas cosas que se dicen de este
asunto, la que más fuerza ha cobrado es la versión de que
Alejandro VI la tuvo en su poder y conoció su mensaje, pero
decidió ocultarla sin comunicar a nadie su contenido, aunque
dejando pistas para que cuando llegara el momento oportuno,
pudiese ser hallada y hecha pública.
- ¿Y cuándo sería ese momento?
- El papa Alejandro VI fue un papa muy poco piadoso, pero tras
la muerte de su hijo Juan -su favorito- a manos de unos
asaltantes, tuvo un súbito cambio de actitud y cayó en un
repentino misticismo, decidiendo que había que dar a conocer
el contenido de la carta, pero desconfiaba de todos,
particularmente de su “magister ceremoniarum”, Burckard -de
quien ya conoces bastante-, por lo que mantuvo oculta la
existencia de la carta con el convencimiento de que tras él
vendría un papa sobre el que Dios daría alguna señal para
indicar que sería el encargado de sacarla a la luz.
- ¿Y cómo sabe usted todo eso?
- Alejandro tenía un primo llamado Francisco que era su más
íntimo colaborador y a él le encargó la fundación de una
orden secreta, que fue llamada Orden de los Custodios de la
Verdadera Palabra de Jesús y que habría de tener como misión
custodiar el secreto hasta que se manifestaran las señales de
quién habría de revelarlo.
- ¿Y aún existe esa orden?
- Sí, cuenta con tan sólo ciento cincuenta miembros en todo el
mundo y yo soy el prior.
Alexandra miraba al padre Lorenzo con la boca entreabierta y
una expresión de asombro impresa en su rostro.
- De modo que si estamos tratando de hallar el original de la
carta, ¿significa eso que se han dado las señales de que el
momento ha llegado?
- Sí, el candidato parecía ser el papa Juan Pablo I, pero se
fue de este mundo en forma demasiado rápida y harto
sospechosa.
- Entonces, los rumores que hablaban de la monja misteriosa
que le llevó la tisana…
- Desgraciadamente pueden haber sido ciertos, pues debes saber
también que existe una logia, que cuenta con la complicidad
de varias otras al servicio de los poderes fácticos
económicos, que han controlado el Vaticano y que desean la
destrucción de esta carta que podría acabar con la fuente de
sus riquezas, pues socavaría los cimientos sobre los que se
asienta la Iglesia, y esta gente no tiene reparos a la hora
de conseguir sus objetivos y no les asustaría tener que
acabar con la vida de un papa.
- Padre, me está aterrorizando.
- No quiero que te asustes, pero es necesario que lo sepas
para que te cuides, aunque estás siendo custodiada por
algunos elementos de la guardia suiza.
- ¿Quiere decir que me están vigilando?
- Es por tu propia seguridad, y ha sido el mismo papa quien lo
ha dispuesto.
- Entonces puedo estar tranquila.
- No del todo, algo se está moviendo en torno a la guardia
suiza y no sé si podemos fiarnos plenamente del comandante.
- ¿Será, entonces, Juan Pablo II quien revele el misterio?
- No lo sé, y aquí comienzan nuestros verdaderos problemas. En
un principio pareció que así iba a ser, se presentaba como un
papa innovador que realizaría las reformas económicas que se
proponía el papa Luciani y seguiría las líneas maestras
trazadas por el Concilio Vaticano II, con una apertura de la
Iglesia al mundo, favoreciendo el diálogo con el resto de las
iglesias; que se enfrentaría a las tesis fundamentalistas de
monseñor Lefevbre; un papa que ponía fin a cuatro siglos y
medio de papas italianos. Juan Pablo I, poco antes de morir,
tuvo con él una entrevista y lo puso al tanto del asunto de
la carta oculta de Santiago y él dio comienzo a una serie de
averiguaciones, contactando incluso con el arzobispo de
Florencia, encargándole que iniciara una investigación con
carácter urgente para determinar el grado de la presencia
masónica en la jerarquía eclesiástica y, en particular,
dentro del Vaticano. El cardenal Giovanni Benelli realizó, en
efecto, lo que el papa le pidió, mas no llegó a revelarse en
razón de la inesperada y repentina muerte de Juan Pablo I. El
actual papa, que en principio pareció dar su apoyo a Luciani,
se retiró luego a sitio neutral al morir éste, pero tras el
atentado que sufrió a manos del turco Alí Agka, pareció
olvidar por completo el asunto.
- Pero padre Lorenzo, si fue precisamente su Santidad quien me
encargó personalmente la traducción de la Apocalipsis.
- Calla, calla y deja que concluya, te decía que después del
atentado pareció olvidarlo todo, hasta recientemente que no
sé por qué motivo, cobró nuevo interés en el asunto,
retomando la investigación.
- Entonces, ¿dónde está el problema?
- El problema está en que en estos últimos días parece estar
como secuestrado, es imposible acercarse a él en privado
desde que monseñor Ratzinger, de algún modo, le obligó a
suscribir como infalible el documento “Dominus Iesus”, en el
que, contradiciendo la postura de toda su vida, declara a la
Iglesia católica romana como la única verdadera, excluyendo
la posibilidad de salvación fuera de ésta.
- ¿Tanta influencia tiene ese cardenal?
- Es algo más que influencia; el cardenal Ratzinger es la
cabeza de la Congregación para la doctrina de la Fe; ignoras
qué congregación es ésta ¿verdad?
- Sí, digo, no, no la conozco.
- Pues es, nada menos, que la continuación del Santo Oficio,
de la Inquisición.
- ¿La Inquisición en el siglo XXI?
- Sí, hija, sí, la Inquisición y, para más datos, te diré
también que es una de esas sectas que te mencioné antes que
conocen la existencia de la carta y buscan su destrucción.
Luego de esta declaración es para ellos vital hacer
desaparecer la carta; acaban de echar un órdago.
- ¿Qué es eso?
- Una expresión de un juego de naipes de mi tierra.
- ¿Y qué vamos a hacer ahora?
- Trabajar 25 horas al día para hallar la clave. Yo trataré de
llegar hasta el papa y rezar para que Dios nos ilumine.
¿A que se está complicando un poco la cosa? ¡Eh, chaval!
Despierta, soy yo, el espejo oblongo y renacentista. ¿Quién
otro se dirige a ti con estas confianzas? ¿Que no me pase?
Vamos, anda, estás tú bueno, ya no me asustas, que estamos en
la página titantos y pico, no vas ahora a confinarme en
función decorativa de relleno en un anaquel de tu biblioteca.
¡Abre, abre, no me cierres, que era de coña! Sólo un farol,
tú ganas, como siempre.
Vamos a dejar el presente por un rato y a abrir la puerta de
la máquina del tiempo para regresar junto a mi tan dilecto y
admirado papa. Lo habíamos aparcado unas cuantas hojas atrás
en 1484, cuando, tras la muerte de Sixto IV, el bueno de
Rodrigo simoneó como sólo él sabía hacerlo para que Juan
Bautista Cibo cambiara de nombre y pasase a llamarse
Inocencio VIII; luego de ello, envió a Torrella y a
Gabrielino a Zaragoza en busca del judío Adonías para que
éste le tradujera la mítica carta.
Cuando los emisarios regresaron de vacío con la noticia de
que habría que buscar al rabí en África, contra todo
pronóstico, no montó en cólera -en realidad, en cuanto a
montar, era hombre de idea fija con relación a la
cabalgadura- y le dijo a su primo Francisco que quizá todavía
no había llegado el momento de averiguar qué contenía el
manuscrito y que éste podía esperar en la gaveta secreta, y
el judío en Masoura, hasta que él fuera papa.
Los ocho años que Dios le dio de propina a su vicario
Inocencio VIII los pasó Rodrigo regando a la bella Julia, que
desplegaba sus pétalos viendo crecer a sus propios vástagos y
tejiendo una cada vez más tupida malla de intereses que
involucraba a las más influyentes familias romanas.
Francisco, mientras tanto, se aproximaba a Burckard y lograba
su confianza a expensas de mostrarse ante él envidioso y
despechado con la conducta de su primo el “vicecancelarium”,
y así, Vannozza, amatronándose y enriqueciéndose con sus
casas de postas, Lucrecia, ganando en belleza y sabiduría
bajo la tutela de Adriana Mila, César, desarrollando un
carácter avasallador y guerrero, Juan, dulce y encantador, y
los otros… vaya usted a saber.
Pasan los años hasta llegar al mítico 1492, el año pródigo en
acontecimientos magnos que cambian la faz de la tierra.
Boabdil cede Granada a los reyes de Castilla y Aragón y llora
como una mujer lo que no supo defender como un hombre -
valiente cursilería atribuida a Aixa, la madre del último
nazarí, que además es falsa, me lo dijo un espejo al que se
lo reflejó el agua de la fuente del patio de los leones de la
Alhambra, y a ésta, las cantarinas y siempre chismosas
murmurantes aguas del Darro-; un genovés trapisondero, pirata
y braguetero engatusa a la reina Isabel y hete ahí que
descubre América; Torquemada, cansado de torrar conversos
consigue que los reyes expulsen a los judíos de la recién
formada España; el cardenal Rodrigo Borgia es elegido papa
y… suenen las fanfarrias, repiquen los timbales, contenga
la humanidad el aliento, la tierra se regala con el magno
acontecimiento del nacimiento del singular, sin par, excelso
espejo verboso, lenguaraz y comadrero: yo, menda -que no
mendaz, que siempre digo verdades.
Hubo otros muchos acontecimientos importantes en este
glorioso año, pero vamos a dejarlo en éstos para no hacer
excesivamente larga la lista y nos explayaremos en el más
importante, al menos para quien habla, la elección del futuro
Alejandro VI.
Al llamar Dios a su lado a Inocencio VIII, Rodrigo decide que
ha llegado su hora, ha superado los sesenta y el apetecible
fruto del frondoso y prolífico árbol de la Iglesia, cargado
de manzanas de oro, está ya maduro; es el momento de
recogerlo so riesgo de que se pase y se apoderen de él los
gusanos. El desarrollo de la larga partida de ajedrez, cuyo
primer movimiento comenzó hacía más de cuarenta años, cuando
su tío el papa Calixto III le impuso el capelo, había llegado
a su final, un final de alfiles que tendría que jugar sin
cometer el más mínimo error, era ahora o nunca, si se le
escapaba, la tiara iría a parar a la cabeza del cardenal
Carafa.
La empresa no fue fácil, también el contrario se había
preocupado en esta oportunidad de colocar los trebejos en
lugares estratégicos. Los cardenales Costa y Carafa se han
aliado en contra del enemigo común, y en el primer escrutinio
quien más votos reúne es Carafa, pero no llega a los dos