última y que se va a morir allí mismo
delante de ella, no se
anima a pronunciar palabra por temor a
interrumpirlo.
Esa introducción le está llenando de
espanto.
- ¿Estoy bien así, Sandrine?
- Pareces una hippie de los años
sesenta, no creo que le guste
al papa.
- ¿Ahora?
- Está mejor, esa falda por debajo de
las rodillas, los
tacones un poco altos…
Se pone unos zapatos, se los quita, baja la
falda, sube la
blusa, no tanto escote, mejor un jersey,
suelta el pelo, lo
recoge…
- ¡Ahora estás perfecta!
- Es el uniforme de trabajo que me
pongo cuando voy al
Vaticano.
- Contarás con la ayuda del
bibliotecario mayor, él conoce
todo acerca de las diferentes secciones y te
facilitará
cuanto necesites; también él estudia otros
documentos cuyo
contenido te hará conocer.
- ¿Perdón?
- Que el padre Lorenzo será tu
asistente y guía.
- No se enfade, Santidad, es que no le
entiendo bien.
- Ahora me río, Carlo, pero allí,
delante del papa, me cagué
hasta las patas, es que no le entendía un
carajo, además, de
vez en cuando, se le mezcla alguna palabra
no sé si en
polaco.
- ¿El señor va a probar el vino?
Levanta la copa, la mece suavemente, mete su
nariz y aspira
profundamente, la eleva y mira su suave
color rubí con
reflejos ambarinos, bebe un generoso trago,
pero no lo
ingresa, hace un suave movimiento con el
caldo en la boca y
finalmente traga, gira lentamente la cabeza
y hace un suave
gesto de aprobación, sonrisa autosuficiente
del “sommelier”
que escancia.
- ¿Qué quería de ti el viejo
reaccionario?
- No hables así del papa, es muy
viejecito y muy bueno,
también un poco cascarrabias cuando no
entiendes lo que dice.
- Bueno, vale, ¿qué te dijo el
viejecito bueno?
- Nada, un aburrido tema de traducción,
y tú ¿qué le dijiste a
tu mujer? ¿Vas a cortar de una vez?
- No debes hablar de esto con nadie,
¿me has entendido bien?
- Sí, Santidad, ¿y a quién debo
comunicar lo que vaya
traduciendo?
- Sólo a mí y al padre Lorenzo. No
debes comentarlo con tu
padre, ni siquiera con el señor Navarro
Valls. En caso de que
descubras algo terrible, puedes llamarme a
un número que voy
a dejarte; pertenece a un móvil que lleva mi
secretario, y
bastará con que digas que llama Alexandra
para que me pase la
comunicación.
- ¿Un teléfono de dónde?
- Un moóoovil, que lleva mi
secretariooo.
- Perdón, perdón.
- La langosta debe hacerse hervida al
vapor, recién sacada del
estanque, viva y agitando fuertemente su
cola contra el
abdomen.
- ¡Qué crueldad!
- Es como mejor sabe. Luego debe
servirse tibia y acompañarse
con una salsa mahonesa suave, salsa rosa o,
simplemente,
aceite de oliva, según las
preferencias.
El lamento del violín los envuelve, el
violinista zíngaro
rasga el aire con las chardash de Monti
mientras se acerca a
ellos. El esperma de la vela se derrama por
las rojas
paredes, dejando un verrugoso reguero que
alcanza el mantel,
se ha roto la compuerta del reborde y ya
otro río de cera
líquida sigue al primero, ella lo interrumpe
con su dedo que
se cubre de una delgada capa.
- ¡Qué lugar maravilloso, cariño! ¡Me
haces tan feliz! Pero no
puedo continuar así, tienes que definirte y
elegir.
- ¿No crees que ya he elegido?
- No se enoje, Santidad, pero tiene que
darme una pista de lo
que busco. Hasta donde he entendido tengo
que traducir del
arameo un antiquísimo libro, una
Apocalipsis, parece, y en
tanto que lo traduzco debo ver si encuentro
entre el texto
algo que se aparta de éste, es decir, un
documento disimulado
entre la Apocalipsis.
¿Es eso?
- No lo sé, Alexandra, quizá lo que se
esconda entre la
escritura de la Apocalipsis sean las
indicaciones para hallar
el sitio que esconde lo que buscamos.
- ¿Y qué es lo que buscamos?
- Una carta de Jesucristo.
- ¿Cómo?
- ¿No me has entendido? Creo haber
hablado alto y claro.
- Sí, sí, Santidad, lo he comprendido,
sólo que me ha
impresionado su respuesta.
- No he podido sonsacarle nada.
- Es vital que lo hagas, Carlo, hay
mucho dinero en juego;
además, ya sabes que si conseguimos lo que
se nos pide,
pasarás de ser director de sucursal a
director regional con
una importante prima en acciones y en
efectivo, colocadas en
una cuenta numerada en la casa central en
Zurich de la misma
banca Chigui.
- Por ahora no ha soltado prenda, pero
hay que darle un poco
de tiempo, todavía no ha comenzado con el
trabajo.
- Se te va a dar un margen de tiempo,
pero más vale no poner
nerviosos a los jefazos.
- Lorenzo, ésta es Alexandra, debéis
poneros a trabajar de
inmediato. El mes próximo inicio mi viaje
por Palestina, y a
mi regreso desearía tener algún
resultado.
- ¿Dónde y cuándo comenzamos?
- Mañana mismo, en el sector privado de
la biblioteca.
- ¿De qué ayudas puedo disponer?
- De todo cuanto necesites,
amplificación, fotografía,
proyectores, fotocopiadoras, luz negra,
rayos X, textos de
época…, y lo que no tengamos, lo
conseguimos.
- Comandante.
- ¿Cabo?
- Un mensaje del Santo Padre, desea que
vaya a verlo a los
jardines del palacio episcopal.
- ¿En los jardines?
- Sí, mi comandante.
- ¿A qué hora?
- Ya mismo, mi comandante.
- ¿Alois?
- Sí, Santidad.
- Deja que me coja de tu brazo y
caminemos, si es que puedes
seguir mi marcha.
- Haré lo que pueda, Santidad.
- Quiero confiarte una misión muy
importante.
- A vuestras órdenes. ¿Puedo
preguntaros algo?
- Pregunta.
- ¿Por qué en los jardines?
- Es una tradición que deberías
conocer: las paredes del
Vaticano tienen oídos.
El comandante de la guardia suiza, Alois
Esterman (“), esbozó
una sonrisa y casi imperceptiblemente, como
si estuviese
haciendo un ejercicio de estiramiento de
cuello, recorrió con
la vista cada balcón y terraza que asomaba
al jardín, así
como balaustradas de: (“) El comandante
Alois Esterman murió
asesinado en las extrañas circunstancias,
que luego se
detallarán, en mayo de 1998, es decir, dos
años antes; nos
permitiremos este anacronismo para mejor
servir a los
intereses de la trama de esta ficción.
escalinatas y árboles alejados, y luego dijo
en voz muy baja
y con la boca dirigida a su propio
hombro:
- Santidad, para escuchar las
conversaciones a cielo abierto
están los micrófonos direccionales.
- Lo sé, Alois, pero sería demasiado
ostensible, y creo que
tus hombres se apercibirían de algo así;
además, ya resulta
bastante difícil y requiere de paciencia
entenderme a unos
pocos centímetros. La misión que voy a
encomendarte roza la
ilegalidad, pues tendrás que realizarla en
buena parte fuera
de los límites del Vaticano y no afectado a
mi persona, es
decir, fuera de tu jurisdicción.
- Nada de lo que su Santidad disponga
es ilegal.
Juan Pablo II lo miró de soslayo, pronunció
algunas palabras
ininteligibles mientras meneaba la cabeza y
luego prosiguió:
- Hay una joven, llamada Alexandra
della Rovere, que comenzará
mañana a realizar unos trabajos en la
sección de documentos
secretos por encargo expreso mío.
Encontrarás todos sus datos
en los archivos de seguridad, ya que es
personal contratado
por el Vaticano a tiempo parcial por la
biblioteca, sección
de documentos antiguos y lenguas muertas.
Debes convertirte
en su sombra sin que ella ni nadie,
absolutamente nadie, lo
sepa; eso incluye a mi secretario, el jefe
de protocolo y el
portavoz; ni siquiera fray Lorenzo, con
quien trabajará, debe
saber que es vigilada.
También cuidarás de él. Tendrás que estar al
tanto de todos
los movimientos de la señorita Della Rovere,
dónde va, quién
la visita y con quién habla por
teléfono.
- ¿Quiere que pinche su teléfono?
- Yo estoy ya muy viejo para entender
vuestro lenguaje, no sé
de qué me hablas, sólo quiero que hagas lo
que te he dicho y,
además de vigilarla, cuídala.
- ¿Cómo?
- Sí, que la cuides, su vida es muy
valiosa y corre grave
peligro, ella y probablemente su
familia.
¡Ah! Casi lo olvido, quiero también que
encargues a alguno de
tus hombres de máxima confianza que viaje a
Milán y visite la
biblioteca Ambrosiana y saque copias de
todos los documentos
que hagan referencia al papa Alejandro VI o
a los 27 años en
los que se desempeñó como vicecanciller de
la Iglesia; cuando
los tengas en tu poder, les darás traslado a
fray Lorenzo.
- Necesitaré disponer de algunos
hombres.
- ¿Cuántos?
- Al menos cuatro.
- Escógelos entre los más fieles y
discretos, en la medida de
lo posible deben ser insobornables.
Hola, soy yo, el espejo parlanchín. Hace
rato que no te
interrumpo con intromisiones directas,
dejando que te metas
en la historia por boca de sus personajes
sin meter yo el
cazo. He hecho un “break” para que te
relajes un poco
mientras te digo algo sobre la guardia
suiza, tan colorida,
tan brillante y, como verás, efectiva, no
tanto como lo fue
en sus buenos tiempos, no en los de mi papa,
pues ya habrás
ido viendo que a él le iban otra clase de
guerras y no era la
alabarda su arma favorita sino la lanza; no
es que no tuviera
su ejército, que lo tenía, y no eran poca
cosa los ejércitos
pontificios, a cuyo frente estuvo su hijo
César, pero la
guardia suiza fue creada en 1505 por su
sucesor y enemigo
inveterado Giuliano della Rovere -Julio II-,
que quiso tener
su propia guardia pretoriana y quiso también
que fueran sus
números los más aguerridos y fieles soldados
mercenarios de
la época, que, fíjate por dónde, eran los
suizos, entre queso
y queso, de modo que hasta el día de hoy
esta pequeña fuerza
sólo puede estar formada por hombres de esa
nacionalidad.
Julio II, que no quiso ser menos que mi papa
en figuración,
se dijo: “Mi guarnición -lo cortés no quita
lo valiente-, a
más de fieros tienen que dar el cante por su
elegancia”, y
como en esos tiempos no se hablaba todavía
de Versace, le
encargó el diseño del vestuario de su
guardia nada menos que
a Michel Angelo Buonarotti -Miguel Ángel-.
¡Ahí es nada!
¡Jódete, patrón, saca pan y vino, chorizo y
jamón! Y tuvo
tanto éxito la vistosidad y el colorido de
los uniformes en
las pasarelas, que hasta hoy no lo han
cambiado.
Todos estos cotilleos vienen a cuento, pues
el tal Julio II
tiene algo que decir en nuestra historia, y
la guardia suiza
será la encargada de velar por nuestra
protagonista; no voy a
decirte ahora si tuvieron éxito en ello, eso
le quitaría
interés al asunto y podrías dejarme colgado
luego de haber
recorrido juntos tantas páginas.
Un último dato: la guardia suiza cuenta en
la actualidad con
110 hombres y seis oficiales, un capellán,
23 suboficiales,
70 alabarderos y dos tambores, no muchos,
suficientes para
decorar pasillos y desfiles y… un pequeño
grupo para hacer
servicios especiales, eso sí, sin uniformes
de mangas
acuchilladas, ni alabardas ni brillantes
corazas y cascos de
pulido acero.
Milán, Biblioteca Ambrosiana, finales del
siglo XX
El joven rubio de pelo corto y gafas con
gruesa montura de
carey, que vestía unos pantalones cortos de
ésos de mil
bolsillos con camisa verde oliva del mismo
estilo, se detuvo
ante las escalinatas de mármol del
impresionante edificio
renacentista y miró a lo alto, frunciendo la
nariz y los ojos
para evitar el exceso de luz de un radiante
sol de verano que
asomaba justo por encima del frontispicio de
la biblioteca
Ambrosiana.
- ¿Puedo ayudarte?
- Sí, supongo que podrás hacerlo. Busco
alguna documentación,
fundamentalmente correspondencia de la época
que va desde el
papado de Calixto III hasta el de Julio II
incluido.
- Son muchos años. ¿Qué es exactamente
lo que buscas?
- Estoy haciendo una tesis sobre la
influencia de los Borgia
en las cortes europeas de su tiempo; no creo
que haya mucho
de ese material aquí. ¿Tú crees que debería
haber comenzado
por la biblioteca vaticana?
- ¡Ya quisieran! ¿Sabes que esta
biblioteca contiene más de
850.000 libros impresos, 2.100 incunables y,
asómbrate,
35.000 manuscritos, entre los que buscar la
documentación que
te interesa?
Ven, te acompañaré hasta la sala de los
ordenadores; allí
debes comenzar la búsqueda. ¿Cómo te
llamas?
- Cédric.
- ¿De dónde eres?
- Alemán.
- Hablas muy bien italiano, aunque con
mucho acento.
- Mi madre es italiana.
- Salgo a las seis, ¿te apetece que
cenemos juntos?
- Pronto, ¿comandante Esterman?
- ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- ¿Has encontrado algo?
- Hay una enormidad de material para
examinar, esto me puede
llevar varios días.
- Bueno, ni bien encuentres algo
significativo, lo fotocopias
y me lo envías por fax.
- Comandante.
- ¿Sí, Cédric?
- Hay una bibliotecaria joven muy
dispuesta a colaborar, y me
ha invitado a cenar esta noche, ¿debo
aceptar?
- Sí, desde luego, puede ser útil en la
búsqueda, trata de
sonsacarle si conoce a Simonetta Chigui, es
restauradora y
paleógrafa y pertenece a la familia de los
banqueros, forma
parte también del consejo de administración
de la fundación
de la biblioteca. Averigua si en el último
año ha retirado
algún documento que pueda tener relación con
nuestra
búsqueda, ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- ¿Es guapa la muchacha?
- No está mal, mi comandante.
- ¡”Achtung”!
Roma, finales del siglo XX
- ¡Apaga ya ese jodido cigarrillo! Si
quieres matarte, al
menos, no lo hagas delante de mí, sabes que
me produce
alergia y me irrita los ojos.
Simonetta apagó la colilla contra la
superficie de cristal
del cenicero mientras con la otra mano hacía
por debajo de la
mesa el conocido signo con el dedo mayor
sobresaliendo erecto
del resto de la mano cerrada en un
puño.
- Aumenta el aire acondicionado, se
llevará los restos de
humo.
- El aire acondicionado también me da
alergia -contestó con
gesto malhumorado Agostino Chigui.
- Papá tiene razón, Simonetta, fumas
demasiado, no terminas
uno y ya das comienzo al otro.
- Tú te callas, Beto, a ti nadie te ha
dado vela en este
encierro.
- Bueno, a callar ambos.
Se impuso la voz grave de Fabio, el mayor de
los Chigui,
Simonetta lo ignora mientras examina el
circulito que se
agranda en la malla de sus medias negras
caladas, carrera en
puerta, coge los hilos separados y trata de
anudarlos para
evitar que el estropicio se propague.
- ¿Alguna novedad?
- He localizado una carta de un
banquero judío veneciano que
ofrecía una verdadera fortuna a Julio II a
cambio del
documento. No he podido hallar ni trazas de
contestación a
esa carta ni mención alguna durante el
papado de Giuliano
della Rovere, esto es una prueba concluyente
de que el
documento existía, ya que en la carta se
mencionan las mismas
circunstancias que nos han llegado por medio
de la historia
familiar, desde ese tatara tatara que se
llamaba como tú,
papá.
- ¿Qué has hecho con la carta,
Simonetta?
- La he retirado y la he llevado a la
sección de restauración,
a mi propio gabinete; allí está
segura.
- Hay que traerla y llevarla a la caja
de seguridad de la
central de Zurich.
- Beto, ¿cómo van tus
indagaciones?
- Resulta que el amiguete de la
paleógrafa es director de una
de nuestras agencias, de modo que ya le he
puesto la miel en
la boca, pero la chica, por ahora, o no ha
descubierto nada o
no suelta prenda.
- Ya ves lo que pasa con los familiares
advenedizos, hoy
están, mañana un divorcio o una amiguita, o
amiguito… -
terció Fabio mirando a Simonetta.
- Los secretos de familia nacen y
mueren en la familia, y en
la familia no se entra, se nace -sentenció
Agostino Chigui.
- Resumiendo -volvió a intervenir
Fabio-, estamos igual que
hace veinte años, parece que el papa
Luciani, antes de morir,
alcanzó a comunicarle algo a Wojtyla, y éste
pareció
interesarse en la búsqueda del documento,
pero luego, los dos
tiros que le metió el turco al polaco lo
mantuvieron quieto
hasta ahora.
- No estuvo mal, consiguió que la cosa
estuviera quieta
durante estos años.
- Sí, pero los documentos siguen
intactos y su valor se ha
multiplicado por mil.
- Puta casualidad -intervino
Simonetta-, resulta que la niñata
que está metiendo las narices en el asunto
es descendiente en
línea directa del papa Giuliano della
Rovere, Julio II.
- Tenemos a los Chigui y a los Della
Rovere, disputas entre
familias, natural, estamos en Italia, ¿o no?
-añadió Beto.
Roma, finales del siglo XX
El “scriptorium” privado del papa había sido
invadido por una
gran mesa, formada por un tablero de
conglomerado de dos
pulgadas de espesor y cuatro metros de largo
por dos de
ancho, montado sobre unos caballetes; en su
superficie se
amontonaban ordenadores, lupas, lámparas de
luz ultravioleta
y multitud de hojas de fotocopias con
anotaciones y esquemas.
Alexandra se inclina sobre la mesa hasta
casi acostarse en
ella, está ordenando varias hojas de modo
que coincidan
algunos párrafos, mientras fray Lorenzo
consulta
equivalencias semánticas entre arameo y
hebreo.
- ¡Aquí, aquí, hay algo!
Da un salto fray Lorenzo y pisa unas hojas
en el suelo, cae
aparatosamente de espaldas.
- ¡Fray Lorenzo! ¡Fray Lorenzo!
Corre Alexandra, tropieza Alexandra y cae
sobre el fraile,
respira con dificultad el jesuita, se lleva
una mano al
pecho.
- ¿Le pasa algo? ¡Ay, Dios mío! No se
muera, fray Lorenzo -le
cachetea las mejillas Alexandra.
- Deja que me levante. Bueno, ayúdame,
me has dado un susto de
muerte. ¿A qué viene tanto grito?
- Mire, fray Lorenzo, en esta fotocopia
del capítulo segundo
del libro primero, siguiendo la pauta
establecida, hago las
fotocopias aumentadas y voy traduciendo
entre líneas y he
encontrado unos trazos muy suaves
entrelineados.
- ¿A ver? Sí, ya los distingo, pero no
recuerdo haberlos visto
en el original.
- Es que no se ven en el original,
deben de estar escritos con
algún tipo de tinta invisible, y la pluma ha
dejado una suave
impronta que ha sido captada por la
fotocopiadora.
- Veámoslo con la lámpara de luz negra.
Hemos examinado con
toda la ayuda técnica el diario de Burckard
para ver debajo
de las tachaduras, pero no se nos ha
ocurrido hacerlo con la
Apocalipsis.
- Tranquilícese, padre, ¿cómo íbamos a
hacerlo si todavía
estamos haciendo la traducción definitiva de
las dos primeras
páginas? ¡Qué nervios! Veámoslo, aquí, aquí,
¿lo ve, padre?
- Sí, sí, pero… ¡demonios!
- Sí, padre, es latín.
- ¡Alabado sea Dios! ¡Por fin tenemos
algo!
- El 18 de mayo, su Santidad cumple 80
años, tenemos casi dos
meses para darle un buen regalo de
cumpleaños.
Roma, finales del siglo XV, año 1474
Rodrigo se paseaba a grandes zancadas por el
salón del
palacio; mientras, Gabrielino, que había
tomado la costumbre
de imitarlo en todos los gestos, lo seguía
dando cuatro pasos
por cada dos del cardenal. Francisco, en un
rincón, rezaba el
rosario sentado en una silla, cumplida la
misión de alejar de
Roma en “misión oficial” a Domenico
d.Arignano, el
funcionario del Vaticano al que el cardenal
Rodrigo Borgia
había endosado el incómodo -o cómodo, según
se mire- papel de
marido oficial de Vannozza Cattanei, la
bella mantuana que el
mismo Francisco había oteado para su primo
entre las bellas,
durante el tiempo que el cardenal gastaba
desplegando sus
dotes políticas en España para conseguir la
aceptación de
Isabel como reina de Castilla por encima de
los derechos
sucesorios de su sobrina Juana, la hija de
su hermano
Enrique.
Vannozza había sido la mejor pieza que
Francisco había
cobrado entre los cotos de caza públicos y
privados en los
que se movía en busca de satisfacer la
lujuria de su admirado
Rodrigo. Sumaba Vannozza a su belleza serena
y delicada una
pasión amatoria que llegaba a saciar por
completo los
insaciables apetitos del cardenal. La pasión
que despertaba
en Rodrigo era poco usual, ya que la bella
había dejado atrás
la juventud y pasaba los treinta años; no
obstante, bastaba
una palabra, una media sonrisa o el roce de
su mano para que
se encendiera el deseo de Rodrigo.
Entre la tensión ocupada por el paseo del
salón, surge un
grito desgarrado seguido del llanto de un
recién nacido.
- ¡Soy padre! ¡Soy padre!
- Sí, padre, sí, padre, el padre Borgia
es dos veces padre -le
parodia Gabrielino. Vuela Gabrielino por los
aires
catapultado por los fuertes brazos del
cardenal, que lo
recoge en el aire, ya lo deja en el suelo y
sube los
escalones de tres en tres, irrumpiendo en la
cámara. Sonríe
sudorosa y bella como una “madonna”
Vannozza, la matrona
sostiene al niño y se lo ofrece:
- Vuestro hijo, eminencia.
Lo coge el cardenal entre sus manos, mira el
rostro del
pequeño, que ya nace con el ceño fruncido y
los puños
apretados como en actitud de pelea, ríe
Rodrigo y lo alza
extendiendo los brazos, mirándolo desde
abajo.
- ¡Mira, Vannozza, parece que ya quiere
comerse el mundo! Lo
llamaremos César, y sin duda que llegará a
papa después de su
padre.
Francisco, presente siempre al lado de su
primo en los
momentos importantes, participa sinceramente
de la alegría
del cardenal.
- ¡Un Borgia más! Nos vamos a comer
Roma.
- Francisco, es el comienzo de lo que
ha de ser la gran
familia Borgia; a ver, hombre, si te buscas
tú también una
buena hembra que a más de calentar tu cama
contribuya a hacer
más numerosa la familia.
- A mí déjame en paz, ya te encargarás
tú de ello. Yo cuidaré
de tus hijos como lo hago contigo.
- Ahora que he iniciado una familia, me
he cargado de
responsabilidades, he cumplido ya 44 años,
el papa actual,
Sixto IV, es un Della Rovere, aunque se
llame Francisco,
igual que tú, primo.
Creo que es hora de que intentemos llegar
hasta el escondrijo
de la carta.
- Monseñor, recibid mis más cálidas
felicitaciones, la buena
nueva que recorre Roma es el nacimiento del
primogénito de su
dignidad, yo me sumo al deseo de la ciudad
toda de que crezca
en salud y sea digna rama del tronco del que
sale.
- Agradezco tus deseos y, sabedor de tu
impaciencia por
satisfacer de algún modo la deuda de
gratitud que te obliga
para conmigo, te recuerdo que la Apocalipsis
está a buen
recaudo, y su Santidad Sixto IV no desea
otra cosa que
mantenerla oculta dejándose aconsejar por su
vicecanciller.
- Sois evidentemente, monseñor,
insustituible en el cargo, ya
que cuatro papas no han pensado siquiera en
otro sino en vos
para tan importante función, incluso, para
maravilla del
pueblo romano, un Della Rovere, cuando deja
su nombre para
ser Sixto IV, hace su primera elección
confirmando a monseñor
como “vicecancellarium”.
- Amigo mío, la “donna” Vannozza vería
con mucho agrado que
alguien le obsequiara una discreta posada,
situada a no más
de 20 estadios del Vaticano y cuyo nombre es
La Cuádriga, es
un negocio que una dama puede administrar
fácilmente.
- Monseñor, os lo ruego, no permitáis
que nadie se me adelante
y me prive del placer de ser yo quien dé la
sorpresa a la
“donna” Vannozza.
- Quedad tranquilo, Agostino, que a
nadie participaré de este
deseo.
Abandona el palacio episcopal Agostino
Chigui, el hijo del
cardenal le va a costar algunos ducados, mas
están bien
empleados y, si bien no deja de sentirse
cogido de sus partes
íntimas por aquel reconocimiento de deuda
que el cardenal
guarda celosamente, desde que cerraron aquel
trato los
negocios de la banca Chigui en Roma se ha
multiplicado, y por
sus manos pasan todas las transacciones
económicas del
Vaticano.
A la luz mortecina de la lámpara, Rodrigo
recorría con paso
seguro el estrecho pasadizo que, a semejanza
de la galería de
un gusano, recorría las entrañas del palacio
episcopal.
Abstraído, olvidó bajar la cabeza al doblar
el recodo tras el
cual se iniciaba un suave descenso
disminuyendo la altura,
ahogó una imprecación y se llevó la mano a
la frente, la
retiró manchada de sangre. Sólo unas pocas
veces había
recorrido ese camino en los últimos años,
una tras la
elección de cada uno de los tres papas, y en
otra ocasión en
que a Burckard le dio un delirio místico
mascullando que se
acercaba el momento en que se revelaría el
misterio. Evitaba
frecuentar el gabinete secreto temeroso de
que el “magister”
lo descubriese, pues estaba seguro de que el
jodido alemán
sabía de la existencia del documento,
incluso sospechaba que
conocía algo del reconocimiento de deuda de
Chigui y que
estaba familiarizado tan bien como él, o
incluso mejor, con
todos los laberintos y recintos secretos que
cribaban el
Vaticano. En esta ocasión había sido la
obsequiosidad
meliflua de Agostino la que lo había
inducido a controlar que
sus secretos seguían siéndolo y estaban a
buen recaudo.
Incomprensiblemente, todavía no conocía el
contenido del
papiro después de tantos años, pero cada vez
que lo había
tenido en sus manos dispuesto a sacarlo del
escondrijo para
llevarlo a traducir, una extraña sensación
-por otro lado,
desconocida para él- lo impulsaba a dejarlo
nuevamente en su
nicho; no sabía a qué atribuirlo, pese a sus
investiduras y
su carácter de dignatario de la Iglesia era
absolutamente
escéptico con respecto a los temas
religiosos, y los dogmas
no eran otra cosa que herramientas de
trabajo que había que
saber manejar muy bien para sacar del
negocio el máximo
rendimiento y poder regalar a su cuerpo con
todos los
placeres; cuanto más dinero, más placeres,
el dinero en sí
mismo era la llave del mayor de los
placeres, el poder, pero
ese documento tenía algo que lo atemorizaba,
le parecía
incluso que cuando lo tenía mucho tiempo en
las manos, le
quemaba. Se decía a sí mismo que el papiro
esperaba que
llegase a traducirlo la persona indicada,
que no era otro que
Adonías Franco ben Jehudá, y todavía no
había podido
contactar con el hebreo.
Llegó al pasadizo en el que se abría la
puerta que comunicaba
con el cuarto secreto de la biblioteca, al
que se accedía por
la pared frontera al “scriptorium” privado
del papa, traspuso
la puerta y dio lumbre con la lámpara que
llevaba a la
linterna que iluminaba el tabuco. Era un
hombre valiente
capaz de echarle cara a cualquier situación,
pero no podía
evitar que un cosquilleo le recorriese el
cuerpo cuando se
movía en el silencio de la noche por esos
corredores de
paredes desnudas que parecían querer
atraparlo;
ocasionalmente, una corriente de aire frío
lo alcanzaba por
la nuca y él aceleraba el paso con la
absurda sensación
infantil de que el demonio iba tras suyo,
casi sin darse
cuenta acababa corriendo y cuando por fin
llegaba a la
seguridad del cuarto, cerraba la puerta tras
su espalda,
rezando “pater noster”…
Acciona el resorte y busca con la mano
sacando de las
profundidades una vitela atada con una cinta
púrpura,
murmurando: ¡Aquí te tengo, Chigui! Deposita
la vitela en la
mesa y busca nuevamente en el compartimento
secreto, el
corazón parece detenerse, no está, se dice,
el pánico lo
domina, se alza sobre la punta de los
zapatos, busca
desesperadamente arrastrando la mano por el
fondo y allí,
como escondido en el ángulo diedro entre
pared y fondo, está
el papiro.
Algo lo aferra por la espalda y lo arrastra,
cierra la mano
sobre el pergamino y desaparece la fuerza
que tira de él, un
sudor frío le cubre la frente, respira hondo
tratando de
superar la agitación que mueve el fuelle de
sus pulmones y se
calma el batir del corazón dentro del
pecho.
- Te digo, Francisco, que si el Demonio
existe está cuidando
el pergamino ése “del collons”.
- No digas eso, que me da
repelús.
- Si tengo que volver allí, lo haré por
la puerta principal y
de día.
- Tendrás que pasar por los aposentos
papales.
- Soy el vicecanciller.
- Sí, pero la llave la tiene el
papa.
- ¿Tú crees que Sixto sabe algo de todo
esto?
- Con seguridad que ignora la
existencia del compartimento
secreto.
- ¿No crees que ha sido arriesgado
esconder en una dependencia
reservada al papa el reconocimiento de deuda
de Chigui?
- Si cayésemos en desgracia, lo primero
que arrasarían sería
mi palacio, el de Vannozza y el tuyo propio,
recuerda lo que
sucedió a la muerte de tu padre, Calixto
III, tuvimos que
huir abandonando todo, y mi pobre hermano,
pese a dejarles
todos sus bienes, fue asesinado en la barca
que lo llevaba a
Ostia. Si en un lugar está seguro nuestro
aval, es en los
aposentos papales; de todos modos, no te
preocupes, que yo
seré el próximo papa y me encargaré de que
tú seas cardenal.
No sé, igual a ti no te interesa el
chismorreo, pero a mí el
comadrear es algo que me chifla, y resulta
que mi amo y señor
- hubo muchos otros, pero en mi corazón
de cristal sólo uno-
no volverá a tener relación con la intriga
de la Apocalipsis
hasta diez años después, con la elección del
próximo papa,
pues se equivocó en sus afirmaciones a
Francisco cuando le
dijo que sería el siguiente: tuvo que
esperar ocho años más,
ya que la gloria visitó antes al cardenal
Giovanni Battista
Cibo, que “papeó”, vale decir, fue papa con
el nombre de
Inocencio VIII, y no puedo dejar de soplarte
en el oído
algunos jugosos chismes de la vida privada
de Rodrigo, ya que
para suplir la carencia de “paparazzis” en
el alegre
Renacimiento, Dios ha querido que haya un
espejo parlante.
Ya, ya, algo de pisto me estoy dando, casi
todo lo que te
cuento está reflejado en documentos
guardados en los archivos
secretos del Vaticano, pero no todo el mundo
puede ir a meter
el hocico en esos archivos. A lo que íbamos,
que la Vannozza
dio al cardenal garañón y cojudo cuatro
hijos (antes y
después tuvo más, pero con otras). César,
como hemos visto
más arriba, fue el primogénito (con
Vannozza), y no hay dudas
de la fecha de su nacimiento, pues el mismo
padre ni bien se
ciñó la tiara le entregó la silla episcopal
de Valencia,
dejando reflejado en el documento la edad de
18 años; así
rezaba el latinajo: “Ad praesens in decimo
octavo nel circa
tuae aetatis anno constitutus”.
También deja constancia de ello nuestro
amigo Burckard en su
famoso diario un año antes, cuando el joven
César tenía sólo
17 años y papi, todavía cardenal, consiguió
que Inocencio
VIII le concediera la diócesis de Pamplona;
así lo cuenta el
“magister”, dejando además constancia de que
era su hijo:
“Praefati cardenalis vicecancellarii filius
era in XVII sue
etatis anno constitutus”. Los otros hijos
que la Vannozza le
dio fueron Juan, Lucrecia y Vilfredo; de
Juan y Lucrecia
hablaremos luego, ya que tienen su papel en
esta historia. De
algunos de los otros nos han llegado los
nombres: Jerónima,
Isabel y Pedro, Luis, Laura y un misterioso
infante romano
del que quizá hablaremos más tarde. Esta
abundancia de hijos,
que siempre reconoció como propios y cuidó
-cosa que habla
mucho a su favor-, no sabría decirte bien si
fue debida al
fervor cristiano por poblar la tierra o a
que entonces no se
había inventado el condón, y el “coitus
interruptus”, a más
de repetir el pecado de Onán, dejando caer
su simiente en la
tierra para no propiciar la estirpe de su
fallecido hermano
en su cuñada Tamar, dejaba sensación de
frustración y dolor
de testículos.
Roma, finales del siglo XX
- Escuche la cinta, mi
comandante.
Ruido de cinta grabando el silencio, ruido
de puerta que se
abre, ruido de pasos en la tarima que cruje,
ruidos sin
identificar, ruidos de algo que raspa,
pequeña campana o
timbre que suena, una voz masculina: ¡Hecho!
Otra voz: “Voy a
probarlo con el móvil”.
Musiquilla secuencial de marcado, un timbre
de un teléfono
sonando, alguien que descuelga: “Hola, ¿se
oye bien?” Cuelga,
sonido de llamada al móvil: “¿Sí? Okay nos
vamos”. Puerta que
se cierra, silencio.
- ¡Por todos los santos! Están
manipulando el teléfono que
nosotros hemos pinchado.
- Parece que tenemos competencia.
- Hay que establecer tres turnos de
vigilancia.
- Vamos a necesitar algunos hombres
más.
- ¿Cuántos?
- Al menos dos.
- Fíjese, padre Lorenzo, además de las
anotaciones en latín
hay un subrayado en algunos párrafos.
¿Qué querrán significar?
- Veamos, vamos a anotar en una hoja
las estrofas de la
Apocalipsis subrayadas y en otra la
traducción del texto en
latín.
“El ángel que había sido enviado hacia mí y
que se llamaba
Uriel me respondió: “He sido enviado para
mostrarte tres
caminos y proponerte tres parábolas. Si me
explicas una de
ellas te revelaré la vía que deseas conocer
y te enseñaré por
qué este corazón es malo”. “Habla, señor, le
dije. Él
respondió: “Ve a pesar el fuego con una
balanza, a medir el
viento con una medida o, si no, vuelve a
llamar a mí el día
que ya ha pasado. Si te preguntara ¿cuántas
moradas hay?, tú
que eres corruptible no puedes conocer la
vía de aquel que
escapa a la corrupción”.
- Ésta es la traducción de las estrofas
de la Apocalipsis que
se han subrayado, pero fíjese, padre, en
estas anotaciones al
margen a la altura de las estrofas
subrayadas: “Veritas
emergit lumen infra corruptio”, que,
traducido, viene a
decir: la verdad saldrá a la luz bajo la
corrupción.
- Aquí hay otra inscripción
marginal.
“Jesus Crhistus verbum subesse Apocalypsis
apocryphus.” -¡La
palabra de Jesús está bajo la Apocalipsis
apócrifa!
- exclamaron a dúo el padre Lorenzo y
Alexandra.
- ¿Qué puede significar todo este
embrollo? -se preguntó
Alexandra en voz alta.
- Debe de ser sin duda la clave para
hallar un documento por
el que hay cierta gente interesada en que no
aparezca -
contestó casi sin apercibirse de ello el
padre Lorenzo-.
Mira, hija, debo decirte algo, pues esto
debemos dilucidarlo
entre ambos y no puedo ocultarte
información. Hay algunas
pistas que parecen coincidir con este asunto
y han sido
dejadas por otra persona en otro
documento.
- Dígame, fray Lorenzo.
- No sé si habrás oído hablar del
diario de Burckard.
- No, no sé de qué va.
- Se trata de un canónigo alemán que
ejerció el cargo de
maestro de ceremonias a lo largo de más de
veinte años
durante varios papados, entre los que se
encontraban dos
antepasados tuyos, de la familia Della
Rovere, Inocencio VIII
y Julio II, y entre ambos, Alejandro VI, el
Borgia. ¿Me
sigues?
Alexandra, sentada en un taburete alto, los
codos apoyados en
el tablero que hacía de mesa y la cara
descansada entre las
palmas abiertas de las manos, asentía con la
cabeza
escuchando con interés las explicaciones del
anciano
sacerdote español.
- Sí, padre, pero todavía no encuentro
la relación.
- Para resumírtelo, te diré que este
hombre llevó un diario
íntimo en el que anotaba cada acontecimiento
o hecho que
sucedía en torno a los pontífices por banal
que fuese; pues
bien, unas anotaciones aparecidas durante el
papado de
Alejandro VI hacen suponer que todo este
asunto se inicia
durante esa etapa, y a la vista de tu
reciente
descubrimiento, la coincidencia es más
notoria.
- ¿Podría ver esas anotaciones?
- Sí, te voy a enseñar las fotografías
obtenidas de lo que
subyace bajo unas raspaduras que han sido
estudiadas con
rayos X.
Fray Lorenzo rebuscó entre un cúmulo de
papeles que tenía
apilados en una estantería hasta hallar lo
que buscaba.
- Aquí está, mira.
“Papae corruptio abscondere oscuridad et
lumen”.
- El papa corrupto esconde la oscuridad
y la luz -tradujo
Alexandra.
- Ahora compárala con la que tú has
encontrado escrita con
tinta invisible en la Apocalipsis de
Esdras.
“Veritas emergit lumen infra
corruptio”.
- La verdad saldrá a la luz bajo la
corrupción, que puede
también interpretarse como oscuridad.
Estas frases parecen tener conexión entre
sí.
- Claro, los escritos en la Apocalipsis
de Esdras parecen ser
hechos por Alejandro VI, y el comentario de
Burckard debe de
referirse a ello. La pregunta que surge
ahora es ¿quién
intentó ocultar con tachaduras de tinta este
comentario?
- El asunto se hace cada vez más
complicado. Voy a tomar nota
de estas frases y las voy a estudiar en casa
con
detenimiento, pues quiero revisar la
traducción del arameo de
las parábolas de la Apocalipsis y
compararlas con unas citas
que me han llamado la atención en unos
rollos de Qumran que
estoy traduciendo y creo que pueden tener
alguna relación.
- ¿Qué relación pueden tener los
manuscritos del mar Muerto
con el siglo XV?
- Fray Lorenzo, si tengo que tratar de
descubrir algo no me
tome por tonta; la Apocalipsis de Esdras
data precisamente de
esa época y, por si no lo sabe, le diré que
su Santidad me
confió que el documento que buscamos podría
ser una carta de
Jesucristo.
- Comandante Esterman.
- ¿Sí, cabo?
- Creo que he encontrado algo
interesante, se trata del
documento que la tal Simonetta Chigui retiró
de la colección
de la biblioteca y trasladó a la sección de
restauración, de
la que ella misma es directora. Con la
inestimable ayuda de
Tina, la bibliotecaria, he logrado hacerme
con unas
fotografías del documento original en latín
y de la
traducción que la dicha Simonetta ha tenido
la amabilidad de
hacer.
- Bravo, cabo, regrese inmediatamente a
Roma y véame en cuanto
llegue.
- Cariño, ya le he dicho que quiero el
divorcio.
- ¿Qué te ha contestado? -pregunta
ansiosa.
- En un principio montó una escena, ya
sabes que está al tanto
de lo nuestro, pero finalmente entró en
razón. Ya verás que
estas próximas navidades las pasaremos
juntos.
- Lo mismo dijiste hace un año.
- Esta vez va en serio, te he llamado
hasta cansarme a tu casa
y nunca estás ni dejas mensajes en el
contestador.
- Ya sabes, esto del Vaticano me
absorbe todo el día.
- ¿No vas a contarme nada? Me tienes en
ascuas.
- Me han pedido que lo mantenga en el
más absoluto secreto.
- ¿Y qué pasa? ¿Es que yo voy a ir
pregonando a todo el mundo
lo que me cuentas?
- No es eso.
- Ya, yo divorciándome de mi mujer y tú
con secretos, que por
otro lado me importan un bledo; lo que me
jode es la falta de
confianza, el hecho de que ya empecemos
desconfiando el uno
del otro.
- No seas tonto, no hagas de un hilo
una cuerda; además, son
temas de religión que a ti nunca te han
preocupado.
- Mira, ¿sabes qué te digo?
Que te guardes tus secretos donde quieras
que yo haré otro
tanto.
Alexandra le cogió la mano por sobre la mesa
y se la acarició
con ternura, mientras sus ojos,
exageradamente maquillados,
lo acariciaban con la mirada.
- ¡Cómo no iba a confiar en ti!
Si tú también me fallases ya no podría
volver a hacerlo en
nadie.
En el salón del lujoso chalé, domicilio de
Agostino Chigui,
se hallaban reunidos Simonetta y los dos
varones, Fabio y
Beto, ella enfundada en una apretada y
cortísima minifalda de
cuero gris perla, blusa de malla plateada,
que dejaba
adivinar unos magníficos y provocativos
pechos que hacían
honor a los millones de liras pagadas al
cirujano plástico,
una chaqueta del mismo material y color que
la falda y las
larguísimas y bien torneadas piernas
rodeadas de unas medias
negras caladas que finalizaban en unos
delicados pies,
guardados en unas sandalias de charol gris
plata con tacones
de vértigo; el conjunto la hacía sentir
satisfecha con sus 44
años, fumaba un cigarrillo que alternaba con
un vaso de
whisky sin hielo ni agua.
- ¡Joder, Simonetta, parece que lo
haces adrede! Ya sabes que
papá odia que fumes, y menos en su
salón.
- Mejor te callas, Beto, a ver qué le
parecerán a papá las
rayas de coca que te esnifas un día sí y
otro también.
- Cerrad el pico, que viene papá.
-Interviene Fabio. Simonetta
busca afanosamente un cenicero con la vista,
naturalmente no
lo encuentra, apaga el cigarrillo en el
whisky y tira la
colilla en el interior de un valioso jarrón
esmaltado de
cristal de Murano del siglo XVI. Agostino
Chigui besa a sus
tres hijos, Simonetta es la última, y luego
de besarla se
aleja un poco de ella para mirarla con
detenimiento, hace
como que no ha percibido el olor a tabaco y
le dice:
- ¿No podías vestirte de forma algo
menos provocadora?
- ¡Papá!, no seas anticuado.
Coge al padre del brazo, se cuelga de él y
le dice zalamera:
- Vamos a sentarnos -y, volviendo la
cabeza-. Vamos, chicos,
acercaos, que tengo importantes
nuevas.
Se sienta la familia unida alrededor de una
mesa baja de
mármol en cómodos sillones de cuero, entra
la sirvienta,
uniforme negro con delantal blanco y ribete
de encaje, cofia
coronada con lo mismo:
- ¿Sirvo el café, “comendatore”?
- ”Prego”, Nina.
- ¿Cómo está tu marido,
Simonetta?
- En la consulta nunca acaba antes de
las nueve.
- ¿Y el pequeño Luigi?
- Hasta el sábado no sale del
internado. Muy bien, es muy
aplicado a los estudios, quizá
demasiado.
Entra Nina con bandeja y cafetera de plata y
primorosas tazas
de porcelana transparente con decoración en
azul Prusia y
oro. Vierte el fino chorro del oscuro
brebaje en las tazas.
- ¿Dos terroncitos de azúcar, niño
Fabio? -Fabio mira el
escote cuando ella se agacha a servir, ella
sonríe y adelanta
disimuladamente los hombros, facilitando la
visión de los
pechos.
- Bravo, Nina. Ahora que nadie nos
moleste hasta que te avise
con el timbre; no estamos para nadie, ni
siquiera al teléfono
- ordena Agostino.
- A servir, “comendatore”.
Se retira con discreto bamboleo de caderas y
dedica una
sonrisa furtiva a Fabio.
- ¿Aló mamá?
- ¡Alexandra, te has acordado de que
tienes madre! ¿Dónde te
habías metido?
- Estoy muy atareada con un trabajo
para el museo de Nueva
York, y ahora estoy realizando un encargo
para el Vaticano.
- ¿Has roto ya con ese cabrón
casado?
- Se va a divorciar.
- ¡Y un huevo! Ese hombre te está
usando.
- No empieces otra vez, mamá.
¿Ves por qué no te llamo?
- Ya veo por qué no me llamas.
Dime, pues, ¿por qué me llamas?
- Examinando un antiguo ejemplar de la
Apocalipsis de Esdras
hemos encontrado una escritura entrelíneas,
hecha con tinta
invisible, y unos versos subrayados cuyo
significado no
llegamos a comprender. He pensado que tú,
que estás metida en
todo eso del esoterismo y las sectas,
podrías echarme una
mano.
- El lunes próximo tenemos una reunión
a la que asistirá un
famoso maestro de energía; con su dirección
podremos intentar
activar el octavo chacra y se nos dará la
respuesta.
- No sé, no sé, mamá. Bueno, ya veré.
Cualquier cosa, te llamo
de nuevo. Estaré el fin de semana en casa
tratando de ver si
caso ambos escritos.
- ¿Comandante? Soy Cédric, creo que hay
novedades en la casa
del sujeto.
- Te escucho, Cédric.
- Ha llamado por teléfono a la madre y
le ha confiado los
avances de la investigación.
- ¿Ha dicho por qué?
- Parece que confía en la madre para
obtener alguna clave.
Tengo la cinta para que la escuche.
- Tened abierto el ojo y no perdáis el
contacto ni un minuto,
no olvidéis que alguien más escucha esas
conversaciones.
- Comprendido, comandante.
- ¿Cédric?
- Sí, mi comandante.
- Tenedme al tanto de cualquier
movimiento sospechoso.
- A la orden, mi comandante.
- Por fin he podido localizar un
documento que confirma la
existencia del que estamos buscando.
- ¡Bravísimo, Simonetta! Hasta ahora
sólo teníamos la
información por tradición familiar -la anima
Fabio.
- Se trata de una carta que Agostino
Vespuci dirige a
Maquiavelo.
- Supongo que la habrás traído
-pregunta Fabio.
- He traído la traducción del original
en latín, y si me
dejáis terminar sin interrupciones, os la
voy a leer.
- Adelante, comienza.
Abre parsimoniosamente el bolso, en forma de
sobre de gran
tamaño, de charol, a juego con las
sandalias, busca en su
interior, consciente de la expectación
creada, y extrae un
papel doblado en cuatro que despliega ante
sus ojos y lee:
- De Agostino Vespuci, etcétera,
etcétera. A Nicolo
Maquiavelo, etcétera. Me voy a saltar toda
la introducción y
voy a ir al grano.
“El papa mantiene continuamente su grey
ilícita, cada noche
son traídas a palacio más de 25 mujeres,
desde la hora del
Ave María hasta pasada la una de la
madrugada, convirtiendo
el palacio pontificio en un prostíbulo, de
modo que se baila
y se hace el amor. Es de particular agrado
del papa el ver
bailar a jovenzuelas, cuanto más ligeras de
ropa mejor, de
modo tal que si comienzan con alguna acaban
sin ella, él toma
parte siempre de estos jolgorios, que no
abandona por ningún
asunto. Fui una noche a visitar a su
beatitud integrándome al
grupo y tomando parte del general jolgorio,
participando,
hasta llegado el día, de los placeres
habituales de su
beatitud, en los que no falta nunca la
presencia de las
damas, sin las que actualmente en este
palacio no se celebra
fiesta alguna que pueda considerarse de
deleite. Se practican
también en estas reuniones del Vaticano los
juegos de azar,
en los que me ha tocado perder a favor de su
Santidad algunos
cientos de ducados, lo que no pude hacer con
la impasibilidad
necesaria, dejando traslucir sin duda en mi
expresión el
desagrado que me provocaba perder esa suma.
El papa, que
siempre desborda alegría en medio de estas
juergas, al notar
mi pesadumbre, me dijo entre risas que el
banquero Chigui
había perdido contra él a las patas de un
caballo, no unos
cientos de ducados sino el valor de un
ducado, haciendo
chanza con el juego de palabras.
No sé, querido Nicolo, qué puede significar
esto, pero os
digo que desde hace algún tiempo se
considera a los Chigui
incondicionales sostenedores de su
beatitud.
“No quiero daros más noticias por ahora,
pero si me
respondéis os facilitaré otras aún más
graciosas”.
- Con la venia, mi comandante, el cabo
Cédric Tornay solicita
despachar.
- Hágalo pasar, lo estaba
esperando.
- Descanse, cabo, y tome asiento, ¿un
cigarrillo?
- No gracias, mi comandante.
- Veamos, Cédric, qué es lo que ha
encontrado en la biblioteca
Ambrosiana de Milán.
- Con la inestimable ayuda de una
empleada, he podido obtener
una fotografía de un documento que la señora
Simonetta Chigui
retiró de la colección de correspondencia
epistolar de los
siglos XV y XVI, dándole traslado a la
sección de traducción.
- Veámoslo.
Coloca el cabo sobre sus rodillas un
portafolios negro de
cuero, antiguo, de los de base con fuelle,
empuja el muelle
que libera la cerradura, que se desliza bajo
el arco
metálico, levanta la solapa y separa las
divisiones
interiores; rebusca en el interior, extrae
un sobre y se lo
extiende al comandante, que lo recibe y lo
abre sacando de su
interior una hoja de papel fotográfico que
examina
atentamente con la mirada.
- Se trata de una carta dirigida a
Maquiavelo, pero mi nivel
de latín no da para tanto; de todos modos,
habrá que
llevárselo a fray Lorenzo.
Roma, finales del siglo XV, año 1484
Han pasado ya diez años, y unas cuantas
páginas, no son
muchas en verdad, en las que mis reflexiones
-por lo de
reflejar, que es lo míoparlantes no te dan
la lata, y aunque
a ti se te hayan hecho pocas por no oírme,
han sido para mí
largas por no hablarte, de modo que retomo
el relato
apologético de mi creador.
Durante los diez años en que lo hemos dejado
en paz, no ha
permanecido inactivo el cardenal Rodrigo
Borgia. Vannozza le
ha dado otros dos vástagos, Juan, que luego
fue su hijo más
querido, que nació durante un interregno de
viudez de
Vannozza y Rodrigo reconoció como suyo sin
muchas gaitas y,
para que no quedasen dudas, a los pocos
meses de ser papa, en
la bula de 19 de septiembre de 1493 con la
que le asigna el
ducado de Gandía, así lo deja escrito para
la posteridad:
“Dilectum filium nobilem virum Joannem de
Borgia ducem
Gandiae procreavimus”; y Lucrecia, que si
bien es conocida
como Borgia, llevaba en realidad el apellido
Da Crocce, que
así se llamaba Giorgio, el voluntario que le
fue asignado
como marido a Vannozza un par de meses antes
del nacimiento
de Lucrecia. Ésta llegó a ser la más
conocida de la familia
borgiana, fama que no le vino de sus obras o
influencias en
el momento que le tocó vivir, quizá debido a
que su vida
sentimental y familiar estuvo sazonada con
todos los
condimentos necesarios para elaborar un
sabroso melodrama,
inspirando, por ejemplo, al gran impulsor
del romanticismo
francés, Víctor Hugo, para componer en 1833
el drama en prosa
“Lucrecia Borgia”, al que luego puso música
Donizetti, y ya
tenemos una ópera, aunque puestos en
melodramas, a mí me
gusta más “La Traviatta”.
Para esas fechas estaba yo cumpliendo uno de
mis largos
periodos de confinamiento a oscuridad en el
desván; de no
haber sido así, podría haberle brindado al
insigne poeta,
novelista y dramaturgo francés alguna
información de primera
mano sobre la heroína; de ese modo, no
habría quizá pasado a
la historia o historieta popular como hábil
envenenadora,
manipuladora libidinosa y sometida a los
deseos incestuosos
de su padre y hermano y, posiblemente,
hubiese trascendido
algo más el retrato que de ella hace
Ludovico Ariosto en su
célebre “Orlando furioso”, cuando dice
aquellos versos:
“Qual lo stagno a l.argento, il rame
all.oro, il campestre
papavero allá rosa il palido salce al
sempreverde alloro
dipinto vetro a gemma preciosa é verso
qualque altre donne
Lucrezia Borgia Di cui d.ora in orasa La
beltá, la virtú, la
fama honesta E la fortuna crescerá non meno
Che giovin pianta
in morbido terreno”.
Es decir, como el estaño a la plata _, el
cobre al oro, _, la
silvestre amapola, a la rosa _, el pálido
sauce al siempre
verde laurel, _, el vidrio pintado a las
piedras preciosas,
_, es Lucrecia Borgia comparada a cualquier
otra mujer, _,
Lucrecia Borgia de la que hora por hora, _,
la belleza, la
virtud, la honestidad, _, y la fortuna
crecerán tanto _, como
la joven planta en terreno fértil.
¿A que es bonito? No sé, es que a mí estas
cosas poéticas y
románticas me ponen de un tierno que se me
afloja el marco.
Disculpa mis escapadas por las ramas, pero
ya nos vamos
conociendo y sabes de mi prodigalidad
verbal, que se hace
incontinencia cuando de cotorreo se trata.
Vaya, sucedía que
Rodrigo tenía una prima en segundo grado, de
nombre Adriana
Mila, que gozaba de gran ascendiente sobre
él, de modo que a
su cuidado fue confiada la educación de la
niña Lucrecia,
separándola para ello de su madre, y ya sea
por casualidad o
causalidad, hete aquí que en el mismo
invernadero crece un
bello pimpollo que, en el ir abriéndose de
sus pétalos,
exhala una cautivadora fragancia cuyas
volutas van
envolviendo al ya maduro cardenal y perenne
vicecanciller,
que no puede sino caer rendido al encanto de
la fresca
belleza juvenil cuando ya el capullo -me
refiero a la joven,
no al futuro papa- es flor. Se llamaba la
bella en cuestión
Julia Farnesio, y con el epígrafe de “la
bella” era conocida
por antonomasia en los mentideros romanos;
en fin, que la
bella y graciosa moza me lo puso a cien al
cincuentón
“vicecancellarium”, echando las bases de la
fortuna de la
familia Farnesio, enchufando al hermano de
Julia, que, mira
por donde, se llamaba Alejandro, y
otorgándole el capelo
cardenalicio ni bien se calzó la tiara,
tomando para ello el
mismo nombre; otro tanto le dio a su hijo
César y lo de Juan
ya te lo he contado. Todo ello en menos de
un año. Y fíjate
lo que se cae de las vueltas que da la vida,
el hermanito de
la “esposa de Cristo”, como mordazmente la
llamaba el pueblo
romano y a la que nuestro viejo conocido
Burckard, sin tantos
eufemismos, describe en ése su diario -que
tan útil nos está
siendo- como “concubina papae”, llegó con el
andar del tiempo
a ser el papa Paulo III, ¡toma cuñadísimo!
Debía de tener sus
virtudes Julia cuando Sanudo la describe
diciendo: “favorita
del papa, joven esposa de gran belleza,
inteligente, prudente
y de carácter dulce”.
¡No saltes la página! Ya me voy, ya hago
mutis por el foro y
te dejo con Rodrigo y sus intrigas.
En el palacio del vicecanciller de la
Iglesia pasa la hora de
maitines y la luz de las velas da vida a las
figuras que
adornan las vidrieras de los altos
ventanales.
Sentadas, rodeando una gran mesa oval de
mármol con vetas
verdes y blancas, cinco sombras trazan una
estrategia; se
trata del cardenal Rodrigo Borgia, el obispo
Juan de
Fuensalida, el médico Gaspar Torrella, el
primo Francisco,
obispo de Teano, y una pequeña figura que de
pie sobre la
silla apoya sus antebrazos en la fría
superficie del mármol.
- No queda nadie por tocar, dispongo de
un grupo de cardenales
fieles, pero nos faltan cuatro votos para
llegar a los dos
tercios necesarios.
- ¡Sólo cuatro votos!
- Sí, mas son irreductibles.
- ¿No crees, Rodrigo, que si dos de
esos cardenales muriesen
repentinamente, los otros dos estarían más
dispuestos a dar
su voto?
- preguntó Torrella.
- No, Gaspar, ya no hay tiempo para
ello, y aun cuando lo
hubiera, no es el procedimiento; ya nos
odian bastante por
ser ricos y extranjeros. Sólo comprándolos
podremos tenerlos
de nuestro lado; si nos temiesen, se unirían
y serían
nuestras cabezas las que rodarían.
- Tienes razón, Rodrigo -tercia
Francisco-, Sixto IV se ha
muerto muy deprisa sin darnos tiempo a
maniobrar.
- Sin embargo, yo coincido con
Maquiavelo: si has de elegir
entre que los que has de mandar te amen o te
teman, has de
optar por la segunda opción -interviene el
obispo Juan de
Fuensalida.
- Los cuatro que nos faltan por comprar
-sigue Rodrigo su
razonamiento- están comprometidos con los
Coloma. Hemos
conseguido reducir a los Orsini, pero
debemos ganarnos
también a los Coloma.
- Mañana mismo se celebrará el
cónclave, y han decidido los
cardenales que sea en la capilla que hizo
construir Sixto IV
- añade el obispo Juan de
Fuensalida.
- ¿No crees que la carta oculta puede
encerrar algo con lo que
pudiésemos coaccionar a los cuatro que se
resisten? -aventura
Francisco.
- Hace casi diez años que no se
menciona ese pergamino, no
disponemos de tiempo y, por otro lado, está
escrito en
hebreo. ¡Podías haberte acordado antes de la
carta de los
“collons”!
- ¡”No fotis”! Rodrigo. ¿Cómo podía
saber que el papa se
moriría así, de pronto?
- Escuchad todos, debemos hacer de la
necesidad virtud y sacar
de la derrota algún provecho; debo conservar
al menos el
cargo de vicecanciller, que me permita
seguir maniobrando
desde dentro y sostener a los nuestros. He
decidido venderle
mi voto y el de mis parciales al cardenal
Juan Bautista Cibo.
La media persona que había permanecido
callada prorrumpió en
aplausos diciendo:
- Eminencia, el papa que ha de salir de
este cónclave lo
elegiréis vos y vos seréis sin duda el
próximo; considerad
que sois aún muy joven, apenas tenéis 52
años.
- Tienes razón, Gabrielino, no debo
dejarme dominar por la
impaciencia.
El cónclave no deparó ninguna sorpresa y el
cardenal Cibo fue
elegido papa adoptando el nombre de
Inocencio VIII. Rodrigo
lo había atado bien.
La magnífica bóveda de la capilla, que desde
ese momento
comenzó a llamarse Sixtina, impresionó a
Rodrigo, que no pudo
evitar que su contemplación lo llevara a
recordar ese
misterioso documento. Pensó que enviaría a
alguien a buscar a
aquel rabino de Zaragoza y le arrancaría su
secreto;
necesitaba de todas las armas que le diesen
poder. Cibo era
ya un anciano, y lo que le quedase de vida,
que no habría de
ser mucho, era el plazo de que disponía para
organizar su
asalto al solio pontificio; una vez sentado
en él, haría del
Vaticano un Estado poderoso, pero el sólo
pensar en un nuevo
encuentro con ese escrito le producía
escalofríos; aún no se
había borrado de su memoria el último
intento, y todavía
podía sentir en su espalda esa garra que lo
aferró por la
espalda. Se dijo que era hora de ir
desentrañando el arcano,
de modo que decidió encomendar a Gaspar
Torrella el viaje a
la búsqueda del judío.
Algunos días después de la elección del
nuevo papa,
compartían mesa en el palacio de Adriana
Mila -la prima de
Rodrigo- los mismos personajes que en
vísperas del cónclave
analizaban la estrategia por seguir, con la
ausencia de
Gabrielino y el añadido del teólogo
escolástico Pedro García
y la anfitriona.
Luego de una abundante comida, a la que
Rodrigo hacía siempre
buenos honores, hecho este que se dejaba ver
en el volumen
que iba adquiriendo su figura en general y
su abdomen en
particular, durante la que se conversó sobre
temas domésticos
y sociales, Rodrigo dio indicaciones a los
criados para que
abandonasen la sala y no interrumpiesen.
Adriana Mila,
excusando tareas que realizar, abandonó
también el comedor,
dejando a los hombres solos.
- Gaspar, voy a encomendarte una misión
de la máxima
importancia -entró en tema Rodrigo-. Deberás
viajar hasta
Zaragoza, allí te dirigirás a la alhama
judía y averiguarás
el paradero de un rabí de nombre Adonías
Franco; me han
llegado referencias de él como hombre docto,
conocedor en
profundidad del Antiguo Testamento y de la
lengua de los
hebreos, en la que están escritos los
antiguos documentos.
- Va a ser difícil. En Zaragoza
precisamente, como no ignoras,
se ha producido recientemente una grave
revuelta de los
judíos y conversos que ha culminado con el
asesinato del
inquisidor Gaspar Yuglar, en la misma
catedral, mientras
rezaba maitines. Esto ha desatado una
verdadera caza de
conversos, no se han salvado ni parientes
del mismo Fernando.
- Sí, sé que la situación de los judíos
y conversos es
delicada en España, todo debido al fanatismo
de Torquemada,
ese dominico loco que apesta a cristiano
nuevo.
- En el supuesto de que logre dar con
ese judío, ¿qué debo
hacer con él? -preguntó Gaspar
Torrella.
- Traerlo aquí a cualquier
precio.
- ¿Qué he de decirle para
convencerlo?
- Dile tan sólo que lo necesito para
traducir un importante
documento judío.
- Supongo que debo ofrecerle algo a
cambio. ¿Qué sugieres para
ello?
- Accede a cuanto pida, no importa la
cantidad.
- ¿Y si se niega?
- Entonces le dirás que si cumple con
éxito la labor que le
tengo reservada, conseguiré del papa la
destitución de
Torquemada e influiré en los reyes Fernando
e Isabel para que
dejen en paz a los judíos. No dejes de
hacerle ver quién será
el próximo papa y de dónde procede.
- ¿Y si aun así se niega?
- Entonces lo amenazas con la hoguera,
y si esto no funciona,
le propinas un buen garrotazo en su dura
cabeza y me lo traes
encadenado. Llevarás documentación que te
acreditará como
correo especial del Estado pontificio en
misión diplomática,
bajo las órdenes directas del vicecanciller,
viajarás en
compañía de Gabrielino, te sorprenderán los
recursos de este
pequeño hombre, y llevarás además una
protección de cuatro
soldados.
- Conozco personalmente a Alonso de
Caballería, el gobernador
de Zaragoza por delegación del rey Fernando;
se trata de un
cristiano nuevo, hombre cabal y agradecido
que me debe algún
favor, de modo que también yo puedo darte
una carta de
creencia para él, que te facilitará la
búsqueda -intervino el
obispo Juan de Fuensalida.
Roma, finales del siglo XX
- ¡Éramos pocos y parió la abuela! -Así
se expresaba el
anciano fraile cuando hubo leído la copia
fotográfica que le
facilitó el comandante de la guardia
suiza.
- ¿Qué significa eso, padre?
- Significa que si no teníamos
suficiente complicación con
enlazar dos documentos distintos, que no
parecen sino indicar
la existencia de un tercero del que no
sabemos nada, tú me
traes ahora un cuarto.
Lo de la abuela es un viejo dicho de mi
tierra.
- ¿No tiene pues ninguna relación esta
carta con vuestra
investigación?
- No lo creo, comandante Esterman, se
trata de correspondencia
privada entre Agostino Vespuci y Nicolo
Maquiavelo, en la que
se hacen comentarios sobre la lujuriosa vida
del entorno de
Alejandro VI y una deuda de juego contraída
por Agostino
Chigui con el papa.
- Por favor, padre, hágame una copia de
la traducción de esa
carta; no estoy tan seguro de que no tenga
vinculación con la
búsqueda que están haciendo -contestó el
comandante Esterman.
- Señor portavoz, el asunto se está
complicando algo, y he
cometido un error; como usted indicó, además
de controlar a
la joven Della Rovere hemos extendido la
vigilancia a la
familia Chigui, una vez que establecimos su
implicación en la
operación Apocalipsis.
- Me está mareando, Alois, por favor,
vaya al grano. ¿Cuál es
el error que dice haber cometido?
- El cabo Tornay se hizo con un
documento en latín de la época
correspondiente a los papados que van desde
Pío II hasta
Giuliano della Rovere, que es la que el
padre Lorenzo está
investigando, de modo que se lo entregué a
él para que lo
tradujera y ver si conseguíamos alguna
información.
- ¿Y bien?
- Que parece que a los Chigui no les
interesa el tema de la
operación Apocalipsis, ya que el documento
que le di trata de
una deuda millonaria contraída entre el
fundador de la banca
Chigui y Alejandro VI.
- Esto puede interesarnos mucho, pero
tiene razón, mejor
hubiera sido no meter al padre Lorenzo en
esto. A propósito,
¿el cabo Tornay es de fiar? Me parece que es
demasiado lo que
sabe y ni una palabra de todo este asunto
debe salir de los
que estamos en ello.
- No creo que dé problemas, es algo
inestable, pero de
confianza; cuando acabe todo esto habrá que
darle alguna
clase de premio, una medalla o algo así. En
el informe que le
dejo hay una copia traducida del
documento.
- Incremente el control sobre la
familia Chigui.
- No me mires, Alexandra, me da
vergüenza que me veas la
barriga. Eres tan joven y guapa…
- No seas tonto, me gustas como eres,
no me importa tu
barriga, tampoco yo soy tan joven, pero ya
verás, cuando me
opere las tetas sí que te voy a volver
loco.
- Ven aquí -le dice él y, tomándola de
una muñeca, la arrastra
a la cama; pretende ella resistirse, muy
poco, lo justo para
despertar aún más su deseo, cede y cae con
controlada
violencia sobre su pecho, se besan
apasionadamente y ella lo
recibe en su interior a horcajadas,
arqueando la espalda
hacia atrás y elevando sus pechos que
apuntan al cielo, él
intenta acariciarlos y unas breves sacudidas
le anuncian un
orgasmo anticipado que ha sido incapaz de
contener; intenta
ella prolongarlo para alcanzar el suyo
propio, insiste
mientras él se desmadeja, desiste finalmente
y descabalga.
Simula haber alcanzado el culmen y yace
junto a él, lo besa
suavemente y juega con el vello de su pecho
haciendo pequeños
círculos que forman rizos, le susurra al
oído:
- Te quiero tanto, Carlo…
- No es suficiente, Simonetta.
Lo que has hallado, de alguna forma coincide
con nuestra
información de que existió una relación de
deuda de juego
entre nuestro antepasado y Alejandro VI,
pero no nos acerca
al documento que reconoce esa deuda y está
oculto en algún
sitio del Vaticano.
- Papá, llevas casi veinte años detrás
de ese fantasmal
documento; finalmente no puede tener otro
valor que el
histórico -intervino Fabio.
- Te equivocas, Fabio, olvidas que el
lema de la banca Chigui
es precisamente su tradición de quinientos
años; presumimos
de ser la institución bancaria y financiera
más antigua de
Europa, al no haber interrumpido nuestra
actividad desde que
fue fundada.
- ¿Y qué hay con eso? -preguntó
Beto.
- Que ese documento sería ejecutable
por los herederos legales
de Rodrigo Borgia o los de quien haya
recibido un endoso, y
si la cifra es de la magnitud que suponemos
y le sumas los
intereses acumulados durante quinientos
años, el resultante
puede superar el valor de toda la banca
Chigui -le respondió
el padre.
- ¿Y cómo sabemos si ese documento ha
sido librado por la
banca o a título personal por nuestro
antepasado, o siquiera
si existe o es tan sólo una leyenda?
-intervino nuevamente
Fabio.
- ¡”Porca miseria”! Lo ignoramos, pero
sí sabemos que la
muerte de Juan Pablo I no es ajena a su
intención de
destituir al obispo americano Marcinkus de
la dirección de la
IOR, o banco Vaticano, por sus escandalosas
vinculaciones con
la masonería de la P-2 y nuestra
competidora, la banca
Ambrosiana.
- Algo se mueve en los archivos
secretos del Vaticano, y
sabemos también que gira en torno a un
documento de Alejandro
VI; ya tu hermana Simonetta investigó
aquello hace veinte
años.
- Es cierto, pero todo se tranquilizó
tras la muerte del papa
Luciani, y luego la tentativa de asesinato
de Juan Pablo II,
según nuestros informadores, también
coincidió con un intento
de remover la cuestión de los archivos, y
ahora está la joven
ésa, Alexandra della Rovere, metiendo las
narices en el
asunto.
- ¡Exacto! Y ahora os pregunto: ¿cómo
se llamaba el papa que
sustituyó a Alejandro VI?
- Si no tenemos en cuenta a Pío III,
que sólo duró 26 días,
fue Julio II -contestó Simonetta,
incorporándose a la
conversación.
- Y dime, Simonetta, tú que eres la más
versada en la materia,
¿cómo se llamaba Julio II antes de ser papa,
cuando aún era
cardenal?
- Giuliano della Rovere.
- Y ahora, ¡por la santa sangre de San
Genaro! ¿Es casualidad
que la que está hurgando entre los papeles
de Alejandro VI
sea heredera en línea directa de ese papa,
que, sin duda,
pudo tener acceso a toda la documentación
que dejó el Borgia?
La pregunta de Agostino Chigui quedó
flotando en el aire,
huérfana de respuesta.
En los jardines del Vaticano, Juan Pablo II
recorría con su
paso lento y vacilante los senderos
cubiertos de gravilla que
trazaban caprichosos recorridos entre los
parterres de flores
y arbustos; a su lado, el recientemente
designado comandante
de la guardia suiza, Alois Esterman, hasta
ese momento
capitán y encargado de la protección
personal del papa. Con
su elevada estatura lo protegía del sol y
esperaba
pacientemente que el pontífice tomara la
palabra.
- ¿Cómo va todo, Alois?
- ¿Su Santidad se refiere a las
investigaciones que me ha
encomendado?
- Todo a su tiempo, hijo. Te preguntaba
por ti, ¿cómo está tu
esposa? ¿Sigue tan bella? Y ¿cómo te
preparas para la
ceremonia oficial de tu nombramiento?
El comandante miró un poco de reojo al papa;
de primera
impresión parecía un anciano cercano a la
demencia senil, el
mal de Parkinson mantenía sus manos en un
continuo temblequeo
y su voz, algo escandida y apenas audible,
reforzaba esa
impresión, mas eran ya muchos los años que
llevaba a su lado
como para llamarse a engaño, y sabía que no
salía de su boca
ni una frase que no tuviese perfecta
coherencia; estaba al
tanto de las circunstancias personales de
todos los que lo
rodeaban, cuando menos se lo esperaba
saltaba con algún
comentario como el que acababa de hacer
sobre su esposa, se
preguntaba si llevaba segundas intenciones,
luego se
insinuaba en su boca una suave sonrisa
cómplice, rotaba la
cabeza un poco hacia un costado y arriba y
regalaba una
mirada en la que brillaba una cierta
picardía, como queriendo
decir: “Te he pillado”.
- Gladys sigue, en sus cincuenta años,
siendo una mujer muy
atractiva, y su trabajo en la embajada
venezolana la mantiene
muy ocupada. En cuanto a mi nombramiento, me
hace sentir, por
supuesto, muy orgulloso y agradecido a su
Santidad.
- Me alegro, sinceramente me alegro de
que Dios así lo haya
querido, y ahora dime qué es lo que has
averiguado.
- No mucho, Santidad, pero hemos
encontrado algunos indicios
que nos llevan a dos líneas distintas de
investigación, y
todo parece indicar que ambas coinciden en
un punto, y la
llave de éste se encuentra oculta en algún
lugar del
Vaticano.
- Háblame de esos indicios y esas
líneas de investigación.
- Por un lado, uno de mis hombres ha
investigado en la
biblioteca Ambrosiana siguiendo la pista de
Simonetta Chigui,
que es la persona que dos veces, con
intervalo de veinte
años, consultó los archivos secretos del
Vaticano
interesándose en un libro en particular, la
Apocalipsis de
Esdras.
La primera de las visitas de esta dama
coincide con la muerte
de su Santidad Juan Pablo I y un intento de
robo que fue
frustrado por los servicios de seguridad;
entre los objetos
que pretendían llevarse los cacos figuraba,
¡curiosamente!,
la Apocalipsis de Esdras. La vigilancia de
esta mujer dio
como resultado conseguir una copia de un
documento que fue
hallado, seguramente, tras largos años de
trabajo por la
constancia de la citada Simonetta, que es la
directora del
departamento de restauración de la
biblioteca Ambrosiana,
soportado financieramente por la banca
Chigui, y, siguiendo
con las casualidades, el padre de la dicha
Simonetta es nada
menos que Agostino Chigui, se podría decir
que el dueño de la
banca que ha pertenecido a la familia
durante quinientos
años.
Alois Esterman hizo un alto en su
disertación para comprobar
si el papa seguía su exposición, ya que
parecía haberse
quedado dormido con los ojos
semicerrados.
- ¿Santidad?
- ¿Qué pasa, por qué interrumpes tu
relato cuando comienza a
ser interesante?
- Creía que…
- Sigue, sigue, ya sé lo que
creías.
- El documento en cuestión es una carta
dirigida por Vespuci a
Maquiavelo, y en ella se hace referencia a
una probable deuda
de juego contraída por el fundador de la
banca Chigui con el
papa Alejandro VI.
- ¿Qué opinas de todo esto?
- Creo que los Chigui buscan algo que
no tiene nada que ver
con el dogma de la Iglesia, ni siquiera creo
que tenga
relación con la trama de la P-2 o la muerte
de Juan Pablo I,
pero no sé por qué se interesan en la
Apocalipsis.
Hemos pinchado el teléfono de Alexandra
della Rovere y nos
llevamos una gran sorpresa al comprobar que
hay alguien que
se nos ha adelantado para seguir de cerca
sus progresos en el
estudio de la Apocalipsis. Intentamos hacer
lo mismo en la
casa de Agostino Chigui, que es donde se
reúne el clan, pero
ha sido imposible, debido a las
impenetrables medidas de
seguridad que tienen instaladas.
- ¿Has comprobado algo sospechoso en la
chica?
- No, ella parece ser de fiar, pero no
es todo lo discreta que
se le ha exigido, pues ha participado de su
trabajo a su
madre y a su padre, con el que tiene una
estrecha relación, y
posiblemente a un hombre casado con el que
mantiene
relaciones, y creo que, en esta ocasión
debido realmente a
una casualidad, el amante es director de una
sucursal de la
banca Chigui en Roma.
- ¡Qué contrariedad! Deberemos
retirarla de la investigación
que lleva con Lorenzo.
- Si su Santidad me permite una
opinión, creo que debería
dejarla seguir; el padre Lorenzo hace un
buen equipo con ella
y han comenzado a encontrar cosas. Creo que
puedo demostrarle
a Alexandra que su amante la utiliza, y
quizá podamos, a
través de ella, enviar información falsa a
quienes la vigilan
y hacer así que se descubran.
- Lo dejo en tus manos. ¿Quién es el
padre Lorenzo?
La pregunta sorprende a Alois, que queda
desconcertado; no
sabe si el papa le está haciendo algún tipo
de prueba, de
modo que opta por responder con
naturalidad.
- Es el jesuita español que está a
cargo de los archivos
secretos de la biblioteca Vaticana y, por
encargo directo de
su Santidad, está investigando el asunto de
la Apocalipsis
con la chica de quien hablábamos.
- Sí, sí, claro, por supuesto.
¿Sabes, Alois? Últimamente la memoria me
juega algunas malas
pasadas; puedo recordar en pocos segundos
hechos
insignificantes de mi infancia, pero
comienzo a olvidar las
cosas más cercanas, y ello me asusta, Alois.
Quedan muchas
cosas importantes por hacer.
Calló evidentemente fatigado.
El comandante Esterman pensó que también se
hacía muy difícil
en ocasiones entender lo que decía, al fin y
al cabo se
trataba de un anciano que había sido muy
castigado y con una
actividad que a muchos jóvenes les
superaría; no sabía si
hacía lo correcto teniéndolo al tanto de
todos los detalles
de la operación Apocalipsis, quizá al
portavoz no le
agradase.
- Fabio, tienes que hacer espiar a la
chica ésa, Alexandra,
debemos enterarnos de cuanto vaya
desentrañando del asunto
ése de la Apocalipsis, hasta donde sé, todo
este endemoniado
asunto se origina con algo que ha ocultado
el jodido papa
Alejandro VI. Habla con Nicola, es el
director de la compañía
que se cuida de nuestra seguridad. Ellos
tienen más
artilugios que la CIA, son capaces de
colocarle un transmisor
en el culo, de modo que estarán al tanto de
todo lo que hace
hasta en el baño.
- De acuerdo, papá, mañana mismo me
pondré en contacto con él.
- ¿Qué quieres que haga yo?
- Tú, Simonetta, sigue investigando en
cuanto archivo pueda
encontrarse algún documento vinculado con la
familia Chigui,
sobre todo durante los pontificados desde
Pío II hasta Julio II.
- ¿Quieres que lo intente nuevamente en
los archivos del
Vaticano? Tenemos muy buenos
contactos.
- Aquello está ahora muy revuelto por
culpa del jesuita ese
español, que tiene prácticamente bloqueado
el archivo
secreto; es mejor dejar que investigue él y
nosotros estar al
tanto de los avances que vaya haciendo por
medio de la hija
del arquitecto.
- ¡Mira aquí, Alexandra!
El padre Lorenzo la llama excitado con una
mano mientras con
la otra sujeta, muy próxima a una hoja
fotocopiada, una lupa
circular rodeada de un fino tubo que emite
una luz violeta, a
la que tiene aplicados los ojos, que no ha
movido del papel
que examina mientras la llama. Corre
Alexandra secándose el
sudor de las palmas de las manos en la
superficie rústica de
la descolorida tela de los pantalones
tejanos que el viejo
cura ha preferido ignorar.
- ¿Qué ha encontrado, padre?
- Nuevas anotaciones en latín entre las
líneas del versículo
23 del capítulo dos de la Apocalipsis,
también en el 25 y el
27, ¿las has traducido ya del arameo?
- Sí, ya las tengo, he llegado hasta el
capítulo IV.
- Búscalas, tenemos que intercalar lo
que he descubierto entre
líneas.
Se afana Alexandra y busca nerviosa entre
decenas de copias
de las traducciones del arameo al hebreo y
de éste al
italiano.
- ¡Mierda! -se le escapa-.
Perdone, padre.
- No es nada, hija, sólo has dicho
mierda. Anda, sigue
buscando.
Remarca el padre Lorenzo con bolígrafo los
rasgos arrancados
a la tinta invisible por la fotocopiadora;
se trata de líneas
subrayadas de versículos del capítulo
II.
- ¡Ya está!, ya las tengo.
La mesa está cubierta, no hay un lugar libre
para colocar un
nuevo papel ni las muestras a examinar,
barre con el
antebrazo parte de la mesa el padre Lorenzo,
dando por el
suelo con todo lo que había sobre
ella.
- No nos iremos hasta haber ordenado
todo -aclara.
Copia apresurada Alexandra sus traducciones
en una hoja en
blanco, dejando espacio entre línea y línea
para que pueda el
jesuita intercalar la traducción de lo que
ha hallado
entrelineado en latín; ya lo acaba y se lo
alcanza, lo coge
el viejo y completa la tarea. Alexandra,
impaciente, mira por
sobre su hombro: 23 Pues Israel ha sido
entregada en oprobio
a las naciones.
“Yo te digo que ninguno es más odioso que tú
a los ojos de mi
hermano”.
Y el pueblo que amas a los pecadores.
“Sirves a los fariseos sumándote a la corte
del sacerdote
impío”.
La ley de nuestros padres ha sido
rechazada.
“Maquinas para corromper la Torah”.
25 Pero qué hará por su santo nombre.
“Quién sino tú une el yugo de los judíos al
carro de los
gentiles”.
Que está invocado sobre nosotros.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
27 No puedes traer la esperanza a los
justos.
“Fieles al espíritu del maestro de
justicia”.
Pues este siglo está lleno de dolor y
debilidad.
“Intentas también corromper a Pedro”.
Leen ambos en silencio, el padre Lorenzo se
pasa una mano por
sus blancos cabellos, Alexandra se muerde
las uñas. Al cabo
de un rato, ella dice:
- Algunas de estas frases me resultan
conocidas.
- ¿Las arameas o las latinas?
- En realidad es la combinación de
ambas; creo que tiene algo
que ver con el texto de unos manuscritos del
mar Muerto que
estoy traduciendo para el museo
Metropolitano de Nueva York.
- ¿Dónde los tienes?
- En mi casa.
- Tráelos mañana, ahora vamos a poner
un poco de orden en todo
esto.
- Comandante, no me va a creer lo que
está pasando.
- Dime, Cédric.
- Parece una película de los hermanos
Marx. Han vuelto a
entrar en el domicilio de la señora Della
Rovere y han
colocado otros aparatos de escucha en las
habitaciones y en
el teléfono.
- De modo que ya somos tres los que la
espiamos.
- Así parece. En esta ocasión tuve
contacto visual con los
intrusos, los seguí y pude averiguar que son
empleados de una
conocida agencia de seguridad.
- Parece que esto no termina de
complicarse.
Roma, septiembre, año 2000
- Le digo a usted que no, esto está
llegando muy lejos y hay
que ponerle freno ya mismo.
- Cardenal, creo, pese a todo, que no
le queda mucho, no
debemos precipitarnos.
- Ustedes los seglares ven las cosas
desde otro ángulo, sólo
ven el lado económico del asunto.
- Vamos, eminencia, no me venga con
gaitas -interviene un
tercero-, el papa anterior sólo pensaba en
un cambio en las
estructuras económicas de la Iglesia.
- Señor Gelli -le interrumpe el
arzobispo-, cuide sus formas,
se está dirigiendo a un cardenal.
- De todos modos -insiste Gelli-, ambos
aspectos están
íntimamente ligados; si se derrumba el
sostén dogmático de la
Iglesia, se viene abajo el edificio
económico.
- Si me permiten -se incorpora un
cuarto participante a la
asamblea-, hay una importante novedad que
deben saber.
- Hable -concede el cardenal.
- La chica está siendo vigilada por la
guardia suiza.
- Eso ya lo sabemos -le interrumpe el
cardenal-, el comandante
Esterman es hombre del Opus e incondicional
de Navarro Valls.
- Lo que usted no sabe, eminencia, es
que además está siendo
sometida a escuchas y espionaje por una
agencia de seguridad.
- ¿Estatal? -pregunta inquieto
Gelli.
- No, se trata de una empresa de
seguridad y vigilancia
privada.
- ¿Para quiénes trabajan?
- quiere saber el cardenal.
- Aún no lo he podido averiguar.
Se mueven todos inquietos, enciende Gelli un
cigarrillo, el
arzobispo le pide uno, Gelli se lo da y le
acerca la llama
del mechero, aspiran ambos el humo
profundamente; se seca el
sudor de la frente el cardenal, que rompe el
silencio:
- ¿Con seguridad que no está metiendo
el Estado las narices?
- Ayer mismo cené con el ministro del
Interior -responde
Gelli-. Hablamos de la Iglesia, del papa y
del jubileo, y no
parecía inquieto por nada.
- De todos modos, es hora de llegar al
fondo de la cuestión.
Gelli, usted tiene que encargarse de
presentar un informe con
todo lo que la chica y el jesuita español
han averiguado; si
el documento existe, hay que destruirlo
aunque haya que
incendiar la biblioteca vaticana, y a la
joven Della Rovere
hay que neutralizarla y desacreditarla de
modo que lo que
ella pueda decir carezca de
credibilidad.
Quien ha hablado, con una voz deformada por
un dispositivo,
es uno de los tres personajes encapuchados,
que han
permanecido hasta el momento en
silencio.
- Se hará todo lo necesario, gran
maestre -se apresura a
conceder el cardenal.
- La semana próxima se reunirá el
consejo de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, y se aprobará con
carácter de
dogma infalible el “dominus Iesus”,
resolución que ya está
completamente consensuada y será presentada
por el cardenal
José Ratzinger: “Existe una única Iglesia de
Cristo, que
subsiste en la Iglesia católica, gobernada
por el sucesor de
Pedro y por los obispos en comunión con
él”.
- Bien -aprueba el cardenal, y refuerza
la afirmación con un
gesto de su cara-, pero para que la
resolución adquiera
carácter de infalible, debe firmarla el
papa.
- No hay ninguna dificultad para ello;
el papa me firma lo que
le ponga por delante -asegura el cardenal-,
si puede dominar
el temblor del Parkinson, que ya le sacude
incluso el
antebrazo. Además, se está deteriorando por
momentos, se
olvida de prácticamente todo, le puedes
presentar una misma
persona dos veces con un día de
intervalo.
- De acuerdo, señor secretario, a
ninguno se nos oculta ese
hecho.
Pese a ello, se ha manejado muy bien en
Palestina y lleva
personalmente la investigación de la carta
de Santiago.
Gelli se mete los dedos entre la camisa y el
cuello y estira
la cara hacia un lado y otro en un gesto
incontrolado que
repite cada pocos minutos y al que se unen
una serie de
guiños cuando la situación es más tensa. El
arzobispo se
contagia y hace un amago de estirar su
cuello, se da cuenta,
se detiene y comenta:
- Sí, sí, parece que hay algunos
asuntos que aún lo mantienen
despierto, pero el deterioro se acrecienta
día a día; espero
que no suceda como con Juan Pablo I.
Lo interrumpe la voz metálica y tenebrosa
del artilugio que
utiliza el gran maestre:
- Está bien, hay que poner freno a los
desvaríos aperturistas
del polaco, pero jugamos con fuego; esta
afirmación infalible
puede estallarnos en las manos si aparece la
carta de
Santiago y se hace público su contenido, de
modo que, como
dije antes, nada debe impedir su
destrucción, pero no nos
confundamos, hasta ahora todo lo que el
jesuita y la joven
están averiguando es por medios indirectos,
anotaciones
hechas por Alejandro VI y Burckard, sólo hay
ideas,
suposiciones; es necesario que nos conduzcan
hasta el
original.
- Por lo que se ve, gran maestre, está
usted al tanto de todos
los avances que están haciendo -responde
Gelli en nombre de
todos.
- Hay algo de lo que no estáis al
tanto; en primer término, de
que existe otro documento, un reconocimiento
de deuda de
juego de Agostino Chigui a Alejandro
VI.
Todos se miran unos a otros con extrañeza,
el cardenal se
quema los dedos con la colilla, el arzobispo
no se inmuta y
Gelli abre la boca estúpidamente.
- ¿Por qué no se nos comunicó antes?
-pregunta la cuarta
persona.
- Había motivos para ello -sentencia el
gran maestre- y hay
algo más que deseo que quede claro.
- ¿De qué se trata, gran maestre?
-quiere saber el cardenal.
- La joven Alexandra della Rovere debe
ser neutralizada, como
dije antes, pero no debe sufrir ningún daño
físico.
- De primero nos pone un par de docenas
de ostras, pero antes
algo de caviar beluga dorado y una botella
de champán Dom
Pèrignon para acompañar el caviar y las
ostras; de segundo,
pechitos de faisán en “coulis” de frambuesas
y, de postre,
nos prepara “zabaglioni” y flameado de
fresas; para beber, un
ribera del Duero español.
- Papá, te va a costar una fortuna esta
cena, no quiero que
gastes tanto dinero, yo lo que quiero es
estar contigo, me da
igual si es en una pizzería.
- No te preocupes, hijita, no salimos a
cenar muy
frecuentemente y la ocasión bien lo merece.
Mejor me lo gasto
contigo que con cualquier pelandusca.
- ¿Cómo van tus cosas con Ada?
- No tan bien como yo quisiera.
- Ésa, más que Ada es una bruja.
- No seas tan dura, pero no vamos a
estropear nuestra cena
hablando de Ada, hablemos de ti; ¿le ha
dicho ya ese
aspirante a banquero a su mujer que quiere
el divorcio?
- Todavía no, pero lo hará.
- Seguramente, en alguna otra
reencarnación, ¿no te lo ha
dicho tu madre?
- Papá mejor hablemos de otras
cosas.
- De acuerdo, hablemos de tu trabajo.
¿Cómo van las
traducciones de los rollos del mar
Muerto?
- Lento, pero muy bien. Es apasionante.
¿Sabías que los
esenios que habitaban el asentamiento de
Qumran a orillas del
mar Muerto, de donde proceden los
manuscritos que estoy
estudiando, son posiblemente los precursores
del
cristianismo?
- ¡Pero qué dices! ¿Quieres que te
excomulguen?
- No, de verdad. Mira, te doy algunos
ejemplos: en el manual
de disciplina de los esenios se cita el
deber de poner la
otra mejilla como respuesta a una ofensa,
tal como dice Jesús
según Mateo; Juan el Bautista aparece en el
desierto de
Judea, cerca del río Jordán, que desemboca
en el mar Muerto
muy cerca de Qumran, y casualmente el
bautismo de conversión
que el Bautista imparte, precisamente en ese
río, coincide
con la enseñanza qumránica sobre la
necesidad del baño ritual
para la purificación y la santificación, y
he aquí que los
textos mencionan la misión de los esenios de
Qumran y la de
Juan Bautista con la misma cita: Isaías 40,
3, donde se habla
de ir al desierto para preparar el camino
del Señor. Hay
muchas más, pero veo que te ríes. No quiero
aburrirte con
esas cosas.
- No, hija, no me aburres, sólo que
sabes que yo no creo mucho
en esas cosas. ¿Cómo te tratan en el
Vaticano? ¿Has cobrado
algo ya?
- No, todavía no, pero me gusta mucho
lo que hago. Estoy
trabajando con un cura viejecito, español,
que es muy
simpático. Al principio me impresionaba
mucho porque parece
muy serio y cortante, pero ahora nos hemos
hecho muy amigos,
estamos descubriendo unas pistas que pueden
llevarnos al
escondite de una carta que parece que
escribió Santiago, el
hermano de Jesucristo, a san Pablo, y ahora
la cosa se ha
puesto muy interesante, ya que ha aparecido
una carta que
habla de una deuda entre un banquero y el
papa Alejandro VI,
y dice el padre Lorenzo que según unas
anotaciones que ha
encontrado en un diario que seguía el
maestro de ceremonias
del papa, un tal Burckard, cree que hay una
vinculación entre
esta deuda y la carta que estamos tratando
de encontrar.
- ¿Qué vinculación puede haber entre
una carta de hace dos mil
años y una deuda de hace quinientos?
- Aún no lo sabemos, pero ya han
aparecido un montón de datos
que tenemos que cotejar y vincular.
Yo investigo en el arameo, es decir, en lo
que pasó hace dos
mil años, y él en el latín de hace
quinientos.
- Creo que no deberías ir contando esas
cosas; puede ser muy
peligroso. ¿No te han dicho que guardes
secreto?
- Sí, me han encarecido que no debo
hablar de ello con nadie.
- Y ¿por qué lo haces?
- ¡Papá, te juro que sólo te lo he
dicho a ti!
- Ni siquiera a mí. ¿No le habrás
comentado nada al capullo de
tu ligue?
- Papá, no lo llames así, no es ningún
capullo y tampoco es un
ligue, estoy enamorada de él.
- Seguro que le has dicho algo.
- Bueno, sólo un poco, es muy
preguntón.
- Hija, por favor, no le digas una
palabra, en estas cosas te
puedes jugar la vida.
- No me asustes.
- No quiero asustarte, pero por una vez
en tu vida haz caso a
tu padre; si notas algo raro, como que te
siguen o que han
revisado tu casa, me lo dices. Si quieres
verme o decirme
algo no me llames por teléfono desde tu
casa, hazlo desde un
teléfono público.
- Ya me has asustado.
- Ya sabes que me gustan mucho las
películas de intriga, pero
ya basta de eso, que aquí están el caviar y
el champán. Ahora
te voy a contar los planes que tengo para
comprar un barco y
pasar un año entero navegando.
- ¿En qué puedo serle útil,
comandante?
- Señor secretario, necesito hablar con
su Santidad con
urgencia.
Abre el secretario Estanislao Deizinsky una
agenda, recorre
las hojas, se quita las gafas y las limpia
con un pañuelo que
saca del bolsillo posterior; se impacienta
el comandante, que
carraspea y se revuelve en la silla.
- Veré qué puedo hacer, comandante,
déjeme que vea la agenda;
quizá la semana próxima pueda
recibirlo.
- Se trata de un asunto oficial que no
puede esperar hasta la
semana próxima.
- Su Santidad está aquejado de una
fuerte gripe; si es algo
oficial facilíteme a mí el informe, y si se
trata de una
comunicación verbal, démela ahora mismo, que
tomaré nota de
ella en el registro de entrada de asuntos
internos.
- Lo siento, señor secretario, pero se
trata de un asunto
privado, encargo de su Santidad, y a nadie
puedo confiarlo si
no es a él mismo.
- Sólo puedo decirle, comandante
Esterman, que haré lo que
pueda. Regrese mañana, que si su Santidad
está en condiciones
de escucharme, le transmitiré su
solicitud.
- Mañana estaré aquí. Le reitero que se
trata de un asunto de
la máxima importancia.
Zaragoza, finales del siglo XV, año
1485
- Llegáis en muy mal momento para
hablar de judíos, señores.
Han pasado en esta ciudad hechos terribles
en los que se han
visto implicados los conversos de Zaragoza y
otros de
diferente procedencia. El inquisidor de
Zaragoza -como no
dudo será de vuestro conocimiento- ha sido
asesinado en forma
brutal por cuatro conjurados mientras rezaba
maitines en la
misma catedral. La reacción del inquisidor
general, Tomás de
Torquemada, ha sido terrible y se ha
castigado con
ejemplaridad a todos los conjurados; ni
siquiera la
influencia de mi padre, el rey, ha podido
librar a algunos
que contaban con su protección.
Quien así hablaba era el arzobispo de
Zaragoza, el joven
Alfonso de Aragón, hijo del rey Fernando y
de doña Aldonza
Roig Iborra, habido con anterioridad al
casamiento con doña
Isabel.
- Eminencia, estamos al tanto de estos
desdichados sucesos,
mas no son conversos lo que nos trae a
vuestro reino; se
trata, como ya os anticipamos, de un judío
-insistió Gaspar
Torrella.
- Lo que trato de deciros, caballeros,
es que el pueblo,
enfurecido por el asesinato, tomó partido
por el inquisidor -
aun cuando no eran los inquisidores bien
queridos en estas
tierras- y, no haciendo distingos entre
judíos o conversos,
se alzó contra los judíos incendiando la
alhama y matando a
muchos de ellos, de modo que no sabría
deciros si
encontraréis con vida a vuestro judío.
- Será una gran contrariedad si no lo
hallamos, pues el
vicecanciller Rodrigo Borgia cifra en los
conocimientos de
ese hombre importantes asuntos de la
Iglesia.
- Quizá don Alonso de Caballería,
gobernador de Zaragoza por
voluntad de mi augusto padre, pueda saber
algo de ese hombre,
pues a él da cuentas el regidor de la alhama
judía para los
pagos del impuesto de capitación.
- Os ruego entonces, eminencia, me
introduzcáis a don Alonso,
por ver si está en la voluntad de Dios que
podamos hacernos
con este judío.
Alonso de Caballería, designado gobernador
de Zaragoza por
deseo expreso de Fernando de Aragón, era uno
de los pocos
cristianos nuevos que habían salido bien
librados de la caza
de brujas, o de judíos, que para el caso era
lo mismo, para
ese gran tostador que fue Torquemada; de
buen seguro que de
vivir en estos tiempos, se ganaría bien la
vida regentando
algún asador, y si es donostiarra, mejor,
pues lo suyo era el
asado a la brasa, y a diferencia de sus
cofrades, los
churrascadores franceses cuya especialidad
eran herejes y
brujas, a nuestro buen dominico lo que le
iba era la carne de
judío, y el mejor corte, el de converso o
cristiano nuevo,
como les decían los cristianos viejos para
marcar
diferencias, o bien simplemente marranos,
como le gustaba al
pueblo.
Bueno, ¡caramba, no te enfades!
¡Que hace un buen rato que no me meto en el
libro! Y si yo no
te cuento estas cosas, no te enteras de
ellas, no vayas a
creer que los personajes te van a dar tantos
detalles, y
además, todos estos chismes los sé de muy
buen reflejo, y los
he conocido sin defectos de refracción, de
modo que sigo con
mi rollo.
Alonso de Caballería recibió a los enviados
de Rodrigo e hizo
las gestiones oportunas para tratar de dar
con Adonías
Franco, pero las noticias que trajeron sus
delegados no
fueron muy alentadoras: Adonías, gran rabí
de la alhama de
Zaragoza, había sido señalado como uno de
los implicados en
la conspiración que acabó con la vida del
inquisidor Yuglar y
tuvo que huir precipitadamente, nadie supo
dar noticias de
él. Gaspar Torrella, apesadumbrado y
temeroso de la reacción
que pudiera tener el cardenal ante su
fracaso, se lamentaba
de lo inútil de su misión y se preparaba
para el regreso a
Roma cuando Gabrielino le pidió licencia
para hacer unas
gestiones por su cuenta; don Gaspar miró al
enano con
displicencia para finalmente acceder.
No me preguntes cómo lo consiguió, pues no
lo sé, ¡caramba!
¡No seas tan quisquilloso!, tampoco vayas a
creer que lo sé
todo, pon tú también algo de imaginación;
además, tampoco
tiene tanta importancia, lo importante es
que el pequeño
bigotudo pudo saber que Adonías había huido
a África, en
concreto a la ciudad de Masoura, de modo que
no estaba todo
perdido; habría que viajar a Egipto.
Te estarás probablemente diciendo que el
Borgia se está
poniendo un tanto agonías con el Adonías,
que ya habría en
Roma algún judío o letrado que conociera el
arameo, y no te
falta razón, pero así fueron las cosas y así
te las cuento.
Roma, finales del siglo XX
Cerraba los ojos para sentir con más deleite
el calor de la
caricia del sol atenuada por el viento que
se arremolinaba
por detrás del parabrisas del pequeño
deportivo japonés que
circulaba descapotado. Todavía no terminaba
de creérselo,
Carlo la había invitado a pasar un fin de
semana en un
romántico y recoleto hotel de montaña, lejos
de la
masificación de la costa, un sitio íntimo y
confidencial
donde podrían hacer planes para el futuro
cuando se
concretase su divorcio. El chirriar de las
gomas al tomar una
curva pasado de velocidad la arrancó de su
ensoñación con un
sobresalto.
- ¿Qué ha pasado?
- Nada, nena, estaba un poco distraído
y entré en la curva
demasiado rápido.
- Me has asustado.
- Tranquila, no pasa nada.
- ¿En qué pensabas?
- En nosotros. Pensaba que me han
prometido que antes de final
de año me van a ascender a director
regional.
- ¿Y eso es mucho?
- ¿Que si es mucho? Tanto como duplicar
el sueldo y un derecho
a opciones sobre acciones de la banca
Chigui, que está en
trámites de fusión con la Ambrosiana, y
cuando se haga
efectiva la fusión, la nueva banca tiene
asegurado un
convenio con el Vaticano por el que se hará
cargo del manejo
del total de las finanzas de éste; eso
significa que vamos a
ser millonarios.
- Cariño, qué importante eres para que
te confíen esas cosas
tan confidenciales.
- Ya ves, y yo te lo cuento todo a
ti.
- Carlo, no sé si es que estoy
paranoica, pero me parece que
hay un coche blanco que nos sigue hace un
rato.
- Sí, ya lo he visto, pero es sólo que
no se anima a pasarnos
en esta carretera de montaña; además,
llevamos un deportivo y
eso impone, verás, voy a dar un acelerón y
lo vamos a dejar
como un poste de quieto.
- No corras, que me da miedo.
- Bueno, entonces voy a bajar la
velocidad. Si de veras nos
está siguiendo bajará él también, y si no,
nos adelantará.
Pisa el freno Carlo para que se note que es
generoso y quiere
dejar que lo adelante ese pardillo, y por si
queda alguna
duda pone el intermitente del lado
derecho.
- ¿Has visto, tontita, que no nos
seguía? Nos ha adelantado y
además, mira, se desvía en la próxima
salida.
- Ese tío es un capullo de campeonato.
¿Has oído lo que le
decía?
- Tiene la lengua con seguridad más
larga que el cerebro, no
sé qué le ha visto la chica, que no está
nada mal y parece
bastante más lista que él.
- Vamos a comunicar, pásame el móvil.
¿Hola? Aquí unidad móvil
blanca, damos paso a unidad negra, el hotel
en que pararán
está a unos quince kilómetros, hemos grabado
una conversación
que puede ser interesante.
- ¿Comandante Esterman?
- Lo escucho, Cédric.
- La chica, tal como quedó con su
amigo, se dirige al norte,
si no han cambiado los planes que hicieron
por teléfono, y
pasarán juntos el fin de semana en el hotel
El Corzo. Vamos
tras un sedán blanco que la sigue desde que
abandonaron el
apartamento de ella.
- ¿Crees que pueda ser un detective
privado? Quizá lo haga
seguir la mujer por el asunto del
divorcio.
- No, mi comandante, no parece ser un
detective de éstos de
asuntos matrimoniales, se han turnado al
menos dos veces. He
identificado también un coche negro.
- Podrían ser del servicio secreto
italiano.
- No lo sé, mi comandante.
- ¡Qué maravilloso es todo esto! La
comida ha sido como en las
películas, en ese pequeño salón de madera, y
ahora este paseo
por el bosque siguiendo el curso del
arroyo.
Se sientan ambos en una roca a la orilla del
cauce del
pequeño y serpenteante riachuelo, el agua
corre veloz entre
los meandros que le configuran las piedras
más grandes del
lecho, allí se forma una pequeña rompiente,
más allá, una
diminuta cascada, y luego un remanso donde
el agua gira en un
remolino para luego seguir su curso hasta
perderse de vista.
Ella se descalza e introduce sus pies en las
frescas aguas,
cierra los ojos y se estremece de
placer.
- ¿Estás a gusto, Alexandra?
- Demasiado.
- Qué quieres decir con
demasiado.
- Que es como un sueño que dura siempre
poco y sabes que
despertarás y nada de eso habrá
pasado.
- Esto es real, está pasando.
- Sí, pero cuando queramos darnos
cuenta ya será pasado.
- Entonces llegará mi ascenso y seremos
ricos.
- Eso es una ilusión, ahora es cuando
somos ricos, tenemos
cuanto necesitamos. He leído en algún sitio
que es de necios
esforzarse y gastar la vida en la obtención
de cosas que no
son necesarias.
- El dinero te abre todas las puertas,
con dinero eres
alguien, sin él te manosea todo el
mundo.
Mira, “cara”, no es igual cuando llegas, por
ejemplo, al
hotel con un deportivo y le das las llaves
al aparcacoches
que si lo haces con un seiscientos, y si
traes un Ferrari, es
ya la repera, te darían ellos la propina por
llevarlo hasta
el parking.
- Eso es una tontería, Carlo, el dinero
hace falta en la justa
medida para no pasar necesidades, tener tu
casa digna, un
trabajo en el que te realices, poder
alimentarte bien y poder
satisfacer tus necesidades espirituales,
acceso a la cultura
y la salud para ti y tus hijos, todo lo
demás sobra, y más
aún si para ello tienes que sacrificar tu
alma. Con respecto
al coche, te digo que yo voy igual de a
gusto en mi
“Cincuecento”, que además gasta muy poco y
ayuda a conservar
el medio.
- Eres una romántica poco práctica, el
mundo real no es así.
- No sé cómo será el mundo, Carlo, pero
como dice mi padre, la
felicidad está compuesta por retales de vida
que vas dejando
en el camino, son momentos que debes
capturar y saborear con
deleite, crestas de una cordillera en la que
se alternan los
valles de la desesperanza y el hastío de
vivir; a veces el
destino rompe la burbuja que habías
construido a tu alrededor
para poder permanecer más en la cima y lo
hace con una
enfermedad tuya o del ser que amas, una
muerte, un desamor,
que equivale a la muerte momentánea del
alma, o cualquier
otra circunstancia en la que te ves
envuelta, y entonces
crees que ya el mundo se ha acabado.
También dice mi padre que hasta los malos
momentos hay que
vivirlos intensamente, porque sin ellos no
existirían los
buenos, sólo la llegada de la oscuridad pone
de manifiesto la
maravilla de la luz; dice también que la
belleza sólo destaca
en comparación con la fealdad que pueda
rodearla.
- No conozco bien a tu padre, pero
hasta donde sé es un
arquitecto de renombre y no parece que le
haga feos al
dinero; además, proviene de una de las
familias más
aristocráticas de Roma.
- Precisamente son esas familias las
que te dan el mejor de
los ejemplos de lo vano y efímero del poder
y del dinero si
los miras con la perspectiva que te da el
tiempo.
Un caso ejemplificador de lo que te digo son
los escritos que
está estudiando el padre Lorenzo y que
pertenecen a uno de
los papas que más poder y dinero acumuló
para él y su
familia, incluso parece que ha encontrado un
documento en el
que se habla de una deuda muy importante que
contrajo un
banquero de la época. ¿De qué les sirvió a
ambos, acreedor y
deudor, tanto dinero?
Sólo para ser esclavos de él.
Tener mucho dinero sólo sirve para
preocuparte por no
perderlo.
- Al contrario, Alexandra, lo bueno de
tener mucho dinero es
no tener que preocuparte por
conseguirlo.
- Se me han quedado los pies helados,
vamos a andar un poco y
luego volvamos al hotel.
El hombre que estaba en la otra ribera, unos
cincuenta metros
más abajo, sostenía una larga caña, que
curiosamente apuntaba
corriente arriba en dirección a donde ellos
estaban; parecía
no prestarles ninguna atención, enfrascado
en la lectura de
un libro que tenía sobre las rodillas, pero
cuando se
levantaron y desaparecieron bosque arriba
dirigiéndose al
hotel, se levantó, plegó su silla de tijera
y redujo el largo
de su caña introduciendo telescópicamente un
segmento dentro
del otro, como una antena de radio de coche,
y trepó luego
ágilmente la escarpada ladera de ese lado
del río sobre la
cual, un centenar de metros más arriba,
discurría la
carretera.
- Hola, señor Chigui, aquí Carlo
Giacobone.
- Señor Giacobone, le he recomendado
que no me llame si no es
imprescindible. ¿De dónde me llama
usted?
- Le llamo desde la plaza de
estacionamiento del hotel donde
estamos pasando el fin de semana; me pareció
importante, me
dijo algo nuevo, que el cura español de la
biblioteca ha
encontrado un documento que parece que trata
de una deuda o
algo por el estilo entre el papa Alejandro
VI y un banquero.
- Sí, puede ser importante pero ¿no le
dijo qué decía el texto
del documento? ¿O algún otro dato que nos
sirva para tratar
de identificarlo?
- No, pero trataré de sacarle más
información, pues tengo que
terminar rápidamente con esto; me parece que
mi mujer
sospecha de mi asunto con Alexandra, hoy
cuando veníamos nos
pareció que nos seguía un coche.
- ¿Cómo? ¿Dice que los han
seguido?
- En realidad fue una falsa alarma,
bajé la marcha para ver
qué hacía y nos adelantó siguiendo por el
primer desvío que
apareció en la carretera.
- Bueno, bueno, señor Giacobone, sea
más cuidadoso y que su
mujer no se entere de nada, trate de
averiguar cuanto pueda
y, si tiene acceso a la casa de ella, saque
fotos de todos
los papeles que encuentre, para eso le hemos
dado la máquina,
no para sacar fotos de paisajes.
- Algo más, “comendatore”.
- ¿Sí? Dígame.
- Cuando regresamos al hotel, el
teléfono móvil de Alexandra
tenía un mensaje.
- ¡Vaya al grano, hombre!
- El mensaje era del padre Lorenzo, le
pedía que el lunes
acudiese sin falta a la biblioteca a primera
hora de la
mañana, que él estaría allí trabajando desde
las seis. Debe
de tratarse de algo importante.
El hombre que pescaba enfrente de ellos daba
acomodo a sus
aparejos de pesca un par de coches más allá
del de Carlo,
tenía la cabeza y el tórax en el interior de
la parte trasera
del monovolumen, que parecía querer tragarlo
con su gran boca
posterior abierta, la caña nuevamente
desplegada descansaba
en el ángulo formado por la puerta elevada y
el techo del
vehículo, uno de los extremos apuntaba en
dirección a Carlo,
que, enfrascado en su conversación, no le
prestó ninguna
atención.
Carlo Giacobone conducía de regreso a Roma
con excesiva
prudencia, había tenido un par de sustos en
curvas más
cerradas de lo que parecían. Conducir de
noche no es lo
mismo, se dijo, pensó que tampoco era el
momento más
apropiado para tener un accidente con un
promisorio futuro
por delante. A su lado, Alexandra dormitaba
apoyada la cabeza
sobre su hombro, la miró de reojo, le daba
pena, la muchacha
se había enamorado, también él se había
encandilado, era muy
atractiva y una fiera en la cama, pero sobre
todo cariñosa y
de buenos sentimientos, pero él se debía por
sobre todo a su
mujer y a sus hijos, no debía permitir que
una aventura
destrozase su hogar, por muy encoñado que
estuviese, porque
finalmente no era otra cosa que eso, un
encoñamiento de los
cincuenta, pero le costaba dejarla, le hacía
sentir joven
nuevamente y se excitaba con sólo pensar en
ella, y
precisamente ahora que había decidido
dejarla, su futuro
dependía de la información que ella pudiera
brindarle.
Se estaba haciendo muy tarde, las
retenciones de la caravana
de regreso a Roma luego del fin de semana
eran interminables.
Alexandra parecía tener razón, ¿de qué le
servía el deportivo
en medio de ese monumental atasco?
Finalmente, llegaron al
centro con un par de horas de retraso,
detuvo el coche en
doble fila delante del portal y se bajó para
abrirle la
puerta y ayudarla a descender.
- ¿Cómo lo has pasado?
- Muy bien, cariño, pero a ver si
arreglas de una vez el
asunto con tu mujer, me siento muy mal y muy
sucia obrando de
este modo.
- El trago peor lo paso yo, que tengo
que volver ahora a casa.
Quédate tranquila, que pronto se acabará
esta situación y
estaremos siempre juntos.
La atrajo junto a él y la besó profundamente
en la boca y se
sintió enfermo; por un instante cruzó por su
mente el dejarlo
todo, el contacto con el cuerpo de ella le
decía cuánto la
deseaba, tuvo en ese fugaz momento
conciencia de ser un
hombre pequeño y despreciable, sólo por una
pequeña fracción
de tiempo, la que necesita el alma para
montar sus defensas y
así justificar todas las acciones por
perversas que sean; el
sentimiento de culpa destruye, hay que ser
malo o bueno sin
fisuras, el espíritu no es capaz de afrontar
la duda y el
remordimiento sin acusarlo y pasar
factura.
Esperó a que cerrase el portal de acceso a
la escalera y,
pese a que era ya tarde, no dejó la acera
hasta que comprobó
que se encendía la luz del ático. Con una
extraña sensación
de desasosiego que no conocía, subió al
coche.
- ¿Qué me está pasando? -se preguntó-.
Yo no soy una mala
persona -se contestó a sí mismo.
Absorbido por sus pensamientos no se percató
de que alguien
se había aproximado hasta la puerta derecha
del coche y
golpeaba la ventanilla con los nudillos, dio
un pequeño
respingo sobresaltado, luego respiró
aliviado.
- ¿Es usted?
- Desde luego que soy yo. ¿Le sorprende
verme?
- Sí, sí, claro, no esperaba verlo así,
tan de pronto, sé que
le debo una explicación.
- Tranquilo, para eso he venido, para
que se explique.
Algo más relajado al reconocer al
responsable de su
sobresalto, abrió la puerta invitándolo a
pasar al interior
del coche.
- ¡Cuidado! Parece que alguien se
acerca por la acera de
enfrente.
Carlo giró automáticamente la cabeza hacia
su ventanilla para
comprobarlo.
Lo único que Carlo vio fue un estallido
multicolor acompañado
de un ruido seco y explosivo como el que
hace una bolsa de
papel llena de aire cuando se revienta entre
las manos; luego
se apagaron todas las luces, tuvo una
sucesión vertiginosa de
pensamientos dispares y el anunciado fin del
mundo se hizo
presente para Carlo, llenándolo todo con la
nada.
Cuando Alexandra llegó al “scriptorium”
encontró al padre
Lorenzo demacrado con unas oscuras ojeras
rodeando sus
profundos ojos, que brillaban con místico
fulgor en la
profundidad de unas órbitas acentuadas por
su ascética
delgadez.
- ¡Por fin llegas, hija! Te esperaba
ansioso.
- Padre, son las ocho de la
mañana.
- Te he dejado un mensaje para que
vinieras con urgencia.
- Era domingo y no estaba en
Roma.
- Bueno, bueno, no perdamos tiempo en
palabrería huera, vamos
a lo esencial; parece que he descubierto lo
que puede ser una
pista con sentido, pero antes aclárame algo
que me ha dejado
cavilando.
El viernes, antes de irte, dijiste que lo
que habíamos
descifrado te parecía haberlo visto en unas
piezas de los
rollos del mar Muerto que estás
traduciendo.
- Es cierto, padre, se trata del estilo
y las palabras
utilizadas, así como el tema tratado.
Parece como si los tres escritos, la
Apocalipsis de Esdras,
los manuscritos del mar Muerto y el
entrelineado hubieran
sido escritos en la misma época y por
personas pertenecientes
a una misma orientación.
- Aclárate; de acuerdo en que pueda
haber una cierta
coincidencia del apócrifo de Esdras y los
rollos de Qumran,
¡pero el entrelineado está escrito en latín
y aparentemente
por Alejandro VI!
- Sé que suena extraño, padre, pero,
por favor, busque los
apuntes donde habíamos hecho la traducción
en arameo de los
versículos 23 a 27 y de los agregados en
latín.
Revuelve el padre Lorenzo los cientos de
hojas hasta dar con
las que le pide Alexandra.
- Aquí las tienes, hija.
Dispone una al lado de la otra las tres
hojas.
- Vea, padre, aquí, en el versículo 23,
la traducción del
arameo reza: “Pues Israel ha sido entregada
en oprobio a las
naciones”.
Y el subrayado en latín: “Yo te digo que
ninguno es más
odioso que tú a los ojos de mi
hermano”.
Esto podría ser la traducción en latín de un
texto judío
contemporáneo a Jesús, pero luego continúa:
“Y el pueblo que
amas a los pecadores”.
Y el subrayado en latín: “Sirves a los
fariseos sumándote a
la corte del sacerdote impío”.
Esta frase parece copiada casi literal del
manual de
disciplina esenio. Luego prosigue: “La ley
de nuestros padres
ha sido rechazada”.
Y por debajo: “Maquinas para corromper la
Torah”.
En el versículo 25: “Pero qué hará por su
santo nombre”.
Lo que el misterioso escribiente añade:
¿”Quién sino tú une
el yugo de los judíos al carro de los
gentiles?”.
Y luego: “Que está invocado sobre
nosotros”.
“Cristo, el ungido, mi hermano”.
Luego, en el 27, la Apocalipsis reza: “No
puedes traer la
esperanza a los justos”.
Y lo escrito en latín: “Fieles al espíritu
del maestro de
justicia”.
Y finalmente: “Pues este siglo está lleno de
dolor y
debilidad”.
“Intentas” también “corromper a
Pedro”.
- No puede estar más claro, todo ello
se encuentra reflejado
en los rollos y hace alusión al
enfrentamiento mantenido por
el maestro de justicia líder de los esenios
con el sacerdote
fariseo del templo de Jerusalén, y, por otro
lado, la
correspondencia de intención y temporalidad
entre los
escritos del apócrifo de Esdras y el
agregado en latín no
deja lugar a dudas de que ambos textos se
corresponden en
tiempo y lugar y los autores coinciden en
los conceptos.
- Sí, tienes razón, eso sólo puede
significar que quien hizo
esas anotaciones en latín estaba copiando de
un original de
la misma época que la Apocalipsis,
posiblemente el siglo I, y
si damos fe a lo afirmado en el versículo
25, su autor no
puede ser otro que Jacob o Santiago, el
hermano de Jesús,
autor del protoevangelio de Santiago,
catalogado oficialmente
como apócrifo. Se trataría entonces de una
carta dictada, o
al menos con la aprobación, del propio
Jesucristo; ello
significaría que se identifica como el
maestro de justicia,
ergo Jesús pertenecería a la secta de los
esenios, y no murió
en la cruz.
- Eso es algo que sostienen algunos
estudiosos de los rollos
del mar Muerto, que tanto Juan el Bautista
como Jesús eran
esenios.
- Siempre que se trate de la
transcripción de un original y no
de una simulación intencionada.
- Eso es lo que creo que estamos
buscando, ¿no es así padre
Lorenzo?
El padre Lorenzo no contestó de inmediato,
meditó unos
instantes que se le hicieron eternos a
Alexandra para,
finalmente, mirando fijamente a los ojos de
la muchacha,
decir:
- Así es, hija mía, creo que debes
saber algunas cosas más
sobre este asunto. ¿Estás dispuesta a
guardar el más absoluto
secreto sobre lo que voy a decirte?
- Desde luego, padre, puede contar con
mi discreción.
- ¿Lo juras?
- ¡Padre, jurar es pecado!
- No digas tonterías, Alexandra, pecado
son otras cosas que tú
has hecho. Dime ¿lo juras?
- Lo juro, padre.
- Existe una leyenda milenaria que nace
desde los primeros
tiempos de la Iglesia y que habla de una
carta que Jacob o
Santiago, el hermano de Jesús, escribe por
dictado de éste a
Saulo y Cefas (Pablo y Pedro), y en ella se
desvelaría la
verdadera palabra de Jesús. Esta carta no ha
sido nunca leída
por nadie, o al menos nadie que la haya
leído ha transmitido
su contenido. Entre las muchas cosas que se
dicen de este
asunto, la que más fuerza ha cobrado es la
versión de que
Alejandro VI la tuvo en su poder y conoció
su mensaje, pero
decidió ocultarla sin comunicar a nadie su
contenido, aunque
dejando pistas para que cuando llegara el
momento oportuno,
pudiese ser hallada y hecha pública.
- ¿Y cuándo sería ese momento?
- El papa Alejandro VI fue un papa muy
poco piadoso, pero tras
la muerte de su hijo Juan -su favorito- a
manos de unos
asaltantes, tuvo un súbito cambio de actitud
y cayó en un
repentino misticismo, decidiendo que había
que dar a conocer
el contenido de la carta, pero desconfiaba
de todos,
particularmente de su “magister
ceremoniarum”, Burckard -de
quien ya conoces bastante-, por lo que
mantuvo oculta la
existencia de la carta con el convencimiento
de que tras él
vendría un papa sobre el que Dios daría
alguna señal para
indicar que sería el encargado de sacarla a
la luz.
- ¿Y cómo sabe usted todo eso?
- Alejandro tenía un primo llamado
Francisco que era su más
íntimo colaborador y a él le encargó la
fundación de una
orden secreta, que fue llamada Orden de los
Custodios de la
Verdadera Palabra de Jesús y que habría de
tener como misión
custodiar el secreto hasta que se
manifestaran las señales de
quién habría de revelarlo.
- ¿Y aún existe esa orden?
- Sí, cuenta con tan sólo ciento
cincuenta miembros en todo el
mundo y yo soy el prior.
Alexandra miraba al padre Lorenzo con la
boca entreabierta y
una expresión de asombro impresa en su
rostro.
- De modo que si estamos tratando de
hallar el original de la
carta, ¿significa eso que se han dado las
señales de que el
momento ha llegado?
- Sí, el candidato parecía ser el papa
Juan Pablo I, pero se
fue de este mundo en forma demasiado rápida
y harto
sospechosa.
- Entonces, los rumores que hablaban de
la monja misteriosa
que le llevó la tisana…
- Desgraciadamente pueden haber sido
ciertos, pues debes saber
también que existe una logia, que cuenta con
la complicidad
de varias otras al servicio de los poderes
fácticos
económicos, que han controlado el Vaticano y
que desean la
destrucción de esta carta que podría acabar
con la fuente de
sus riquezas, pues socavaría los cimientos
sobre los que se
asienta la Iglesia, y esta gente no tiene
reparos a la hora
de conseguir sus objetivos y no les
asustaría tener que
acabar con la vida de un papa.
- Padre, me está aterrorizando.
- No quiero que te asustes, pero es
necesario que lo sepas
para que te cuides, aunque estás siendo
custodiada por
algunos elementos de la guardia suiza.
- ¿Quiere decir que me están
vigilando?
- Es por tu propia seguridad, y ha sido
el mismo papa quien lo
ha dispuesto.
- Entonces puedo estar tranquila.
- No del todo, algo se está moviendo en
torno a la guardia
suiza y no sé si podemos fiarnos plenamente
del comandante.
- ¿Será, entonces, Juan Pablo II quien
revele el misterio?
- No lo sé, y aquí comienzan nuestros
verdaderos problemas. En
un principio pareció que así iba a ser, se
presentaba como un
papa innovador que realizaría las reformas
económicas que se
proponía el papa Luciani y seguiría las
líneas maestras
trazadas por el Concilio Vaticano II, con
una apertura de la
Iglesia al mundo, favoreciendo el diálogo
con el resto de las
iglesias; que se enfrentaría a las tesis
fundamentalistas de
monseñor Lefevbre; un papa que ponía fin a
cuatro siglos y
medio de papas italianos. Juan Pablo I, poco
antes de morir,
tuvo con él una entrevista y lo puso al
tanto del asunto de
la carta oculta de Santiago y él dio
comienzo a una serie de
averiguaciones, contactando incluso con el
arzobispo de
Florencia, encargándole que iniciara una
investigación con
carácter urgente para determinar el grado de
la presencia
masónica en la jerarquía eclesiástica y, en
particular,
dentro del Vaticano. El cardenal Giovanni
Benelli realizó, en
efecto, lo que el papa le pidió, mas no
llegó a revelarse en
razón de la inesperada y repentina muerte de
Juan Pablo I. El
actual papa, que en principio pareció dar su
apoyo a Luciani,
se retiró luego a sitio neutral al morir
éste, pero tras el
atentado que sufrió a manos del turco Alí
Agka, pareció
olvidar por completo el asunto.
- Pero padre Lorenzo, si fue
precisamente su Santidad quien me
encargó personalmente la traducción de la
Apocalipsis.
- Calla, calla y deja que concluya, te
decía que después del
atentado pareció olvidarlo todo, hasta
recientemente que no
sé por qué motivo, cobró nuevo interés en el
asunto,
retomando la investigación.
- Entonces, ¿dónde está el
problema?
- El problema está en que en estos
últimos días parece estar
como secuestrado, es imposible acercarse a
él en privado
desde que monseñor Ratzinger, de algún modo,
le obligó a
suscribir como infalible el documento
“Dominus Iesus”, en el
que, contradiciendo la postura de toda su
vida, declara a la
Iglesia católica romana como la única
verdadera, excluyendo
la posibilidad de salvación fuera de
ésta.
- ¿Tanta influencia tiene ese
cardenal?
- Es algo más que influencia; el
cardenal Ratzinger es la
cabeza de la Congregación para la doctrina
de la Fe; ignoras
qué congregación es ésta ¿verdad?
- Sí, digo, no, no la conozco.
- Pues es, nada menos, que la
continuación del Santo Oficio,
de la Inquisición.
- ¿La Inquisición en el siglo
XXI?
- Sí, hija, sí, la Inquisición y, para
más datos, te diré
también que es una de esas sectas que te
mencioné antes que
conocen la existencia de la carta y buscan
su destrucción.
Luego de esta declaración es para ellos
vital hacer
desaparecer la carta; acaban de echar un
órdago.
- ¿Qué es eso?
- Una expresión de un juego de naipes
de mi tierra.
- ¿Y qué vamos a hacer ahora?
- Trabajar 25 horas al día para hallar
la clave. Yo trataré de
llegar hasta el papa y rezar para que Dios
nos ilumine.
¿A que se está complicando un poco la cosa?
¡Eh, chaval!
Despierta, soy yo, el espejo oblongo y
renacentista. ¿Quién
otro se dirige a ti con estas confianzas?
¿Que no me pase?
Vamos, anda, estás tú bueno, ya no me
asustas, que estamos en
la página titantos y pico, no vas ahora a
confinarme en
función decorativa de relleno en un anaquel
de tu biblioteca.
¡Abre, abre, no me cierres, que era de coña!
Sólo un farol,
tú ganas, como siempre.
Vamos a dejar el presente por un rato y a
abrir la puerta de
la máquina del tiempo para regresar junto a
mi tan dilecto y
admirado papa. Lo habíamos aparcado unas
cuantas hojas atrás
en 1484, cuando, tras la muerte de Sixto IV,
el bueno de
Rodrigo simoneó como sólo él sabía hacerlo
para que Juan
Bautista Cibo cambiara de nombre y pasase a
llamarse
Inocencio VIII; luego de ello, envió a
Torrella y a
Gabrielino a Zaragoza en busca del judío
Adonías para que
éste le tradujera la mítica carta.
Cuando los emisarios regresaron de vacío con
la noticia de
que habría que buscar al rabí en África,
contra todo
pronóstico, no montó en cólera -en realidad,
en cuanto a
montar, era hombre de idea fija con relación
a la
cabalgadura- y le dijo a su primo Francisco
que quizá todavía
no había llegado el momento de averiguar qué
contenía el
manuscrito y que éste podía esperar en la
gaveta secreta, y
el judío en Masoura, hasta que él fuera
papa.
Los ocho años que Dios le dio de propina a
su vicario
Inocencio VIII los pasó Rodrigo regando a la
bella Julia, que
desplegaba sus pétalos viendo crecer a sus
propios vástagos y
tejiendo una cada vez más tupida malla de
intereses que
involucraba a las más influyentes familias
romanas.
Francisco, mientras tanto, se aproximaba a
Burckard y lograba
su confianza a expensas de mostrarse ante él
envidioso y
despechado con la conducta de su primo el
“vicecancelarium”,
y así, Vannozza, amatronándose y
enriqueciéndose con sus
casas de postas, Lucrecia, ganando en
belleza y sabiduría
bajo la tutela de Adriana Mila, César,
desarrollando un
carácter avasallador y guerrero, Juan, dulce
y encantador, y
los otros… vaya usted a saber.
Pasan los años hasta llegar al mítico 1492,
el año pródigo en
acontecimientos magnos que cambian la faz de
la tierra.
Boabdil cede Granada a los reyes de Castilla
y Aragón y llora
como una mujer lo que no supo defender como
un hombre -
valiente cursilería atribuida a Aixa, la
madre del último
nazarí, que además es falsa, me lo dijo un
espejo al que se
lo reflejó el agua de la fuente del patio de
los leones de la
Alhambra, y a ésta, las cantarinas y siempre
chismosas
murmurantes aguas del Darro-; un genovés
trapisondero, pirata
y braguetero engatusa a la reina Isabel y
hete ahí que
descubre América; Torquemada, cansado de
torrar conversos
consigue que los reyes expulsen a los judíos
de la recién
formada España; el cardenal Rodrigo Borgia
es elegido papa
y… suenen las fanfarrias, repiquen los
timbales, contenga
la humanidad el aliento, la tierra se regala
con el magno
acontecimiento del nacimiento del singular,
sin par, excelso
espejo verboso, lenguaraz y comadrero: yo,
menda -que no
mendaz, que siempre digo verdades.
Hubo otros muchos acontecimientos
importantes en este
glorioso año, pero vamos a dejarlo en éstos
para no hacer
excesivamente larga la lista y nos
explayaremos en el más
importante, al menos para quien habla, la
elección del futuro
Alejandro VI.
Al llamar Dios a su lado a Inocencio VIII,
Rodrigo decide que
ha llegado su hora, ha superado los sesenta
y el apetecible
fruto del frondoso y prolífico árbol de la
Iglesia, cargado
de manzanas de oro, está ya maduro; es el
momento de
recogerlo so riesgo de que se pase y se
apoderen de él los
gusanos. El desarrollo de la larga partida
de ajedrez, cuyo
primer movimiento comenzó hacía más de
cuarenta años, cuando
su tío el papa Calixto III le impuso el
capelo, había llegado
a su final, un final de alfiles que tendría
que jugar sin
cometer el más mínimo error, era ahora o
nunca, si se le
escapaba, la tiara iría a parar a la cabeza
del cardenal
Carafa.
La empresa no fue fácil, también el
contrario se había
preocupado en esta oportunidad de colocar
los trebejos en
lugares estratégicos. Los cardenales Costa y
Carafa se han
aliado en contra del enemigo común, y en el
primer escrutinio
quien más votos reúne es Carafa, pero no
llega a los dos