Barragán Fernando -
Conspiración y muerte en el Vaticano
La carta oculta de Jesús.
“La verdad os hará libres” Lucas 8:32
Introducción
Durante mucho tiempo he debido permanecer en
silencio, no por
voluntad propia sino por haberme sido
impuesto por quien
quiera que sea el hacedor o administrador de
todas las cosas,
que quiso, por ser también quien dicta las
leyes del orden -o
desorden- universal, crear una ley de
compensaciones,
acogiéndome a la cual mi vista es tan aguda
como completa mi
mudez; soy también del todo incapaz de
moverme y necesito ser
asistido para cualquier desplazamiento,
limitación esta que
también compenso en parte gracias a mis
propiedades visuales,
que me han permitido ser testigo de hechos
ocurridos lejos
del lugar donde habito. Mi gran enemigo es
la oscuridad, pues
ella me deja inerme, ajeno a cuanto acontece
a mi alrededor y
sometido a su poder, que ejerce como lo
hacen todas las
tiranías: en forma dictatorial. He
permanecido -por no poder
oponerme a ello- largos periodos
languideciendo en las
tinieblas, al margen de cualquier forma de
comunicación con
mi entorno natural o con cualquier otro, por
poco natural que
éste pudiese ser.
Sucedió un hecho, inesperado por lo
insólito, que desafió al
orden que establece los límites entre lo
aceptable por la
razón y aquello que, sin explicaciones
racionales,
simplemente ocurre sin más; este
acontecimiento cambió el
significado de mi existencia. Ocurrió
repentinamente, al poco
tiempo de ser rescatado de uno de mis más
largos periodos de
oscuridad. Sin casi apercibirme de ello, me
hallé en posesión
del divino don de la palabra, “divino”, pues
únicamente un
dios podía haber obrado el milagro, ya que
¿de qué otra forma
podríamos definir lo que el entendimiento no
entiende?
Haciendo uso de este inesperado atributo,
quiero ganarme el
derecho a prolongar mi existencia -no voy a
caer en la
vulgaridad de hablar de inmortalidad-
optando por permanecer
en la memoria de los hombres, y para ello
voy a relatarte una
historia, una entre tantas de las que he
sido testigo,
algunas de ellas simples jirones de la
condición humana que
quedaron enganchados en mí: soledad,
desesperanza, abandono,
ambiciones, frustraciones, envidias,
traición y muerte o la
simple angustia del no saber, pero no vayas
a pensar por ello
que lo que voy a relatarte es algo cotidiano
y de andar por
casa, un pequeño gran drama de cada
día…
Presta atención, la historia que tengo para
ti se inicia con
una carta que fue escrita hace casi dos mil
años y que de
haber llegado a su destinatario, habría
cambiado el curso de
la humanidad… o no, nunca se sabe; quizá
quien debía
haberla recibido la habría desechado o le
habría dado un uso
poco apropiado, o sólo habría dado lugar a
uno más de los
posibles multiuniversos que nos promete la
física cuántica.
Lo cierto es que la epístola de referencia
permaneció oculta
durante periodos de tiempo que se podrían
adjetivar como
largos en comparación con la corta vida de
los humanos, con
ocasionales intentos de darse a conocer sin
lograr del todo
ese objetivo; pese a ello el solo hecho de
la presunción de
su existencia originó la aparición de
partidarios de su
destrucción y de otros que, en lado opuesto,
se conjuraron
para protegerla esperando el momento en que
se manifestara la
ocasión de que viera la luz pública. En un
principio sólo
fueron personas que, a título personal -ya
que de personas se
trata-, comulgaban con una u otra posición;
luego los
defensores de cada facción se constituyeron
en logias; su
historia -la de la carta- es compañera de
ambiciones
espurias, traiciones y… asesinatos en altas,
medias y bajas
esferas -¿por qué esferas y no cubos o
dodecaedros?
Personalmente, prefiero los círculos como
figura geométrico-
gramático-social, ya que concéntricos pueden
contenerse sin
tocarse-. Los sufridos en las carnes de los
pertenecientes a
las dos últimas categorías, en realidad, no
cuentan gran
cosa, claro, y los que han acabado en forma
arbitraria y
anticipada con la vida de los poderosos han
sido, en su
mayoría, escondidos tras el eufemismo de
“muerte por causas
naturales”, aunque no siempre, a veces, se
los ha mentado con
propiedad, llamando a las cosas por su
nombre, es decir:
envenenamiento, apuñalamiento o
estrangulación.
A esta altura de mi discurso te estarás
preguntando: ¿Quién
es este que, por haber recuperado por obra
de algún prodigio
la capacidad de locución, se arroga el
conocimiento de lo
que, según sus propias palabras, no ha visto
la luz, no
afloró a la superficie; en resumen, ha
permanecido ignoto?
¿Cómo puede estar al tanto del contenido de
una carta que no
ha sido leída?
No tanta prisa, amable lector, que estamos
tan sólo en las
primeras páginas de este cuento, que no es
cuento sino
rigurosa verdad, y espero y deseo, con el
fervor con que
desea todo charlatán, ser escuchado, que
recorramos juntos
algunos cientos de ellas. Vayamos pues, por
partes, a dar
satisfacción a la pregunta que intuyo te
haces. En primer
lugar, acordemos que yo no he recuperado la
voz, ya que mal
se puede recuperar lo que nunca se ha
poseído, sino que he
sido dotado de ella, y ya en posesión del
papiamento, en
ningún renglón de los que hasta ahora has
recorrido he dicho
que la carta que constituye el meollo,
ombligo o fuente
nutricia de esta historia no haya visto la
luz; para saberlo,
tendrás que continuar leyendo las páginas
que restan.
El cómo lo he sabido es fácil de explicar y
puedo
adelantarlo: de la observación íntima,
directa, minuciosa y
continuada de las personas que consiguieron
penetrar en su
misterio, tanto de aquellas que dedicaron
toda su energía en
el empeño de hacer que permaneciera oculta
como aquellas que
dejaron la vida en el intento de que su
contenido viera la
luz pública arrancándola del escondrijo en
que permaneció
disimulada durante dos milenios.
Darte a conocer mi identidad es algo más
complicado, y está
por verse si lo consigo, ya que no es
pequeña la tarea para
hacer que me creas, sobre todo porque como
ya habrás podido
imaginar por lo susodicho, no hay
antecedentes de que los de
mi especie sean pródigos en palabras, quizá
debería dejar
abierta la incógnita y ver si eres capaz de
descubrirlo por
ti mismo.
¿Que te dé alguna pista? ¿Que vas a tratar
de resolverlo como
si fuera un acertijo? Vale, ¿por qué no?
Ello hará que te
impliques más en mi relato.
Puedo decirte que -y ya te he dado dos
indicios en el mismo
sentido, el primero unas líneas más arriba,
al decir “los de
mi especie”, y el segundo al utilizar la
primera persona del
plural, dejando así establecido que
pertenezco a un grupo,
tribu, sindicato, corporación, logia,
conciliábulo, clan,
cabila, cáfila, casta, linaje, horda,
etcétera a cuyos
individuos unen condiciones, gustos o
intereses afines, y de
los posibles comunes denominadores es sin
duda el más
importante nuestra condición de videntes, en
cuanto a que
todo lo vemos y nada se nos oculta- cuando
nos encontramos en
público, se nos mira de reojo, como al
descuido, mas en la
intimidad, sin testigos y a solas, frente a
frente, cara a
cara, cuerpo a cuerpo, todos se desnudan
ante nosotros
exponiendo a nuestra vista sus más ocultos
secretos,
haciéndonos partícipes de sus más íntimos
detalles, sin pudor
alguno, en ocasiones -no pocas- nos dirigís
la palabra,
habláis con nosotros, que es tanto como
hablar con vosotros
mismos, ya que no podemos sino dar la
callada por respuesta,
ensayáis el parlamento elocuente, promesas
de amor eterno,
empalagosos requiebros, la reclamación
airada o la protesta
de fidelidad sumisa y pelotillera, hacéis
reverencias, gestos
y muecas, para luego preguntarnos: ¿Qué
tal?
¿Cómo he estado? Y así nos inquirís con la
certeza de que
habréis de escuchar la respuesta deseada;
luego nos dais la
espalda y os alejáis, no sin antes girar la
cabeza para
dirigirnos una última mirada por sobre el
hombro.
Tenemos también el don de la omnipresencia,
ya que hemos
estado en todo tiempo y lugar, y si, como te
he dicho antes,
carecemos del don del habla y del movimiento
por cuenta
propia, estamos dotados de la cualidad de
poder comunicarnos
a través del tiempo y el espacio a la
velocidad de la luz.
No todos los de nuestra hermandad somos
iguales; muy por el
contrario es entre nosotros tan grande la
variedad en las
formas y características, que sólo por
nuestros actos se nos
puede relacionar.
Algunos vamos a cara descubierta, exhibiendo
sin embargos,
complejos ni pudor nuestra condición, no
dejando lugar a la
duda de nuestra identidad -yo soy uno de
ellos-; otros van de
incógnito con las más variadas apariencias,
ya que somos
maestros también en el arte del disimulo,
pero sin dejar de
cumplir con nuestra misión, con más o menos
eficiencia.
Somos críticos severos y nada se escapa a
nuestro análisis
implacable, si bien debo reconocer que
tenemos el
incontrolable defecto de llevar siempre la
contraria,
poniéndolo todo del revés, y que algunos de
los nuestros
tienden a deformar las cosas, y como también
nos hallamos
presentes en los ojos de los humanos y les
damos información
de su realidad, no es de extrañar que
algunos de ellos,
muchos diría yo, vivan su realidad tan
deformada.
Bueno, supongo que con tal cantidad de
pistas e indicaciones
habrás despejado de obstáculos el camino,
llegando a la
conclusión, lejos de toda duda, de que quien
te habla es un
espejo, sí, una superficie lisa y pulida que
recibe la luz y
devuelve imágenes, antiguo como el hombre
mismo, incluso más,
pero como todo lo que puebla y habita la
tierra, no adquiere
existencia real hasta que se la concede el
hombre, ya que
nada es si nadie sabe que es. Si no has
arribado a este
descubrimiento -que yo soy un espejo-, será
quizá debido a
que mi descripción ha sido un tanto críptica
y mis pistas,
algo ambiguas, o bien deberás aceptar que no
eres muy ducho
en acertijos. Bueno, bueno, para ya, no
comencemos tan pronto
a deteriorar nuestra relación con
observaciones tan
superficiales y tontas como esa que está
formando tu mente de
que los espejos no hablan, vamos, que cosas
más difíciles de
creer han colado como ciertas; vosotros, los
humanos, sois
proclives a creer lo que os echen, cuanto
más inverosímil,
mejor, y no te cuento si además aparece
escrito en letra de
molde… Y ya te he dicho al comienzo que se
trata de un caso
especial sin antecedentes -excepción hecha
de los utilizados
por brujas, adivinos, nigromantes, magos,
hechiceros,
aojadores y madrastras-, y que probablemente
no se vuelva a
repetir. Y ahora, si estás en disposición de
querer saber lo
que un espejo puede decirte, continúa
leyendo, que yo daré
comienzo a mi historia.
Al decir “mi historia” no aludo a la mía
propia, que, por
cierto, no deja de tener interés y está de
algún modo ligada
a aquella que me dispongo a participarte,
pero ¡qué diablos!
¿A qué viene tanta humildad? Voy a comenzar
por decir algo de
mí mismo, no sea que vayas a creer que yo
soy, acaso, un
vulgar trozo de vidrio con la espalda
cubierta de azogue, es
decir, azogado -que suena como azorado en
plan gangoso-, ya
sabes, ese procedimiento mediante el cual
una lámina de
vidrio es acostada boca abajo y cubierta,
por la espalda, con
delgadas hojas de estaño, que son
cuidadosamente alisadas
para luego verter mercurio sobre ellas.
Bueno es que sepas
que quien te habla es una verdadera obra de
arte diseñada y
realizada por el genio Bernardino di Betto,
conocido como el
Pinturrichio, como muestra de agradecimiento
a su mecenas el
papa Alejandro VI, que hizo que me colocasen
en la cámara
papal para tenerme siempre al alcance de su
vista. Soy grande
y robusto, de la altura de un hombre y algo
regordete, ya que
mi perímetro es oval, pero perfectamente
armonizado con el
vestido con el que me rodeó el artista por
los cuatro
costados.
¿Que un óvalo no tiene costados y mucho
menos cuatro, pues
entonces dejaría de ser óvalo para ser un
paralelogramo?
¡Chupa del frasco, Carrasco! El lector me ha
salido
respondón. No te pases de listo, majo,
¿acaso no sabes lo que
es una metáfora? Y además, no quieras darle
lecciones de
geometría artística a quien ha nacido de las
manos de uno de
los sublimes artistas de la más pródiga de
las épocas que la
humanidad se ha regalado en materia de buen
gusto, y ha
vivido lo que para ti serían muchas vidas,
viendo asomarse a
sus ojos la flor y nata del arte, de modo
que no me
interrumpas y oye, tú que tienes oídos, que
yo soy todo ojos
y no sé en virtud de qué extraño sortilegio
dispongo hoy del
don de la palabra, y no puedo contenerme en
su uso.
Decía entonces que estoy vestido con un
maravilloso marco de
madera de nogal labrada con armoniosas
volutas que conforman
un encaje penetrando las unas en las otras,
todo ello
recubierto de pan de oro, con su adecuada
pátina. El maestro
vidriero que conformó mi cara, y con ella mi
alma, ha dado a
mi superficie, no sé si de chiripa o por
intencionada
picardía, una casi inapreciable concavidad,
lo que hace que
quienes en mí se miran se vean algo más
estilizados de lo que
en realidad son. Esto es causa de que me
tengan más aprecio
que a la mayoría de mis hermanos, y esta
característica
particular de mi carácter ha sido muy
apreciada por quien fue
mi primer dueño, ya que a su santidad el
papa Alejandro VI -
Rodrigo Borgia de seglar- difícilmente
podría haberlo
contenido en mi interior en su totalidad de
no ser por esa
particularidad con la que me dotó mi
creador.
No fue el papa Alejandro VI especialmente
pródigo en
mecenazgos; él prefería gastar los dineros
del Vaticano en
aumentar sus ejércitos y fortalecer el
castillo de
Sant.Angelo, dotándolo de altas torres y
almenas que adornaba
con profusión de culebrinas, bombardas y
otros artilugios
propios de la noble tarea de sacudir el
polvo a los
semejantes, y no es que mi papa favorito
fuera
particularmente guerrero, ya que eran otras
guerras las que
le sorbían la mente y de otra naturaleza los
polvos que
sacudía -si quieres entenderme-.
Al que le privaba ver salir la sangre a
raudales por la
puerta abierta por las armas era a su hijo
César, pero para
mi suerte, Alejandro VI era amante de los
placeres materiales
de la vida, de los que no excluía el
rodearse de lujo y
belleza, de modo que sus habitaciones fueron
magníficamente
adornadas, cubiertas por frescos de
Pinturrichio -su pintor
de cámara- con temas tan poco sacros como la
recreación del
mito egipcio de Osiris e Isis, haciendo
pasear al buey Apis
por las paredes de los aposentos -debo
confesar que estos
motivos son muy de mi agrado-.
Este vicario de Cristo, en un acto que no
sabría si es
correcto definir como provisto de fina
ironía, dio órdenes a
mi creador para que pintase en una de las
paredes un fresco
en el que la virgen María era representada
con la cara de la
jovencísima y bella Julia Farnesi, y en el
que también
aparecía él, a sus pies, en actitud de
adoración. ¡Todo un
“cuadro”!
Con seguridad estarás pensando que la
historia que quiero
contarte se origina en estas estancias donde
dio comienzo mi
propia existencia; pues yerras si tal
piensas, ya que la
historia se remonta a los tiempos en que fue
escrita la carta
de marras que cito al inicio de mi relato, y
fueron su
escriba y su destinatario actores
principales, y no meras
comparsas, de esta obra.
¿Qué dices? ¿Que una historia de dos mil
años ha de ser muy
larga y con seguridad aburrida? ¡Leche!,
pero ¿qué haces?
¡Por favor! No te vayas, no cierres ya el
libro, aguarda,
espera, te suplico, ten algo de paciencia,
que siempre es
necesario mondar la naranja, cascar la nuez
y pelar el
plátano para catar la dulzura del sabor de
su interior, que
los comienzos son siempre áridos, la
escultura fue primero
piedra, el dibujo, boceto, y el amor,
cortejo. Recuerda
aquello de la mona y la nuez verde, no te
quedes con el
amargor de la cáscara, y ya verás que si
perseveras
encontrarás esta historia apasionante y su
contenido podrá
cambiar tus convicciones.
Ya tornaremos a los Borgia y su familia,
pero antes vamos a
buscar la punta del hilo que nos permita
desenredar la madeja
y dar al relato un cierto orden, pues con
esto de verme de
repente dotado del don del habla, son tantas
las cosas que
quiero contar, que se me hace la picha un
lío, con perdón,
que esto es sólo una licencia, pues es
sabido de todos que
los espejos no tenemos picha, si no es
prestada, claro, ya
que tratándose de prestado, por supuesto que
disponemos de
todo lo que pueda disponerse.
Para que no te sorprenda lo extenso de mis
conocimientos,
sobre todo de aquéllos acaecidos fuera de mi
tiempo y lugar,
debo decirte que los de nuestra familia
hemos estado siempre
al loro de todo, vamos, al tanto, quiero
decir, desde los más
lejanos orígenes, ya que cualquier
superficie pulida,
incluida la del agua, ¿has oído hablar del
espejo del agua?,
es uno de nosotros; incluso las gotas de la
lluvia o del
rocío son minúsculos espejos, hasta las
gafas que ponéis ante
vuestros ojos son espejuelos y vuestros
propios ojos son
espejos en los que se reflejan vuestras
emociones, vuestro
carácter y son la puerta por que se puede
acceder a vuestro
secreto interior; ya sabes aquello de que la
cara es espejo
del alma, y habrás oído que aquel santo
varón fue espejo de
virtudes, ya que en nuestras virtudes se
reflejan las
vuestras; así, lo espejado es limpio, puro,
también reluce o
refulge y es claro y diáfano, mas también
somos propensos a
deformar la realidad o crear realidades
virtuales, y así una
aparición o visión terrenal o divina puede
ser ¡un espejismo!
Como nuestra memoria es ilimitada y nuestra
información viaja
de reflejo en reflejo, resulta que en forma
directa o
reflejada lo hemos visto todo, eso sí, al
revés, ya que
nuestro corazón está a la derecha.
Voy ya, sin más trámite, a tirar de la punta
que emerge de la
madeja para introducirte en su interior y a
ver hasta dónde
llegamos.
Palestina, abril, año 2000
Juan Pablo II interrumpió la misa. La voz
del muecín llamando
a oración le llegaba lejana y monótona.
Había entre los
asistentes al oficio una buena cantidad de
musulmanes entre
autoridades y curiosos, y les debía ese
respeto. Yasir Arafat
paseó la mirada orgulloso sobre la multitud
y una no
disimulada sonrisa se dibujó en sus carnosos
labios mientras
con un suave movimiento de cabeza agradecía
al papa su gesto.
No era para ellos nueva esta relación que se
había iniciado
hacía ya casi veinte años, cuando el líder
palestino hacía
equilibrios en la delgada línea que separa
el terrorismo de
la política, y Juan Pablo II lo había
recibido en audiencia
privada aquel 15 de septiembre de 1982, poco
después de ser
tiroteado ¡por un musulmán! Él le prometió
su apoyo en la
consecución de la paz en Palestina, ahora
ambos eran ya
ancianos que luchaban por esa porción de
ilusión de
inmortalidad que se obtiene al figurar en
los libros de
historia y enciclopedias, perviviendo así en
la memoria de
las gentes.
Jerusalén, “Ur Shalem”, la ciudad de la paz,
¡qué ironía!
Ninguna otra como ella había sufrido tantas
y ensañadas
destrucciones, hasta no quedar piedra sobre
piedra, en
ninguna otra como en ella se había profanado
tanto el nombre
de la paz en aras de una intolerancia
religiosa cainita entre
primos hermanos carnales como judíos y
musulmanes -ambos
hijos de Abraham- y hermanos por adopción,
que no son otra
cosa los cristianos de los primeros, todo
ello en la defensa
de un mismo Dios, y allí estaban matándose,
los unos
venerando las piedras de un muro que
suponían fue parte del
antiguo templo de Salomón, los otros
sosteniendo que el muro
no es sino la pared posterior de la gran
mezquita de
Jerusalén.
Había pedido perdón en nombre de la Iglesia
por las
persecuciones, expoliación y martirio a los
que habían sido
sometidos los judíos a lo largo de dos
milenios de
cristianismo, sabía que eso no era
suficiente, una
esquizofrénica relación unía a cristianos y
judíos desde sus
orígenes y la Iglesia había deshecho a golpe
de espada y
fuego, sobre todo fuego, el nudo gordiano
que ataba el yugo
de los bueyes cristianos al carro del
judaísmo.
“Alah Akbahar ilaha illa lah!” La monótona
letanía de la
oración facilitaba el camino a la modorra a
la que era tan
propicio. Últimamente se quedaba dormido a
la menor ocasión,
le quedaba poca vida terrenal, su cuerpo,
sometido a tantas
agresiones, estaba ya muy gastado, se sentía
débil y enfermo,
arrastrando un cansancio que le hacía verse
a sí mismo como
una vela cuyo pabilo ardiera en una
habitación en la que casi
no quedase aire.
- Soy viejo, eso es todo -se dijo.
Necesitaba estirar el
tiempo y en ese estado de letargo en el que
el breve sueño lo
sumía, los segundos se hinchaban, dando
cabida cada uno de
ellos a muchos años.
¡Abril del año dos mil! Nunca creyó que
llegaría a ver el
tercer milenio, y allí estaba, en la Tierra
Santa, en un
viaje que tenía poco de pastoral y mucho de
político y
exculpatorio. El 20 de mayo próximo
cumpliría los ochenta, su
mente estaba clara y su pensamiento, lúcido,
aunque era
consciente de que en ocasiones se le
escapaban las ideas,
pero su cuerpo se resentía, su voz era baja,
trémula, apenas
inteligible, y su espíritu flaqueaba;
entornó los párpados y
dejó que su mirada volara hacia el infinito
por sobre las
cabezas de miles de fieles congregados en
las faldas de ese
monte, el mismo en el que Jesús diera el
sermón de las
bienaventuranzas, y la mirada perdida en la
lejanía le fue
llevando veloz el pensamiento hasta aquel
treinta de agosto
de 1978, cuando aún era el cardenal Karol
Josef Wojtyla.
“…Su Santidad Juan Pablo le requiere en
audiencia privada
que tendrá lugar el día…” Este deseo del
recién elegido
papa, que cuatro días antes era el cardenal
Albino Luciani y
desde entonces el sucesor de Pedro con el
nombre de Juan
Pablo -nombre que tomó en recuerdo y a modo
de homenaje a los
dos papas que lo precedieron: Juan XXIII,
que lo hizo obispo
en 1958, y Pablo VI, que en 1969 le otorgó
el capelo
cardenalicio-, le sorprendió. Lo había
votado, como lo había
hecho la mayoría de los cardenales, como un
papa de
compromiso que pusiera fin a la lucha
fratricida entre los
cardenales italianos monseñor Siri y
monseñor Benelli, pero
no se podía decir que fuesen particularmente
amigos ni que
tuviesen puntos de vista comunes en lo que
hacía a la
organización de la Iglesia.
Mientras esperaba ser introducido en la sala
de audiencias,
se preguntaba qué querría de él ese nuevo
papa, neutro y
bonachón, hijo de un maestro vidriero de
Murano, la pequeña
isla vecina a Venecia, a quien él mismo
otorgó su voto en el
segundo día de ese tortuoso cónclave que,
como era tradición,
se celebró en la capilla Sixtina.
Para sorpresa general, el encierro duró poco
y el nombre de
Albino Luciani apareció en las dos terceras
partes de las
papeletas, el mínimo exigido para ser
elegido; las papeletas
fueron incineradas, volando al cielo los
nombres que
contenían en blancas volutas, que al escapar
por la boca de
la chimenea, darían forma a la “fumata” que
anunciaba a los
fieles congregados en la plaza de San Pedro
la buena nueva:
“Habemus papam”. Luego vino la ardua labor
de convencerlo
para que aceptase. Cuando lo hizo, pronunció
unas tremendas
palabras que cobrarían significado más
tarde:
“Tempesta magna est super me” (una gran
tormenta se abate
sobre mí).
Lo recordaba con tanta claridad como si
hubiese sucedido ayer
mismo, la cara del bueno del papa Luciani le
traía a la mente
aquélla del cuadro del pintor milanés
Giuseppe Arcimboldo en
el que, representando al verano, un rostro
conformado por
frutos y cereales tenía por nariz un pepino,
¿o quizá era un
calabacín? No lo recordaba con exactitud y
ese pequeño
detalle le molestaba. ¿Por qué se molestaba
tanto por
pequeñas cosas sin importancia? Quizá porque
era consciente
de que la pérdida de la memoria significaría
el inicio del
deterioro final. Ese pensamiento del cuadro
de Arcimboldo…
¡Qué asociación de ideas tan infantil!
Mas no podía evitarlo, no quería ser
irreverente ni siquiera
en el anonimato de la intimidad de sus
pensamientos. Quizá
esas asociaciones le vinieran de aquellos
felices y
despreocupados años en los que formaba parte
del grupo de
teatro experimental Studio 38 fundado por
Tadeus Kudlinski,
sí, aquéllos eran años despreocupados,
corrían los 38,
acababa de trasladarse con sus padres a
Cracovia, él tenía
dieciocho, estudiaba filosofía y aún la
bestia de la segunda
gran guerra no había dado su primer rugido;
luego vendrían
tiempos difíciles.
Con qué facilidad la mente divaga enlazando
un pensamiento
con otro, alejándose de su dirección
primaria y concluyendo
en recuerdos recónditos y escondidos entre
los pliegues del
alma. En esa breve eternidad que le brindaba
la oración de
alabanza a Alá, había regresado hasta el
momento en que
recibió de las manos de su breve predecesor
el conocimiento
de la existencia de ese misterioso escrito,
que permaneció
arrinconado con diferentes envolturas entre
los documentos de
la Iglesia oficial desde el mismísimo Pedro,
262 papas antes
que él, y probablemente sólo un puñado
habría conocido su
significación, y de aquellos que hubiesen
estado al tanto de
ello, ninguno había querido revelarlo.
De hecho, aún hoy ignoraba el secreto que
encerraba y
desconocía si alguno de los que lo
precedieron lo supo;
parecía que su predecesor Albino Luciani sí
que penetró en el
secreto, pero no vivió lo suficiente para
contarlo; quizá, a
su regreso a Roma, la joven Alexandra della
Rovere tuviese ya
la respuesta.
Volvía con el pensamiento nuevamente a las
dependencias de
Juan Pablo I, quien despidió a su secretario
y, una vez a
solas, se levantó de su silla y avanzó hacia
él llamándolo
por su nombre:
- Karol, ven, acércate.
- Santidad…
- Estamos solos; por favor, no me
llames Santidad, hace sólo
cuatro días y me siento muy raro con ese
tratamiento. Llámame
Albino, como siempre.
- De acuerdo, Albino, entonces, dime,
¿a qué se debe esta
extraña audiencia privada luego de haber
recibido a todos los
cardenales en conjunto?
Tardó un rato en responder; parecía como si
le costase
encontrar las palabras adecuadas para dar
comienzo a su
explicación.
Karol Wojtyla permaneció en silencio.
Finalmente, luego de un
carraspeo y una especie de suspiro, sin más
preámbulos,
Albino Luciani le dijo:
- A poco de ser elegido papa, el
bibliotecario encargado del
archivo secreto del Vaticano, un fraile
dominico español,
seco de carnes y de carácter, llamado
Lorenzo, me solicitó
una audiencia privada con carácter
urgentísimo.
Ya sabes, Karol, que a mí esto de ser papa
me queda muy
grande y aún no sé cómo cedí ante vuestras
presiones y acepté
el cargo, de modo que, intrigado y
preocupado, le concedí la
entrevista. La segunda sorpresa fue cuando
me rogó que
despidiese a mi secretario, ya que sólo mis
oídos podían oír
lo que debía decirme. Lo hice entonces -como
lo he hecho
ahora para recibirte a ti- y, una vez a
solas, luego de besar
el anillo, me dijo: “Santidad, debéis saber
que existe en el
archivo secreto de la biblioteca un ejemplar
de la
Apocalipsis de Esdras. Este apócrifo del
Antiguo Testamento
es el más oculto de los libros, y su
conocimiento se ha
transmitido de generación en generación a
los iniciados de
una secta llamada Custodios de la Verdadera
Palabra de Jesús
y ni siquiera todos los papas han sabido de
su existencia.
Pues bien, escondida entre sus hojas se
halla una revelación
que podría cambiar todo el sentido de la
cristiandad. Ningún
papa, que yo sepa, ha podido descifrar o
arrancar de su
escondrijo el secreto que se oculta entre la
revelación que,
como su Santidad bien sabe, es el
significado de la palabra
Apocalipsis -que el ángel Aor El, o Uriel si
su Santidad lo
prefiere, le hizo al profeta Esdras-. Si
alguien en algún
momento lo consiguió, se guardó muy bien de
darlo a conocer.
La secta de los Custodios espera que se
manifiesten los
signos que indicarán que su contenido debe
ser conocido, y
será un papa el mensajero de que ha llegado
ese momento”.
- ¿Te das cuenta, Karol? -dijo Juan
Pablo I-. Llevaba sólo
unas horas como vicario de Cristo y me
desayunaba con
semejante noticia. No pude menos que
preguntarle a aquel
hombre si aquello no podía haber esperado
algún tiempo; la
respuesta que me dio fue lo que me llevó a
llamarte a mi
presencia.
- ¿Qué fue lo que te dijo? -le
contestó.
- Su respuesta fue tan oscura como
aterradora: “Santidad,
usted es un hombre de iglesia distinto a los
que se mueven en
el ámbito Vaticano, su trayectoria ha sido
siempre pastoral y
humana, quizá quiera cambiar muchas cosas en
las que se
mezclan intereses terrenales y espirituales
y hay poderes
fácticos dispuestos a todo para que esas
cosas no cambien.
Existe otra logia nacida en las mismas
fechas en las que
tiene origen la de los Custodios, y los
fines que persigue
son contrapuestos, como lo blanco a lo negro
o el bien al
mal, a aquellos que persiguen los miembros
de los Custodios
de la Verdadera Palabra; estos otros,
llamados a sí mismos
los Paulianos, se proponen la destrucción de
la Apocalipsis y
lo que guarda en su interior.
“La vida de un hombre es muy frágil, incluso
la del sucesor
de Pedro. Ha habido pontificados, como el de
Pío III, Marcelo
II, Urbano VII, Inocencio VIII o León XI,
que duraron días o
meses, y otros muchos que, de más larga
duración, fueron
interrumpidos por la inesperada y siempre
para algunos
oportuna visita de la Parca; hoy goza su
Santidad de buena
salud, mañana quizá quiera el Señor llamarlo
a su lado”.
- Como te darás cuenta, Karol, lo que
me decía este hombre era
estremecedor. Pensé que debía de estar mal
de la cabeza, pero
me picaba la curiosidad y le pregunté qué
era aquello tan
tremendo que se ocultaba en el libro de
Esdras, a lo que me
contestó: “Existe una carta, de alguna forma
oculta, en esa
Apocalipsis, o bien en ella se guarda la
clave para hallar el
escondrijo de la carta; el contenido de la
epístola parece
haber sido escrito de puño y letra por
Santiago o Jacob, el
hermano de Jesús testigo de la infancia del
Salvador, y en
ella se harían revelaciones que podrían
dejar sin sostén
varios dogmas de la Iglesia católica. El
contenido del
documento pudo haber sido conocido por el
papa Alejandro VI,
quien decidió ocultarlo en el apócrifo. Debe
de contener una
revelación trascendental para los intereses
terrenales del
Vaticano, pues está la banca muy interesada
en que no salga a
la luz”.
- Interrumpí su discurso para
preguntarle cuáles eran los
poderes fácticos a los que había hecho
mención antes. Me miró
como si dudase entre considerar mi
ignorancia como disimulada
o como clara evidencia de que yo estaba en
el limbo pese a mi
condición de papa.
“Santidad -me contestó-, acabo de
mencionaros la existencia
de dos sectas de opuestos fines. La primera,
de carácter
hermético y estrictamente religioso,
entronca de algún modo
con los Cátaros o Albigenses; la segunda se
vincula a la
familia de las sectas francmasónicas y
mantiene estrechos
lazos de unión con la Banca Ambrosiana, el
Banco del Laboro y
el Banco Chigui, y también con logias, como
la P-2 o la
Congregación para la Doctrina de la Fe, que
tienen en común
el principio de que si algo debe cambiar es
para que todo
siga igual”.
- Dicho esto, me ofreció un papel, que
tomé de su mano, en el
que estaba anotada la catalogación de la
Apocalipsis de
Esdras en el archivo secreto, y me pidió la
venia para
retirarse. “Antes de irte -le contesté-,
debes primero
decirme cómo sabes tú todo lo que me has
contado”. Su
respuesta fue: “Santidad, he dedicado mi
vida a estudiar
entre los archivos secretos buscando un
indicio y custodiando
la Apocalipsis”.
- Dicho esto, se retiró. Cuando se hubo
ido, me quedó la
impresión de que había pronunciado con
particular énfasis la
palabra “custodiando”. ¿Habrá querido
significar que él era
uno de los iniciados de la secta de los
Custodios?, me
pregunté. Todo cuanto dijo sonaba a extraño
misterio e
intrigas de las que todos hemos tenido oídas
como parte de la
leyenda del Vaticano, pero lo que en verdad
me inquietó mucho
fue el hecho de que me atribuyera la
intención de abordar
reformas en los manejos económicos y
financieros del
Vaticano.
Ello me ha llevado a llamarte dentro del
programa de
consultas personalizadas con los cardenales,
pues, en efecto,
es en cierto modo la razón por la que acepté
la tiara, la
posibilidad de devolver a la Iglesia el
verdadero espíritu de
Cristo desprendiéndola de las ataduras
materiales y
acercándola al hombre.
Wojtyla recordó, con tanta claridad como si
hubiese sucedido
ayer mismo, que le dijo con un punto de
ironía:
- ¿Le has tomado la idea al pobrecito
de Asís?
También pudo recordar con la misma claridad
su respuesta y la
profunda pena que asomó a sus ojos ante
aquella observación:
- No, Karol, la he tomado de Jesús;
recuerda que dijo que es
más fácil que pase un “camillus” por el ojo
de una aguja a
que entre un rico en el reino de los
cielos.
- Perdona mi insolencia, Santidad -fue
todo lo que atinó a
contestarle, y él prosiguió:
- Llevo estos cuatro días tratando de
visitar la biblioteca y
me ha sido imposible, me encuentro como
prisionero en el
Vaticano y son los barrotes el protocolo y
el rígido programa
de actividades a que me tienen sometido.
Tengo la sensación
de que algo apesta a mi alrededor en el
Vaticano, y además
una terrible revelación se oculta en la
biblioteca. Temo que
algo pueda sucederme e incluso sospecho que
ojos y oídos me
acechan incluso en la intimidad de estas
habitaciones. He
recurrido a ti porque conozco tus orígenes y
trayectoria.
Voy a tratar de hacerme con el libro y ver
si en los archivos
secretos hay algún otro documento que pueda
tener alguna
vinculación, y después tendré también una
larga conversación
con el arzobispo de Milán, a quien considero
un amigo, y le
preguntaré, como te lo pregunto a ti, si
puedo contar con
vosotros para emprender las reformas
necesarias, pues
necesitaré de apoyos, ya que voy a convocar
al cardenal
Camarlengo, monseñor Villot, que es el
administrador de los
bienes pontificios, para exigirle la
revocación del cardenal
Marcinkus, ya que su nombre se encuentra
entre los implicados
en el escándalo de la Banca Ambrosiana.
Ahora debes irte, no
quiero que la duración de esta audiencia
particular pueda
levantar sospechas.
Quiso arrodillarse para besar su anillo,
pero él lo impidió.
Tomando sus manos, lo besó en las mejillas y
disimuladamente
dejó en su mano izquierda el papel con los
datos de ubicación
del apócrifo, y le susurró al oído estas
extrañas palabras:
- Si algo me sucediera, trata de
encontrar el libro oculto. En
este papel que te doy está su catalogación;
habla con el
padre Lorenzo y averigua si hay algo de
cierto en lo que me
ha dicho, y hay que enfrentarse a un nuevo
problema con el
que no contaba, o está completamente loco, y
deberás
centrarte en el asunto de las finanzas, y
luego habla con el
arzobispo de Milán; no quisiera que se
perdiera la
oportunidad de hacer lo que es necesario,
aunque todo
dependerá del papa que vaya a
sucederme.
Cuando el cardenal Wojtyla ya alcanzaba la
puerta, le detuvo
la voz sencilla de hombre de pueblo de Juan
Pablo I, una voz
que no había sido uniformada con ese tono
monocorde y falso
que tan frecuentemente se instala entre los
papas; él mismo,
en ocasiones, se descubría hablando de ese
modo y lo atribuía
a la necesidad de expresarse en italiano,
tan suave y
cantarino, tan distinto a su polaco
materno:
- Karol, no temas lo que puedas
descubrir, no hay secreto que
no vaya a ser revelado ni verdad que pueda
permanecer por
siempre oculta.
Se giró y asintió con una inclinación de
cabeza sin añadir
palabra, con una extraña sensación, la de
que ese hombre
sabía que iba a morir y no precisamente de
causas naturales.
Un hecho sorprendente reafirmó aquella
sensación: desde el
día 15 de septiembre, vale decir trece días
antes de su
repentina muerte, circulaba en forma
secreta, en círculos
reducidos y autorizados, una lista de veinte
“papabili”, esto
era tanto como dar por hecho que en breve
serían cerradas
nuevamente a cal y canto las ventanas y
puertas de la capilla
Sixtina para la elección de un nuevo
papa.
Cuando Karol Wojtyla objetó ante quien le
hizo confidente de
esa lista que el nuevo papa parecía gozar de
muy buena salud,
le contestó en tono de misterio: “Eso es
algo que nunca se
sabe”.
Abrió lentamente los párpados, que le
pesaban una enormidad,
y por la rendija de luz que dejaban pasar
entre sus
abotargados pliegues distinguió la sonrisa
en los abultados
labios de Yasir Arafat, rodeados de una
desprolija y rala
barba en la que alternan los pelos blancos y
negros con áreas
de piel lampiña cubierta de manchas de
vejez, en la cabeza el
perenne turbante a cuadros negros y blancos
que cubre una
gran calva sólo conocida por un puñado de
sus íntimos.
El muecín apenas había pronunciado las dos
primeras palabras
de la llamada a oración, ¡qué maravilla,
cómo puede elongarse
el tiempo en nuestro interior dando cabida a
tantos
pensamientos! A su derecha, el primer
ministro israelí, Ehud
Barak, también sonreía, debía pedir perdón a
los judíos por
tantos siglos de persecución, tortura,
muerte, discriminación
y humillaciones a los que los cristianos les
han sometido,
iba a hacerlo ahora en público, no había
tenido el valor de
hacerlo antes recogiendo la antorcha que
dejó en su lecho de
muerte aquel papa bueno, Juan XXIII, en una
de sus últimas
oraciones: “Reconocemos ahora que muchos,
muchos siglos de
ceguera han tapado nuestros ojos, de manera
que ya no vemos
la hermosura de tu pueblo elegido ni
reconocemos en su rostro
los rasgos de nuestro hermano mayor.
“Reconocemos que llevamos sobre nuestra
frente la marca de
Caín.
Durante siglos, Abel ha estado abatido en
sangre y lágrimas
porque nosotros habíamos olvidado tu
amor.
Perdónanos la maldición que injustamente
pronunciamos contra
el nombre de los judíos. Perdónanos que en
su carne te
crucificásemos por segunda vez. Pues no
sabíamos lo que
hacíamos…” Él tenía su deuda particular para
con los
judíos; ésta devenía de la lejana niñez,
cuando compartía
juegos, fantasías e ilusiones con quien era
su mejor amigo,
Jurek Kruger, el hijo del presidente de la
comunidad judía.
Un par de años más tarde, en los albores de
1936 y con 16
años de edad, llegó el primer amor de la
adolescencia en la
persona adorable, rebosante de alegría de
vivir y amor a las
cosas de la vida de Ginka, la dulce judía;
ya para entonces,
la senilidad política del mariscal
Hidenburg, el rencor
alimentado en el pueblo alemán por las
humillantes
condiciones del tratado de Versalles y la
ceguera egoísta del
resto del mundo habían permitido que la
locura de Hitler se
instalara democráticamente en Alemania; la
fiera xenófoba
despertaba y el antisemitismo se extendía
por Europa como una
viscosa mancha contaminante. La división
alcanzó al instituto
Marcin Vadovius, donde él estudiaba; allí
rompió sus primeras
lanzas a favor de los judíos cuando decía a
sus compañeros
que ser antisemita era ser anticristiano.
Sus palabras se
perdían en el griterío racista; Ginka, su
primer amor de
juventud, partió para Palestina, él la
despidió parafraseando
al gran poeta polaco Adam Mickiewicz:
“Señor, al judío,
nuestro más antiguo hermano, ayúdalo en el
camino a la
eternidad”.
Ginka se despedía de él agitando su menuda
mano mientras le
decía entre sollozos: “Adiós Lolek, no me
olvides”. Lolek…,
le sonaba raro, hacía ya una eternidad que
nadie le llamaba
así.
Se preguntó si también Juan XXIII habría
tenido conocimiento
de lo que se ocultaba en la Apocalipsis de
Esdras, quizá
intentó descifrarlo sin éxito, se preguntó
también si alguno
de sus predecesores habría penetrado en el
arcano.
¿Sería él el papa que esperaba la secta de
los Custodios para
hacer pública la palabra de Jesús? ¿Habría
tenido éxito
Alexandra en su intento? ¿Estaría
suficientemente protegida?
Un accidente de circulación es algo muy
frecuente en una
ciudad como Roma y con demasiada frecuencia
no se da con el
conductor homicida.
Llegaba a su memoria su propio atropello,
fue en marzo del
44, se cumplía ya un año de su última
aparición en el
escenario de un teatro con la representación
del papel de
Samuel Zborosky, y ya en aquella lejana
juventud algo se
movía dentro de él guiando sus pasos hacia
la Iglesia.
Probablemente fue culpa suya, andaba metido
en sus
pensamientos y fuera del mundo que le
rodeaba, no vio el
coche que avanzaba en su dirección, tampoco
debió de verlo a
él el conductor. En la confusión de las
sombras que propicia
el crepúsculo, sólo recordaba del accidente
un irritante y
algo lejano sonido producido por el chirriar
de los frenos en
un intento desesperado de evitar el
atropello, luego un ruido
sordo, que fue el que hizo su propio cuerpo
al chocar con el
parachoques para rebotar luego sobre el
asfalto del
pavimento. Despertó en el hospital varios
días después, y
conoció por primera vez la nada de la muerte
durante el
tiempo que duró la conmoción cerebral, luego
tuvo algunos
otros encuentros ocasionales con el ángel de
la muerte, mas
en ninguno de ellos consideró el Señor que
debía acompañarlo.
Ya recuperado de la conmoción cerebral y de
las heridas y
fracturas, el arzobispo Adam Stefan Sapieha
le llevó a su
casa, donde funcionaba el seminario
clandestino. En ocasiones
había pensado que aquel coche que surgió de
la nada fue un
acto de voluntad divina para darle la señal
que buscaba. Allí
permaneció hasta el final de la guerra,
tenía 24 años, las
tropas rusas liberaban Cracovia de la
ocupación nazi y
recibió tonsura y la primera de las órdenes
menores, el
ostium, con la íntima sensación de haber
hecho más por su
alma que por la de sus semejantes durante
esos años
rebosantes de oprobio que llenaron sus días
con la
humillación de las botas de los invasores de
la cruz gamada.
Los libertadores no resultaron mejores que
los anteriores
opresores y decidió que debía luchar contra
el comunismo con
todas las fuerzas y habilidades que Dios
quisiera concederle.
Cuando salió de la sala de audiencias tras
su entrevista con
el recién elegido papa Juan Pablo I, se
preguntaba si había
sido acertado otorgar su voto a ese hombre.
Abandonó en las
profundidades de un bolsillo el papel que le
había dado y se
dijo que, seguramente, cuanto le había dicho
ese
bibliotecario no era otra cosa que los
desvaríos de un cura
con la mente afectada de tanto hurgar entre
los archivos. Se
fue convencido de que nada habría de
sucederle al nuevo papa
y que, en el desempeño de su nueva
responsabilidad, Dios le
ayudaría a realizarlo correctamente.
Se olvidó del asunto y partió de visita a la
República
Federal de Alemania con la compañía del
cardenal primado
Stefan Wyszynski y los obispos de Stroba y
Rubin.
No duró mucho su viaje; la terrible noticia
de la inesperada
y sorpresiva muerte de Albino Luciani hizo
que el día 3 de
octubre tuviera que regresar a Roma para
asistir a los
funerales del papa que hacía el número 262
desde Pedro.
La muerte de Juan Pablo I le impactó
profundamente, ya que
nada en él daba que pensar en una muerte tan
repentina; por
el contrario, tenía un aspecto agradable y
saludable. No
podía sino recordar las palabras del
bibliotecario tal como
el mismo Albino se las había relatado, y sus
propios temores
que le había susurrado al oído, pero eso era
imposible; hacía
mucho que se había superado la Edad Media y
el Renacimiento.
En pleno siglo XX no se podía asesinar a un
papa dentro del
Vaticano. El diablo le sopló en el oído que
a los papas no se
les hace autopsia y la policía de Roma no
tiene jurisdicción
dentro de las fronteras del Vaticano, que es
un Estado
independiente; los únicos con capacidad para
ordenar una
investigación podrían ser los mismos con
capacidad para el
magnicidio.
Durante los diez días que debió permanecer
en Roma hasta que
se celebrase el cónclave, trató de hacer
algunas
averiguaciones. Cumpliendo con lo que para
él fue el último
deseo del papa que se disponían a reemplazar
y con el papel
rescatado en el que estaban los datos de
localización de la
Apocalipsis de Esdras, se dirigió a la
biblioteca vaticana,
preguntó por el encargado y la persona que
le atendió le dijo
que el documento que requería pertenecía al
archivo secreto.
Le preguntó si el papa fallecido había
examinado alguna vez
el documento y le respondió que lo ignoraba,
pues no había
tenido el placer de conocer personalmente al
recién
desaparecido papa, pero que en caso de
haberlo hecho tampoco
podría haber dado cumplimiento a sus deseos
ya que esa
codificación correspondía, como acababa de
decirle, al
archivo secreto. Le preguntó si era nuevo en
el cargo, a lo
que le respondió que llevaba diez años
desempeñándolo;
recordaba que insistió preguntándole si
acaso había sido
reemplazado por algún suplente o si tenía
algún ayudante que
tuviese acceso a dicho archivo;
reafirmándose él en su
respuesta añadió que sólo el padre Lorenzo
tenía la posesión
de las llaves y los códigos de entrada al
archivo secreto. Un
estremecimiento recorrió su cuerpo y por
unos instantes se le
ocurrió que quizá hubiese algo siniestro
tras la muerte de
ese papa sencillo y con deseos de cambiar
algunas cosas;
enseguida sacudió de su mente esos
pensamientos como se
sacude una inoportuna suciedad que ha caído
en uno de
nuestros hombros; no obstante, recordó
también que en aquella
entrevista le había manifestado su intención
de examinar el
libro y tener una conversación con el
arzobispo de Milán, se
preguntó si habría conseguido hacerse con el
libro y si
habría tenido esa conversación con el
arzobispo de Milán y,
de tenerla, se preguntaba si le habría
participado de sus
planes reformistas solicitando su apoyo, y
si éste se lo
habría dado, de modo que esa misma noche se
hizo con el
número de teléfono del arzobispo y lo
telefoneó. Se mostró
sorprendido de su llamada pero más lo
sorprendió el motivo de
la misma, cuando le preguntó si había tenido
una conversación
con Juan Pablo I poco antes de su muerte;
sólo atinó a decir
“¿cómo?”. Cuando le repitió la pregunta, se
hizo del otro
lado de la línea un silencio embarazoso,
como si dudase entre
negarlo o reconocerlo, finalmente le llegó
una respuesta
afirmativa para, a continuación,
contraatacar preguntando a
su vez cómo era que estaba enterado de ello.
Le contestó que
el mismo papa se lo había contado poco antes
de su muerte.
Un nuevo silencio, sin duda estaba
conjeturando sobre cuánto
podría saber él de esa conversación para, a
continuación,
añadir:
- Sí, tuvimos una larga conversación de
más de una hora
durante la que tratamos asuntos
confidenciales, relativos al
Vaticano y su organización política y
financiera.
- ¿Nada más? -insistió.
Tras una nueva vacilación, le dijo:
- Bueno también hablamos de la
oportunidad de abrir al público
algunos de los archivos secretos de la
biblioteca, pero ¿a
qué vienen tantas preguntas? Ni que fueras a
ser el próximo
papa.
- Nunca se sabe -le contestó bromeando,
a lo que él, en el
mismo aire festivo, le dijo:
- Lo tienes muy difícil, no sólo no
eres italiano sino que
además eres polaco.
Antes de colgar, Wojtyla le hizo una última
pregunta:
- ¿Sabes algo de la secta de los
Custodios de la Verdadera
Palabra de Jesús o de la logia de los
Paulinos?
La respuesta tardó unos segundos que se le
antojaron en su
silencio llenos de significado; le hubiese
gustado ver la
cara del arzobispo en esos instantes y
mirarlo a los ojos,
quizá habría visto algo, pero a través del
frío contacto del
teléfono sólo llegaron a sus oídos unas
inexpresivas
palabras:
- No sé de qué me hablas.
Decidió olvidar todo ese asunto, pero guardó
cuidadosamente
el papel que le había dado Albino, no tanto
con la intención
de profundizar en el tema sino como recuerdo
de su
predecesor. Diez días más tarde, el 16 de
octubre de 1978,
alrededor de las cinco y cuarto de la tarde,
sin que tuviese
conocimiento de que varios cardenales
lideraban una corriente
para favorecer la elección de un papa que no
fuera italiano,
se propuso su nombre precisamente por su
cruzada personal
contra el comunismo, que pretendía asfixiar
sin conseguirlo
el catolicismo de Polonia.
Fue así elegido el sucesor de Pedro y, por
un impulso que no
sabía a qué atribuir, decidió tomar el
nombre que había
adoptado Albino Luciani, pasando a ser Juan
Pablo II.
Roma, comienzos del siglo XVI
Creo que ha llegado el momento en que debo
retroceder en el
tiempo más allá de lo que los pensamientos
del papa Juan
Pablo II puedan hacerlo y brindarte así,
amable y paciente
lector, una perspectiva más alejada que te
permita asumir la
trascendencia de esta historia en su
verdadera magnitud.
Voy a comenzar en el momento en que se
inicia mi propia
existencia, es decir, durante el papado de
Alejandro VI, el
catalán, como lo llamaban en Roma además de
otros
calificativos menos amables; ciertamente, no
era justa tal
denominación, ya que mi primer amo había
nacido en Játiva,
villa de la región de Valencia. Dado que yo
lo conocí cuando
era ya papa, creo que conviene que te cuente
algo de su vida
anterior para que puedas comprender un poco
mejor su
personalidad. Rodrigo fue desde joven un
chico despierto,
miembro de una no muy importante familia de
Játiva; su tío
Alfonso, hermano de su madre, Juana, que era
a la sazón papa
con el nombre de Calixto III, lo distinguió
con su
preferencia y le otorgó la dignidad
cardenalicia cuando sólo
contaba veinticinco años de edad.
Calixto III tuvo dos pasiones que dieron
sentido a su vida:
la primera, organizar una cruzada contra los
turcos, para lo
cual empleó todo el dinero a su alcance,
enviando a
predicadores por toda Europa para reclutar a
gente ofreciendo
entradas preferentes -incluso palcos en
proscenio- al cielo
para los que se uniesen a la guerra santa, a
más de los
predicadores abocados a reclutar mano de
obra bélica -carne
de cañón, podríamos decir, pues ya comían
carne los cañones
en esos tiempos-. Armó una flotilla de
quince trirremes que
también requerían servidores a las tres
filas de remos, pero
para ello no se precisaba desperdiciar
dispensas ni regalar
entradas al paraíso pues para algo estaban
las cárceles,
llenas de posibles galeotes. Su otra pasión
fue un desmedido
amor por sus sobrinos y hacia toda su
parentela, abrigando la
intención de perpetuarse en ella con la
instauración de una
dinastía; creo que esto se llama nepotismo,
¿o no? Perdona si
me explayo un poco en este papa que, aunque
no conoció el
secreto de la Apocalipsis de Esdras, creo
sin embargo que es
interesante pues inicia la dinastía de los
Borgia y establece
una línea de actuación que seguiría luego su
sobrino.
Si Alfonso Borgia -Calixto III- puso los
ojos en Rodrigo para
ampliar su control de la Iglesia, no fue
menos generoso con
el hermano de éste, Pedro Luis, el que era
gallardo mozo y
causaba estragos entre los corros de las
féminas romanas,
dueñas o solteras, condición esta que, por
lo que tengo
visto, compartían los varones de la familia.
Para este pollo
poco afecto al mundo de la Iglesia pensó su
tío el papa ceñir
una corona real y, a modo de desbrozarle el
camino a ésta,
hízole primero Gonfaloniero de la Iglesia,
luego prefecto de
Roma y poco después duque de Spoleto, y se
dedicó
posteriormente a mover los hilos de su fina
sensibilidad
política para prepararle el trono de
Nápoles, para intentarlo
luego con el de Chipre y por último con
Bizancio.
En los primeros días de agosto de 1458 murió
Calixto III -
este amante protector de los suyos- luego de
casi cuatro
fructíferos años de pontificado. Los
romanos, más celosos y
envidiosos que indignados con la
preeminencia de los
“catalanes”, se lanzaron a la caza y captura
de éstos,
haciendo de sus propiedades hogueras con las
que elevar la de
por sí alta temperatura del verano de Roma;
quizá fue este
aumento de temperatura la causa de las
fiebres que acabaron
con la vida del hermano del futuro papa -y
mi primer dueño-,
camino del refugio que esperaba hallar en su
huida a
Civitavecchia. Su muerte dejó un inmenso
patrimonio a
Rodrigo, haciendo de él el cardenal más
rico, con mucho, de
la curia romana, importante valor añadido a
su cargo de
vicecanciller de la Iglesia, el más alto en
la jerarquía
eclesiástica, inmediatamente por debajo del
Sumo Pontífice.
Dicen que el conocimiento es poder, y la
misma condición se
le atribuye al dinero; pues bien, ambos se
le salían por las
orejas al cardenal Rodrigo Borgia, que hizo
buen uso de ellos
para mantener una corte de cardenales
adictos y papas
complacientes. Debes tener en cuenta,
lector, que veinticinco
años de vicecanciller y doce de papa no son
moco de pavo; su
poder era tanto y tan conocido, que cuentan
que en cierta
ocasión llegó hasta Juan de Volterra,
secretario del papa, el
conde Juan de Armagnac, sondeando la
posibilidad de conseguir
la dispensa matrimonial para un caso de
consanguinidad en
primer grado, y el secretario le prometió
hablar del asunto
con el vicecanciller Rodrigo Borgia,
anticipándole que al
tratarse de un delicadísimo caso, debía
contar con disponer
de una buena cantidad de oro; pocos días
después se
despachaba una bula papal que legitimaba las
relaciones
incestuosas del conde ¡con su hermana!,
veinticinco mil
monedas de oro se repartieron el obispo de
Aleth, que
extendió la bula, Juan de Volterra,
secretario papal, y mi
buen dueño, el cardenal Rodrigo Borgia. Este
gran hombre -
como poco por el tamaño- había sido dotado
por la naturaleza
de una magnífica planta, alto, agraciado y
desbordando
fortaleza y salud por todos los poros, dueño
de una voz
cálida y dulce a la vez que convincente y
enérgica que
insinúa complicidad en tanto que ordena,
ojos aquilinos y
penetrantes que acarician o hacen daño, de
gestos agraciados
y porte majestuoso, risa fácil y contagiosa
que atraía a las
hembras como el néctar a las abejas o el
imán a las limaduras
de hierro. En el palacio que se hizo
construir cerca de Campo
di Fiori siempre estaban las puertas
abiertas para quien
llegase a él en busca de “alegría” y
estuviese dispuesto a
recordar los favores recibidos.
La relación de Rodrigo con la Apocalipsis de
Esdras comenzó
cuando éste era aún cardenal y de una forma
harto extraña y
en todo distinta al modo como pudo haber
sido alcanzada por
sus antecesores, que, si los hubo, se
guardaron muy mucho de
hacerlo público. Hubiera sido quizá más
fácil para la
comprensión de este relato comenzar la
historia por quien
inició la misma, es decir, por Santiago el
menor, Yago,
Jacob, Jacobo o como queráis llamar a ese
hermano de Jesús,
testigo y relator de la infancia de su
hermano, cuyo
testamento ha querido la Iglesia oficial
dejar oculto o
apócrifo, pero al que echa continuamente
mano para la
recreación de pasajes de la infancia del
Salvador. Sin
embargo, he decidido no hacerlo así por dos
motivos: el
primero, ceder a Alexandra Della Rovere el
placer de que sea
ella quien os desvele el misterio de la
Apocalipsis de
Esdras, el segundo motivo es la particular
debilidad que este
espejo que os habla ha tenido y tiene por
este papa
simoníaco, perdulario, alegre, juvenil y
mujeriego hasta en
su senectud, perjuro, escéptico, vendedor de
bulas, capelos y
báculos y por sobre todo quien decidió que
yo fuese creado -
quien no es bien agradecido…
Ha llegado el momento de introducir a un
personaje que fue
conocedor y partícipe en toda la larga y
complicada relación
que mantuvo Rodrigo Borgia desde el inicio
de su cardenalato
hasta su fin como papa con el libro secreto;
se trata del
hijo natural de su tío el papa Calixto III,
se llamaba el
primo -en el sentido de parentesco de la
palabra, que de lo
otro no tenía nada- Francisco, al que su
padre hizo en
principio tesorero pontificio y luego obispo
de Teano y de
Cosenza, y fue inmortalizado al fresco por
el Pastura,
discípulo del Pinturrichio, de rodillas en
actitud de oración
ante la elevación de la Virgen al cielo, las
manos con las
palmas juntas, la mirada elevada a las
alturas, la nariz
larga con caballete en el dorso, mejillas
planas, descolgadas
y afeitadas, mandíbulas cuadradas, con el
mentón algo
adelantado, los labios finos y apretados,
casi ausentes, y el
pelo corto pegado a la frente en un
flequillo aceitoso; muy
cerca de él, en otra pared, su maestro hacía
lo propio con
Alejandro VI ante la tumba abierta de
Jesús.
El tal Francisco era un personaje oscuro,
avaro hasta para sí
mismo, una fisonomía vulgar con una
expresión siempre
lacrimógena y una sola virtud: una fidelidad
perruna para con
su primo, a quien hacía las veces de
secretario,
trotaconventos y correveidile y de cuyas más
secretas
intimidades estaba al tanto, mas nunca salió
de su boca una
palabra que pudiese utilizarse en contra de
su pariente y
benefactor, algo que no podrá decirse, como
más adelante
verás, de su “magister cerimoniarum”,
Burckard -toma nota del
nombre pues es personaje importante de esta
tramaese
reprimido y chivato alemán quien no dejó de
anotar en su
“Diarium” o “Liber notarum” ni un pedo que
se le escapase al
papa de turno durante los veinte años que
duró en el cargo de
maestro de ceremonias, cosa que le permitió
el contacto más
estrecho con un papa que ningún otro puesto
le pudiese
brindar, y que odiaba secretamente a ese
papa español que
hacía virtud del pecado y que, como Satanás,
tenía el don de
atraer a la gente.
Las circunstancias que vinculan a Rodrigo
Borja, o Borgia,
con este relato tienen un inicio que puede
datarse con
precisión en tiempo y lugar. Andaría el
entonces cardenal
rondando los treinta años y estaba de paso
por Siena, no
sabría decirte en qué menesteres, abocado
seguramente en
alguno ligado a su cargo o a su bolsillo,
aunque no había
para este perillán diferencia alguna
entrambos; lo cierto es
que trabó amistad con gente divertida a la
alocada manera de
las ciudades-estado italianas de comienzos
del Renacimiento
que tanto agradaba a nuestro joven
purpurado.
Para dar gusto al ilustre visitante -nada
menos que el
“vicecancelarum”-, decidieron estos jóvenes
crápulas
organizar una fiesta nocturna en los
jardines de Gianni de
Bichis y, para animar esta fiesta, qué mejor
idea que reunir
a una decena de jóvenes solteras y casadas,
algunas de dudosa
reputación y otras no tan dudosa; vamos, que
era de todos
conocido que eran putas, sin que faltase
alguna respetable
dama deseosa de dejar de serlo. Las puertas
de la residencia
fueron cerradas a cal y canto para impedir
el acceso a
inoportunos maridos, hermanos u otro tipo de
cancerberos, ya
que para perrerías de cualquier índole ya se
cuidaban ellos.
No faltó a la fiesta, como es de suponer, su
fiel primo
Francisco. Durante el transcurso de la
bacanal, un enano
acondroplásico de nombre Gabrielino, bufón
al servicio del
dueño de la casa, se vio sin saber cómo en
uno de esos
momentos en que el vapor de los alcoholes de
los vinos y
licores cambia las realidades sensoriales de
los humanos y
deja salir del interior lo peor, o lo mejor,
que éstos
encierran en el envoltorio de sus cuerpos,
cambiado a su
pesar de la actitud de bufón activo -en eso
de provocar la
hilaridad por sus actos volitivos- a la de
sujeto pasivo u
objeto que da motivo al jolgorio por el uso
manual que se da
de él. Gabrielino, convertido en “enano
objeto”, fue
utilizado como lanzadera que volaba por el
aire de mano en
mano capturado antes de tocar el suelo y
vuelto a lanzar al
aire para finalmente ser sumergido de cabeza
en el recipiente
del ponche al grito de: “¡bebe, bebe vino,
Gabrielino, que
así volarás más fino!” El pobre bufón estaba
a punto de morir
ahogado en el licor en medio de las risas
generales que
provocaban sus esfuerzos por respirar, que
eran interpretados
como grotescas muecas destinadas a beber más
ponche y
contribuir a la jarana general.
Rodrigo, al que muchos han considerado
amoral, que
seguramente lo fue, a mí me es muy difícil
valorarlo ya que
en mi condición de espejo no he sido dotado
de adornos
morales, sin embargo no era cruel, y el
sufrimiento ajeno no
le provocaba placer; tanto era así, que
cuando por razones de
conveniencia debía deshacerse de alguien,
procuraba que el
tal no se apercibiese de ello y su tránsito
fuese lo más
rápido e indoloro posible, haciendo suyo el
precepto judío
que impone la obligación de que el cuchillo
para el degüello
tenga el filo perfecto por aquello que dijo
el profeta: “Ya
que hemos de matarlos para satisfacer
nuestra necesidad, al
menos, que no padezcan innecesariamente”. De
modo que,
molesto por los apuros por los que pasaba el
escaso
personaje, decidió intervenir a su favor y,
cogiéndolo con
una mano del tobillo, lo elevó en el aire
extrayéndolo
chorreante de la fuente, sosteniéndolo con
el brazo estirado
como el que exhibe un conejo o algún otro
trofeo de caza
menor. Este gesto dio nuevos bríos a la
cuchipanda del
personal, que lo interpretó como la
incorporación del
cardenal al “juego del enano”. No lo
entendió así Gabrielino,
que apreció la actuación del purpurado en su
justa medida e
intención de privarle de ese no querido
baño, salvando así su
vida, y una vez en el suelo se lo hizo saber
abrazado a sus
rodillas, prometiéndole eterno
agradecimiento.
La fiesta se fue entonando a medida que
avanzaba la tarde
cediendo su lugar a la noche, el calor que
los centenares de
cirios encendidos esparcían en el ambiente
se sumó al que
brotaba del interior de los cuerpos, que
comenzaron a
despojarse de sus vestiduras. No voy a
aburrirte describiendo
escenas que tantas veces he visto y que se
me hacen todas
iguales; quizá más adelante te brinde mayor
detalle de alguna
de las juergas que se corrió Rodrigo siendo
ya papa.
Para darte una idea de lo que ésta de Siena,
con enano
volador, pudo llegar a ser, bastará con que
te transcriba la
carta de reconvención que el entonces papa
Pío II le envió a
su vicecanciller Rodrigo Borgia, del que en
los medios
vaticanos se decía en sorna:
“Vicecancelarius non solus in
lecto dormiverat”. Así rezaba la misiva:
“Amado hijo: cuando
hace cuatro días se congregaron en los
jardines de Gianni de
Bichis diversas mujeres de Siena dedicadas a
la vanidad
mundana, tu Dignidad, olvidándose del cargo
que ocupa, se
entretuvo con ellas desde las siete hasta
las veintidós
horas… Se bailó disolutamente; allí no dejó
de gozarse de
ninguno de los encantos del amor, y tu
comportamiento no fue
distinto del que hubiera sido si hubieses
pertenecido al
grupo de los jóvenes mundanos. Lo que allí
ocurrió debe
callarse por pudor, pues son indignos de tu
rango no sólo el
hecho sino hasta su nombre.
“A los maridos, los hermanos y los parientes
de las mujeres
jóvenes y de las doncellas que allí había no
les fue
permitida la asistencia, para que vuestro
deleite pudiera ser
más desenfrenado.
“Nuestro disgusto es indecible, pues esto se
vuelve en
desdoro del estado y del cargo
sacerdotal”.
Si te transcribo el contenido de esta
regañina epistolar que
el papa envió a su vicecanciller no lo hago
con espíritu de
cotilla, al fin y al cabo se trata de
documentos hoy públicos
y que pueden ser consultados por cualquiera,
sólo me mueve la
intención de que te hagas una idea del
natural de Rodrigo
recurriendo a otras voces que las mías, algo
que utilizaré
con cierta frecuencia, no vaya a ser que
creas que lo que te
voy diciendo es un “espejismo”, una
intencionada ilusión que
brota del fondo de mi alma de azogue.
Regresemos entonces a
la fiesta para encontrar a un cardenal
Borgia desprovisto de
capelo y púrpura, desnudo como su madre lo
parió y
refocilando con tres féminas al unísono,
haciendo un alarde
de vigor y entusiasmo que no podían seguir
sus jóvenes
compinches de Siena, que yacían exhaustos,
desparramadas sus
sudorosas humanidades por los distintos
habitáculos y
rincones del palacio. Agotadas las chorbas
(esta palabra es
nueva, la he aprendido de un colaborador un
tanto “progre” de
Alexandra, mi última dueña) por la potencia
del garañón
cardenalicio, en el que se había finalmente
aplacado el
ardoroso impulso vital que lo animaba,
consideró entonces que
era llegado el momento de vestir nuevamente
el hábito y
retirarse. Una vez revestido de la
solemnidad que le prestaba
el ropaje se preguntaba si sería capaz de
orientarse por sí
solo en esa desconocida ciudad de Siena y
llegar hasta la
casa de la madre del hijo de su tío, el ya
difunto papa
Calixto III, vale decir su incondicional
primo Francisco, de
modo que la madre de éste vendría a ser algo
así como su tía,
en cuyo hogar se hospedaban. Paseó la mirada
a su alrededor
en busca de algún perdulario de los que lo
acompañaban que
pudiese guiarlo por el laberinto de
callejas; la inspección
ocular sólo le devolvió cuerpos tremolantes
por los
ronquidos, buscaba entre ellos el rostro
familiar de
Francesco Borgia, obispo de Cosenza, su
primo y hombre de
confianza, al que más adelante, cuando fuera
ya el papa
Alejandro VI, otorgaría el capelo
cardenalicio con el título
de Santa Cecilia; en su busca se ocupaba
cuando un tirón en
los bajos del hábito le hizo dirigir la
vista abajo para
encontrar la cara regordeta, adornada con un
gran bigote, del
enano Gabrielino.
- Monseñor.
- ¿Qué quieres, Gabrielino?
- Compradme, monseñor, no os
arrepentiréis de ello, alegraré
aún más vuestra ya alegre vida.
Dicho esto hizo una profunda reverencia
barriendo el suelo
con una descomunal pluma de avestruz, tan
grande como él
mismo, con la que adornaba su
sombrero.
Rodrigo no pudo evitar reír ante el gesto
del bufón.
- Dime, Gabrielino, ¿qué utilidad puede
tener para un cardenal
de la Iglesia de Roma un bufón?
- Monseñor, entre otras muchas que
iréis descubriendo puedo,
así de pronto, señalaros una que no es cosa
banal: desde la
perspectiva que me da mi altura puedo otear
los bajos de las
bellas y evitaros alguna desilusión
facilitándoos información
privilegiada; os sorprenderá sin duda
comprobar que se pueden
ver y oír desde las bajuras cosas a las que
no se llega desde
las alturas en las que su eminencia se
mueve.
El ingenio del minúsculo hombrecillo provocó
un nuevo rapto
de hilaridad en el cardenal.
- De todos modos, Gabrielino, no es a
ti a quien corresponde
decidir sobre tu cambio de dueño, creo que
algo tendrá que
decir al respecto tu amo.
- Eminencia, ¿quién podría negarse a
satisfacer un deseo al
vicecanciller del Vaticano, protegido de su
Santidad Pío II y
uno de los cardenales con más posibilidades
de ser algún día
sucesor de Pedro?
- De acuerdo, entonces te ofrezco un
trato: le diré a tu amo
que eres un enano muy gracioso; si entonces
él me ofrece que
me quede contigo, así lo haré; si tan sólo
agradece mi
elogio, desistirás de insistir en el futuro
en tan
descabellada idea, y esta observación sólo
la haré si en el
camino que me lleve a encontrar al obispo,
mi primo, tropiezo
con Gianni de Bichis y éste se encuentra
despierto.
- ¿Conoce su dignidad el lugar donde
reposa el obispo de
Cosenza?
- Lo cierto es que no sé en qué sitio
del palacio se esconde.
- Seguidme entonces.
Y dicho esto y con una agilidad insospechada
en sus cortas y
zambas piernillas, inició una carrera por
sobre los cuerpos
inermes de los bacantes entregados ahora a
Morfeo, que sigue
siempre muy de cerca a su hermano Baco,
dirigiéndose al lado
opuesto del salón, donde una gran escalera
de mármol rosado
desarrollaba su abanico hasta el piso
superior. Gabrielino,
al grito de “¡seguidme eminencia!”, inició
el ascenso de los
peldaños apoyando los nudillos de las manos
sobre el peldaño
que tenía por encima, y balanceando el
cuerpo saltaba de
costado hasta el inmediato superior como lo
haría un
chimpancé; Rodrigo, entre risas, apenas si
podía seguirlo. El
bufón entró en una cámara en la que un
informe amasijo de
cuerpos entremezclados yacían en una cama,
de ésta pasó a
otra en la que el dueño de la casa dormía
abrazado a un
doncel de ensortijada cabellera, aquí se
detuvo Gabrielino y,
encaramándose de un salto a los pies de la
cama, comenzó a
agitar sus breves brazos como si fuesen alas
imitando el
canto del gallo; esto hizo despertar a
Gianni de Bichis,
quien, incorporándose, dijo:
- ¡Cómo! ¿Es ya de día que canta el
gallo?
Entonces, dirigiéndose a Rodrigo, dijo el
enano:
- Eminencia, en el camino, buscando al
señor obispo, habéis
hallado al dueño de la casa despierto, como
podéis ver.
Entonces éste, conteniendo a duras penas la
risa, cumplió con
el trato y comentó dirigiéndose al medio
despierto Gianni:
- Ya es hora de recogerse, te saludo y
me retiro. Por cierto,
que tienes un bufón muy divertido.
A estas alturas de la conversación, el
anfitrión estaba lo
suficientemente despierto para darse cuenta
de qué clase de
gallo era el que lo había despertado y, con
un punto de
malhumor en la voz, contestó:
- Querido Rodrigo, si de veras
encuentras divertido a este
jodido enano puedes quedarte con él, es para
mí un verdadero
placer regalártelo.
Al escuchar estas palabras, Gabrielino saltó
de la cama al
suelo y tirando de la capa del cardenal le
urgió:
- Daos prisa, amo, que aún nos queda
hallar al señor obispo
Francisco.
Mientras lo seguía desandando el camino,
pensaba Rodrigo en
la astucia del pequeño deforme que lo guiaba
descendiendo las
amplias escalinatas por el lado derecho de
las mismas, en
tanto que cuando subieron lo hicieron por la
izquierda; al
llegar a la base, apoyada la espalda en la
columna en la que
se remataba el extremo de la baranda y
oculto por la misma,
Francisco Borgia agitaba sus colgantes
mejillas en cada
soplido producto de un profundo sueño,
seguramente poblado de
agitadas ensoñaciones a juzgar por los
guiños y muecas que
acompañaban los movimientos del fuelle de
sus mejillas. Era
evidente que el pequeño bufón sabía desde el
primer momento
dónde se hallaba, y le había hecho dar ese
rodeo escaleras
arriba a través de los dormitorios hasta
llegar al de Gianni
de Bichis con el propósito de que se
cumplieran las
condiciones del pacto que le había ofrecido;
de esta
observación extrajo en conclusión que,
después de todo, quizá
había hecho una adquisición que podía serle
muy útil.
Francisco estaba vestido. Como era natural
en él, acompañaba
a su primo en toda ocasión, incluidas las
francachelas,
incluso le proporcionaba los mejores datos
de “donnas” más o
menos dispuestas al jolgorio, pero él nunca
participaba de
los mismos; la sexualidad del obispo era un
misterio, pues
tampoco había evidencias de que gustara del
amor de los
efebos y menos aún que sus inclinaciones
cayesen hacia el
lado de los hombres viriles y velludos; en
fin, que era en
efecto un misterio y no puedo dejar de
confesarte que esto me
contraría un tanto, ya que presumo de que
pocas cosas se me
escapan de la intimidad de los humanos
debido, como te he
explicado al principio, a la innumerable
cantidad de espías y
relaciones con las que cuento, y para más
escarnio de mi amor
propio, el obispo de marras ha estado largas
horas a solas
conmigo en la cámara de Rodrigo cuando éste
era papa y aquél
cardenal, y ni con ésas, que mucho he podido
saber de su
personalidad y de sus intrigas, he podido
tener constancia de
su lealtad perruna para con su primo, pero
de su sexo, nada;
vamos, que ni siquiera se lo he visto. En
fin, dejemos ya de
hurgar en los bajos de Francisco y
prosigamos con el relato.
Ya despejado el primo, abandonaron el
palacio de Gianni de
Bichis y se internaron en el laberinto de
callejas de Siena.
Rodrigo creía que podría haberse orientado
guiándose por el
alto campanario de seis pisos que se elevaba
desde la
magnífica catedral gótica de mármol
policromado sobresaliendo
por entre el conglomerado de los apretados
edificios de la
ciudad, pero pudo comprobar que se había
equivocado, pues si
bien el alto campanario era visible
recortado en la claridad
de un cielo estrellado y con una luna que ya
estaba alta
pasadas las doce de la noche, no servía como
punto de
referencia, viéndose de igual modo desde
cualquiera que fuera
el sitio donde uno estuviese;
afortunadamente, el obispo sí
sabía dónde vivía su madre y los guiaba con
seguridad. Así
marchaban los tres, sin prisas, alumbrados
por la vacilante
luz de un candil que portaba Francisco pese
a su dignidad, ya
que de haberlo hecho, como correspondía, el
recién adquirido
criado la lumbre apenas habría alcanzado
hasta la altura de
las rodillas, cuando de pronto Gabrielino
empujó
violentamente a Rodrigo mientras gritaba con
su voz aflautada
y bitonal:
- ¡Huid, excelencias, por vuestras
vidas! Corred hasta que no
sintáis las piernas.
El empujón desequilibró a Rodrigo, que se
inclinó hacia
delante y sintió algo como un fuego que le
quemaba la espalda
a la altura del omoplato derecho. Francisco
de Borgia lo
cogió de la mano arrastrándolo en una
desenfrenada carrera
hacia delante. Resbalando en las húmedas
piedras que
adoquinaban las calles, Rodrigo perdió el
pie y cayó
arrastrando a Francisco en la caída; ya se
levantaban
reiniciando la alocada carrera, volvió el
cardenal la vista
atrás en medio de la confusión que les
impedía hacerse cargo
de la situación, ya que la claridad del
cielo no llegaba
hasta las calles, y el vicecanciller apenas
vislumbraba un
confuso revuelo de bultos que rodaban entre
imprecaciones y
maldiciones, alcanzando a distinguir unas
palabras:
- ¡Dile al Piccolomini que es un aviso:
la Apocalipsis no debe
ser revelada, nada debe cambiar; si lo
intenta, él será el
próximo!
Los bultos se hicieron sombras que se
esfumaban diluyéndose
en la oscuridad de las paredes, Francisco ya
se incorporaba y
ayudó a su primo, que se cogió de su hombro
y corrieron ambos
sin parar hasta llegar a la casa de la madre
del obispo,
vecina a la “Piazza”. La anciana, amante que
había sido de
Calixto III, les abrió la puerta en ropa de
dormir portando
una lámpara de aceite. Francisco tenía la
cara roja por la
congestión del esfuerzo de la carrera, su
corto pelo siempre
brillante de grasa estaba empapado del sudor
que corría en
verdaderos arroyos desde la frente y
mejillas abajo. Cuando
la luz de la lámpara recorrió la cara de
Rodrigo Borgia, la
“madonna” ahogó un pequeño grito; ésta
presentaba un blanco
cerúleo cubierto de pequeñas gotas de un
sudor viscoso que
perlaban la superficie de la piel sin
desplazarse, reflejando
la luz del candil. El grito que no provocó
la fantasmal cara
del sobrino escapó de la garganta de la
señora cuando vio
brotar de entre las piernas del cardenal un
pequeño monstruo
deforme; la impresión fue tan fuerte que
dejó caer la
lámpara, que fue cogida al vuelo por
Gabrielino, pues no era
otro el resultado del parto que alumbraron
los muslos de
monseñor.
- Tranquilízate, tía, se trata de mi
nuevo criado.
Las piernas de Rodrigo vacilaron aflojándose
sus rodillas y
habría caído de no ser sostenido entre
Francisco y su madre;
éste, que había pasado su brazo bajo la
axila de su primo
para sujetarlo, sintió cómo su mano se
humedecía en un
líquido caliente que le chorreaba hacia el
codo.
Transportaron al cardenal hasta el lecho y
despojándolo de
las ropas apreciaron que tenía un profundo
corte en la región
de la paletilla derecha del que manaba
abundante sangre.
- ¡Que la Virgen nos asista!
- exclamó la tía-. ¡Me lo han
matado!
- Hay que llamar a un barbero -dijo
Francisco, pero se imponía
la chillona voz de Gabrielino dirigiéndose a
la dueña.
- Señora, facilitadme una aguja de
coser, brocados e hilo de
seda, si de ello disponéis.
Corrió la matrona presurosa en busca de lo
solicitado, el
bufón limpió de coágulos la herida que
presentaba sus bordes
limpios y nítidos; luego, arrollando la
camisa del cardenal y
haciendo con ella una almohadilla, la aplicó
sobre la herida
sentándose a continuación sobre ella. Algo
más de diez
minutos demoró la tía en regresar con lo que
Gabrielino le
pidió. Cuando el enano tuvo la aguja en su
poder, enhebró el
hilo de seda y luego, retirando sus
irreverentes posaderas de
la espalda de Rodrigo, quitó la almohadilla
y para sorpresa
de los presentes, los labios de la herida
estaban juntos y
habían dejado de sangrar; luego, con la
aguja y la seda,
cosió los bordes y aplicó nuevamente la
doblada camisa sobre
la ya cerrada herida, sujetándola firmemente
al tórax con los
cordones que arrancó de la capa.
Ya recuperado el aliento y cerrada la brecha
por donde se le
escapaba la sangre gracias a los buenos
oficios de
Gabrielino, las primeras palabras que
pronunció Rodrigo
fueron:
- ¿Quiénes habrán sido esos
cabrones?
Quien estaba ahora pálido era Francisco, que
parecía que
acababa de asumir la gravedad de lo ocurrido
y, a la pregunta
que Rodrigo había formulado al aire, sólo
atinaba a mover la
cabeza en gesto de impotente ignorancia. Le
siguió un breve
silencio que rompió la voz de “castrato” de
Gabrielino:
- Son hombres de Agostino Chigui;
aunque iban embozados pude
distinguir con claridad la cicatriz que
cruza el ojo
izquierdo de Casio.
Como ves, amable lector, el cardenal Rodrigo
Borgia salió
bien librado de este intento de asesinato,
claro que esto no
tiene sustancia ni miga ni misterio, y en
estos momentos
estarás diciéndote: “Menudo petardo el
espejo éste, si no
hubiese sobrevivido a ése o a cualquier otro
atentado no
habría llegado a ser ni papa ni papá, ni
habría muerto a los
setenta y dos años envenenado, según
cuentan”.
Podría desde luego contestar con alguna
rotundidad a estos
pensamientos, pero no quiero hacerlo y es
que tú llevas las
de ganar, ya que tienes la sartén por el
mango, como se dice,
pues si cierras el libro me cierras el pico,
de modo que sólo
te diré que la historia de la cuchillada
viene a cuento tan
sólo como un episodio que es el punto de
partida de la
intrusión de Rodrigo Borgia en el asunto de
la Apocalipsis de
Esdras, que es el verdadero personaje de
esta historia.
¿Recuerdas la advertencia, mensaje o amenaza
que pronunció el
frustrado asesino cuando Francisco y Rodrigo
huían gracias a
la afortunada intervención de Gabrielino?:
“Dile al
Piccolomini que es un aviso: la Apocalipsis
no debe ser
revelada”. Bueno, voy a dejar que los
personajes se expliquen
por sí mismos, pero a los fines de
facilitarte la comprensión
de sus conversaciones te haré algunos
comentarios sobre
nombres que seguramente no te dicen nada,
pero que tanto
Rodrigo como Francisco conocen muy bien, por
lo que pasarán
por alto dar sobre ellos explicación alguna.
El Piccolomini
al que hay que advertir es, para mentarlo al
completo, Enea
Silvio Piccolomini y no es otro que el papa
Pío II, el mismo
que unos días más tarde enviará la nota de
reconvención a
nuestro cardenal, y el puzzle comienza a
encajar alguna
pieza, ya que este papa era precisamente
oriundo de Siena;
bueno, no exactamente de Siena, en realidad
nació en
Corsignano, un pequeño pueblo perteneciente
a Siena, y fue un
gran humanista en el amplio sentido de la
palabra, sus
conocimientos abarcaban la historia, la
filosofía, la
política y las letras, escribió incluso
algunas novelas de
fino ingenio satírico y erótico -como a mí
me gustan- en un
estilo muy cercano al del sublime Giovanni
Bocaccio. Fue
secretario privado del emperador del Sacro
Imperio Romano
Federico II de Estiria, quien lo nombró
poeta laureado, y
para finalizar el retrato de este hombre te
diré que quien le
concedió el capelo cardenalicio fue Calixto
III, ¡un Borgia!
Nada menos que el tío de Rodrigo y padre de
Francisco. Y aquí
encaja otra pieza que liga el intento de
asesinato de
Rodrigo, precisamente en Siena, quizá sólo
por sentido
poético de la geografía. El otro personaje,
el que envía el
aviso, el tal Agostino, para quien trabaja
el esbirro del ojo
con cicatriz que Gabrielino alcanzó a
reconocer, es un
miembro de la poderosa familia Chigui, que
monopoliza la
banca de Siena y con fuertes intereses en la
banca Romano-
Vaticana. ¡Con la banca hemos topado!
La banca da señal y aviso al Vaticano. ¿Qué
se cuece? Creo
que es momento de que deje de robar cámara y
devuelva el
protagonismo a nuestros personajes.
A la mañana siguiente, Rodrigo sólo tenía un
fuerte dolor en
el hombro derecho y un enorme cardenal -lo
que no deja de ser
una redundancia- que le llegaba hasta donde
la espalda cambia
de nombre, vaya, que nuestro cardenal tenía
un ídem en el
culo. El trabajo de Gabrielino, ayudado por
la fuerte
complexión física de Rodrigo, había
conseguido que no se
presentaran fiebres ni supuraciones, y el
Borgia olvidaba ya
la herida intrigado por el mensaje.
- ”Francesco, no m.admira que haguin
volgut matarme, els Borje
tenim molts i poderossos enemics, no oblidem
que el teu pare
i el meu oncle Calixto III van repartir
cárrecs a mes de
trescents valencians i catalans”.
- ”Rodrigo, darrera de tot aixó veig la
ma dels Rovere”.
Como ves, los Borgia tenían la costumbre de
hablar en catalán
cuando se hallaban en la intimidad familiar,
y era la lengua
que utilizaban en su correspondencia
epistolar, pero como es
muy posible que tú, lector amigo, no domines
esta bella
lengua romance, continuaré el relato de sus
diálogos en
castellano, reservándome el derecho de dejar
colar alguna que
otra frase tanto en catalán como algún
latinajo o italiano a
los efectos decorativos y como elemento
coreográfico, o en
ocasiones para mejor conservar el espíritu
del cronista.
- Más que el mensajero me intriga el
mensaje. Si tan sólo se
tratase de eliminarme físicamente para
acabar con la
influencia de los Borgia en los asuntos de
Roma, el asunto
tendría fácil lectura, ya que la fortuna que
me dejó mi
hermano, más el cargo de vicecanciller, que
se me fía largo
si tienes en cuenta el afecto y
agradecimiento que me profesa
Pío II, me hacen poderoso y si bien tengo
comprados a varios
cardenales que pertenecen a grandes
familias, nunca se está
del todo seguro, porque tratándose de los
Orsini, los Coloma,
los Medici y los del Este nunca se sabe; con
los Della Rovere
no hay duda, son enemigos declarados, por
eso no has vacilado
en ver su mano empuñando la daga asesina;
aspiran al papado
tanto como yo, pero a diferencia de ellos yo
me puedo
permitir ir eligiendo a los papas que han de
precederme hasta
que me llegue el momento.
- Dime entonces por qué desestimas mi
apreciación sobre Della
Rovere.
- Es el mensaje verbal el que me
desconcierta no el físico,
¿recuerdas? “la Apocalipsis no debe ser
revelada”. Esto
comienza por ser un contrasentido semántico,
ya que
apocalipsis significa revelación; por tanto
es como decir que
la revelación no debe ser revelada, y
enseguida la segunda
incógnita: ¿a qué Apocalipsis se
refiere?
¿Estará quizá señalando la clave de los
simbolismos
utilizados por Juan el evangelista? Con
seguridad
comprendidos por sus contemporáneos, pero
que a nosotros se
nos escapan.
- ¿Y qué relación puede tener tu muerte
con una discusión
teológica que, por otra parte, me consta que
no te preocupa
gran cosa?
- Querido Francisco, si lo supiese
dejaría de ser una
incógnita, y déjame proseguir que viene la
tercera pregunta:
¿qué tiene que ver un banquero con la
apocalipsis y qué
importancia ha de tener el vínculo para que
el tal banquero
amenace al papa enviándole como aviso y
señal el cadáver de
su vicecanciller?
Tierra Santa, abril, año 2000
Abril estaba siendo especialmente húmedo y
frío en Palestina,
tanto en Jordania como en Israel no cesaba
de caer una
insistente y en ocasiones torrencial lluvia
que se
transformaba en nieve a cierta altura, pero
esto no había
arredrado a la muchedumbre, compuesta
mayoritariamente de
jóvenes llegados de los más variados países
que, en religioso
silencio, soportaban estoicamente la fina
lluvia cubriéndose
con paraguas, plásticos, gorros o,
sencillamente, dejando que
el agua los mojase.
Juan Pablo II parecía dormitar, pero su
mirada viajaba por
sobre las cabezas de la multitud y
continuaba hilvanando sus
recuerdos.
Después de ser elegido papa olvidó por
completo el encuentro
con su predecesor y el misterioso personaje
que lo visitó
diciendo ser el bibliotecario del
Vaticano.
Guardó en algún recóndito cajón el trozo de
papel que le dio
Albino y en un probable pliegue de su
cerebro la conversación
que mantuvo con el arzobispo de Milán.
Había demasiado trabajo que hacer en un
mundo dividido en dos
bloques. Polonia, su patria, se hallaba en
el sitio
equivocado, del otro lado del telón la
Iglesia estaba
proscrita, y tampoco en casa las cosas
andaban muy bien,
dentro del propio seno de la Iglesia
católica apostólica
romana surgían movimientos, como el llamado
de “liberación”,
que pretendía catequizar el tercer mundo
participando de sus
revoluciones, los curas en traje de fajina
con el fusil en
bandolera; y era precisamente en ese tercer
mundo, el ancho y
extenso mundo de la pobreza, de la miseria y
la explotación
inmisericorde, donde Jesucristo se alzaba
desde lo alto de la
cruz confraternizando quizá con antiguos
dioses y ritos aún
vivos en el escondido subconsciente del
indígena como señal
de esperanza, y eran esos curas guerrilleros
los que hacían
que el pueblo aguantase el hambre con la
esperanza de un
cambio que no llegaba. También había
jesuitas que en las
ciudades sacudidas por la violencia del
Estado hacían frente
al poder.
Mientras así estaban las cosas en la mayor
parte de ese
planeta que Dios creó en seis muy largos
días, en el llamado
primer mundo, el espíritu de Sodoma y
Gomorra planeaba por
sobre su grey, la sociedad de consumo
anteponía en el orden
de prioridades el coche, la casa y las
vacaciones a los
hijos, el escándalo llegaba a los extremos
de publicitar en
televisión los condones, alentando a la
juventud a la
concupiscencia promiscua; se hacía pública
ostentación del
pecado nefando e incluso no faltaban
sacerdotes que hacían
orgulloso alarde de su condición de
homosexuales, el colmo de
la perversión se alcanzaba con la bendición
de la legislación
laica, que amparaba a los homosexuales y se
aceptaba la unión
de parejas del mismo sexo que pretendían,
incluso, se les
facultase para la adopción de niños; el
orden natural
amenazaba subvertirse. Quizá fuese esa
extraña enfermedad que
afectaba a homosexuales y drogadictos el
fuego del Señor,
sería acaso el equivalente de la lluvia de
azufre y fuego que
hizo caer sobre las ciudades malditas, pero
ellos parecen no
darse cuenta y continúan con sus abominables
prácticas
degeneradas. Se preguntaba si podrían
hallarse en cada ciudad
los cincuenta primeros justos que le
concedió Yahvé a Abraham
para salvar a Sodoma.
No, decididamente la situación no estaba en
aquel momento
para perder el tiempo investigando en los
archivos secretos
del Vaticano en busca de un extraño
Apocalipsis, apócrifo
para más datos. Así pensaba en ese tiempo;
ahora, sin
embargo, pasados tantos años y ya apagados
todos los fuegos
de la juventud, los del cuerpo y los del
alma, veía las cosas
con otra claridad y comprensión, ya no era
todo tan simple
como cuando, lleno de vigor, cogió el relevo
de Pedro,
dispuesto a expulsar a latigazos si era
menester a los
mercaderes del templo, y había comenzado con
furia, a sólo
tres meses de encasquetarse la tiara ya tuvo
su primera
audiencia con Andrei Gromyko, ministro de
Asuntos Exteriores
de la, gracias a Dios, desaparecida Unión
Soviética; arbitró
en el conflicto entre la República Argentina
y Chile y viajó
a su Polonia natal, Varsovia, Auschwitz,
Treblinca,
Majdanek… Separó tenuemente los entornados
párpados y ya no
estaba en Palestina, se hallaba de pie
soportando treinta
grados bajo cero con el pico entre las
manos, golpeando las
congeladas piedras para sacar de ellas el
carbón en la
cantera a cielo abierto de Zakrowek. Tenía
veinte años y
comenzaba a aprender a resistir en silencio
a dos tiranos,
Hitler y Stalin. En sólo treinta días
Polonia había perdido
los veinte años de libertad que había
tardado dos siglos en
conquistar. Ahora volvía a estar en Varsovia
y era ya papa,
se vio a sí mismo en el pequeño cuarto que
conformaba el
búnker del hambre del campo de exterminio de
Auschwitz,
imaginando la escena: intento de evasión en
el bloque 14,
diez judíos prisioneros son tomados al azar
por el Lagerfürer
Fritsch, uno de ellos se rompe, las piernas
le tiemblan y no
lo soportan, cae de rodillas e implora por
su vida. Un hombre
se adelanta de entre las filas de
prisioneros que observan
aterrorizados: “Yo ocuparé su lugar”. “¿Y tú
quién eres?” “Un
sacerdote católico” es la lacónica
respuesta.
El padre Maximiliano Kolbe murió en aquella
celda en la que
él, el papa que vino del frío, como lo
llamaban en Roma, le
rendía homenaje. Stanislas Kania, el
ideólogo del partido
comunista polaco, cruzó con él una mirada
acuosa y asintió
con un gesto de la cabeza, el acto fue
transmitido por la
televisión oficial y alguien le dijo que
Wojciech Jaruzelski,
al verlo, se había persignado. No es posible
comprender la
historia de la nación polaca sin Cristo, le
contestó a quien
se lo había contado.
Antes de cumplir un año de pontificado, su
viaje a Turquía
haría su cuarta visita internacional
pastoral, iniciando el
largo camino que habría de recorrer para
convertirse en “el
papa viajero”.
¿Era esta visita que ahora efectuaba a
Jordania e Israel su
87 u 88 viaje pastoral por el ancho mundo?
¿O quizá había
llegado ya al centenar? ¡Cuánta tierra
recorrida! ¿En cuántas
lenguas había pronunciado bendiciones y
homilías? ¡Cuánto
cansancio acumulado!, cansancio del cuerpo y
del alma,
cuántas veces había vacilado su fe, sólo él
lo sabía, cuanto
más arreciaban las dudas más debía aferrarse
a la ortodoxia,
la razón no puede sino destruir la fe, sólo
en Cristo se
puede hallar la salvación. Así comenzó su
andadura, pero
ahora, en la vejez, había comprendido que la
Iglesia se había
hecho fuerte y poderosa, no con Cristo sino
a pesar de
Cristo, y allí estaba él pidiendo
públicamente perdón por los
errores cometidos y aferrándose a la más
pura tradición
cristiana. Había seguido sin duda el camino
de Narciso hacia
la santidad, y como aquél, ya cerca del
final, envidiaba a
Goldmundo, él pudo ser Goldmundo en su
juventud, cuando en
aquel mundo bohemio del teatro conoció a
ambos de la pluma de
Hermann Hesse, y le asustó el hombre que
llevaba dentro, no
muy distinto de los otros, y eligió
encerrarse en el
monasterio de Narciso.
Allá, en Roma, Alexandra, por indicación
suya, estaría quizá
dinamitando los cimientos de la Iglesia,
pero la duda no
creaba inquietud en su alma, Cristo debía
prevalecer por
encima de las manipulaciones que tantos de
sus antecesores
habían maquinado; otros, sin embargo, como
Albino Luciani,
habían entregado su vida por tratar de que
nada permaneciera
oculto al servicio de mantener una
estructura de poder al
margen de las enseñanzas de Jesús.
Roma, julio de 1999
Desde la ventana del estudio de Alexandra
della Rovere
alcanzaba a divisarse la cúpula de la
catedral de San Pedro,
testigo monumental del genio multifacético
de Miguel Ángel,
en esta ocasión como arquitecto, destacando
al final del
dédalo de pequeñas azoteas y buhardillas
pobladas de una
maraña de antenas de televisión y tendederos
de ropa. No era
la mejor vivienda que podía encontrarse en
Roma, pero
probablemente una de las mejores que podían
obtenerse en el
centro con los magros ingresos que obtenía
de los encargos
que distintas instituciones le hacían para
la utilización de
sus conocimientos de paleografía. Cuando el
trabajo escaseaba
siempre estaba su padre, pero ella tenía en
mucho el orgullo
de ser autosuficiente.
El calor de julio la agobiaba, estaba
completamente desnuda y
recibía el golpe del aire caliente que un
ventilador recogía
por detrás de sus paletas para luego
impulsarlo hacia
adelante igual de caliente, pero que al
agitar sus cabellos
le daba una falsa sensación de frescor. Se
pasó por la cara y
el cuello la fría superficie de un vaso con
limonada en la
que tres o cuatro cubitos de hielo
pegoteados entre sí
golpeaban las paredes interiores de la copa
tintineando y
transmitiendo su frío al cristal, provocando
que el agua de
la humedad del aire se condensara en su
superficie,
induciendo la formación de fríos arroyuelos
que se deslizaban
hacia su base, refrescando las ya húmedas
manos de ella.
Había hecho un alto en la tarea de descifrar
el texto de uno
de los rollos de Qumran. Era un trabajo muy
interesante,
encargo del museo Metropolitano de Nueva
York, interesado en
crear una sala dedicada a estos fabulosos
documentos. Sus
amplios conocimientos sobre escrituras
antiguas
mesopotámicas, que incluían el cuneiforme,
el jeroglífico y
demótico egipcios y el arameo y hebreo
primitivo, hacían que
su nombre fuera ampliamente conocido en el
reducido círculo
de la arqueología y la paleografía; este
encargo le
proporcionaría bastante dinero y podría
buscar un piso mejor,
o quizá lo gastase en algo frívolo y
superficial como mejorar
su aspecto. Se miró en el espejo y se dijo:
Me voy a hacer
una liposucción, tengo el vientre y las
caderas como una
matrona del renacimiento, y las tetas vacías
y caídas. ¡He
aquí el resultado de cumplir con eso de
poblar la tierra!
Tenía apenas treinta y cuatro años, debía
también cuidar su
cuerpo, volvió a mirarse y moviendo
lentamente de un lado al
otro la cabeza, dijo en voz alta
dirigiéndose al espejo: Eres
un jodido cabrón que me hace la pelota, eres
el único que me
dice que estoy más delgada de lo que soy,
seguro que cuando
mi padre insistió en que me quedase contigo
sabía que eras un
adulador, quizá lo hizo porque sabe que en
caso de necesidad,
cualquier galería de subastas de arte me
daría por ti una
fortuna, pero ¿cómo voy a desprenderme de
ti?
Por un lado eres un regalo de papá y, por
otro, el único que
me dice que no necesito la liposucción y
silicona en las
tetas.
Qué, ¿te has dado cuenta ya?
Claro, caro lector, que sí, que has
adivinado, que el espejo
de Alexandra soy yo, que no hace falta ser
un lince para
advertirlo.
¿No soy acaso yo quien te está contando toda
esta historia?
De todos modos, te ayudaré a atar algunos
cabos, ¿Te suena el
nombre de Della Rovere? Sí, exacto, lo
menciona unas páginas
más arriba Francisco, el primo del entonces
cardenal Rodrigo
Borgia, como la posible mano negra que se
escondía tras el
intento de asesinato del que fue objeto en
Siena, cuando
Gabrielino le salvó la vida.
Bien, pues resulta que el tal Giuliano della
Rovere, que era
en quien pensaba específicamente Francisco,
fue años después
quien sucedió a mi más querido amo como
vicario de Cristo con
el nombre de Julio II, y no fue precisamente
este papa
“espejo” de virtudes cristianas, que fue tan
bicho como mi
dilecto Borgia, pero frío y calculador y sin
los encantos que
adornaban a mi primer amo, mas debo
reconocer -nobleza
obliga- que fue mecenas de importantes
artistas y a él le
debemos que Miguel Ángel, “más que mortal,
divino”, en
palabras de Ludovico Ariosto, decorase con
sus frescos la
cúpula y las paredes de la capilla que el
papa Sixto IV -
también un Della Rovere- hizo construir;
sólo el haber sido
el responsable de que nos quede esa pintura
ha llenado de
razón su existencia y justifica su papado.
Pues bien, un
hermano de este papa se enamoró de mí a
primera vista, sí,
claro, era más bien gordito, ya sabes, por
esta cualidad mía
de hacer que se vean algo más delgados,
todos los gordos me
quieren. El caso es que desde entonces he
permanecido en
poder de esta familia hasta llegar al padre
de Alexandra,
que, poseído por su pasión arquitectónica
-te anticipo aquí
que este hombre es muy dado a dejarse poseer
por las más
variadas pasiones-, se entregó con brío a la
tarea de
remodelar el viejo palacete familiar y, con
la idea de hacer
un estudio con solera para disponer en él
sus mesas de
dibujo, ordenadores y demás útiles de su
profesión, demolió
un tabique que limitaba el espacio útil
aprovechable del
desván, hallando detrás de éste un
cementerio de muebles y
trastos viejos entre los que se encontraba…
¡Sí, sí, yo, el
inigualable, el único e inimitable espejo,
facundo gárrulo y
locuaz! Y como es natural, quedó prendado de
mis hechuras, me
rescató del más largo periodo de ostracismo
en ausencia
completa de luz que he vivido, me limpió,
hizo que
restaurasen algunas resquebrajaduras y
desconchones del pan
de oro de mi marco y me instaló en un lugar
de privilegio,
una vez que hubo acabado su estudio, y allí
quedé, mudo
testigo de horas de trabajo de hacer planos,
consultar
ordenadores, citas galanas, reflexiones
sobre sus más íntimos
pensamientos, conversaciones telefónicas y
terribles
revelaciones, hasta que un buen día apareció
su hija
Alexandra de visita y nuestras miradas se
cruzaron, en
realidad se enlazaron, se fundieron y se
multiplicaron hasta
el infinito, ya que sus redondos y tiernos
ojos de gacela
oscura llegaban a los míos que no eran otros
que los suyos
que a ella regresaban, atravesaban la
ventana de su pupila y
llegaban hasta el fondo de la retina
desandando el recorrido
mientras en sus límpidas córneas, diminutos
espejillos
convexos, mi propia imagen en ellos pequeña
y regordeta, se
refleja y vuelve a mí, que la devuelvo y así
en una eternidad
contenida en unos segundos hasta que ella
rompe el hechizo
que nos ata y dice:
- ¡Qué espejo tan bonito, papá!
¿De dónde lo has sacado?
- ¿Te gusta? -pregunta él de forma
ociosa.
- Sí, mucho -responde a lo obvio de la
pregunta.
- Es tuyo.
Y ya el maridaje queda concertado, y vivo
desde entonces
junto a ella la segunda etapa mejor de mi
vida desde aquellos
inolvidables tiempos de Rodrigo -permíteme
que, cuando me
refiera a él prescinda de etiquetas y apee
el tratamiento, ya
que nadie como yo ha sido su más íntimo-
Deja ahora que te
describa a Alexandra: es una mujer joven,
inteligente,
sensible y bella, con una belleza inocente
de cervatillo
asustado que de pronto se hace pícara cuando
ríe, porque ella
nunca sonríe; cuando la sonrisa se dibuja,
inicia primero
lenta y luego desbocada la carrera a la
risa, siempre con ese
toque infantil descontrolado; ni alta ni
baja, la talla justa
para fundirse en la multitud sin respirar el
aire más puro
por encima del horizonte que separa la
superficie capilar de
la marea humana ni el denso y contaminado
por los efluvios
corporales de la biomateria humana que se
ven obligados a
utilizar los bajitos, rubia oro en la
infancia primera, sus
cabellos son ahora castaños oscuros y los
lleva cortos y
alborotados, finos como el plumón de un ave
joven se agitan
como las algas marinas a la más leve brisa;
delgada y
estrecha de talle, se preocupa por unas
inexistentes grasas
bajo su piel.
Entregada con entusiasmo a su trabajo, entre
los caracteres
de las antiguas escrituras esconde sus
frustraciones, dudas y
necesidades insatisfechas, y con la máscara
de la
racionalidad cubre la cara de todas sus
emociones contenidas.
Cuando el sentimiento de que su vida es un
completo fracaso
la amenaza, se defiende exhibiendo ante sí
misma la lista de
los secretos arrancados a quienes los habían
ocultado entre
misteriosas escrituras milenios atrás.
Se casó muy niña, con apenas dieciocho años,
“tremendamente
enamorada” de un estudiante norteamericano
de arqueología.
¿Enamoramiento primero del despertar del
sexo y la llamada
del instinto primario de correr con la
pareja en busca de la
nueva cueva donde parir los cachorros? ¿O
bien huida
desesperada del hogar que arropó su infancia
y que se
fractura por la llegada de otra hembra que
despierta en su
padre la necesidad de renovar en ella una
juventud que siente
que se aleja con cada año que suma a los
cuarenta? Cualquiera
que haya sido la causa, el efecto que le
correspondió fue un
divorcio precoz cuando, pasados los primeros
años, se deshace
el caramelo del enamoramiento que cubre la
superficie y se
descubre un hombre desconocido que no se
corresponde con el
que ella espera para compartir su vida, y
allí se queda con
dos hijos de tres y cinco años y sus sueños
aún vivos. Su
padre se opuso con firmeza al matrimonio, no
con la firmeza
necesaria que quizá habría cambiado su vida;
él no quiso
imponerle nunca actitudes, pensamientos o
conductas, se había
limitado a enseñarle a razonar, darle su
opinión y consejo y
rara vez repetía uno, solía terminar su
plática diciendo: “Tú
decides, es tu vida, si te equivocas, no
culpes después a
alguien, ha sido tu opción, si abres la
puerta equivocada,
tuya será la responsabilidad de lo que
halles al final del
pasillo, yo sólo puedo aconsejarte la que a
mí me parece la
mejor de las opciones”. Probablemente su
padre no quiso
asumir el compromiso de equivocarse por
ella. Amaba a su
padre, lo amaba tanto, que tenía que
demostrarle que era una
mujer que había sabido triunfar en la vida
para que él no
supiese cuánto le había hecho sufrir la
aventura que tuvo con
aquella mujer, aquella aventura que no se
acababa, que
desembocó finalmente en el divorcio con su
madre y posterior
casamiento con la advenediza, que había
tenido el mérito de
dar a su padre esos remansos del río de la
vida que llamamos
felicidad; sólo por ello la respetaba y
hasta había llegado a
quererla.
Así es Alexandra della Rovere, mi actual
dueña. Habrás podido
apreciar que la conozco muy bien; en
realidad todo lo supe de
ella aquel primer día que se cruzaron
nuestras miradas en el
estudio de su padre. A través de esos ojos
conocí a las dos
Alexandras, la del cuerpo, que da forma al
aire que lo rodea,
y la del alma, que es limitada por ese
cuerpo.
Regreso ahora al escenario en que irrumpe
Alexandra en este
cuento, ¿recuerdas? Estaba ella frente a mí
diciéndome esas
tonterías de la liposucción y las
tetas.
Dejó de hablar y sus ojos como avellanas se
posaron en mi
fría superficie de cristal, pero no pude
devolvérselos pues
no buscaba ella su reflejo; su mirada
atravesó el plano del
cristal y siguió de largo perdiéndose en mi
interior; yo la
veía a ella pero ella no, un brillo especial
hizo refulgir
mil pequeñas estrellas en la superficie de
sus córneas y, de
pronto, el llanto brotó inesperado,
intempestivo, se habían
roto las barreras:
- ¡Soy un fracaso! -decía, dirigiéndose
a mí-. ¡Cómo echo de
menos a mis hijos! Papá, papá, ¡cuánto te
necesito!
Hubiera querido consolarla, decirle que no
había fracasado,
que así es la vida de los humanos, que todos
llevan en su
interior la sensación del fracaso, que sólo
los necios e
ignorantes se creen sus propias mentiras,
que los que van de
triunfadores sólo tratan de disimular el
mayor de los
fracasos, el desconocimiento de su propia
ignorancia.
Entonces todavía no tenía el don de la
palabra; de haberlo
tenido, le habría dicho que ella había
triunfado en el más
difícil de los desafíos, había sabido amar
sin condiciones, y
en ocasiones el trofeo de esta victoria es
el desamor de
quienes amas; le habría dicho que este viejo
y redicho espejo
que tanto ha visto y oído la ama.
Me estoy poniendo sentimental y eso es algo
que un espejo no
se puede permitir, pues si lloramos, las
lágrimas se escurren
por nuestra espalda separando el azogue del
cristal y eso
para nosotros es envejecer y tenemos que
recurrir al
restaurador, que viene a ser algo así como
el cirujano
plástico de los espejos. Estoy pensando
que…
sí, sí, pienso, como lo oyes, y aun a riesgo
de que me dejes
con la palabra en la hoja, he de decirte que
eres un tanto
zoquete. ¿Cómo podría hablar si no pensase?
¿Te ríes? Sí, ya
lo veo, tanto, que te ha dado un acceso de
tos. ¿Cómo?
¿Que son legión los que hablan y no piensan,
pues si pensasen
no hablarían? ¡Tocado! Tienes toda la razón,
creo que
finalmente nos llevaremos bien tú y yo. En
fin, olvida esa
tonta afirmación mía y acepta que pueda
pensar tan sólo un
poco. Bien, te decía entonces que pienso que
fue el amor y la
ternura, que el desamparo de Alexandra hizo
nacer en mí lo
que finalmente decidió a quien mueva los
hilos de este guiñol
en el que todos, humanos y espejos, somos
marionetas, a
otorgarme el don de la palabra, que fue
precedido por la
capacidad que, sin saber cómo, supe que
tenía para
comunicarme con Alexandra, sólo con ella,
utilizando los
caminos de entrada que se abren en la mente
de los humanos
cuando el cerebro duerme.
Alexandra se limpió las lágrimas con el
dorso de la mano, me
miró y dijo:
- Basta de tonterías, sé que lo he
hecho lo mejor que he
podido.
Vamos a relajarnos, a espirar hondo para
expulsar toda la
energía negativa e inspirar profundo y lento
para que la
energía universal me penetre y se distribuya
por todo mi
organismo.
Dicho esto, luego de varias inspiraciones y
espiraciones, se
sentó en el suelo con las piernas cruzadas,
abrió los brazos
en cruz, sacudiéndolos en forma de ondas, y
luego arqueó la
espalda hacia atrás hasta tocar el suelo con
la cabeza, para
después retomar la posición de yoga y,
cruzando los
antebrazos sobre el pecho, presionar los
dedos pulgar y mayor
de cada mano comenzando a emitir un lento y
progresivo
“ommmm” con la boca cerrada; de esta forma,
su energía se
uniría a la de todos los que en ese instante
estuviesen
haciendo lo propio, dejando así escapar su
tensión emocional.
Al cabo de unos momentos, cesó en ello y dio
dos o tres
soplidos profundos, luego me miró, o se
miró, según se mire,
diciendo:
- Ya estamos mejor.
Habrás visto que ha utilizado la primera
persona del plural.
Con seguridad Alexandra, en su
subconsciente, sabía que yo
estaba allí, frente a ella, observándola y
comprendiéndola.
Sucede con frecuencia que quien mejor
entiende tus dudas, tus
manifestaciones y tus silencios, calle;
suele ser más
elocuente el silencio bien dicho que la
palabra mal callada.
Perdona que mi actual incontinencia verbal
me lleve a decir
tonterías, soy consciente de que era más
sabio cuando por
imperativo de la sustancia de las cosas
inanimadas sólo veía,
oía y callaba, ahora no puedo dejar el
chamullo.
El sonido de “rrrrrrrr” prolongada de la
chicharra de la
puerta la sobresaltó, haciéndole
exclamar:
- ¡Joooder! No esperaba a nadie esa
tarde. ¿Quién podría ser?
¿Franco, Sandrine?
“Rrrrrrrr”, la chicharra de nuevo.
- ¡Ya voy! -dijo en un breve grito, y,
doblando la lengua
mientras la mordía en un gesto muy
característico de ella
cuando cogía un cabreo repentino y de corta
duración, un
chubasco emocional podríamos decir, corrió a
ponerse un
amplio vestido de falda larga, de tela cruda
al estilo de los
viejos hippies de los años sesenta,
repitiendo por lo bajo:
- ¡Ya voy, carajo!
Aplicó el ojo a la minúscula mirilla
telescópica y cuando
encontró finalmente el ángulo de visión
adecuado, distinguió
del otro lado a un mensajero de uniforme con
cara de pez
curioseando por detrás del cristal de la
pecera.
- ¿Qué quieres? -gritó sin abrir la
puerta.
- Un mensaje del Vaticano.
Mierda, mierda, mierda, justo ahora que
estaba en medio del
trabajo del museo de Nueva York se les
ocurría venir con
algún encargo, y el puto de Carlo sin
llamarla ni dejarle
ningún mensaje en el contestador; con
seguridad la bruja de
su mujer no le daba un minuto de
tranquilidad. Era domingo, y
los domingos los dedicaba a la
familia.
¡Odiaba los domingos!
“Rrrrrrrrr”, insistía la chicharra.
- A éste lo reviento -dijo en voz alta
mientras se dirigía a
la puerta.
Tierra Santa, finales del siglo XX
Abrió levemente los entrecerrados ojos: todo
estaba igual,
parecía que el tiempo se hubiera detenido.
Trató de controlar
el temblor del brazo derecho, que al llegar
a la mano se
hacía tan intenso, que el papel que sostenía
y que contenía
el texto de su alocución se batía como las
alas de una blanca
paloma que, retenida, no pudiera levantar
vuelo. Volvió a
cerrar los ojos y dejó que fuese su espíritu
el que levantase
el vuelo de la mano de los recuerdos.
Fue el 8 de febrero de 1981, durante la
entrevista que
mantuvo en Catinari con el jefe de los
rabinos de Roma, el
rabí Elio Toaf, cuando afloró a la
superficie de su
consciencia el asunto del que en forma tan
confusa y
misteriosa le participó Albino Luciani y que
mantenía
guardado en el fondo de su cerebro.
El rabí era un hombre culto y de mente
abierta,
intercambiaron opiniones sobre los problemas
que aquejan a
judíos y a cristianos; el rabí insistía en
la cuestión del
judeocristianismo y la conversación derivó a
los libros y
documentos sagrados. Fue entonces cuando
Elio Toaf dijo algo
sobre los rollos del mar Muerto, los libros
ocultos y los
libros proscritos, como la Apocalipsis de
Esdras, y en ese
momento, aquel pequeño papel que Juan Pablo
I depositó
subrepticiamente en su mano y las palabras
que musitó en su
oído cobraron vida nuevamente y retornaron a
la superficie de
la memoria.
Dejó al rabí con un compromiso de un nuevo
encuentro en el
que debían acercar posturas entre el
cristianismo y el
judaísmo. De regreso al Vaticano, decidió
que debía hacer una
visita a la biblioteca. Se refrescó la cara
con agua fría, el
verano de Roma lo agobiaba con su calor
intenso y pegajoso y
le hacía añorar el clima fresco de su
Polonia. Sin darle más
vueltas al asunto, se dirigió al templo de
los libros
directamente desde sus habitaciones por el
largo sistema de
pasillos y pasadizos, reservado sólo al papa
y a sus más
allegados colaboradores. Por estos
vericuetos se podían
recorrer todas las instalaciones del palacio
Vaticano, la
Basílica de San Pedro y Sant.Angelo, viendo
sin ser visto y
oyendo sin ser oído.
En puntos estratégicos, generalmente culos
de saco ciegos y,
por tanto, fuera de la vista y acceso de
quienes recorrían
los circuitos conocidos, se abrían puertas
ocultas tras
tapices o muebles, que se desplazaban a mor
de silenciosos
mecanismos y que permitían, a quien
circulase por los
pasadizos secretos, incorporarse
inadvertidamente a las zonas
conocidas.
Juan Pablo II andaba con ese paso rápido y
atlético que debía
a su afición a la natación, adquirida en su
juventud y que no
había abandonado, ya que nadaba a diario en
la piscina de que
disponía para su uso exclusivo. Utilizaba
los nuevos
corredores secretos, construidos a finales
del siglo XIX, ya
que por ellos se podía acceder a la mayoría
de las mil
habitaciones con las que estaba dotado el
palacio.
Los pasadizos antiguos constituían una
verdadera maraña que
guardaba aún algunos secretos, pues las
murallas y palacios
databan de la baja Edad Media y del
Renacimiento, y él, pese
a su curiosidad, no había podido explorarlos
hasta el
momento. Estas galerías de reciente
construcción que ahora
recorría, además de comunicar todas las
dependencias del
Vaticano, constituían una vía de escape que
posibilitaba que
en caso de emergencia el papa pudiese
abandonar el recinto de
incógnito, ganando las calles de Roma desde
una vieja casa
donde funcionaban las dependencias de una
fundación para el
estudio de las manifestaciones Marianas; él
la había
utilizado en alguna que otra ocasión para
mezclarse entre la
gente como un ciudadano más.
Absorto como estaba en sus pensamientos,
pasó de largo el
desvío que lo llevaba a la biblioteca una
decena de metros.
Al percatarse del error, se detuvo
bruscamente y, al volver
sobre sus pasos, algo llamó su atención en
la pared, observó
con atención y le dio la impresión de que un
sector de ésta
parecía ser el cierre o condena de una
abertura, que pensó
podría haber pertenecido a alguna vieja
puerta que diera
acceso a la biblioteca y que había sido
condenada. Volvió
sobre sus pasos y halló la puerta que
franqueaba el acceso
privado a la biblioteca.
Era la primera vez que lo utilizaba. Al
traspasar la puerta
comprobó que ésta daba a una sala de
regulares dimensiones en
la que se disponían algunos muebles: una
mesa de madera con
seis sillas a su alrededor, una mesa de
lectura con la tabla
inclinada graduable a modo de atril y su
correspondiente luz
incorporada a un flexo, un cómodo sillón,
que asistía a la
mesa…
La puerta se cerró tras él automáticamente,
y entonces, casi
inconscientemente, dirigió su vista a la
derecha, hacia donde
debía de haberse abierto la puerta que había
sido cancelada,
y tuvo la impresión de que la distancia que
mediaba desde
donde se encontraba hasta la pared que ponía
final a esa
estancia era menor que la que había
recorrido en el exterior.
De ser así, la supuesta puerta debía de ser
un acceso a un
pasadizo que, probablemente, comunicaría con
alguna
dependencia oculta de la biblioteca.
Una puerta se abrió en la pared opuesta,
entrando al cuarto
un hombre alto y delgado, casi completamente
calvo y provisto
de unas gafas de montura de carey y gruesos
cristales, vestía
un guardapolvo azul; se dirigió a Juan Pablo
II e inclinando
una rodilla le besó el anillo
diciendo:
- Santidad, es un grato placer que
honréis la biblioteca con
vuestra visita.
- Levántate, hijo mío, era ya tiempo de
que viniera, es una
deuda que tenía con Juan Pablo I.
- Decidme, Santidad, ¿qué deseáis
saber? O ¿qué libro queréis
consultar?
- Quiero que me traigas los libros de
Esdras.
- Santidad ¿queréis unas fotocopias de
Crónicas y de los
libros 1 y 2?
- Hijo, no pensarás que he recorrido
estos corredores para
pedirte la fotocopia de algo que está entre
las páginas de la
Biblia que tengo en mi habitación.
- No os comprendo, Santidad.
- Quiero que me traigas la Apocalipsis
de Esdras.
- Pero, Santidad, la Apocalipsis que me
pides forma parte de
los libros apócrifos de Esdras, el segundo
libro para ser más
preciso.
- No agotes mi paciencia. Por supuesto
que se trata de libros
apócrifos; de ser canónigos estarían
incluidos en el Antiguo
Testamento y no estaría yo aquí en estos
momentos.
- Santidad, en ese caso debo llamar al
custodio y encargado de
los libros de consulta restringida.
- ¿Qué haces entonces que no vas a por
él?
- Ya mismo, Santidad.
Y haciendo una genuflexión, desapareció por
la puerta por la
que había entrado.
¡Libros de consulta restringida! Hasta
entonces había creído
que ningún libro debía ser restringido. Poco
después
ocurriría el acontecimiento que cambiaría su
actitud con
respecto a la libertad de pensamiento y lo
haría más
conservador. Pasaron más de diez minutos, no
sabía bien
cuántos, pero ya había rezado un rosario
completo y comenzaba
a impacientarse. Se dirigió hasta la puerta
por donde había
desaparecido el funcionario que lo recibió y
al que no había
preguntado su nombre; mal hecho, se
recriminó, siempre se
debe saber con quién has hablado o quién te
ha atendido para
cualquier servicio.
En la puerta había una gran mirilla con una
rejilla de bronce
con pequeños orificios a través de los que
se podía ver con
nitidez el largo pasillo, flanqueado por
anaqueles que
llegaban hasta el techo a una considerable
altura, que debía
aproximarse a los cinco metros. Ya estaba a
punto de
eclosionar su fuerte genio polaco y se
disponía a abrir la
puerta para ir en búsqueda de algún
responsable sobre el que
descargar su enfado, cuando en el fondo del
corredor,
tenuemente alumbrado, vio avanzar a paso
acelerado una
delgada figura que vestía una sotana negra a
la vieja usanza,
que le llegaba hasta los tobillos, que se
prolongaban en unos
grandes zapatones también negros. Las largas
zancadas del
personaje hacían flamear la sotana como una
bandera al
viento. Al llegar a la puerta, con la
inercia de la prisa que
llevaba, la abrió con brusquedad, dándose de
bruces con el
papa. El inesperado encontronazo le hizo dar
un respingo y
emitir un pequeño y ahogado grito:
- ¡Santidad!
- T£ no eres Lorenzo, el encargado de
los archivos secretos -
le increpó recordando a aquel parco fraile
español que lo
atendió en su primera consulta.
- No, Santidad, mi nombre es Marcos, el
sector de la
biblioteca a mi cargo es tan sólo
restringido al público en
general, pero disponible para estudiosos,
bibliotecarios,
investigadores o cualquier persona
acreditada por una
universidad o centro de estudios religiosos
de cualquier
signo. Fray Lorenzo se cuida ahora de los
archivos secretos.
Me ha comunicado el bibliotecario mayor que
deseáis consultar
un apócrifo.
- Así es, quiero que me traigas un
ejemplar de la Apocalipsis
de Esdras, y no quiero estar toda la mañana
en esta oscura
habitación.
- No tardaré nada, Santidad.
¿Quiere su Santidad que le haga servir un té
o un refresco
mientras espera?
- Lo que su Santidad quiere es disponer
del dichoso libro de
una buena vez.
Sin añadir más palabras, el personaje de la
sotana se alejó
con tal velocidad, que parecía volar sobre
el suelo.
No habrían transcurrido ni diez minutos
cuando reapareció
llevando en la mano un libro encuadernado en
tapas de cuero
del tamaño aproximado de un misal, y con la
voz agitada por
el sofoco de la carrera se dirigió al papa
diciendo:
- Santidad, aquí tenéis, se trata de
una edición realizada en
Brujas en el año 1783. Una verdadera joya
para un bibliófilo.
- Bueno, me lo llevo para leerlo con
calma en mis aposentos.
- Santidad, debéis firmarme un recibo
-y dicho esto le
extendió un talonario y un bolígrafo.
Al leer el recibo que se aprestaba a firmar,
el código de
catalogación le llamó la atención y,
metiendo la mano en el
amplio bolsillo, extrajo de sus
profundidades aquel trozo de
papel que Albino Luciani le dejó
disimuladamente entre los
dedos, lo leyó y notó que difería del que
figuraba en el lomo
del ejemplar que le habían traído.
- No es éste el que estoy buscando.
Toma nota de esta
catalogación -dijo, extendiendo el papel al
padre Marcos- y
ve por él.
El cura tomó con extrañeza el arrugado trozo
de papel y luego
de leerlo demoró unos instantes mientras
localizaba
mentalmente los datos de catalogación, para
luego decir:
- Lo siento, Santidad, esta
catalogación pertenece a la de los
archivos secretos y su acceso es permitido a
un muy reducido
grupo de personas, y, además, requiere la
autorización
expresa del portavoz de su Santidad, o bien
del
vicecanciller, el secretario, el jefe de
protocolo y algunas
pocas más que su Santidad desee nombrar. Es
curioso, pero en
la última semana su Santidad es la tercera
persona que se
interesa por esta obra.
- ¿Quién más te la ha solicitado?
- Una señorita con acreditación de la
biblioteca Ambrosiana de
Milán y un caballero historiador con
credencial de la
Universidad de Barcelona, que dijo estar
escribiendo un
tratado sobre los libros apócrifos.
- ¿Tomáis nota de los datos personales
de quienes consultan
obras como ésta?
- Todos los visitantes de la sección
restringida son
registrados con sus señas particulares en el
libro de
registro de visitantes.
- Podrías, entonces, facilitarme sus
señas.
- Por supuesto, Santidad.
- Cuando las tengas, hazlas llegar a mi
secretario. Dime,
Marcos, ¿Cuántos años llevas en este
cargo?
- Cinco, Santidad.
- ¿Alguna vez mi predecesor, el papa
Juan Pablo I, te pidió o
consultó sobre este libro?
- No, Santidad, pero si hubiera estado
interesado en ello
habría tenido que hacerlo, como vos mismo,
en los archivos
secretos.
- Supongo que no puedes pedirle a fray
Lorenzo que me traiga
aquí el documento.
- Ningún documento puede salir del
recinto de los archivos
secretos, esta orden emana directamente de
su Santidad, ha
sido así por siempre, al menos que yo
sepa.
Debéis dirigiros personalmente a fray
Lorenzo.
El papa se levantó dando por concluida su
visita, y Marcos se
inclinó para besarle la mano mientras el
Pontífice hacía con
dos dedos extendidos la señal de la cruz
sobre su cabeza.
Palestina, finales del siglo XX
La Virgen lo estaba ayudando en este
-siempre creía que sería
el último- viaje pastoral. Palestina lo
recibía con un clima
de relativa paz, producto de un alto de la
intifada.
A través de la rendija de sus entrecerrados
ojos la marea de
multicolores cabezas se extendía más allá de
lo que él podía
distinguir, perdiéndose en una fluctuante
línea del horizonte
que soportaba en inquebrantable voluntad la
persistente
lluvia.
La Iglesia goza de excelente salud, se dijo,
pese a tanto
agorero había acercado posiciones con las
distintas sectas
del cristianismo e incluso se estrechaban
vínculos entre las
tres grandes ramas del monoteísmo
abrahanita; finalmente,
judíos, cristianos y musulmanes provenían de
un culto único a
Elohim o Yahvé, el Dios de Abraham.
Ni que decir tenía que la salud de las
finanzas tanto de la
Santa Sede como del Estado Vaticano, cuyas
cuentas se
llevaban por separado, era excelente, se
había cerrado el
balance de la primera el pasado año con un
superávit de más
de 5.000 millones de dólares.
¡Dios mío!, se dijo, ¿acaso será pecado
disponer de tanto
dinero? Y con éste iban ya siete años
consecutivos de
balances positivos.
También las cuentas de la ciudad dejaban un
saldo a favor de
casi tres millones de dólares a sumar a los
cerca de diez que
quedaron del 98, todo ello sin tener en
cuenta que, además,
se habían rehabilitado edificios, se habían
construido nuevos
accesos a los museos vaticanos y, para dar
facilidades a sus
775 habitantes e incontables visitantes, se
había construido
un aparcamiento subterráneo de enormes
proporciones en la
cercana colina del Gianicolo.
El arzobispo Sergio Sebastiani, presidente
de la prefectura
de asuntos económicos, así se lo hizo saber
tranquilizando su
conciencia cuando añadió: “Además, Santidad,
está el óbolo de
San Pedro”. Sí, pensó en ese momento, el
impuesto religioso,
voluntario o forzoso según el país de que se
tratase, y el
proveniente de las limosnas, esas
contribuciones que rascan
de los bolsillos de su miseria los
ciudadanos más pobres de
los países más ricos para sostener a los
ciudadanos más ricos
de los países más pobres; pero en este caso,
él mismo había
tomado a su cargo dar las instrucciones para
que los 55
millones de dólares que en el año 99 había
recaudado el óbolo
de San Pedro se distribuyesen en el
eufemismo del tercer
mundo, principalmente África y América
Latina, pues los
desastres naturales se ensañaron, como
siempre, con los más
desprotegidos.
El Estado Vaticano tenía además el monopolio
del comercio, el
turismo y los viajes organizados; de las
finanzas tanto del
Estado Vaticano como de la Santa Sede se
hacía cargo el I.O.R.
- Instituto para las Obras de
Religión-, al que se vinculaban
algunos bancos, como el Ambrosiano y la
Banca del Lavoro o la
Banca Chigui, y en todo ello quiso meter las
narices su
predecesor, Albino Luciani, él no sabía
entonces, ni ahora,
mucho de números, pero se imaginaba que esa
ingente cantidad
de dinero invertida con mediano acierto
debería dar una renta
difícilmente imaginable. Seguía sin saber si
el asunto de la
Apocalipsis se relacionaba de algún modo con
la trama
financiera, pero por lo que Albino Luciani
le había confiado
en aquella entrevista, suponía que sí.
Quizá nunca había estado tan sólida la salud
económica de ese
pequeño estado independiente, de apenas 44
hectáreas, con su
propia moneda, la lira vaticana, correo, un
periódico,
L.Osservatore Romano, un semanario:
L.Osservatore della
Domenica, una agencia de prensa: Fides,
Radio Vaticano, que
emite en 33 lenguas, una cadena de
televisión y hasta
estación de ferrocarril. Él era apenas un
niño cuando en 1929
Benito Mussolini firmara en representación
del rey Víctor
Manuel III el pacto de Letrán, que concedía
la soberanía
absoluta y categoría de Estado al territorio
del Vaticano.
No sabía qué se escondía en ese libro que
Alexandra della
Rovere trataba de descifrar por expreso
pedido suyo, pero
había muerto mucha gente para evitar que eso
ocurriese y
entre esos muertos sospechaba que podía
incluirse a Albino
Luciani, y posiblemente al servicio de los
mismos intereses
estaban los que pagaron y guiaron la mano de
Alí Agka. A su
regreso al Vaticano ultimaría los detalles
para conseguir del
gobierno italiano el indulto de éste;
tendría que hablar
nuevamente con él y luego haría público el
tercer misterio de
Fátima, que, habiendo sido escrito en 1944
por sor Lucía, la
única sobreviviente de los tres pastorcillos
a los que se
apareció la Virgen, había sido mantenido en
secreto por todos
los papas que lo habían precedido.
En esos inagotables minutos su mente jugaba
con el tiempo y
toda su vida tenía cabida en sus recuerdos,
que, dotados de
voluntad propia, viajaban erráticos hacia
atrás o hacia
adelante sin someterse a orden alguno que él
quisiera -que no
quería- imponerles. Retrocedió así
diecinueve años,
encontrándose nuevamente en febrero de 1981,
cuando, tras
bendecir a Marcos, el encargado del sector
restringido de la
biblioteca, se dirigía a los archivos
secretos. Recordó su
anterior visita, cuando aún no había sido
elegido papa: el
padre Lorenzo, ese jesuita español de carnes
magras y gesto
avinagrado, lo había recibido con frialdad,
negándole toda
facilidad y respondiendo a sus
requerimientos que sólo el
papa podía autorizar el acceso a ese
documento; en ese
momento no había papa que lo autorizase,
pero ahora el papa
era él, y ya comenzaban a impacientarle las
dificultades para
hacerse con la dichosa Apocalipsis.
El recibimiento que le brindó el padre
Lorenzo no fue muy
distinto del que obtuviera cuando era el
cardenal Karol
Wojtyla; sólo lo diferenció una genuflexión
y el tratamiento
de Santidad, por lo demás, la misma seca
frialdad.
Tomó el trozo de papel con la codificación,
la estudió unos
segundos y luego dijo:
- Santidad, necesito al menos un día
para hallar este
ejemplar.
Os ruego que esperéis hasta mañana y lo
llevaré a vuestras
dependencias.
- Tómate tu tiempo, hijo mío, mañana
regresaré. Una cosa más,
¿has conocido personalmente a Juan Pablo
I?
- Sí, Santidad.
- ¿Ha consultado él este libro?
Demoró unos segundos en contestar, dando
antes una mirada en
semicírculo como queriendo comprobar si
alguien los
observaba, aun cuando era evidente que
estaban solos.
- Para contestar debería comprobar las
hojas de consulta;
mañana os daré la respuesta.
Al día siguiente, cuando pidió a su
secretario que hiciese
venir a fray Lorenzo a su presencia, le
comunicaron que se
hallaba en cama afectado de una repentina
enfermedad, y ya no
pudo volver su atención al apócrifo, al día
siguiente
iniciaría su noveno viaje pastoral que le
consumiría once
días, del 16 al 27 de febrero, en los que
visitaría Pakistán,
las islas Filipinas, Japón y las islas de
Guam y Anchorage,
estas últimas de soberanía
estadounidense.
No recordaba bien sus actividades, y al
regreso de este viaje
todo quedó absorbido por aquel fatídico 13
de mayo de 1981
que marcó un hito, estableciendo un antes y
un después en su
vida. Circulaba por la plaza de San Pedro
antes de dar la
audiencia general cuando, en una confusa
amalgama en la que
no había límites, se mezclaron el estallido
de unos petardos
y una especie de golpes sordos sobre su
cuerpo que lo
empujaron hacia atrás, haciéndolo caer, sólo
una fracción de
segundo antes de que Alois Esterman, el
capitán de la guardia
suiza a cargo de su custodia, se cruzase
delante suyo en un
intento apenas tardío de interponerse entre
él y las balas
que lo golpearon. Le llamó la atención una
anormal agitación
en un sector del público donde guardias y
carabineros
forcejeaban con un hombre joven, moreno, de
pelo muy corto y
de aspecto mediterráneo; luego tuvo la
sensación de un
líquido espeso y tibio en su piel y, al ver
sus blancas
vestiduras teñirse de rojo, tuvo conciencia
de que había sido
tiroteado, después voces apremiantes, unos
instantes
interminables en los que sentía que su vida
se le escapaba
con la sangre mientras venía a su mente el
tercer misterio de
Fátima, que ningún papa antes que él había
querido revelar, y
se vio a sí mismo como el obispo blanco que
ascendía al monte
coronado con las tres cruces mientras era
tiroteado, luego el
ulular de las sirenas y la llegada al
hospital Gemelli. No
perdió la consciencia hasta que la
mascarilla que el
anestesista colocó sobre su cara dio
comienzo a su tarea.
Supo después que la intervención quirúrgica
que salvó su vida
duró seis horas; cuatro días después, desde
su cama en el
hospital, recitó el Angelus y rezó por
Mehmet Alí Agka, el
hermano que le había disparado y al que
sinceramente había
perdonado, pues no había sido responsable de
sus actos sino
un instrumento para que se cumpliesen los
designios del
Señor.
Jerusalén, año 33
El cielo estaba encapotado, el sol oculto
bajo una espesa
capa de nubes escamoteaba su luz a la
tierra, en la que la
noche había desplazado al día en cuestión de
minutos, ahora
las nubes parecían a punto de partirse y
dejar escapar el
agua encerrada que caería con fuerza sobre
los pocos curiosos
que aún quedaban esperando el último suspiro
de los tres
crucificados que alimentaban el morbo de la
plebe. Era pues
el momento apropiado, José se aproximó al
guardia que,
arropado con un grueso paño descansaba su
cuerpo apoyándose
en el pilum. Al verlo aproximarse se irguió
en actitud
respetuosa, conocía a José de Arimatea y
sabía que se trataba
de un magnate judío que gozaba del favor del
mismo Poncio
Pilato.
José se dirigió al soldado romano llamándolo
por su nombre:
- Ave, Longino.
- Ave, José, ¿qué deseas?
- Es tarde y se aproxima el comienzo
del Shabat, la noche ha
caído repentina y los truenos amenazan un
pronto aguacero,
todos queremos regresar a casa y las
familias deben hacer los
ritos funerarios y enterrar a los muertos
antes de la puesta
de sol, o deberán esperar hasta el
domingo.
- Para ello es necesario que los
ajusticiados expiren.
- Dos de ellos ya lo han hecho, ya que
les han quebrado las
piernas, y el tercero, Jeshua, a cuya
familia protejo, está
próximo a dar su último suspiro.
- ¡Oh, José!, poco sabes de
crucifixiones, el reo puede aún
aguantar un par de horas.
- Entonces ayudémosle acortando su
tormento.
- ¿Cómo había de hacerlo? Me has pedido
que no le quiebre las
piernas y que lo hiera superficialmente con
la lanza. ¿Qué
más he de hacer por la moneda que me has
dado?
En esos momentos el crucificado emitió un
ronco quejido,
entreabrió los resecos labios y dijo:
- ¡Agua! ¡Por piedad, dadme un poco de
agua!
José aprovechó la intervención de Jeshua
para insistir:
- Ya ves, Longino, sólo tienes que
acercar a su boca esta
esponja empapada en veneno y no vulnerarás
la ley y te habrás
ganado esta otra moneda de plata.
Longino miró la moneda y, tomándola de la
mano de José, dijo:
- Dame la esponja.
Y clavándola en la punta del pilum la
aproximó a la boca de
Jeshua diciendo:
- ¿Tienes sed, judío? Pues bebe.
Los pocos asistentes que aún había se
aproximaron extrañados
del gesto de piedad del guardia. Jesús
sorbió con fruición de