4
¿Qué harías si el mundo entero te perteneciera?
Es una pregunta de niños, lo sé. Una de esas preguntas sobre las que uno puede debatir largo y tendido cuando se tienen once o doce años ¿Qué es lo primero que harías si de pronto te volvieses invisible? Y uno dice rápidamente que colarse en el vestuario de las chicas y otro que darle una patada en el culo al profesor y eso da para discutirlo un buen rato. Es algo parecido. Uno sabe que nunca va a ocurrir. Tan sólo es divertido imaginarlo. Pero a Alicia y a mí nos ocurrió. Podíamos plantearnos una pregunta así y hacer realidad la respuesta. El mundo nos pertenecía. Cada lugar, cada objeto, todo a nuestra disposición ¿Y qué hicimos durante semanas? Deambular por las calles. Dejar pasar los días. Convertirnos en una pareja de zombis melancólicos.
Hay que hacer algo, le dije un día. Algo inesperado. Algo estúpido. Algo que nos haga sentir el poder de tener el mundo entero a nuestra disposición. Algo que sólo en esta situación pudiésemos hacer y que habría sido imposible si todo esto no hubiera ocurrido. Y Alicia me miró como si me hubiese vuelto loco. Pero a veces eso ocurre. A veces te despiertas una mañana y, de pronto, necesitas que ése día, ese preciso día, sin ninguna razón en especial, sea diferente a todos los anteriores y a todos los que vengan después. No hace falta que sea una fecha significativa. Simplemente, a veces ocurre. Y, de alguna manera, sabes que si ese día haces algo diferente, tendrás fuerzas para seguir al día siguiente con la rutina. Normalmente, es un impulso pasajero y, una vez superado, sigues adelante con otro día más sin recordar que al abrir los ojos esa mañana ansiaste algo diferente por una vez. Yo sentí ese impulso una mañana y decidí no dejarlo pasar y esa estupidez estuvo a punto de costarnos la vida a Alicia y a mí.
¿Quieres que saltemos en paracaídas o algo así?, fue su respuesta, llena de escepticismo. Quiero hacer algo que nunca hubiera imaginado que querría hacer, fue la mía, decidido a no dejarme contagiar por su falta de interés.
Acabamos en el Metro. Y, una vez más, no puedo dar un motivo. Fue la primera estupidez que se me ocurrió: tengo demasiado vértigo para saltar en paracaídas, así que conduzcamos un Metro, le dije a Alicia. Por supuesto, ella se negó. Pero cuando le dije que, de todas formas, lo haría yo sólo, acabó siguiéndome. Me preguntó por el camino si me había vuelto loco. Le contesté como a ella le gustaba: enrevesadamente. Le dije que ya no existía la locura. Al no existir ya gente cuerda, no había referencias con las que compararse, así que ya no cabía tacharme de loco. Como suponía, le gustó la respuesta, aunque no la convenció, porque mientras caminaba detrás de mí en dirección a la boca de Metro más cercana, le oí murmurar que sí, que todo esto me había hecho perder al fin la cabeza.
Aquel día, conduje un Metro. Y sí, creo que fue una especie de crisis o algo parecido, creo que aquel día se me fue la cabeza.
Había un tren en la estación de Sol. Las luces de los túneles y andenes estaban encendidas y las puertas de los vagones estaban abiertas esperando a pasajeros que ya nunca subirían. Fuimos directamente a la cabina.
-¿De verdad lo vas a hacer? - me preguntó Alicia.
Contemplé el tablero de mandos. Manómetros, pantallas digitales, un auricular, un micrófono, una especie de cambio de marchas y otro mando que debía ser el acelerador, varias filas de botones de colores con leyendas grabadas debajo, un interruptor que podía ser de contacto... Nunca me ha interesado la velocidad. Ni siquiera tengo el carnet de conducir. Y siempre había preferido el autobús al metro. Aquello no tenía sentido. No estaba cumpliendo un viejo sueño ni reproduciendo un juego infantil ni haciendo realidad una fantasía.
-¿Quieres que nos matemos? ¿Esto es una especie de suicidio sofisticado?
Seguí contemplando el panel de mandos como si, con sólo mirarlo, fuese a desentrañar sus misterios. No tenía ni idea de para qué servía nada de todo aquello y, a la vez, me atenazaba la extraña certeza de que sabría manejarlo. Giré el interruptor, apreté un par de botones, empujé ligeramente hacia delante uno de los cambios... En realidad, no recuerdo bien lo que hice. Fue como si alguien me dictase lo que debía hacer o como si tuviese la seguridad de que el azar se pondría de mi lado para ofrecerme lo que deseaba por pura casualidad. Oí el característico chasquido de las puertas de los vagones cerrándose y el tren arrancó. Y ni siquiera me sorprendió que hubiese acertado a arrancarlo.
-Puede haber otros trenes parados en la vía. Nos estrellaremos.
No la escuchaba. El tren se estaba poniendo en marcha.
-Está claro - dijo Alicia, con la voz cargada de resignación -. Quieres que muramos.
Nos sumergimos en el túnel. Y me sentí bien. Empujé ligeramente el otro mando del panel. La velocidad aumentó. Apreté un botón. Las luces frontales se encendieron iluminando las sucias paredes del túnel.
Alicia se sentó en uno de los dos asientos de la cabina. Ya no volvió a hablar. Llegamos a otra estación: Sevilla. Ibamos tan despacio que me daba tiempo a leer los anuncios cóncavos que cubrían las paredes del andén. Clínica de depilación láser, zarzuela en el María Guerrero, cursos a distancia de formación profesional... Aceleré. Sentí bajo los piés cómo el tren cogía velocidad. Próxima estación: Banco de España. Vía despejada. Acerqué el acelerador al límite. Oí crujido de hierros bajo nosotros.
-¿Qué intentas demostrar?
La voz de Alicia sonó tranquila, sin la menor alteración.
Ya he dicho que no soy de los que necesitan definir ni el motivo ni el sentido de las cosas. Y, desde luego, no trataré de justificar aquel estúpido acto. Sobre todo, porque no tengo razón alguna que lo justifique. Aquella escena se me antojaba más un sueño que una realidad, como si yo no estuviese realmente allí, precipitando un tren de metro a la oscuridad de manera temeraria. A medida que la velocidad iba en aumento, la cabina se iba llenando de ruídos, crujidos, chirridos, cuya procedencia desconocía y mi cabeza se iba vaciando de pensamientos. Nada importaba. Tan sólo aquélla boca oscura traspasada por los haces de luz de los faros del tren que nos devoraba con voracidad. No podía apartar la mirada del punto más lejano de oscuridad, donde los focos aún no alcanzaban a iluminar. Y, quizás, en algún recóndito rincón de mi cerebro, aún pensaba que Alicia podía tener razón, que en cualquier momento podría aparecer otro tren detenido en la vía contra el que nos estrellaríamos sin remedio acabando de una vez por todas con todo aquello. Pero la velocidad siguió aumentando y hasta ese pequeño reducto de racionalidad desapareció de mi mente para concentrarme tan sólo en la plácida sensación de vértigo que generaba la visión del túnel traspasado por la luz de los faros.
-Es divertido - le contesté.
-Sabes que no lo es.
Entrábamos en la estación de Retiro. Ya no podía leer los carteles. La cabina temblaba. Las agujas de los manómetros brincaban de un lado a otro. Las luces de los andenes penetraron deslumbrantes en la cabina.
Me pregunté, con desapasionada curiosidad, si sabría frenar el tren. Pero no busqué una respuesta. Preferí centrarme en otra opción: en creer que podría seguir así para siempre, circulando a través de las sombras sin destino.
-Esto no va a cambiar las cosas...
Por vez primera, volví mis ojos a Alicia, que me contemplaba sentada en el sillón. Y no me gustó lo que ví en sus ojos. Ví pena, compasión, una profunda tristeza. Pero supe que no estaba triste por ella. Estaba triste por mí.
Y fueron sus ojos los que me hicieron cambiar. Aferré el mando del acelerador y comencé a disminuir la velocidad. Las ruedas chirriaron sobre los raíles. Por delante de nosotros cayeron desde algún punto invisible los restos aún ardientes de un chispazo.
Miré mis manos y advertí que estaban temblando.
Fui frenando poco a poco y el tren fue perdiendo velocidad entre estertores metálicos.
Nos detuvimos en la estación de Príncipe de Vergara. Sin decir nada, Alicia salió de la cabina. Yo me quedé allí, apoyando las manos sobre el panel de mandos para intentar que me dejaran de temblar. Cerré los ojos. Y me sentí como un completo idiota.
La volví a ver sentada a los pies de la estatua de Felipe III, en la Plaza Mayor. Atardecía ya cuando regresé, tras pasar el día vagando a solas por la ciudad. Hacía frío y una brisa impertinente se calaba hasta los huesos. Alicia estaba un poco pálida y tenía la punta de la nariz sonrosada. Estaba claro que llevaba allí bastante tiempo. Me miró con sus ojos de niña buena y se encogió de hombros.
-No ha sido un buen día, ¿verdad?
-No, no lo ha sido.
-¿Sigues estando loco?
-Creo que ya no.
-Eso está bien.
Ella siempre parecía ganar. Tenía esa mirada que te taladraba, como si por mucho que quisieras nunca pudieses ocultarle nada. Y su voz pausada. Y una pizca de ironía en la sonrisa que aparecía siempre en los momentos justos. Y hacía esas preguntas directas cuando menos te lo esperabas. Y sabía lapidarte con sus malditas e irrebatibles conclusiones en frases de apenas cinco palabras. Cuando querías matarla, te parecía una pobre chica indefensa. Cuando querías ser su amigo, resultaba distante. Cuando tenías el impulso de ser afectuoso y protector con ella, se te antojaba demasiado autosuficiente. Y si pretendías demostrarle que no eras un idiota, siempre acababa haciéndote sentir como un imbécil. Y, a la vez, nada de todo ello parecía premeditado en ella. Sabías que no planeaba ni actitudes ni conversaciones. Simplemente era así. Siempre parecía ganar. Incluso aunque no se tratara de ganar o de perder, ella también parecía ganar. Y además sin esfuerzo. Como si ella jugase en una liga diferente, a la que uno no pudiese siquiera soñar con ascender. Nunca pude imaginar que alguien de aire tan frágil, tan vulnerable e indefenso, pudiese a la vez convertirse para mí en una roca que nunca parecía posible ni abarcar ni franquear.
Tras aquella estupidez del metro, pasamos unos días extraños. Yo estaba enfadado, enfurruñado como un niño pequeño que sabe que ha hecho el ridículo. Ella estaba aún más meditabunda de lo habitual si cabe. Apenas hablábamos. No salíamos juntos a pasear. Ibamos y veníamos por separado y cuando estábamos en el piso, ella se sumergía en sus libros y yo me inventaba cualquier tarea para no permanecer a su lado. Era como si, tras aquel viaje suicida en el metro, hubiesen quedado entre nosotros deudas pendientes que ninguno de los dos nos decidíamos a plantear.
Tras varios días así, una noche en que yo cenaba de pié en la cocina una ensalada, ella apareció bajo la puerta y me lanzó a bocajarro la pregunta:
-¿Tienes miedo a la muerte?
Y al instante supe que ésa era su cuestión pendiente, que estaba soltándome lo que se había guardado dentro desde el día del metro y que le impedía volver a la normalidad. Y comprender que una vez más era ella quien tomaba la iniciativa me enfurruñó más aún.
-La muerte me cabrea.
-¿Que te cabrea? ¿Qué quieres decir con que te cabrea?
-Pues eso, que me jode. Lo que me cabrea de la muerte es que sea inevitable, que no exista una oportunidad, una manera de evitarla. Ya sabes: todo es posible menos evitar la muerte. Eso es lo que me cabrea.
-O sea, que te asusta.
Sí, Alicia y sus conclusiones podían llegar a ser francamente enervantes. Pero yo siempre picaba. Siempre me acababa enredando en la madeja que ella tejía.
-No, no me asusta. Sólo me pone de mala leche. Cuando llegue, lo aceptaré. Lo aceptaré cabreado. Me cabrean las cosas impuestas, las cosas sobre las que no tengo capacidad de elección. Debería haber una alternativa. Quiero decir, la muerte me parecería bien si no fuese obligatoria, si sólo muriesen los que son malos o los que fuman o los calvos, yo qué sé. Que no fuese algo igual para todos, que pudieses evitarla de alguna manera. Incluso aunque sólo fuera por azar. Pero que existiese una oportunidad, una opción de librarte de ella.
-Lo que te molesta, entonces, es que alguien haya decidido por ti que un día debes morir.
Dejé mi plato de ensalada en el fregadero a medio terminar. Ni siquiera supe porqué, pero mi mal humor iba en aumento.
-Nadie lo ha decidido. Somos así. Es nuestra naturaleza. Vivimos y un día morimos. Y no podemos hacer nada por evitarlo. Si quieres seguir viviendo o si te asusta morir o si la muerte llega demasiado pronto e interrumpe tus planes o si se lleva a alguien que necesitas da igual, porque va a ser así y no vas a poder hacer nada por evitarlo. Da igual que seas bueno o que te cuides la salud o que te encomiendes a cualquier dios o lo que sea porque, hagas lo que hagas, un buen día la vas a palmar y ni siquiera vas a poder elegir el momento y eso es una putada porque eso convierte la vida en un juego en el que, hagas lo que hagas, al final pierdes.
-Salvo que haya otra vida después...
-Aún así, aunque la hubiera, el trámite no te lo quita nadie. Dios no podía privarse de ese perverso placer. ‘Te voy a dar una vida eterna pero, antes, se siente: tienes que morir’. Hay que tener mala leche...
-Está claro que no crees en Dios.
-No mucho ¿Crees tú?
Salí de la cocina y fui al salón y ella me siguió mientras adoptaba una expresión pensativa, como si nunca antes se hubiese hecho esa pregunta.
-No lo sé... A lo mejor antes sí. Un poco. En Dios o en algo. Pero después de todo esto, no sé... Lo que nos ha pasado no tiene mucho sentido. No encaja demasiado en ningún plan divino, ¿no crees?
-A lo mejor estaba harto de todos nosotros y ha decidido volver a empezar.
-¿Por ti y por mí? ¿Porqué iba a elegirnos a nosotros?
-A lo mejor sólo está jugando con nosotros. Haciendo un experimento. Riéndose un poco de nosotros. No sé... Nunca he podido creerme eso de que hay un tío muy sabio, muy grande, con una larga barba blanca, como una especie de Papá Noel refinado, que contempla nuestras vidas como quien ve un culebrón en la tele y que, cuando se cansa de un personaje, decide que debe morir y luego se deshace de él mandándole al cielo o al infierno, según el humor del que le pille.
Se rió. Disfrutaba con aquello. De alguna manera, siempre tenía la sensación de que jugaba conmigo. Como una madre sabia que jugase con su ignorante bebé para irle introduciendo de paso en las realidades de la vida. Era irritante sentirse como un bebé.
-Así visto, la verdad es que pones difícil creer.
-Nos hemos inventado a Dios. Eso es todo. Nos jode tanto esa puta inexorabilidad de la muerte que, al menos, si pensamos que hay un ser mucho más listo que nosotros en algún sitio que ha decidido que debemos morir para luego vivir otra vida diferente, como si la muerte fuese una graduación o algo así, nos sentimos más reconfortados y hasta nos portamos bien y no matamos al vecino que nos incordia para que el tío ése más listo que nosotros no se vaya a cabrear y no nos putee en esa otra vida. Es el invento perfecto. La idea de que existe Dios nos domestica y encima nos quita el cabreo por tener que morir. Es un invento utilísimo.
-Ala, ya has liquidado a Dios... - Se rió aún más -. Así de fácil. Siglos de teología mandados a la mierda con una explicación de medio minuto ¿Sabes lo que creo? Creo que te lo quitas de en medio rápido porque Dios te incordia.
-¿Me incordia?
-Claro. No encaja en tu infinita autosuficiencia. Eres tan egocéntrico que no puedes aceptar la idea de que haya un ser que pueda decidir sobre tu vida o juzgarla o imponerte normas o inspirarte una determinada moral. No eres capaz de aceptar la autoridad de nadie, ni siquiera la autoridad moral o divina o como quieres llamarla, de un Dios. Tú necesitas guisarte y comerte todo solito. Por eso te cabrea la muerte. Porque es algo que no puedes controlar. Y por eso mismo te cabrea que pueda haber un Dios. Porque lo ves como un rival, como una amenaza, simplemente porque si existiese no podrías ni ignorarle ni someterle a tu voluntad.
-Vaya... No sé cómo lo he conseguido pero, al final, esta conversación se ha vuelto contra mí.
-¿Sabes lo que creo? Creo que sientes rechazo por todo aquello que no puedes controlar. Por eso te has adaptado tan bien a todo esto. Porque, ahora, todo, el mundo entero, está bajo tu control. Sin injerencias de nadie. Tú y solo tú lo controlas todo. Es una situación perfecta para ti.
-No sé muy bien porqué, pero me estás regañando...
-¿Quieres saberlo?
-No estoy seguro, la verdad.
Su mirada se endureció. Y he de confesar que sentí un pinchazo de satisfacción al ver que, aunque sólo fuera un poquito, yo también era capaz de enervarla.
-Me cabreas. Me cabrea que nunca muestres debilidad. Me cabrea que, cuando te sientes mal, hagas estupideces como conducir un metro en lugar de afrontar tus sentimientos. Me cabrea que te libres siempre así de todo aquello que te asusta tan sólo porque te hace sentir débil. Te libras de Dios con la misma facilidad con que te has librado de las personas, de los recuerdos, de la nostalgia, incluso del miedo ante todo esto. Te sientes protegido en esa autosuficiencia que te ha llevado a convencerte de que no necesitas a nadie, de que tú sólo te bastas para vivir. El egoísmo te resulta cómodo, ¿verdad?
-¿Podrías dejar de ponerme a parir? Me conoces sólo desde hace unas semanas y ya te sientes capaz de hacerme un psicoanálisis completo ¿Seguro que sólo eras enfermera? Porque toda esa palabrería empieza a sonarme a terapeuta argentino, la verdad. Además, ¿qué más te da a ti cómo sea yo?
Sí, pensé, está enfadada. Está rabiosa. Quizás esta vez incluso puede que consiga un empate.
-Porque me afecta - me dijo, en tono acusador -. Porque no sé si te has dado cuenta pero esto tiene toda la pinta de que eres la única persona con la que voy a poder relacionarme el resto de mi vida. Y, la verdad, hubiese preferido que esa única persona no fuese un egomaníaco lleno de cinismo.
-Si quieres, también puedes darme una hostia... Si eso te desahoga...
Fue a decir algo más. Pero, en lugar de eso, me dio la espalda con brío y se largó a la cocina.
Y sentí una satisfacción infantil. Una estúpida sensación de victoria.
No sé a qué hora ocurrió. Me giré en la cama y entreabrí los ojos en medio del sueño y ví allí su silueta, recortada bajo el marco de la puerta por la luz que venía del salón. Recuperé la consciencia sobresaltado por su inesperada aparición.
-¿Qué ocurre? - balbuceé, adormilado aún.
No podía ver su cara al contraluz.
-No quiero morir - le oí decir a media voz.
Me incorporé en la cama apoyándome sobre un brazo y respeté su silencio hasta que volvió a hablar.
-Quizás no tenga sentido. Probablemente daría igual. Pero sé que no quiero morir.
-Yo tampoco, Alicia.
Permanecimos inmóviles en un nuevo silencio, más largo aún que el anterior.
-Me da miedo esta extraña vida que nos ha tocado vivir - dijo ella después -. Pero no quiero morir.
-No vas a morir, Alicia. Todavía no.
Quise levantarme, ir junto a ella y abrazarla. Entre Alicia y yo nunca había habido muestras físicas de afecto. Nunca había surgido. En aquel momento deseé hacerlo. Pero, antes de que me diera tiempo, ella se volvió y regresó al salón y yo me quedé en la cama, a medio camino de levantarme e ir hacia ella.
De nuevo solo, volví a tumbarme y contemplé en silencio la oscuridad del techo de mi habitación.