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Fue un enorme estallido de luz. Sin ruido ni nada. Sólo un fogonazo de luz cegadora, como el flash de una cámara de fotos pero a lo bestia. Me desmayé. No sé cuánto tiempo, pero no mucho. Cuando me desperté, había ocurrido. No quedaba nadie. Ni rastro de vida en la Tierra. Todos los seres humanos y los animales habían desaparecido. Se habían volatilizado, esfumado, desintegrado... no lo sé, no estoy seguro de qué palabra usar. Sólo quedaba la vida vegetal. Los árboles, las plantas, las flores... y yo.

Lo había leído en el periódico. Una de esas noticias que lees de pasada, poco más que el titular. El miércoles, 10 de Septiembre de 2008, se pondría en marcha en Suiza o en Suecia o a lo mejor en Dinamarca, no estoy seguro, un gigantesco acelerador de partículas. Bueno, creo que se llamaba así. Una especie de aparato enorme que aceleraría la fisión o la fusión de la materia o removería los protones o pondría a punto de nieve los neutrones. Algo de eso. Terminología científica. Era una de esas noticias que no te acaban de interesar si no eres un especialista en la materia. Según decía el periódico, el único peligro era que, si funcionaba mal, podría llegar a destruir la vida en el planeta. El artículo resaltaba esa frase en titulares porque, sin ella, nadie lo habría leído. Parecía una de esas noticias exageradas que sólo se basan en una hipótesis imposible para despertar algún interés. Como esas noticias que dicen que en diez años todo el planeta será un enorme desierto si seguimos usando desodorantes de spray. Cosas que nunca suceden. Pero esta vez debió ocurrir. El fogonazo fue el miércoles 10 de Septiembre de 2008. Y debió originarse en Suiza o en Suecia o tal vez en Dinamarca. Pero yo estaba en la Plaza Mayor y me dio de lleno. A mí y a todos los demás. Pero yo sobreviví. Solo yo.

Los puñeteros suecos o suizos o lo que fueran la habían cagado y, ahora, me habían jodido bien jodido. Me había quedado solo en la Tierra.

No tengo ni idea de porqué sobreviví igual que si fuera una lechuga o un geranio. Algo genético, supongo. Desde hace años, cuando los hombres no sabemos explicar una enfermedad rara o porqué un tío que ha tenido una vida normal de pronto se zumba y se cree Napoleón y quiere invadir Egipto o porqué otro decide que va a labrarse un prestigio como asesino en serie, decimos que es algo genético. Así que supongo que dentro de mí hay algún tipo de mutación genética o de ADN raro. Ni idea. Nunca lo sabré porque nunca habrá nadie que pueda explicármelo, así que dejé pronto de preguntármelo.

La cuestión era que estaba vivo. Y solo. Y eso da miedo. Te despiertas en medio de la Plaza Mayor de Madrid creyéndote que acaba de darte una lipotimia o algo así y, de pronto, no hay nadie. Ni turistas, ni chavales que han hecho peyas, ni pintores de caricaturas, ni chorizos, ni drogotas, ni camareros, ni nigerianos vendiendo dvds. Nadie. No me sentía enfermo ni dolorido ni nada. Quizás un poco mareado. No más que si hubiese tomado una cerveza en ayunas. Pero lo cierto es que estás solo. Y caminas, das una vuelta, bajas por Cuchilleros, das marcha atrás y regresas, te asomas a una tienda de sombreros y a un bar de los de bocatas de calamares a un pastón y bajas luego por Arenal y sigues solo. Dices tímidamente ‘eh!’. Y nadie contesta. Un poco más fuerte: ‘Eh!’ Nada. Por fin gritas: ‘¡EH!’. Y nada otra vez. Solo. Ni un solo ruido. Apenas un eco que no sabías que existiera en la ciudad te devuelve debilitado el sonido de tu propia voz. Y el miedo se hace mayor.

En aquel momento aún no lo sabía. Aquello sólo parecía uno de esos sueños raros y sin sentido que no conducen a nada. Pero esto era real. Allí estaba yo, una mañana como cualquier otra, solo en Madrid. O, quizás, quién sabe, solo en todo el jodido Planeta Tierra.

Lo más sencillo fue resolver las cuestiones básicas. Al fin y al cabo, tenía una ciudad entera para mí solo. La luz, el agua, la calefacción, todo seguía funcionando. Por las noches, las farolas se encendían. Hasta los semáforos seguían cambiando regularmente de rojo a verde. Y, al principio, sin darme cuenta, cuando iba a cruzar una calle iba siempre al paso de cebra y si veía frente a mí al hombrecito rojo encendido, me paraba a esperar que cambiase. Hasta que caía en la cuenta de que no iba a pasar ningún coche y la razón se imponía al instinto para recordarme que podía cruzar por donde me viniera en gana sin necesidad de mirar a uno u otro lado. Aquellos primeros días descubrí la increíble cantidad de hábitos adquiridos que tenemos los humanos, las miles de cosas que repetimos una y otra vez inconscientemente como animalillos perfectamente amaestrados.

El fogonazo había ocurrido de mañana, así que todos los comercios quedaron abiertos. De todas formas, aprendí a entrar en todas partes. Si uno le dedica el tiempo suficiente, no hay nada inaccesible. Me proveía de todas mis necesidades esenciales en el supermercado del barrio. Así de simple. Era consciente de que algún día la luz y todo lo demás se acabaría. Pero, por ahora, los sistemas automáticos de lo que fuera - nunca me había preguntado antes cosas como de dónde venía la luz o quien vigilaba que no dejase de llegar agua a los grifos - seguían funcionando. Lógicamente, era de esperar que algún día todo lo que formaba parte del mundo civilizado se iría al garete. La comida elaborada se terminaría. Y ni siquiera podría dedicarme a la caza - la sola idea de imaginarme convertido en cazador me resultaba ridícula - porque no parecía que ningún animal hubiese sobrevivido al fogonazo. Las plantas sí habían resistido, así que llegaría el día en que estaría obligado a hacerme vegetariano. Sin problema por esa parte. La calefacción se apagaría, pero para combatir el frío siempre habría mantas y abrigos en las tiendas. Y cuando se terminase la electricidad tendría que ir haciendo acopio de velas. Más o menos, me imaginaba yo, mi futuro sería algo parecido a vivir como hacía unos cuantos siglos. Nada demasiado preocupante.

Eso sería más adelante. Por ahora, tenía comida, tenía medicinas si enfermaba, tenía luz y tenía una ciudad entera para buscar lo que necesitase donde me diese la gana. Por el lado de lo básico, ningún problema.

Así que me adapté. Podría contar lo duro que fue sobrevivir, las mil argucias que tuve que idear para salir adelante, lo astuto que fui para hacer frente a la adversidad... Pero mentiría. Era facilísimo. No pasé apuros materiales en ningún sentido. Lo siento. Aquello no era emocionante. Sobrevivir era algo extremadamente simple.

Mi única rebelión fue la lucha contra los malditos hábitos adquiridos. Cuando salía de casa, cerraba la puerta con llave. Hasta que un día me obligué a tirar las llaves de mi casa por una alcantarilla para superar ese hábito. Cuando salía de la ducha e iba desnudo hasta mi dormitorio para vestirme, siempre corría la cortina, hasta que un día me obligué a salir desnudo de casa, bajar la escalera, salir a la calle y dar un paseo desnudo por la Plaza Mayor. Me costó, me sentí estúpido, como si mil ojos invisibles me observaran. Pero lo hice. Así fui enfrentándome a todos y cada uno de los ritos de la vida diaria que ahora se habían convertido en inútiles y estúpidos.

No sé porqué sentía esa necesidad de romper con las normas cívicas de una sociedad que ya no existía. No me sentía enfadado ni enloquecido ni desesperado por lo que había ocurrido. No había en ello ninguna finalidad concreta. Quizás resulte difícil de entender, pero había asumido todo aquello con una extraña tranquilidad, con una naturalidad en la que ni siquiera me cuestionaba la situación. Era como si mi cerebro o mi subconsciente o lo que sea hubiese decidido por su cuenta: ‘vale, tío, esto es lo que hay: estás solo en el mundo. El único gilipoyas que ha sobrevivido a una especie de holocausto nuclear o alguna otra putada por el estilo, ¿entendido? Pues ala, ahora a seguir viviendo’. Mi única preocupación, por extraño que pueda parecer, no era la supervivencia ni pensar en lo ocurrido o en cómo sería el futuro para mí. Mi única preocupación en aquellos primeros días era algo tan absurdo como lograr romper con los hábitos, como si cada vez que me liberaba de una costumbre hubiese ganado una batalla a un enemigo que ni siquiera sabía quién era.

Pero hasta esa obsesión por liberarme de todo resto de civilización - o como quiera llamarse a esa readaptación en que me empeñé en tratar de convertirme en una especie de moderno hombre de las cavernas - acabó resultando absurda en sí misma. Una tarde, caminaba por la Gran Vía abajo y, como había hecho tantas otras veces, iba mirando la parte superior de los edificios. La Gran Vía es una calle extraña. Hasta la cuarta o quinta altura, las fachadas están degradadas por el descuido y por todos esos horribles cartelones anunciando escuelas de informática e idiomas, agencias de viajes baratos y hostales para turistas sin recursos. Pero, más arriba, la belleza de sus edificios seguía a salvo, inaccesible al daño humano, mostrando aún elaboradas balaustradas y pretenciosas estatuas de diosas griegas o fieros leones que siempre me habían resultado simpáticas.

Iba buscando una tienda de electrónica. Toda mi vida había vivido de espaldas a esos supuestos adelantos que pronto se convierten en imprescindibles para todos. Yo debía ser uno de los pocos hombres vivos sobre la faz de la Tierra que no tenía teléfono móvil. Tampoco tenía televisión y rara vez encendía la radio. Y, aunque usaba un potente ordenador para mi trabajo, ni siquiera tenía conexión a internet. Pero aquella tarde quería hacer una prueba.

Encontré la tienda que buscaba. Recorrí los estantes en que exponían las televisiones y fui encendiéndolas una a una. Ninguna daba señal. Fui a las radios y recorrí varias veces el dial de diferentes modelos sin oír nada que no fuera el chisporroteo habitual entre emisora y emisora. Luego, acudí tras el mostrador, donde había un ordenador encendido. Recorrí varias páginas de Internet, sobre todo de prensa, española y de otros países, y todas seguían mostrando las noticias correspondientes al 10 de Septiembre. No encontré ninguna señal de vida posterior a esa fecha. Me entró una risa estúpida.

Al salir de la tienda, hice aquella chorrada. Observé su escaparate, lleno de cámaras de fotos y vídeo y de televisores de plasma o de lo que fuera y sus cartelitos de oferta, no deje pasar esta oportunidad, precios increíbles y bla bla bla. Todo muy atractivo. Esperando compradores que ya nunca acudirían convencidos de que todo aquello era un chollo que no se podía dejar escapar.

Fui hasta una farola cercana y arranqué la papelera que colgaba de ella. Y luego lancé la papelera contra el escaparate. Qué demonios, podía hacerlo, pensé. Nada de hábitos preestablecidos. El escaparate se astilló con un sonido sordo, sin llegar a hacerse pedazos. Frustrante. No me pareció suficiente, así que encontré un par de piedras en la acera, esquinas desgajadas de adoquines, y las tiré contra las ventanas del primer piso de aquel mismo edificio. Los cristales sí saltaron en pedazos.

Y en aquel momento fue cuando comprendí que estaba haciendo el imbécil. Mi obsesión por dejar de respetar los hábitos civilizados era algo estéril y sin sentido. En aquel momento, destrozando ventanas a pedradas, superé esa obsesión. Era mejor seguir cayendo en la rutina de respetar las costumbres adquiridas que convertirme en un tipo absurdo que rompía ventanas a pedradas.

Volví a entrar en la tienda. Cogí una cámara de fotos del escaparate y me hice una foto a mí mismo. Me ví en la pantallita de la cámara. Cara de tonto. Y al verme comprendí que yo no era el tipo adecuado para aquella situación. Cosas como aquélla sólo podían ocurrirle a tipos como Charlton Heston. Y, al menos, hasta él tenía simios o mutantes, según la peli que fuera, para hacerle compañía.

Cuatro meses. Y una vida extraña. Levantarme, comer, caminar, dormir. No trabajaba. No leía. No pensaba demasiado. No tengo mucho más que contar de aquella etapa.

Una noche tuve un sueño. Soñé con una multitud. Era como una de esas escenas a cámara rápida. Miles de personas que iban y venían como hormigas enloquecidas. Vistas a distancia. Sin poder apenas identificar siquiera si eran hombres o mujeres. Sin saber a dónde se dirigían o de de dónde venían. Sólo gente. Caminando a una velocidad imposible pero logrando no chocarse entre sí. No intenté comunicarme con nadie. Ni siquiera formaba parte de sus idas y venidas. Les observaba desde arriba. Y, con esa lógica absurda de los sueños, tan sólo era consciente de que yo era mucho más grande que ellos. Mil veces su tamaño. Y les contemplaba con la misma superioridad con que se contempla a un hormiguero descubierto al levantar un pedrusco. Aunque yo estaba quieto, me agotaba el sólo hecho de ver a todos moviéndose a tanta velocidad. Pero seguía mirándoles, deslumbrado por la perfecta sincronización de todos aquellos seres diminutos capaces de ir de un lado a otro esquivándose unos a otros sin siquiera hablarse o mirarse.

Tengo entendido que los sueños apenas duran unos segundos. Pero, cuando desperté, tenía la sensación de que había estado soñando con esa historia de una única escena durante horas. Abrí los ojos y, durante un tiempo, en mi cerebro siguieron apareciendo todos aquellos minúsculos seres humanos a la carrera.

Algunas veces, al despertarme, durante una milésima de segundo, antes de que la consciencia plena llegara, me creía que todo había sido un sueño, que toda esa locura del fogonazo y mi supervivencia sólo había sido un sueño y me levantaría y me asomaría a la ventana y vería a la gente por las calles y, como siempre, me pondría a trabajar hasta la hora que hubiese quedado con alguien para terminar el día con una cerveza, una charla o echando un polvo. Luego, unos segundos después, recordaba que de eso nada. Charlton Heston sin simios ni mutantes un día más.

Pero la noche en que soñé con la multitud corriendo ni siquiera pasé por ese instante de fantasía al despertarme. Abrí los ojos y en ese mismo momento supe que estaba solo. Gracias a mi prodigioso ADN o a un capricho de un dios con ganas de divertirse un rato a mi costa, qué sé yo.

Aún era de noche. Me levanté y recorrí el pasillo hasta la habitación del fondo de mi apartamento, a mi pequeño estudio. Entré y contemplé en la penumbra que creaba la cercana luz de las farolas de Cuchilleros las obras apoyadas contra las paredes y un par de bastidores aún sin montar y la mesa grande con el ordenador y las hojas de cálculos y la imponente impresora en el suelo a su lado. No había vuelto a tocar nada desde el 10 de Septiembre. Y, por alguna razón, me sentí incapaz de tocar ahora nada de aquella habitación, a la que siempre había considerado mi refugio más privado, mi lugar favorito, mi escondite del mundo.

Fui hasta la ventana y la abrí. Hacía frío. Y noté algo extraño. Algo nuevo. Algo que no existía antes del fogonazo. Aquella noche, por vez primera tras cuatro meses, descubrí el silencio.

No, el silencio no es lo que cualquier persona hubiera creído que es. El silencio no existía antes del 10 de Septiembre. El silencio total, absoluto, un silencio que aprieta. Lo que convencionalmente hemos entendido siempre los humanos por silencio no es en realidad tal. Siempre hay algún sonido que se integra en el silencio sin romperlo, que lo hace presente y a la vez lo decora: el motor de un coche que pasa a lo lejos, el eco de una sirena, los ronquidos de un vecino, cualquier cosa imaginable, pero siempre hay algo, que forma parte de ese silencio pero lo trastorna, quitándole su poder absoluto. Podemos subir a la cima de una montaña o sumergirnos en el bosque más inaccesible y siempre habrá algo, un ruidito, un soplo de viento, un animal por pequeño que sea, cualquier cosa, que pervertirá el silencio.

Ahora ya no. Aquella noche, al abrir la ventana, entró en el estudio un silencio que sólo yo conocería. Espeso como niebla. Frío como un tañido de campana. Antipático como un grito a destiempo.

Igual que en mi sueño. Hasta ese momento no me había dado cuenta. Aquella multitud que corría sin cesar de un lado a otro no hacía ningún ruido. No se oían ni sus pasos ni sus voces. Se movían en aquel mismo silencio perfecto.

Me quedé helado en aquella ventana. Pero, a la vez, ni siquiera sentía el frío de la noche.

Me miró con sus ojos grandes. No fue sólo por la sorpresa. Sus ojos eran así. Grandes. En su mirada siempre había una mezcla de miedo, asombro y curiosidad. Me miró y abrió un poco los labios, muy despacio, y su boca quedó entreabierta a la espera de un suspiro o unas palabras que nunca llegó a pronunciar. Supongo que me miró como me habría mirado si a la vuelta de aquella esquina no hubiese aparecido yo sino un hombrecito verde con antenas.

Nos encontramos a la entrada de El Corte Inglés de Goya. Giré la esquina y ella estaba allí. Parada. Con sus vaqueros y su chaqueta blanca y un bolso grandote colgado del hombro. Giró la cabeza, me vió y sus labios comenzaron lentamente a abrirse.

-Hola. Vengo a buscar una cafetera. La mía se ha estropeado. Podría haber cogido una de alguna otra tienda pero supongo que aquí habrá más variedad para elegir - le dije.

Ella siguió mirándome con sus ojos grandes.

-Creo que están en la tercera planta. Las escaleras mecánicas no funcionan. Funcionaban hasta hace unos días. Pero se han parado - me dijo.

Tenía una voz agradable, fuerte y un poco infantil a la vez. Habló muy despacio, separando mucho las palabras, como si estuviera haciendo un ejercicio de pronunciación en un idioma no dominado.

Estuve a punto de darle las gracias por la información y seguir mi camino en busca de la cafetera. Aunque resulte increíble. Llegué a dar un par de pasos antes de volver a detenerme.

-¿Vives por aquí? - le pregunté y puse en mi voz una enorme cautela, como si temiese que fuera a mandarme a la mierda por mi impertinente curiosidad.

-Vivo en El Corte Inglés.

-¿En El Corte Inglés? Nadie vive en El Corte Inglés...

-Yo sí... - Calló por un momento. Me pareció que dudaba si debía darme más información -. Bueno, claro, antes no vivía aquí. Pero ahora... ahora es lo más cómodo.

Asentí, como si me pareciera lo más lógico del mundo que alguien viviera en unos grandes almacenes. Puede que sí, que ahora lo fuera. Eso sí que era romper de un plumazo con todos los hábitos preestablecidos y no mis niñerías de andar rompiendo ventanas a pedradas.

No hablamos más. Entré en El Corte Inglés y ella me siguió. Caminó unos pasos detrás de mí. Tuve la sensación de que me observaba a una cierta distancia como quien mide el riesgo que pueda entrañar un animal desconocido que ha aparecido de pronto. No se me ocurría nada que decir, así que simplemente dejé que me siguiera hasta la planta de electrodomésticos. Elegí la primera cafetera que ví, la más parecida a la que ya tenía, porque con ella mirándome me resultaba incómodo ponerme a buscar y seleccionar. Una vez tuve la cafetera en la mano, me volví y la miré de nuevo. Sus ojos conservaban la expresión de asombro cauto y su boca seguía un poco abierta.

-¿Tú sabes algo? - le pregunté.

Negó lentamente con la cabeza.

-¿Sabes qué pasó?

Volvió a negar con un movimiento de cabeza exacto al anterior.

-¿Has visto a alguien más?

-Sólo a ti - dijo al fin - ¿Y tú?

-Sólo a ti.

Y esas mismas palabras dichas por los dos parecieron resquebrajar un poco el hielo. Como si ambos hubiésemos dicho un ‘sí, quiero’ y a partir de ese momento supiésemos que había surgido entre nosotros un vínculo que ya no sería fácil de romper. Su boca entreabierta se quebró un poco, en lo que decidí interpretar como un intento de sonrisa de saludo, y eso me bastó para lanzarme a esbozar una sonrisa completa.

Así fue cómo conocí a Alicia. Y, a partir de entonces, fuímos dos.