Capítulo XIII
Clarissa se paseaba nerviosa en la sala de espera del tribunal eclesiástico, faltaban tan solo unos minutos para iniciar la audiencia. Su marido aún no había regresado del viaje que lo mantenía fuera de la ciudad, y ella rogaba a Dios por que no llegase a tiempo. Estaba comenzando a arrepentirse de su decisión cuando sus ojos se encontraron con los de él.
Erick la miraba con tristeza y se veía cansado, ella no pudo sostenerle la mirada; por lo que la desvió.
—Pasen, por favor. —La voz de aquel hombre la sacó de sus pensamientos, tomó una gran bocanada de aire y, acompañada de su abogado, entró.
El tribunal estaba en total silencio, el abogado indicó a Clarissa dónde sentarse, y ella se preparó para lo que venía, como bien lo había dicho ella con anterioridad: «La suerte está echada, y que sea lo que Dios quiera».
No quería ni mirar a Erick, no sabía cómo reaccionaría él ante lo que estaba por venir.
El juez tomó su lugar al mando y dio por comenzada la audiencia, revisó con interés los papeles que acababan de darle y, mirando al abogado de Clarissa, preguntó:
—¿Está seguro del trámite que solicita? Aquí me informan que su representada, la condesa Raven, está solicitando la anulación del matrimonio, y a mi parecer el trámite correcto sería la disolución del vínculo matrimonial o divorcio.
—No, su señoría, el trámite solicitado por mi cliente es el correcto —contestó el abogado.
Clarissa había sido informada con anterioridad por su abogado de la diferencia entre un trámite y otro, sabía que, por lo regular y según los motivos alegados, la anulación era inmediata o de respuesta a corto plazo, contrario al divorcio, el cual, en ocasiones, podía llevar años…
—¿Qué motivos tiene para asegurarlo? Según leo en el informe y consta en el acta, el matrimonio se llevó acabo hace varios meses…
El abogado que permanecía en pie respondió:
—El motivo por el cual mi cliente solicita la anulación es simple; el matrimonio jamás se consumó y mi cliente sigue conservando su virtud…
La sala de audiencias, durante unos segundos que a Clarissa le parecieron interminables, permaneció en el más absoluto silencio, para contrastar después con un estallido de murmullos y comentarios… El lugar parecía un mercado ante el algarabío que se había desatado; el escándalo estaba servido en charola de plata, y Clarissa lo sabía.
—Eso no es posible, yo mismo vi las manchas en las sábanas. —Erick se puso de pie y alegó furioso, mirando a Clarissa indignado. ¿Hasta dónde sería ella capaz de llegar con tal de salirse con la suya?
El juez pidió silencio en más de una ocasión, y cuando la sala al fin volvió a la calma, continuó.
—Condesa Raven, el argumento señalado por su abogado es de lo más delicado. ¿Está consciente de las consecuencias que conlleva el mentir o declarar en falsedad? ¿Qué explicación tiene para lo argumentado por su aún esposo?
Clarissa estaba sonrojada hasta las uñas de los pies, no le apetecía hablar del tema, pero estaba consciente que tenía que hacerlo; ella misma se lo había buscado y sabía, cuando inició el trámite, que era algo por lo que tendría que pasar.
—La explicación en realidad es muy sencilla. —Hizo una pausa y tomó aire para darse valor—. En nuestra noche de bodas, mi esposo tomó de más. —Recordó esa lamentable noche, y la tristeza nubló sus ojos—. Yo lo ayudé a acostarse en la cama ya que él no podía sostenerse en pie, cayó fulminado por el alcohol y no pasó nada. ¡Lo juro!
Todos los presentes en la sala la miraban con atención, y ella, tomando una bocana de aire más profunda, continuó con su relato:
—En cuanto a las manchas sobre las sábanas, el motivo es aquello que nos sucede cada mes a las mujeres; a causa de los nervios por la boda, según me informó el médico, sufrí un ligero adelanto, por lo cual yo no tomé las debidas precauciones y eso no fue más que un lamentable accidente y un mal entendido.
La sala cayó una vez más en un caos total de alegatos, pero Clarissa solo estaba al pendiente de Erick, el cual se dejó caer en su silla descolocado, tratando de asimilar lo dicho por ella.
—¿Condesa, está usted diciendo que durante todos estos meses de matrimonio no ha habido intimidad entre ustedes? —preguntó el juez después de poner calma en la sala de audiencias.
—Así es, su señoría.
—Conde Raven, ¿qué motivos o argumentos tiene usted para justificar esta situación? ¿Está consiente que son ya muchos meses a la fecha de la boda?
Erick se puso de pie furioso ante las insinuaciones del hombre.
—¿Acaso está usted cuestionando mi hombría?
—Limítese a contestar al señor juez —le informó otro hombre.
—Su señoría —Clarissa pidió de inmediato su atención, puesto que no podía soportar más la humillación de la cual era y sería objeto Erick si ella no ponía remedio. Ante todo lo amaba, y por eso tenía que buscar la manera que todo finalizara en los mejores términos—. ¿Me permitiría la palabra un momento? Le explicaré yo misma esos motivos.
—Adelante —concedió.
—Todo empezó con una absurda promesa —comenzó—. Nuestros padres acordaron nuestro matrimonio cuando nosotros éramos aún muy jóvenes. En su lecho de muerte, el padre de mi esposo le hizo jurar que cumpliría con su palabra, y cuando mi padre enfermó, se empeñó en hacer cumplir al joven conde Raven esa absurda promesa. Él se negaba a casarse conmigo, pero yo, en un acto de desesperación por concederle a mi padre su anhelo, apelé a su caballerosidad y le ofrecí un trato beneficioso para los dos. Nos casaríamos como nuestros padres lo deseaban. Así, él cumpliría con su palabra, y yo le daría a mi padre una muerte en paz. No tendríamos intimidad, solo sería un matrimonio de apariencia, y en cuanto pasara el tiempo prudente por el luto de mi padre, yo le devolvería su libertad para que él pudiera hacer con su vida lo que quisiera sin el peso de esa promesa absurda.
—¿Está usted consciente de sus palabras, jovencita? El matrimonio es sagrado, un vínculo para toda la vida, no es un juego o un negocio, el cual si no funciona, se disuelve y ya. —El juez estaba molesto por lo que él consideraba una inmadurez al tomar el matrimonio a la ligera.
—Lo sé y créame que me arrepiento de haber convencido al conde Raven de prestarse a este matrimonio que nunca debió ser. Él se ha comportado conmigo como el mejor de los caballeros, y no conozco hombre más honorable y respetable que él. Así que asumo mi responsabilidad y reconozco que todo esto es mi culpa.
—¿Está usted diciendo que este trámite se planeó solicitar de mutuo acuerdo? —preguntó el juez incrédulo—. ¿Qué cambió esa resolución? Porque hasta donde yo sé, su esposo no está de acuerdo
—Sí. —Clarissa mentía, pero sabía que Erick no la pondría en evidencia, no le convenía, ella le estaba ofreciendo una salida en la cual su honorabilidad y hombría no sería cuestionada—. Mi esposo y yo no hemos podido sentarnos a hablar, reconozco que cuando mi padre murió, hui del país para sofocar le dolor que su perdida me causó. El conde Raven se portó muy comprensible, me permitió marcharme y tomar el tiempo que necesitara para recuperarme de mi pérdida. Yo desconocía los motivos que mi esposo tenía para oponerse a separarnos, ahora comprendo que todo esto es por culpa de un mal entendido a causa de mi accidente con las sábanas la noche de bodas. — Miró a Erick y con tristeza continuó—: El conde Raven es todo un caballero, y por lo mismo sé que actuó así porque él creía que sí sucedió algo entre nosotros. Yo, que lo conozco bien, les puedo jurar que se sentía con la obligación de velar por un matrimonio que, siendo honestos, nunca debió ser. —Se dirigió a Erick—. Ahora que se ha aclarado ese mal entendido y sabes la verdad, siéntete libre; te libero del compromiso. Los dos ya cumplimos con nuestros padres y tenemos derecho a continuar con nuestras vidas.
La sala volvió al caos, y el juez, después de poner orden, dictaminó que Clarissa fuera sometida a una revisión por el médico que el tribunal eligiera para constatar la veracidad de la demanda. Se haría un receso de varios días para analizar el caso, y cuando el tribunal tuviese la resolución, informaría a los afectados. Con un golpe con su mazo, el juez dio por finalizada la audiencia...
Clarissa salió de la sala deprisa, se sentía sofocada y no tenía ánimos de enfrentarse a nadie, menos aún a Erick, pero su intento de fuga fue en vano, porque él le dio alcance y, molesto, le preguntó:
—¿Qué pretendías con todo esto, Clarissa? ¿Humillarme? —La tomó de los hombros y la sacudió con brusquedad.
—¡No me dejaste otra salida! —espetó furiosa—. ¿Recuerdas? Te pedí, te supliqué que aceptaras darme el divorcio; yo no quería llegar a esto. ¿Acaso crees que para mí fue fácil? ¿Tienes idea de lo humillada que me sentí al hablar de mi intimidad?
Clarissa lo miraba con los ojos vidriosos, estaba conteniéndose para no llorar, y Erick vio el dolor reflejado en esos hermosos ojos esmeraldas; tomó una gran bocanada de aire para tranquilizarse, entonces su mirada llena de furia cambió por una de gran tristeza.
—¿Por qué, Clarissa? ¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué no confiaste en mí?
Clarissa vio dolor y sinceridad en la mirada de su aún esposo.
—Erick, yo…
—¡Así los quería encontrar! Ustedes dos me deben una muy buena explicación. ¿Qué les pasa? ¿Acaso nunca se les explicó que el matrimonio no es un juego? —preguntó furioso el padre William, que fue el sacerdote que los unió. Los reprendía como si fueran dos chiquillos a los cuales se regañaba por una gran travesura. Él era amigo del padre de Clarissa y jamás se imaginó una situación así—. El juez está de lo más molesto e indignado por su proceder. ¿Cómo pudieron hacerle esto a tu padre, Clarissa? Tú, Erick, eras como un hijo para él. ¿Cómo es que te prestaste a este engaño? Que decepción, Clarissa, si tu padre estuviera vivo, se moriría de pura indignación…
Estas últimas palabras dichas por el sacerdote calaron hondo en Clarissa, la cual ya no pudo contenerse y comenzó a llorar.
—Lo sé y no sabe cuánto lo siento; soy una mala persona, jamás debí obligar a Erick a casarse conmigo… —Miró a Erick y, con profundo dolor, le dijo—. Por favor, perdóname.
Se levantó un poco el vestido y salió corriendo a pesar de los llamados del sacerdote y de Erick; él quiso seguirla, pero el padre lo detuvo y le dijo:
—Déjala, hijo, creo que por ahora necesita estar sola.
Erick la vio partir, sintiéndose miserable; a pesar de todo, la amaba y le dolía verla sufrir. El padre William no perdió detalle de la mirada y los gestos del Conde, y la luz de la esperanza se iluminó, su instinto nunca le fallaba y cuando los casó sabía que eran el uno para el otro…
Clarissa, nada más llegar a su casa se encerró en la habitación que estaba ocupando mientras Isabel estuviera en su alcoba, se tiró a la cama y dio rienda suelta al llanto…
Erick estuvo hablando largo y tendido con el sacerdote, le contó su historia con Clarissa, y el padre William lo reprendió por ser un tonto.
«¿Cómo pretendí que Clarissa confiara en mí después de todo lo que hice antes, durante y después de la boda?», se cuestionó. Sin salvarse de un buen sermón, escuchó los consejos del padre William y salió más tranquilo.
Pasó a ver a James a su despacho, pues al finalizar la audiencia ya no pudieron hablar.
—¿Qué crees que suceda? —preguntó Erick sin rodeos.
—Como amigo entiendo tu desconcierto y preocupación, pero como abogado tengo que decirte que lo argumentado por Clarissa es un motivo valido para la anulación, no tiene caso negar lo evidente. Si el médico determina que tu esposa sigue virgen, no habrá más por hacer.
Erick protestó de inmediato.
—¿No existe algo que puedas hacer para evitar el fallo?
—Lo siento, amigo, te aconsejo que dejes las cosas como están y te quedes con la historia que argumentó Clarissa. Ella te ofreció una salida digna, y tomarla es lo que más te conviene, o de lo contrario tu hombría será cuestionada y serás motivo de murmuraciones atroces. —Colocó en la mano de Erick un vaso con whisky.
Erick contempló en silencio la bebida que le había dado su amigo, sabía que James tenía razón. A pesar de todo, Clarissa se había preocupado por no afectar su integridad al contar la verdad.
Derrotados, los amigos bebieron hasta perder el sentido. Erick despertó cuando los rayos del sol le dieron directo en el rostro; observó el lugar con detenimiento y descubrió que estaba en el despacho de James; su amigo estaba dormido en el sofá frente a él. Recordó parte de la noche y comprendió que ambos habían bebido hasta caer fulminados…
Erick tenía asuntos urgentes que resolver y tuvo que dejarlos a medias para estar a tiempo en la audiencia en el tribunal, por lo que era necesario retomar su viaje un par de días más. Intentó hablar con Clarissa antes de irse, pero ella no estaba; el tribunal la había citado para hacerse los exámenes con el médico. Pensó en cancelar su viaje, pero sabía que era imposible; además, cuanto antes partiera, más pronto regresaría.
Dejó una nota para ella donde le decía que al volver tendrían sin excusas ni pretextos aquella conversación que venían postergando desde hacía mucho tiempo…
Era más de media noche cuando Erick llegó a su hogar, subió de inmediato a la habitación de Clarissa, estaba decidido a no salir de allí sin que ella lo escuchara. No estaba dispuesto a perderla sin luchar, se sinceraría con ella. En su viaje había tenido mucho tiempo para pensar; si aún existía una posibilidad entre ellos, la aprovecharía.
Abrió la puerta sin llamar y se quedó petrificado; en la cama, una pareja se entregaba al amor con desenfrenada pasión…
No podía ver a la mujer que gemía de placer, porque el cuerpo de Jeremías Sanders la cubría, pero era indiscutible que era ella. Sintió como si un rayo lo partiese en dos, quiso gritar y matar a golpes a ese par, pero reconoció que no tenía derecho a reclamar; a fin de cuentas, Clarissa se había salido con la suya. Por James supo que esa tarde el juez les había concedido la anulación, por lo que ella ya no era su esposa y nunca fue su mujer. Destrozado salió de esa habitación dando un portazo…
Jeremy había llegado esa tarde de Green Hill y traía consigo muchas novedades, no quiso esperar hasta el día siguiente para ver a Isabel y contarle lo que averiguó, así que, después de asearse, se dirigió directo a la mansión Castelló.
Isabel lo recibió muy efusiva, esos días sin verlo le parecieron una eternidad y lo extrañaba como una loca y así se lo hizo saber. No perdía oportunidad de demostrarle lo enamorada que estaba de él.
Después de ponerla al tanto de sus averiguaciones, Jeremy se despidió, pero Isabel no quería dejarlo ir, un beso llevó a otro y a otro, y la pasión los venció…
—¿Estás segura de esto? —le preguntó emocionado.
Isabel no respondió con palabras, dejó que su cuerpo hablara por ella… Se entregó a Jeremy sin reservas, regalándole su pureza como el capullo de una frágil rosa que abre sus pétalos por vez primera al exterior, dejando manar el perfume exquisito de su interior para ser degustado a deleite por el afortunado jardinero.
Permanecían abrazados, disfrutando del momento, mientras conversaban sobre lo que Jeremy había descubierto en Green Hill.
Jeremy intentó marcharse, pero Isabel no se lo permitió, le pidió que se quedara con ella toda la noche y lo convenció valiéndose de sus encantos de mujer.
Él acariciaba el cuerpo de su amada con verdadero placer, aún le parecía increíble el tenerla entre sus brazos, luciendo solo para él su exquisita desnudez.
El fuego del deseo despertó con toda su intensidad, apropiándose de los amantes que disfrutaban de una unión añorada por demasiado tiempo.
Isabel se sentía morir de tan deliciosa tortura, Jeremy la tocaba en sitios que ella desconocía que podían provocar todas esas sensaciones que jamás imaginó que pudieran existir. Aunque carecía de experiencia en el campo del amor carnal, su cuerpo reaccionaba con voluntad propia, como si conociera lo que tenía que hacer para conseguir y brindar placer.
Su unión iba más allá del placer físico, era una comunión perfecta de sus almas, que al instante se acoplaron en total armonía y reclamaron como propia la del ser opuesto. El mundo dejó de existir a tal grado que se olvidaron de todo, inclusive el pie lastimado de Isabel…
Se amaban con frenesí, sabiendo que lo suyo era amor real y verdadero. Ahora estaban convencidos que nada ni nadie los separaría.
De pronto, escucharon la puerta azotarse, y Jeremy se incorporó de inmediato, pero era tarde, quién fuese que los hubiera descubierto en tan comprometedora situación ya se había marchado…
Isabel estaba asustada y lloraba como una Magdalena. No se arrepentía de lo que había hecho, pues entregarse al hombre que amaba la llenaba de gozo. Jeremy era un hombre bueno y un amante generoso que se preocupaba por que ella también disfrutara de los placeres del amor. Por eso, el saber que alguien los había descubierto en plena faena la llenaba de turbación.
—No llores, preciosa, yo lo arreglaré, serás mi esposa y nunca permitiré que nada ni nadie te dañe. ¿De acuerdo? —La abrazó con fuerza.
Isabel asintió, y él terminó de vestirse para enfrentarse a lo que fuese que estaba por venir…
Erick bajó las escaleras lleno de dolor; ahora entendía la prisa de Clarissa por librarse de él, todo tenía sentido. Una vez que el médico constató que ella era virgen, podía entregarse sin problemas a quién ella quisiera.
«¡Vaya manera de festejar la anulación!», pensó. Clarissa ahora era libre y se había entregado al imbécil de Sanders en su propia casa, en la habitación que nunca quiso compartir con él…