Capítulo III
Clarissa estaba sentada en el cómodo sillón del juego de jardín en la parte posterior de su casa; trataba de concentrarse en la lectura. Decepcionada por su falta de atención, decidió aceptar que por el momento no era buena idea leer. Tomó un largo trago de su limonada de una manera nada propia en una dama, pero qué más daba, estaba sola y no había quién se fijara en su falta de modales.
Se debatía entre dejar salir su furia y descontento por la actitud de su prometido o, por el contrario, comportarse como una novia atenta y comprensiva. No tuvo que pensar demasiado, pues ante sus ojos apareció él con un enorme ramo de flores, que, decidido, caminaba hacia ella.
Erick estaba nervioso, tenía que reconocer que hacía bastante tiempo que no se sentía así. Sabía que le debía una disculpa a Clarissa y por eso recurrió al truco barato de las flores; se preguntó de qué humor estaría ella. Esperaba que lo recibiera con una rabieta como las que solía hacer antaño, pero de inmediato se dio cuenta de su error, pues lo recibió con una magnifica sonrisa, la cual se amplió en cuanto descubrió las flores que llevaba.
—¿Son para mí? —preguntó emocionada e incrédula.
—¿Para quién más si no? —respondió él aliviado.
—Gracias, son hermosas —comentó Clarissa sin dejar de sonreír; en cuanto recibió las flores, hundió el rostro en ellas, aspirando el delicioso perfume.
Erick la contempló en silencio y algo en su interior se removió. ¿Qué rayos le pasaba? ¿Acaso estaba enternecido con la actitud de esa mujercita algo aniñada y juguetona?
—No me pareció correcta la forma en que te marchaste anoche… —comenzó él.
—Pues lo disimulaste muy bien —respondió ella mirándolo con una mezcla de enojo, pena, pero sobre todo buen humor.
—Sabes que no podía dejar sola a Isabel —fue lo único que se le ocurrió pretextar, pues sabía que se había portado como un patán, pero ese era el plan, ¿no? ¿Entonces qué hacía parado frente a ella, llevándole flores y sintiéndose el más miserable y estúpido de los hombres?
—Sí, claro —contestó ella en un tono de voz que lo dejó con la duda si le habría creído o no—. ¿Gustas tomar algo? —preguntó atenta y tocó la campanilla para llamar a la servidumbre…
Lo que Erick creyó sería una tarde llena de reproches por parte de ella y disculpas de él, había sido la mejor charla sostenida con una mujer en su vida. Estaba sorprendido, Clarissa era muy inteligente y culta; la conversación con ella era natural y fluida, tanto que cuando se acordó del tiempo, este se había esfumado y ya era la hora de la cena.
—Quédate a cenar —pidió ella entusiasmada, pero su efusividad se fue al diablo en cuanto él rechazo de manera educada y con miles de pretextos la invitación.
Por ningún motivo podía ni deseaba quedarse, pues tenía otra oferta más tentadora con Anette Riopold para cenar, «y no solo alimentos», pensó Erick mientras las excusas salían de sus labios…
El tiempo transcurría sin prisa, y el inevitable día de la boda estaba cada vez más cerca. Erick se sentía desesperado, ya no sabía qué más hacer para que Clarissa lo mandara de una buena vez al diablo; tenía que reconocer que ella era una rival digna y peligrosa. Era muy inteligente, tenía un sentido del humor agridulce único y poco común en las damas, además de un ingenio tremendo para salir bien librada de las situaciones bochornosas y un talento inusual para darle la vuelta a la adversidad y poner la balanza a su favor. Por eso, a él se le dificultaba demasiado la labor de romper ese compromiso. Después de varios intentos fallidos, reconoció que no le quedaba más que tratar de hacerla entrar en razón hablando claro y de frente.
Clarissa se preparaba para recibir la visita de su prometido, no comprendía cómo era posible que estuviera enamorada de un hombre tan poco caballeroso y, en ocasiones, hasta grosero, pero esa era su triste realidad; estaba enamorada sin remedio alguno de él desde que era una niña.
Erick llegó puntual a la cita con Clarissa, estaba nervioso, no sabía cómo sacar a colación el tema; él no era un cobarde, y Clarissa le había demostrado en ese tiempo que no era más la niña berrinchuda de antaño, quizá después de todo sí comprendería sus motivos para no querer casarse.
—Clarissa, yo… —comenzó, la tomó de las manos y miró directo a sus ojos jade—. ¿Estás segura de querer este matrimonio? ¿Comprendes que el paso a dar es la decisión más importante de muestras vidas?
—Por supuesto que lo sé y créeme cuando te digo que no hay nadie más con quien me gustaría compartir mi vida. —Fue sincera.
«¡Cielos! Qué difícil situación, y Clarissa no me lo está poniendo nada fácil», pensó, contrariado, Erick.
—Clarissa. —Se puso de pie—. Quisiera tener tu seguridad, pero, a diferencia de ti, yo tengo demasiadas dudas al respecto y no estoy convencido de querer hacerlo.
—Eso se arregla fácil, solo habla con mi padre —respondió decepcionada y herida, no era tonta y sabía desde un principio el rumbo de la conversación, pero quería que él lo aceptara sin rodeos, se lo debía.
—Sabes bien que no puedo hacer eso, Clarissa, di mi palabra a mi difunto padre y al tuyo…
—¿Qué es lo que estás proponiendo? ¡Habla claro! —lo interrumpió.
Directo y al grano, así era ella, y Erick no pudo dejar de admirarla por eso; tenía que admitir que aunque Clarissa no fuera una belleza, era poseedora de un temperamento y carácter único.
—Tal vez si tú hablaras con tu padre…
—¡No! —Fue rotunda y se puso en pie, molesta—. Si tanto quieres cancelar este compromiso, hazlo como se debe, enfrenta a mi padre y a la sociedad, porque yo no haré nada para cambiarlo. Tú solo diste tu palabra, yo no te obligué y por eso mismo espero que seas lo suficiente hombre para cumplirla. —El tono aniñado que solía utilizar quedó de lado, surgiendo una voz de mujer, sensual e imponente.
Erick la miró atónito, pero segundos después la ira se apoderó de él.
—¡Sabes bien que no puedo hacerlo! —masculló molesto—. Le debo demasiado a tu padre y si no cumplo con mi palabra, quedaré como un cobarde sin honor y eso jamás lo aceptaré…
—Escúchame bien, yo no aceptaré convertirme en el hazme reír de todos a unas semanas de mi boda.
—Por favor, Clarissa, entra en razón… —suplicó, lo cual nunca en su vida había hecho, pero todo valía con tal de evitar ese absurdo matrimonio.
—¿Que entre en razón? No soy yo quien quiere romper con su palabra…
—¿Qué quieres de mí? —preguntó desesperado.
—Es obvio que nada, por lo que te aconsejo que te resignes y, al igual que yo, aceptes tu destino. —Respiró hondo para calmarse, no quería dejar salir su temperamento, pues esto solo empeoraría las cosas—. Erick, es mejor que nos tranquilicemos —volvió a usar el tono de voz dulce y aniñado —. Estoy segura que seremos felices juntos, créeme que haré todo lo posible por llevarnos bien, y quizá con el tiempo llegues a tener afecto sincero por mí…
—¡No! ¿Acaso no comprendes que si me obligas a casarme contigo solo sentiré rencor por ti? —soltó las palabras sin pensar.
Clarissa palideció, pero aun así no se dejó amedrentar.
—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer, porque yo no moveré ni un dedo.
—¿Es tu última palabra? —preguntó furioso y mirándola con desprecio.
Ella se sintió destrozada, pero su orgullo pudo más.
—¡Sí! —respondió alzando el rostro con la dignidad de una reina.
—Este capricho tuyo va a costarte demasiado caro, Clarissa. No me culpes de nuestra desdicha. —Se marchó molesto y sin mirar atrás.
Clarissa se dejó caer en el sillón envuelta en llanto, se sentía herida de muerte, y su corazón estaba hecho pedazos; aun así, algo en su interior le decía que Erick y ella estaban hechos el uno para el otro y, por increíble que pareciera, estaba segura que su destino era estar juntos y con un matrimonio feliz.
Erick no volvió a visitarla, y ella comprendió que seguía molesto. «Ya se le pasará», pensó y decidió no darle importancia.
Un día antes de la boda, Clarissa estaba al borde de sufrir un colapso, sus emociones estaban a tope y sentía que no podía más. Faltando a su promesa, y a escondidas de su fiel nana, se comió un paquete entero de chocolates, pero ni ese delicioso pecado logró calmarla, pues las dudas e inseguridades le roían el cerebro.
¿Si Erick no se presentaba a la boda y la dejaba plantada en el altar? ¿Estaría haciendo lo correcto al casarse a pesar de todo? ¡Dios! ¿Qué debía hacer? Amaba tanto a ese hombre que no deseaba otra cosa más que ser su esposa, pero ¿y si estaba siendo egoísta al pensar solo en sí misma?…
El gran día llegó, y los nervios de Clarissa rayaban la locura; mujeres entraban y salían de su habitación, acomodándole el peinado, el vestido, en fin, todo a su alrededor era un completo caos, pero nada comparado con el que ella llevaba dentro de su corazón.
Llegó a la iglesia hecha un manojo de nervios, sentía que en cualquier momento se desmayaría, lo cual era una ironía, pues ella siempre criticó a esas damas insulsas y delicadas que se la pasaban desvaneciéndose con tal de llamar la atención.
Bajó de la calesa, la cual estaba adornada con flores de brillantes colores. Notó como su padre, haciendo un esfuerzo sobre humano, se colocó lo más erguido que le fue posible junto a ella y le dedicó una sonrisa plena, por lo que Clarissa comprendió que hacia lo correcto. Su amado padre era feliz con esa unión, y verlo sonreír le dio valor para seguir adelante con lo que sabía que era una farsa. La música comenzó a sonar, sacándola de sus reflexiones, esa era su señal. Apartando las lágrimas, se volvió para mirar al frente y ahí estaba Erick.
«¡Cielos!», pensó mientras tragaba saliva. Era el hombre más hermoso y perfecto sobre la tierra, y ella tendría la dicha de ser su esposa. Erick, con su frac negro, estaba imponente, magnifico… Embobada, caminaba hacia él dejando de lado todos sus temores.
—Erick Raven, te entrego mi más grande tesoro, protege y cuida de ella, pero sobretodo quiérela por siempre —pidió el Conde Castelló satisfecho y con ojos brillantes por las lágrimas contenidas, tomó la mano de su hija y la colocó sobre la de Erick—. A partir de ahora serán uno solo.
Clarissa sintió un nudo en la garganta al escuchar la convicción con la cual su padre hablaba de una unión que ella sabía bien que era forzada, al menos por parte de Erick.
La ceremonia trascurría en calma, pero Clarissa era lo que menos sentía cuando el Padre Williams preguntó a Erick si la aceptaba como esposa. Ella temió que él se retractara, pero no lo hizo, solo le dedicó una mirada llena de rencor y reproche antes de asentir. El sacerdote estaba absorbido en lo suyo que ni siquiera lo notó.
Clarissa se sintió tan pequeña e insignificante que deseó que la tierra se abriera y la tragara llevándola hasta las más oscuras profundidades; cuando regresó a la realidad, el sacerdote la miraba, y el templo estaba en absoluto silencio.
—¿Clarissa Castelló —preguntó una vez más el sacerdote—, acepta al Conde Erick Raven como su esposo y…?
Erick, por un momento, pensó que Clarissa había tomado consciencia de su error y se negaría a seguir con esa farsa, pero para su desgracia no fue así. Unos segundos después, el sacerdote pronunció las palabras que tanto había temido escuchar: «Los declaro marido y mujer».
Se acercó a su ahora esposa lleno de rabia e impotencia, retiró el velo del rostro sonrojado de ella y le dio el más frío e impersonal de los besos; después la abrazó solo para decirle al oído: «¡Felicidades, Clarissa! Me has arruinado la vida…».