2 El tren

RAMÓN HABÍA emprendido el viaje en tren, junto a su madre. Su padre no pudo acompañarlos porque tenía que practicar el pluriempleo, moderno ejercicio inventado para los padres de familia. Además, así se ahorraban un billete, que no estaba la economía familiar como para despilfarros.

Ramón se había despedido de Paciano, quien le leyó un emotivo poema, compuesto para la ocasión, en el que cantaba a las vacas, a las amapolas, a los pinos y, extrañamente, a las cacerolas; tal vez porque no hallara otra palabra que rimase con amapolas.

El tren era de largura infinita, como una gran serpiente azul y negra de patas redondas, ¿o las serpientes no tienen patas? Decían que era un rápido, pero a Ramón le parecía un lento, más que el caballo de un fotógrafo.

Su madre se hallaba enfrascada en la lectura de una revista, en la que aparecían personas muy peripuestas, que siempre sonreían y que, según los titulares, se casaban o se descasaban. A él, aquellos personajes le recordaban los de las películas del gordo y el flaco, y no llegaba a comprender cómo podía perderse el tiempo en imprimir tamañas tonterías.

En el asiento de enfrente, un señor hojeaba otra revista, que se empeñaba en ocultar detrás de un periódico. Cada vez que pasaba una hoja, ponía cara de anuncio, o sea, de incontenida satisfacción. Lo cual intrigó a Ramón. «Esa revista debe de ser más interesante que la de mi madre», pensó. Y simulando que jugaba en el pasillo, se colocó detrás del señor, sin que lo advirtiera, y echó un vistazo a la misteriosa revista. Pero se llevó una terrible decepción: sólo contenía fotografías de mujeres desnudas. Y le parecieron una estupidez el secreto y la satisfacción con que el adulto veía aquellas fotos. «Un culo sólo es un culo», se dijo.

Pero el hombre descubrió que el niño lo espiaba y, rápidamente, escondió la revista en un lujoso maletín, depositado entre sus pies. Un maletín de esos que usan las personas notables —tiesos ejecutivos—, en los que deben de guardar importantísimos documentos. Aunque Ramón pudo observar que sólo llevaba un pijama y un cepillo de dientes.

Ramón, aburrido, se entretuvo en contar los traqueteos del tren. Tran-tran… uno, tran-tran… dos… Pero cuando llegó al treinta y tres, se cansó y lo dejó.

Después, consiguió situarse ante la ventanilla, y descubrió que el campo se movía con mayor rapidez que el tren. Era como si permaneciesen inmóviles y fuera el paisaje quien viajara. Le sorprendió que los postes del telégrafo pasaban alocados ante su vista, probablemente acuciados por la urgencia de llevar sus noticias. Los hilos, en cambio, subían y bajaban ante él con lentitud, como si unos niños jugasen a la comba a cámara lenta. ¡Qué divertido!

—Quita de ahí, Ramón —dijo su madre—, vas a molestar a la señora.

—No molesta —contestó la dama con no demasiada sinceridad.

El niño se apartó, a pesar de que no entendía por qué iba a incordiar a aquella mujer, ocupada sólo en tejer y tejer la manga interminable de un jersey, presumiblemente para un elefante friolero.

Y de nuevo, volvió al pasillo. ¿Qué hacer? De repente, dos ojos azules se encontraron con los suyos oscuros, y vio cómo asomaba una sonrisa de marfil en la diminuta boca de una niña de pelo cobrizo, muy distinto al suyo, tan negro. La niña, de un brinco, abandonó su asiento y se le acercó.

—¿Jugamos? —propuso con naturalidad.

—¿A qué vamos a jugar en un tren? —respondió Ramón.

Pero no tardaron en descubrir que en el tren los juegos podían ser innumerables. Correr por el pasillo resultó el más divertido. Aunque a los mayores no debió de hacerles demasiada gracia. En seguida comenzaron los sabios consejos:

—Niños, estaos quietos.

—No hagáis ruido.

—Está prohibido. ¡Prohibido!

Y los alegres comentarios:

—¡Menudo alboroto!

—¡Qué delicia cuando había departamentos individuales!

—¡Herodes, que venga Herodes!

Un anciano de cabellos plateados intervino:

—No les hagáis caso, no tienen espíritu infantil. Cuánto me gustaría jugar con vosotros. ¡Ay, si yo pudiera correr por el pasillo…!

—Podemos jugar a «veo veo», que no hay que correr.

Y jugaron con el anciano-niño hasta que se quedó dormido.

—A la gente le da sueño en el tren —comentaron.

Los ronquidos de un viajero confirmaron su razonamiento. Tenía la barbilla apoyada en el voluminoso almohadón de su barriga, que se hinchaba y desinflaba como el corazón de un gigante.