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LIBROS MISTERIOSOS

MI pequeña encuesta duró tan solo unos pocos días. Comencé con mi esposa —la mejor de todas— y seguí trabajando en la oficina. A todos les planteé las mismas preguntas. Después llamé a algunos parientes y me atreví —lleno de valor— a dirigirme a personas totalmente desconocidas en un restaurante. «Disculpen, ¿puedo hacerles una pregunta?»; fui educado, y ellos también a pesar de que numerosos comensales fruncieron el ceño y se preguntaron: ¿Qué quiere? Al final había planteado las preguntas a cien personas; eso bastaba.

«¿Ustedes han oído hablar del Manuscrito de Voynich?»

«¿De qué?»

Apenas una de entre cien personas pudo responder algo cuando le sugerí las palabras «Manuscrito de Voynich», si bien las respuestas no fueron muy precisas. ¿No había salido algo recientemente en la revista alemana PM-Magazin? [1], ¿Voynich?, ¿algún código secreto de la Segunda Guerra Mundial?, ¿una asociación secreta? ¿Voynich?, ¿Voynich?

Mientras en internet aparecía un incontable número de páginas sobre el Manuscrito de Voynich, en www.voynich.nu se establecían todas las conexiones transversales imaginables sobre el tema. Sobre el Manuscrito de Voynich aparecían cientos de ensayos de científicos y de personas aficionadas, además de libros, entre los que destacaba el de los británicos Kennedy y Churchill: El Código Voynich [2]. Este contiene toda la historia del enigmático y disparatado manuscrito, e incluso las especulaciones e intentos de desciframiento.

De hecho, se ha escrito de todo sobre el manuscrito y no tiene mucho sentido repetir lo que otros investigaron. Sin embargo, en el mapa mundial del conocimiento aún queda mucha terra incognita por explorar; muchas relaciones cruzadas que no encontré en la literatura sobre el Manuscrito Voynich. Creemos que siempre pensamos de forma lógica y que estamos bien informados; en realidad, somos versos de un libro gigante, del que desconocemos las primeras cuatro mil páginas. Ahora vivimos en una de las páginas del libro; de la totalidad de la composición ni intuimos el vocabulario, ni el alfabeto. El raciocinio del presente no tolera al del pasado. Y con esto me refiero a las personas que han seguido siendo inteligentes incluso cuando se volvieron académicas. Mis lectores, así como las cien personas a las que dirigí mi encuesta, no deberían pasar esto por alto.

El 31 de noviembre de 1865 la señora Wojnicz dio a luz a un chico en el pueblo de Telschi, cerca de la ciudad de Kowno, en Lituania. Probablemente su nombre fuera Michal, después se convirtió en Michael y más tarde se añadió el nombre de Wilfried. El padre de Wilfried tenía un puesto en el gobierno local. Después de la enseñanza básica, el joven Wilfried estudió Química en la Universidad de Moscú y se formó hasta convertirse en boticario. Se implicó políticamente en el movimiento nacional de Polonia que defendía la liberación del país de la dominación rusa. Se unió a un grupo de jóvenes activistas que intentaban salvar a dos compañeros de la ejecución. Esto los llevó en 1885 a la cárcel y Wilfried, que entonces tenía veinte años, acabó en un pequeño calabozo individual en la prisión de Varsovia. En el verano de 1887, Wilfried tendría que haber sido deportado a Siberia, pero, de algún modo, consiguió escaparse —nadie sabe de qué manera— y tres años más tarde apareció en Londres.

En las afueras de Londres, en Chiswick, halló a un grupo de fanáticos entre las que había ingleses y rusos en el exilio que se oponían al Imperio zarista y que publicaban una revista llamada Free Russia. Wilfried Voynich se dedicó a vender la revista revolucionaria en la calle y, con ayuda de su amiga Ethel Boole, llegó a convertirse en dueño de una pequeña librería. En septiembre de 1902 Ethel y Wilfried se casaron; no necesariamente por amor, sino porque Wilfried quería obtener la nacionalidad británica y esta solo la conseguiría si se casaba con una inglesa.

Wilfried Voynich llevó una vida emocionante con muchos altibajos y siempre anduvo justo de dinero. El matrimonio Voynich hacía contrabando con libros prohibidos que enviaba a Rusia. Como consecuencia de ello, el temor constante de Wilfried era convertirse en víctima de ataques políticos y, por eso, cambiaba su nombre de forma esporádica, dependiendo del país donde se encontrara. Wilfried abrió una librería en Londres y empezó a hacer acopio de antiguos manuscritos y libros. Su tienda pronto empezó a parecer un caos indescriptible de manuscritos exóticos e impresiones de diferentes siglos. Wilfried Voynich contaba en persona que él mismo había descubierto el «libro más extraño del mundo» en un viejo castillo del Sur de Europa en el año 1912 [3]. Allí, dentro de un arcón, se encontraba un manuscrito coloreado del que nadie se había preocupado. Toda la obra se hallaba garabateada sobre pergamino y estaba provista de incontables dibujos a color; y Wilfried supuso inmediatamente que debía de tratarse de un escrito de la segunda mitad del siglo XIII. Desde entonces esta obra ilegible recibe el nombre de «El Manuscrito de Voynich».

Como se reveló después de la muerte de Wilfried Voynich (murió el 19 de marzo de 1931), su declaración de haber encontrado el manuscrito en un «viejo castillo» resultó ser una mentira. Lo cierto es que Wilfried había escrito un testamento por el cual dejaba a su mujer, Ethel, y a su secretaria, Anne Nill, «El Manuscrito Voynich» en herencia. Tras la muerte de Ethel, el manuscrito pasó a manos de Anne Nill; esta última confesó en una carta que debía hacerse pública solo después de su muerte que Wilfried había encontrado el misterioso manuscrito en el año 1912 en el colegio jesuita de Frascati (Italia), en la Villa Mondragone. Esta villa, antaño una institución educativa de los jesuitas, albergaba una colección considerable de escritos antiguos del Collegium Romanum. En el año 1879 los jesuitas temieron que los soldados de Víctor Manuel pudieran saquear la biblioteca y así enriquecerse a costa de ella. De esta forma, la biblioteca acabó en la Villa Mondragone en Frascati, al norte de Roma. Allí fue donde Wilfried Voynich registró el interior del arcón hasta hallar el «Manuscrito Voynich». Por aquel entonces, los jesuitas necesitaban dinero para restaurar su villa, la cual se encontraba en ruinas. Los padres ofrecieron al astuto librero de Londres una gran cantidad de escritos amarilleados por el tiempo parecidos al manuscrito. Voynich compró 30 tomos viejos, y los jesuitas no se dieron cuenta del tesoro que Wilfried les estaba arrebatando.

A un librero como Wilfried Voynich, experto en textos antiguos, se le debieron salir los ojos de las órbitas al encontrar los pergaminos tan coloridos y curiosos en aquel arcón. Sin embargo, lo que debió de sobresaltarle más fue la carta que había en el interior de la funda que recubría el pergamino. Esta carta, escrita en latín, procedía de un señor llamado Johannes Marcus Marci von Cronland de Praga y databa del 19 de agosto de 1666; estaba dirigida a su amigo Athanasius Kirchner y en ella Marci daba cuenta de que le enviaba una obra que nadie podría leer. Si había alguien que pudiera llegar a descifrarla ese era únicamente Athanasius. Marci escribía lo siguiente sobre el origen del ilegible manuscrito [4]:

«El doctor Rafael, un profesor de lengua bohemia, de la corte de Fernando III, entonces Rey de los Bohemios, me explicó que el libro había pertenecido al emperador Rodolfo, el cual pagó al portador del manuscrito 600 ducados. El emperador cree que el autor de la obra es Roger Bacon».

Con esta información la historia se vuelva más complicada.

Coronado en 1576, el emperador Rodolfo II era un melancólico, atormentado por la dudas sobre sí mismo y las alucinaciones. Le gustaba escuchar a los astrólogos y a los magos e incluso los apoyaba económicamente. Entonces Praga, la capital y residencia de Rodolfo, era un lugar lleno de sociedades secretas, alquimistas y ocultistas. Praga en la ciudad de el Golem, el hombre artificial, y el Apocalipsis, que seguía a los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento, era el tema de cada día. El Manuscrito Voynich hubiera cuadrado perfectamente con aquel tiempo anterior al comienzo de la Guerra de los Treinta Años y con la corte de Rodolfo II. Desafortunadamente, Marci explicaba en su carta a Athanasius que el emperador Rodolfo atribuía la obra a Roger Bacon.

Esta importante pista debió de haber puesto los pelos de punta a Wilfried, ya que Roger Bacon, cuya fecha de nacimiento es desconocida y la fecha de su muerte fue en 1294, había sido un genio universal. Bacon había estudiado en Oxford y daba clases de filosofía en París. Fue el autor de numerosas obras muy voluminosas como Opus maius, Opus minum, Opus tertium y numerosas enciclopedias fantásticas. Bacon fue un adelantado a su tiempo; escribió sobre los barcos del futuro en los que ya no haría falta remar y que podrían ser manejados por un solo hombre, o sobre carros de combate que se moverían solos con una fuerza increíble. Incluso en 1256 ya sabía que existirían artefactos para volar [5]:

Se podrían fabricar artefactos para volar (instrumenta volandi)… ya han sido construidos y es sabido que existe un aparato para volar.

Bacon, que también criticaba a la autoridad moral de la Iglesia, vivió en una época difícil. Después de su última obra, el Compendium studii Theologiae, Bacon fue nombrado doctor mirabilis por logros científicos. Aparentemente para tratar de amoldarse a su época se adhirió a la orden franciscana, sin embargo, pronto tuvo malentendidos con su superior e incluso tuvo que cumplir encierro monacal.

¿Se supone que el mismo Roger Bacon fue el autor del Manuscrito Voynich? Faltan pruebas de ello, pero tampoco se puede descartar totalmente. Un libro de la envergadura del Manuscrito Voynich probablemente hubiera sobrepasado incluso a Roger Bacon. A fin de cuentas, se trata de una escritura totalmente nueva que se burla de cualquier lógica con coloridos dibujos de plantas y artefactos que no existen en ningún lugar de la Tierra. Por otra parte Roger Bacon debería de haber tenido acceso a escrituras muy antiguas, si no, no hubiera podido dar detalle alguno sobre aparatos antiguos de vuelo en su opúsculo Obras secretas de la naturaleza y el arte [5]. En escritos antiguos se describen exactamente ese tipo de artefactos para volar.

Se cuenta en los anales que el soberano chino Ch’eng T’ang había poseído «carros volantes» [6], que no procedían de su propio taller sino de un pueblo lejano llamado Chi Kung. Este pueblo vivió a una distancia de 40 000 Li[1] (más allá de la Puerta de Jade). Dondequiera que eso estuviere, era una distancia enorme, ya que el «Li» correspondía a 644,40 metros según la antigua medida. Entonces, 40 000 Li serían aproximadamente 25 000 kilómetros. Sobre aquel pueblo se escribió literalmente:

También pueden fabricar carros volantes que pueden recorrer grandes distancias si el viento es propicio. En el tiempo de T’ang (en torno al año 1760 a. C.) el viento del Oeste trajo consigo un carro parecido hasta Jütschou (Honan), el cual fue destruido por T’ang sin saber que el pueblo le estaba viendo.

El cronista chino Kuo p’o (270-324 d. C.) continuó con los anales de sus antepasados y escribió: Asombrosos son los hábiles trabajos del pueblo Chi Kung. Unidos al viento, se rompieron los sesos para inventar un carro volante que elevándose y descendiendo, según el camino que siguiera, traía invitados a T’ang.

De esas máquinas para volar, que hoy nos parecen muy actuales, existen dibujos y pinturas. El emperador Ch’eng T’ang escondió esos antiguos aviones de la mirada de sus súbditos. El ingeniero jefe del emperador consiguió incluso construir un carro a imagen y semejanza del carro de la Osa Mayor. Más tarde, el monstruo volador fue destruido para guardar para siempre el secreto. ¡El desarme en la China antigua! En su obra Schang hai tisching, el cronista Kuo p’o relata diferentes sucesos de aquella época [7]. Entre ellos no solo se describen artefactos voladores sino también discos volantes.

El pequeño rodeo que he dado comentando aspectos de las posibilidades de vuelo en la Antigüedad tiene un motivo. ¿Conocía Roger Bacon este tipo de textos? Los lectores de mis libros saben que los carros volantes son parte fundamental de infinidad de relatos. Sin embargo, nadie les presta atención. El rey indio Rumanvat, que reinó en algún momento hace siglos, mandó construir incluso un barco espacial, en el que podrían ser transportados varios grupos de personas de una sola vez [7].

En los poemas epopéyicos Ramayana y Mahabharata hay aproximadamente 50 pasajes en los que sin ningún tipo de tapujos se habla sobre máquinas volantes [9]. ¡Y… y… y…! Aquel que no conozca los textos de la Edad Media que hablan de posibilidades de vuelo debería callar. A mí me parece que Roger Bacon debió de haber conocido, al menos, algunas fuentes antiguas —por eso no permaneció en silencio.

Con las tradiciones orales de épocas muy lejanas tenemos un verdadero problema (¡uno de tantos!).

Pocas personas conocen estos textos; a eso se le suma que miles de libros antiguos ya no existen. En el año 47 a. C. y nuevamente en el año 391 de nuestra era la Biblioteca de Alejandría fue pasto de las llamas. Lo mismo sucedió con la de Jerusalén, Pérgamo y el resto de ciudades en las que las guerras hicieron estragos. Y cuando, en nombre de la cruz, fue conquistada Centroamérica, los monjes quemaron con gran fervor miles de manuscritos de los mayas y los aztecas. ¡Todo el conocimiento de la Antigüedad perdido! ¿Dónde están los textos originales de Enoc, Salomón, Manetón?, ¿dónde quedaron las obras originales sobre Atlantis? El punto de partida que he elegido en el abismo del tiempo revela que la nuestra es una sociedad desangrada y desconocedora que juzga como si supiera algo.

Después de su emocionante descubrimiento en el arcón de la Villa Mondragone en Frascati en noviembre de 1914, Wilfried Voynich viajó a Estados Unidos. Allí abrió un anticuario y dio conferencias en círculos públicos y privados. Consiguió impresionar al profesor William R. Newbold, de la Universidad de Pensilvania, con su manuscrito, y este último comenzó con el desciframiento en 1919, a pesar de que solo tenía a su disposición algunas páginas del Manuscrito Voynich. Pronto, el profesor Newbold creyó que el Manuscrito Voynich contenía letras microscópicas que solo se harían visibles mediante una lente de aumento potente. En una ponencia que dio en abril de 1921, Newbold aseguró que podía traducir el inaccesible texto. Desgraciadamente, Newbold también creyó que el manuscrito había sido escrito por la pluma de Roger Bacon. Diez años después, quedó demostrado que el intento de desciframiento del texto del profesor Newbold había fracasado definitivamente. En el Manuscrito Voynich no existen microletras y la traducción de Newbold resultó ser un castillo en el aire; el deseo de un académico al que le hubiera gustado escribir historias.

Wilfried Voynich necesitaba dinero con urgencia. Él mismo había fijado el precio del manuscrito en 160 000 dólares y se negaba a bajar aquella cantidad. Ahora se encontraba rodeado de una pila de pergaminos coloridos que nadie podía leer y nadie quería comprar. Un manuscrito con una cubierta en blanco al que le faltaba un título y un autor. Cuando Wilfried murió en 1931 aún no había nadie que quisiera comprar el libro. Como hemos dicho el manuscrito pasó en herencia a su mujer Ethel y a su secretaria Anne Nill. Cuando su mujer murió, Anne Nill consiguió venderle el Manuscrito Voynich por 24,500 dólares a Hanspeter Kraus, un librero de Nueva York. Inmediatamente, Kraus volvió a fijar el precio en la cantidad que Wilfried había estimado al principio (160 000 dólares) y lo mantuvo siempre. En 1969 Hanspeter Kraus legó el Manuscrito Voynich a la Universidad de Yale. Allí se encuentra hasta hoy en la Beinecke Rare Book and Manuscript Library[2] catalogado bajo el número «MS 408».

Desde hace casi ochenta años, numerosos especialistas en lenguajes secretos están tratando de descifrar el Manuscrito Voynich. Entre ellos se encuentran criptógrafos muy notables que, por lo general, consiguen desentrañar el significado de los códigos más complicados. Los expertos están analizando la frecuencia con la que aparecen los signos, los comparan con escrituras del siglo XIII o intentan separar vocales de consonantes. El periodista científico Llull Culpe escribió sobre el último intento de desciframiento en el periódico Die Welt. El científico británico Gordon Rugg se sirvió de una técnica de codificación del siglo XVI. Para ello utilizó una cuadrícula de 40 filas horizontales y 39 filas verticales en las que iba colocando los signos Voynich. Al final se utilizó una plantilla con tres agujeros colocada sobre el texto y que se podía ir desplazando de un lado a otro del texto. El fruto de aquello fue un galimatías ininteligible pero que conservaba la misma estructura interna del texto original.

El Manuscrito Voynich no solo contiene sílabas sin sentido o «letras», también tiene dibujos a color que están situados a la izquierda y a la derecha de las páginas del pergamino, muy a menudo encima del texto o incluso insertos en él; de forma que puede parecer que el texto es un comentario de los dibujos. Por este motivo, los expertos debieron preguntarse: ¿es todo inventado?, ¿todo es falso, son todo fantasías iguales al resto de las que surgen en cada siglo en cualquier clínica psiquiátrica? Los británicos Kennedy y Churchill siguieron la pista de todas las ideas sobre la posible falsificación y escribieron un libro fabuloso, pero no encontraron una respuesta convincente.

¿No fue todo más que una ilusión religiosa, una visión garabateada por un loco sobre un pergamino en su celda? Se conocen ejemplos similares. En algún momento algún genio loco pudo decirse a sí mismo: ahora dejaré a los investigadores del futuro algo que no podrán entender. ¿Se esconde detrás del autor la figura de Roger Bacon con sus increíbles conocimientos sobre épocas pasadas?

Bacon debió de haber tenido diversos motivos para plasmar su conocimiento en un texto secreto y evitar que el clero fuera tras él. Por otra parte, él no hubiera producido algo indescifrable. A él le bastaba con que, desde aquellos que le criticaban hasta el Papa, nadie pudiera leer el texto codificado. Para ello, en el texto tenía que haber un sistema oculto. Nuestros criptógrafos descifran todos los códigos secretos, y mucho más en la era de los ordenadores. El Manuscrito Voynich carece de este tipo de lógica. O tal vez Roger Bacon copiara un alfabeto mucho más antiguo para crear el Manuscrito Voynich sin ni tan siquiera entender su significado. ¿El contenido y las imágenes son la invención de un oculista para estafarle a Rodolfo II 600 ducados? En aquella época esto pudiera haber sido probable. O —última opción— ¿es Wilfried Voynich el falsificador de la obra? Según se ha demostrado, Wilfried se daba a la buena vida y siempre necesitaba dinero. Un contemporáneo suyo lo describe como «capaz y dinámico pero insoportablemente grosero y prepotente» [10]. A pesar de todo, no es plausible que el falsificador sea Voynich, ya que, definitivamente, el manuscrito existía ya antes de 1887.

¿Para qué existen sistemas de datación modernos? El Manuscrito Voynich está compuesto de un pergamino y en él se encuentran dibujos y garabatos. La base y los colores están hechos de materiales orgánicos y sobre ellos se puede hacer la prueba del carbono 14. Durante esta prueba se calcula la vida media de los isótopos de carbono. Estos isótopos se descomponen. Después de 5600 años solo se puede encontrar la mitad de los isótopos de carbono 14 que había inicialmente; después de 11 200 años solo un cuarto, y así sucesivamente. El método no es infalible, porque parte de que la cantidad de carbono 14 en la atmósfera ya se ha reducido. Sin embargo, esta cantidad podría presentar variaciones. Por este motivo, cuando se aplica sobre un objeto que tiene pocos siglos de antigüedad, la prueba de carbono 14 no aporta datos muy fiables. Y, a fin de cuentas, la propietaria actual del Manuscrito Voynich, la Universidad de Yale, hasta ahora se ha negado en rotundo a permitir la realización de la prueba de carbono 14 sobre el manuscrito; y tiene un buen motivo para ello. Resulta que Yale adquirió en 1965 el llamado mapa de Vinland. Se trata de unos pergaminos en los que está señalada una tierra al oeste de Terranova. Con estos pergaminos los vikingos podrían haber encontrado Norteamérica. En 1965, al analizar la tinta del mapa de Vinland, se encontró un elemento químico cuya aparición, sin embargo, data del siglo XX. Por este motivo, el mapa debía ser una falsificación. En los nuevos experimentos que se prolongaron hasta el año 1995 se obtuvieron resultados diversos que apuntaban a dataciones controvertidas. La controversia no ha cesado hasta hoy. Este es el motivo por el que la Universidad de Yale se niega a datar el Manuscrito Voynich mediante la prueba del carbono 14.

Incluso si es posible datar el manuscrito, no se puede dejar a un lado el debate, ya que al final vuelve a aparecer la pregunta de cuál es el origen de su contenido. Para que nos entendamos: por ejemplo, todos los cristianos creyentes están convencidos de que la Biblia contiene la palabra de Dios; y en el caso de los Evangelios del Nuevo Testamento predomina la creencia popular de que los que acompañaban a Jesús de Nazaret habían ido apuntando las palabras y enseñanzas de su maestro, por así decirlo, que habían ido escribiendo una crónica de forma dinámica. A esta crónica se le atribuyó la calidad de «texto primigenio».

Y, de hecho, no es cierto todo lo que aparece en dicho texto. Ni siquiera existen esos textos primigenios tan fecundos para la teología y que tanto esfuerzo costó escribir. ¿De qué disponemos? De copias que, sin excepción, se originaron entre los siglos IV y X después de Cristo. Y estas, aproximadamente, 1500 copias provienen por su parte de copias de copias, y ni una sola copia coincide con el resto. Se han contado alrededor de 80 000 versiones (¡ochenta mil!). No hay ni una sola página de estos supuestos «textos primigenios» en la que no aparezcan contradicciones. De copia a copia los diferentes escribas interpretaron el texto de forma diferente y lo adaptaron a sus épocas. Este «texto primigenio» bíblico está rebosante de miles y miles de errores que se pueden demostrar con facilidad. El «texto primigenio» más conocido, el Codex Sinaiticus —que como el Codex Vaticanus es originario del siglo IX—, fue encontrado en 1844 en un monasterio del Sinaí. Este contiene no menos de 16 000 correcciones (¡dieciséis mil!) realizadas, como poco, por seis correctores. Algunos pasajes fueron sustituidos varias veces y suplantados por un nuevo «texto primigenio». Solamente el profesor Friedrich Delitzsch, uno de los mejores expertos en la materia, encontró en el «texto primigenio» 3000 fallos de elaboración [11].

¿Y, esto qué tiene que ver con el Manuscrito Voynich? Partiendo de que sus textos y dibujos fueran verdaderamente antiguos, el contenido pudo ser copiado a nuevos pergaminos —sin realizar modificaciones como en el caso de los «textos primigenios» bíblicos—, debido a que esta vez nadie entendió nada de la totalidad de su contenido y que no había nada que corregir o que adaptar a la época del momento. Se podría haber creído en una escritura santa o en una tradición importante solo entendible por los ilustrados en un futuro lejano. Al meticuloso copista solo le pareció importante conservar el inmemorial contenido sin alterarlo y trasladarlo a las siguientes generaciones, ya que aquella escritura estaba carcomida por las polillas y se iba a pudrir. En tal caso, el manuscrito no tendría autor. Incluso en caso de que los pergaminos y la tinta del Manuscrito Voynich ya tuvieran doscientos años, seguimos sin saber cuán antiguo es el contenido original. Si bien podría ser que después de un desciframiento con éxito, de pronto, se descubriera una puerta a conocimientos pretéritos que cambiaran el mundo. David Kahn, un especialista norteamericano en escrituras secretas, vaticinó una vez: «El Manuscrito Voynich podría ser una bomba que explotara el día en que se consiguiera descifrarlo» [12].

Por el momento, no se puede decir nada del contenido del Manuscrito Voynich, ya que nadie lo conoce. Sin embargo, de los dibujos y los signos sí: grosso modo se pueden dividir vagamente en la siguiente clasificación que sigue:

En las páginas 2 a 66 aparecen dibujadas plantas junto con sus flores y nudos de raíces desconcertantes; todos ellos siempre acompañados de un texto.

A continuación aparecen en las páginas a color 67 a 73 ilustraciones de astronomía entre las que se encuentran estrellas, el Sol, la Luna, posiblemente signos del Zodiaco y mujeres desnudas sentadas sobre tinajas o que emergen de recipientes parecidos.

Las siguientes diez páginas no nos dicen mucho a las personas de ahora, ya que a nuestros ojos no tienen sentido alguno. No consigo liberarme de la visión profana cuando me refiero a estos como «baños saludables» o a «fuentes de rejuvenecimiento», ya que de las mujeres dibujadas emanan unos líquidos de colores. El resto es una maraña absolutamente desconcertante de estrellas de diferentes tamaños y colores, y entre ellas, cosas como amuletos y flores brillantes. Treinta y tres páginas solamente tienen letras, en los que las líneas se suceden unas a otras.

El manuscrito completo se compone de pergaminos de tamaños diferentes; la mayoría tienen un formato de 23 por 15 centímetros. Curiosamente, las páginas están numeradas con números que podrían corresponder con la escritura del siglo XVI. Quienquiera que fuese el autor o el copista, conocía muy bien las claves de su época. La curvatura y los trazos, las rúbricas con un estilo muy parecido al estenográfico; la «g» y la «o» con forma de rosquillas, no comparables con los alfabetos griego antiguo, latino o cirílico. Y, sin embargo, me sobrecoge la intuición de haber visto algo parecido en la otra punta del mundo. La historia da muchas vueltas y quizá mis comentarios podrían ayudar a los criptógrafos a descifrar el jeroglífico.

En Ecuador, el caluroso país situado justo debajo del Ecuador de América del Sur, se encuentra la ciudad de Cuenca. Allí hay una iglesia con el nombre de María Auxiliadora. Allí, el padre Carlo Crespi se ocupó de la comunidad católica durante cincuenta años. Con su conducta se ganó la confianza de los indios e incluso, en vida, la población de Cuenca lo consideró santo. Entretanto, el padre Crespi ha muerto y los habitantes le han hecho una estatua que hasta hoy, día tras día, es adornada por ellos con flores frescas. ¿Qué tenía de especial este padre? Que escuchaba con atención a los indios durante horas, días; se ganó su afecto y les ayudó en todas las situaciones posibles.

Los indios quisieron corresponderle y regalaron al benevolente padre obras de arte sagradas (que no olían a perfume precisamente) que sus familias habían escondido de los blancos durante siglos. El padre Crespi colgó estas obras de arte primeramente en las paredes del patio y, cuando fueron aumentado, las amontonó en un cobertizo en la parte trasera de la iglesia. Sin embargo, la cantidad de obras siguió creciendo y el padre Crespi abrió otras dos salas en las que yacen apiladas las cosas más sorprendentes que nunca he visto, unas encima de las otras. La ciencia nunca se ha interesado por los tesoros del padre Crespi; cree que se trata de falsificaciones de la Edad Moderna. Puede ser que algunas de las planchas, figuras y estelas procedan del siglo pasado; otras puede que no. Desde la conquista española todos los indios fueron cristianizados, sin embargo, en ninguna de las obras hay un solo signo cristiano. Ni una cruz, ni una Virgen, ningún Niño Jesús, ni ninguna frase bíblica. El estilo pictórico al que nos enfrentamos proviene de una época precristiana. Las caras sobre las planchas de metal son inusitadas; el estilo y los incontables símbolos no cuadran con ningún periodo de la historia del arte conocido. A menudo, las planchas de metal grabadas son tan complejas y están provistas de innumerables dibujos en miniatura que uno quiere creer que pertenecen a una escuela de arte propia.

Allí están colocadas sobre el suelo las planchas de metal y nadie repara en ellas. Su abundancia desconcertante sorprende en cada una de las composiciones pictóricas que rebosan en ellas. Caras con coronas en forma de sol, cabezas como las de las jirafas con rayos, caras parecidas a las de los monos, angustiadas, de las que crecen serpientes que se entrelazan entre sí. En resumen: demasiados detalles como para tratarse de simples falsificaciones, y demasiado conocimiento de fondo como para haber sido pintado simplemente por un loco. Una de las planchas de oro muestra unas estrellas en el margen superior, a la izquierda y a la derecha, además de un ser con un estómago abultado y una cola de serpiente. También se ve un animalillo parecido a una rata, un hombre con cota de malla cuyo casco parece adherido a él, una figura triangular cuyo estómago está agujereado y en el otro margen una cabeza que desprende rayos. Finalmente, caras, espirales, pájaros, serpientes y en medio de todo, algo parecido a una flecha que señala hacia abajo. Un caos semejante al del Manuscrito Voynich. No sirve considerarlo una copia. No obstante, esto solo es el comienzo y quizá nos acerquemos de verdad al enigma de Voynich.

Entre las piedras aparecen algunos grabados.

Más curiosas piezas de la colección Crespi.

Figuras humanas y animales amontonadas sin orden alguno.

El padre Carlo Crespi no era cualquier personaje de aventuras advenedizo; era muy espiritual y los indios le contaron que sus tesoros provenían de unos lugares secretos de sus antepasados. ¿Por qué los indios iban a querer engañarlo, a quien tanto estimaban y querían? ¿Por qué, entonces, iban a estafarlo?, ¿por qué iban a querer venderle semejantes disparates? Me siento agradecido por haber conseguido tomar fotos de su colección cuando él vivía. Sobre el material de estas obras de arte inigualables se puede discutir. El mismo Crespi creía que detrás de las planchas doradas había, precisamente, oro. Por ello, hay que saber que ya las tribus preincaicas dominaban unas técnicas de fundición y aleación de los metales que nunca volvieron a conseguirse [13]. Para desarrollar sus técnicas de fundición y revestimiento con oro mezclaban 50 por 100 de cobre, 25 por 100 de plata y 25 por 100 de oro. El color exterior dorado no revela nada sobre la verdadera proporción de oro. Los incas podían fabricar revestimientos de oro que solo tenían medio micrómetro y que incluso en una fotografía no se puede ver a menos que la imagen se aumente cien veces. Dominaban la técnica de dar apariencia de metal noble a todos los metales con una calidad menor.

Si se caliente una chapa de cobre y plata, o también una de cobre y oro, se observa cómo la superficie del metal noble se va enriqueciendo poco a poco mientras que el cobre se va perdiendo lentamente por oxidación. Al final, la superficie tiene apariencia de oro puro. Si la aleación contiene también plata, entonces la superficie de los dos metales nobles se enriquecerá. Esta empieza a ponerse de color plateado claro y después empieza a brillar con un amarillo pálido. Parece que estos artistas desconocidos recubrían intencionadamente sus mensajes con una fina capa de metal noble para que perduraran durante siglos. La colección de Crespi no debería ocupar un cajón olvidado como el que ocupa el Manuscrito Voynich.

Hace treinta y cinco años fotografié en ese cuarto de Carlo Crespi los objetos más increíbles. Allí había un disco de 22 centímetros de diámetro. En él se mostraban espermatozoides estilizados, soles sonrientes, una luna menguante, una gran estrella y la cara de un hombre cuadrada.

Había también una pirámide en cuyos lados, izquierdo y derecho, aparecían gatos que la franqueaban. Del cielo surgían serpientes, sobre la pirámide un sol y, a ambos lados de este, cuatro y cinco espirales. En la base de la pirámide se ve claramente una inscripción —signos que ninguna persona ha podido descifrar nunca—; a la derecha e izquierda, fuera de la pirámide, un par de elefantes. ¡Por todos los cielos! Ni antes de los incas, ni después, hubo nunca elefantes en América del Sur. En México se desenterraron unos huesos de elefante que deben de tener más de 12 000 años. En una gargantilla dorada encontré una inscripción parecida que se repetía dieciséis veces ordenada en un cuadrado. Las fotos dan prueba de ello.

¿Quién grabo estos símbolos?

El mejor objeto que Crespi me enseñó, y que por lo que él creía provenía de una biblioteca de metal subterránea, sobre la que hablaré en el siguiente capítulo, fue una plancha de oro con 56 cuadrados. En la plancha había dibujadas catorce líneas, en cada línea había cuatro cuadrados y en cada cuadrado una inscripción estampada. Algunos de estos signos sorprendentemente son iguales a algunos del Manuscrito Voynich. ¿Podría ser esta plancha de la colección de Crespi la Piedra Rosetta que sirva para descifrar el Manuscrito Voynich? Yo tengo tan poca idea como ustedes, queridos lectores, pero sé con seguridad que hace siglos existían otras escrituras que no están registradas en ninguna biblioteca y que fueron traídas a la Tierra por extraterrestres. Esas escrituras contradecirían a toda lógica terrestre, a la simetría de cualquier alfabeto y podrían ser traducidas, en el mejor de los casos, si se contara con la cantidad suficiente de material comparativo. ¿Escrituras de los extraterrestres?, ¿traídas desde lejos?, ¿cuándo aparecieron?, ¿cómo?, ¿con qué medios viajaron los extraterrestres años luz y, si este fue el caso, qué buscaban en la Tierra? ¿Y, ahora, además, se trata de escrituras? ¡Menuda afirmación! ¿Cómo pretenden ocultar algo así? Precisamente, sobre algunas escrituras de extraterrestres existen relatos. Aquí está una recopilación de ellos.

Platón, en su diálogo con Fedro, cita uno de estos relatos, el cual había llegado a conocer a través de su colega Sócrates [14]:

Uno de los antiguos dioses de Egipto estuvo en Naukratis, el mismo a que está consagrado el pájaro que los egipcios llamaban Ibis. Sin embargo, el nombre del dios era Thot. Este había inventado los números y el cálculo, la geometría y la astronomía, además de los juegos de mesa y de dados, y al final también la escritura…

El dios Thot le confió la escritura al faraón con las siguientes palabras:

¡Oh rey!, esta invención hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria; he descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y recordar.

El faraón no estuvo de acuerdo con ello y contradijo al dios Thot:

Este invento no producirá sino olvido entre las almas que la conozcan, ya que, confiados con este auxilio extraño, abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu. Tú no has encontrado un medio de cultivar la memoria, sino de despertar reminiscencias.

Razón tenía, las escrituras milenarias solo pueden despertar el recuerdo de la memoria, mientras este no se haya perdido. ¿Quién sabe si el querido dios —sea quien fuere— inventó otros mundos mucho antes de crear la Tierra? Al leer en los relatos de los judíos en la Antigüedad encontramos lo siguiente [15]:

Al principio el Señor había creado miles de mundos; después creó otros mundos… El Señor creó mundos y los destruyó, plantó árboles y los arrancó porque todavía estaban desordenados… Y siguió creando mundos y destruyéndolos hasta que creó nuestro mundo, entonces habló: este mundo me satisface, aquellos no me gustaban.

¿Crear mundos y plantas para destruirlos después porque no coincidían con lo deseado? Hoy en el lenguaje técnico se le llama terraforming[3]. Para ello se trata de convertir en habitable un planeta que no lo es, de forma que, por ejemplo, se podrían dispersar algas azules en Marte. Estas se multiplican rápido y en poco tiempo producen enormes cantidades de oxígeno.

¿Fue al hombre al que después de experimentar un penoso proceso de maduración intelectual de pronto se le ocurrió garabatear unas letras? ¡Naturalmente! ¿A quién si no? ¿Seguro? Los relatos provenientes del tiempo primigenio cuentan que incluso dos mil años antes de la creación del hombre inteligente ya existía la escritura. Ya que entonces no existían los rollos de pergamino y no había ganado cuya piel se pudiera utilizar, ni tampoco metales y, por falta de árboles, tampoco pizarras de madera, este libro existía en forma de piedra de zafiro sagrado. Un ángel llamado Raziel, el mismo que estaba sentado sobre la corriente que salía del Edén, le dio este extraño libro a nuestro progenitor Adán. Debió de haber sido un ejemplar único, ya que no solo contenía todo el saber digno de ser conocido, sino que también se podían encontrar en él predicciones sobre el futuro. No solo Adán iba a beneficiarse de aquel libro de las maravillas, sino también sus predecesores.

También entre tus hijos, los que vengan después de ti, habrá uno que se sirva de este libro y sepa lo que va a ocurrir. Sabrá si se van a extender la desdicha o el hambre, si el trigo será abundante o si lloverá o habrá sequía.

¿Qué es un diccionario o una enciclopedia al lado de este gran libro? A los autores de esta fenomenal obra debemos buscarles entre los ángeles, ya que después de que el ángel Raziel entregara a nuestro progenitor el libro y se lo leyera en alto se produjo algo inesperado:

Y en el momento en que Adán recibió el libro, se prendió un fuego en la orilla del río y el ángel ascendió entre las llamas a los cielos.

De hecho, ¿qué es un ángel? Estos seres aparecen en toda la literatura religiosa y, definitivamente, no son terrestres. Tampoco son espíritus que uno podría imaginar o inventar, porque estas criaturas disponen de armas poderosas con las que castigar a las personas. Algunos de ellos copularon incluso con las hijas de los hombres —a eso llegaré más adelante—, no precisamente al más puro estilo celestial. Si los ángeles no eran terrestres, solo resta la opción de que fueran extraterrestres. ¿Sería esto un sueño? ¿Y, estos ángeles = extraterrestres hubieron podido conocer el futuro?

Nada más simple que eso. Si las personas algún día pudieran realizar «ascensiones» recorriendo enormes distancias y llegar a otros planetas cuyos seres están aún en la Edad de Piedra podríamos predecir el futuro de esos nativos con facilidad. No simplemente podríamos hacer pronósticos sobre los individuos concretos, sino sobre la totalidad de la sociedad futura. De esta forma podríamos contarles que iban a descubrir determinadas técnicas —dada la importancia de este hecho—. O que debido al aumento descontrolado de la población podrían tener problemas medioambientales —porque no se puede separar una cosa de la otra—. O mejor aún: hacer una profecía sobre cómo sus descendientes iban a ser capaces de dividir la unidad más pequeña de la naturaleza, lo cual podría ser peligroso, ya que así podrían llegar a destruir grandes partes de la tierra y convertirlas en zonas inhabitables (bomba de hidrógeno). En periodos de tiempo más pequeños esto también podría funcionar para las cosechas, en caso de plaga de langostas o comprender la aparente inmortalidad de las cucarachas. Puede que el primer habitante de ese planeta no entienda nada, pero sí puede escribirlo o conservarlo.

En el Libro de Adán de piedra de zafiro la historia se desarrolla de forma similar:

En el libro estaban descritos los signos supremos de la sabiduría sagrada y eran representativos de las 72 tipos de ciencias que a su vez se dividían en los 670 signos de los misterios más elevados. Incluso las 1500 llaves de las puertas al Mundo Superior que estaban prohibidas a los santos estaban ocultas en el libro.

¿Sabía usted que existen 72 tipos de ciencias y que estas se dividen a su vez en 670 signos que representan los conocimientos más elevados? Esta clasificación es parecida a la que nosotros hacemos al dividir la física en física atómica, física de las radiaciones, astrofísica, etc. O es similar al término genérico «biología», dentro del cual encontramos divisiones entre las que se encuentran el conocimiento de células, los insectos, los elefantes o la exobiología.

Adán otorgó en herencia a Set, su hijo de diez años, el libro mágico. Este debió de haber sido un chico especialmente despierto, ya que Adán explicó al chico no solo qué cualidades tenía el libro, sino, además, dónde residían sus fuerzas y maravillas. También le explicó cómo había actuado el mismo Adán con el libro y que lo había metido en un hueco entre las piedras.

Set se ciñó a las recomendaciones del padre, estudió aplicadamente la piedra sagrada de zafiro y, finalmente, construyó «… una funda de oro, metió el libro dentro y escondió la funda en una cueva…».

Más tarde, la piedra de zafiro y el conocimiento descrito en ella cayeron en manos de Noé, el superviviente del Diluvio Universal, y, gracias a ella, él pudo reconocer todas las órbitas de los planetas, «también la órbita de Aldebarán, de Orión y de Sirio…, también aprendió los nombres de cada una de las galaxias y nombres de los servidores celestiales».

Esta historia fantástica sobre el Libro de Adán se podría catalogar sin más como «inventada», si no fuera porque en ella hay algunos detalles que hacían sospechar. Entiendo el deseo de nuestro progenitor de encargar un libro como ese, ya que en algún lugar tenía que plasmar todo su conocimiento el único ancestro existente en aquel momento. Sin embargo, la piedra de zafiro me da mucho que pensar. ¿Cómo tuvo esa idea quienquiera que fuese? La idea de escribir una enciclopedia sobre una piedra de zafiro resultaba extraña tanto hace siglos como hace milenios. En nuestra época, por el contrario, existen técnicas para almacenar en cristales cantidades ingentes de datos. Con este libro escrito sobre la piedra de zafiro, se dice que Adán dialogaba con el libro ¿Por qué?, ¿qué debió tener en mente el inventor de esta historia? Sin embargo, un pensamiento como este no tiene cabida en el remoto pasado. ¿Y cómo llega alguien de hace milenios a contar en esta historia del Libro de Adán detalles como los «72 tipos de ciencias» que debían estar descritos en ese libro? ¿Y sobre los 670 signos de los grandes misterios y las 1500 llaves? Ese tipo de cifras no se las saca uno de la manga. No quiero sobrestimar el contenido de este libro y por ello me pregunto por qué otorgó el autor de la historia tanto significado a determinadas constelaciones estelares. ¿Qué debían significar las órbitas de Aldebarán, de Sirio y de Orión tanto para Adán como para sus predecesores? Estas apenas si aparecen en el calendario terrestre.

Adán, Set y Noé debieron haber conocido por el libro los nombres de varios cielos. ¿No existe únicamente un cielo? ¿De qué hablan en realidad?

Los judíos de la Antigüedad detallan esta historia [15]. El primer cielo se llamó Wilon, y desde él se vigilaba a los hombres. Encima del cielo de Wilon estaba el cielo Rakia, donde se hallaban las estrellas y los planetas. Un poco más arriba surgía Schechakim, y encima de este estaban Gebul, Makhon y Maon. Finalmente, encima de ellos aparecía el cielo superior, llamado Arabot. Y allí debían de encontrarse la «querubina» y las «espirales sagradas», significara eso lo que significara para las formaciones del espacio. A menudo se menciona que entre los diferentes cielos hay distancias y espacios temporales, y que entre ellos hay «escaleras» y «épocas de quinientos años». Todo esto suena un poco a viajes por el espacio.

Los relatos que hemos recordado aquí no dejan de parecer increíbles. Nada más que «fábulas inventadas por un mentiroso», balbuceó el teólogo doctor Eisenmenger hace ya trescientos años [18] y, sin embargo, queda grabada en la memoria popular. Pero los cuentos y leyendas no se construyen sobre la nada y no son historias inventadas por mentirosos. Contienen un núcleo verdadero, y este —abracadabra— aparece una y otra vez en muchos otros relatos de otros pueblos, si bien con diferentes nombres y distintos héroes.

Con todo lo anterior no me he acercado ni un solo paso al significado del Manuscrito Voynich. Sin embargo, lo crucial es mi suposición de que algunos dioses o ángeles —y por tanto seres no terrestres— pudieron haber dictado a los hombres el contenido de estos libros. ¿Les dice algo el personaje fabuloso Oannes (en sumerio: Uanna)?

Cuando Alejandro Magno todavía reinaba en Babilonia (alrededor del año 350 a. C.) vivía allí un sacerdote de Marduk (también Bel o Baal) llamado Beroso. Este Beroso escribió una obra de tres tomos en griego, la Babiloniaka. El primer tomo trataba sobre astronomía y la creación del mundo; el segundo sobre los primeros diez reyes del diluvio y los 86 reyes que siguieron a estos; el tercero debió de ser una biografía sobre Alejandro Magno. Del Babiloniaka solo se han conservado fragmentos, sin embargo, Lucio Anneo Séneca o Flavio Josefo (un contemporáneo de Jesús) citaron varios pasajes del libro. Beroso hablaba en él sobre un libro más antiguo y decía:

En el año I apareció un ser vivo con el nombre de Oannes del Mar de Eritrea (el actual Mar Arábigo), donde se encuentra la frontera con Babilonia… Tenía voz humana y su imagen se conserva hasta hoy. Este ser pasó el día entero con los hombres, sin llevarse nada a la boca y les dio a conocer los signos de la escritura y las ciencias y las diversas artes, les enseñó cómo construir ciudades y levantar templos, cómo crear leyes y cómo ordenar el campo, les enseñó a cultivar y a recolectar los frutos; y todo aquello que pudiera ser indispensable para las necesidades vitales. Desde entonces no se ha encontrado nada que supere a eso. Oannes, sin embargo, escribió un libro sobre el surgimiento y la creación de los estados, libro que otorgó a los hombres[4].

¿Existe ese libro todavía? ¿Estará debajo de algún templo antiguo, a salvo, en manos de algún monje que ni si quiera es consciente del tesoro que posee? Aparentemente, en aquel tiempo tampoco era previsible que el libro de Oannes fuera a ocupar un lugar en alguna biblioteca del futuro. Entonces, una vez más, ¿se trató simplemente de palabrería? ¡Un momento! En el libro sagrado de los persas, el Avesta, aparece bajo el nombre de Yma un ser misterioso que surgió del mar e ilustró a los hombres. En la cultura fenicia ese ser, cuya procedencia y cualidades eran las mismas, recibe el nombre de Taut; y en China, en tiempos del emperador Fuk-Hi, salió del agua del Meng-Ho «un monstruo con cuerpo de caballo y cabeza de dragón a cuyas espaldas llevaba una pizarra llena de letras [19]». El mayor maestro tibetano, «Padmasambhaya» cuyo nombre parece un trabalenguas (también llamado «U-Rgyab Pad-ma») llevó del cielo a la Tierra una escritura ininteligible. Antes de su partida sus pupilos depositaron la escritura en una cueva para preservarla para tiempos futuros en los cuales podría ser comprendida[5] [20]. Probablemente, hoy podríamos entender tan poco de esos símbolos como del Manuscrito Voynich, y comparativamente este solo existe desde hace un par de siglos.

¿De dónde hemos sacado la escritura nosotros los hombres? ¿La hemos inventado nosotros solos? ¿La escritura cuneiforme, los jeroglíficos y los alfabetos? Si seguimos a algunos historiadores de la Antigüedad, comprobaremos que fueron los ominosos dioses los que mostraron la escritura por primera vez a algunos hombres elegidos. Probablemente, debieron de seleccionar a los más inteligentes.

Diodoro de Sicilia, autor de Biblioteca histórica compuesta de 40 tomos, cuenta en el primer libro que los dioses habían fundado muchas ciudades en Egipto y que los dioses tuvieron descendientes. «Los dioses destetaron a los hombres y los desacostumbraron a devorarse los unos a los otros». De los dioses los hombres aprendieron —según Diodoro— las artes, la minería, la construcción de herramientas, el cultivo del campo y la obtención de vino. También la escritura fue obra de los dioses [21]:

Los dioses dividieron por primera vez todas las lenguas inteligibles y les dieron forma. Le dieron nombre a muchas cosas que hasta entonces no tenían. También la escritura fue una invención de él (del Dios)…

Claramente, las historias no solo provienen de una sola fuente antigua. Los fragmentos se solapan como en una novela de detectives y espías. No hay que ser Sherlock Holmes para poder unir las piezas. Ahora parece que los dioses y ángeles existieron, incluso si esto nos hace tirarnos de los pelos. Y tuvieron una influencia; el mejor testigo de ello es Enoc. La historia de que un ser extraterrestre —fuera este un dios o un ángel— enseñó a los hombres la escritura por primera vez no se parece en nada a la de Enoc. Él es precisamente el único testigo que estuvo entonces presente, y por eso su historia está contada en primera persona. Enoc es el ejemplo clásico de cómo la retorcida teología consiguió a lo largo de los siglos falsear y oscurecer un testimonio antiguo original y convertir el relato de una experiencia en una historia incomprensible y en una interpretación fruto de la magia, capaz de provocar un ataque de furia a alguien como yo. Después de todo, no es difícil descubrir aquello que podría haber causado la irritación de los teólogos. Por el contenido se puede intuir.

En el caso de Enoc me encontraba en el mismo apuro que con los libros anteriores. ¿Cómo puedo explicarles a mis lectores algo sin repetir continuamente el contenido de los libros anteriores? Para los profesores de la enseñanza básica o los docentes universitarios esto resulta más fácil. Ellos pueden dar por hecho que sus alumnos han asimilado los fundamentos. Quien no domina el abecedario no puede leer. Sin embargo, yo no puedo partir de esa premisa. Continuamente aparecen nuevos lectores que se interesan por mis interpretaciones modernas, y además de ello hay otro elemento que lo dificulta más, y es que muchos de mis anteriores libros ya no se encuentran en las librerías. Entonces, ¿qué debo hacer? Para intentar deshacer este nudo gordiano procuro introducir repeticiones solo cuando resulta totalmente inevitable. Si bien las repeticiones no siempre son repeticiones. Y me dirijo a los lectores del principio: en este libro llegarán a conocer cosas de Enoc que hasta ahora no se podían leer en ninguna otra parte.

A pesar de que no soy un fan de la literatura teológica rebuscada, admiro a los hombres que estaban detrás de ella. (¡De hecho, únicamente se trata de hombres!). Los traductores de los textos antiguos de Enoc eran todos, sin excepción, hombres muy ilustrados. Sin excepción, se trataba de hombres políglotas, obviamente hombres íntegros y que se esforzaron por agudizar su ingenio a través del caos de libros antiguos a lo largo de los siglos. No obstante, se trataba de teólogos, término que se deriva de las palabras theos (dios) y logos (palabra); la palabra de Dios. Y precisamente no es eso de lo que se han ocupado. Todos los teólogos en el pasado estaban profundamente convencidos de que se ocupaban de la palabra de Dios —si no, no hubieran escogido esa especialización—, e incluso ese convencimiento ya es una creencia. Se piensa que los pocos textos sagrados provienen de los labios de Dios, que este los dictó y se los confió a hombres elegidos de alguna forma maravillosa.

¿Qué se conserva en los textos cuando las creencias han desaparecido? Los propios textos. Estos ahora han perdido su carácter sagrado. Siguen siendo respetados porque son antiguos, hay que tratarlos con respeto porque describen sucesos de un tiempo histórico que ya no es concebible, hay que analizarlos científicamente porque contienen material extremadamente interesante. El hecho de que estos textos carecen de una creencia también se puede discutir objetivamente. Lo que bloquea un análisis acorde con nuestro tiempo es la idea que tenemos de su intangibilidad.

Así que, manos a la obra, debemos hacer un repaso general.