EN LA CAVERNA TERRORISTA

Comprendiendo a las FARC

Los idiotas útiles

Lord William B. Mostyn era presidente de la Cámara de Lores británica cuando se produjeron los atentados del 11-S. Pocos días después de aquellos crímenes, reflexionaba a la manera en que lo hicimos muchos españoles por esa época, en nuestro caso, en relación con ETA, en el suyo, en relación con el IRA: «Ahora, EE. UU. se dará cuenta de que el Ejército Republicano Irlandés es realmente una organización terrorista y de que no debe seguir permitiendo la recogida de fondos para subvencionarlo porque el grupo depende en gran medida del dinero que llega desde allí». Lo dijo en una visita a España, pocos días después de los atentados del 11-S. También añadió que, a largo plazo, tiene que haber una defensa unida de las naciones civilizadas contra el terrorismo y que hay que avanzar en la agilidad de las extradiciones para evitar trabas que sirvan de refugio legal a los terroristas.

Lord Mostyn pensaba en el IRA, otros pensábamos en ETA. Yo misma, a partir de la experiencia de entrevistas diversas que había realizado en Estados Unidos en el marco de una estancia con la Fundación Eisenhower, como Eisenhower Fellow de España ese año, justamente en la primavera de 2001, pocos meses antes de los atentados del 11-S. Entrevistas en las que encontré significativas comprensiones hacia las «razones» y «causas» de los terrorismos de otros países, el terrorismo de ETA incluido, y en las que era evidente la influencia histórica de la inexistencia de un grupo terrorista fuerte en Estados Unidos o una percepción clara sobre un terrorismo de tipo nacional que actúa dentro de las propias fronteras y constituye una amenaza para los ciudadanos del país.

Tales experiencias, en los casos anteriores, en Estados Unidos, pero igualmente en muchos países de Europa, son las vividas habitualmente por los colombianos en las últimas décadas en una buena parte de sus contactos internacionales. Con la simpatía o comprensión hacia las supuestas causas de sus dos grupos terroristas de extrema izquierda, las FARC y el ELN. No así hacia el tercer grupo terrorista, claro está, las AUC, de respuesta a ambos terrorismos. Lo que hace el caso colombiano aún más peculiar e interesante en cuanto a simpatías y apoyos extranjeros se refiere, pues unos terrorismos han sido bienvenidos en los lugares supuestamente más democráticos del mundo mientras que otros, procedentes del mismo país, del mismo periodo y del mismo «conflicto», han sido rechazados y repudiados. Comprendidos los terroristas de extrema izquierda y condenados los terrorismos de respuesta.

El fenómeno, que ha afectado a varios países, España, Colombia, Gran Bretaña, Italia, Perú, Argentina, forma parte de lo que Catherine Simón llamó «idiotas útiles» en un libro publicado en 2009 sobre la historia de los llamados «pies rojos», los franceses que, tras la independencia de Argelia, hicieron el camino opuesto a los «pies negros»[77]. Mientras cuatro de cada cinco europeos dejaban Argelia a fines del verano de 1962, varios miles de franceses se dirigieron hacia allí para ocupar los puestos vacantes y, sobre todo, para participar en la construcción del socialismo de la nueva Argelia.

Troskistas, antiguos comunistas, cristianos de izquierdas, creían que Argelia suponía otro gran momento histórico para la revolución socialista, mezcla de revolución cubana, guerra de España y resistencia. Pero lo que descubrieron fue el poder del islam, la ausencia de democracia, la corrupción, el machismo. Y tras el golpe de Estado del coronel Boumediene, sufrieron la persecución y la clandestinidad. La mayoría salió de allí. Unos pocos se quedaron largos años, como Jean Marie Boëglin, que se fue a Argelia en los años sesenta para crear el Teatro Nacional argelino y que volvió a Francia en 1981. Él mismo se ha definido como un «idiota útil», la fórmula utilizada por Lenin para referirse a los apologistas europeos del régimen soviético.

La mayoría de esos pies rojos, sin embargo, ni hablaron, ni hicieron autocrítica de esa experiencia. Como la inmensa mayoría de aquellos intelectuales que Paul Hollander había llamado muchos años antes, en 1981, «los peregrinos políticos», los cientos, quizá miles, de intelectuales que a lo largo del siglo XX se sintieron atraídos por las dictaduras comunistas e hicieron peregrinaje por dichas dictaduras, las apoyaron e intentaron legitimarlas en el seno de los países democráticos.

Resulta difícil entender hoy, escribía Paul Hollander a principios de los años ochenta, cuán extendida estaba a finales de los años veinte, durante los años treinta y a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, la atracción por la dictadura soviética. El primer libro de Hollander sobre esta cuestión es, sin embargo, un escalofriante compendio de las múltiples barbaridades que tantos y tantos intelectuales hoy recordados incluso con veneración escribieron en otras épocas. Pablo Neruda, por ejemplo, quien, recuerda, Hollander, fue ganador del Premio Stalin y defensor de toda la vida de la Unión Soviética, escribió: «Amé la tierra soviética desde la primera mirada, y comprendí que no solo ofrece una lección moral para cada rincón del planeta donde exista vida humana, una vía para comparar las posibilidades, un progreso creciente al trabajar juntos y compartir, sino que tuve la sensación de que un vuelo extraordinario saldría de esa tierra… La raza humana entera conoce qué verdad colosal ha sido labrada allí (…)»[78]. Simone de Beauvoir escribió sobre la dictadura china que «… la vida en la China actual es excepcionalmente agradable. (…) Una profusión de sueños acariciados quedan sancionados con la idea de un país donde el Gobierno paga al pueblo su paso por la escuela, donde generales y hombres de estado son escolares y poetas»[79].

¿Qué ha cambiado desde entonces? Muy poco, ciertamente. Pues la izquierda sigue poblada de idiotas útiles prestos a justificar sistemas autoritarios y ataques a la libertad en nombre de la justicia social o de la igualdad. Han cambiado, eso sí, los contenidos identitarios de la izquierda en la actualidad. Los regímenes comunistas perdieron su fuerza y su prestigio. Y nuevas causas se han desarrollado en los últimos años. La justicia social en los países musulmanes, el derecho a las identidades, sean nacionales, sexuales o lingüísticas, el ecologismo y el feminismo o el pacifismo. El viejo socialismo se mezcla con las nuevas causas. Y lo que en los años sesenta eran los regímenes comunistas o las liberaciones nacionales en el Tercer Mundo son hoy las causas de los países opuestos al poder americano, el ecologismo radical o el multiculturalismo en los países más desarrollados. Como reflejo más extremo de todas las «causas» anteriores, los terrorismos de extrema izquierda, ultranacionalistas e, incluso, islamistas. Y, entre todos ellos, en un lugar de honor para los peregrinos políticos de los últimos años, los terrorismos de extrema izquierda de Colombia.

Pocas horas después de que Álvaro Uribe jurara su cargo como presidente de Colombia, el 7 de agosto de 2002, un conocido «pacifista» español, Máximo Aguirre, significado también en la apelación al diálogo con otros terroristas, exigía responsabilidades al Estado colombiano, no a los terroristas, y urgía a Uribe a una negociación «por la paz». Escribía Aguirre que Colombia tenía dos opciones: o una reforma amplia de las instituciones con el fin de reconstruir el Estado o «solo una reforma del sistema de seguridad para derrotar a las guerrillas». Y lo segundo era malo, proseguía, pues incluiría a Colombia en la guerra contra el terrorismo de EE. UU. y agudizaría el conflicto. «No se cumplen las condiciones del Estado moderno» en Colombia, escribía, si bien olvidaba responsabilizar a los terroristas de que el Estado estuviera desaparecido en una parte del territorio. Por lo que, lógicamente, Aguirre no llegaba a la sencilla conclusión de que si el Estado acababa con el terrorismo, los territorios colombianos controlados por los terroristas serían libres, y, por lo tanto, se restablecería el Estado desaparecido. No, eso, liberar territorios del control terrorista, era más bien peligroso, según Aguirre:

Colombia corre un serio peligro si el nuevo presidente orienta su política solamente hacia la lucha contra el terrorismo y así confirma que su país debe estar en la lista de los objetivos de la guerra contra el terrorismo global del Gobierno estadounidense. Desde 1998, Colombia está recibiendo la mayor ayuda militar de Washington del mundo, con excepción de Oriente Próximo. La política estadounidense está orientada crecientemente al uso de la fuerza y a la presión antes que a la cooperación y las negociaciones. Colombia quedaría atrapada por la violencia externa e interna[80].

Lo anterior es una buena muestra de la lectura realizada por el progresismo del terrorismo colombiano, por la izquierda europea, por la estadounidense y, por supuesto, por la propia izquierda colombiana. Según la lógica progresista, la fuerza del Estado es peligrosa y poco conveniente y lo que hay que hacer es reformar y fortalecer el Estado, aunque los problemas del Estado hayan sido causados por esos grupos terroristas a los que no hay que perseguir con la fuerza sino a los que hay que ofrecer una negociación de la paz.

En la misma línea de Máximo Aguirre, Pilar Lozano publicaba en 2005 en El País un amplio reportaje sobre el llamado Plan Patriota de Álvaro Uribe, el intento de recuperar para el Estado de Derecho los territorios controlados por las FARC, los territorios sin ley donde la democracia no existía en Colombia. Y, sin embargo, este proceso era presentado con una entradilla en la que se destacaba que «El control sobre la población civil es clave para los dos bandos», estableciendo así, no solo la equiparación entre Ejército y terroristas, «los dos bandos», sino también la supuesta correspondencia entre métodos y objetivos de terroristas y Ejército, «el control de la sociedad civil». Pues la dictadura terrorista de las FARC sería, al parecer, comparable con el Estado de Derecho. El resto del artículo se dedicaba a destacar los «males» causados por lo que ya se había definido como «control de la sociedad civil»: «La ocupación del Ejército comenzó en abril de 2004. (…) Para la población civil, la llegada de las tropas del Ejército fue agresiva. ‘Para los soldados, todos éramos guerrilleros’, recuerda una mujer. (…) ‘El Plan Patriota es contra la población civil, no contra la guerrilla’, Esta es la queja general. (…) ¿Vale la pena este despliegue de fuerza y de poder en un área inhóspita y deshabitada?»[81].

No mucho tiempo después, en otro artículo del geógrafo Jordi Borja sobre la violencia en Colombia, no aparecían por ningún lado los terrorismos de extrema izquierda de las FARC y el ELN, y, además, se consideraba que la violencia legítima del Estado colombiano, la de los terroristas de las AUC y la de los narcotraficantes, formaban parte de un mismo entramado definidor de la violencia colombiana y todos ellos representaban, además, la violencia de los privilegiados para mantener sus riquezas, privilegios y poder. Tesis propias de la extrema izquierda antidemocrática como las siguientes fueron defendidas por este geógrafo en El País no en los años sesenta, sino hace no mucho tiempo, en 2006: «Los llamados ‘paramilitares’. (…) Grupos armados promovidos por terratenientes y ganaderos inicialmente para enfrentarse a la guerrilla que se han convertido de hecho en una fuerza política vinculada a algunos sectores del ‘uribismo’ (el conglomerado heterogéneo que apoya al presidente Uribe) y que representan el peor conservadurismo colombiano: la violencia masiva para defender los privilegios más anacrónicos y clasistas de la sociedad rural y su influencia sobre el Estado».

Y por si no hubiera quedado clara la presentación del presidente Uríbe y su partido como socios del terrorismo de extrema derecha y de los narcotraficantes, aún quedaba más en el artículo de Borja: «En nombre de la paz, de la seguridad y la democracia ocupan posiciones de poder unas derechas autoritarias, con ramalazos fascistoides, que utilizan a los paramilitares, toleran y se benefician de los narcos, se apoyan en la colusión de sectores del Ejército y de la Justicia con paras y narcos y garantizan la impunidad de todos»[82].

En comparación con lo anterior, Colombia en su laberinto[83], un libro publicado en 2008 por un grupo de españoles parecía, parece, incluso, un análisis sutil del terrorismo colombiano. Si no fuera por el reseñable dato de que se trata de un libro sobre la violencia en Colombia que carece de un capítulo sobre el grupo terrorista más sanguinario de ese país, las FARC, o el hecho de que apenas aparece el término «terrorismo», o por el detalle de que el concepto utilizado es el de «conflicto armado». Lo anterior da una idea de que un trabajo que pretende ser un estudio universitario sobre la violencia en Colombia constituye, sin embargo, una lectura ideologizada sobre la violencia en la que el terrorismo es convertido en «conflicto armado», y una vez hecho lo anterior, la violencia legítima del Estado es transformada en una violencia equiparable a la de los grupos terroristas. Con el avance, eso sí, respecto a las lecturas de la extrema izquierda, de que en este libro se reconoce la existencia tanto del terrorismo de las AUC como de las FARC y del ELN.

Lo anterior se envuelve, como tantas veces, en una jerga supuestamente académica, «asuntos y dinámicas que ocurren en el ejercicio de la violencia política», «la conformación de los grupos armados puede leerse en claves de la teoría sobre los conflictos», «Los actores armados, los grupos guerrilleros ilegales, los grupos paramilitares ilegales, el Ejército, actor armado legal». Jerga de la que se concluye un supuesto conflicto en el que la diferencia entre terroristas y Ejército, entre sistema democrático y terrorismo, entre Estado de Derecho y criminales, queda completamente diluida, ignorada, a favor de una equiparación de todos ellos, FARC, ELN, AUC y Estado democrático. «Violaciones masivas y sistemáticas de derechos humanos, graves infracciones al derecho humanitario cometidas en el contexto de las operaciones militares por todos los actores armados», y «un número alarmante de víctimas civiles y la incertidumbre de cara a las salidas políticas que se practican para solucionar una confrontación prolongada en el tiempo y arraigada en la sociedad (…)», escriben los autores a modo de conclusiones. Como en otros tantos lugares con terrorismos de extrema izquierda, se trataría, en definitiva, de un conflicto que hay que solucionar políticamente, dicen los autores en su supuesta aproximación científica a la cuestión. Y es que el progresismo tiene una capacidad infinita para llamar ciencia o estudio universitario a cualquier texto ideológico, también cuando tal texto se refiere al terrorismo.

En un gran libro sobre el terrorismo colombiano, escribió José Obdulio Gaviria Vélez que es en el terreno del verbo donde se dan los más transcendentales combates de la confrontación de los violentos contra el Estado colombiano[84]. Tan solo añadiría que su reflexión es aplicable no solo a la confrontación de los violentos contra el Estado colombiano sino a otras confrontaciones de otros terrorismos y de sus seguidores o justificadores contra otros Estados democráticos. «Actor armado» es uno de los muchos ejemplos del perverso uso del verbo que Gaviria Vélez desgrana en su libro, cuando recuerda, por ejemplo, el lenguaje lleno de eufemismos apaciguadores que la política de abandono de la función estatal creó entre 1994 y 2002. Los propios presidentes y ministros de Defensa hablaban de «actores armados» cuando se referían a los terroristas, lo que arrastró a periodistas, académicos o diplomáticos al mismo lenguaje. El individuo peligroso que podía matar o secuestrar, reflexionaba Gaviria Vélez, ya no era un asesino o un secuestrador sino un «actor armado».

El libro de Gaviria Vélez es un apasionante y por momentos escalofriante documento sobre el uso del verbo para la justificación del terrorismo colombiano. Entre los múltiples datos y episodios relatados, resulta especialmente interesante como ejemplo de los peregrinos políticos más monstruosos de las últimas décadas, el referido a la líder de la asociación danesa Rebelión, Christine Lunga que, en octubre de 2004, hizo una colecta para enviar 8500 dólares a las FARC y que fue entrevistada por una emisora de radio colombiana, La W. Gaviria Vélez refleja en su libro toda aquella entrevista en lo que constituye un valiosísimo documento de la impune legitimación del terrorismo de otros países que se ha hecho desde varios lugares de Europa, con el terrorismo colombiano y con otros.

Lunga comenzaba aquella entrevista afirmando que «Tomamos este paso de mandar fondos económicos a las FARC para protestar porque se criminalice como terrorismo cualquier tipo de oposición». A continuación justificaba todos los crímenes de las FARC, o bien negando la autoría de las FARC en alguno de los atentados más sanguinarios o bien apoyando los crímenes. Como en el caso de los secuestros. Con total frialdad, como resaltaba en su relato Gaviria Vélez, y a la pregunta de si consideraba el secuestro un medio válido de lucha, contestaba que «No, el secuestro no. Lo que hacen las FARC es tomar presos a gentes para cambiarlos en un canje de prisioneros. Yo sé que hay sectores muy importantes, muy grandes de la sociedad colombiana, que están de acuerdo en que el Gobierno colombiano inicie un diálogo basado en el canje de prisioneros»[85].

Puede caberles a los demócratas colombianos el consuelo de que el mal de los idiotas útiles está ampliamente extendido y afecta a muchos otros países. A Italia, por ejemplo, en relación con los terroristas de las Brigadas Rojas, un grupo ya desaparecido, pero cuyos asesinos aún siguen contando con la comprensión, el apoyo y hasta la protección de respetables ciudadanos y países supuestamente serios.

En el momento de escribir estas líneas, verano y otoño de 2011, se conocía, por ejemplo, el definitivo rechazo de Brasil a la extradición a Italia del italiano Cesare Battisti. Lo extraordinario del caso es que Battisti está condenado en Italia por cuatro homicidios que cometió hace años como miembro de las Brigadas Rojas y que no ha cumplido la pena impuesta, pues se fugó hace veinte años y, desde entonces, fue protegido por México, por Francia y ahora por Brasil. El escritor italiano Antonio Tabucchi expresó su incredulidad y su indignación por la decisión de las autoridades brasileñas en un artículo publicado en El País. Allí recordaba la historia criminal de Battisti y denunciaba la protección encontrada por el asesino en varios países. Pero también añadía que el apoyo francés se había sustentado especialmente en intelectuales antes maoístas y hoy próximos a la derecha, valoración que demuestra las dificultades que tienen tantos y tantos intelectuales para aceptar las responsabilidades de la propia izquierda. Incluso Tabucchi, que hace una valiente denuncia de las Brigadas Rojas y sus apoyos, pero no es capaz de reconocer que el apoyo francés ha sido, en efecto, muy importante entre los intelectuales, pero que lo ha sido tanto entre los intelectuales de derechas como de izquierdas, y más entre los segundos[86].

Una muestra de esa escandalosa comprensión francesa hacia las Brigadas Rojas ocurría también en otoño de 2011, en este caso, en la prestigiosa revista L’Express en cuyo último número de septiembre de 2011 el periodista Philippe Brousard publicaba un artículo, «Les ex se confessent»[87], en el que varios antiguos miembros de las Brigadas Rojas, responsables, entre otras cosas, del asesinato de Aldo Moro, «confesaban», en efecto, pero no su arrepentimiento por los crímenes cometidos y por su pertenencia a la organización terrorista, sino su orgullo por su pasado y por lo hecho. Lo que no habría pasado de mero documento periodístico, si no fuera por el cariñoso, comprensivo y, por momentos, simpatizante tratamiento del periodista. En una mirada sobre este grupo terrorista muy extendida en Francia y en otros países, basada en la idea de que habría sido un grupo idealista que «luchó» por motivos defendibles. ¿Que asesinó, secuestró, hirió? Bueno… quizá, pero es un detalle sin importancia. De hecho, es la lógica aplicada a un Cesare Battisti cuyos crímenes son totalmente obviados, como si no hubieran existido, tanto por franceses como por brasileños.

El arrepentimiento, por otra parte, es un detalle insignificante para los idiotas útiles, quizá porque también los crímenes de sus terroristas protegidos lo son. Cesare Battisti lo dejaba bien claro en una entrevista publicada por la revista brasileña Istoé el 27 de agosto de 2011 y que fue recogida por Axel Gyldén para L’Express al día siguiente. «No me arrepiento de nada», declaró Cesare Battisti, el «antiguo militante de extrema izquierda», tal como lo calificaba el periodista de L’Express. ¿Y de qué se iba a tener que arrepentir un simple «militante de extrema izquierda» y no un asesino y un terrorista, como lo había probado la Justicia italiana?

La guerrilla sangrienta

El terrorismo de las FARC y del ELN ganó la batalla del lenguaje desde sus inicios y así ha seguido siendo hasta nuestros días, incluso tras el inmenso avance protagonizado por la presidencia de Álvaro Uribe y ahora la de Juan Manuel Santos. Y lo hizo desde el principio con su propia denominación de guerrilla, una denominación que se ha impuesto hasta el presente. El concepto de grupo terrorista aplicado a las FARC o al ELN es aún mucho menos numeroso que el de grupo armado o, más habitualmente, guerrilla ¿Hay razones técnicas o académicas para ello? ¿O las razones son más bien ideológicas?»

Es cierto que el concepto de guerrilla ha sido utilizado por algunos analistas para referirse a aquellos grupos violentos que tienen la particularidad de ocupar y controlar un territorio. Grupos terroristas como ETA no tendrían tal rasgo, pero grupos como las FARC, sí. Ahora bien, ocurre que los diferentes grupos terroristas integrados en la red de Al Qaeda también ocupan territorios y, sin embargo, no se ha usado la palabra guerrilla en su caso. Y ocurre, sobre todo, que el concepto de guerrilla posee una carga positiva referida a la idea de un grupo que lucharía en pos de una utopía contra el poder. Desde un punto de vista ideológico, guerrilla es una palabra positiva, mientras que grupo terrorista no lo es. El concepto de terrorismo hace énfasis en el terror ejercido sobre la población y el Estado. El concepto de guerrilla, sin embargo, hace énfasis en la revuelta contra el poder. Y, obviamente, el concepto de guerrilla es querido y usado por los propios terroristas como medio de legitimación de sus crímenes. Lo grave es que, en estas sociedades plagadas de tantos y tantos idiotas útiles, se ha impuesto, se sigue imponiendo, el concepto de guerrilla frente al de grupo terrorista.

Entre los innumerables ejemplos de uso pretendidamente académico pero realmente ideológico del concepto de guerrilla aplicado a las FARC o al ELN destaca el de Daniel Pécaut, un sociólogo francés especializado en Colombia y autor de numerosos libros y artículos sobre el terrorismo colombiano, terrorismo que él, sin embargo, no califica como tal, sino de conflicto armado o, respecto de las FARC y el ELN, de guerrilla. Para entender el auténtico significado del concepto de guerrilla usado por este sociólogo francés, baste acudir a su artículo «La guerra prolongada de las FARC», en el que el análisis de la historia de las FARC se realiza sin una sola referencia a los asesinatos hasta la página… cuarenta y cuatro de tal artículo. Ahora bien, cuando las palabras «matanzas y asesinatos» aparecen en tal página no lo hacen en referencia a las FARC sino a las AUC. El resto del artículo es un análisis de lo orígenes y estrategia de las FARC que asume los conceptos usados por los propios terroristas hasta el punto de que el autor titula el epígrafe dedicado a los secuestros de las FARC como «El fracaso de la ‘política de los rehenes’», epígrafe dedicado a lo que el autor considera fracaso de la estrategia de las FARC de cambiar los rehenes llamados políticos, miembros de las fuerzas del orden y políticos, por miembros de las FARC, y con un tratamiento analítico y valorativo del secuestro que podría ser asumido sin problema alguno por los propios terroristas[88].

No mucho antes de publicar el anterior artículo, Pécaut se había planteado en su libro Midiendo fuerzas la posibilidad de que las FARC estuvieran pasando al terrorismo, una vez establecido por el autor que fueron los narcotraficantes quienes acudieron al terrorismo en una escala sin precedentes en 1987 y luego los paramilitares quienes recurrieron a las masacres como una práctica destinada a sembrar el terror, mientras que las FARC habrían recurrido «localmente» al terrorismo. Pero constatados por Pécaut los «síntomas de evolución hacia el terrorismo», lo cierto es que las FARC son considerados en sus análisis como «guerrilla» y claramente diferenciados en su valoración de los paramilitares[89].

¿En qué consiste tal guerrilla, la guerrilla sangrienta y asesina de las FARC? Veamos un ejemplo, un terrible y desgarrador ejemplo, a través de uno de los muchos relatos de la gran periodista española, y colombiana de adopción, Salud Hernández-Mora a partir de la confirmación, en diciembre de 2007, de la muerte del mayor Julián Guevara, por enfermedad durante su secuestro. Junto a Guevara, otros 21 secuestrados de índole política tampoco sobrevivieron:

Diez fueron acribillados a balazos por sus carceleros el 5 de mayo de 2003. El resto corrió la misma suerte el 18 de junio de este año. La primera masacre tuvo lugar en un campamento donde una patrulla de las FARC custodiaba al entonces gobernador de Antioquia, Guillermo Gaviria, a su asesor de paz, el ex ministro de Defensa Gilberto Echeverri, y a once oficiales y suboficiales del Ejército y la Policía Nacional. Una vez, inteligencia militar localizó el paraje selvático en el que los escondían y lanzaron una operación de rescate. Pero los guerrilleros tenían la orden de asesinarlos antes de permitir que volvieran a sus hogares vivos, por lo que los ametrallaron a sangre fría. Solo tres lograron sobrevivir, tapándose con los cadáveres de sus compañeros y fingiendo estar muertos. (…) Gaviria y Echeverri eran pacifistas reconocidos y, de hecho, fueron raptados cuando encabezaban una marcha con banderas blancas hacía un municipio azotado por la violencia. Cuando parecía que nada podía superar esa salvajada, las FARC dieron muestras de que su listón de barbarie no tiene límites. En junio pasado, informaron de que once de los doce diputados regionales del Valle de Cauca, que llevaban cinco años en sus manos, habían dejado de existir y se comprometieron a entregar los cadáveres. Tres meses tardaron en cumplir su palabra y cuando los forenses y la Fiscalía examinaron los cuerpos, concluyeron que las FARC los cosieron a balazos mientras se lavaban los dientes antes de acostarse. Unos intentaron escapar y los remataron mientras corrían. Otros fallecieron en el acto[90].

Y, sin embargo, esta sangrienta banda de asesinos no fue incluida en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea nada menos que hasta 2002. Entonces, Colombia, lo mismo que España en relación con ETA, se benefició del profundo cambio de percepción internacional producido por los atentados del 11-S en Estados Unidos. Antes, predominaba la indiferencia ante otros terrorismos y, aún más, la percepción de ese terrorismo como conflicto de los oprimidos en países con supuestas situaciones de ausencia de derechos democráticos.

No todo cambió desde el 11-S y, poco más tarde, desde el nuevo liderazgo de Álvaro Uribe. El Parlamento Europeo protagonizó en 2004, con motivo de una visita del presidente Uribe, el poco edificante y antidemocrático espectáculo de que más de cien eurodiputados se ausentaran del pleno para manifestar su protesta contra Uribe. Y cabe apostar que tales individuos probablemente se habrían mantenido encantados en sus sillas si la visita hubiera sido la de los terroristas de las FARC o del ELN, por la paz, ya se sabe…

En línea con lo anterior, en países como España las condenas al terrorismo de las AUC han pervivido junto a la indiferencia o comprensión hacia el terrorismo de la extrema izquierda. Como es habitual con otros terrorismos de extrema izquierda, ETA, sin ir más lejos, Amnistía Internacional, por ejemplo, siguió distinguiéndose por denunciar en exclusiva el terrorismo de extrema derecha. Lo hacía su director en España, Esteban Beltrán, en un artículo en 2007 en el que denunciaba las supuestas conexiones entre las instituciones democráticas colombianas y el terrorismo de los paramilitares y, sin embargo, ignoraba por completo la existencia de otro terrorismo más sangriento como el de las FARC[91].

Era indiferente para el punto de vista militante de Amnistía Internacional que, no lo olvidemos, ha apoyado una y otra vez, por ejemplo, las falsas denuncias de los terroristas de ETA contra los cuerpos policiales españoles y las ha extendido por el mundo dándoles categoría de verdad, que el Gobierno de Álvaro Uribe hubiera asumido desde el inicio una lucha policial y militar tanto contra las FARC y el ELN como contra las AUC. Ese mismo año, en mayo de 2007, Juan Manuel Santos, que era por entonces ministro de Defensa de Colombia, declaraba en una visita a España para asistir a la Conferencia Internacional sobre Represión del Tráfico de Drogas que:

nadie imaginaba hace unos años, absolutamente nadie, que jefes paramilitares, que señores todopoderosos en sus regiones, iban a estar entre rejas, sometidos a la justicia pública y al escarnio de sus propias víctimas. Todos los días en la televisión colombiana aparecen anuncios mostrando las caras de esos hombres y solicitando que quien tenga un reclamo con ese o aquel se presente a los jueces y lo diga… Todos los días, alguien reconoce en la pantalla al que mató a su hermano, al que liquidó a su padre, al que quemó su casa.

A lo que añadió que el escándalo de la parapolítica apenas había empezado y caerían muchos más congresistas y senadores.

Pero no le importaba a Amnistía Internacional esa realidad sino su posicionamiento más cerca de lo que consideran una parte del «conflicto» que de la resistencia antiterrorista colombiana y de un Estado de Derecho en lucha contra el terrorismo. Una buena muestra del amplio apoyo político e intelectual que el terrorismo de extrema izquierda de las FARC ha tenido y sigue teniendo en los países democráticos fue el show mediático que organizó la amplia red de apoyo internacional a las FARC con motivo de lo que Hugo Chávez bautizó como la Operación Emmanuel y que tuvo lugar entre fines de 2007 y principios de 2008. Dicha operación consistía en el acuerdo entre Hugo Chávez y las FARC para realizar la liberación, tras seis años de secuestro, de la excandidata a la Vicepresidencia Clara Rojas, su hijo Emmanuel y la exparlamentaria Consuelo González.

Para tal show liderado por Chávez, que tuvo lugar el 31 de diciembre de 2007, nada menos que siete países enviaron a sus representantes. Ecuador, Cuba y Bolivia, como era de esperar; o la Argentina de Néstor Kirchner —de hecho, viajó él mismo—; o el Brasil de Lula da Silva. Además, no podían faltar los idiotas útiles europeos de turno, en este caso, de Suiza y de Francia. Todos ellos reunidos en Villavicencio para apoyar la operación de propaganda de las FARC liderada por Hugo Chávez. Con el consabido mensaje de que el Gobierno colombiano debía negociar con estos respetables miembros de las FARC que, en demostración al mundo de su conocida humanidad, tenían a bien liberar a unos pocos de los ciudadanos colombianos que tenían secuestrados desde hacía varios años. O, como lo llamó Álvaro Uribe, el «cuentico de la paz» desarrollado por el «bloque intelectual de las FARC».

Que gobernantes de países democráticos, incluidos los países gobernados por populismos de izquierda como la Argentina de los Kirchner o de países europeos gobernados por la derecha como Francia, participaran con Chávez en esta reunión de legitimación de los asesinos y secuestradores de las FARC da una idea de las dimensiones alcanzadas por el apoyo al terrorismo de extrema izquierda en el mundo. Es ilustrativo el amplio apoyo de importantes representantes del mundo de la cultura, del cine, de la televisión. Pues en tal montaje propagandístico de las FARC estuvieron presentes otros conocidos nombres como Oliver Stone sin que, desde entonces, este cineasta haya tenido, por supuesto, ningún problema de aceptación en los foros más respetables, por mucho que su abierto apoyo a una banda de criminales fuera retransmitido al mundo entero.

En una entrevista concedida a la BBC, poco después del show con las FARC, Oliver Stone resumía su posición de apoyo a las FARC y condensaba, al mismo tiempo, la sustancia ideológica de la red de apoyo Internacional a este terrorismo de extrema izquierda. Afirmó Stone que «El movimiento de las FARC surgió de cincuenta años de derramamiento de sangre en Colombia, uno de los países más violentos del mundo; las FARC son una consecuencia de esta revolución entre quienes tienen y quienes no». Y añadió que «las FARC están en una lucha desesperada contra un Gobierno muy fuerte arropado por Estados Unidos, que les envía unos mil millones de dólares al año en una guerra secreta que anima a los grupos paramilitares a matar a la gente que intenta cambiar las cosas».

La Operación Emmanuel terminó en fiasco, las FARC no entregaron a los secuestrados y Hugo Chávez acusó, como era de esperar, no a los secuestradores, sino al Gobierno de Colombia que, decía Chávez, había torpedeado el proceso. Al fin y al cabo, los enemigos de Chávez eran, lo siguen siendo, Colombia y otros Gobiernos democráticos del mundo opuestos a su proyecto de revolución bolivariana que, como ha explicado en varios textos Plinio Apuleyo Mendoza, es su proyecto de socialismo para el siglo XXI. Tal proyecto incluye una relación de Chávez con las FARC que data de 1995, cuando Chávez se adhirió al Foro de Sao Paulo, una organización auspiciada por Fidel Castro y a la que pertenecen, además de grupos y partidos de extrema izquierda continentales, las FARC y el ELN de Colombia. Resumía Plinio Apuleyo Mendoza la posición de Chávez y otros dirigentes latinoamericanos respecto a las FARC: «La verdad es que Correa y Hugo Chávez, además del rústico Daniel Ortega, nunca han visto como terroristas a los autores en Colombia de atroces masacres, atentados, secuestros, tráfico de droga o siembra de minas que han dejado más de 3000 inválidos, entre ellos 600 niños. Considerándolos como camaradas que comparten su sueño revolucionario, los apoyan»[92].

Poco antes, el mismo Plinio Apuleyo Mendoza, junto a Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, publicaba El regreso del idiota y describía el significado de la figura de Hugo Chávez para la izquierda radical: el sucesor de Fidel Castro en una versión «más atrevida y folclórica» y con todos los ingredientes de la izquierda radical: «vestigios del marxismo, nacionalismo, antiimperialismo belicoso y populismo»[93].

A principios de marzo de 2008, el Ejército colombiano mató al número dos de las FARC, Raúl Reyes, y a veinte terroristas más que se refugiaban en un campamento en Ecuador, no por casualidad el país de otro líder significado de la izquierda radical, Rafael Correa, Y, en dicha operación, el Ejército se hizo con dos ordenadores de Raúl Reyes que contenían numerosos datos de las conexiones internacionales de las FARC, tanto las que mantenían con los dirigentes venezolanos, como las conexiones con grupos terroristas como ETA. Un juez español, el juez Eloy Velasco de la Audiencia Nacional, ordenó en 2010 la detención de varios miembros de ETA y de las FARC residentes en Cuba y Venezuela a partir, en buena medida, de los datos de los ordenadores de Raúl Reyes. Por supuesto ni Cuba ni Venezuela atendieron a tal petición y continúan protegiendo a los terroristas en sus países. Pero, lo que es más significativo en términos democráticos, pues ni Cuba ni la Venezuela de Chávez son democracias, numerosas voces se han alzado en nuestro propio país para poner en cuestión iniciativas como esta y para sostener y apoyar la teoría de Chávez y Correa de que tales ordenadores estarían manipulados por el propio Ejército colombiano. José Yoldi publicaba en El País la defensa de tal teoría, tras la petición del juez Velasco: «Las dos computadoras que se salvaron milagrosamente de las bombas fueron oportunamente encontradas por el Ejército colombiano y, curiosamente, contenían las supuestas pruebas de la colaboración de los Gobiernos de Venezuela y Ecuador con las FARC. (…) De modo que, aunque cada uno tenga su opinión, mientras no llegue el día del éxtasis de los lerdos y los ordenadores nos cuenten lo ocurrido, todo quedará en sospechas»[94].

Sospechas, solo sospechas, según el periodista de El País, a pesar de la larga historia de apoyo explícito del propio Chávez a las FARC, a pesar de los datos conocidos de los etarras refugiados en Venezuela y Cuba. El propio periódico publicaba un año y medio después, el 10 de septiembre de 2011, que Estados Unidos, a través de la Oficina de Control de Bienes Extranjeros, adscrita al Departamento del Tesoro, acusaba a varias importantes figuras del chavismo, como el exdiputado Freddy Bernal, o el general Clíver Alcalá o el oficial del Servicio Bolivariano de Inteligencia, Ramón Madriz Moreno, de «actuar a favor o en nombre de la organización narcoterrorista las Fuerzas Armadas Revolucionarias Unidas de Colombia (FARC), a menudo en el apoyo directo de sus actividades de narcotráfico y tráfico de armas». A lo que Chávez respondía que se trataba de una infamia y que deseaba defender a «estos tres dignos soldados de la patria y de la revolución acusados por el imperialismo». Sospechas, solo sospechas, pensaron probablemente los idiotas útiles europeos, de nuevo, aunque en esta ocasión tuvieron a bien no publicar sus pensamientos.

Aún en 2008, el presidente colombiano se tenía que enfrentar en Europa a la habitual confusión y comprensión hacia el terrorismo colombiano, y no por parte de la izquierda radical, sino por un medio moderado como es la revista francesa L’Express. Observemos, por ejemplo, la peculiar manera del periodista Axel Gyldén de preguntar a Álvaro Uribe por la secuestrada Ingrid Betancourt y las intenciones de las FARC: «¿Piensa usted que las FARC pudieran ser capaces de dejar morir a Ingrid Betancourt en cautiverio a fin de colocarlo en una posición delicada a ojos de la opinión pública internacional?». En otras palabras, según el periodista francés, si las FARC asesinaban a Betancourt, quien tenía la posición delicada era el presidente Uribe.

La pregunta anterior da una idea del punto de vista de la revista sobre el terrorismo de las FARC que incluía, como ha sido y sigue siendo tan habitual en Europa, la pregunta cuestionadora del propio concepto de terrorismo aplicado a las FARC, e insisto sobre el año, ¡2008! «¿Por qué asimila usted esta guerrilla a una organización terrorista?», preguntaba sin el menor asomo de vergüenza el periodista. Y Álvaro Uribe se veía obligado a explicar las diversas y obvias razones que al periodista no se le habían ocurrido:

Sencillamente, porque las FARC lo son según el Derecho Internacional. Las FARC secuestran. Las FARC se financian con dinero de la droga. Reclutan y asesinan menores. Destruyen pueblos. Secuestran mujeres, niños y ancianos. Mantienen a sus prisioneros atados, los encadenan a los árboles. Esos son crímenes contra la humanidad. Algunos cometen el error de comparar a las FARC con las guerrillas que existían antaño en América Latina, por ejemplo, en Cuba. Pero hay una diferencia enorme: la guerrilla cubana combatía una dictadura. Lo que le confería una cierta legitimidad. Colombia, sin embargo, es una democracia. La oposición de izquierda disfruta de libertad y de poderes. Controla, por ejemplo, la capital, Bogotá. Además, las guerrillas de antaño no se dedicaban al tráfico de drogas… Es erróneo considerar la lucha entre el Estado y la guerrilla como un «conflicto armado» entre dos partes; se trata más exactamente de un desafío lanzado por un movimiento terrorista a una democracia.

Pero aún había más en la increíble entrevista de L’Express, nada menos que la sugerencia, en la última pregunta, de que la lucha antiterrorista del Estado colombiano liderada por Uribe pudiera estar animada por «un espíritu de venganza» dado que el padre del presidente había sido asesinado por las FARC en 1983. El presidente mantenía la calma ante la pregunta esperpéntica y se limitaba a responder fríamente, acostumbrado, con seguridad, a una sugerencia habitual respecto a los terrorismos de extrema izquierda y que también en España se plantea una y otra vez a los activistas de la resistencia antiterrorista, siempre, claro está, desde las posiciones que otorgan algún tipo de legitimidad a los terroristas y desean negociar con ellos[95].

El primer soldado de Colombia

Joaquín Villalobos, ex guerrillero salvadoreño reconvertido en consultor para la resolución de conflictos internacionales escribió, inspirándose en Clausewitz, que la guerra se gana quebrando la voluntad de combate del enemigo, lo que implica que lo central es el campo moral y no necesariamente la destrucción física del contrario[96]. Lo anterior es aplicable a todos los combates de los Estados democráticos contra el terrorismo y, sobre todo, constituye una buena aproximación al problema habitualmente más importante de esos combates: el problema moral. El problema de la derrota de la sociedad democrática en el campo moral. Lo ocurrido con la sociedad española y particularmente la vasca frente a la amenaza de ETA es un buen ejemplo, de la misma manera que lo es lo ocurrido con la sociedad colombiana frente a sus terrorismos. Durante muchos años, el efecto principal del terrorismo fue la rendición moral de la sociedad o la incapacidad para resistir al terrorismo con todas sus consecuencias y efectos habituales de exigencia de negociación al Estado democrático, de cesión a las pretensiones terroristas y de demonización de los resistentes, por «poner en peligro» a quienes sí estaban dispuestos a rendirse.

Que tal rendición moral no ocurra o que el grupo terrorista no pueda vencer en el terreno moral depende en buena medida de la existencia de un liderazgo fuerte, muy especialmente en el campo político, pues es desde ese campo desde el que se dirige a los cuerpos policiales y a las Fuerzas Armadas y, además, a los tribunales de Justicia y al conjunto de la sociedad. Un líder fuerte puede cambiar completamente el curso de la lucha antiterrorista. Y eso es exactamente lo que ocurrió en Colombia con Álvaro Uribe de la misma manera que había ocurrido en España con José María Aznar. El principio del fin de ETA comenzó con la llegada del PP y de Aznar al poder en 1996. Él fue el primer líder de la democracia que creyó en la obligación democrática de la derrota del terrorismo y asumió su liderazgo. De la misma manera, Álvaro Uribe es el líder colombiano que asumió el liderazgo de la lucha antiterrorista como ningún otro presidente lo había hecho anteriormente.

El inmenso avance de la lucha antiterrorista en Colombia durante sus dos mandatos tiene que ver con su eficacia al frente de las Fuerzas Armadas y las fuerzas policiales, pero aún más se explica por su liderazgo moral, por sus profundas convicciones en torno a la superioridad de la democracia y la naturaleza criminal de la violencia terrorista. «¿Sabe por qué, en parte, hay guerrilla y paramilitares en Colombia? Por la indiferencia de la sociedad civil», le dijo Álvaro Uribe a Salud Hernández-Mora, poco después de ganar las elecciones en 2002[97]. Lo mismo cabría decir de la larga supervivencia de ETA en España.

Esas sociedades necesitaban un líder que creyera realmente en la obligación democrática de que el Estado y la sociedad combatieran el terrorismo. Sin ese liderazgo, los ciudadanos tienden a creer que es más prudente la indiferencia o, incluso, la aceptación de las exigencias terroristas. Una de las mejores expresiones del significado del liderazgo de Uribe es su conocida frase «Soy el primer soldado de Colombia» que resume la sustancia moral que ha sostenido en sus mandatos la lucha antiterrorista. Pero también la que explica el enorme éxito de Colombia en tal lucha durante la última década. Como le dijo José Obdulio Gaviria a Miguel Ángel Bastenier en un reportaje de este periodista español y colombiano de adopción sobre Uribe y Colombia, «El presidente ha devuelto al Ejército una voluntad de lucha que había perdido»[98].

El propio José Obdulio Gaviria describió poco tiempo después de la siguiente manera la actitud hacia el terrorismo de los líderes políticos anteriores:

Los políticos colombianos, entre 1994 y 2002, creyeron poder frenar la expansión de la criminalidad con un discurso apaciguador y derrotista. Eso constituyó el peor desgaste moral y un arrasamiento de la juventud y de la dirigencia del país. En Colombia nadie quería conducir la lucha por la recuperación del monopolio estatal de la fuerza. Tanto que el Gobierno (un ser concreto: el presidente y los ministros, según dice la Constitución) quería echarle encima las responsabilidades, como una papa caliente, a un ente abstracto: el Estado, es decir, a nadie en concreto. La dirección de la Fuerza Pública quedaba expósita, vacante. Los Presidentes se peleaban la conducción personal del proceso de paz; pero ¿conducir a la Fuerza Pública en la tarea de brindar seguridad? ¡Ni de vainas! Y si desde la casa presidencial no se conduce la tarea de máxima prioridad político-administrativa (la seguridad), desde ninguna otra parte se hará[99].

Una vez más, las palabras anteriores son también aplicables a otros contextos de lucha antiterrorista y perfectamente adecuadas para describir los diferentes procesos de negociación con los terroristas de los políticos españoles, antes y después de Aznar. Con la diferencia, en el caso colombiano, de que, después de Uribe, el líder político es José Manuel Santos, ministro de Defensa con Uribe y uno de los protagonistas de la lucha antiterrorista en los Gobiernos de Uribe, mientras que, en España, a Aznar lo siguió José Luís Rodríguez Zapatero, firme defensor de lo que él llamaba «proceso de paz» con los terroristas.

El resultado de ese liderazgo es un descenso enorme de la actividad terrorista en Colombia tanto en número de atentados como en miembros de los diferentes grupos terroristas, además de un cambio significativo de las actitudes sociales. Consecuencia del liderazgo de Uribe fue la movilización mundial impulsada desde Colombia en febrero de 2008 bajo el lema «No más FARC». 130 ciudades del mundo acogieron manifestaciones contra las FARC a partir del impulso de un joven ingeniero colombiano que había comenzado a hacer la llamada a la movilización desde Internet. Después de varias décadas de crímenes salvajes, el mundo era capaz de vislumbrar la verdad colombiana, la verdad de que los tolerados y hasta admirados terroristas eran, son, unos criminales, y que todo lo que habían defendido los idiotas útiles de la izquierda y unos cuantos de la derecha era una terrible mentira.