¿Cuáles son las alternativas para el futuro?
—¿El futuro es de los intelectuales específicos, según la definición de Michel Foucault?
—En la década de 1970, cuando interviene en las cárceles, Foucault empieza a hablar del intelectual «específico», no en textos teóricos, sino en artículos y entrevistas[61]. Sin forzosamente oponerse a la perspectiva de Sartre, considera necesario superarla. El intelectual que nació con el caso Dreyfus, que tuvo su apogeo en la época de la Guerra Civil Española, la Resistencia y la Guerra de Argelia, esta figura que Sartre encarnó durante la posguerra, es el correlato en el siglo XX de un ideal universalista que se remonta al Iluminismo. Sin embargo, Foucault critica el humanismo, el universalismo y, en un momento de su itinerario filosófico, postula la muerte del sujeto. Así, en oposición al intelectual «universal», define al intelectual «específico»: un científico, un investigador que interviene en la polis no en nombre de grandes valores que lo trascienden, sino utilizando su saber. Esto constituye una nueva manera de tomar posición en una sociedad cuyo análisis se vuelve cada vez más complejo. El sociólogo Zygmunt Bauman fue más lejos y distinguió entre el legislador, el intelectual universal que contempla un horizonte ético-político desde el cual se puede pensar la sociedad, una figura que hoy está en decadencia, y el intérprete, que puede conectar los segmentos de una sociedad compleja y atomizada —una sociedad «líquida», como señaló en otra ocasión[62]—.
—¿El intelectual específico es el experto que interviene hoy en día en los medios?
—No, en realidad no, ya que el intelectual específico de que habla Foucault ejerce una función crítica de la que carece por completo el «experto» actual. Pero entre su nacimiento, hace ya casi cuarenta años, y aquello que se debate actualmente, la noción de intelectual específico debe ser problematizada. Por supuesto, hay que tener en cuenta un cambio histórico. Por un lado, en la era de la universidad de masas, el científico se convirtió en un actor social más. Por otro lado, los saberes sobre el mundo y la sociedad se especializaron y diversificaron de modo que nadie puede realizar un juicio sensato acerca de todo… Hoy sería muy difícil tomar una posición al estilo de Diderot o Voltaire. Desde ese punto de vista, el intelectual específico es resultado de esta mutación histórica. Al mismo tiempo, la expertise [pericia] es un medio efectivo para matar el pensamiento crítico. Ante cada elección, los estudios televisivos se ven invadidos por politólogos que comentan los sondeos mediante gráficos, explican las variaciones en porcentaje y los cambios de tendencia (de un partido a otro) en la segunda vuelta electoral, y así nos develan los arcanos de la vida política. Sin embargo, esta apariencia de neutralidad analítica, puramente técnica y calculadora, es en realidad aparente; busca neutralizar la reflexión crítica y naturalizar el orden político. Se lo puede descifrar pero lo que no se puede es impugnarlo. El papel del experto no consiste en cuestionar el carácter democrático de la Quinta República francesa o del sistema electoral italiano, sino en explicarnos cómo evolucionan las fuerzas en pugna y cuántas probabilidades tienen los distintos candidatos de acceder al poder dentro del marco de sus instituciones.
Por otro lado, el experto tiende a convertirse en un técnico de gobierno. Dicho de otra manera, corre el riesgo de volverse un intelectual orgánico de las clases dominantes… Mario Monti encarna la dominación transformada en pura gestión técnica: rector de la universidad Bocconi de Milán entre 1994 y 1996, en 2011 llegó a ser primer ministro y tuvo a su cargo la cartera de Economía. Conformó su Gabinete con «expertos» y «técnicos» que no pertenecían a partido político alguno. Según explicó, sus políticas de austeridad son superpartes. No las inspiraba la ideología ni el interés partidario, ya que derivan de la expertise y son formuladas merced a competencias indiscutibles. Criticarlas sería prueba de sectarismo. Estos son los nuevos «reyes filósofos» de la era postotalitaria y posideológica. Por todo esto, no me gusta demasiado el concepto de intelectual específico.
—¿Pero el intelectual específico definido por Foucault no puede criticar el poder establecido?
—Si el poder —como lo pensaba Foucault— es extenso y capilar, diluido en una multitud de dispositivos organizados de manera horizontal y compleja —la «microfísica del poder»— y ya no existe en forma de soberanía, entonces la figura del intelectual universal, que dice la verdad contra el poder, es una figura obsoleta y anacrónica. Es posible, entonces, movilizarse en un sector específico —por ejemplo, contra las cárceles—, pero en esta lógica la crítica al poder, siempre considerado como un poder total, monolítico, ya no tiene sentido.
Foucault tuvo una intuición extraordinaria al teorizar respecto del biopoder, esta tendencia contemporánea de los gobiernos a disciplinar nuestras vidas y ejercer control sobre nuestros cuerpos, protegiéndolos como un pastor a su rebaño o eliminándolos como un cirujano extirpa un cáncer. Pero creo que se equivocaba al considerar el biopoder como algo que reemplazaría al poder soberano, tanto en el sentido de Schmitt (decidir sobre el estado de excepción) como en el de Marx o Weber (el monopolio de la violencia por parte del Estado). Sin embargo, la historia del siglo XX es la del despliegue del poder soberano, libre de ataduras. No pienso solo en las guerras totales, los campos de exterminio o la bomba atómica. Pienso también en las guerras en Irak, con las cuales los Estados Unidos buscaron establecer por la fuerza un nuevo orden internacional. Pese a todo, este poder soberano siempre fue criticado por el intelectual universal, no por el intelectual específico. Los dilemas éticos que en agosto de 1945 atormentaron a muchos de los científicos reunidos en Los Álamos para fabricar la bomba atómica demuestran precisamente que, en última instancia, el estatuto científico no exime de plantearse cuestionamientos de tipo universal. El intelectual universal había aventajado al intelectual específico.
—Volvamos a los expertos: estos tendrían que ver, dice usted, con los saberes «sectoriales», especializados…
—La tendencia a la especialización de los saberes es evidente en la universidad, donde incide en las contrataciones, en la organización de los departamentos y los laboratorios de investigación. La universidad practica cada vez menos la interdisciplina, incluso si, paradójicamente, todos los expertos ministeriales no dejan de repetir esa palabra. Eso genera idiomas herméticos que son incomprensibles para los no especialistas, idiomas que suelen ser inconducentes. En lugar de acompañar esta tendencia, el intelectual, forzosamente «específico», debería preservar una autonomía crítica y una perspectiva universalista.
—¿Pero por qué el experto quedaría automáticamente subsumido a un gobierno o al grupo dominante?
—No, eso no es lo que quiero decir. Habría que distinguir, sin dudas, entre el especialista y el «experto», que está integrado dentro de un dispositivo gubernamental. La especialización de los saberes es inevitable en las sociedades complejas y de ningún modo descalifico a los científicos que la encarnan; más bien los admiro: su papel es fundamental. No podemos criticar una política energética fundada sobre la energía nuclear sin tomar como base los trabajos de especialistas que saben cómo funciona una central, que nos explican cuáles son los riesgos de un accidente y qué consecuencias tendría sobre la población de una ciudad, región o continente. Los movimientos ecologistas lo comprendieron hace mucho. Lo que me alarma no es la especialización de los saberes y el nacimiento del intelectual específico, que es su consecuencia; me preocupa, más bien, su oposición con el intelectual universal, ya que esto implica, en la mayoría de los casos, una práctica de la expertise que excluye la crítica. El «experto» está en ese caso al servicio de quienes toman decisiones. Veamos lo que ocurre con la crisis económica mundial. ¡La gran mayoría de los economistas que nos la explican pertenecen a fundaciones solventadas por los bancos y las instituciones financieras que la causaron! Se los presenta como especialistas y los medios nos enumeran sus títulos académicos; pero ellos mejoran considerablemente sus ingresos al sentarse en las juntas de directorio de bancos y empresas. Así se cierra el círculo: el especialista se convierte en experto, se integra en el mundo de la economía y las finanzas, asesora a partidos y gobiernos, y luego se interviene en los medios para analizar la crisis económica que no había avizorado. Estas prácticas son la perfecta antítesis del pensamiento crítico. El experto jamás será siquiera rozado por la idea de cuestionar el capitalismo o de develar su naturaleza. Su papel consiste en explicar cómo salvar los bancos o reducir la deuda dentro del sistema dominante. Esta situación fue denunciada enérgicamente en Francia por la asociación de «economistas aterrados», y eso motiva que los veamos tan poco en la televisión, a pesar de que la calidad de sus investigaciones es mundialmente reconocida. Actúan como intelectuales específicos que movilizan su saber para ejercer una función crítica con alcance universal. Gérard Noiriel tiene razón cuando advierte que hay que cuestionar la oposición universal/específica[63].
—¿Qué opina de la posición de Gérard Noiriel, que teorizó acerca de la situación de los intelectuales e incluso mostró las ambigüedades del concepto de intelectual específico postulado por Foucault?
—Gérard Noiriel es un historiador talentoso y, según creo, un intelectual en el sentido más noble del término, ese que yo señalaba al comenzar nuestra charla. En 2005, fundó junto con otros el CVUH [Comité de Vigilance face aux Usages publics de l’Histoire, Comité de Vigilancia sobre el Uso Público de la Historia], que tomaba como modelo el Comité de Vigilancia de los Intelectuales Antifascistas de 1934. El CVUH alzó su voz crítica en el debate sobre la ley que defendía el «papel positivo» de la colonización[64], o cuando el presidente Nicolas Sarkozy creó un Ministerio de la Inmigración y de la Identidad Nacional. Sus iniciativas fueron útiles, necesarias, y había que apoyarlas. Pero, al hacerse permanente, un organismo de ese tipo puede parecer una instancia inquisitorial que dicta sentencias, en nombre no del poder sino del saber. Es una vieja tentación muy arraigada en la cultura francesa, desde Durkheim hasta Bourdieu: querer tomar posición en el debate público en nombre de la ciencia.
Esta tentación se presentó también en la campaña contra las leyes de la memoria[65], lanzada en 2005 por un grupo de eminentes historiadores franceses, que llevaba por nombre «Libertad para la Historia». Fui uno de los firmantes de este petitorio que me parecía útil, dadas las circunstancias de la época, pero no puedo dejar de advertir un reflejo conservador en muchos de quienes también firmaron. Ellos creen que todos los equívocos respecto de las leyes de la memoria derivarían del lamentable hecho de que la historia fue sustraída a los historiadores, sus legítimos propietarios. Llevada al extremo, esta perspectiva equivaldría a sostener que únicamente los economistas pueden pronunciarse acerca de la crisis económica y solo los físicos acerca de la energía nuclear. Pese a todo, la crisis económica arrecia en Europa entera y la catástrofe de Fukushima golpea a todos los japoneses. De manera similar, la historia no pertenece a quienes se ocupan de escribirla: le pertenece a todo el mundo.
—Esto nos lleva a la articulación entre un saber específico y su pretensión de universalidad. ¿Podría dar algunos ejemplos?
—En Alemania, en 1986, la «disputa de los historiadores» (Historikerstreit) sacudió profundamente el país al poner en cuestión el pasado de manera radical. Y bien, el aporte fundamental para integrar los crímenes del nazismo al núcleo de la conciencia histórica alemana no provino de un historiador sino de un filósofo: Jürgen Habermas[66]. Durante esta polémica, muchos investigadores no le reconocían derecho alguno a expresarse, arguyendo que no era historiador y que nunca había pisado un archivo. Una nueva generación de historiadores siguió esa misma línea polémica provocada por un filósofo y trabajó en profundidad el pasado nazi, valiéndose de múltiples fuentes y desempolvando viejos archivos cuya existencia nadie siquiera sospechaba.
Tal como decía Sartre, lo que convierte a Robert Oppenheimer en un intelectual no es que haya fabricado la bomba atómica sino el hecho de haberse pronunciado contra la carrera armamentista. Un físico se vuelve un intelectual cuando toma posición en el espacio público respecto de una cuestión social. El pacifismo de Albert Einstein durante la década de 1920 no se derivaba de sus conocimientos científicos. En fin, entiendo la necesidad de redefinir el papel del intelectual a partir de las mutaciones históricas de nuestras sociedades, pero no estoy de acuerdo con decretar el fin del intelectual crítico, que supuestamente ya no tendría papel alguno que desempeñar… El intelectual del presente, que a menudo no es un escritor sino más bien un investigador, debe ser crítico y específico a la vez. La dominación, la opresión, la injusticia no han desaparecido. No podríamos vivir en este mundo si nadie las denunciara.
—Los estudios culturales estadounidenses engendraron movimientos de defensa de las identidades de los «dominados». ¿Hay un nuevo intelectual en esta área?
—La «provincialización» de Europa, en el plano económico y geopolítico, ocurre entre las dos guerras. La primera marca el desplazamiento del eje del mundo de Europa a los Estados Unidos. La segunda divide Europa, que se convierte en un lugar de confrontación entre las grandes potencias en un mundo bipolar. Actualmente asistimos a un nuevo desplazamiento, de orden cultural. En la década de 1930, los Estados Unidos aprovecharon la emigración masiva de los científicos europeos perseguidos por el nazismo. Ahora contratan sobre todo asiáticos, latinoamericanos y muchos africanos. En los departamentos de historia de las universidades estadounidenses, se reduce el espacio otorgado a Europa mientras se expande sin cesar el de Asia y Latinoamérica. Vivimos en un mundo en que la cultura y el imaginario se moldean principalmente fuera de Europa. Durante la década de 1960, todavía podía crearse en Europa una música popular que tuviera influencia en todo el mundo, con los Beatles y los Rolling Stones. Ahora esto sucede con mucho menos frecuencia. Por lo tanto, es inevitable que también se ponga en discusión el eurocentrismo en el plano cultural.
Sin embargo, la política de la identidad (identity politics) surgió de las luchas de los grupos dominados y subalternos —los afroamericanos, las mujeres, los homosexuales— que se sumaron a una crisis mayor de la identidad estadounidense tradicional, provocada por la Guerra de Vietnam. Más tarde, con la crisis del marxismo y el final del socialismo real, la noción de identidad comenzó a reemplazar a la de clase en las ciencias humanas y sociales.
En Francia, la Guerra de Argelia fue un trauma, y causó que quedase latente, reprimida, la cuestión colonial durante más de treinta años; luego vimos un «retorno de lo reprimido» más bien conflictivo. De pronto, la cuestión colonial regresó con fuerza, y se entrelazó con la «provincialización» de Europa. La imagen de la nación asimiladora —el modelo al cual deben asimilarse los aspirantes a la ciudadanía— es cada vez menos aceptada por parte de los inmigrantes, y ya no resulta conveniente para las naciones que los reciben. De ahí que el Ministerio de la Inmigración y la Identidad Nacional inventado por Sarkozy, que no era otra cosa que la versión paroxística de ese modelo, haya generado un rechazo tan rotundo. De hecho, esa concepción es una herencia de la Francia colonial y de su «misión civilizadora». En los Estados Unidos, el poscolonialismo fue el espejo, en las ciencias sociales, de una mutación del país, cada vez menos wasp (blanco, anglosajón y protestante), y cada vez más asiático, negro y latino. En Francia, expresa el surgimiento de las minorías nacidas de la inmigración poscolonial y adopta la forma de una nueva impugnación del relato nacional republicano. En distintas formas, se plantea la misma pregunta en Europa entera, a veces dramáticamente, en primer término con países como Italia, que pocas décadas dejaron de ser punto de partida de migrantes para convertirse en punto de llegada. Bajo estas condiciones, preservar un código de nacionalidad basado exclusivamente sobre el ius sanguinis [derecho de sangre] antes que sobre el ius soli [derecho del suelo] es una completa aberración. El poscolonialismo constituye un desafío para repensar y modificar el principio de ciudadanía, ya que suscita una saludable reflexión acerca de su sustrato antropológico y cultural.
—La crítica del colonialismo ya estaba presente en el siglo XX: por ejemplo, en el «Manifiesto de los 121» por el derecho a la insubordinación durante la Guerra de Argelia, o también en el prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. ¿Qué cambió con la crítica poscolonial?
—Se suele señalar que los estudios poscoloniales nacen con la publicación del libro de Edward Said, Orientalismo (1978), cuyo subtítulo original es Western Conceptions of the Orient [Concepciones occidentales acerca de Oriente].[67] Este libro sitúa en el centro del debate la crítica del eurocentrismo y nos da una clave para deconstruir el pensamiento occidental. Para Said, toda la cultura de Europa se forjó en una confrontación con la alteridad colonial. Y Said deduce que no hay Europa sin un mundo exterior percibido como un espacio que someter, objeto de un conocimiento que persigue su apropiación y dominación. También llega a la conclusión de que la alteridad colonial es la clave para comprender el proceso de formación de las identidades nacionales europeas: la construcción de un modelo europeo de ciudadanía (el Estado-nación) supone el estatus inferior de los colonizados. No hay ciudadano sin indígena. La ciudadanía se piensa como una prerrogativa del hombre europeo: un estatus jurídico y político que deriva de un dato antropológico.
Sin embargo, Said siempre inscribió su crítica del orientalismo en cierta tradición intelectual a la cual también pertenecen Adorno y Sartre[68]. Para él, el intelectual es quien dice la verdad, en especial cuando incomoda, cuando fastidia, y quien se pone del lado de los débiles. A fin de cuentas, su compromiso se explica por esta postura que, en su caso, se funda sobre su origen palestino y su condición de exiliado. Esto demuestra que el pensamiento poscolonial no cuestiona la figura del intelectual crítico. En todo caso, debería llevarnos a resituarla, en un paisaje cultural mundial que no es el mismo que conoció Sartre.
Por supuesto, la crítica del colonialismo fue un momento decisivo tanto en la historia de los intelectuales en Francia como para la génesis del poscolonialismo. Sus matrices son múltiples: junto con Antonio Gramsci y el marxismo de la India, figuran Frantz Fanon y Aimé Césaire, y también buena parte de la French Theory, de Michel Foucault a Jacques Derrida.
—¿Pero acaso la crítica poscolonial propone alguna alternativa al orden mundial actual?
—La crítica poscolonial suele quedar relegada a la universidad, pero habría que diferenciar con más detalle la situación específica de cada país. No es cuestión de una corriente organizada ni de una escuela. El término «poscolonialismo» tiene un doble alcance: designa tanto la cultura que surgió luego de la descolonización, creada por intelectuales originarios de aquello que fue el mundo colonial, como la crítica de la cultura occidental, reinterpretada a través del prisma colonial. Intelectuales francófonos como Édouard Glissant, Patrick Chamoiseau, Françoise Verges o Achille Mbembe se encuadran aquí naturalmente… Sin embargo, es necesario observar que la influencia de este movimiento sigue siendo limitada. Interviene en el contexto actual y su influencia política no tiene punto de comparación con la que tuvieron el anticolonialismo y el antiimperialismo de las décadas de 1950 y 1960, esgrimidos por las revoluciones en China, Vietnam, Cuba, Argelia. Un amplio movimiento histórico transformaba entonces a los colonizados en sujetos políticos, en actores de la historia. Actualmente la crítica poscolonial no se vincula con movimientos políticos de semejante importancia… Algunos críticos la consideran, con cierto desprecio, «un carnaval académico»[69]. Expresar un juicio tan perentorio me parece, además de injusto, un poco imprudente. Hay una generación de científicos que teme verse desplazada por los estudios poscoloniales y reacciona con un reflejo conservador. Por ejemplo, critica duramente la investigación de la historia cultural que habría sido inimaginable en la época en que ellos comenzaban sus carreras. Con todo, esta actitud me parece bastante estéril.
En Francia, el poscolonialismo tuvo un desarrollo considerable luego de la revuelta de los suburbios de 2005 y se vinculó con movimientos asociativos y culturales fuera de la universidad. Este comienzo me parece prometedor.
—Pero en los países que usted menciona, las revoluciones e independencias dieron lugar a dictaduras militares, a menudo de tipo religioso, o a regímenes basados solo sobre la especulación financiera, en que el pensamiento poscolonial no tiene incidencia alguna…
—Paradójicamente, el pensamiento poscolonial es inhallable en los países que fueron el centro principal de las revoluciones anticoloniales: no está presente en China, ni en Vietnam, tampoco en Cuba o Argelia. La India constituye un caso aparte: fue uno de sus focos, pero es una democracia. La mayoría de los africanos que participan en el movimiento poscolonial debe irse de África para hacerlo.
—Pasemos a la cuestión de los cambios tecnológicos: ¿la microinformática e internet modificaron más profundamente aún las formas del debate público, cuyo antiguo modelo ya estaba obsoleto?
—La llegada de internet tuvo consecuencias muy significativas, especialmente en lo que atañe al modo de circulación de las ideas. Un artículo escrito para una revista puede multiplicar sus lectores con la publicación en línea, ya que muchos sitios pueden reproducirlo en función del tema, a veces en varios países y en distintos idiomas, incluso sin que el autor se entere. Es un fenómeno bastante frecuente. Este proceso se explica por lo que Hartmut Rosa llama la «aceleración», típica de nuestro régimen de temporalidad[70]. Los modos y la velocidad de las comunicaciones se transformaron. Antes los intercambios epistolares requerían bastante tiempo. Hoy, con los e-mails, se realizan en tiempo real. Con una tablet, uno puede estar en medio de la nada y acceder a la literatura del mundo entero o consultar en forma gratuita centenares de miles de artículos y libros. En muchos países, el lector puede acceder libremente a los fondos clásicos de las bibliotecas nacionales, como sucede en Francia con el material de la colección antigua de la BNF. Todo esto es extraordinario. Sin embargo, esta aceleración afecta el pensamiento, que no surge de inmediato sino que requiere reflexión. Ahora visitamos museos y exposiciones para contemplar y leer las cartas de los autores de los siglos XIX y XX. El aura que ellas emanan nos devuelve un poco el sabor de un tiempo ido. Acostumbrados al notebook, nos preguntamos incluso cómo podían escribir a mano, ya que esas correspondencias son vestigios arqueológicos. Ahora solo tenemos derecho a un desalentador intercambio de correos electrónicos entre Bernard-Henri Lévy y Michel Houellebecq.
—¿Se puede considerar que internet es portadora de una nueva utopía?
—Una nueva utopía ciertamente no. Hay que evitar los extremos simétricos: la idealización y la demonización. En un famoso ensayo, Walter Benjamin puso de manifiesto el doble carácter del arte moderno «en la época de su reproductibilidad técnica»: por un lado, perdió su aura; por otro, es concebido para un público masivo. Por su funcionamiento técnico, internet es indudablemente una herramienta poderosa para la democratización de la cultura. Puede hacer circular ideas subversivas y movilizar a la sociedad civil, como lo demostraron las revoluciones árabes. Pero también puede diseminar mentiras, mitos e ideas nefastas a una escala masiva. Además, amplifica una tendencia típica de nuestra civilización: el individualismo, la atomización de la sociedad y la pérdida de los lazos sociales. El modelo antropológico neoliberal que presupone individuos aislados, relativamente libres en sus movimientos pero en competencia unos con los otros, se adapta bien a las nuevas tecnologías. El capitalismo, que sustituyó la organización fordista del trabajo para así privilegiar una estructura de redes globalizadas, necesita las nuevas tecnologías de la comunicación. Desde esta perspectiva, Herbert Marcuse no se equivocaba al criticar, en El hombre unidimensional (1964), el mito de la neutralidad de la tecnología, ya que esta última tiende a desarrollarse según una lógica que le es propia y que la convierte en un dispositivo de dominación y alienación[71]. Una nueva utopía forzosamente deberá quebrar este mito tecnológico, pero también deberá tomar en consideración el fuerte grado de autonomía de los individuos en el mundo contemporáneo, en que la tecnología moldeó nuestra manera de ser. Comparto la idea de Philippe Corcuff: la liberación colectiva y el despliegue o la satisfacción personales no son contradictorios sino que deben pensarse en conjunto, conforme a una perspectiva cooperativa y no competitiva[72].
—¿Las nuevas utopías podrían surgir de los movimientos contraculturales, nacidos en la posguerra en oposición a la cultura de masas?
—Me parece que hoy en día la contracultura de las décadas de 1960 y 1970 desapareció a escala mundial, o sobrevive en formas muy limitadas. Los jóvenes que se instalan en el campo, por ejemplo en Tarnac, para crear una suerte de falansterios modernos y huir de la sociedad de mercado, crean una contracultura que desearía convertirse en un modelo. Es un fenómeno interesante pero marginal.
Además, la experiencia del pasado demuestra que la contracultura puede ser absorbida por el sistema de mercado. Muchos autores analizaron la extraordinaria capacidad del capitalismo para recuperar, integrar y neutralizar así los movimientos culturales que lo criticaban. El rock and roll fue un desafío violento para Los Estados Unidos autoritarios, conservadores y puritanos de la década de 1950, antes de convertirse en uno de los sectores más rentables de la industria cultural. «London Calling», la canción que en 1979 los Clash aullaban para incitar a la rebelión, en 2012 se transformó en el himno oficial de los Juegos Olímpicos de Londres, espectáculo planetario y gigantesca kermés comercial… En 1989, con los festejos del bicentenario, la Revolución Francesa se transformó en un espectáculo puro, montado por la industria cultural (y por un Estado que incorporó los códigos de esta última).
—¿Pero no quedan focos de pensamiento crítico, en el ámbito editorial, por ejemplo?
—En los últimos años, especialmente en Francia, surgieron varias editoriales independientes, que divulgan nuevos pensamientos críticos, sin fines comerciales. Por supuesto, les cuesta sostenerse pero se hicieron un lugar en el paisaje cultural. Esta escena alternativa, compuesta por pequeñas editoriales y una red de librerías, no puede ser ignorada. En Francia, es frecuente que un periódico de primera línea reseñe un libro publicado por Amsterdam, Lignes, La Fabrique o Les Prairies Ordinaires. Existen experiencias similares en Italia, donde sobrevive un diario como Il Manifesto; en Alemania, donde siempre ha existido una densa red de revistas alternativas y editoriales de la izquierda radical, y en Gran Bretaña, donde Verso tiene una historia y una dimensión muy respetable. Y el éxito de una revista radical como Jacobin en los Estados Unidos es alentador.
—¿Esto no prueba también que no todos «los periodistas» están sometidos al gran capital ni a las directivas de los dueños de los grandes grupos empresariales, y que tienen algún margen de maniobra para defender ciertas ideas?
—Por supuesto, hay periodistas excelentes, honestos y críticos. En la mayoría de los casos, la reificación del espacio público y la apropiación de los medios por parte de los grandes monopolios financieros se hacen contra los periodistas mismos. El éxito de un periódico independiente como Mediapart prueba que también puede haber una información libre y crítica.
—A la inversa, pocos intelectuales o personas surgidas de esta cultura alternativa acompañaron los movimientos sociales actuales. ¿Cómo se entiende esta desconexión entre los (pocos) intelectuales críticos y los movimientos sociales de la actualidad?
—Ese es un verdadero problema. La derrota histórica de 1989 hizo que los movimientos sociales actuales quedasen huérfanos. La paradoja de nuestra época es que está obsesionada con la memoria, mientras que sus movimientos contestatarios —los indignados, la «primavera árabe», Occupy Wall Street, etc.— no tienen ninguna… No pueden inscribirse en una continuidad con los movimientos revolucionarios del siglo XX.
—Estos movimientos están integrados principalmente por jóvenes, mientras que casi todos los intelectuales críticos tienen al menos sesenta años. ¿Debemos deducir que se libra una guerra entre generaciones, aunque no sea manifiesta?
—No hablaría de guerra entre generaciones. Por otro lado, los jóvenes intelectuales comprometidos son numerosos, aunque no tengan la misma visibilidad o reconocimiento que sus mayores. Los movimientos de estos últimos años están en busca de nuevas perspectivas pero no tienen una orientación política claramente definida. Aparecieron en distintos países —en España, en los Estados Unidos, en Inglaterra, en Italia, en los países árabes— pero en ninguno lograron generar estructuras políticas permanentes. Ese es el caso de Occupy Wall Street, un movimiento del cual se habló mucho pero que prácticamente desapareció durante la campaña presidencial de 2012.
—De todos modos, quedan algunos intelectuales críticos como Jacques Rancière o Alain Badiou. ¿Están en sintonía con los movimientos sociales de nuestra época?
—Rancière y Badiou son filósofos que critican la dominación contemporánea. Resultan muy interesantes pero no están en condiciones de ofrecer un proyecto a los nuevos movimientos sociales. Por lo demás, es justo señalar que no tienen semejante ambición ni se presentan como líderes. Rancière hizo un aporte fundamental para volver a pensar la democracia y la emancipación, en obras como La noche de los proletarios (1981) o El odio a la democracia (2005)[73]. Badiou, extraña figura de comunista platónico, seduce por la agudeza de su crítica, su estilo deslumbrante y la radicalidad de su pensamiento, pero sus referencias políticas son antiguas —la «Organisation Politique» (maoísta)— y algo desconcertantes. En la universidad, el pensamiento crítico tiene bastante vivacidad. Filósofos como Giorgio Agamben, Nancy Fraser, Toni Negri, Slavoj Žižek, historiadores como Perry Anderson, geógrafos como David Harvey, teóricos y sociólogos de la política como Michael Löwy, Sandro Mezzadra, Philippe Corcuff y tantos más… Por fuera de la academia, hay escritores y ensayistas como Tariq Ali, entre otros. Pero causa un poco de gracia cuando este microcosmos organiza en Londres un coloquio sobre la «actualidad del comunismo». En todo caso, los jóvenes no los reconocen como interlocutores. En los Estados Unidos, Judith Butler llena de jóvenes estudiantes los anfiteatros; pero esta gran influencia intelectual no tiene impacto político.
Se podría afirmar lo mismo a propósito de los estudios poscoloniales. Aparecieron auténticas «estrellas» en los campus estadounidenses, como los teóricos críticos de origen indio, Homi Bhabha o Gayatri Chakravorty Spivak. Pero para los jóvenes insurrectos de El Cairo y Túnez, Bhabha y Spivak no significan demasiado, o más bien nada. La ruptura entre intelectuales críticos y movimientos sociales sigue siendo considerable. Daniel Bensaïd, que fue un enlace irreemplazable tanto entre generaciones como entre intelectuales y militantes, consideraba totalmente decisiva esta cuestión cuando creó el SPRAT [Société Pour la Résistance à l’Air du Temps, Sociedad para la Resistencia ante los Tiempos que Corren], hoy Société Louise Michel, y la revista Contretemps.
—Es posible preguntarse si el fenómeno no es también estructural: los baby-boomers son muy numerosos y detentan los puestos clave de la cultura. Así, ¿cómo pueden los jóvenes inventarse otra utopía si no tienen oportunidad de expresarse, o quedan confinados en los márgenes?
—Claro, la situación de quienes hoy tienen veinte años no puede compararse con la de los baby-boomers de la década de 1960. Pero la parálisis de los movimientos contestatarios contemporáneos no es culpa de los baby-boomers. Se debe a la conjunción entre la derrota histórica de las revoluciones del siglo XX y la crisis también histórica del capitalismo, que deja sin futuro a toda una generación. Los más sensibles a las injusticias sociales son los jóvenes precarizados, que pasaron por la universidad y tuvieron acceso a la cultura. Las condiciones de una explosión social están dadas pero falta la mecha para encender la pólvora. Esperemos que en los próximos años alguien consiga encontrarla.
—¿Qué diferencias hay entre las «revoluciones árabes» y las revoluciones del pasado?
—Las revoluciones árabes son un proceso que todavía está en pleno desarrollo y es difícil predecir su resultado, ya que la atraviesan profundas contradicciones. Sin dudas, se trata de movimientos de gran magnitud que expresan tanto un deseo irreprimible de libertad como el sufrimiento de una generación golpeada por la exclusión social. En Túnez y Egipto derrocaron dictaduras, lo que no es poca cosa. Nadie lo vio venir. Pero, al mismo tiempo, estos movimientos no estaban en condiciones de proponer una alternativa, de ahí la victoria electoral de los sectores islámicos. En Libia y sobre todo en Siria, estos movimientos espontáneos hallaron obstáculos más poderosos y dieron lugar a guerras civiles que luego derivaron en enfrentamientos interétnicos; de esta manera se detuvo la dinámica que había comenzado a principios de 2011.
Un rasgo común de estos movimientos es que no se enmarcaban en ninguna organización hegemónica y que no poseían una orientación ideológica claramente definida. Las nuevas generaciones que los impulsan no tienen referentes políticos. No pueden volverse hacia el socialismo ni hacia el panarabismo, hoy desacreditados, ya que luchan contra regímenes que a menudo son herederos de esas formaciones, de Egipto a Libia. Tampoco se reconocen como parte del islamismo, aunque en el plano electoral este sacó provecho de sus revoluciones. Por último, están muy alejadas del tercermundismo y del anticolonialismo, pese a su hostilidad hacia los Estados Unidos e Israel, que consideran representante de los intereses del mundo occidental en Medio Oriente. En su falta de perspectivas, estas revoluciones son reflejo de este comienzo del siglo XXI, cuyo perfil apenas empieza a esbozarse.
—Pero la comparación también se plantea entre los siglos XX y XXI. En los albores del siglo XX, ¿el futuro no era igualmente incierto, en un mundo que padecía la catástrofe de la Gran Guerra, desorientado ante el desmoronamiento de la civilización?
—No, no creo que pueda compararse nuestra era con el comienzo del siglo XX, ni tampoco con el del siglo XIX. Este se inicia con la Revolución Francesa, que fue la matriz de la idea de progreso y del socialismo. El siglo XX se inaugura con la Gran Guerra; es decir, con el desmoronamiento del orden europeo. Pero la guerra engendra la Revolución Rusa y da luz al comunismo, una utopía armada que proyecta su sombra sobre todo el siglo. El comunismo tuvo sus momentos de gloria y de abyección, pero constituía una alternativa al capitalismo. El siglo XXI se abre con la caída del comunismo. Si la historia es una tensión dialéctica entre el pasado como «campo de experiencia» y el futuro como «horizonte de expectativas», según la fórmula de Reinhart Koselleck, hoy, en el comienzo del siglo XXI, el horizonte de expectativas parece haber desaparecido[74].
—¿Hubo otros períodos en los que no hayan existido horizontes de expectativas?
—Tal vez a principios de la Edad Media, luego de la caída del Imperio Romano. O también, como lo demostró Tzvetan Todorov, en el momento de la conquista de México, que alimentó las utopías de Occidente y provocó el eclipse de las civilizaciones precolombinas[75]. Pero estas transiciones se prolongaron en el tiempo, no fueron repentinas como lo fue el hito de 1989. La utopía surge a menudo con viejas vestiduras y se muestra sensible a la poesía del pasado, como escribió Marx, pero la situación actual, que algunos llaman «presentista», es diferente. Los movimientos contestatarios actuales oscilan entre Escila y Caribdis, entre el rechazo del pasado y la ausencia de futuro.
—¿Se puede afirmar que la era de la revolución como medio de cambiar el mundo desaparece en el siglo XXI?
—El mundo no puede vivir sin utopías, y va a inventarse nuevas. Lo que me parece seguro es que ya no se harán revoluciones en nombre del comunismo, al menos no del comunismo del siglo XX. Este último fue engendrado por una era de guerras, concibió la revolución según un paradigma militar, y esta época ya concluyó. Se puede formular la hipótesis de que las futuras revoluciones no serán comunistas, como lo fueron las del siglo XX, pero seguirán siendo anticapitalistas; se harán por los bienes comunes que hay que salvar de la reificación del mercado. Las revoluciones no se decretan, nacen de crisis sociales y políticas; tampoco son producto de alguna «ley» histórica o causalidad determinista. Se inventan, y su desenlace siempre es incierto. Hoy en día debemos asimilar la derrota de las revoluciones del pasado sin por eso plegarnos al orden del presente. No todas las revoluciones son alegres. En nuestra época, tendería más bien a pensarlas, a la manera de Daniel Bensaïd, como una «apuesta melancólica»[76].