A mi pobre primo le ha tocado la misma suerte que al famoso Scarron[3]. Como éste, mi primo ha perdido por completo el uso de sus pies a causa de una pertinaz enfermedad y precisa impelerse de la cama a un sillón cargado de cojines y del sillón a la cama con la ayuda de unas firmes muletas y del brazo vigoroso de un huraño inválido de guerra, que hace a su gusto de enfermero. Pero mi primo presenta aún otra similitud con aquel francés, un peculiar sentido del humor cuya forma se aparta de la vía habitual del ingenio francés, y que se verifica en la literatura francesa pese a la escasez de la producción de aquél. Como Scarron, mi primo escribe obras literarias; como Scarron, está dotado de un talante especulativo y practica a su manera una burla fantástica. Pero para mayor gloria del escritor alemán, ha de decirse que él nunca consideró necesario aliñar sus pequeños platos picantes con «asa fétida[4]» para estimular el paladar de sus lectores alemanes, que no la toleran bien. Le es suficiente con la noble especia que, a la vez que estimula, reconforta. A la gente le gusta leer lo que escribe; debe de ser bueno y divertido, yo no entiendo de eso. En cambio me deleitaba la conversación de mi primo y me parecía más agradable escucharlo que leerlo. Pero precisamente esta pasión irrefrenable por la literatura causó a mi primo una negra desgracia; la más grave enfermedad no sería capaz de detener el veloz giro de la rueda de la fantasía, que gira siempre en su interior generando más y más cosas nuevas. Así llegamos a que me narraba muchas historias amenas que él, a pesar de los múltiples dolores que sufría, inventaba. Pero el malvado demonio de la enfermedad había cortado el camino que tenía que seguir la idea para aparecer reflejada sobre el papel. Tan pronto como mi primo quería escribir algo, no sólo sus dedos le negaban el servicio, sino que la idea misma moría y se desvanecía. A causa de ello caía mi primo en la más negra de las melancolías. «¡Primo!», me dijo un día con un tono que me asustó, «¡Primo, ya no tengo remedio! Me parezco a aquel pintor transtornado por la demencia que se pasaba días enteros sentado delante de un lienzo enmarcado pintado de blanco y pregonaba a todos los que iban a verlo las diversas bellezas de la rica y espléndida pintura que acababa de terminar en ese mismo instante; —¡abandono la vida activa y creadora que, transformada en una forma externa, se escapa de mí para trabar amistad con el mundo exterior! —¡mi espíritu se retira a su celda!» Desde ese mismo instante mi primo no se ha dejado ver ni por mí, ni por ninguna otra persona. El viejo inválido huraño nos echa a la calle de forma gruñona y vociferante, como un perro guardián que mordiese.
Hay que decir que mi primo vive en una planta bastante alta en un cuarto pequeño y bajo. Esto es costumbre entre escritores y poetas. ¿Qué efecto provoca el techo bajo? Que la fantasía despegue y edifique una bóveda alta y alegre en el brillante cielo azul. Así es el estrecho cuarto del poeta, como aquel jardín cerrado entre cuatro paredes; un cuadrado de diez pies de lado, que en verdad no es ni ancho ni largo, pero que siempre tiene una hermosa altura. Pero además el alojamiento de mi primo se encuentra en la zona más bonita de la capital; es decir, en la gran plaza que está rodeada de magníficos edificios y en cuyo centro resplandece el edificio del teatro, colosal y genialmente ideado. Es en una casa que hace esquina donde reside mi primo, y desde la ventana de un pequeño gabinete domina con una mirada el panorama completo de la grandiosa plaza[5].
Fue precisamente en un día de mercado cuando yo bajaba por la calle desde la que se divisa a una gran distancia la ventana esquinera de mi primo abriéndome paso entre la multitud. Me extrañó no poco ver brillar la conocida boina roja que mi primo solía llevar en sus buenos tiempos. ¡Aún había más! Al acercarme me di cuenta de que mi primo llevaba puesta su espléndida bata de Varsovia y fumaba tabaco en la pipa turca de los domingos[6]. —Le hice señas con el pañuelo; conseguí atraer hacia mí su atención, me saludó amistosamente. ¡Qué esperanzas! —Con velocidad de rayo me apresuré a subir las escaleras. El inválido me abrió la puerta; su cara, antes tan arrugada y fruncida que parecía un guante mojado, la había suavizado realmente algún rayo de sol y ahora tenía un gesto aceptable. Dijo que el señor estaba sentado en la butaca y que podía hablar con él. La habitación estaba despejada y en el cabecero de la cama estaba fijada una orla de papel, en la que estaban escritas con grandes letras las siguientes palabras:
Et si male nunc, non olim sic erit[7].
Todo indicaba que él había recobrado la esperanza, que su fuerza vital había vuelto a despertar. —«¡Eh!», me llamó cuando entré en el gabinete «¡eh!, ¿vienes de una vez, primo?; ¿sabes que te he añorado realmente? Pues a pesar de que mis obras inmortales te importan un diablo te estimo, porque eres un espíritu despierto y que se divierte, aunque no seas exactamente divertido».

En el dibujo, Hoffmann se autorretrata fumando en pipa (parte derecha, encima del croquis de la ventana). Gendarmenmarkt: La nueva vivienda de Hoffmann y la vista hacia la plaza de los Gendarmes. Staatsbibliothek Bamberg.
Sentí que el cumplido de mi sincero primo me ruborizaba.
«Tú me crees», continuó mi primo sin atender a mi movimiento, «tú me crees ciertamente en plena mejoría, o quizá sanado de mi mal. De ninguna manera es así. Mis piernas se han convertido completamente en vasallos infieles que han renegado de la cabeza del soberano y no han querido hacer nada más de la parte útil sobrante de mi cadáver. Esto quiere decir que no me puedo mover del sitio y me arrastro en esta silla de ruedas de aquí para allá de forma garbosa, para lo que mi viejo inválido silba las marchas más melodiosas de sus años de guerra. Pero esta ventana es mi consuelo, aquí se ha abierto de nuevo ante mí la vida animada y me siento reconciliado con su imparable trajín. ¡Ven, primo, mira hacia fuera!»
Me senté enfrente de mi primo, en un pequeño taburete que cabía justo en el espacio de la ventana. La perspectiva era, en efecto, extraña y sorprendente. El mercado entero parecía una única masa de populacho tan densa que, si se lanzase una manzana sobre ella, sería increíble que llegase alguna vez al suelo. Los más variados colores resplandecían a la luz del sol, concretamente en manchas muy pequeñas; a mí me causaba la impresión de un gran macizo de tulipanes balanceándose a uno y otro lado movido por el viento, y tuve que admitir que la vista era verdaderamente agradable aunque cansada a la larga y acaso pudiera causar a personas excitadas un pequeño mareo parecido al nada desagradable delirio que precede al sueño[8]; en ese punto disfruté del placer que me ofrecía la ventana del primo y así se lo expresé con franqueza.
El primo entrelazó sus manos sobre la cabeza y comenzó entre nosotros la siguiente conversación.
El primo. ¡Primo, primo! Ahora me doy cuenta de que tampoco arde en ti la más mínima chispa de talento literario. Te falta la primera condición para ello, para seguir algún día las huellas de tu venerable primo cojo; a saber, un ojo que realmente sepa mirar. Para ti ese mercado no ofrece nada más que la vista de la desconcertante multitud moteada del populacho en su insignificante actividad. Ja, ja, amigo mío, ahí se desarrolla para mí el más variado escenario de la vida de la ciudad, y mi espíritu, cual esforzado Callot[9] o moderno Chodowiecki[10], traza un esbozo tras otro, con siluetas bastante impertinentes. ¡Arriba, primo! Quiero ver si soy capaz de enseñarte por lo menos los principios básicos del arte de mirar. Mira recto hacia la calle; aquí tienes mis gemelos, ¿ves bien a la persona vestida de forma algo extraña con la gran cesta de la compra en el brazo, que está ocupada en una profunda conversación con un brucero y que parece concertar ágilmente otros domestica[11] relativos a la alimentación?
Yo. Ya la tengo. Lleva en la cabeza a modo de turbante una tela chillona de color limón a la moda francesa y su cara, al igual que todo su ser, muestra claramente que es francesa. Seguramente una rezagada de la última guerra que ha hecho aquí su agosto[12].
El primo. No está mal aventurado. Yo apostaría que el marido obtiene unos hermosos ingresos gracias a algún ramo de la industria francesa, para que su mujer pueda llenar su cesta de la compra con cosas tan buenas y abundantes. Ahora entra de lleno en la multitud. Si puedes, primo, intenta seguir su marcha por los diferentes recodos sin perderla de vista; la tela amarilla te guía.
Yo. ¡Eh, cómo atraviesa la masa el ardiente punto amarillo! Ahora está ya cerca de la iglesia, ahora se va —¡oh, no!, la he perdido, no, allí al fondo vuelve a emerger—, allí donde las aves coge un ganso desplumado, lo toca con dedos expertos…
El primo. Bien, primo, fijar la mirada produce una visión nítida. Pero en vez de querer enseñarte un arte de forma aburrida, que no aprenderías nada, déjame mejor llamarte la atención sobre todo lo gracioso que se abre ante nuestros ojos. ¿Ves en aquella esquina esa mujer que, a pesar de que la aglomeración no es muy densa, se abre paso a codazos?
Yo. ¡Qué figura más estrafalaria! —un sombrero de seda, totalmente opuesto en su caprichoso amorfismo a cualquier moda, con unas plumas de colores que se balancean en el aire; un mantón corto de seda, cuyo color ha vuelto a la insignificancia original—, lleva encima un chal bastante bonito —el ribete del crespón del traje de algodón amarillo le llega hasta los tobillos, medias gris azuladas, botas de cordones— y, tras ella, una criada bien parecida con dos cestas de la compra, una red con pescados, un saco de harina. ¡Que Dios nos asista! Qué miradas tan iracundas lanza la persona de seda a su alrededor, con qué cólera irrumpe en la espesísima multitud —cómo ataca todo, verdura, fruta, carne, etcétera; todo lo escruta, todo lo palpa, por todo regatea y nada compra.
El primo. Llamo a esa persona, que no falta un solo día de mercado, el ama de casa rabiosa. Me parece que debe de ser la hija de un ciudadano rico, quizás de un jabonero acomodado, cuya mano con annexis[13] ha adquirido, no sin esfuerzos, un pequeño consejero. El cielo no la ha dotado ni de belleza ni de gracia, aunque es estimada por todos los vecinos por ser la muchacha más casera y económica, y, en efecto, es tan económica y economiza todos los días de la mañana a la noche de forma tan atroz que el pobre consejero las pasa canutas y desearía estar allí donde crece la pimienta[14]. Continuamente se describen a bombo y platillo todas las compras, los recados, el pequeño comercio y las múltiples necesidades de régimen doméstico, y así se asemeja la economía doméstica del consejero a una caja de música, en la que un mecanismo relojero toca eternamente una sinfonía magnífica que ha compuesto el mismo demonio; más o menos cada cuatro días de mercado viene acompañada de una nueva criada.
Sapienti sat[15]. ¿Te das cuenta? —pero no, no, aquel grupo que se forma en este instante, sería digno de ser inmortalizado por la cera de un Hogarth[16]. ¡Pero mira allí, primo, a la tercera puerta del teatro!
Yo. Un par de mujeres viejas sentadas en sillas bajas —todas sus baratijas están expuestas en un cesto mediano—; una de ellas tiene a la venta telas de colores, de las llamadas engañosas, pensadas para hacer efecto a ojos ingenuos; la otra se ocupa de un puesto de medias azules y grises, lana de labores, etcétera. Se inclinan la una hacia la otra, cuchichean al oído; una disfruta de una tacita de café; la otra, de tan embelesada como se la ve por el tema de conversación, parece olvidarse del licorcito que quería beber. ¡Un par de llamativas fisonomías, en efecto! ¡Qué sonrisa tan demoníaca! ¡Qué gesticulación con sus descarnados y huesudos brazos! Se inclinan la una hacia la otra —cuchichean al oído —una disfruta de una tacita de café; la otra parece olvidarse, tan embelesada parece por el tema de conversación, del licorcito que quería beber; ¡en efecto, un par de fisonomías llamativas! —¡Qué sonrisa tan demoníaca! —¡Qué gesticulación con sus brazos descarnados y huesudos!
El primo. Estas dos mujeres se sientan siempre juntas y, a pesar de que la diferencia de sus negocios impide la competencia y, por tanto, la envidia profesional, han intercambiado hasta hoy miradas hostiles y, si puedo fiarme de mi habilidad como fisonomista, se han lanzado palabras escarnecedoras. Oh, mira, mira, primo, a cada momento que pasa se convierten más y más en uña y carne. La vendedora de telas comparte una tacita de café con la comerciante de medias. ¿Qué significa esto? ¡Ya lo sé! Hace pocos minutos se acercó una muchacha joven, de como mucho dieciséis años, hermosa como el día, en cuya conducta y apariencia general se apreciaban unos buenos modales y una pobreza vergonzosa, y fue atraída hacia el cesto por las mercancías engañosas. Sus sentidos estaban dirigidos a una tela blanca con ribetes coloreados que posiblemente necesitaba con urgencia. Regateó por ella, la vieja usó todas las artes de la zorrería mercantil al extender la tela y dejar resplandecer al sol los vivos colores. Cerraron el trato. Pero al desenvolver del extremo del pañuelo sus pequeños ahorros, no le alcanzaban las monedas para semejante desembolso. La muchacha se alejó tan rápidamente como pudo con las mejillas ardiendo y con lágrimas transparentes en los ojos; mientras que la vieja, riéndose burlona, dobló la tela y la arrojó de nuevo al cesto. Ha debido de haber ahí palabras corteses. Pero ahora el otro satán conoce a la pequeña y sabe, para regocijo del alma de la tendera frustrada, narrar la triste historia de su familia como si fuera una escandalosa crónica de dejadez e incluso de crimen. Una calumnia vulgar y grande como un puño ha merecido, ciertamente, esa taza de café como premio.
Yo. De todo lo que tú entresacas de ahí, querido primo, puede que no sea cierta ni una palabra, pero al mirar a las mujeres me parece todo tan plausible gracias a tu viva representación que he de creer en ello, quiera o no.
El primo. Antes de que nos alejemos de la pared del teatro vamos a echar una mirada a la mujer gorda y campechana con mejillas desbordantes de salud que está sentada con calma y resignación estoicas en una silla de rejilla, con las manos ocultas bajo el mandil blanco, y que ha extendido ante sí sobre trapos blancos un montón de trastos, cucharas, cuchillos y tenedores bruñidos, loza, platos de porcelana y soperas pasadas de moda, tazas de té, cafeteras, medias y qué sé yo qué más, de forma tal que sus existencias, seguramente reunidas en pequeñas subastas, constituyen un verdadero orbis pictus[17]. Sin torcer el gesto especialmente, escucha la puja del regateador, sin preocuparse de si va a resultar algo o no del trato; adjudica el producto, saca una mano de debajo del mandil sólo para recibir el dinero del comprador, a quien deja recoger la mercancía adquirida. Es una comerciante tranquila y juiciosa que va a prosperar. Hace cuatro semanas todos sus trastos consistían en aproximadamente media docena de medias finas de algodón y la misma cantidad de copas. Su negocio aumenta cada día de mercado y que no traiga una silla mejor y siga guardando las manos como antes bajo el mandil, indica que posee serenidad de espíritu y que no se deja llevar por el éxito al orgullo y la arrogancia. ¡Pero se me ha ocurrido de repente una idea burlesca! Me imagino en este momento a un pequeño diablillo que disfrute del mal ajeno y que, igual que en aquel dibujo de Hogarth se arrastraba bajo la silla de la beata, repte aquí bajo el asiento de la tendera, envidioso de su suerte y sierre a traición la pata de la banqueta. ¡Plum! Se cae sobre su cristal y su porcelana y se acabó todo el negocio. Esto sería una bancarrota en el sentido más literal de la palabra.

Gobbi: Jorobado con flauta. Nancy, Musée Lorrain, en: Jacques Callot, vol. 2, Rogner & Bernhard, Munich, 1971.
Yo. Realmente, querido primo, me has enseñado ahora a mirar mejor. Mientras dejaba vagar mis ojos sobre el abigarrado y balanceante hervidero del populacho, me han llamado la atención muchachas jóvenes que, acompañadas por cocineras dignamente vestidas que llevan las amplias y relucientes cestas de la compra en los brazos, recorren el mercado y regatean por las provisiones que en él se ofrecen. La decente vestimenta de las muchachas y toda su dignidad no dejan lugar a dudas de que pertenecen cuanto menos a la distinguida clase burguesa. ¿Cómo es que vienen al mercado?
El primo. Fácil de explicar. Desde hace unos pocos años se ha extendido la costumbre de que incluso las hijas de los altos cargos del Estado sean enviadas al mercado para aprender en la práctica la parte de la economía doméstica concerniente a la compra de alimentos.
Yo. En efecto, una loable costumbre, que pronto ha de llevar el interés práctico a la mentalidad del hogar.
El primo. ¿Eso opinas tú, primo? Yo, por mi parte, creo lo contrario. ¿Qué otros fines puede tener hacer la compra personalmente que convencerse de la calidad de la mercancía y de los precios reales de mercado? Las cualidades, la apariencia, las características de una buena verdura, de una buena carne, etcétera, que el ama de casa novel puede aprender a reconocer de otra forma con facilidad, y el pequeño ahorro del así llamado pfennig[18] del redondeo, que nunca se da, ya que la cocinera acompañante se entiende en inconcebible secreto con la vendedora, no compensan los inconvenientes a los que puede conducir fácilmente la visita al mercado. Jamás expondría por unos pocos pfennigs a mi hija al peligro de internarse en el misérrimo círculo del populacho, a oír una obscenidad, o a tener que tragarse cualquier palabra licenciosa de una mujer o un tipo brutales. —Y aparte de esto, todo lo que atañe a ciertas especulaciones de jóvenes, con guerreras azules a caballo o con levitas amarillas con cuellos negros a pie, suspirantes de amor[19], así está el mercado. —¡Pero mira, mira, primo! ¿Qué te parece la muchacha que aparece en este momento al lado de la bomba, acompañada de una cocinera entrada en años? ¡Coge mis gemelos, coge mis gemelos, primo!
Yo. ¡Ah!, qué criatura, la gracia, la amabilidad personificada, aunque baja los ojos de forma avergonzada; cada paso suyo es temeroso, vacilante; se comporta de forma tímida con la acompañante que le abre camino entre el gentío atacando con fuerza; —las sigo— allí está la cocinera parada de pie, quieta ante las cestas de verdura, regatea, llama a la pequeña que, con la cara medio vuelta, saca dinero muy rápidamente del bolsito y se lo da, contenta de poder marcharse —gracias al chal rojo no las puedo perder—; parece que buscan algo fútilmente, al fin se entretienen allí con una mujer que ofrece buena verdura en unos delicados cestos: un cesto con las más hermosas coliflores atrae toda la atención de la encantadora pequeña, la muchacha incluso escoge una y se la deja a la cocinera en la cesta —¡cómo, la desvergonzada!—, sin más saca la coliflor de la cesta, la vuelve a dejar en el cesto de la vendedora y escoge otra, al tiempo que una furiosa sacudida de su cabeza hace notar que está abrumando con reproches a la pequeña, quien por vez primera quería actuar por propia iniciativa.
El primo. ¿Cómo te imaginas los sentimientos de esa muchacha a la que se quiere forzar a una vida casera, totalmente opuesta a su delicado espíritu? Conozco a la encantadora pequeña; es la hija de un importante consejero de finanzas, un ser natural, alejado de toda afectación, inspirado por un verdadero espíritu femenino, y dotado de un entendimiento que siempre acierta y de un tacto fino, inherente a las mujeres de esa clase. —¡Jo, jo, primo! A esto llamo yo un encuentro afortunado. Aquí a la vuelta de la esquina viene lo contrario de esta imagen. ¿Qué te parece la muchacha, primo?
Yo. ¡Eh, qué figura más linda y fina! Joven, ligera de pies, encarando al mundo con una mirada audaz y despreocupada —permanente brillo del sol en el cielo, permanente música alegre en los aires—, de qué forma tan atrevida, tan despreocupada penetra en la espesa aglomeración —la sirvienta que la sigue con la cesta de la compra no parece ser mayor que ella y entre ambas parece reinar una cierta cordialidad. La damisela viste prendas muy hermosas, el chal es moderno, el sombrero apropiado para la indumentaria matinal, al igual que el traje de un corte lleno de buen gusto, todo hermoso y decente —¡oh, dolor! ¡qué estoy entreviendo, la damisela lleva zapatillas de seda blanca, zapatillas de baile desechadas en el mercado! En suma, cuanto más tiempo observo a la muchacha, más me salta a la vista una cierta peculiaridad que no puedo expresar con palabras. Es verdad, hace, o así parece, sus compras con cuidadosa diligencia, elige y elige, regatea y regatea, habla, gesticula, todo con un genio vivo que llega casi a la impaciencia, pero a mí me parece como si ella quisiese adquirir algo más que meras provisiones domésticas.
El primo. ¡Bravo, bravo, primo! Tu mirada se agudiza, lo estoy notando. Pero mira, querido, a pesar de la bonita vestimenta, las zapatillas de seda blanca en el mercado —aparte de la ligereza de piernas de todo su ser— te deberían haber revelado que la damisela pertenece al ballet, o más bien al teatro. Qué más quisiera ella, eso debería revelarse pronto. ¡Ja, visto! Pero mira, querido primo, un poco hacia la derecha, hacia la calle de arriba y dime: ¿a quién ves en la acera, delante del hotel, donde ésta se encuentra bastante despejada?
Yo. Diviso un joven alto y delgado con una levita corta amarilla, con cuello negro y botones de acero. Lleva una boina roja bordada en plata, debajo de ella manan unos rizos negros, casi demasiado exuberantes. El bigotito negro recortado en punta sobre el labio superior ensalza no poco la expresión de la cara, pálida y ya con forma masculina. Lleva una carpeta bajo el brazo —sin duda un estudiante a punto de ir a la facultad—, pero se queda ahí firmemente enraizado con la mirada fija, dirigida hacia el mercado, y parece olvidar la facultad y todo lo que hay a su alrededor.
El primo. Así es, querido primo. Todos sus sentidos están dirigidos hacia nuestra pequeña comedianta. Ha llegado el momento; él se acerca al puesto de fruta en el que está apilada la mercancía más hermosa y parece preguntar por frutos que precisamente no están a mano. Es de todo punto imposible que una comida no incluya un postre con fruta. Una manzana redonda de lomo rojo se escurre traviesa entre los pequeños dedos; el de amarillo se agacha, la recoge —una ligera y sutil reverencia de la pequeña hada del teatro y la conversación ya está en marcha, consejo y ayuda mutuos en una harto difícil elección de naranjas completan las relaciones, seguramente establecidas con anterioridad, mientras que toma forma a la vez el encantador rendezvous[20] que ciertamente se repetirá y variará de múltiples formas.
Yo. El hijo de las musas puede galantear y escoger las naranjas que quiera; a mí no me interesa, por cierto, y mucho menos ahora que me he topado de nuevo con la niña angelical, la encantadora hija del consejero privado, en la esquina de la fachada principal del teatro, donde las vendedoras de flores ofrecen su mercancía.
El primo. No me gusta mirar hacia allí, hacia donde las flores, querido primo; es un asunto personal. La vendedora, que por regla general posee los más hermosos ramilletes de claveles, de rosas escogidas y de otras plantas más raras, es una muchacha muy guapa y cortés, que se esfuerza por lograr una superior cultura de espíritu; pues tan pronto como el negocio no la mantiene ocupada, lee activamente libros cuyos uniformes muestran que pertenecen al principal ejército estético de Kralowski[21], que extiende triunfante la luz de la cultura intelectual hasta los confines más remotos de la corte. Una joven florista leyendo es una perspectiva irresistible para un literato. Así llegó el momento en el cual, cuando hace mucho tiempo me llevó el camino un día por donde las flores —también había flores a la venta en otros tiempos— me quedé sorprendido al descubrir a la muchacha leyendo. Estaba sentada como en un tupido emparrado de geranios en flor y tenía el libro cerrado en su regazo, la cabeza apoyada en las manos. El héroe tenía que encontrarse en ese instante en peligro evidente, o haber llegado a un punto importante de la acción, pues las mejillas de la muchacha ardían, sus labios temblaban, parecía totalmente alejada de su entorno. Primo, te voy a confesar sin ningún miramiento la extraña debilidad de un escritor. Me quedé hechizado en el acto, deambulé de aquí para allá; ¿qué podía estar leyendo la muchacha? Esa cuestión mantenía ocupada toda mi alma. El espíritu de la literatura despertaba y la mera posibilidad de que una de mis propias obras fuese la que, precisamente en ese momento, trasladase a la muchacha al fantástico mundo de mis sueños, me cosquilleaba. Finalmente cobré ánimo, avancé y le pregunté por el precio de una planta de claveles que estaba en un estante alejado. Mientras la muchacha recogía la planta de claveles, cogí con la mano el libro cerrado, con las palabras: «¿Qué lee usted aquí, mi hermosa niña?» ¡Oh! Cielos, se trataba realmente de una obrita mía, de ***[22], en concreto. La muchacha trajo las flores y fijó un precio razonable. Ni flores, ni planta de claveles; en ese momento la muchacha era para mí un público mucho más digno de aprecio que toda la gente de la corte. Excitado y totalmente inflamado de los más dulces sentimientos de autor, le pregunté a la muchacha con aparente indiferencia qué le parecía el libro. «Ih, estimado señor» repuso la muchacha, «es un libro muy disparatado. Al principio le confunde a uno la cabeza; pero después es como si se estuviese en medio de la acción». Para mi nada pequeño asombro me narró muy nítidamente el contenido del pequeño cuento, de forma que me di cuenta de que lo debía de haber leído varias veces; me repetía que era un libro muy disparatado, que tan pronto la había hecho reír, como luego la había hecho sentirse llorosa; me dio el consejo de que, en caso de que no hubiese leído aún el libro, lo recogiese por la tarde donde el señor Kralowski, pues precisamente ella cambiaba de libros por la tarde. Ahora debía llegar el gran golpe. Con ojos bajos, con una voz comparable en dulzura a la de la miel de Hybla[23], con la radiante sonrisa del autor embelesado, susurré: «Aquí, mi dulce ángel, aquí está el autor del libro que le ha llenado a usted de semejante placer, delante de usted en persona». La muchacha me miró fijamente, con los ojos como platos y boquiabierta. Esto lo tomé como expresión de suprema admiración, incluso de alegre sobresalto porque el sublime genio, cuya fuerza productiva ha creado tal obra, haya aparecido de repente entre los geranios. Quizás, pensé yo, al seguir inmóvil el gesto de la muchacha, quizás no cree en la feliz casualidad que ha traído hasta ella al conocido autor de ***. Ahora bien, intenté probar de todas las formas posibles que mi identidad era la de ese autor, pero era como si ella se hubiera quedado petrificada, y de sus labios sólo salía: «Hum —bueno, esto sería… como…» Pero cómo podría yo describir con detalle la humillación que sentí en ese momento. Resultó que la muchacha nunca había pensado que los libros que ella leía tenían que haber sido escritos antes. El concepto de escritor, de poeta, era totalmente desconocido para ella, y creo sinceramente que en un interrogatorio posterior hubiese salido a la luz la piadosa e infantil creencia de que el Dios bendito hacía crecer los libros como setas.
Muy bajito le pregunté de nuevo por el precio de la planta de claveles. Entre tanto tenía que habérsele ocurrido a la muchacha una oscura idea totalmente nueva sobre la elaboración de los libros; pues mientras contaba el dinero me preguntó inocente y cándidamente si yo hacía todos los libros donde el señor Kralowski —salí de allí disparado como una flecha con mi planta de claveles.
Yo. Primo, primo, a esto llamo yo vanidad de autor castigada; pero mientras me contabas tu trágica historia no he quitado ojo a mi favorita. Sólo donde las flores le ha dejado total libertad el arrogante demonio de la cocina. La malhumorada gobernanta de cocina dejó la pesada cesta de la compra en el suelo y luego, tan pronto cruzaba sus rollizos brazos como los ponía en jarras, según parecía requerir la retórica expresión externa del discurso, abandonándose con tres colegas a la indescriptible alegría de la conversación, y sus palabras eran, al contrario que en la Biblia, ciertamente muchas más que sí, sí y no, no[24]. Mira qué maceta tan espléndida ha escogido el ángel encantador, y se la hace llevar por un mozo robusto. ¿Cómo? No, no me gusta nada que al caminar golosinee cerezas de la cestita, ¿cómo van a trabar amistad la tela de batista, que seguramente lleva, y la fruta?
El primo. El apetito juvenil del momento no preguntaría por manchas de cereza para las que existen la sal de acederas y otros remedios caseros probados. Y eso es precisamente la verdadera candidez infantil, el que la pequeña se deje llevar en su recobrada libertad tras los sufrimientos del malvado mercado. Pero desde hace tiempo me llama la atención, y sigue siendo para mí un enigma irresoluble, aquel hombre que está precisamente ahora al lado de la segunda bomba más lejana, junto al carro sobre el que una campesina despacha de un gran barril compota de ciruela barata. Por de pronto, querido primo, admira la agilidad de la mujer, que primero, armada de una larga cuchara de madera, liquida las grandes ventas en cuartos, mitades y libras enteras, y después lanza con velocidad de rayo el deseado dreier[25] de compota a los ávidos golosos que alargan sus cucuruchos de papel e incluso también sus gorras de piel, y que la consumen de inmediato como un espléndido refrigerio matinal. ¡Caviar del pueblo[26]! Con el inteligente reparto de compota de ciruela mediante la cuchara en movimiento, caigo en la cuenta de que una vez en mi infancia oí que hubo en una boda de campesinos ricos algo muy espléndido: se repartió con un mayal de tornero un arroz con leche recubierto de una gruesa costra de canela, azúcar y clavo. Cada uno de los dignos invitados sólo tuvo que abrir tranquilamente la boca para recibir la ración correspondiente, y todo sucedió de esa forma como en el país de las mil maravillas. Pero, primo, ¿tienes ya al hombre a la vista?
Yo. ¡Por supuesto! ¿Qué clase de persona es la extravagante y aventurera figura? ¡Un poco más de seis pies de altura, un hombre flaquísimo que está de pie, tieso como una vela, con la espalda encorvada! Bajo el pequeño sombrerito triangular metido a presión, tras la escarapela, hay una mata de pelo erizada hacia fuera que se ciñe suavemente sobre la espalda en todo su esplendor. La chaqueta gris, cortada según una moda ya pasada, se cierra por delante abotonada de arriba abajo, ceñida al cuerpo, sin mostrar ni una sola arruga y, justo después de que se subiera al carro, he podido observar que lleva calzas negras, medias negras y grandes corchetes de estaño en los zapatos. ¿Qué tendrá en el arca cuadrada que lleva tan cuidadosamente bajo el brazo izquierdo y que casi parecía el arca de un mercader ambulante?
El primo. Eso lo vas a averiguar pronto, tan sólo has de mirar con atención.
Yo. Descorre la tapa del arca, los rayos de sol penetran en ella —reflejos brillantes—, la caja está forrada con latón, se inclina de forma casi reverente ante la mujer de la compota de ciruelas mientras se quita el sombrerito de la cabeza. ¡Qué cara tan original y expresiva!, labios sutilmente cerrados, nariz aguileña, ojos negros y grandes, cejas pobladas y elevadas, frente despejada, pelo negro —la peluca peinada en coeur[27], con pequeños ricitos espesos sobre las orejas—. Le pasa el arca a la campesina del carro, que, sin más, la llena de compota de ciruelas y se la devuelve moviendo la cabeza con gestos amistosos. El hombre se aleja con una segunda reverencia, serpentea hacia arriba, hacia donde los barriles de arenques, saca un cajón del arca y mete dentro algunos arenques salados adquiridos y vuelve a cerrarlo —el tercer cajón, según veo, está destinado al perejil y otros condimentos—. Ahora atraviesa el mercado en varias direcciones con pasos graves y solemnes, hasta que lo detiene la rica reserva de aves desplumadas extendida sobre una mesa. Aquí, como en todos los sitios, hace profundas reverencias; antes de empezar a regatear habla largo y tendido con la mujer, que le escucha con un gesto especialmente amistoso, posa el arca cuidadosamente en el suelo y coge dos patos que oculta muy cómodamente en el amplio bolso de la chaqueta. ¡Cielos! Los sigue un ganso; mira al pavo simplemente con ojos coquetos, pero no puede abstenerse de, al menos, tocarlo y acariciarlo con sus dedos índice y corazón; rápidamente levanta su arca, vuelve a hacer una reverencia a la mujer de una forma enormemente cortés y se marcha de allí, separándose violentamente del seductor objeto de su deseo; se dirige directamente a los puestos de carnicería. —¿Se tratará el hombre de un cocinero que haya de encargarse de un banquete? Adquiere una pierna de ternera, que deja deslizarse en su enorme bolsillo. Ahora parece haber terminado su compra; va subiendo por la calle Charlotte[28] con una dignidad y unos modales tan extraños, que parece haber caído de repente de cualquier país lejano.
El primo. Bastante me he devanado ya los sesos con esa exótica figura. ¿Qué piensas tú, primo, de mi hipótesis? Este hombre es un viejo profesor de dibujo que ha ocupado todo su ser en escuelas mediocres y quizás todavía lo siga haciendo. Mediante toda clase de industriosas operaciones ha amasado mucho dinero; es avaro, desconfiado, cínico hasta lo desagradable, solterón, sólo adora a un dios —el estómago; toda su pasión es comer bien, se las arregla solo en su habitación; sin ningún tipo de servicio, él se encarga de todo —los días de mercado compra, como has visto, sus provisiones vitales para media semana y en una pequeña cocina, anexa a su mísero cuartito, prepara y consume solo con avidez e incluso quizás con apetito animal los platos que hace, ya que el cocinero recompensa continuamente el paladar del señor. De qué forma tan inteligente y funcional ha adaptado la vieja caja de pinturas como cesta de la compra, tú también lo has notado, querido primo.
Yo. Alejémonos de ese hombre tan desagradable.
El primo. ¿Por qué es desagradable? También tienen que existir semejantes bichos raros, dice un hombre de mundo, y tiene razón, pues la variedad nunca puede ser suficientemente colorida. Pero ya que el hombre te desagrada tanto, querido primo, puedo formular otra hipótesis todavía sobre su vida y milagros. Cuatro franceses, todos ellos parisinos, un profesor de lengua, un maestro de esgrima, un profesor de baile y un pastelero vinieron a la vez a Berlín en sus años jóvenes y se ganaron, como en aquellos tiempos (hacia el final del siglo pasado) no podía ser de otra manera, el pan en abundancia. Desde el mismo momento en que el coche de postas los reunió en el camino, cerraron un estrechísimo vínculo amistoso, fueron un corazón y un alma, pasaban juntos todas las tardes después de haber acabado el trabajo, como auténticos viejos franceses, en animada conversación, con cenas frugales. Las piernas del profesor de baile se embotaron, los brazos del maestro de esgrima se enervaron con los años, al profesor de lengua le desbordaron los rivales que se jactaban de su novísima habla parisina y las inteligentes invenciones del pastelero fueron superadas por jóvenes estimuladores de paladares, formados en París por caprichosísimos gastrónomos.
Pero cada uno de los miembros del fielmente unido cuarteto, había hecho mientras tanto su agosto. Se mudaron juntos a una espaciosa vivienda, muy agradable y a la vez retirada, abandonaron sus negocios y vivieron juntos, fieles a las viejas costumbres francesas, muy alegres y despreocupados, porque ellos mismos supieron evitar inteligentemente incluso las penas y desgracias de los malos tiempos. Cada uno tiene una actividad específica con la que puede llevar utilidad y placer a la sociedad. El profesor de baile y el maestro de esgrima visitan a sus antiguos discípulos, oficiales de alto rango retirados, chambelanes, mayordomos de la corte, etcétera, pues ellos tenían los salones más distinguidos, y recogen las novedades del día como tema para su conversación, a la que no pueden dejar decaer. El profesor de lengua rebusca en las tiendas de los anticuarios para encontrar más y más obras francesas cuyo lenguaje haya sido aprobado por la Academia. El pastelero se encarga de la cocina, igual compra que prepara los platos, a lo que le ayuda un viejo criado francés. Además de éste se ocupa ahora del servicio un joven mofletudo que habían recogido los cuatro del orfelinato francés, ya que la vieja francesa desdentada, que les había servido entre otras cosas de gobernanta francesa y de lavandera, había fallecido. —Allí va el chico de azul celeste con una cesta llena de panecillos abiertos bajo el brazo, en el otro un cesto con lechugas apiladas. —Así he transformado en un momento al desagradable y cínico profesor de dibujo alemán en un agradable pastelero francés y creo que su apariencia externa, todo su ser, cuadra.
Yo. Esta invención hace honor a tu talento literario, querido primo. Pero desde hace unos minutos se me iluminan los ojos con aquellas plumas remeras altas y blancas, que allí se elevan sobre la densísima aglomeración popular. Al fin emerge la figura muy cerca de la bomba, una mujer alta y delgada, con una apariencia nada desagradable —flamante capote rosa de seda gruesa, sombrero de estilo novísimo, velo fijado a él con bonitos remates, guantes de cabritilla blancos—. ¿Qué fuerza a la elegante dama, seguramente invitada a un déjeuner[29], a atravesar el barullo del mercado? ¿Pero cómo, también ella es una clienta? Está quieta de pie y hace señas con la mano a una mujer vieja, sucia y andrajosa, una viva imagen de la miseria de la más humilde capa social que viene a duras penas detrás de ella con una cesta de la compra medio rota bajo el brazo. La dama acicalada hace señales de querer dar una limosna al antiguo miliciano que ha perdido la vista y que está apoyado en la pared, en la esquina del edificio del teatro. Con esfuerzo se quita el guante de su mano derecha. ¡Dios nos ayude! Sale a la luz una mano sanguínea y además con una forma bastante masculina. Pero sin buscar demasiado y sin escogerla le pone rápidamente al ciego una moneda en la mano, corre rauda hasta el centro de la calle Charlotte y pone entonces un majestuoso ritmo desaseo con el que, sin ocuparse más de su andrajosa acompañante, sube por la calle Charlotte en dirección hacia los Tilos.
El primo. La mujer ha posado la cesta en el suelo para descansar, y tú puedes abarcar con una sola mirada toda la compra de la dama elegante.
Yo. Que es, en efecto, curiosa. Un repollo, muchas patatas, algunas manzanas, una hogaza pequeña, algunos arenques envueltos en papel, un queso de oveja —no del color más apetitoso—, un hígado de carnero, un rosal pequeño, un par de zapatillas, un sacabotas. ¡Qué diablo!
El primo. ¡Calma, calma, primo, ya basta de la rosa! Examina con atención a aquel ciego, al que da limosna el frívolo hijo de la depravación. ¿Existe una imagen más conmovedora de la inmerecida miseria humana y de la devota resignación, a Dios y al Destino sometida? Permanece quieto de pie en el mismo sitio desde el amanecer hasta el final del mercado con la espalda apoyada en la pared del teatro, ambas manos resecas apoyadas en el bastón que ha adelantado un paso para que la masa irracional no le pise los pies, con el cadavérico semblante levantado, la boina de la milicia encasquetada hasta los ojos.
Yo. Mendiga, y por eso no le faltará de nada al guerrero ciego.
El primo. No podrías estar más equivocado, querido primo. Este pobre hombre hace de criado para una mujer que vende verdura y que pertenece a la peor ralea de esas vendedoras, ya que las más distinguidas se hacen traer aquí la verdura en cestos cargados en carros. El caso es que este ciego viene aquí todas las mañanas con paso tambaleante, cargado con cestos llenos de verdura como una bestia de carga, de forma tal que el peso casi le aplasta contra el suelo y sólo gracias al bastón consigue mantenerse en pie con dificultad. La mujer grande y robusta, a cuyo servicio está y que acaso no le necesita más que para llevar la verdura al mercado, no se molesta lo más mínimo, ni siquiera cuando sus fuerzas están casi agotadas, en cogerlo del brazo y en ayudarle a ir al mismo lugar, es decir, al sitio que él ocupa ahora. Allí le descarga los cestos de la espalda y los lleva ella misma al otro lado, dejándolo de pie, sin preocuparse lo más mínimo de él hasta que el mercado se acaba y le vuelve a cargar los cestos llenos o sólo medio vacíos.
Yo. Es llamativo que, aun cuando los ojos no estuvieran cerrados o ningún otro defecto observable revelara la carencia de la vista, la ceguera se identifique al instante por la posición de su cabeza, siempre dirigida hacia arriba; parece subyacer en el ciego un afán permanente por escrutar algo en la noche que lo rodea.
El primo. Para mí no hay perspectiva más tranquilizadora que cuando veo a un ciego semejante, que parece mirar con su cabeza dirigida hacia arriba a una larga distancia. Para el pobre hombre está apagada la luz crepuscular de la vida, pero su ojo interno se afana por descubrir la luz externa que le ilumine en un más allá lleno de consuelo, esperanza y felicidad. —Pero me estoy poniendo muy serio—. El miliciano ciego me ofrece cada día de mercado un tesoro de observaciones. Te das cuenta, querido primo, de cómo se manifiesta vivamente la caridad de los berlineses en el caso de este pobre hombre. A menudo pasan delante de él filas enteras y nadie se olvida de darle una limosna. Pero el procedimiento y la forma de darle la limosna, esto es lo que importa. Mira, querido primo, durante un cierto tiempo hacia allí y dime lo que descubres.
Yo. Precisamente ahora vienen tres, cuatro, cinco criadas imponentes y robustas, con cestas muy pesadas, excesivamente cargadas con unas mercancías que casi les cortan los vigorosos brazos que están azules, desollados, heridos; tienen razones para apresurarse, para soltar su carga, pero todas ellas se paran un momento, palpan rápidamente en la cesta de la compra y le ponen al ciego una moneda en la mano sin mirarla ni una vez. Consideran ese gasto necesario e imprescindible en el presupuesto del día de mercado. ¡Eso está muy bien! Ahí viene una mujer; en su ropa, en todo su ser se ven a las claras comodidad y prosperidad, permanece de pie delante del inválido, saca un monedero y busca y busca, y ninguna moneda le parece suficientemente pequeña para el acto de caridad que tenía pensado llevar a cabo, llama a su cocinera —ella también ha gastado la calderilla—, tiene que cambiar donde las verduleras, le proporcionan el dreier para dar —le toca al ciego en la mano, para que se dé cuenta de que va a recibir algo—, él abre la palma de la mano, la caritativa dama le pone la moneda y le cierra el puño para que no se pierda la espléndida dádiva. ¿Por qué anda a pasitos cortos y rápidos de aquí para allá y se acerca cada vez más al ciego la pequeña y linda damisela? Ah, al pasar rápidamente junto al ciego le ha dado una moneda, sin que nadie excepto yo, que la tengo en el centro de mis gemelos, lo notase —eso no era precisamente un dreier. El hombre imponente y bien cebado de la guerrera marrón que viene de allí con paso apacible es ciertamente un ciudadano muy rico. También él se para delante del ciego y se enfrasca en una larga y tendida conversación con él, mientras corta el paso a la gente impidiendo que ésta le dé también limosna; al fin, al fin se saca una enorme bolsa verde del bolsillo, no sin esfuerzo la desata y hurga en el dinero de una forma tan aterradora que creo oír llegar hasta aquí el repiqueteo. —Parturiunt montes[30]! —Pero quiero creer realmente que el noble filántropo, arrebatado por la imagen de la miseria, llega incluso a la última perra. Pero con todo pienso que el ciego, a su manera, tiene unos ingresos no pequeños los días de mercado y estoy sorprendido porque él recibe todo sin el menor gesto de agradecimiento; sólo un ligero movimiento de labios, que creo apreciar, muestra que dice algo que podría querer decir gracias —pero este movimiento sólo lo veo de vez en cuando—.
El primo. Ahí tienes la expresión decidida de una resignación absoluta y completa: qué es el dinero para él, si no lo puede utilizar; sólo obtiene su valor en manos de alguien en quien debe confiar sin recelos —puede que esté muy equivocado, pero me parece que la mujer cuyos cestos de verdura acarrea es un malvado siete fatal[31], que, aparte de maltratar al pobre, confisca de forma harto probable todo el dinero que él recibe—. Cada vez que ella trae los cestos de vuelta regaña al viejo más o menos, dependiendo de si el día de mercado le ha ido bien o mal. El mero rostro cadavérico, la figura desnutrida, la ropa andrajosa del ciego hacen suponer que su situación es bastante mala, y sería cosa de que un filántropo activo investigase más a fondo sus condiciones.
Yo. Mientras abarcaba con la mirada todo el mercado, me he dado cuenta de que los carros de harina que están allí, sobre los que están las telas extendidas como tenderetes, ofrecen una vista pintoresca porque son un punto de apoyo para el ojo, en torno al cual la variopinta masa se transforma en grupos aislados.
El primo. También conozco algo contrario de los carros de harina, de los molineros enharinados y de las molineras de mejillas sonrosadas, cada una de ellas una bella molinara[32]. En verdad, echo dolorosamente de menos a una familia de carboneros que antes ofrecía su mercancía justo enfrente de mi ventana, al lado del teatro, y que ahora ha sido expulsada hacia la otra parte. Esta familia consta en primer lugar de un hombre alto y robusto con una cara expresiva, rasgos enérgicos, bastante impetuoso, casi violento en sus movimientos, una muy fiel imagen del carbonero que suele aparecer en las novelas. En efecto, si me encontrase en un bosque solitario con este hombre me echaría a temblar y un comportamiento amistoso por su parte sería en ese momento para mí lo mejor del mundo. Como segundo miembro de la familia se opone en grandísimo contraste un individuo de no más de cuatro pies de altura, jorobado de forma extraña, que es la comicidad por antonomasia. Sabes, querido primo, que hay gente de muy extraña constitución, a los que a primera vista hay que llamar jorobados, pero que tras una observación más cercana no se está en condiciones de indicar dónde se encuentra realmente la chepa.
Yo. Con esto me estoy acordando de la ingenua sentencia de un ingenioso militar, quien por motivos de trabajo tuvo mucho que ver con semejante capricho de la naturaleza y para el que lo impenetrable de una constitución extraña era un escándalo. «¡Una chepa», decía él, «una chepa tiene el hombre; pero de dónde le sale, eso lo sabe sólo el diablo!»
El primo. La intención de la naturaleza era hacer de mi pequeño carbonero una enorme figura de alrededor de siete pies, eso lo demuestran sus manos y pies colosales, casi los más grandes que he visto en mi vida. Este pequeño individuo, vestido con un abriguito de cuello ancho, con una extravagante gorra de piel en la cabeza, es presa de una agitación incansable; brinca y anda a pasitos cortos y rápidos de aquí para allí con una desagradable movilidad, tan pronto está aquí como allí y se afana por hacer el papel del amable, del atractivo, del primo amoroso[33] del mercado. No deja pasar de largo a ninguna mujer, aun cuando ésta no pertenezca a una clase distinguida, sin perseguirla con posturas, gestos y muecas de todo punto inimitables, y sin proferir dulzuras que desde luego sólo pueden ser del gusto del carbonero. A veces lleva tan lejos la galantería que él, en medio de la conversación, deja caer suavemente su brazo sobre las caderas de la muchacha y, gorra en mano, rinde homenaje a la bella, o le ofrece sus caballerosos servicios. Es bastante llamativo que las muchachas no sólo consientan, sino que además saluden amistosamente al pequeño monstruo y parezcan recibir gustosamente sus galanterías. Este pequeño individuo está ciertamente dotado de una gran dosis de gracia natural, del decisivo talento para lo cómico y de la fuerza para mostrarlo. Es el pagliasso[34], el demonio de hombre, el mequetrefe de todo el barrio que rodea al parque donde él vive; sin él no puede haber bautizo, banquete nupcial, baile en un mesón o festín; se celebran sus chistes y la gente continuamente se ríe de él. El resto de la familia consiste, ya que los niños y las eventuales criadas se quedan en casa, en dos mujeres más, de constitución robusta y apariencia sombría, a lo que desde luego contribuye en gran manera el hollín incrustado en las arrugas de la cara. La tierna fidelidad de un gran lulú, con el que la familia comparte todos sus bocados, incluso durante el mercado, me demuestra por otra parte que seguramente en la barraca de los carboneros sucede todo de forma honrada y patriarcal. El enano posee por otra parte una fuerza enorme, por lo que la familia lo necesita para llevar a casa de los clientes los sacos de carbón despachados. A menudo le veía cargado por las mujeres con unos diez cestos grandes, que ellas apilaban sobre su espalda uno encima de otro, y él salía brincando como si no sintiera la carga. Desde atrás tenía su figura la apariencia más frenética y aventurera que es posible tener. Naturalmente, uno no se daba ni la menor cuenta de la digna figura del enano, sino sólo de un gigantesco saco de carbón, al que le habían salido un par de piececitos. Se asemejaba a un animal de fábula, una especie de canguro de cuento brincando por el mercado.
Yo. ¡Mira, mira, primo! Allí, al lado de la iglesia, hay follón. Dos verduleras se han enfrascado en una apasionada disputa sobre el maldito meum y tuum[35], y parece que, brazos en jarras, se sirven de finas palabras. El populacho acude en masa; un espeso círculo rodea a las camorristas —se levantan la voz cada vez de forma más fuerte y aguda, baten las manos por los aires cada vez de forma más violenta, los cuerpos se aproximan cada vez más—, en un instante van a llegar a las manos, la policía se abre paso —¿cómo?, de repente diviso una masa de tenderas entre las dos furiosas—, las comadres logran en un momento apaciguar los acalorados ánimos, se acabó la pelea sin ayuda de la policía, las mujeres vuelven tranquilamente a sus cestas de verdura y el populacho, que seguramente en los momentos especialmente dramáticos de la pelea dio a conocer su aprobación mediante sonoros gritos de alegría, se disuelve en un momento.
El primo. ¿Te das cuenta, querido primo, que ésta ha sido la única pelea que se ha formado durante el largo rato que hemos estado aquí en la ventana y ha sido calmada por el propio populacho? Incluso la pelea más seria y amenazadora la sofoca por lo común el propio pueblo, que se agolpa entre los luchadores y los separa. El último día de mercado había un tipo alto y andrajoso de apariencia insolente y salvaje entre los puestos de carne y los de fruta que, de repente, empezó a discutir con un mozo de carnicería que pasaba por ahí; sin más, con el terrible garrote que a modo de arma llevaba sobre el hombro, lanzó un golpe contra el mozo a quien, de no haberlo esquivado con habilidad y haber saltado dentro de su puesto, seguramente habría derribado en el acto. Pero allí se armó con una pesada hacha de carnicero y quería arremeter contra el tipo. Se daban todas las condiciones para que fuera a correr la sangre y para que el tribunal criminal tuviera que entrar en acción. Las fruteras, figuras fuertes y bien alimentadas, se vieron obligadas a abrazar tan apasionada y firmemente al mozo de carnicería que éste no pudo moverse del sitio; estaba allí con su arma empuñada en alto, como en aquel dicho patético del feroz Pirro[36]:
Retratado como un tirano, y como indeciso entre fuerza y voluntad, nada hizo[37].
Otras mujeres, bruceros, vendedores de sacabotas, etcétera, rodearon al tipo, que me pareció era un recluso liberado, y dieron mientras tanto tiempo a la policía para acercarse y detenerlo.
Yo. Por tanto reina efectivamente en el pueblo una inclinación a mantener el orden, que no puede por menos que ejercer sobre todos una influencia muy provechosa.
El primo. En fin, querido primo, mis observaciones del mercado me han reafirmado en la idea de que, desde aquel periodo desgraciado, cuando un enemigo insolente y arrogante inundó el país y se esforzó inútilmente en someter al espíritu, que pronto saltó con fuerzas renovadas como un resorte violentamente aplastado, ha sucedido en el pueblo berlinés un curioso cambio. En una palabra: el pueblo ha ganado en moralidad externa y, si te tomases la molestia de ir por la tarde en un bonito día de verano a los tenderetes y observases los grupos que se embarcan hacia Moabit[38], notarías entre las vulgares criadas y los jornaleros una tendencia a una cierta courtoisie[39] que es muy regocijante. A la masa le ha sucedido lo mismo que a los individuos aislados, ha visto muchas novedades, ha experimentado muchas cosas fuera de lo común y ha ganado con el nil admirari[40] la suavidad de la moral externa. Antes el pueblo berlinés era grosero y brutal; por ejemplo, un extranjero no podía preguntar por una calle, casa u otra cosa, sin obtener una respuesta impertinente o burlona, o sin que le tomasen el pelo con una indicación falsa. El golfillo berlinés, que aprovechaba la más mínima ocasión para la más abominable blasfemia, como un traje extravagante o un accidente ridículo que le sucediese a alguien, ya no existe. Pues esos jóvenes cigarreros que ofrecen a los necios «fidelen Hamburger[41] avec du feu»[42], esa carne de horca cuya vida acaba en Spandau o Straußberg[43] o, como hace poco le sucedió a uno de su casta, en el patíbulo, no son en absoluto lo que era el auténtico golfillo berlinés, que no era un vagabundo, sino que solía ser el aprendiz de un maestro y que poseía —es ridículo decirlo—, a pesar de toda su impiedad y perversión, un cierto point d’honneur[44] y que no carecía de una gracia natural muy divertida.
Yo. Oh, querido primo, déjame contarte rápidamente cómo hace poco me causó profunda vergüenza una de esas nefastas bromas populares. Pasaba por delante de la puerta de Brandenburgo y unos carreteros de Charlottenburg[45] que venían por detrás me invitaron a subirme; uno de ellos, un chaval que tendría como mucho dieciséis o diecisiete años, llevó su insolencia tan lejos que me cogió del brazo con su sucia mano. «¡No me toque usted!», le increpé iracundo. «Pero, señor», replicó el chaval muy tranquilo, mientras me miraba fijamente con sus grandes ojos, «pero, señor, ¿por qué no puedo tocarlo?, ¿es que quizás no es usted honesto?»
El primo. ¡Ja, ja! Esta broma ha surgido de la pestilente fosa de la más profunda perversidad. Las chanzas de las verduleras berlinesas, entre otras, eran mundialmente famosas e incluso se les hacía el honor de llamarlas shakespearianas, a pesar de que, observadas más de cerca, toda su energía y originalidad consistía principalmente en una desvergüenza impertinente, con la que servían como plato reconocido la más infame inmundicia. El mercado era antes la palestra de la reyerta, de las peleas, del timo, del hurto, y ninguna mujer honesta podía osar hacer la compra por sí misma sin exponerse a las mayores injurias. Pues no solamente la masa de buhoneros arremetía contra sí misma y contra todo el mundo, sino que las gentes buscaban expresamente provocar tumulto para con ello pescar en río revuelto, como, por ejemplo, toda la canalla reclutada de todos los rincones y confines del mundo, que antes se encontraba en los regimientos. Observa, querido primo, cómo, al contrario, el mercado ofrece ahora una imagen de prosperidad y de paz moral. Sé que los rigoristas entusiastas, los ascetas hiperpatrióticos[46], lanzan rabiosas invectivas contra la creciente decencia externa del pueblo, al pensar que con este refinamiento de las costumbres también se refinará lo popular y se perderá. Por mi parte tengo la más profunda y firme convicción de que es imposible que un pueblo que no trata con descortesía o desprecio burlón ni al nativo ni al extranjero, sino con un uso amable, pueda perder por ello su carácter. Por poner un ejemplo muy espectacular, si probase la verdad de mi afirmación, saldría yo muy mal parado ante aquellos rigoristas.
El gentío se iba dispersando más y más; el mercado se estaba quedando más y más vacío. Una parte de las verduleras colocaba sus cestos en carromatos arrimados, otra parte los llevaba a cuestas, los carros de harina partían, las hortelanas trasladaban las existencias sobrantes de flores en grandes carretillas, la policía se mostraba activa para mantener a todos y principalmente a la hilera de carros en su orden correspondiente; este orden no se hubiese deshecho si a un joven campesino cismático no se le hubiese ocurrido de vez en cuando descubrir a través de la plaza su propio nuevo estrecho de Bering[47], de seguirlo, y de dirigir su intrépido curso por el medio de los puestos de fruta, directamente hacia la puerta de la iglesia alemana. Esto le causó muchas voces y numerosas molestias al demasiado genial auriga. «Este mercado», dijo el primo, «es también ahora una reproducción fiel de la vida eternamente en movimiento. Actividad intensa, la necesidad del momento reúne a la masa de personas; en pocos instantes quedará todo desierto, las voces que fluían mezcladas en un fragor caótico se han ido extinguiendo y cada puesto abandonado expresa de forma muy viva un terrible: “¡Se acabó!”». —Sonó un reloj, el huraño inválido entró en el gabinete y su gesto torcido quería decir: el señor debería dejar de una vez la ventana, porque si no los platos servidos se le van a quedar fríos. «¿Pero entonces tienes apetito, querido primo?», pregunté. «Oh, sí», me respondió el primo con sonrisa triste, «ahora mismo lo vas a ver».
El inválido lo acarreó a la habitación. Los platos servidos consistían en un plato de sopa mediano, lleno de caldo de carne, un huevo hervido blando puesto sobre sal y medio panecillo abierto.
«Un solo bocado más», dijo con tono bajo y melancólico el primo mientras me apretaba la mano, «el trocito más diminuto de la carne más digerible me causa dolores enormemente atroces y me roba todo el ánimo para seguir viviendo y la última chispita de buen humor que, de vez en cuando, quiere lucir débilmente».
Yo señalé el papel fijado al cabecero de la cama, mientras me lanzaba al pecho de mi primo y le estrechaba con fuerza contra mí.
«¡Sí, primo!», me dijo con una voz que penetró en lo más íntimo de mi corazón y lo lleno de una desgarradora melancolía, «¡sí, primo: Et si male nunc, non olim sic erit!»
¡Pobre primo!