Capítulo 20
GALOIS
Genio y Estupidez
Contra la estupidez los mismos
dioses luchan inútilmente.
Schiller
Estaba escrito que a Abel lo mataría la pobreza, y a Galois la estupidez. En toda la historia de la ciencia no hay ejemplo más completo del triunfo de la crasa estupidez sobre el indomable genio que el proporcionado por la vida extraordinariamente breve de Evariste Galois. La exposición de sus infortunios puede constituir un monumento siniestro para los pedagogos vanidosos, para los políticos inescrupulosos y para los académicos engreídos. Galois no era un «ángel inútil», pero hasta su magnífica capacidad tenía que caer vencida ante la estupidez que se alineó contra él, y Galois destrozó su vida luchando con los necios, uno tras otro.
Los primeros once años de la vida de Galois fueron felices. Sus padres vivían en la pequeña aldea de Bourg-la-Reine, en las cercanías de París, donde Evariste nació el 25 de octubre de 1811. Nicolás Gabriel Galois, el padre de Evariste, era una verdadera reliquia del siglo XVIII, hombre cultivado, intelectual, saturado de filosofía, apasionado enemigo de la realeza y ardiente defensor de la libertad. Durante los Cien Días, después de la huida de Napoleón de la isla de Elba, Galois fue elegido alcalde de la aldea, y después de Waterloo conservó su cargo sirviendo fielmente al Rey. Servía de sostén a los aldeanos frente al sacerdote y amenizaba las reuniones sociales recitando poesías a la moda antigua, que él mismo componía. Estas actividades inocuas serían más tarde la ruina de este hombre. De su padre, Evariste heredó la facilidad para versificar y el odio a la tiranía y a la bajeza.
Hasta la edad de 12 años, Galois no tuvo más maestro que su madre, Adélaide-Marie Demante. Algunos de los rasgos del carácter de Galois fueron heredados de su madre, que procedía de una familia de distinguidos juristas. Su padre parece que descendía de los tártaros. Dio a su hija una educación humanista y religiosa, que ella, a su vez, trasmitió a su hijo mayor, no en la forma en que la había recibido, sino unida a un estoicismo viril característico de su mentalidad. Adélaide no rechazó el cristianismo ni lo aceptó sin discusión; simplemente comparó sus doctrinas con las de Séneca y Cicerón, formando así su moralidad básica. Sus amigos la recuerdan como una mujer de carácter fuerte, con una mentalidad generosa y cierta vena de originalidad bromista, que a veces la inclinaba a la paradoja. Murió en 1872, teniendo 84 años. Hasta sus últimos días conservó el completo vigor de su inteligencia. Ella, como su marido, odiaba la tiranía.
No se tiene noticia de que las familias de los progenitores de Galois se caracterizaran por su talento matemático. El genio matemático propio de Galois apareció como una explosión, probablemente en los primeros años de su adolescencia.
Fue un niño cariñoso y más bien serio, aunque solía intervenir en las alegres fiestas en honor de su padre, en las que también componía poesías y diálogos para entretener a los asistentes. Todo esto cambió en cuanto fue objeto de una mezquina persecución y de una estúpida incomprensión, no por parte de sus padres, sino de sus maestros.
En 1823, teniendo 12 años, Galois ingresó en el liceo de Louis le Grand en París. Aquel liceo era algo terrible. Dominado por un director que más que un maestro era un carcelero, aquel lugar semejaba una prisión, y en realidad lo era. La Francia de 1823, aun recordaba la Revolución. Era una época de conspiraciones y contraconspiraciones, de tumultos y rumores de revolución. Todo esto encontraba eco en el liceo. Sospechando que el director planeaba volver a traer a los jesuitas, los estudiantes protestaron, negándose a cantar en la capilla. Sin notificarlo a sus padres, el director expulsó a los muchachos que según él eran más culpables. Se encontraron en la calle. Galois no estaba entre ellos, pero quizá hubiera sido mejor que así hubiera sido.
Hasta entonces la tiranía constituía una simple palabra para este muchacho de 12 años, pero ahora la veía en acción, y esta visión deformó una parte de su carácter durante toda su vida. Sintió una rabia incontenible. Sus estudios, debido a la excelente instrucción humanista de su madre marcharon perfectamente, y Galois obtuvo premios. Pero también ganó algo más duradero que un premio, la tenaz convicción, exacta o equivocada, que ni el temor ni la más severa disciplina pueden extinguir la idea de justicia en las mentes jóvenes que desde el principio hacen un culto de ella con devoción abnegada. Esto es lo que le enseñaron sus compañeros con su valor. Galois jamás olvidó su ejemplo, pero era demasiado joven para no quedar amargado.
El año siguiente marca otra crisis en la vida del muchacho. Su interés por la literatura y por los clásicos terminó por el aburrimiento; su genio matemático ya despuntaba. Sus maestros advirtieron el cambio, el padre de Evariste fue informado, y el muchacho continuó sus interminables ejercicios de retórica, latín y griego. Su trabajo fue considerado mediocre, su conducta poco satisfactoria, y los maestros tenían cierta razón. Galois tuvo que seguir ocupándose de aquellas materias que su genio rechazaba. Fatigado y disgustado prestaba una atención superficial, y seguía sus estudios sin esfuerzo ni interés. La Matemática era enseñada como una ayuda para la grave tarea de digerir los clásicos, y los discípulos de los diversos grados y de distintas edades consideraban el curso de Matemática elemental de escasa importancia en comparación con sus restantes estudios.
Durante este año de agudo aburrimiento Galois comenzó a asistir al curso regular de Matemática. La espléndida Geometría de Legendre abrió su camino. Se dice que dos años era el tiempo usual empleado por los muchachos más devotos de la Matemática para comprender a Legendre. Galois leyó la Geometría desde el principio al fin tan fácilmente como otros muchachos leen una aventura de piratas. El libro despertó su entusiasmo. No era un manual escrito por un cualquiera, sino una obra maestra compuesta por un matemático creador. Una sola lectura fue suficiente para revelar la estructura global de la Geometría elemental con una claridad cristalina al fascinado muchacho. Pronto la dominó.
Su reacción ante el Álgebra es interesante. No le plació al principio, por una razón que comprenderemos al examinar el tipo mental de Galois. No disponía de un maestro como Legendre que le inspirara. El texto de Álgebra era un manual sencillo y simple, y Galois le dio de lado. Carecía, según Galois decía, de ese chispazo de creación que sólo puede dar un matemático genial. Habiéndose familiarizado con el gran matemático a través de su obra, Galois comenzó a trabajar por su cuenta. Sin importarle los pesados deberes impuestos por sus maestros, Galois se dirigió directamente para aprender Álgebra al gran maestro de la época, a Lagrange. Más tarde leyó las obras de Abel. El muchacho de 14 o 15 años, absorbía las obras maestras del análisis algebraico dirigidas a matemáticos profesionales maduros; las memorias sobre la resolución numérica de las ecuaciones, la teoría de funciones analíticas y el cálculo de funciones. Sus ejercicios en la clase eran mediocres; el curso era demasiado trivial para un genio matemático, e innecesario para dominar la verdadera Matemática.
El peculiar talento de Galois le permitía realizar casi completamente de memoria las más difíciles operaciones matemáticas. La insistencia de los maestros sobre detalles que le parecían obvios o superficiales le exasperaban, haciéndole perder los estribos. De todos modos, obtuvo el premio en los exámenes generales. Para asombro de maestros y compañeros entró en su propio reino por asalto, dándoles luego la espalda.
Con esta primera demostración de su enorme capacidad, el carácter de Galois sufrió un profundo cambio. Sabiendo que estaba muy cerca de los grandes maestros del Análisis algebraico, sentía un inmenso orgullo, y deseaba colocarse en primera fila para compararse con ellos. Su familia, hasta su extraordinaria madre, le encontró un extraño. En el colegio parece que inspiró una curiosa mezcla de temor y de angustia a sus maestros y compañeros. Sus maestros eran gentes buenas y pacientes, pero estúpidas, y para Galois la estupidez era un pecado imperdonable. Al comenzar el año se referían a él diciendo que era «muy amable, lleno de inocencia y buenas cualidades, pero…», continuaban diciendo, «existe algo extraño en él». No hay duda que así era. El muchacho tenía un talento desusado. Algo más tarde los maestros afirmaban que no era «perverso», sino simplemente original y extravagante, y se quejaban de que le divirtiera atormentar a sus compañeros. Hay en todo esto mucho de crítica, pero hay que reconocer que no sabían apreciar lo que Galois era. El muchacho había descubierto la Matemática, y ya se sentía guiado por su demonio. Al terminar el curso los maestros decían que sus extravagancias le habían enemistado con todos sus compañeros, y observan además que «algo misterioso existe en su carácter». Y lo que es peor, le acusaban de «ser ambicioso y de tener el deseo de parecer original». Pero algunos de sus profesores admiten que Galois se distinguía en la Matemática. Por lo que a la retórica se refiere, los maestros cometen un sarcasmo al decir «su talento es una leyenda a la que no damos crédito». Tan sólo ven extravagancia y excentricidad en las tareas realizadas cuando Galois se digna prestar atención, y además fatiga a sus maestros por su incesante «disipación». Al hablar de disipación no se refieren a un vicio, pues Galois no albergaba ninguno; tan sólo se trata de una palabra demasiado fuerte para referirse a la incapacidad de un genio matemático de primera categoría para disipar su inteligencia en las futilidades de la retórica explicada por pedantes.
Un hombre, que demuestra así su visión pedagógica, declaró que Galois era tan capaz para los estudios literarios como lo era para la Matemática. Galois quedó conmovido por la amabilidad de este maestro, y prometió dedicarse a la retórica. Pero su demonio matemático surgió ahora en todo su esplendor, y el pobre Galois cayó en desgracia. Al poco tiempo, el profesor que había expresado esa opinión contraria, se unió a la mayoría, y el voto desfavorable fue unánime, Galois fue considerado como incapaz para salvarse, «engreído por un insufrible deseo de originalidad». Pero el pedagogo se redimió con un excelente y exasperado consejo. Si lo hubiera seguido Galois podría haber vivido hasta los 60 años. «La locura matemática domina a este muchacho. Pienso que sus padres deberían dedicarle tan sólo a la Matemática. Aquí está perdiendo el tiempo, y todo lo que hace es atormentar a sus maestros y perturbarse».
Teniendo 16 años, Galois cometió un curioso error. Sin saber que Abel estuvo convencido, al comienzo de su carrera, de haber hecho lo que era imposible, resolver la ecuación general de quinto grado, Galois repitió el error. Durante cierto tiempo, aunque breve, creyó haber logrado lo que no puede lograrse. Esta es una de las grandes analogías en las carreras de Abel y Galois.
Mientras Galois, a la edad de 16 años, había iniciado su carrera de descubrimientos fundamentales, su maestro matemático Vernier, gravitaba sobre él como una gallina que ha empollado un aguilucho y no sabe cómo lograr que la inquieta criatura se contente con el fango del corral. Vernier pedía a su discípulo que trabajara sistemáticamente. El consejo no fue seguido, y Galois, sin preparación, se presentó a los exámenes de ingreso en la Escuela Politécnica. Esta gran escuela, madre de los matemáticos franceses, fundada durante la Revolución francesa (algunos dicen que por Monge), para dar a los ingenieros civiles y militares la mejor educación científica en Matemática que podía darse en el mundo, atrajo al ambicioso Galois. En la Politécnica su talento matemático sería reconocido y alentado. Y su deseo de libertad quedaría satisfecho. ¿No era en los viriles y audaces jóvenes de la Politécnica, donde estaban los futuros jefes del ejército, una espina siempre clavada en los planes reaccionarios que pretendían anular la gloriosa obra de la Revolución, al intentar atraer a los corrompidos sacerdotes y defender el derecho divino de los reyes? Los indómitos politécnicos, al menos a los ojos juveniles de Galois, no eran pulidos retóricos, como las ceñudas nulidades de Louis le Grand, sino una liga de buenos patriotas. Los acontecimientos iban a demostrarle, al menos en parte, que tenía razón en sus apreciaciones.
Galois fracasó en los exámenes. No estaba sólo en su creencia de que el fracaso era debido a una injusticia estúpida; los mismos compañeros a quienes él había atormentado estaban asombrados. Creían que Galois tenía un genio matemático extraordinario, y culpaban a la incompetencia de los jueces. Casi un cuarto de siglo más tarde, Terquem, editor de los Nouvelles Annales de Mathématiques, la revista matemática dedicada a los candidatos a las escuelas Politécnica y Normal, recordó a sus lectores que la controversia no había aún terminado. Comentando el fracaso de Galois y los inescrutables designios de los jueces en otro caso, Terquem observa: «Un candidato de inteligencia superior se pierde ante un juez de inteligencia inferior. Hic ego barbarus sum quia non intelligor illis (Debido a que ellos no me comprenden, soy un bárbaro). Los exámenes son misterios ante los cuales me inclino. Como los misterios de la teología, la razón debe admitirlos con humildad, sin intentar comprenderlos». Para Galois el fracaso fue casi el retoque final. Le concentró sobre sí mismo y le amargó toda su vida.
En 1828 Galois tenía 17 años. Este fue su gran año. Encontró un hombre que tuvo la capacidad de comprender su genio, Louis-Paul-Êmile Richard (1795-1849), maestro de Matemáticas especiales en Louis le Grand. Richard no era un pedagogo convencional, sino un hombre de talento, que seguía las conferencias superiores de Geometría en la Sorbona durante el tiempo que tenía libre, manteniéndose al tanto de los progresos de los matemáticos de su época para transmitirlos a sus discípulos. Tímido y sin ambiciones para sí mismo proyectaba su talento sobre sus alumnos. El hombre que no había dado un paso para favorecer sus intereses, no escatimaba sacrificios, por grandes que fueran, cuando el futuro de uno de sus discípulos estaba en peligro. En su celo para hacer progresar la Matemática por la obra de hombres más capaces, se olvidó completamente de sí mismo, aunque sus amigos le recomendaron publicara sus investigaciones, y a su inspirada enseñanza han rendido tributo más de uno de los grandes matemáticos franceses del siglo XIX: Leverrier, descubridor con Adams, por puro análisis matemático, del planeta Neptuno; Serret, un geómetra de reputación, autor de una obra clásica sobre Álgebra superior en la que hace la primera exposición sistemática de la teoría de Galois de las ecuaciones; Hermite, maestro algebrista y aritmético de primera categoría, y por último Galois.
Richard reconoció inmediatamente quién era el joven que había caído en sus manos, «el Abel de Francia». Las soluciones originales a los problemas difíciles que Galois propuso, eran orgullosamente explicadas en la clase con justo elogio para el joven autor, y Richard propuso, desde el sillón del maestro, que el extraordinario discípulo fuera admitido en la Politécnica sin examen. Concedió a Galois el primer premio, y en su informe escribió las siguientes palabras: «Este discípulo tiene una marcada superioridad sobre todos sus compañeros; se ocupa únicamente de las partes más complicadas de la Matemática». Este juicio encierra una gran verdad. Galois, a los 17 años, hacía descubrimientos de extraordinaria significación en la teoría de ecuaciones, descubrimientos cuyas consecuencias no han terminado aún, transcurrido un siglo. El primero de marzo de 1829, Galois publicó su primer trabajo sobre fracciones continuas. En él no hay indicio alguno de las grandes proezas que iba a realizar, pero anunciaba a sus compañeros que no se trataba de un escolar más, sino de un matemático creador.
El principal matemático francés de la época era Cauchy. En la fecundidad de la invención, Cauchy ha sido igualado por muy pocos, y como hemos visto, el volumen de sus obras completas sólo es superado por las producciones de Euler y Cayley[32], los matemáticos más prolíficos de la historia. Siempre que la Academia de Ciencias deseaba una autorizada opinión de los méritos de una obra matemática sometida a su consideración, recurría a Cauchy. De ordinario era un juez rápido y justo, pero algunas veces cometió errores. Por desgracia, estos errores fueron muy importantes. A la indiferencia de Cauchy la Matemática debe dos de los más grandes desastres de su historia: el desprecio por Galois y el ruin tratamiento concedido a Abel. De lo último Cauchy tan sólo es culpable en parte, pero su responsabilidad es única en el caso de Galois.
Galois resumió los descubrimientos fundamentales que había hecho a la edad de 17 años en una memoria, que sometió a la consideración de la Academia. Cauchy prometió presentarla, pero se olvidó hacerlo. Para remachar el clavo de su ineptitud, perdió el manuscrito del autor. Este fue sólo el primero de una serie de desastres análogos, que provocaron el torvo desprecio del muchacho por las academias y académicos, y su fiero odio contra toda la estúpida sociedad en que se veía condenado a vivir.
A pesar de su genio bien demostrado, el perseguido muchacho no encontró paz en el colegio. Las autoridades no le permitían cultivar el rico campo de sus descubrimientos, distrayéndole con mezquinas tareas, e incitándole a la manifiesta revuelta con sus continuos consejos y castigos. Los maestros sólo pudieron encontrar en Galois un absoluto desprecio y una férrea determinación a ser matemático. Ya lo era, pero los maestros no lo sabían.
Otros dos desastres, ocurridos cuando tenía 18 años, modelaron el carácter de Galois. Por segunda vez se presentó a los exámenes de ingreso en la Politécnica, y hombres que no eran dignos de afilar sus lápices iban a ser sus jueces. El resultado fue el que podía sospecharse. Galois fracasó. Esta era su última tentativa; las puertas de la Politécnica se cerraron para siempre para él.
Su examen ha llegado a constituir una leyenda bien conocida. La costumbre de Galois de trabajar casi completamente de memoria constituía una grave desventaja cuando se hallaba ante la pizarra. La tiza y la esponja le desconcertaron, hasta que encontró la forma de hacer un adecuado uso de la última. Durante la parte oral de los exámenes, uno de los inquisidores se aventuró a discutir con Galois una dificultad matemática. El hombre estaba tenazmente equivocado. Dando por perdidas sus esperanzas, fracasada toda su vida como matemático y como campeón de la libertad democrática en la Politécnica, Galois perdió la paciencia. Se dio cuenta de que oficialmente fracasaba, y en un acceso de rabia y desesperación arrojó la esponja al rostro de su atormentador.
El desastre final fue la muerte trágica del padre de Galois. Como alcalde de Bourg-la-Reine, el anciano Galois era el blanco de las intrigas clericales de la época, especialmente por haber apoyado siempre a los aldeanos contra el sacerdote. Después de las tempestuosas elecciones de 1827, un joven sacerdote lleno de recursos organizó una campaña contra el alcalde. Aprovechándose del bien conocido talento del viejo Galois para versificar, el ingenioso sacerdote compuso una serie de estúpidos versos contra un miembro de la familia del alcalde, firmándolos con el nombre de éste y los hizo circular entre los habitantes. El pobre alcalde sufrió de manía persecutoria. Durante la ausencia de su mujer huyó a París, y en una habitación cercana a la escuela donde su hijo realizaba sus estudios, se suicidó. Mientras se realizaban los funerales estallaron serios disturbios. Los habitantes irritados lanzaron piedras, y el sacerdote fue herido en la frente. Galois vio descender el ataúd de su padre a la sepultura en medio de un terrible tumulto. Más tarde, sospechando que la injusticia que tanto odiaba estaba esparcida por doquier, no encontraba a nadie bueno.
Después de su segundo fracaso en la Politécnica, Galois volvió a la escuela para seguir la carrera de maestro. La escuela tenía ahora un nuevo director, algo cobarde, contemporizador con los realistas y clericales. La tímida contemporización de este hombre para los movimientos políticos que entonces conmovían a Francia tuvo una influencia trágica sobre los últimos años de Galois.
Perseguido y maliciosamente incomprendido por sus preceptores, Galois se preparó por sí mismo para los exámenes finales. Los comentarios de los examinadores son interesantes. En Matemática y física el juez escribe: «Muy bien». El examen oral final despierta los siguientes comentarios: «Este discípulo es algunas veces oscuro para expresar sus ideas, pero es inteligente y muestra un notable espíritu de investigador. Me ha comunicado algunos resultados nuevos en el Análisis aplicado». En literatura: «Este es el único estudiante que me ha respondido mal, no sabe absolutamente nada. Me han dicho que tiene una extraordinaria capacidad para la Matemática. Me asombra mucho, pues basándome en el examen creo que tiene escasa inteligencia. Si este discípulo es realmente lo que me ha parecido, dudo mucho que pueda ser un buen maestro». A lo cual Galois, recordando algunos de sus buenos maestros, podría haber replicado: «No lo permita Dios».
En febrero de 1830, teniendo 19 años, Galois fue al fin admitido en la Universidad. El profundo y seguro conocimiento que tenía de su propia capacidad se refleja en un gran desprecio por sus maestros y desde entonces continuó elaborando sus ideas en la mayor soledad. Durante este año compuso tres trabajos que abren nuevos campos. Estos trabajos contienen parte de su gran obra sobre la teoría de ecuaciones algebraicas. En ellos iba más allá de donde habían llegado otros matemáticos, y Galois lleno de esperanzas resumió sus resultados, añadiendo otros nuevos, en una memoria, presentada a la Academia de Ciencias para aspirar al gran premio en Matemática. Este premio era aún la cinta azul para la investigación matemática y tan sólo los más distinguidos matemáticos de la época podían concurrir a él. Los jueces aceptaron que la memoria de Galois era digna del premio por su originalidad. El joven dice con absoluta justicia: «He realizado investigaciones que detendrán en las suyas a muchos sabios».
El manuscrito fue entregado en la secretaría. El secretario lo llevó a su casa para examinarlo, pero murió antes de que tuviera tiempo de hacerlo. Cuando después de su muerte fueron revisados sus papeles, no se encontraron ni indicios del manuscrito, y esto fue lo último que Galois supo. Nadie puede culparle de que atribuyera sus infortunios al algo más que a la ciega casualidad. Después de la indiferencia de Cauchy una repetición del mismo tipo parece demasiado providencial para ser una mera casualidad. «El genio es condenado, por una organización social maliciosa, a una eterna negativa de justicia, en favor de la aduladora mediocridad». Su odio creció, y se entregó a la política, militando en el republicanismo, que era entonces un radicalismo perseguido.
Los primeros brotes de la Revolución de 1830 llenaron a Galois de júbilo. Intentó llevar a sus compañeros a la lucha, pero estos dudaron, y el director, que no veía las cosas claras, les pidió prometieran por su honor no abandonar la Escuela. Galois se negó a dar su palabra, y el director le aconsejó permaneciera allí hasta el día siguiente. En su plática, el director mostró una singular falta de tacto y una ausencia total de sentido común. Enfurecido, Galois intentó escapar durante la noche, pero los muros eran demasiado altos para él. Mientras en los «tres días gloriosos» los heroicos jóvenes de la Politécnica se lanzaban a las calles para escribir la historia, el director de la Escuela mantuvo prudentemente encerrados a sus discípulos. De este modo se preparaba para asociarse a los vencedores. La revuelta triunfó, y el astuto director fue generosamente conducido por sus discípulos a la disposición del gobierno provisional. Estos episodios dieron el último toque al credo político de Galois. Durante las vacaciones, asombró a su familia y a sus amigos con su violenta defensa de los derechos de las masas.
Los últimos meses de 1830 fueron tan turbulentos como los que suelen tener lugar después de un alzamiento político. Los posos caen al fondo, la espuma sube a la superficie, y el elemento moderado de la población queda suspendido indeciso entre los dos. Galois, encerrado en el colegio, comparó las vacilaciones contemporizadoras del director y la débil lealtad de los estudiantes con la audacia de los jóvenes de la Politécnica. Incapaz de tolerar la humillación de su inactividad, escribió una punzante carta a la Gazette des Écoles, donde manifestaba dirigiéndose a los estudiantes como al director, su opinión de lo que era su deber. Los estudiantes pudieron haberle ayudado, pero les faltó valor y Galois fue expulsado. Lleno de ira, Galois escribió una segunda carta a la Gazette, dirigida a los estudiantes. «Nada os pido para mí, escribía, pero apelo a vuestro honor y a vuestra conciencia». La carta no recibió contestación alguna, pues aquellos a quien Galois se dirigía no tenían honor ni conciencia.
Nuevamente en la calle y sin recursos Galois anunció una clase privada de Álgebra superior, que tendría lugar una vez por semana. Tenía entonces 19 años, y este matemático creador de primera categoría anunciaba lecciones que no encontrarían oyentes. El curso iba a abarcar «una nueva teoría de las imaginarias» (la que ahora se conoce como la teoría de las «imaginarias de Galois», de gran importancia en Álgebra y en la teoría de números), la resolución de las ecuaciones por radicales y la teoría de números y funciones elípticas tratadas por Álgebra pura. Toda su obra.
Al no encontrar discípulos, Galois abandonó temporalmente la Matemática, e ingresó en la artillería de la Guardia Nacional, dos de cuyos cuatro batallones estaban compuestos casi totalmente de grupos liberales que se llamaban a sí mismos «Amigos del pueblo». No había aún renunciado totalmente a la Matemática. Alentado por Poisson, y en un último y desesperado esfuerzo para triunfar envió una memoria sobre la resolución general de ecuaciones, ahora llamada la teoría de Galois, a la Academia de Ciencias. Poisson, cuyo nombre es recordado siempre que son estudiadas las teorías matemáticas de la gravitación, de la electricidad y del magnetismo, fue el juez. Redactó un informe para salir del paso. La memoria, afirmaba Poisson, es «incomprensible», pero no nos dice cuánto tiempo había empleado para llegar a esta notable conclusión. Fue la última gota en el vaso lleno. Galois dedicó todas sus energías a la política revolucionaria: «Si se necesita un cadáver para poner en movimiento al pueblo, escribía, yo daré el mío».
El 9 de mayo de 1831 marcó el comienzo del fin. Doscientos jóvenes republicanos asistieron a un banquete para protestar contra la orden real que disolvía la artillería a la que Galois se había incorporado. Fueron pronunciados brindis en honor de las revoluciones de 1789 y 1793, de Robespierre y de la Revolución de 1830. La atmósfera era revolucionaria y desafiante. Galois se levantó para pronunciar un brindis, con su vaso en una mano y su cortaplumas abierto en la otra. «Para Luis Felipe» (el rey). Sus compañeros no comprendieron el propósito del brindis, y protestaron violentamente. Pero vieron el cortaplumas abierto, y al interpretar el ademán como una amenaza contra la vida del rey, manifestaron ruidosamente su aprobación. Un amigo de Galois, viendo al gran Alejandro Dumas y a otras notables personalidades pasar a través de las ventanas abiertas, pidió a Galois que se sentara, pero el tumulto continuó. Galois fue el héroe del momento, y los artilleros se lanzaron a la calle para celebrar su exuberancia, alborotando toda la noche. Al día siguiente Galois fue detenido en la casa de su madre, siendo llevado a la prisión de Santa Pelagia.
Un astuto abogado, con la ayuda de los amigos leales de Galois, ideó una defensa ingeniosa, afirmando que su defendido había dicho. «Para Luis Felipe, si llega a ser traidor». El cortaplumas abierto tenía una fácil explicación; Galois lo usaba para cortar el pollo que estaba comiendo. Esto era todo lo que había ocurrido. Las palabras de su brindis, según los amigos que juraban haberlas oído, no fueron, escuchadas debido al tumulto, y tan sólo los que estaban muy cerca del orador supieron lo que había dicho. Galois no quiso acogerse a ese recurso.
Durante el juicio, la condena de Galois fue de un marcado desprecio para el tribunal de sus acusadores. Sin importarle la sentencia, se entregó a una apasionada diatriba contra todas las fuerzas de la injusticia política. El juez era un hombre humano, que tenía hijos. Advirtió al acusado que su conducta poco le favorecía, y le ordenó callar. La defensa discutió la cuestión acerca de si el restaurante donde ocurrió el incidente era o no un lugar público al ser usado para un banquete semiprivado. Sobre este delicado punto de la ley dependía la libertad de Galois, pero era evidente que tanto el tribunal como el jurado estaban conmovidos por la juventud del acusado. Después de una deliberación de diez minutos, el jurado pronunció un veredicto donde negaba la culpabilidad. Galois recogió su cortaplumas de la mesa, lo cerró, lo introdujo en su bolsillo y abandonó la sala sin pronunciar una palabra.
Su libertad no duró largo tiempo. Antes de transcurrir un mes, el 14 de julio de 1831, fue detenido nuevamente, esta vez como una medida de precaución. Los republicanos iban a celebrar una conmemoración y Galois, por ser un «radical peligroso» a los ojos de las autoridades, debía ser encerrado, aun cuando no pesara sobre él cargo alguno. Ahora, el «peligroso republicano Evariste Galois» se hallaba donde no le era posible iniciar una revolución. Pero se tropezaba con dificultades para hallar una acusación legal que permitiera llevarle a los tribunales. En realidad estaba armado hasta los dientes cuando fue detenido, pero no ofreció resistencia alguna. Galois no era necio. ¿Podrían acusarle de conspirar contra el gobierno? Esto era demasiado fuerte, y no sería posible convencer al jurado. Después de dos meses de pensar en el problema, consiguieron encontrar un cargo. Cuando Galois fue detenido llevaba su uniforme de artillero. La artillería había sido disuelta. Por tanto, Galois era culpable de uso ilegal de uniforme. Esta vez no escaparía. Un amigo, detenido como él, estuvo tres meses en la prisión, Galois seis. Fue encarcelado en Santa Pelagia hasta el 29 de abril de 1832. Su hermana dice que pensaba no volver a ver el sol hasta que tuviera cincuenta años. ¿Por qué no? «La justicia debe predominar, aun cuando los ciclos se derrumben».
La disciplina en la cárcel para los detenidos políticos no era severa, siendo tratados con una humanidad razonable. La mayoría empleaba sus horas paseando por el patio o emborrachándose en la cantina, un negocio privado del director de la prisión. Galois, con su rostro sombrío, sus hábitos virtuosos, y su perpetuo aspecto de intensa concentración, era objeto de burla de los alegres borrachines. Se dedicó a sus estudios matemáticos, pero no podía soportar los insultos que le dirigían.
«¿No bebes más que agua? Sepárate del partido republicano y dedícate a tu Matemática. Sin vino y sin mujeres jamás serás un hombre». No pudiendo tolerar más bromas, Galois se apoderó de una botella de coñac, y, sin saber lo que era, apuró su contenido. Un cariñoso compañero de prisión, le cuidó hasta que logró restablecerse. Su humillación, al darse cuenta de lo que había hecho, fue muy grande.
Finalmente pudo salir de aquel lugar, que un escritor francés de la época llamaba la cloaca más pestilente de París. La epidemia de cólera de 1832 fue causa de que las solicitas autoridades trasladaran a Galois a un hospital, el 16 de marzo. El «importante prisionero político», que había amenazado la vida de Luis Felipe, era demasiado precioso para ser expuesto a la epidemia.
Como Galois había dado su palabra de no huir, tuvo muchas ocasiones de recibir visitas. Y en esa época se desarrolló su única aventura amorosa. En ella, como en todas las otras cosas, fue desafortunado. Alguna coqueta de baja estofa («quelque coquette de bas étage») le inició. Galois estaba disgustado con su amor, consigo mismo y con su amante. A su buen amigo Auguste Chevalier dirigió las siguientes palabras. «Tu carta llena de apostólica unción me ha traído algo de paz. Pero ¿cómo borrar emociones tan violentas como las que he experimentado?… al volver al leer tu carta observo una frase en la que me acusas de haberme embriagado por el fango de un mundo podrido, que ha deshecho mi corazón, mi cabeza y mis manos… embriagado. Estoy desilusionado de todo, hasta del amor y de la fama. ¿Cómo puede corromperme un mundo al que detesto?». Esta carta está fechada el 25 de mayo de 1832. Cuatro días más tarde recobraba la libertad. Pensaba ir al campo para reposar y meditar.
No se sabe claramente lo que ocurrió el 29 de mayo. Los párrafos de dos cartas permiten suponer lo que se acepta corrientemente como la verdad. Galois fue perseguido por numerosos enemigos políticos inmediatamente después de su libertad. Estos «patriotas» querían impulsarle a la lucha, y se las arreglaron para hacer caer al infortunado Galois en una cuestión de «honor». En una «carta a todos los republicanos», fechada, el 29 de mayo de 1832, Galois escribe:
«Pido a los patriotas y a mis amigos no me reprochen que muera por otra causa que no es mi país. Muero víctima de una infame mujerzuela. Mi vida se extingue en una querella miserable. ¡Oh! ¿Por qué morir por una cosa tan trivial, morir por algo tan despreciable?… Perdón para aquellos que me han matado, han obrado de buena fe».
En otra carta a dos amigos desconocidos dice:
He sido desafiado por dos patriotas, me era imposible negarme. Os pido perdón por no haberos avisado a ninguno de los dos. Pero mis contrincantes me han pedido por mi honor que no avise a ningún patriota. Vuestra tarea es muy sencilla. Probar que combatí a pesar de mí mismo, es decir, después de haber agotado todos los medios de llegar a un arreglo… Conservad mi recuerdo ya que el destino no me ha dado la suficiente vida para que mi país conozca mi nombre. Vuestro amigo
E. GALOIS
Estas fueron las últimas palabras que escribió. Aquella noche, antes de redactar estas cartas, empleó las horas que pasaban rápidamente en escribir febrilmente su última voluntad científica y su testamento, añadiendo, en su lucha contra el tiempo, algunas de las grandes ideas que su cerebro albergaba, antes de que la muerte, que preveía, las borrara. De cuando en cuando, suspendía la lectura para garrapatear en el margen del papel «No tengo tiempo, no tengo tiempo»; y luego seguía planteando nuevos problemas. Lo que escribió en estas últimas y desesperadas horas antes de alumbrar la aurora, ha mantenido atareados durante siglos a varias generaciones de matemáticos. Halló, de una vez para todas, la verdadera solución de un enigma que atormentó a los matemáticos durante centurias: ¿en qué condiciones se puede resolver una ecuación? Pero este hallazgo es tan sólo una cosa entre otras muchas. En su gran obra, Galois usó la teoría de grupos (véase capítulo sobre Cauchy) con excelente resultado. Galois era, en efecto, uno de los grandes precursores de esta abstracta teoría, que en la actualidad tiene fundamental importancia en toda la Matemática.
Aparte de las cartas mencionadas, Galois confió a su albacea científico algunos de los manuscritos que debían ser entregados a la Academia de Ciencias. Catorce años más tarde, en 1846, Joseph Liouville publicó algunos de los manuscritos en el Journal des Mathémaliques pures et appliqués. Liouville, distinguido y original matemático, editor del gran Journal, escribió como introducción los siguientes párrafos:
«La obra principal de Evariste Galois tiene como objeto las condiciones para resolver ecuaciones por radicales. El autor establece los fundamentos de una teoría general que aplica en detalle a las ecuaciones cuyo grado es un número primo. A la edad de 16 años, y siendo estudiante del liceo Louis le Grand… Galois se ocupó de este difícil tema».
Liouville afirma luego que los jueces de la Academia rechazaron las memorias de Galois debido a su oscuridad. Continúa diciendo:
Un exagerado deseo de concisión fue la causa de este defecto, que debe ser evitado sobre todas las cosas, cuando se trata de los problemas abstractos y misteriosos del Álgebra pura. La claridad es, en efecto, lo que más se necesita cuando se intenta llevar al lector más allá de los caminos trillados hasta un territorio virgen. Como Descartes dice cuando las cuestiones transcendentales están en discusión habrá que ser trascendentalmente claro. Galois no hizo caso de este precepto, y podemos comprender por qué matemáticos ilustres deben haber intentado, con la severidad de su sabio juicio, llevar por el buen camino a un principiante lleno de genio, pero sin experiencia. El autor que censuraban estaba ante ellos, ardiente, activo, y él podía haberse aprovechado de su consejo.
«Pero ahora todo ha cambiado. Galois ya no vive. No nos entreguemos a inútiles críticas. Pasemos por alto los defectos y contemplemos los méritos». A continuación Liouville nos dice que estudió los manuscritos y encontró una perfecta joya que merece especial mención[33]
«Mi celo se vio premiado y experimenté un placer intenso cuando, después de haber llenado unas pequeñas lagunas, aprecié la completa exactitud del método mediante el cual Galois prueba especialmente este bello teorema: Para que una ecuación irreductible de primer grado se pueda resolver por radicales es necesario y suficiente que todas sus raíces sean funciones racionales de dos cualesquiera de ellas».
Galois comunicó su voluntad a su fiel amigo Auguste Chevalier, a quien el mundo debe que se haya conservado. «Mi querido amigo, comienza diciendo, he hecho algunos nuevos descubrimientos en Análisis». Luego procede a describirlos, tratándose en realidad de descubrimientos que marcan una época. Concluye diciendo: «Pide a Jacobi o a Gauss que den públicamente su opinión. No respecto de la verdad, sino respecto de la importancia de estos teoremas. Más tarde habrá, algunas gentes, así lo espero, que encuentren provechoso descifrar toda esta confusión. Je t’embrasse avec effusion. E. Galois».
¡Confiado Galois! Jacobi era generoso; ¿qué podría decir Gauss? ¿Qué dijo de Abel? ¿Qué dejó de decir de Cauchy o de Lobatchewsky? Pese a su amarga experiencia Galois era aún un muchacho lleno de esperanzas.
En las primeras horas del 30 de mayo de 1832, Galois se enfrentó a su adversario en el «campo del honor». El duelo era a pistola, a 25 pasos. Galois cayó, atravesados los intestinos. Ningún cirujano estaba presente, y fue abandonado para que muriera donde había caído. A las 9 de la mañana un campesino que pasaba le condujo al hospital Cochin. Galois sabía que iba a morir. Ante la inevitable peritonitis, y conservando aún la completa posesión de sus facultades, rechazó los auxilios de un sacerdote. Quizá se acordó de su padre. Su hermano menor, el único de la familia que había sido advertido, llegó llorando. Galois intentó consolarle mostrando su estoicismo. «No llores, dijo, necesito todo mi valor para morir a los veinte años».
En las primeras horas de la mañana del 31 de mayo de 1832, Galois murió, teniendo 21 años. Fue enterrado en la fosa común del Cementerio del Sur, de modo que nada se sabe de los restos de Evariste Galois. Su monumento permanente consiste en sus obras, que llenan sesenta páginas.