Fabiola resultó más orgullosa y menos puta de lo que pensaba. Obligada a guardar discreción para conservar el empleo, pidió a los jefes de su compañía que le asignaran otros clientes, sin mencionarles nuestro amorío, y no volvió a poner un pie en la inmobiliaria. La compañía proveedora de materiales la reemplazó por un circunspecto representante de cabeza calva y mejillas hundidas, a quien traté con extremada cortesía desde nuestro primer encuentro, pues no quería que mis líos de faldas me causaran problemas en la oficina. Debo reconocer que el rechazo de Fabiola me dejó algunos resquemores. Yo había pensado siempre que una mujer bien follada soporta cualquier rudeza con tal de conservar a su macho. ¿Tanto rencor solo porque la maltraté un poco en el quinto polvo? Tiquismiquis de mierda, además de golfa, malagradecida. Si quería un tigre en la cama, que se aguantara los zarpazos.
Por fortuna, mi hazaña sexual me había curado de complejos y no le guardé luto por mucho tiempo. Si don Juan Tenorio solo necesitaba "un día para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas", yo también podía conquistar y abandonar mujeres con la misma facilidad, puesto que tenía una picha igualmente brava. Con la mente puesta en mis futuras conquistas, me inscribí a un gimnasio para mejorar mi musculatura, especialmente los bíceps y los pectorales, que tenía poco desarrollados. Las miradas coquetas de mis compañeras de ejercicio me auguraban un éxito arrollador. Pero cuidado, quería seguir siendo un soltero libre de compromisos. Estaba viviendo mi despertar sexual con 30 años de retraso, y lo más aconsejable para un adolescente tardío como yo era saltar de coño en coño, tener un sinfín de aventuras antes de atarme a una sola mujer.
Un jueves por la mañana, cuando me sentía lleno de salud y testosterona después de haber hecho pesas en el gimnasio, entró a mi despacho doña Mercé Barjau, elegantísima como siempre, con un vestido de seda azul claro y un brazalete de oro en forma de iguana, repleto de esmeraldas y zafiros, que hacía un espléndido contraste con su bronceado artificial. Venía a consultarme si le convenía financiar la construcción de un nuevo fraccionamiento en las afueras de Reus. Me sorprendió, de entrada, que acudiera a mí sin previo aviso, en vez de pedir consejo a Oriol Cajigas, el director de la inmobiliaria, que siempre la atendía en persona. Cruzada de piernas con una sonrisa coqueta, muy distinta a la sonrisa condescendiente que se le dirige a un subalterno, me permitió apreciar a mis anchas sus muslos, todavía firmes y bien torneados. Ya era una dama crepuscular, pero había logrado atardecer con garbo.
—¿Usted qué me aconseja? La zona donde tienen pensado construir el fraccionamiento está rodeada de fábricas y no sé si la gente quiera vivir ahí. Perece un chollo por el precio de los terrenos, pero me temo que las casas tarden demasiado en venderse.
—Para darle una opinión tendría que ver la ubicación del fraccionamiento.
—Aquí la tengo —dijo, y sacó un plano de su bolso—.Mire, le voy a mostrar el sitio.
Para ver el mapa al derecho me senté junto a ella enfrente de mi escritorio. Doña Mercé tendió el plano sobre nuestras piernas y no pude resistir el impulso de pegar mi rodilla contra la suya. Fue una temeridad que pudo haberme costado el empleo, pero ella continuó hablando del proyecto sin retirar la pierna, con un aplomo casi perfecto, apenas desmentido por el imperceptible temblor de sus labios. La entrada de mi secretaria, Elena, que venía a traerme unos papeles para firma, la hizo apartar la pierna con un leve sobresalto. Tiene pudores de chavala, pensé: con ese morbo debe ser un polvo fenomenal.
—Pues la ubicación no me parece tan mala, porque está cerca de un club deportivo. Quizá el humo de los contaminantes no llegue hasta ahí. Pero creo que deberíamos visitar el sitio. Yo puedo acompañarla cuando usted quiera.
—¿Le parece bien el lunes por la tarde?
—Sí, claro, me haré un hueco en la agenda.
—Pues bien, quedamos entonces para el lunes. Yo le mandaré a mi chófer, y discutiremos el presupuesto por el camino, ¿vale?
No hacía falta ser muy perspicaz para deducir que doña Mercé me estaba echando los tejos. Mi ego se elevó por los aires como un gigante neumático. Ni siquiera necesitaba salir de mi despacho para ligar: ¡las mujeres llegaban a quitarse las bragas delante de mí! Cuando un hombre confía en su virilidad suda de otra manera, con un regusto de marisma que las hembras perciben a leguas de distancia. Aquella noche yo exudaba ese recio perfume y la primera en notario fue Nadira, la encantadora chica pakistaní que despachaba en la tienda de comestibles de la calle Sicilia, donde me detuve a comprar huevos y frutas. Hasta entonces solo habíamos tenido dos o tres charlas banales, sin poder vencer del todo la barrera de la edad, pero esta vez ella, con sorprendente audacia, me preguntó si podía prestarle un diccionario bilingüe catalán-español, que necesitaba para sus estudios.
—Sí, claro, ven a recogerlo cuando quieras. Vivo aquí cerca, en Consell de Cent —le di mi tarjeta—. Y si necesitas practicar el idioma, puedes quedarte a charlar un rato.
—¿De verdad? —sonrió agradecida y contemplé con arrobo los dulces hoyuelos de sus mejillas—. Me hace mucha falta practicar, pero no tengo con quién. Todos los amigos de mi familia son emigrantes.
—Pero habrá muchos catalanes locos por ti. ¿O qué? ¿Los chicos de tu edad están ciegos? —dije con desenfado chulesco y clavé una mirada de buitre en sus tiernos pechos.
Nadira bajó la cabeza, cohibida.
—Mis hermanos no me dejan salir a bares ni a fiestas. Estoy prometida con un musulmán que vive en Lahore, y tengo que esperarlo hasta cumplir los 21.
—¿Y tú lo quieres?
—No lo conozco. Mis padres arreglaron un watasata entre mi familia y la suya.
—¿Y eso qué coño es?
—Un cruce de matrimonios: yo me tengo que casar con mi prometido y su hermana pequeña con mi hermano mayor.
—Pues mándalos a hacer gárgaras, que esto es un país libre. Nadie te puede obligar a casarte con quien no quieres.
Nadira se encogió de hombros en señal de impotencia. Al momento de pedirme el diccionario parecía una mujer emancipada y ahora se replegaba en una minoría de edad psicológica que su cuerpo de odalisca negaba a gritos. En eso entró a la tienda un mocetón de piel ceniza y barba rala, con una mirada torva de macho perdonavidas. Demudada, Nadira me dio la espalda y se puso a oprimir botones en la caja registradora. Debe ser el hermano, pensé, cuánto miedo le tiene, y me despedí con un seco "adéu", que ella ni siquiera respondió, a tal punto la intimidaba el guardián de su honra. Sublevado por la injusticia cometida con ese bombón, descubrí en mi carácter una faceta de galán justiciero, conmovido por la desdicha de una doncella prisionera. Confieso, sin embargo, que ese impulso caballeresco estaba contaminado por el espurio deseo de asaltar un virgo tan protegido. Encadenar así a una chica en la flor de la vida era un crimen. Me la imaginé dando vueltas en su cama en convulsas noches masturbatorias, mordiendo un pañuelo para ahogar sus gemidos, con una película de sudor en el labio.
Pero quizá por mis atavismos burgueses, esa noche no fue ella, sino Mercé Barjau, una mujer 30 años mayor, la deidad más venerada en el altar votivo de mi lujuria. Los signos de estatus que rodean un cuerpo me excitan casi tanto como el cuerpo mismo. Son, por así decirlo, el valor agregado de la belleza, una plusvalía erótica que había codiciado en secreto durante mi larga carrera de empleado solícito y genuflexo. El domingo por la mañana, mientras almorzaba en una terraza de la avenida Diagonal, hojeando el Hola (un placer culpable que jamás he confesado a mis amigos varones), me topé con un reportaje sobre la apertura de un club hípico en Lérida, inaugurado por el presidente Aznar, donde la señora Barjau y su marido, el industrial Joan Manuel Prats, aparecían codeándose con la pareja presidencial. "El vestido palabra de honor de lamé plateado con incrustaciones de pedrería que la señora Barjau lució para la ocasión, realzó los encantos de la prominente empresaria y mujer de hogar", informaba el turiferario pie de foto. Calvo y ventrudo, con párpados hinchados de batracio, Prats le llevaba por lo menos quince años a su mujer. Dueño de un consorcio hotelero con más de cuarenta establecimientos en toda España y accionista importante de la Telefónica, Endesa y Repsol, debía tener sin duda un serrallo de putas rusas, aunque probablemente se durmiera mientras le soplaban la polla. Con razón la pobre Mercé andaba tan necesitada de una ilusión que le diera color a su vida.
El lunes por la tarde, cuando la empresaria y mujer de hogar pasó a recogerme en su opulento BMW, ya tenía un plan de seducción armado en la cabeza y una pastilla de viagra en el bolsillo de la americana. Pero su empaque de gran dama me impuso un respeto paralizante. Después de un saludo glacial, habló con tal seriedad de las tendencias alcistas en el mercado inquilinario que apagó casi del todo mis ansias de novillero. Temí haber malinterpretado el connubio de nuestras rodillas, y por si las dudas, me mantuve a prudente distancia, en el extremo opuesto del asiento, con mi portafolios en medio de los dos, como la espada que separaba a Tristán de Isolda. Ni siquiera pude sostener con brillantez la charla de negocios. Tenía comezón en las axilas, la camisa me apretaba y mis frecuentes monosílabos creaban molestos hiatos que aumentaban la tensión. Para colmo nos tocó un atasco en el entronque con la autopista. Carraspeos, silencios, frases monótonas sobre el tránsito y la ineptitud del ayuntamiento. Para darme valor, palpé la pastilla de viagra que llevaba en el bolsillo del saco. Venga, Ferrán, no te quedes pasmado, todas quieren lo mismo, follar como perras, me azuzó una voz interior que parecía salida de mis cojones. Cuando habíamos tomado ya la carretera a Reus, poco después de la caseta, me arriesgué a comentar en tono zalamero:
—La he visto ayer en el Hola, estaba usted echando tiros.
—No sabe cuánto me aburren los cócteles de sociales —sonrió con una mezcla de arrogancia y melancolía—. Yo, aunque no lo parezca, prefiero vivir retirada en el campo, con mis caballos y mi huerta, que en esos saraos donde todo el mundo quiere darse importancia, principalmente quienes no la tienen.
Buen comienzo, se estaba franqueando conmigo, un privilegio que me permitía llevar la charla a terrenos más personales. Puesto que no era una frívola dama del gran mundo, sino una mujer con espíritu crítico, inmune a la vanidad, la mesa estaba puesta para intimar en una tesitura filosófica.
—Y allá en la finca, lejos del mundanal ruido, ¿no se siente un poco sola?
—Bueno, todos en esta vida estamos solos en mayor o menor grado, ¿no le parece?
—Y tanto, pero la soledad tiene su lado bueno. Yo soy un solterón empedernido y disfruto mucho mi libertad.
Había cruzado ya el Rubicón que me convertía en confidente, la plaza fuerte donde necesitaba situarme para emprender el ataque final.
—Yo estoy casada desde los 20, todo un récord en estos tiempos —Mercé miró el paisaje por la ventanilla, como si hablara consigo misma—. Pero mi marido viaja tanto que a veces no le veo el pelo en un mes. A él le gustan los yates, los juegos de polo, la ruleta, y a mí leer en casa al amor de la chimenea, con mi perro al pie del sofá.
—Perdóneme la confianza, pero esa vida monjil no le va a una mujer tan guapa —me atreví a echarle la jauría—. Usted debería estar partiendo plaza en las discotecas de postín.
—Bonita me vería yo en medio de los chavales —apartó la vista de la ventanilla y me agradeció el cumplido con una sonrisa—. Conozco varias mujeres de mi edad que hacen eso, pero yo en su lugar me sentiría ridícula.
—Pues le aseguro que no haría mal papel. Yo la admiro mucho como empresaria, pero sobre todo como persona —hice a un lado el portafolio para arrimarme un poco—. Además de guapa es inteligente, y la inteligencia tiene un atractivo erótico muy fuerte.
Coloqué una mano en su rodilla sin pedirle permiso, porque me pareció propio de un galán pusilánime y anticuado solicitar autorización para cada avance.
—Necesito decírselo, porque me quema la garganta: usted me ha gustado siempre, señora, y no se imagina cuánto la he gozado en mis fantasías.
Mercé guardó un largo silencio con el rostro impasible.
—¿Sabes que esto podría costarte el empleo?
Intimidado por la carga despectiva de su tuteo, retiré la mano como un ladronzuelo sorprendido en flagrancia. Me vi vendiendo enciclopedias de casa en casa con un traje pringado, perseguido por una legión de deudores, vilipendiado por la familia y expuesto a un embargo por no poder pagar las últimos abonos de la hipoteca.
—Con una llamada mía te quedarías en la calle. Pero estás de suerte, majo, porque a mí me gustan los hombres con huevos —y me besó a mansalva con una educada concupiscencia de cortesana.
Rescatado del naufragio cuando ya me sentía hundido, tardé un momento en reponerme de la sorpresa, pero enseguida reaccioné con la misma pasión trasgresora y pérfida. Por primera vez besaba a una mujer casada y descubrí que buena parte de nuestro placer provenía del daño infligido al esposo engañado. Suena cínico, pero es verdad: Prats estaba metido entre nuestras lenguas, de manera que yo besaba también su yate, sus hoteles, su astronómica cuenta bancaria. Cuando nos separamos para tomar aliento, Mercé bajó la ventana polarizada que separaba nuestro asiento de la cabina delantera. Me sorprendió descubrir que el chófer era una robusta matrona de pelo corto, con los brazos gruesos como jamones.
—Sonsoles, toma el primer retorno porque tenemos que volver a Barcelona.
—¿Pero cómo? ¿Ya no quiere ir a ver los terrenos?
—Olvida eso, ya lo hará mi secretario. ¿Dónde vives, cariño?
Le di mi dirección a nuestra corpulenta chófer y enseguida Mercé volvió a subir el vidrio polarizado, para reanudar la escaramuza bucal. Por lo visto, Sonsoles era cómplice de todas sus aventuras, pues la orden de llevarnos a mi piso parecía un procedimiento de rutina, que antes de mí se había repetido infinidad de veces con otros amantes. En el viaje de vuelta a la ciudad nos tuvimos que detener en una gasolinera, y yo aproveché la ocasión para meterme a orinar al servicio, donde me tragué la pastilla azul. No quiero narrar los pormenores de esa tarde triunfal, donde superé todas mis hazañas anteriores, follando como Júpiter tonante, porque los golpes de la vida me han vuelto humilde. Sólo quiero hacer constar, sin afán alguno de vanagloria, que terminado el atracón de placer y semen, doña Mercé maldijo a Dios y a la virgen santísima por no poder quedarse atada a mi cama.
Tenía en el bote a una de las damas de sociedad más encumbradas de España y cualquiera en mi lugar se hubiera conformado con ella. Pero el placer de la carne no es una fuente de agua, sino una fuente de sed: cuanto más bebes menos te sacias, porque el cuerpo soliviantado por la satisfacción del deseo exige nuevos y mayores gozos en una espiral sin fin. El miércoles por la noche, cuando buscaba algo de cenar en el frigorífico, la bella Nadira me llamó por el móvil, para preguntarme si podía pasar por el diccionario.
—Sí, claro, cuando quieras.
—Perdona la molestia, pero ¿puede ser esta misma noche?
—Ya estoy en pijama, ¿por qué tanta prisa?
—Porque ahora estoy libre; mi hermano Zulficar se fue a trabajar en la bodega del Raval.
—Ah, bueno, entonces ven ahora mismo.
Un dejo de ansiedad en su voz me había sugerido que no sólo quería el diccionario y a últimas fechas, mis intuiciones nunca fallaban. Pero no estaba nervioso, como en vísperas de mis anteriores seducciones: más bien me sentía un león tumbado en la sabana, esperando con serena grandeza la llegada de sus hembras. Cinco minutos después sonó el timbre. Pálida y cohibida, como si venir a mi piso fuera un acto sacrílego, Nadira se quedó parada en la puerta, dudando si debía entrar o no. Tenía las cejas tan pobladas que se le juntaban sobre la nariz, y una boca preciosa en forma de corazón que hubieran envidiado las huríes más tentadoras de Las mil y una noches. No había osado quitarse el velo de la cabeza, pero llevaba una falda corta que auguraba mayores atrevimientos. Admiré con arrobo el encanto de sus piernas núbiles, dos torneados pilares de canela, un poco infantiles todavía, que me incitaron a hincarle los dientes.
—Pero pasa, mujer, no pensarás quedarte ahí parada.
—Sólo vine a recoger el libro. Tengo que volver a casa.
—¿No volies parlar una miqueta de catalá ? —recurrí al voluntariado lingüístico—. Entra, noia, no siguis tímida.
Nadira dio dos pasos al frente, intimidada quizá por mi bata de seda con motivos chinescos, que me daba un aire de libertino antiguo. Tuve que tirarle del brazo para llevarla a la sala, donde ya tenía preparada una botella de cava y un plato con queso para picar.
—Siéntate por favor —continué la charla en catalán—. Aquí está el diccionario: te lo regalo. Tú lo necesitas mucho más que yo.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
—No me hables de usted, por favor, que me haces sentir viejo —dije, y le serví una copa de cava.
—No, gracias, me lo prohíbe mi religión.
—Tu religión tiene muchas prohibiciones absurdas. Tómate un trago, guapa, que nadie lo va a saber.
Nadira accedió a beber para no desairarme, y al segundo sorbo sus hombros tiesos comenzaron a relajarse. Iba por buen camino, el primer paso para corromperla era derribar sus prejuicios contra la civilización europea. Había puesto en el ipod una tanda de canciones de Joe Cocker y la carga emotiva del blues creó una atmósfera propicia a la ternura.
—Me dio mucha tristeza lo que me contaste el otro día. No quiero ser irrespetuoso con tus creencias, pero lo que tu familia quiere hacer contigo es muy cruel. No puede haber amor verdadero sin libertad de elección.
El rostro de Nadira se contrajo en un rictus de dolor y una lágrima cuarteó sus facciones de terracota.
—Es verdad, pero no puedo hacer nada —dijo entre gimoteos-. Así son las costumbres de mi país.
—Perdona, no quería lastimarte —me acerqué bajo el pretexto de enjugar sus lágrimas—. Sé que es duro para ti enfrentarte a la familia, pero tú naciste para ser libre, lo veo en el brío de tu cuerpo, en el fuego de tu mirada.
Nadira asintió con timidez y me confesó que envidiaba mucho la libertad de las jóvenes españolas, que se iban de juerga con el novio y regresaban a casa a la mañana siguiente. Si ella hiciera lo mismo, su hermano la mataría.
—Pero te has atrevido a venir aquí, y eso ya es un paso a la libertad —acaricié su mejilla con afecto incestuoso—. Necesitas independizarte, Nadira. Busca un empleo fuera de la comunidad islámica, comparte un piso con otras chicas y no te prives de ninguna alegría. En España hay muchos hombres que podemos hacerte feliz. Y conste que me pongo a la cabeza de la lista, porque soy tu admirador número uno. ¿O crees que soy un cliente asiduo de tu tienda por vuestras rebajas? No preciosa, voy a comprar ahí para tener el privilegio de verte todos los días.
Nadira me miró con una mezcla de expectación y candor, sin dar señales de sorpresa, como si hubiese previsto ese triunfo de su coquetería. Su largo silencio aquiescente me dio ánimos para plantarle un beso en la boca. Vaciló un momento en el umbral del pecado, pero después se enroscó en mi cuello como una sierpe y hasta me dio un ardiente mordisco en el labio. Con escalofríos de profanador, le quité el velo de la cabeza sin encontrar resistencias.
—Así te quiero, hermosa, con todos tus encantos al aire —contemplé fascinado su espléndida cabellera castaña derramada sobre los hombros—. Ponte cómoda, por favor. Voy al baño y regreso enseguida.
En el lavabo me tomé la tableta milagrosa. Solo tardé un minuto, pero al volver Nadira ya no estaba en la sala. Había salido huyendo en un arrebato de culpa y ni siquiera se había llevado el diccionario. Bajé corriendo las escaleras como una tromba, maldiciendo entre dientes el oscurantismo islámico. Llegué al vestíbulo cuando Nadira iba saliendo a toda prisa del edificio.
—¡Espera, no te vayas así! —corrí a su encuentro y logré alcanzarla en la acera.
Estaba llorando, no sé si de frustración o de arrepentimiento.
—Suéltame, por favor, no puedo hacerle esto a mi familia.
—¿Hacerle qué? Por favor, Nadira no eres culpable de nada. Ya eres mayor de edad para saber lo que haces. Si tu familia se opone yo le plantaré cara. Estando a mi lado no tienes nada que temer.
Fue una memez comprometerme tanto, pero ya me había tomado la pastilla y no quise abrasarme a solas con la polla empinada toda la noche. Para un hombre como yo, desperdiciar una erección delante de una virgen apetitosa era como tirar agua en el Sahara, de modo que preferí echarme la soga al cuello antes que cometer ese despilfarro. Nadira interpretó mi valiente promesa como una declaración formal y volvió a caer rendida en mis brazos. Por lo visto, había creído en mi juramento. Cuando la besé en la boca para sellar nuestro pacto, salió del edificio doña Montse, la vecina del sexto piso, una maruja temible por su capacidad de cotilleo, que dos días antes me había visto morrear en el ascensor con doña Mercé. Menuda fama de chulo me estaba haciendo. Convencida de mi buena fe, Nadira aceptó volver a mi piso, donde se terminó de un trago la primera copa de cava y me pidió otra.
—Así me gusta —la felicité— manda a la mierda ya los preceptos del Corán.
Mi ofrecimiento de apoyarla en un posible conflicto con su familia le había devuelto la presencia de ánimo y me habló con ilusión de sus sueños aplazados: vestirse a la última moda, bailar en un carro alegórico en el carnaval de Sitges, trabajar de sobrecargo en una aerolínea y visitar las principales capitales de Europa. Eran sueños vulgares de niña boba, pero la dejé explayarse a sus anchas para darle tiempo de actuar al sildenafil. Después recomencé la seducción, que Nadira ansiaba tanto como yo, y gracias a mi tacto paternal pude iniciarla en el sexo con un desfloramiento casi indoloro. Tal vez no gozó mucho en el primer polvo, pero en los dos siguientes ya relinchaba de gozo. Dotada por la memoria genética de su raza con una estupenda oscilación de caderas, sabía por intuición lo que una mujer occidental tarda 20 años en aprender.
Cuando se marchó me sentí como un aristócrata decadente que en un rato de ocio ha tenido el capricho de tirarse a una mucama. Nadira ocupaba un lugar secundario en mi escalafón jerárquico de amantes, pero de cualquier manera, en las siguientes semanas me la seguí cepillando cuando podía darse escapadas a mi piso, sin dejar de sofocar, por supuesto, los ardores climatéricos de doña Mercé, que venía a verme sin previo aviso cuando su apretada agenda social se lo permitía. Una me daba el ímpetu y la frescura de la juventud, los galopes frenéticos de una sensualidad indómita, la otra el bouquet del licor añejo y el refinamiento vicioso de la oligarquía. Con Nadira era un maestro, con Mercé un alumno más bien inocente y atolondrado. La niña pakistaní aprendió con rapidez las conjugaciones verbales del catalán gracias a las lecciones de gramática parda que le impartí en el clítoris. La dama de sociedad, en cambio, me enseñó a pecar con cinismo, a reírme de la decencia pequeñoburguesa, a vestir con elegante desenfado, a mirar al vulgo desde el palco de un dandi.
Pero la mayor parte del placer que obtenía con ambas —debo reconocerlo aunque suene ruin— era constatar polvo tras polvo la progresiva hinchazón de mi orgullo, un orgullo obeso que a esas alturas ya no me cabía en el cuerpo. Otros hombres adoran tanto a las mujeres que se olvidan de sí mismos en el trance erótico. Yo jamás me excluí de esas saturnales: al contrario, para gozar a tope mi protagonismo decidí grabar en vídeo nuestras cópulas, sin pedir permiso a ninguna de las dos. Escondía la cámara en la repisa más alta del librero, entre los gruesos tomos de mi enciclopedia Salvat, procurando iluminar la alcoba lo suficiente para lograr una toma de buena calidad. Follar ante ese ojo indiscreto me azuzaba a hacer guarradas, y por consecuencia, tanto la criada como la marquesa gozaron hasta el delirio mi perversión secreta. Pero lo más gratificante venía después, cuando miraba los vídeos a solas, deleitándome en la contemplación, no de los cuerpos que había poseído, sino de mi propio desempeño en la cama. Narciso posmoderno, lo que más me fascinaba de esa pornografía casera era verme de pronto con el nabo erecto cuando cambiamos de postura. Ellas eran un mero instrumento para glorificar mi pene, para ceñirle la diadema de emperador y pasearlo en triunfo por las calles de Roma.
Pero regir la conducta por las veleidades del escroto es un error que tarde o temprano se paga con sangre. Mi romance con Nadira llevaba dentro el germen de su propia destrucción. Al mes de haber comenzado a acostarnos, comenzó a incordiarme porque le resultaba cada día más difícil burlar la vigilancia de su hermano Zulficar para reunirse conmigo. Había inventado que tomaba unas clases nocturnas de catalán en el centro de normalización lingüística de la calle Marina, pero su hermano ya barruntaba que tenía un novio español, quizá por verla tan contenta, y Nadira temía que un día cualquiera la siguiera hasta mi piso. ¿No creía yo que era el momento de abrirnos de capa y hablar con su familia? Después de haber perdido la virginidad conmigo, ella no podría casarse ya con el novio pakistaní que le habían asignado, so pena de padecer un escandaloso repudio. Pero su padre quizá me perdonase la afrenta de haberle arrebatado la doncellez, si yo adoptaba la fe de Mahoma para casarme con ella.
—¿No crees que vas demasiado aprisa, mi amor? —traté de imponerle cordura—. Apenas llevamos un mes juntos y en España las parejas tardan mucho en conocerse. No debemos precipitamos en algo tan delicado. Tú debes ser libre para gozar la vida, no para engancharte a tu primer amante. Eres muy joven y debes tener otras experiencias antes del matrimonio.
—¿Quieres compartirme con otros? —me miró con odio.
—No digo eso, digo que debes casarte cuando seas mayor.
—¿Qué clase de amor es ese? —protestó iracunda—. Lo que pasa es que tú no me quieres, nunca me has querido.
—Te quiero, pero no debemos jodernos la vida solo porque lo manda una estúpida religión.
—Yo no puedo escapar de ella, y tú lo sabes. Creí que de verdad tenías pantalones para enfrentarte a mi familia, pero veo que sólo querías llevarme a la cama, ¿verdad, cerdo?
Recibí una andanada de puñetazos en el pecho y tuve que sujetarla por las muñecas.
—Basta ya, Nadira, te estás poniendo muy borde. Yo quise ayudarte a ser libre, pero no te has dejado ayudar. Si no puedes separarte de tu familia es problema tuyo, pero no me eches a mí la culpa de que te tengan acogotada.
Ñ iCobarde, hijo de puta, me engañaste con tus promesas!
—Deja ya de joder y sal de mi casa ahora mismo, antes de que me cabree de verdad
La eché de mi piso con malos modos, como se despide a una sirvienta ladrona, y luego me serví un buen fajazo de Cardenal de Mendoza, para adormecer mi sentimiento de culpa, que por fortuna fue leve y fugaz. Menuda lagarta, ya quería boda y todo, pensé al serenarme. Claro, como ve que tengo un piso en una de las mejores zonas del Exaimple, ha dicho "aquí hay pasta", pero yo no he trabajado toda la vida para mantener a una mora cutre. Que se remiende el virgo con un cirujano y haga cornudo a su novio de Pakistán.
El sábado fui a Solsona a visitar a mis padres. Con el oxígeno de los bosques se disiparon todas mis tensiones, porque un paisaje límpido tiene la virtud de colocar el espíritu muy por encima de las miserias terrenales. El orden de ese pueblo encantador era el antídoto ideal contra el caos que me amenazaba. De vuelta a la ciudad, guardé el auto en el parking subterráneo de la calle Diputación, donde tengo comprado un lugar a perpetuidad, y cuando iba subiendo las escaleras me cerró el paso el hermano de Nadira, armado con un tolete. Soltó un gañido visceral, masculló unas palabras en su lengua y me derribó de un golpe dirigido a mi cabeza, que apenas logré atajar con los brazos en cruz. En el suelo me siguió pateando y apaleando, mientras yo me cubría la cabeza con los brazos, oyendo con los nervios erizados su retahíla de maldiciones. Después del cuarto o quinto varapalo ya no sentí los golpes, ni tenía voz para quejarme. En el fondo de la conciencia quizá creía merecer esa muerte canallesca. Zulficar no se contuvo hasta verme convertido en un bulto sanguinolento. Me quedé tirado más de una hora, con las piernas y los brazos molidos, hasta que otro pensionado del aparcamiento vino en mi auxilio.
—Pero qué barbaridad, ¿lo han asaltado? La culpa es del vigilante, que sale al bar y deja abierta la puerta de la cochera.
Gracias a Dios no tenía fracturadas las piernas, solo un par de costillas rotas, y pude caminar por mi propio pie, la cara de santo cristo hinchada y tumefacta, hacia el ambulatorio de la calle Roger de Flor, donde me atendió el abnegado médico de guardia. Temía haber sufrido lesiones en el cerebro, porque me costaba trabajo enfocar las imágenes, pero el galeno me aseguró que la vista borrosa era producto del aturdimiento. De vuelta a casa me tomé dos copas de brandy al hilo. El efecto revulsivo del alcohol trocó mi resignación en coraje. Fanáticos de mierda, venían a España a imponer sus malditas leyes de honor. Yo no era culpable de nada por haberme tirado a esa putita, más bien debería agradecerme que la hubiera espabilado un poco. Felicité a Aznar por haber bombardeado Irak. ¡Mano dura, José María! ¡Acaba de una vez con esa progenie maldita! Después del cuarto brandy medité mi venganza con la rabia más reposada. No quise denunciar al hermano de Nadira en la comisaría, él y su hermana necesitaban un golpe más artero. Busqué en la web uno de los sitios pornográficos que más frecuentaba en mis épocas de pajolero, amateurxworld, y en la sección de porno casero colgué uno de mis vídeos íntimos con Nadira, al que puse por título "Tiernita pero glotona". Te lo ganaste, ayatola, ahora todo el mundo sabrá cómo se la come tu hermana.
Sólo cobré conciencia de la temeridad que había cometido cuando desperté al día siguiente con una resaca mortal. Entre las brumas de la jaqueca y las punzadas de la golpiza recordé que tenía arrumbada en el trastero la pistola Beretta 92 que mi tío abuelo Casimiro me regaló poco antes de morir. Antiguo anarquista sobornado por sus patrones, en la guerra civil Casimiro fue pistolero de la falange y después trabajó como guardaespaldas al servicio de una opulenta familia gerundense. De niño me llevaba a cazar pichones, y trató en vano de que yo siguiera la carrera militar. Nunca antes había tocado su pistola, pero apenas la tuve en el puño me sentí alzado en hombros, como si hubiera inhalado una raya de coca. Era como tener en la mano un atributo divino, la maza de un juez que fulminaba sentencias inapelables. Llené el cargador, me la guardé en la bolsa interior del traje y salí a la calle con la sensación de haberme lanzado al infierno en un tobogán. Los peatones miraban con asombro mi rostro desfigurado y yo sentía que el enemigo mahometano me acechaba detrás de cada esquina. No estaba de humor para tomar el autobús, donde los apretujones podían lastimarme las costillas, ni tampoco para coger el coche. Con la seguridad altanera de los hombres armados hice a un lado de un empellón a un cretino que trató de ganarme un taxi.
—Pero qué te pasa, animal, yo le hice la señal primero —protestó.
Solo tuve que abrirme el saco discretamente para enseñarle la cacha de la pistola. Empezaba a reinar el caos en mis glándulas, pues al ver su cara de pánico tuve una erección natural.
De miércoles a sábado, Bulmaro esperaba despierto a Romelia hasta las dos de la mañana, cuando volvía a casa después de la variedad, pero esa noche dieron las dos y media y la mulata no llegaba. ¿Habría prolongado el show por algún motivo? ¿Se habría encontrado algunos amigos que le invitaron un trago? Harto de la inmunda programación para desvelados (gitanas que leían el tarot, chismes calumniosos de la farándula, soporíferos documentales científicos), Bulmaro apagó el televisor con el control remoto y se quedó a oscuras con sus pensamientos. Estaba intranquilo y rabioso, pues había recibido esa misma tarde un correo electrónico vejatorio de su hermana Tania:
¿No piensas venir a la ceremonia de graduación de tu hijo Efrén? Tu ex mujer no se atreve a reclamarte nada pero yo sí: te estás portando como un cerdo, hermanito. Para darte la gran vida con esa piruja te sobra el dinero, pero cuando se trata de cumplir un compromiso familiar no puedes pagarte un pinche boleto de avión. Siempre fuiste mezquino pero con la edad te estás volviendo un monstruo de egoísmo. ¿Te parece correcto que Efrén vaya a la ceremonia en calidad de huérfano? ¿No te da vergüenza ir por la vida salpicando fango? Sigue viendo los atardeceres del Mediterráneo, sigue malgastando el patrimonio de tus hijos, sigue hundido en ese albañal de lubricidad y cinismo, pero te lo advierto desde ahora, imbécil: cuando seas viejo y necesites el cariño de tus hijos, te van a dejar pudrirte en la soledad.
Hija de la chingada, ¿con qué derecho se ponía a darle lecciones de paternidad responsable? ¿Quién carajos la había nombrado albacea moral de su sobrino? Efrén era un buen muchacho y comprendía perfectamente que no pudiera viajar a Veracruz para el baile de graduación. Ni que fuera millonario para cruzar el Atlántico en cada festejo familiar. Pero esa perra no soportaba la felicidad ajena y tenía que entrometerse como un policía en la conciencia de los demás, para imponer su ley a punta de macana. Claro, como la pobre idiota venía arrastrando 15 años de frustración sexual, desde que la dejó el marido, y se había afiliado a los Testigos de Jehová en vez de buscarse un amante, no podía perdonarle que se hubiera atrevido a romper con el clan para largarse a Europa con el amor de su vida.
Debía reconocer, sin embargo, que la cabrona conocía de sobra sus flancos débiles y había adivinado cuánto le pesaba no poder acompañar a Efrén en la fiesta de graduación. Para un chavo de su edad, la presencia paterna en esa clase de ceremonias era muy importante. Pobrecito, pensó, debe sentir que le estoy fallando, y recordó con nostalgia la primera vez que lo llevó al estadio de futbol a ver un juego de los Tiburones Rojos contra las Chivas. Qué feliz estaba en el graderío, agitando su matraca y coreando las porras, fascinado de colarse por un momento al mundo de los adultos. Y cómo se le iluminaba la cara cuando le explicaba el funcionamiento de los motores en el taller mecánico. Los niños buscaban todo el tiempo la aprobación paterna, tal vez porque era la principal fuente de su autoestima, y Efrén, cuando era niño, lo tenía conceptuado como un ídolo. ¿Pensaría que ahora lo estaba despreciando por haberse largado a España con una vieja? En las charlas telefónicas nunca le reprochaba nada, era demasiado noble para eso, pero quizá se estuviera guardando el resentimiento. Ante la posibilidad nada remota de que su hijo pudiera dejar de quererlo, Bulmaro tuvo un acceso de llanto. Perdóname, Efrén, no estoy lejos por capricho, una tempestad muy fuerte me trajo hasta acá. El día en que te rindas al amor con los brazos en cruz, el día en que una mujer se vuelva tu verdadera patria, entenderás el poderoso motivo de mi destierro. Soy un irresponsable, no lo niego, y mi romanticismo debe olerte a la suciedad del agua estancada. Pero tengo la íntima convicción de que sólo vine a este mundo para acostarme con ella.
Después de enjugarse las lágrimas con un pañuelo, echó un vistazo al despertador: casi daban las tres y Romelia no había llegado. Desechó la idea de llamarla al celular, porque no quería comportarse como un papá regañón. Era natural que trabajando en el mundo de la bohemia se corriera juergas de vez en cuando. Pero los negrotes de su conjunto musical siempre la habían inspirado recelos y no pudo evitar la sospecha de que a esas horas, por una mezcla de antojo y compañerismo, estuviera atrinchilada con un morenazo en el sofá de su camerino. Pinches cubanos, tenían fama de cogelones, y en un descuido se la podían bajar. Pero calma, no debía inquietarse tanto por un leve retraso, Romelia sería muy caliente, pero no tenía carácter de mancornadora, ni motivos para engañarlo, pues él se desvivía por atenderla en la cama.
Como al cuarto para las cuatro oyó un coche que se detenía afuera del edificio: asomado por una rendija de la persiana vio bajar a Romelia de un flamante Audi color hueso, escoltada por un tipo de buena planta, alto y delgado, vestido con un traje blanco de lino, la melena entrecana recogida en una cola de caballo. Al ver como le ayudaba a bajarse del coche y la tomaba del brazo para acompañarla a la puerta del edificio, Bulmaro tuvo un agudo escozor en las tripas. Hijo de puta, manoseándola enfrente de mi casa. ¿Y ella por qué le permitía esas confiancitas? Volvió corriendo a la cama y se hizo el dormido, para evitar una desagradable confrontación con ella. Romelia se deslizó al baño en completo sigilo, pero antes de que se metiera a lavar los dientes, Bulmaro alcanzó a percibir el perfume alcohólico de su aliento. Lo mismo hacía mi mujer cuando yo regresaba pedo de mis parrandas: fingirse dormida y tragarse el coraje —pensó antes de dormir—. Tarde o temprano uno paga con sangre todas las cabronadas que hizo.
A la mañana siguiente, en la charla del desayuno, procuró comportarse con naturalidad, para no dar muestras de celos.
—Qué tarde llegaste anoche. Te estuve esperando hasta la una pero luego me quedé dormido. ¿Anduviste de parranda?
—De parranda, no, me quedé platicando con Wilson Medina, un productor venezolano que está buscando nuevos valores para su disquera.
—¿Es un tipo importante?
—Sí, tiene su propio estudio en Miami y ha lanzado muchos discos de buenos artistas: Song by four, Bacilos, Elvis Crespo...
—¿Y te ofreció algo?
—Está formando un grupo y necesita una vocalista de buena presencia. Pero la música que canto le parece un poco anticuada. Dice que si quiero pegar en la radio debo grabar un álbum de reggaetón.
—Tú odias esa basura, ¿no?
—Sí, pero el idealismo no me ha servido de nada. Ya ves cómo estoy, comiéndome un cable con mi sueldito del bar —Romelia suspiró con tristeza—. Si quiero entrar a las grandes ligas tengo que hacer algunas concesiones. Wilson dice que primero debo dar un buen campanazo y después, cuando ya tenga un nombre, me podré dar el lujo de cantar lo que yo quiera.
—Pues entonces ni hablar, aprovecha la oportunidad. Ojalá me sigas queriendo cuando te hagas famosa.
—Claro que sí, tontito —Romelia se acercó a darle un beso, con la bata de dormir entreabierta, y Bulmaro no desperdició la ocasión de acariciar sus ubres imperiales. Quiso pasar a mayores, raspándole el pubis con la verga parada, pero ella lo rechazó con suavidad.
—Ahorita, no, chico, estoy muy cansada —dijo, y se alejó bostezando rumbo a la cocina.
Qué extraño, Romelia jamás rechazaba un palito mañanero. ¿Estaría muy fatigada por el servicio que le había dado al venezolano? Su voz no era nada del otro mundo, era evidente que ese cabrón se la quería coger, si no lo había hecho ya, como requisito previo para grabarle el disco. Dolido por el desaire de su erección, Bulmaro la siguió a la cocina, donde tomó un plátano de la bandeja de fruta.
—¿Qué crees? Ayer, mi hermana Tania me mandó un mail furibundo para reclamarme que no voy a estar en la graduación de Efrén.
Como Romelia se mostró muy interesada en el chisme, Bulmaro la llevó al estudio para enseñarle el correo de Tania en la pantalla de su computadora. Cuando leyó los insultos contra ella, Romelia soltó una carcajada.
—Parece una predicadora de pueblo. Y la pobre te tiene una envidia espantosa.
—¿Verdad que sí? Pero de cualquier modo, su regaño me deprimió. La verdad es que me encantaría estar con mi hijo en su graduación.
—¿Y por qué no tomas un avión a México? Siempre te estás quejando de que extrañas tu querido terruño, ¿no? Pues aprovecha y tómate unos días para visitar a la familia.
Romelia sabía de sobra que sus maltrechas finanzas no le permitían esos lujos. Con la venta de viagra pirata apenas estaba sacando mil euros mensuales, menos de la mitad de lo que ganaba en Veracruz con su taller. ¿Por qué le proponía entonces algo tan absurdo? ¿Empezaba a cansarse de una convivencia tan estrecha? ¿O quería quitárselo de en medio unos días para ponerle el cuerno con el venezolano sin tener que jugar a las escondidas?
—No puedo estar yendo y viniendo a cada rato, ya te lo he dicho —dijo malhumorado—. Cada uno de esos viajes cuesta una lanota.
Hasta entonces, Bulmaro había confiado en la fidelidad de Romelia. El hecho de que anduviera con un prángana como él acreditaba su desinterés, pues un forro de su categoría no tendría dificultades para cazar a un millonario. Pero deseaba tanto el triunfo artístico —si se le podía llamar así al éxito prefabricado por la mercadotecnia— que tal vez se prostituyera por obtenerlo, o quizá Wilson le gustara de verdad, no en balde era un apuesto galán con aires de play boy. Y él había sacrificado su taller, su vida familiar, su entrañable flota de amigos jarochos, por una putilla ambiciosa que tal vez ya hubiera comenzado a engañarlo. Tenía que surtir esa mañana cuatro pedidos de viagra en distintos puntos de la ciudad, pero la amenaza que pendía sobre su cabeza era demasiado grave. Ya tenía cuando menos una cornamenta virtual, y necesitaba hacer pesquisas para comprobar si era real.
A mediodía salió a la calle con su maletín, como si fuera a visitar clientes, pero se quedó agazapado detrás de un contenedor de basura. Romelia salió media hora después, con ropa deportiva, el pelo recogido en una red, y la siguió a prudente distancia hasta el gimnasio donde hacía pilates. Todo el día anduvo tras ella como un sabueso, en el súper, en el dentista, en la escuela donde tomaba clases de vocalización, espiándola desde teléfonos públicos y terrazas de bares, la cara tapada con un periódico, sin descubrir nada sospechoso en sus actividades diurnas. Pero el peligro mayor era la libertad que tenía en la vida noctámbula. Después de cenar solo en casa, donde revisó todos los correos electrónicos de Romelia, sin hallar pruebas inculpatorias, a medianoche salió a la calle con lentes negros, embozado en las solapas anchas de su chaqueta de cuero. Como era viernes, el Antilla Cosmopolita ya estaba lleno hasta el tope. Gracias a la muchedumbre pudo pasar inadvertido y subió con rapidez a la planta alta, un balcón interior con vista al escenario, donde pidió un mojito en la barra. Escondido tras una columna de hierro, procuró aislarse del bullicio circundante como un monje cartujo en medio de un carnaval. Cuando el instructor de salsa terminó de hacer una coreografía con su dócil rebaño de aprendices, las luces se apagaron y Romelia salió al escenario con el grupo Caña Brava. Llevaba una playera de chaquira cortada a la altura del ombligo y una escueta minifalda de mezclilla, que exponía a la lujuria colectiva el portento de sus muslos.
Cuando tú me besas algo se me va,
se me va la fuerza de la voluntad,
me da un cosquilleo y lo siento aquí,
me da un cosquilleo y lo siento acá...
Aunque su voz débil apenas lograba imponerse al sonido de los instrumentos, el público encandilado con su contoneo lascivo ni siquiera notaba ese defecto. Cuando iba en la segunda canción entró al bar Wilson Medina, con una finísima guayabera color hueso, el Rólex de oro refulgiendo en la muñeca. El capitán de meseros lo llevó a la mejor mesa de pista, a unos pasos del escenario, donde ya tenía servida una botella de champaña. Lo trataban a cuerpo de rey, y él aceptaba las atenciones con displicencia, acostumbrado sin duda a partir el queso en todas partes. Desde su mirador, Bulmaro vio con indignación que Romelia le mandó un beso y después, ignorando al resto del público, le prodigó miradas pícaras mientras cantaba: "Ven, devórame otra vez", con una cortesía lambiscona que rayaba en la insinuación sexual. Como en sus fiestas íntimas habían bailado mil veces la misma pieza, como aperitivo del coito, Bulmaro se sintió traicionado por partida doble. Pero lo peor vino después, al terminar la variedad, cuando Romelia, después de un rápido duchazo en el camerino, se fue a sentar en la mesa del venezolano. Brindis, risas, coqueteos, apretoncitos de manos al prenderle el cigarro.
El segundo conjunto de la noche, la Sonora Camagüey, arrancó su show con "Lágrimas negras" y Wilson, por supuesto, la quiso bailar pegadito con Romelia, sin romper el abrazo cuando empezó la parte movida de la canción. Hasta le metía el muslo en la entrepierna para darle rozones. Poco le faltaba para cogérsela en medio de todo el mundo. Y ella ¿por qué no se daba a respetar, carajo? “Cuando me comprometo con un hombre yo no me fijo en nadie —juraba en sus horas de ternura—, para mí el amor es algo muy serio”. Mentira, como todas las aspirantes al estrellato se concedía licencias para talonear. Vende caro tu amor, aventurera. Bailaron tres piezas más y luego volvieron a la mesa para refrescarse con el champán. Terminada la botella, cuando Bulmaro se esforzaba por reprimir las ganas de bajar a partirle la madre a su rival, Wilson retiró la silla a Romelia, la cogió del brazo con el aplomo de un caballero largamente fogueado en lides amorosas, y escoltados por el capitán de meseros se abrieron camino entre las parejas de bailarines hacia la salida del antro. Bulmaro corrió a la planta baja, abriéndose paso a empujones, pero había tal gentío en las escaleras y en la pista de baile que cuando logró llegar al vestíbulo, la pareja ya se había subido al Audi de Wilson. Desde la acera los vio partir hacia la parte alta de la ciudad. Hubiera querido parar un taxi para pedirle que siguiera a ese auto, como en las viejas películas policiacas, pero a esa hora la avenida Roma estaba desierta. Derrotado y contrito, tardó más de una hora en volver a casa en el atestado autobús nocturno, odiándose más que nunca por haber faltado a la graduación de Efrén.
Romelia no había llegado cuando entró al departamento. Con un trago de tequila y una canción de José Alfredo Jiménez como fondo musical (y cuando al fin comprendas, que el amor bonito lo tenías conmigo) Bulmaro se trató de arrancar las banderillas del lomo. La única salida digna que le quedaba era mandarla al carajo sin contemplaciones. Imaginó su triste regreso a Veracruz, arruinado, enfermo de misoginia y con los sueños hechos jirones. Un gélido departamento de soltero en una colonia de medio pelo, borracheras en los portales con sus compañeros de farra, la alegría de sus hijos como único antídoto para la grisura de la vida. Piadosa como un áspid, su hermana Tania iría corriendo a ofrecerle como consuelo la lectura de la Biblia y estaría tan bocabajeado que tal vez aceptara ingresar a su secta. Con suerte encontraría a una mujer anodina que le hiciera buenos guisos y lo ayudara a sobrellevar la sensación de fracaso. Pero después de haber tenido la gloria en los puños, después de naufragar en un mar de llamas, ¿cómo resignarse a vivir a ras de suelo, en la atonía existencial de la clase media veracruzana? No, darse por vencido tan pronto sería un suicidio. Romelia quizá solo estaba siendo gentil con un pez gordo de la industria disquera. Y viendo las cosas fríamente, haber salido del antro con Wilson no era una prueba contundente de infidelidad. Quizá solo habían ido a un bar menor ruidoso para discutir las condiciones de su contrato.
Ojalá hubiera sido tan ingenuo para creer de verdad en esa conjetura, pues apenas la formuló, el recuerdo de la pareja acaramelada en la pista del antro reabrió sus llagas. No inventes mentiras piadosas, esos dos se están burlando de ti, si te quedan huevos defiende tu honor al estilo Jalisco. Hay injurias que solo pueden lavarse con sangre. Loco de rabia marcó el celular de Romelia, dispuesto a vomitarle su rencor: lo había apagado, claro, un teléfono sonando siempre era un estorbo para coger. Debió haberla maldecido en pleno tugurio, delante de todo el mundo, romper una botella de cerveza y lanzarse a la yugular de Wilson. Pero eso sí, la hipocritona de mierda no soportaba que él le viera las piernas a una mesera. Claro, todas las putas de su calaña jugaban con dos barajas, ahí estaba como ejemplo la novia del pobre Juan Luis. Dizque muy decentita, pero solo quería entretenerse un rato mientras esperaba el regreso de su camote chileno. De seguro ella y Romelia se contaban todas sus aventuras muertas de risa, mofándose de los idiotas que les rendían pleitesía. Un plomazo a quemarropa, eso era lo que ambas se merecían.
Pero calma, se estaba comportando como un villano de melodrama barato. ¿Quién iba a decirle que su vida se acabaría pareciendo tanto a una película de rumberas? Poco le faltaba para seguir los pasos del marido engañado que estrangulaba a Ninón Sevilla en Sensualidad. Aquellas vampiresas del trópico tenían sin duda un aire de familia con Romelia, no sólo por los ritmos caribeños que bailaban, sino por su afición a destruir hogares. Pero los tiempos habían cambiado. En la época de las relaciones volátiles, los swingers, y la anarquía sexual no podía seguir el anticuado patrón de conducta de los amantes celosos que castigaban a tiros los deslices de sus queridas. Tenía que deglutir ese trago amargo, aceptar con espíritu deportivo que Romelia había sucumbido a una tentación, y tratar de retenerla con la mejor arma que le quedaba: su virilidad. Para darse ánimos fue a la cajonera donde la traidora guardaba sus prendas íntimas y aspiró con deleite un puñado de pantaletas. Si Romelia se estaba acostando con otro, si había montado en su vagina un concurso de oposición, debía aceptar el reto y darle una tremenda cogida para conservar la plaza. Las comparaciones eróticas eran odiosas, pero en este caso podían beneficiarlo. Quizá fuera irrealizable ya su anhelo romántico de gozarla en exclusiva. Pero aunque ella rodara por muchas camas opulentas en su camino al éxito, tendría cuando menos el orgullo de ser el soldado favorito del regimiento, el padrote doméstico a quien se tiraba por gusto.
Romelia volvió poco antes de la madrugada y de nuevo Bulmaro se fingió dormido para evitar el papelón de marido celoso. Esta vez no necesitó interrogarla en el desayuno, pues ella misma se apresuró a dar explicaciones no pedidas:
—Ayer Wilson me llevó a conocer a los músicos del conjunto que quiere formar. Son unos chicos panameños que hacen una fusión muy chévere entre el hip hop y el merengue. Nos desvelamos porque terminaron de tocar hasta las cuatro en una sala de fiestas de Hospitalet.
Bulmaro no creyó una palabra de su oficiosa excusa, y contuvo en la punta de la lengua una acusación de infidelidad. Mientras ella se bañaba procuró transformar su resentimiento en lujuria, una operación de alquimia sentimental difícil de realizar para un amante aterciopelado como él, que jamás había tenido instintos sádicos. Varias veces Romelia le había dicho que un poco de rudeza en el sexo podía calentarla el doble, pero él siempre se había contenido por temor a lastimarla. Ahora tenía que olvidar sus escrúpulos de caballero para darle un escarmiento bestial. Cuando salió del baño envuelta en el albornoz, la embistió con mordientes besos en el cuello, estrujándole las nalgas como un hombre lobo, mientras le susurraba al oído injurias obscenas. Gratamente sorprendida por el asalto, Romelia se le colgó del cuello, las piernas enroscadas en la cintura.
—¿Estás enojado conmigo, papi?
—Sí, putita, te voy a castigar por andar de trasnochadora —Bulmaro se la llevó cargando hasta la recámara, donde la arrojó al colchón con brutalidad.
—Ay qué malo —Romelia soltó una risilla—, enojado te ves más guapo.
La puso bocabajo con bruscas maneras de violador, para cogérsela como lo que era: una perra libidinosa. Pero en vez de prestar atención a su desnudez húmeda y palpitante, trató de sugestionarse para obtener una erección de hierro, consiguiendo lo contrario de lo que buscaba: espantar la sangre de sus cuerpos cavernosos con el temible efecto del gatillazo. “Hijo de puta ¿cómo puedes hacerme esto ahora?” reclamó a su blandengue instrumento. “Yo a la fuerza no hago nada, ve a darle órdenes a tu abuela”. “No la chingues, cabrón, por tu culpa se va a largar con el venezolano”. “Te lo mereces por pendejo, ¿quién te manda presionarme?”. “Hazme el paro, te lo suplico, no quiero volver derrotado a Veracruz”. “Déjame en paz, ¿no ves que estoy durmiendo la siesta?”.
Para ganar tiempo hundió la cabeza entre las piernas de Romelia y le hizo un cunnilingus de compromiso. En principio ella disfrutó la faena, pero al cabo de tres o cuatro minutos exigió con impaciencia:
—Métemela ya, papi.
—Perdona, se me bajó la erección —tuvo que confesarle Bulmaro, morado de vergüenza.
—Creí que estabas muy arrecho.
—Quién sabe qué me pasó, disculpa.
—Entonces vamos a dejarlo para después —dijo Romelia, disimulando su decepción con una sonrisa compasiva.
Aunque ella no le dio mayor importancia al percance, para Bulmaro tuvo proporciones trágicas. Había llegado a la cama vencido de antemano, como un deportista segundón que se achica ante los rivales fuertes. ¡Cuánto le pesaba la sombra de Wilson! Estaba seguro de que la noche anterior se había cogido a la mulata como un gorila. Romelia ya sabía quién era mejor amante y no tardaría en largarse con él. Quizá pudiera intentarlo de nuevo más tarde, cuando su pito le hubiera levantado la huelga. ¿Pero cómo coger despreocupadamente con esa presión encima? Comieron juntos en El Mesonet, Romelia muy alegre y dicharachera, Bulmaro bebiendo un vaso de vino tras otro, encorvado y con cara de pésame.
—Mañana comienzo a ensayar con el grupo panameño. De este lunes en ocho tengo la audición con los ejecutivos de la disquera y Wilson quiere que nos acoplemos rápido.
—¿Podrías olvidarte un minuto de Wilson? —protestó Bulmaro, envalentonado por el trago—-. Llevas tres días hablando de él a todas horas. Solo te falta poner su foto en un altar y rezarle el Padre Nuestro.
—Me ha dado la oportunidad más importante de mi carrera, es natural que esté agradecida.
—¿Le agradeces que te quiera explotar? Por favor, Romelia, no seas ingenua. Es un vil mercachifle, como todos los productores de discos.
—Y tú eres un envidioso de mierda, ¿Qué te pasa, idiota? ¿Estás de malas porque no se te paró?
El rotundo tapabocas de Romelia lo dejó mudo el resto de la comida y como la mulata siguió enfurruñada toda la tarde, ni siquiera pudo intentar sacarse la espina con un palo vindicador. Ante la pantalla de su computadora, mientras respondía los mensajes de su clientela, Bulmaro se sometió a una severa autocrítica. Nada ganaba respirando por la herida, se estaba portando como un celoso patético. En el fondo le daba miedo volver a exponerse al ridículo si trataba de coger con Romelia, y tal vez había provocado el pleito para eludir ese riesgo. Por ese camino iba directo a la ruptura, tenía que hacer algo para restablecer la concordia. En los días siguientes, durante los cortos intervalos que Romelia pasó en casa, cuando los ensayos con el grupo panameño le dejaban un tiempo libre, Bulmaro hizo un gran esfuerzo diplomático por hacerle sentir que la posibilidad de su éxito le alegraba tanto como a ella. El martes a mediodía, cuando Romelia depuso el gesto huraño, intentó sellar la reconciliación en el sofá de la sala. La mulata era un material inflamable y bastó con darle un pellizco en el trasero, para que se le montara encima con un apetito voraz. Pero lo angustiaba demasiado el temor al fracaso y de nuevo perdió la erección a la hora buena.
—¿Ya no te gusto, mi vida? —preguntó Romelia, afligida.
—Perdona, tengo un bloqueo psicológico, ya se me pasará.
Estaba tan compungido que se encerró a llorar en el baño, como un mutilado de guerra recién salido del quirófano. Una maldición llamada Wilson Medina le había robado la capacidad de soltar el cuerpo, el temple de ánimo necesario para sucumbir a la hipnosis de la belleza. Podía tomar viagra, pero el temor a contraer una dependencia psicológica lo disuadió de probar la pastilla. Apenas tenía 46 años, era demasiado joven para necesitar esas andaderas químicas y su código ético de mafioso en ciernes le prohibía volverse adicto a la mercancía que traficaba. Solo un marica podía necesitar drogas para cogerse a un pimpollo como Romelia. Ánimo, Bulmaro, no te flageles, tú siempre le has cumplido a tus viejas, una mala racha la tiene cualquiera. Después de pasar toda la noche del miércoles recitando mantras hindúes para anular la tiranía de la voluntad, un remedio contra la impotencia recomendado por la Wikipedia, el jueves, armado de fe, intentó de nuevo acariciar a la mulata cuando despertó de su siesta vespertina. Pero esta vez fue ella quien lo detuvo en seco.
—¿Estás seguro de que tienes ganas?
—Me muero por ti, preciosa.
—¿Y crees que puedas?
Bulmaro tragó saliva, ofendido por la pregunta.
—No sé, pero quisiera intentarlo.
—Mira, mi cielo, te veo muy nervioso y no quiero que te pase lo del otro día, cuando te metiste a llorar al baño —arguyó Romelia en tono maternal—. Comprende, chico, que para una mujer eso es muy deprimente. Yo no quiero tragedias en mi cama. El sexo es un juego y hay que jugarlo con alegría. Haz ejercicio, quítate el estrés y otro día que estés más relajado volvemos a intentarlo, ¿de acuerdo?
Su rechazo hundió a Bulmaro en la desolación. Ya no le daba siquiera la oportunidad de recuperar la confianza en sí mismo. Había elegido, sin duda, la chequera de Wilson, y esa negativa era la antesala de un rompimiento seguro. Perdiste el turno, imbécil, a la basura por impotente. La intolerancia de Romelia con las disfunciones masculinas denotaba quizá falta de amor, pero era natural en una mujer joven y voluptuosa. Deploró vivir en una época en que la obsesión por el rendimiento sexual deshumanizaba las relaciones de pareja. Sus padres, por ejemplo, debieron haber pasado largas temporadas de abstinencia y sin embargo siguieron juntos hasta la muerte. Claro, se tenían cariño de sobra para subsanar las inapetencias del cuerpo. Pero él tenía otros valores y desde el momento en que abandonó a su mujer para seguir a una hembra tan codiciada, había entrado en una feroz competencia de piratería hedonista, donde los amantes más vulnerables llevaban siempre las de perder. Si no se hubiera impuesto exigencias amatorias tan desmedidas jamás hubiera sufrido esa crisis de pánico escénico. ¿Pero quién podía mirar cruzado de brazos cómo le arrebataban a la mujer por la que había apostado su patrimonio?
No se atrevió a tocarla en los días que faltaban para la audición, pues ella estaba tan agitada que no tenía tiempo de ningún escarceo, en caso de haberlo consentido. Con el motor de la existencia en punto muerto, Bulmaro trabajó de sol a sol, surtiendo pedidos de viagra con una disciplina espartana. Si terminaba con Romelia ya no tendría ningún motivo para quedarse en Barcelona. Vivía en esa ciudad forzado por las circunstancias, y disfrutaba su belleza a regañadientes, predispuesto contra el paisaje. Pero ahora, condenado al retorno por la inminente pérdida de la mulata, sintió de pronto un apego insospechado por la ciudad. Se pasó una tarde tumbado en el césped del hermoso parque de la Ciudadela, otro día entró a curiosear al cementerio del Poble Nou, se dedicó a observar con mayor atención las herrerías barrocas de las fincas regias del Eixample y subió en teleférico hasta la cima del Montjuic. Ya no quería escapar de la escenografía que rodeaba a Romelia, ni le molestaba sentirse fuera de lugar en ese mundo, porque ahora comprendía que el amor era un exilio sin retorno, una voluntad temeraria de andar a ciegas en tierra extraña.
El lunes por la tarde se ofreció a llevar a Romelia a la audición, pero ella prefirió ir sola, alegando que su presencia la pondría nerviosa. No quiere juntarme con Wilson, pensó, ya está preparando el terreno para mandarme al diablo y prefiere ahorrarse complicaciones. A pesar de sentirse excluido y despreciado, le deseó de corazón que pasara la prueba con aclamaciones. No era una fórmula de cortesía; quería de verdad que triunfara, con o sin él, resignado ya a desempeñar un papel episódico en su vida. Hasta llegó a fantasear que si por un milagro conservaba su amor, la seguiría a todas las giras como el marido de Celia Cruz, un zángano feliz y despreocupado que siempre vivió a la sombra de su mujer. Nada le importaría verla refulgir desde la sombra con tal de gozar un discreto protagonismo en su intimidad. Pero esa fantasía no llegaba siquiera al rango de esperanza: estaba seguro de que Romelia terminaría con él, quizá esa misma noche. Su amabilidad seca y tajante de los últimos días, consecuencia lógica de la hambruna sexual, indicaba a las claras que ya no lo soportaba. Más le valía entonces ir preparando el terreno para su regreso, y esa tarde, mientras daba sorbos a un caballito de tequila, se dedicó a revisar la página web de vuelos baratos en busca de una ganga para volver a México al menor costo. Ni modo, Bulmaro, hay que saber perder. Aunque ella te siga tolerando tú mismo debes retirarte por dignidad, como un guerrero acobardado que ya no tiene coraje para continuar la batalla.
A las once de la noche, cuando empezaba a adormecerse con un noticiero, oyó el ruido de la cerradura y saltó del sofá con una sonrisa expectante.
—¿Qué pasó? ¿Cómo te fue?
Romelia colgó su abrigo en el perchero, la mirada opaca y la boca fruncida en una mueca de ultraje. Sacudida por un borbotón de llanto se echó en los brazos de Bulmaro.
—Cabrones hijueputas, me engañaron. Van a lanzar al grupo con una cantante de Puerto Rico porque no les gustó mi timbre de voz. Ya tenían otra candidata y el mierda de Wilson no me lo dijo. La audición fue una farsa, lo tenían decidido desde antes.
—Tranquila, mi amor, hay muchas otras disqueras —Bulmaro le acarició el cabello y bebió sus lágrimas saladas—.Tarde o temprano el talento se impone.
—Qué cerdos. Me hicieron ensayar una semana para nada —sollozó Romelia—. Pero nunca vuelvo a caer en sus trampas. Prefiero quedarme en el bar y cantar lo mío.
—Calma, preciosa, es cuestión de seguir luchando —sin malicia, por puro instinto, Bulmaro deslizó las manos espalda abajo hasta dejarlas reposar en el firme culo de Romelia—. Ya verás que pronto te ofrecen algo mejor.
—¿De veras, papi? —sin dejar de llorar, Romelia apretó la vulva contra la naciente erección de Bulmaro—. ¿Crees que tenga otra oportunidad?
—Claro que sí, muchas. Las niñas bonitas como tú siempre tienen suerte. Pero mira nomás cómo me tienes. ¿Vamos a la camita?
Se desnudaron de prisa, con la piel en ascuas, y enredado con sus propios calzones, Bulmaro caminó dando saltos ridículos hacia la cama, donde Romelia, semidesnuda, llorosa, autocompasiva, lo jineteó con el furor del hambre postergada. Hicieron el amor tres veces con un entendimiento perfecto, sujetos a las crines de Pegaso para resistir en el aire los violentos espasmos de gozo, hasta caer rendidos de sueño cuando empezaba a clarear el alba. Bulmaro estaba feliz pero se había quedado con un resquemor. Todo parecía indicar que Wilson había engañado a Romelia para llevársela a la cama con el señuelo del estrellato. Estaba dispuesto a perdonarla si había cedido a su extorsión, pero quería saber la verdad por dolorosa que fuera. La mañana siguiente, mientras Bulmaro cocinaba una omelette para el desayuno, Romelia entró la cocina con un minúsculo juego de lencería, paseando con sencilla majestad el milagro de su hermosura.
—Gordita, quería preguntarte una cosa...
Bulmaro hizo una pausa reflexiva, tratando de elegir las palabras más suaves para no lastimarla. Tragarse la duda sería una falta de huevos imperdonable. Cornudo y agachado, qué vergüenza. Tenía derecho a una reparación de honor, a exigirle un mínimo de respeto para reconstruir su amor sobre bases sanas. La desconfianza podía torturarlo hasta enloquecer, pero le atemorizaba más aún escuchar una respuesta afirmativa. Si Romelia se declaraba inocente, quizá no pudiera creerle, pero comprobar su infidelidad sería una humillación letal.
—Dime, mi amor.
—¿Sabes dónde quedó el aceite de oliva?
Hacía un mes que esperaba en vano una señal de Laia y Juan Luis empezaba a perder la fe en los milagros. Había dormido mal, como de costumbre, y se metió a la ducha con la piel erizada de melancolía erótica. No podía darla por muerta y guardarle duelo, como le recomendaba Bulmaro, por temor a quedar prisionero en el mismo ataúd donde la enterrara. Tampoco buscar consuelo en brazos de otras mujeres, pues aún suponiendo que su verga rebelde, convertida en conciencia crítica, le permitiera esa regresión al hedonismo nihilista, temía que la ausencia de Laia le pesara más aún después de acostarse con una sustituta sin ángel. Estaba, pues, condenado a la combustión solitaria, a reptar en un peñasco de piedras filosas. Como todas las mañanas, al salir del baño llamó a Romelia, su intercesora, en busca de noticias que pudieran levantarle el ánimo.
—¿Hablaste con ella ayer?
—Sí, nos tomamos un café en un chiringuito del Poble Nou.
—¿Cómo está? ¿Piensa un poco en mí?
—No lo sé, Juan Luis, hablamos de otras cosas.
—¿Está contenta con el chileno?
—Parece que sí. Yo he tratado de meterte el hombro, chico, pero Laia tiene ideas fijas y sigue en sus trece.
—Decile por favor que venga por su anillo cuando quiera.
—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Yo en tu lugar me buscaría otra novia. Estás muy obsesionado con ella y eso te puede hacer daño. Si quieres te presento a una amiga.
—No, gracias, o ella o nada.
Juan Luis colgó abochornado. Necesitaba recurrir a la mediación de Romelia porque Laia ya no respondía a sus correos electrónicos, pero veía claro que ese recurso desesperado era inútil y enfadoso para la mulata. Estaba haciendo un papelucho de enamorado llorón, cuando la única salida digna sería largarse enseguida a Los Ángeles. Pero no quería sanar sino enfermarse más, refocilarse en la aflicción como un santo hincado sobre un brasero. Su dolor, a fin de cuentas, era un tributo a Laia, y prefería sufrir con voluptuosidad que cerrar la herida con una sensata resignación. Se había aficionado a desayunar carajillos de coñac, para tener bien templado el despecho, y después de sorber el primer trago puso en el ipod un viejo tango de Enrique Santos Discépolo: “Solo, increíblemente solo, vivo el drama de esperarte, hoy, mañana, siempre igual. Dolor que muerde las carnes, herida que hace gritar, vergüenza de no olvidarte si yo sé que no vendrás...”. Concha de tu madre, otra vez llorando al compás del bandoneón, se reprochó, avergonzado de tenerse lástima. Sos un gil, esto ya es masoquismo barato. A pesar de su tristeza era consciente de que no debía abandonarse del todo a la bohemia autodestructiva. Mientras le quedara una remota esperanza de recuperar a Laia, tenía la obligación de mantenerse activo y lúcido, de batirse en duelo con el desamor, como los gauchos del Martín Fierro, que seguían luchando con un trabucazo en la espalda, para que ella no lo encontrara hecho una piltrafa si acaso volvía a sus brazos.
Se enjugó las lágrimas con un pañuelo, encendió la computadora portátil y abrió el archivo de sus memorias eróticas. Para entretenerse en algo había preferido escribirlas él mismo, sin ayuda del negro contratado por el editor. Necesitaba terminar el relato a marchas forzadas para cobrar el adelanto de regalías, y obtener una mínima compensación por los gastos de ese oneroso viaje. Pero como el contrato no estipulaba el contenido del libro, en vez del anecdotario jactancioso y triunfalista que esperaba la editorial decidió escribir una disertación sobre los misterios del amor y el sexo que había descubierto en la madurez, saltando de una perplejidad en otra. La crónica donjuanesca se había transformado así en un humilde relato confesional sin confidencias lúbricas. Por supuesto, un libro de esa índole defraudaría al público zafio del cine porno, pero se conformaba con tener tres o cuatro lectores sensibles, interesados en conocer el trasfondo espiritual de la sexualidad. Para calentar los motores del intelecto, antes de ponerse a trabajar echó un vistazo a sus apuntes de la noche anterior:
En la búsqueda de un placer más profundo, el autocontrol es una virtud muy sobrevaluada, lo sé por experiencia propia. Yo me creía un amante macanudo porque dominaba mis erecciones, pero ahora, con un bagaje de experiencias más rico, he llegado a sospechar que ese don era en realidad una tara emotiva. Toda mujer desearía tener un amante infalible, es verdad, pero si esa mujer supiera que ejerce poca o ninguna influencia sobre el miembro de su pareja, perdería gran parte de su ilusión y de su orgullo femenino. He engañado a cientos de mujeres, haciéndoles creer que su belleza me alzaba el pene, cuando lo cierto es que yo lo manejaba como una marioneta. Durante muchos años viví en el error, creyendo que había sido un acierto desarrollar en la infancia esa habilidad psicomotriz que me abrió las puertas del cine porno. La bochornosa erección que tuve a los diez años, cuando mi madre me puso el termómetro en las ingles, me dejó como secuela un deplorable blindaje emocional contra las fuerzas oscuras que gobernaban mi cuerpo. Para anularlas me propuse tomar el mando de mi órgano más rebelde, y por desgracia lo conseguí con gran éxito. El amor, ahora lo entiendo, es una proclividad a dejarse invadir, a ceder el mando de la plaza, a reconocer con modestia que una parte de nosotros ya juró otra bandera. Yo tenía vedada esa experiencia maravillosa porque jamás bajaba la guardia ante un cuerpo hermoso. Era un gimnasta del sexo, pero un paralítico del amor. Y aunque poseí a miles de mujeres, nunca llegué a sospechar siquiera que un imán cósmico pudiera unirme con ellas. Era yo, sólo yo y siempre yo, el mandón que decidía cuándo erguirse para darles placer.
Detentaba, claro, un poder muy grande sobre mis parejas, y mareado en las alturas de la soberbia fálica, veía por encima del hombro al resto de los mortales. Dios mío, cuánta vanidad puede caber en un pene invicto. Ahora sé que toda esa gloria era un cruel espejismo, y en la penumbra de mi soledad, abandonado por la única mujer que me abrió las ventanas del infinito, busco a tientas los pedazos rotos de mi ser, para tratar de recuperar la inocencia animal y la capacidad de abandono que alguna vez tuve.
Cuidado, la última frase era un tanto plañidera y rompía con el tono sereno de la disertación. La corrigió, omitiendo los lamentos que sonaban a letra de tango, porque sospechó que su fracaso amoroso le restaría poder persuasivo. ¿Quién diablos querría asomarse a la intimidad de un perdedor? En vez de provocar lástimas debía mostrarse nostálgico de sus glorias eróticas, pero agradecido con la vida por habérselas dado. Y esa era, en realidad, la tesitura emocional más cercana a su verdad íntima, pues aunque Laia tuviera otro amor, el simple hecho de haberla gozado un par de semanas ya lo redimía de la muerte. Sí, bastaban unas gotas de felicidad absoluta para llenar los odres de la vida eterna. No era, pues, hora de elegías fúnebres sino de himnos eróticos, aunque necesitara mojar en sangre la pluma para evocar esa temporada en el paraíso.
Debí haber sido siempre, metafóricamente hablando, el niño desconcertado por la erección traicionera que lo pone en evidencia delante de su madre. Debí haber tenido siempre un cuerpo vulnerable, expuesto a todos los flujos magnéticos, un cuerpo a la vez propio y ajeno, como una república con división de poderes, donde el presidente sólo goza de un mando limitado. Pero en vez de gozar en vilo, me convertí en tirano de un territorio que no me pertenecía. Eso me convirtió en un autómata lúbrico, incapacitado para entender el misticismo de la carne. El placer de la entrega inconsciente es muy superior al de la eficiencia amatoria, aunque ambos culminen en el orgasmo. Se puede lograr un buen polvo manteniendo la conciencia alerta y los pies en la tierra, como un escritor con oficio puede crear una buena página por encargo, pero los polvos inolvidables, los grandes poemas de la sangre erguida, son hallazgos milagrosos del instinto, pasaportes a la gloria que la inspiración o la fe descubren por accidente.
¿Significa esto que para mí el sexo es algo sublime, un rito sagrado del que están excluidas la obscenidad y el morbo? No, por supuesto, un amante aséptico es la cosa más aburrida del mundo. Pero la falsa depravación y la lujuria sobreactuada del cine porno son aún más frustrantes que el pudor y la represión. Hay que cumplir los caprichos del cuerpo con la humildad de un filósofo que se falta el respeto a sí mismo, a su altiva y envarada racionalidad, para saltar desnudo al charco de las ranas. Hacer el amor es rezar cuerpo a cuerpo, murmurar plegarias con el pene, la vagina, la lengua y el ano. Cuanto más sucia sea la plegaria más pronto llega a los oídos de Dios. Pero no puede haber en ellas ninguna exageración histriónica, ningún énfasis declamatorio que falsee nuestras emociones. Ya sea cómplice o enemiga del placer, la conciencia debe ser obediente y callada en la cama, porque el cuerpo tiene su propio lenguaje, un lenguaje desarticulado, feroz y tierno a la vez, que brota de la tierra como un borbollón de aguas termales. Nadie es responsable de las obscenidades y las blasfemias que dice en la cópula: solo puede responder por ellas el ventrílocuo universal que nos tiene sentados en sus rodillas. Por soberbia yo me negué a prestarle oídos durante mi largo periodo de inmadurez egoísta. Y cuando por fin empezaba a escucharlo, cuando empezaba a sentir que mi cuerpo era un arco tendido entre el cielo y la tierra, perdí a la médium prodigiosa que me hizo balbucear en estado de gracia.
Tachó de nuevo las frases lastimeras, en un acto de autocensura que le dolió como una mutilación, y dejó reposar el texto hasta el día siguiente. Por la tarde, mientras leía el periódico en el sofá, después de comer montaditos en una taberna vasca, se enfrentó con la odiosa necesidad de tomar decisiones prácticas. Ya era 15 de mayo y tenía que decidir desde ahora si se quedaba otro mes en el piso del Borne. Su libro estaría listo en una semana, de manera que no necesitaba quedarse más tiempo en Barcelona, salvo para esperar a Laia. Pero como ella no daba ninguna señal de haber reconsiderado su decisión, esa espera podía prolongarse durante meses y años. Sin pareja, la ciudad había vuelto a resultarle extraña, casi hostil. Estigmatizado en el ambiente del cine pomo, el aislamiento había comenzado a pesarle. No había tomado el curso propedéutico para entrar a la universidad, porque su incierto futuro pendía de un hilo, ni había vuelto a ver a sus parientes catalanes. Fuera de Bulmaro y de Romelia, su trato social estaba reducido al mínimo, y no tenía ánimos para conocer gente nueva. Para arrancar desde cero en una ciudad ajena se necesitaba una motivación que ahora le faltaba. Decidió, pues, quedarse sólo quince días más y llamó a la inmobiliaria para avisar que desalojaba el departamento en junio. Era duro admitir su derrota, pero cuando tomó la decisión de marcharse, una tibia oleada de melancolía le permitió dormir de corrido tres noches seguidas. Reposado y con la mente clara, se consagró a la escritura con una disciplina marcial, y entregó el libro en el plazo fijado. Como esperaba, el gordo Murillo se quedó perplejo al leerlo:
—¿Pero te has vuelto loco? Yo te pedí unas memorias obscenas y me entregas un tratado filosófico. ¿Quién te has creído tú? ¿Ortega y Gasset? Ni Dios va a leer este coñazo.
Murillo tenía hinchado el cuello y bufaba como un toro de lidia, la corbata desabotonada y los dedos amarillos de nicotina.
—Yo cumplí con el plazo de entrega —Juan Luis se mantuvo impasible—. El contenido es asunto mío.
—No jodas, te pedí una cosa más ligera. Yo publico libros que se leen con una sola mano. ¡Y encima criticas la pornografía! Eso se llama patear el pesebre.
—Soy el autor y tengo el derecho a decir lo que pienso.
—¿Ah, sí? Pues yo tengo el derecho de no pagarte un duro.
—Si no cumplís el contrato, mi agente se encargará de cobrarte el doble.
—Tu agente me la suda y el contrato me lo paso por los cojones —Murillo rompió el contrato que tenía sobre el escritorio—. Mira lo que hago con él, ¡a la basura!
—Chancho ladrón, he trabajado dos meses en esto —Juan dio un puñetazo en el escritorio—. ¡Quiero ese cheque ahora mismo!
El editor sacó un pequeño revólver de su escritorio y le apuntó a los huevos.
—¡Fuera de aquí, impotente de mierda!
Juan Luis lo creyó capaz de soltar el tiro, y tuvo que retirarse trabado de rabia. Sabía que la industria del porno colindaba con el mundo del hampa pero nunca había visto tan de cerca esa vecindad. De vuelta a casa se bebió un carajillo para calmar el pulso y marcó el teléfono de Dick Murray. Ya vería ese hijo de mil putas la demanda que le iba a poner por incumplimiento de contrato y amenazas de muerte. Creía tener argumentos de sobra para ganar el pleito, pero al enterarse de lo sucedido, Murray opinó lo contrario.
—Si el editor quería un libro kinky tiene derecho a rechazar tu historia. Yo no puedo defenderte.
—Ese cabrón es un gánster, no voy a dejar que me robe.
—Lo siento, Juan Luis, ahora estás retirado y ya no eres mi cliente.
—Pero el contrato lo revisaste tú. Te estoy pidiendo que intervengas como amigo.
—Nuestra relación profesional terminó junto con tu carrera. Si necesitas ayuda, búscate un abogado español.
Colgó con arcadas de náusea. Todos se habían confabulado para hacerle pagar con sangre su repentino cambio de vida, como si el amor fuera una especie de roña que dejaba una marca infamante. Mientras había sido un cretino manipulable, un idiota útil con la verga tiesa y la boca cerrada, el sistema lo recompensaba con dinero y aplausos, como el amo que acaricia el lomo de un perro faldero. Pero ahora que estaba fuera de ese podrido engranaje, la mafia lo trataba como un cómplice traidor, como un Príapo renegado, sin permitirle siquiera explicar los motivos de su retiro.
Tenía comprado el boleto de regreso para el viernes por la mañana. La víspera cenó con Romelia y Bulmaro en La Clara, un restaurante postinero de la Gran Vía. Como sabía que andaban cortos de plata, se obstinó en pagar la cuenta, pese a las protestas del mexicano. Cuando menos, le quedaba el consuelo de haber hecho una pareja de buenos amigos en Barcelona. La charla ligera de Bulmaro y el desparpajo de la mulata lo distrajeron un buen rato de su depresión crónica. Reconoció en ellos el aura fosforescente que él mismo había tenido semanas atrás, cuando Laia lo cargaba de voltios, y no pudo evitar envidiarlos de buena fe. Qué difícil era soportar la felicidad ajena con una actitud de perdedor altruista. Al día siguiente se levantó temprano para no hacer una cola demasiado larga en el mostrador del aeropuerto, y solo tuvo tiempo de tomar a las carreras un desayuno ligero en el balcón del apartamento. Cuando dieron las ocho en el campanario de Santa María del Mar, se despidió con nostalgia de sus magníficas torres, de la brisa mediterránea, de las umbrías callejuelas donde había reconstruido su identidad. Después de cerrar la llave del gas, se detuvo un momento a contemplar la cama en donde había sido una bestezuela tocada por el fuego divino. Era como ver un cementerio bajo la lluvia. No más lágrimas, por favor, necesitaba recomponer su equilibrio para volver entero a Los Ángeles.
Con la mochila del ordenador portátil terciada en el hombro y una gruesa maleta rodante que se atoraba en las grietas de la acera, caminó hasta la Vía Layetana, donde se detuvo a esperar un taxi. Había visto uno libre a lo lejos, y alzó el brazo para hacerle la parada. Entonces lo sacudió por el hombro derecho una cálida mano de nieve. Juan Luis la reconoció por el perfume sin necesidad de voltear. Era ella, sí, tenía que ser ella. Cuando la vio de frente ya estaba intoxicado de buenos presagios.
—¡Vaya milagro! ¿Qué hacés aquí?
—Romelia me dijo que te marchabas y anoche no pude dormir —sonrió Laia, la cabeza agachada con timidez—. Me siento muy mal por haberte tratado así.
Parecía envuelta en polvo de estrellas, como si se hubiera desprendido de una aurora boreal. Había ganado un par de kilos, distribuidos con equidad entre las tetas y el culo, que le sentaban de maravilla. Demasiado carnal para ser una heroína romántica, demasiado tierna para coquetear con descaro, fluctuaba entre ambos extremos sin medir los alcances de su poder seductor. El pelo corto y la naricilla pecosa le daban un aire de pureza, desmentido por las turgencias de su blusa entallada. Juan Luis se sintió tentado a cantarle una canción de cuna, ven acá mi nena, papi te va a poner el pijama, pero también a romperle con furia el sostén y las bragas.
—Todavía puedo quedarme, si vos me lo pedís.
Laia lo tomó de los hombros y le plantó un beso largo, lento, profundo, que equivalía a una capitulación sellada con lacre. Hubo aleteos de palomas y repiques de campanas en la boca hechizada de Juan Luis, que flotaba en una nube de aturdimiento gozoso. Lo bajó a la tierra el ruido de una bocina.
—¿Vais a subir o qué? —preguntó el taxista, enfurruñado.
Sin dejar de besar a Laia, Juan Luis lo despidió con una seña y el taxista se alejó farfullando improperios. De vuelta en el apartamento se amaron con rabia, sin tiempo para entremeses, en una atrabancada pelea de cuerpos en llamas. En su prisa por gozarla, Juan Luis ni siquiera pudo llegar a la cama: la penetró en el suelo, raspándose las rodillas con la duela, mientras ella lo atenazaba por las caderas. En la cresta del tsunami, Laia soltó un alarido y mordió en la oreja a Juan Luis, que sangró y se vino al mismo tiempo, con un largo gemido de cantaor flamenco.
—Por Dios, mira lo que te he hecho —se asustó Laia.
—Dejalo, no es nada, si querés podés arrancarme a pedazos.
Laia se levantó a buscar alcohol en el botiquín del baño. Contuvo el sangrado con un algodón, y cuando al fin pudo relajarse, la cabeza reclinada en el pecho de Juan Luis, le trató de explicar la confusa batalla interior que había librado en las últimas semanas.
—Cuando volví con Pedro, no pude entregarme como yo hubiera querido. Él no tenía la culpa: estuvo muy tierno y cariñoso conmigo, era yo la que me sentía huérfana y vacía. Nunca has estado más presente en mi vida que en esta separación. Pedro se desvivía por atenderme y sin embargo, yo solo estaba con él a medias, amándolo de perfil. Pero me sabía mal hacerle una putada, y pensé: no jodas, Laia, este chico vale oro, renunció a tomar el posgrado por volver contigo, trata de quererlo como antes y ya se te pasará el calentón. Si hay algo que no soporto en esta vida es hacerle daño a la gente buena. Prefiero sacrificar lo que sea antes de joder al prójimo con una decisión egoísta. Seré tal vez un poco cursi, pero la ética me importa demasiado, no puedo transigir con el mal, y por sentido del deber ignoré los recados amorosos que me mandabas con Romelia. Pero después de convivir con Pedro un par de semanas, ya no me pesó estarle mintiendo sino mentirme a mí misma, ¿entiendes? Era su felicidad o la mía, así de fácil, y que Dios me perdone, pero después de una largo predicamento, ayer decidí mandarlo a paseo.
—¿Ya hablaste con él?
—Sí, le dije que me marchaba contigo. El pobre se quedó destrozado.
—Un minuto más tarde y no me encontrás.
—Quería darte una sorpresa estilo Hollywood. ¿Verdad que te ha gustado?
Juan Luis la besó con delicadeza, enternecido por su candor. Por la tarde pidió a la inmobiliaria que le prorrogaran tres meses más el contrato del piso. Esa noche durmieron juntos y al día siguiente Laia se mudó con todas sus pertenencias. Para quitarle presiones de encima, Juan Luis no volvió a rogarle que aceptara el anillo de compromiso, ni mencionó los planes de matrimonio. Como ahora Laia se levantaba sobresaltada a medianoche, dedujo que tenía remordimientos por haber traicionado al chileno, y no quiso hablarle de la boda hasta que hubiera superado ese conflicto moral. Gracias al condimento de la culpa, ahora cogía con mayor intensidad, sintiéndose puta y réproba, un estado de ánimo que Juan Luis hubiera querido prolongar mucho tiempo. Pero su nostalgia de la rectitud perdida era quizá demasiado fuerte, pues un jueves por la noche, a la salida del cine, donde habían visto una película francesa de amores adúlteros, ella misma sacó a colación el tema del matrimonio.
—¿Todavía quieres casarte conmigo?
—Claro que sí, mi amor, cuando tú quieras.
—Pensé que ya te habías arrepentido.
—No quería presionarte. Creí que preferías el amor libre.
—¿De veras me vas a querer para siempre?
—Te lo juro por mi madre. Quiero apostarlo todo contigo.
—Pues entonces venga, vamos poniendo la fecha, que ya quiero ser la señora Kerlow.
Su intempestivo cambio de opinión lo dejó perplejo. ¿Por qué ya no le asustaba el matrimonio? ¿Qué había cambiado en ella de un mes para otro? ¿Necesitaba, quizá, restablecer su rectitud moral después de haber jugado un rato a la mujer fatal, o aliviaba un poco su remordimiento pensar que se había visto obligada a dejar un cadáver en el camino, para fundar una relación sólida con el amor de su vida? Juan Luis se hizo esas preguntas mirándola dormir, después de haber celebrado el sí con una cópula de largo aliento. Como Laia ignoraba el arte de ocultar sus segundas intenciones, no hacia falta una gran suspicacia para adivinarlas. Por lo visto, era incapaz de admitir el lado egoísta y cruel de su propia naturaleza. Y como no lo admitía en sí misma, tampoco podía perdonarlo en los demás. Por eso había descalificado moralmente al novio swinger de su amiga, mientras le ponía los cuernos al novio chileno. Para una progre como ella, militar en el bando del bien, o creer que militaba en él era una salvaguarda moral irrenunciable. Haber descubierto que también ella podía pisotear a los inocentes era un trago demasiado amargo para deglutirlo sin atenuantes. Por eso ahora quería la bendición de un juez. No hizo nada, por supuesto, para sacarla del autoengaño, pues él anhelaba esa boda por otros motivos. Pero tomó muy en cuenta su prurito de integridad moral cuando tuvo que sincerarse con ella sobre su pasado, en un paseo nocturno por la playa de Icaria, donde los porros de marihuana le aflojaron la lengua.
—Sabés Laia, no quiero guardarte ningún secreto. Vos me ocultaste lo de Pedro, pero yo también tengo mi ropa sucia para lavar.
—¿Estás casado? —se crispó Laia—. ¿Me engañas con otra?
—Tranquila, sos la única. Cuando te conocí quería impresionarte y te dije una mentira. No es verdad que yo sea doctor en genética, ojalá lo fuera. Solo hice el primer año de biomédicas y abandoné la carrera porque desde entonces comenzó a gustarme la guita...
Temiendo que Laia no pudiera soportar una confesión en regla, al llegar a ese punto dio marcha atrás y urdió con medias verdades una historia verosímil que le permitiera salvar los escollos de la convivencia diaria, sin obligarlo a soltar el cubetazo de lodo.
—Desde que era pibe, cuando hice mi primer viaje a Los Ángeles, me contrataron como modelo de ropa. Ganaba bien, me llovían los contratos y en sociedad con un amigo irlandés, a los 30 años puse un restaurante argentino, que me ha dado para vivir con holgura. Cuando te conocí en el guardarropa del teatro, pensé que necesitaba méritos académicos para conquistar a una intelectual como tú. No he renunciado al sueño de ser genetista, pero voy a tener que empezar desde cero.
—¿Y entonces para qué has venido a Barcelona?
—Por negocios. Un amigo mío quería poner aquí una franquicia de mi restaurante y vine a negociar las condiciones del contrato. Pero entonces te conocí y tuve un motivo muy fuerte para quedarme.
—No tenías que inventar ese cuento. Yo no le doy importancia a los títulos, ni al mío ni al de nadie.
—Perdona, fue un truco para ligar, pero después me quedé enredado en mi propia macana.
—Me hubieras ligado igual, aunque fueras un don nadie —Laia lo exculpó con un beso juguetón—. Los hombres sois tontos del culo, siempre queréis daros importancia. Pero prométeme una cosa, por favor: de ahora en adelante, ninguna mentira entre los dos, ¿de acuerdo?
Fijaron la fecha de la boda para el 18 de junio. Muy a su pesar, Laia cumplió la engorrosa obligación de hacer un viaje a Olot para presentar a Juan Luis con su familia. Temía que doña Neus, su madre, le encontrara defectos al marido que había elegido, pues una de sus manías predilectas era culpar a los inmigrantes del aumento en los índices delictivos. Pero cuando Laia le mostró el anillo de compromiso y supo que Juan Luis era dueño de un restaurante en Los Ángeles, y además hablaba un poco de catalán, se convenció de que era un excelente partido. Ella misma tomó la iniciativa de alquilar un salón de fiestas en Sant Pau, un encantador pueblito medieval a diez minutos de Olot, pues quería dejar bien sentado que su hija se casaba por todo lo alto con un prominente empresario argentino. Laia hubiera preferido algo más sencillo, pero Juan Luis, que estaba a partir un piñón con su suegra, la convenció de no interferir en la organización de la fiesta.
—Dejala pararse el cuello si eso la hace feliz. Total, las bodas se hacen para darle gusto a los viejos.
Doña Neus confeccionó una lista con más de ochenta invitados, a la que Juan Luis solo agregó a sus parientes catalanes y a sus amigos íntimos, Romelia y Bulmaro. Le interesaba, en especial, estrechar lazos con el mexicano, pues la Bolsa estaba a la baja y quería invertir su capital en un negocio más lucrativo, mientras estudiaba la carrera de ciencias biomédicas. Poco antes de la boda se reunió con Bulmaro en un cafetín del barrio de Sants y le dijo que había reconsiderado su petición de ayuda financiera para montar un taller mecánico.
—Pero te aclaro desde ahora que no sé una mierda de carros y solo puedo participar como socio capitalista.
Entusiasmado, el mexicano se mostró muy flexible al fijar los porcentajes de la sociedad, 40 por ciento para él, 60 por ciento para Juan Luis, y prometió que se pondría a buscar enseguida el local, de preferencia en un barrio populoso de clase media. Por el celular, Juan Luis llamó por teléfono a su tío Roger, que trabajaba como gerente en una agencia de autos de Lérida, y concertó una cita entre él y Bulmaro para después de la boda.
—Roger es un tipo macanudo y está muy bien conectado, te puede conseguir buenos descuentos para la compra del equipo.
Juan Luis admiraba la habilidad mecánica de los mexicanos, porque en un viaje por carretera a Rosarito, en Baja California, se le había roto la banda del motor en medio del desierto y un pibe de 15 años que vino en su auxilio, sin tener siquiera una llave de tuercas, se las ingenió con una destreza increíble para hacer una compostura provisional que le permitió llegar hasta el taller más cercano. Si Bulmaro tenía la mitad de ese talento estaba seguro de hacer plata en Barcelona. Pero eso sí, tendría que estar muy alerta para cuidarle las uñas.
La fiesta fue cursi, como todas las de su género, pero Juan Luis se había vuelto ya un sentimental incorregible, y disfrutó la boda con rachas alternadas de euforia y melancolía, en las que se permitió incluso derramar algunos lagrimones de felicidad. Dolido por la ausencia de sus padres, que no habían podido asistir, a pesar de su oferta de regalarles los boletos, porque ambos daban clases en una preparatoria y la boda les pillaba en pleno periodo de exámenes, se consoló pensando que muy pronto, en julio o agosto, apenas encontrasen un buen piso en Sant Feliú de Guixols, vendrían a quedarse con ellos una temporada larga. Laia, en cambio estaba incómoda y tensa, tal vez porque le molestaba el tufillo burgués de la ceremonia, o la obligación de alternar con amigos y familiares a quienes tenía catalogados como cretinos.
Con ayuda del vino y el champán se fue animando poco a poco, al grado de perder el pudor y besarse con Juan Luis en mitad de la pista de baile, cuando el chico del sonido les puso una versión instrumental de "Yesterday". Juan Luis fue manteado por los primos borrachos de la novia, Laia cumplió con el rito de arrojar la liga y el ramo a las chicas casaderas, partieron el pastel de tres pisos cogiendo el cuchillo a dos manos, brindaron de mesa en mesa escuchando una carretada de bromas imbéciles y parabienes anodinos, comportándose en todo momento como lo indicaban las reglas del teatro social. Pero Laia estaba pendiente del reloj, y a las diez de la noche, sin esperar un minuto más, sacó a Juan Luis del salón con el pretexto de que al día siguiente se marchaban a Ibiza de luna de miel y tenían que tomar el avión muy temprano en el aeropuerto de Gerona. Su prisa por partir fue objeto de bromas picantes en la ronda de despedidas:
—¿Os vais tan pronto? Por Dios nena, no comas ansias, que tienes toda la vida para darte el lote con tu marido.
—No seas envidiosa, yo en su lugar también me iría si tuviera cosas más interesantes que hacer. Id con Dios, críos, y que os aproveche.
Un primo abstemio de Laia se ofreció a llevarlos a su nido de amor, el hotel Riu, un albergue acogedor a las afueras de Olot, con vista a los Pirineos. Apenas entraron al cuarto, Laia arrojó los zapatos que le apretaban, y se echó en la cama con el vestido puesto.
—Joder, estoy molida. Debes odiarme por tener una familia tan hortera. Media hora más y reviento.
Ambos venían nadando en sudor por haber bailado tanto, y en esas condiciones, Juan Luis no quiso iniciar ningún juego erótico.
—¿Te bañás primero o me baño yo?
—Ve tú, yo estoy rendida, necesito echarme un buen rato.
Bajo la ducha, Juan Luis estuvo pensando que Laia, intolerante como todos los jóvenes de su edad, juzgaba con demasiada severidad a su familia y a su medio social, tal vez porque no tenía suficiente experiencia mundana. Era progre, pero además, quería ser sofisticada, sin darse cuenta de que el desdén aristocrático chocaba con el credo igualitario. Con un mejor conocimiento de la sociedad chic, él no encontraba a su familia tan detestable. Solo eran gente común, algo vulgar sin duda, pero efusiva y sincera, con una capacidad natural para derrochar el afecto que no menudeaba, por ejemplo, entre los esnobs adinerados de Hollywood. Hasta ahora solo se había dedicado a gozarla con la ceguera de un fundamentalista. Pero quizá debiera emprender también la tarea de humanizarla, de bajarle un poco los humos, de enseñarle a conocer el verdadero paño de la gente, sin dejarse guiar por los sellos de prestigio cultural, que a fin de cuentas eran tan engañosos como los signos de estatus. Sí, necesitaba moldear su alma con cinceles invisibles, como un Pigmalión callado y astuto, sin recurrir a lecciones explícitas.
Al salir del baño con la toalla enrollada en la cintura, encontró a Laia sentada en la orilla de la cama, sollozante y convulsa. Tenía el cabello caído sobre la cara, el rostro azul, y los ojos inyectados, como si hubiera sufrido un síncope .
—¿Qué tienes mi vida? ¿Te sientes mal?
—¡Suéltame, cerdo! ¡No me toques! ¡Mira tus marranadas!
Con el mando a distancia, Laia señaló la pantalla del televisor, donde Juan Luis copulaba de pie con una negra jamaiquina que tenía la concha lampiña, en un vagón vacío del metro neoyorquino.
—¿Así que modelabas ropa? ¡Embustero de mierda!
Juan Luis soportó la bofetada con estoicismo y trató de organizar una defensa.
—Solo hice pomo un par de veces, te lo juro...
—Estás mintiendo otra vez, se te nota en la cara. Hijo de la gran puta. ¡Me vas a pegar el sida!
—Perdona, Laia, te juro que yo...
La súplica de Juan Luis fue inútil porque Laia había dicho la última palabra y se largó del cuarto con todo y maleta. No quiso salir a perseguirla para evitar un escándalo mayor en los pasillos del hotel. Aturdido por la andanada de golpes, tan rápidos y contundentes que nublaron su capacidad de respuesta, se quedó pasmado ante el televisor, mirando con odio a la jamaiquina ensartada en su verga.
—More, daddy, more, fuck my brains out, ooooh yeaaa, honey, be cruel, stick your meat in me...
Plantarle cara a los bravucones siempre da mejor resultado que escurrir el bulto con la cabeza gacha. Después de un par de semanas en el calabozo, temía que Nemesio volviera a la celda con ánimo de venganza, pero cuando ya apretaba los puños en espera de lo peor, regresó hecho una seda y ahora, quién lo dijera, soy uno de sus mejores amigos.
—Venga esa mano, macho —me saludó al llegar—. Yo respeto a los valientes que tienen los cojones bien puestos y sacan la casta para defender su honra.
Por la noche, cuando los demás compañeros de celda ya estaban roncando, me preguntó con susurros si aún estaba despierto.
—Sí, tardo mucho en dormir.
—Para serte franco, Ferrán, yo también he tenido algunos problemas para empalmarme. No tantos como tú, pero suficientes para comprender lo que has sufrido. Nunca se lo había dicho a nadie, por vergüenza. Tú eres el primero que lo sabes. ¿Prometes guardarme el secreto?
—Pierde cuidado, seré una tumba.
—Si alguien se mete contigo, avísame. Desde hoy eres mi protegido. Carmelo, el encargado de servir el rancho, es amigo mío y me debe algunos favores. A partir de mañana le pediré que te sirva doble ración.
Conmovido por esa muestra de solidaridad, una de las primeras que recibía desde mi llegada a la cárcel, solté un hilillo de llanto y le dije entre sollozos:
—Quisiera pedirte un favor, Nemesio: si vuelvo a intentar matarme, no trates de impedirlo.
—¿Tan jodido te sientes?
—Ya estoy muerto en vida, solo me falta cerrar la tapa del ataúd. ¿Me prometes que no vas a llamar a los celadores si algún día quiero colgarme?
—Prometido. Pero ya verás cómo te animas. En los primeros meses de prisión todos queremos matamos. Luego te acostumbras al trullo y hasta le encuentras el gusto.
Recortaré esta hoja de mi cuaderno, pues no quiero poner sobre aviso al doctor Ibarrola. Él cree que voy saliendo de la depresión, porque me ve más repuesto y animoso. La verdad es que solo me sostiene en pie la necesidad íntima de terminar este relato. Dichosos los que pueden heredar bienes, obras, enseñanzas: yo solo puedo legar mi sórdido antiejemplo a las generaciones futuras. Cuando le ponga punto final no me temblará la mano para salir del ruedo entre silbatinas, pero de momento necesito hacer una introspección serena, pues lo más importante de mi historia no son los hechos, sino las motivaciones secretas de mi conducta, los resortes emocionales que ignoraba en el momento de actuar y ahora puedo ver en toda su negrura, con la clarividencia que solo proporciona el dolor.
Después de haber colgado en internet el vídeo pornográfico de Nadira pasé varios días en ascuas, temiendo que su hermano me atacara en cualquier momento, sobre todo cuando regresaba a casa por la noche. La Beretta 92 solo me protegía hasta cierto punto, porque nunca había sido un hombre de armas tomar, y dudaba que llegado el momento supiera cómo usarla. Corrí con suerte, pues pasaron cinco días y nadie me atacó en la calle. Tal vez Zulfícar ignoraba que su hermana estaba expuesta al morbo de los cibernautas, porque esos vídeos pasan inadvertidos un tiempo, hasta que se va corriendo la voz. ¿O quizá estaba enterado de mi represalia, pero temía que yo estuviera bajo vigilancia policiaca, después de haber denunciado su primer ataque? La mayoría de los pakis entran sin papeles a España y si volvía a ponerme una mano encima se exponía a una deportación. Tal vez por eso se tragaba el coraje mientras Nadira le daba espectáculo a miles de puñeteros.
El siguiente fin de semana, cuando mis cardenales empezaban a adquirir un tinte rosáceo, asistí a la cena anual de ex alumnos de la escuela Comercial Maciá. Por motivos que ignoro, en los últimos años las mujeres habían ido desertando de esos encuentros, y la cena se había convertido en un coloquio tabernario para varones, donde naturalmente, se hablaba todo el tiempo de conquistas, adulterios y hazañas donjuanescas. A pesar de que los tragos me pusieron un poco tarumba, tuve la discreción de no hablar de mi renacimiento erótico, pues temí que nadie me creyera. Pero no pude abstenerme de parar la oreja cuando salió a la conversación el tema del viagra, que según encuestas recientes causaba furor en España. Narcís Llorente, el galán más exitoso de nuestra generación, que en sus años mozos se tiró a los mejores bombones del colegio, y ahora estaba casado con una guapa presentadora de televisión, reprobó con desdén el uso de la pastilla:
—Cada quien folla como puede, o como le dejan, pero la verdad, a mí me dan un poco de lástima esos capullos que necesitan el viagra para ponérsela dura. Si tienen atrofiado el instinto deberían ir a un psiquiatra.
—Nunca digas de esta agua no beberé —intervino Alfons Cerdá, un borrachín de sangre ligera—. Ya quiero verte a los setenta años.
—Hombre, a esa edad, quizá hasta yo la pruebe —reconoció Narcís—. Pero empezar desde ahora es una gilipollez.
—Pues según la encuesta de TV3 muchos hombres toman viagra desde los 20 años —terció el gordo Reyes.
—No me extraña, hay impotentes de todas las edades —Narcís frunció los labios en una mueca despectiva—. Yo en su lugar tomaría los hábitos y me iría a encerrar al monasterio de Montserrat. Con un poco de suerte encuentran por ahí a un fraile que se las menee.
Una carcajada soez dio por cerrado el debate y nadie se atrevió a rebatir ese juicio lapidario. Tampoco yo, por supuesto, que escuchaba la charla con un sentimiento de marginación, en calidad de convidado de piedra. Podría jurar que varios de los presentes llevaban en la guantera del coche una cajita con pastillas azules. Pero reconocerlo ante ese tribunal de la virilidad hubiera significado una deshonra pública y todos éramos demasiado cobardes para sobreponernos al clima de intimidación impuesto por Narcís y sus corifeos. De nada habían valido mis esfuerzos por ser un amante diestro. Para los señores del jurado yo era solo un pobre macho artificial y dependiente. Por más méritos que hiciera en la cama, jamás dejarían de mirarme por encima del hombro, con la sonrisa de lástima que se le dispensa a un pobre jorobado cuando trata de caminar derecho. Hervía de indignación y hubiera querido largarme enseguida. Pero esperé dos horas más para que nadie pensara que me daba por aludido, bebiendo chupitos de Bailey's con una rapidez convulsiva. Cuando salí del restaurante ya traía una cogorza de aquí te espero. No estaba de humor para volver a casa y tomé un taxi que me llevó a los bares para turistas del puerto olímpico. Tenía hambre de mujer o para ser más exacto, hambre de una mujer joven, porque extrañaba la carne firme de Nadira y necesitaba con urgencia encontrarle una sustituta.
A pesar del varapalo que me habían propinado en la cena, entré al primer bar de la dársena confiado en mis atractivos de galán maduro y en menos de un cuarto de hora me ligué sin dificultad a Simonetta, una italiana de 23 años, blanca y trigueña, no muy linda de cara pero estupenda de cuerpo, que se había escapado a Barcelona el fin de semana con un grupo de amigas, aprovechando las bajas tarifas de los vuelos. Tenía las orejas deformes por los túneles que se había hecho en los lóbulos, para llevar gruesas arracadas, y cuando le dije que parecía una alienígena se tomó la broma como un piropo. Vivía en Piacenza y trabajaba de secretaria, pero su máximo anhelo era vivir como hippie en una aldea del África Ecuatorial. Como el volumen de la música nos impedía charlar, preferí hablarle con las manos y ella consintió mis caricias con los ojos entornados, la cabeza reclinada en mi pecho. Según supe más tarde, se había tomado un éxtasis horas atrás y yo llegué justo en el momento álgido de su colocón. Después de darnos el primer beso en mitad de la pista intimamos un poco, acodados en la barra. Yo era un tipo demasiado formal para su estilo de vida, y sin embargo le gustaba, dijo, quizá porque podía cumplirle la fantasía de acostarse con su padre.
—Pues qué suerte, hijita, yo también tengo la fantasía de meterme en tu cuna.
Antes de marchamos, mientras ella se despedía de sus amigas, entré al baño para tomarme el viagra. Nunca antes había ingerido la pastilla tan ebrio, pero el alcohol no contrarrestó sus efectos y pude cepillarme a Simonetta varias veces, con todo el brío de mis canas reverdecidas. Mis anticuados calzoncillos largos le hicieron gracia y no paró de hacerme burla en toda la noche, pidiéndome que modelara en la alcoba. Cuando el agotamiento la sumió en un sueño de piedra me quedé despierto un buen rato admirando las dunas de su cuerpo desnudo. Podrán reprobarme los tenorios naturalistas, pensé, pero yo con mi pastillita me la paso la mar de bien. ¿No estaba Simonetta bajo los efectos de una droga que exacerbaba la libido? Tomar fármacos recreativos para intensificar el gozo era el signo de los tiempos, yo no debía sentirme disminuido por estar a tono con mi época. Si me hubiese reafirmado en esa convicción, tal vez ahora no estaría en la cárcel y sería un alegre follador otoñal. Por desgracia, al día siguiente Simonetta se levantó ganosa y su ninfomanía me puso en graves apuros.
—Sono ancora calda, padre mío, fottami una altra volta —me pidió en la cama, sobándome la polla con los dedos del pie.
En el primer momento estuve tentado a complacerla y yo también comencé a juguetear con sus senos. Luego caí en la cuenta de que había pasado ya el efecto de la pastilla. Peligro, en esas circunstancias me arriesgaba a un fracaso. Era muy fuerte el deseo de saltar sobre Simonetta y vencer mis complejos con un golpe de audacia. Pero el recuerdo del traspié con Fabiola, cuando llegó de improviso a mi casa, me disuadió de cometer otra pifia, a pesar de que ya la tenía medio levantada.
—Lo siento, cara amica, non posso. A las nueve tengo que enseñarle unos terrenos a un cliente.
Por cortesía, Simonetta me dio su teléfono y su correo electrónico para mantener el contacto y yo le prometí visitarla pronto en Piacenza. Creí haber actuado con prudencia al rehuir el polvo mañanero, pero en cuanto me quedé solo sentí que Narcís, vestido de capa y chambergo, como los hidalgos antiguos, me apuntaba con el dedo tronchado de risa: Marica, pocos huevos, te ha dado el canguelo otra vez, sin tu tableta milagrosa eres un capón. La conciencia de mi cobardía fue casi tan hiriente como una recaída en la impotencia. Tenía el orgullo hecho trizas y me pasé toda la mañana tumbado en la cama, viendo documentales del History Channel con las meninges adoloridas por la resaca. A media tarde Mercé Barjau me llamó por el móvil:
—Hola, majo, este martes por la noche voy a visitarte, con unas braguitas nuevas de encaje, y quiero que me folles muy pero que muy bien.
Su ternura imperativa comenzaba a fastidiarme. Ni siquiera preguntaba si yo estaba libre esa noche, daba por seguro que la esperaba con ansias todos los días, como si fuera una mozuela irresistible. Dulce y mandona a la vez, semanas atrás se había permitido sugerirme que guardara en el trastero mi colección de cucharas de plata con los escudos de las ciudades más importantes del mundo, porque a su juicio, exhibir en la sala esas baratijas turísticas era una horterada. Y luego me mandó con su chofer un par de pinturas abstractas de un tal Cuixart, que según ella es un artista muy cotizado, para educarme el gusto y mejorar un poco la decoración de mi piso. Las pinturas geométricas de Cuixart, espirales sobre rombos con un fondo rojo, no valen nada junto a mis cucharitas. Pero tuve que ponerlas en la sala para darle gusto a mi benefactora. En cada visita me regalaba ropa de marca, zapatos y perfumes, como insinuando que yo vestía y olía mal. Necesitaba ponerle el alto, o pronto acabaría convertido en un pelele.
—Lo siento, mi amor, el martes no puedo. El Barça juega en la Champions y tengo entradas para el estadio —mentí.
—¿Me cambias por un partido de futbol? Eso sí que es amor del bueno.
—Perdona, preciosa, tú sabes cuánto me gustas, pero soy culé de toda la vida.
Inventando otras excusas le pospuse la cita hasta el jueves, para darme a desear y de paso, recomponer un poco mi dignidad maltrecha. Después del humillante episodio con Simonetta necesitaba sacarme la espina pronto y el lunes por la tarde, al salir de la inmobiliaria, fui a comprarme un juego de tangas en El Corte Inglés de la Plaza de Cataluña, pues no quería volver a quedar en ridículo en mis futuros ligues con jovencitas. Bajaba por la escalera eléctrica silbando alegremente una tonadilla de moda, cuando una señora de edad madura que venía a mi lado me miró con fijeza. Era una jamona con michelines y doble papada, el pelo maltratado por los tintes, con una cara de ardilla que en sus años mozos pudo parecer pizpireta. No me despertó ningún deseo, pero le sonreí por cortesía, suponiendo que nos conocíamos de algo.
—Soy Judit, ¿no me recuerdas?
—iClaro Judit, pero qué sorpresa! En el primer momento no te reconocí. Han pasado tantos años...
—Y tantos kilos... En cambio tú estás estupendo. Se ve que haces deporte, ¿verdad?
—Un poco de bicicleta, cuando tengo tiempo.
Respondí a su efusivo abrazo con fingida calidez, procurando disimular lo mejor posible mi perplejidad: ¡Judit Noguera, mi primera y única novia, la vamp adolescente a la que no me pude tirar, convertida en un adefesio! Por nada del mundo debía sospechar que nuestro lance de alcoba me había amargado la vida. En todo caso era yo quien debía tenerle compasión, por haber llegado tan jodida a la madurez. Con mi mejor sonrisa la escuché resumir su vida: era casada, con tres hijos y llevaba diez años viviendo en Arenys de Mar, donde trabajaba como dependienta en una tienda de teléfonos móviles. Para dármelas de normal, yo le dije que también estaba casado y tenía hijos grandes.
—¿Ah sí? Pues estaba mal informada. Me dijeron por ahí que te habías quedado soltero.
—Ya ves cómo es la gente —encajé el golpe sin dar señales de turbación—. Le encanta inventar embustes y hablar de oídas.
Después de los mutuos parabienes pude haberme despedido y no volverla a ver en mi puta vida. Pero la duda que advertí en sus ojillos suspicaces me incitó a corregir el desaguisado. En vez de ocultar mis cicatrices, las había dejado entrever con el estúpido comentario sobre mi prole, y ahora tenía que hacer algo para dejarle una buena impresión, o se marcharía pensando que yo era un mitómano con problemas sexuales.
—Si tienes tiempo podemos ir a tomar un café.
—Bueno, pero solo media hora, porque me esperan en casa para la cena.
Charlamos de naderías, recordando travesuras juveniles, y pasamos revista a las vidas de nuestros antiguos compañeros de escuela. Judit le había seguido la pista a algunos, yo a otros, y aunque su trayectoria existencial me importaba un pepino, el intercambio de información desvió la charla hacia el terreno donde yo quería mantenerla, es decir, el de los temas inocuos. Al sacar la cartera para enseñarme las fotos de su prole, Judit volvió a ponerme de cara contra la pared. Ahora, el guión social me obligaba a pagarle con la misma moneda. Por fortuna, había guardado en el móvil unas fotos de mis sobrinos Román y Paul, los hijos de mi hermana Esther, y los adopté como hijos para salir del paso. Mientras me ufanaba de que ambos habían obtenido becas para estudiar en Inglaterra, observé la cara mofletuda de Judit con una mezcla de piedad y melancolía. Sus hinchadas facciones de hojaldre me demostraban el carácter relativo de todas las tragedias humanas. De habérmela follado en aquella oportunidad, ahora sería tal vez el sufrido esposo de un espantajo. A la hora de las despedidas intercambiamos números de teléfono y para apuntalar mejor mi tramoya, le propuse que hiciéramos pronto una cena o una comida con nuestras respectivas familias. Como ninguno de los dos puso fecha para la reunión, y los planes de ese tipo siempre quedan en el aire, creí haber ganado credibilidad sin comprometerme a nada.
El jueves Mercé llegó a casa humilde y mimosa como una geisha. Creo que mi castigo chulesco logró ablandarla, pues no solo se metió a la cocina para preparar una tortilla de patata, algo impensable en una aristócrata como ella, sino que me dio de comer en la boca la tarta de marrón glacé que trajo de la exclusiva pastelería Balaguer. En recompensa, me la follé sin misericordia cuatro horas seguidas. Gracias a Dios, Mercé nunca se quedaba a dormir conmigo. Aunque su marido le daba amplias facilidades para engañarlo, tenía mucho cuidado en guardar las formas, y a la una de la mañana se metió al baño a darse un duchazo, con un gorro de hule para no mojarse el pelo. Salió de la regadera cubierta con una de mis camisas, cantarina y rozagante como una chavala. Fue a buscar algo a la sala y de vuelta a la recámara se plantó frente a mi cama con las manos atrás.
—Adivina qué tengo aquí —dijo con alborozo infantil.
—¿Más pastel?
—No, es un regalo.
—Por Dios, mujer, ya te he dicho que no me regales nada.
—Adivina qué es.
—¿Un reloj... ? —Mercé negó con la cabeza—. ¿Un bolígrafo... ? —siguió negando—. ¿Un juego de mancuernillas?
—No, cada vez más frío.
—Me rindo.
Mercé me entregó un estuche negro, que tenía dentro las llaves de un auto. Enmudecí de asombro, sin saber si debía mostrar agradecimiento o enojo.
—Está abajo en la calle. Vístete y vamos a verlo.
Cuando bajamos al chaflán de Diputación y Sicilia me fui de espaldas al ver aparcado un Ferrari 380 azul metálico. Mi primer impulso fue rechazarlo y devolver las llaves. Quien acepta regalos costosos de una amante se deja comprar, pierde independencia, y queda en una posición subordinada que tarde o temprano lo devalúa como ser humano. Pero me halagó demasiado pensar que Narcís Llorente y los demás cabrones de su camarilla jamás habían sabido explotar su polla tan bien como yo. Serían machos de pura cepa, inmunes a cualquier ataque de nervios, y sin embargo yo tenía una polla mucho más rentable que la suya. ¿Habéis visto cómo mola mi pistola, recua de pringados?
Asumí, pues, la innoble condición de gigoló, y esa misma noche, cuando mi benefactora se fue, salí a dar un paseo por la zona residencial de Pedralbes, entre mansiones solariegas y palacetes modernistas, sintiendo que la Barcelona opulenta me acogía entre los suyos. No tardé en comprobar que el Ferrari aumentaba en forma exponencial mi atractivo erótico, pues en menos de una semana, sonriendo de coche a coche, me ligué a una modelo danesa, más alta que yo, de ojos verdes, con pechos de púber, delgada como una musa de Modigliani, y a una azafata local de 30 años, más generosa de carnes. Ambas me entregaron el gladiolo desde la primera cita. ¡Oh, dioses cuánto gocé al verlas correrse! Tenía la autoestima más erecta que nunca y deseaba prolongar esa racha de aventuras, para incluir nuevos manjares exóticos en mi menú de degustación sexual, cuando recibí la impertinente llamada de Judit:
—Hola, Ferrán, el próximo sábado voy a hacer una barbacoa en casa, y como me ha dado un gustazo verte pensé que a lo mejor te apetece venir con tu esposa.
¿Me estaba poniendo una trampa? ¿Había pedido información sobre mi vida privada a otros ex alumnos y quería pillarme en la mentira? ¿O me invitaba de buena fe, sin ánimo de hurgar en mis llagas?
—A mí también me ha encantado volver a verte, Judit. Pero la vez pasada se me quedaron algunas cosas en el tintero y creo que si queremos hablar a gusto sería mejor vernos en privado, un día que vengas a Barcelona ¿no crees?
—Pensé que te hacía ilusión conocer a mi familia...
—Claro que me ilusiona. Pero hagamos la reunión familiar después de hablar a solas, porque no sé tú, Judit, pero al menos yo tengo una asignatura pendiente contigo.
—¿Una asignatura pendiente? —dijo con el aliento entrecortado—. No me dirás que todavía...
—Sí, todavía quedan rescoldos de aquel incendio —musité entre suspiros—. Pero de esas cosas no se puede hablar por teléfono. ¿Cuándo vienes a Barcelona?
Quedamos de vernos el jueves siguiente, en un café muy concurrido del barrio de Gracia. De momento había sorteado el peligro, pero la insistencia de Judit en conocer a mi familia me daba muy mala espina. Era chismosa desde pequeña, por algo había divulgado en el cole la noticia de mi fracaso en la cama, y ahora quería volver a ponerme en aprietos, barruntando, quizá, que la había engañado para encubrir una intimidad pantanosa. No le bastaba con haberme desprestigiado en la mocedad, quería completar su campaña difamatoria 30 años después. Pero la grandísima zorra había picado el anzuelo, halagada o intrigada por mi cortejo. Muy fiel no era, desde luego, pues había aceptado la cita sin chistar, atraída, sin duda, por la carnada de la asignatura pendiente. ¿Esperaba que yo me reivindicara en la cama? ¿O solo quería confirmar los rumores sobre mi impotencia, para proclamarla de nuevo con altavoces? Estaba, pues, obligado a acostarme con ella, aunque mi estómago protestara, y la víspera de nuestro encuentro traté de buscarle un ángulo positivo a ese deber engorroso. Pocos hombres tenían la oportunidad de hacer un ajuste de cuentas con su pasado. No podía ser un capricho del azar que Judit reapareciera en mi vida después de haber recuperado la virilidad. La había reencontrado en ese momento porque el destino quería ofrecerme una reparación de honor, un exorcismo con efecto retroactivo que me redimiera para siempre de la ignominia.
Llegué a la terraza del bar, en la Plaza de la Virreina, con un retraso deliberado de quince minutos, para dejar sentado desde el primer momento que le estaba haciendo un favor. Besé su mano con morosidad de galán antiguo, y me dio gusto advertir que ya se había fumado tres cigarrillos: la guerra de nervios había hecho sus primeros estragos.
—Perdona que llegue tarde, me retuvieron en la oficina y luego me ha pillado un atasco en la Vía Augusta.
Con el cabello recién teñido de rubio platino y un holgado conjunto de falda y blusón que le disimulaba la tripa, Judit estaba un poco mejor arreglada, aunque el calor de junio empezaba a derretir su plasta de maquillaje. Me pareció ver destellos de maligna curiosidad en sus ojos grises. ¿O imaginé verlos porque estaba en guardia contra ella? Su atrevido escote no dejaba lugar a dudas: venía a ofrecerme sin recato esos dos melones con venitas azules, el último vestigio rescatable de su juventud confitada en grasa. Todas las mesas de nuestro entorno y las bancas de la plaza estaban ocupadas por jóvenes punks y darkies de vestimenta estrafalaria, con tatuajes y perforaciones. Algunos fumaban canutos de hierba, otros tocaban la guitarra, las parejitas de novios se besaban sin pudor en la escalinata de la iglesia.
Era la atmósfera ideal para reanudar un romance de juventud y sin embargo, tanta libertad retadora, tanta felicidad extrovertida me pusieron incómodo. Con un poco de suerte, pensé, yo pude haber sido un cachorro irresponsable y dichoso como ello. Con un poco de suerte hubiese gozado el amor a la edad en que más lo necesitaba. Y ahora sería un adulto satisfecho, con un acervo de conquistas en la memoria, en vez de buscar mi juventud perdida en el escote de una lagartona rolliza. Para colmo, la tanga que estaba estrenando se me clavaba en la raja del culo, como queriendo recordarme que yo era un cuarentón chapado a la antigua y no pertenecía a esa generación de niñatos libérrimos. Después de las banalidades de rigor, animada por un gin tonic, Judit introdujo el dedo en mi herida con un impudor que rayaba en la franca agresión.
—No sabes cuánto me alegra saber que superaste aquel accidente. Como eras un chico tan sensible, me temí que te hubiera dejado algún trauma. Pobre de ti, estabas destrozado.
—Sólo fue un ataque de nervios, pero lo superé enseguida.
—¿Me lo juras?
—Puedes comprobarlo cuando quieras —le apreté la mano con una sonrisa pícara.
—Me da gusto que hayas cambiado tanto y ahora te tomes a risa esos tropiezos —-entrelazó sus dedos con los míos en señal de aquiescencia—. Yo no tuve la intención de ponerte en ridículo, te lo juro. Solo le conté lo sucedido a mi mejor amiga, Laura Sotres, pero le exigí discreción absoluta. Quién se iba a imaginar que la cotilla iba a regar el chisme por todo el colegio.
Ni siquiera tenía la honradez de aceptar su culpa: la descargaba en otra para lavarse la cara. Pero en vez de tacharla de embustera estreché mi pierna contra la suya.
—No te preocupes, todo eso está olvidado. Ahora solo me interesa disfrutar el presente.
—Te envidio, se nota que has vivido a plenitud —suspiró Judit y me acarició el pelo—. Yo en cambio, vengo arrastrando una depresión aguda desde que cumplí los cuarenta. El Prozac me ayuda a ir tirando, pero de cualquier manera, cada mañana al abrir los ojos me pregunto para qué trabajo, para qué desayuno, para qué respiro. El trabajo de mierda que tengo es para desmoralizar a cualquiera. Mis hijos han crecido, ya no me necesitan. Mi marido se aburrió de mí desde hace tiempo. Seguimos juntos por costumbre, como las mulas que dan vuelta a la noria y ni siquiera tenemos el valor de reconocerlo. Eso es lo que más me jode: nos hemos resignado a la ternura sosa de una relación entre hermanos.
—Una mujer tan atractiva como tú no merece ese trato. Los cuarenta son la mejor edad para gozar de la vida, créeme.
—Si tienes juventud mental. El problema con Gregorio es que ha envejecido antes de tiempo y me ha contagiado su murria.
Como si hablara en el diván del psicoanalista, Judit se explayó en el retrato hablado de su marido, un mimo frustrado que trabajaba de empleado en una tienda de bricolaje, y vivía quejándose de la falta de oportunidades para vivir de su arte, mientras empinaba el codo con otros bohemios de la misma ralea, que también habían soñado con ser pintores, cineastas o músicos de jazz. Ayuno de reconocimiento, se parapetaba en una soberbia de genio incomprendido, vomitando injurias contra la Consejería de Cultura de la Generalitat, que lo tenía vetado en sus programas de espectáculos. Muy de tarde en tarde lo contrataban para actuar en una fiesta infantil, y en vez de alegrarse volvía a casa echando pestes: niños de mierda, todos hablando en mitad del espectáculo, y sus madres tan anchas, así no se puede concentrar ni Dios. Quería que los críos contemplaran su show en respetuoso silencio, embebidos en la pantomima, como el público de Marcel Marceau en el Olympia de París.
Durante más de 20 años ella había sido su paño de lágrimas, la admiradora incondicional que le remendaba el amor propio y enviaba los vídeos de sus actuaciones a los buscadores de talento del Cirque du Soleil. Pero Gregorio la recompensaba con una indiferencia de hielo, abismado en su melancolía, sin preocuparse jamás por saber si ella también tenía sueños rotos o quebrantos emocionales. Nunca podía concederle siquiera unas migajas de atención, todo el tiempo recibía amor sin retribuirlo, y después de padecer tanto tiempo su carácter huraño, su jeta de mal humor, su egoísmo insaciable, había perdido hasta las ganas de vivir, ya no digamos de ponerse guapa. Pero una tremolina le había sacudido la herrumbre del alma cuando me oyó decir que teníamos una asignatura pendiente. Mi sorpresivo homenaje le recordó los tiempos dorados en que se comía el mundo a puños y jugaba a ser una devoradora de hombres.
—Creo que has llegado a mi vida en el mejor momento, Ferrán —acercó sus labios a los míos, trémula de ansiedad—.También yo necesito cumplir esa asignatura, para volver a ser aquella chavala ingenua con la cabeza llena de pájaros.
Trenzamos nuestras lenguas en un beso rapaz de aves carroñeras. Al mal paso darle prisa, tenía que meter el acelerador y pedir la cuenta enseguida, antes de que Judit volviera a pegar la hebra. Puesto a elegir torturas, prefería follármela que escuchar otro rosario de lamentaciones. La muy cerda culpaba al pobre marido de todas sus miserias cuando saltaba a la vista que ella había matado esa relación al descuidarse tanto. Pero era inútil pedirle objetividad y mesura a una maldiciente contumaz que en otra época me había cubierto de lodo por una crisis de pánico escénico y ahora no vacilaba en denigrar vilmente a su compañero de toda la vida. Al hacer mi habitual escapada al baño para ingerir la tableta, descubrí que sólo me quedaban otras dos en el pastillero: tenía que ver con urgencia a mi proveedor azteca. Media hora después, argumentando que siendo casados ambos debíamos evitar las exhibiciones públicas, me la llevé a un hotel por horas de la calle Roselló.
Con un poco de imaginación, la perversidad puede engañar al deseo y cometer los más bizarros anacronismos. No me follé, por supuesto, a la matrona de carnes fofas que tenía delante, sino a la putilla precoz que 30 años atrás me había intimidado con su impudicia. Y como se trataba de reivindicarme en toda la línea, cuando ella se puso bocabajo, cansada de cabalgarme, se la metí por el culo con la rudeza de un mandril despechado. Fue un metisaca frenético, en el que estuve a punto de sufrir una taquicardia. Ecuánime a pesar del odio, supe atemperar la cólera vengativa cuando el ardor estaba a punto de convertirse en violencia. Volví a penetrarla un buen rato por el coño, a un ritmo más cadencioso, y Judit se corrió con tal abundancia que sus jugos vaginales anegaron las sábanas.
—Joder, macho, esto fue una pasada, cómo te has espabilado —me dijo sin aliento, cuando por fin terminamos—. Eres un salvaje maravilloso. De lo que me he perdido todos estos años.
—Pues a partir de ahora ya no te suelto —le encendí el cigarro y me fumé otro—. No esperé tantos años para un solo polvo. Eres la mujer de mi vida, te lo juro.
—¿De verdad, Ferrán? ¿De verdad quieres algo serio conmigo? —Judit soltó una lagrimilla de novela cursi.
—Te he deseado como loco desde que éramos unos chavales —la besé enternecido—. ¿Crees que ahora podría conformarme con una aventura?
Como despedida le prometí llamarla el lunes siguiente para tener otro encuentro en Barcelona o en Areyns de Mar, donde más le conviniera. Por supuesto, el lunes no cumplí lo prometido. Ahora le tocaba sufrir a ella, encajar mi desprecio en el fondo del útero. Atento al identificador de llamadas, me dispuse a resistir su asedio telefónico, pues no quería concederle siquiera una explicación: bastante piedad le había tenido ya en la cama. Como no me buscó por teléfono el martes, creí que se estaba haciendo la orgullosa, pero el miércoles por la mañana descubrí en mi correo electrónico un mensaje suyo fechado el domingo anterior.
Queridísimo Ferrán:
Has traído a mi vida un viento de tempestad que me hacía mucha falta. Nuestro reencuentro fue maravilloso, un verdadero festín de la carne. Gracias a ti salí de la depresión y he recuperado las ganas de vivir. Pero después de poner mis sentimientos en una balanza, he comprendido que seguirte viendo sería poner en un grave peligro mi matrimonio. El otro día fui demasiado dura con Gregorio. Es verdad que su egoísmo me lastima, y a veces le odio, pero 24 años de convivencia no se pueden borrar de un plumazo. Para bien o para mal tenemos demasiadas complicidades, y me temo que no podría entender la vida sin él. En el amor quiero todo o nada: o me entrego por completo a un hombre o lo dejo de ver, pero no puedo vivir con el corazón partido. Temo que tú puedas provocarme una dolorosa desgarradura y por eso prefiero dar marcha atrás antes de empeorar las cosas. Olvídame por favor, Ferrán. Vive contento con tu mujer y tus hijos, como has vivido estos años, y piensa que ya cumpliste nuestra asignatura pendiente. Ahora cada quien debe seguir su camino. Aléjate, por favor, y no me pidas un imposible. Que Dios te bendiga.
Judit
En vez de tenderle un puente de plata a la enemiga que huía, su carta me provocó un derrame de bilis. Bonita manera de utilizar y desechar a un hombre. Como la señora ya tenía el chocho contento, ahora podía volver a su querida rutina matrimonial con la conciencia tranquila, sin tomar en cuenta mis sentimientos, o cuando menos, los sentimientos falsos que ella creía verdaderos. Eso era todo lo que necesitaba de ti, sentirme deseada y seductora, ahora vete a paseo. ¿Creía que aún era capaz de despertar pasiones? ¿Creía que yo me la follaba por gusto teniendo a mis pies a pimpollos de 25 años? ¿Tan ciega y estúpida era? La repugnancia que había vencido para poder acostarme con ella volvió a invadirme con efecto retroactivo. Pero las cosas no se iban a quedar así. Judit se equivocaba si creía que podía volver a humillarme, yo no era ya el muchachito ingenuo que salió llorando de su piso. Amador Bravo le daría un buen escarmiento a la puta que se burló del apocado Ferrán Miralles.
Corazón mío:
No cometas la cobardía de negarte al amor. Concédeme siquiera el derecho de apelación antes de condenarme a muerte. Dudo que puedas decirme de frente lo que has escrito en esa carta sin sentirte avergonzada de tu perjurio...
En una mesa arrinconada del bar Can Sergi, junto a la máquina de cigarrillos, Bulmaro se frotaba las manos con impaciencia, atento a los transeúntes que veía pasar por la avenida del Paralelo. Se había citado a las cinco de la tarde con Amador Bravo y ya daban las cinco y diez. Por la mala ventilación y el exceso de fumadores, el estrecho local estaba saturado de humo. Tosió con los ojos irritados, mirando de reojo a los parlanchines de la barra, un grupo de ancianos fumadores de puro que despotricaban a grito herido contra el director técnico del Barcelona. Detestaba tener que lidiar con clientes majaderos y mandones como Bravo, y había intentado posponer el encuentro para el miércoles, porque tenía otros pedidos pendientes, pero él se puso agresivo en el teléfono: “O mañana o nunca, si no te conviene mi horario, me buscaré a otro vendedor”. Tuvo que doblar las manos, pues tal como pintaban las cosas, necesitaba cuidar al máximo su cartera de clientes, aunque algunos hicieran restallar en su espalda el látigo del encomendero.
No acababa de digerir aún la catástrofe que hizo abortar el proyecto del taller mecánico. Si otro gallo le hubiera cantado, a esas alturas ya tendría instaladas las plataformas para elevar los coches en el estupendo local que había encontrado en el Poble Sec. El precio del equipo que les había conseguido el tío de Juan Luis era una ganga, y con mensualidades cómodas, una de esas oportunidades que hay que coger al vuelo. Pero todo se había ido a la chingada por los escrúpulos de una puritana imbécil, o más bien, por la estúpida conducta de Juan Luis, que sabiendo cómo era su novia quiso dárselas de santurrón, como si fuera posible tapar con un dedo una filmografía de ochenta películas porno. Daba pena ajena ver cuántos errores podía cometer un idiota temeroso de perder a la mujer amada. Si lo sabría él, que estaba picando piedra en Barcelona, pudiendo ser el próspero dueño de un taller mecánico en Veracruz, por no querer separarse de una nalguita. Pero quizá le quedara todavía una esperanza, sí, debía convencer al che de mantener vivo el proyecto, por si Laia lo perdonaba. Marcó el número de su teléfono celular, como venía haciéndolo a diario desde hacía una semana, pero una vez más le contestó el buzón de voz. El culero ya ni respondía sus recados y de nada servía llamarlo al celular, porque siempre lo traía apagado. Se estaba escondiendo, sin duda. ¿O habría tomado un vuelo de regreso a Los Ángeles, en un arrebato de frustración y despecho?
A las cinco y cuarto apareció Amador Bravo, con un traje cruzado gris, elegante corbata de seda granate, y un pañuelo del mismo color saliendo por el bolsillo del saco. Tenía las cejas tupidas, la piel curtida por el sol, ojos azules muy penetrantes y un perfil anguloso de halcón que sin duda debía gustarle a las mujeres. Daba tristeza pensar que un galán con ese porte necesitara el viagra para ponerse firmes. Y al parecer lo necesitaba con urgencia, para no quedarle mal a la vieja que tenía citada esa noche. Por la tensión de sus mandíbulas, su actitud de perdonavidas y la mirada altiva con que barrió a la modesta clientela del bar, era evidente que Amador Bravo se consideraba muy superior a esa runfla de perdedores. Tanta soberbia ameritaba un buen descontón y Bulmaro se dispuso a jugarle rudo.
—Quihúbole, Amador, ¿cómo has estado?
—Tengo un compromiso en media hora y ando muy corto de tiempo —me respondió con sequedad—. ¿Trajiste el pedido?
—Qué bárbaro, te acabaste el frasco de volada. Tomas dosis fuertes, ¿verdad?
—Si tomo poco o mucho es asunto mío.
—Lo dije sin mala intención. Te admiro de veras, compadre, has de tener viejas a montones.
—De mi vida privada no hablo con extraños. Vamos al grano, por favor —Bravo sacó la cartera, disgustado por mi abuso de confianza—. Aquí tienes el dinero.
Bulmaro se quedó con el billete de cincuenta en la palma de la mano.
—¿No leíste el correo que te mandé? —Amador negó con la cabeza—. Mis proveedores de Hong Kong me subieron el precio. Ahora el fiasco cuesta 80 euros.
—Hostia puta —resopló—. ¿Y por qué no me lo dijiste ayer en el teléfono?
—Creí que ya lo sabías.
—No recibí ese emilio, pero además, el aumento me parece una barbaridad. Nada sube un 60 por ciento de un día para otro.
—Pues el viagra sí, porque tiene mucha demanda.
—Yo no te pago eso ni de coña.
—-Pues entonces ahí muere —Bulmaro dejó el dinero en la mesa, confiado en que su cliente doblaría las manos por necesidad.
Pero en vez de ceder, Amador se abrió el saco para enseñarle la cacha plateada de su Beretta 93.
—No me toques los huevos, manito. Venga ese fiasco o esto puede acabar muy mal.
Bulmaro tuvo que entregar la mercancía con una palidez fúnebre. Cuando iba a guardarse el dinero, Amador lo cogió del brazo.
—Espera. Como soy un buen cliente me vas a hacer una oferta del dos por uno.
Bulmaro rechinó los dientes, indeciso entre liarse a golpes o salir corriendo. Como si adivinara sus pensamientos, Amador hizo un amago de sacar la pistola y no le quedó más remedio que aceptar el robo. Una vez recibido el segundo fiasco, Amador le metió el billete arrugado en la bolsa de la chaqueta.
—Así me gusta, cariño. Ya estás aprendiendo mercadotecnia. Sigue haciendo promociones y verás cómo te hinchas de ganar dinero.
Bulmaro vio partir a su asaltante trabado de cólera. Andaba lento de reflejos, debió de haberse olido que ese cabrón tan engreído era guardaespaldas o matón a sueldo. Eso le pasaba por querer hacer negocios sucios en un país extraño, sin conocer bien los códigos de comportamiento social. En México hubiese reconocido a un pistolero gandaya como Bravo al primer golpe de vista. Pero allá un tipo con su pinta y su color de piel sería un burócrata de alto nivel o un ejecutivo de banco. Estaba a merced de cualquier engaño, de cualquier abuso, por jugar en cancha ajena con dados cargados. De vuelta a casa, en el autobús, un acerbo sentimiento de fracaso lo obligó a encarar la realidad. Cancelado el proyecto del taller, no tenía ninguna alternativa de vivir con dignidad en ese país donde los inmigrantes sudacas de piel oscura solo lavaban platos o fregaban pisos. Romelia estaba en edad de permitirse cualquier aventura internacional, pero él no, y había llegado la hora de ponerle un ultimátum: o jalas conmigo de vuelta, o hasta aquí llegamos, morena. Bajó del autobús en la Plaza de Sants, y cuando trataba de componer en la mente los términos del ultimátum, que debía de ser a la vez enérgico y suave, una obra maestra de ternura desesperada, el timbre del teléfono móvil lo bajó de golpe a la tierra.
—¿Es usted Bulmaro Díaz? —preguntó una mujer.
—A sus órdenes.
—Yo no quiero darle ninguna orden.
—Perdón, así decimos en México. Diga usted.
—Le hablo por una emergencia: su amigo Juan Luis Kerlow entró anoche a la sección de urgencias del hospital Sant Pau. Parece que le dieron una paliza en la calle.
—¿Cómo está? ¿Lo lastimaron mucho?
—Tiene un par de costillas rotas, esguince de omóplato, lesiones en el cráneo y hematomas en todo el cuerpo. Le pedimos el teléfono de un familiar y nos dio el suyo. Necesitamos que venga a firmar unos papeles.
—Voy para allá enseguida.
Cogió la línea azul del metro y en menos de diez minutos ya estaba en la sección de traumatología, al pie de la cama de Juan Luis, que tenía los párpados hinchados y violáceos, el labio superior con puntos de sutura, y un vendaje de momia en la cabeza rapada. Ni por asomo se hubiera podido suponer que ese despojo humano era un galán con legiones de admiradoras.
—¿Qué pasó, mano? ¿Te quisieron robar?
—Yo me lo busqué, por andar en la calle armando quilombo —dijo a media voz, con el resuello atorado en la tráquea—.Desde el día de la boda estoy en guerra con la humanidad. No me mirés así, lo digo en serio, todo el amor que tenía se me ha vuelto odio y necesito volcarlo contra el enemigo.
—¿Cuál enemigo? ¿De qué hablas, Juan Luis?
—De la gente que me ha jodido la vida. De los hijos de puta que me convirtieron en un freak exhibicionista. Pasen, señores, vengan a ver al mago que se la pone tiesa con su poder mental. He cultivado un gran odio contra esa mafia y ayer, por fin, le declaré la guerra. Después de beber ajenjo toda la tarde en el bar Marsella, entré bien mamado a una sex shop del Raval y me puse a putear a los empleados, mientras tiraba al suelo pilas enteras de DVD's. Ratas de albañal, manga de atorrantes, ¿no les da vergüenza vender esta porquería? Me cayeron encima dos guardias rumanos con tubos y cadenas, les opuse resistencia y mirá cómo me dejaron. Siempre han sido los dueños de mi cuerpo, no me lo pueden prestar ni siquiera un minuto. Primero lucran con él, y ahora lo muelen a palos.
—Te estás poniendo en el papel de víctima —Bulmaro trató de hacerlo reaccionar con una terapia de choque—. ¿No será que andabas buscando un castigo?
—No lo había pensado, che, pero creo que tenés razón —sonrió con amargura—. Odio a esos cerdos, pero en el fondo yo me aborrezco más todavía.
—Pues déjate ya de tragedias y mira para delante. La vida tiene que seguir.
—Para vos es fácil decirlo, porque tenés a tu mulata en casa —Juan Luis prorrumpió en sollozos—. ¿Pero a mí quién diablos me espera?
—Laia puede rectificar. Tal vez necesita un poco de tiempo.
—No me toma las llamadas ni se digna responder mis correos. Para ella estoy muerto.
—Pero hay miles de mujeres en el mundo, olvídala y búscate otra.
—No puedo, me tiene enganchado como un yonqui.
Una enfermera entró al dormitorio atraída por los gimoteos de la víctima.
—Haga favor de salir, el señor necesita reposo.
Como despedida se acercó a Juan Luis y le dio una palmada en el hombro.
—Ánimo, carnal, ya verás cómo se arregla todo.
Afuera lo estaba esperando un médico joven con gesto grave. Temía por la salud mental de Juan Luis, dijo, porque desde su ingreso a urgencias había dado muestras de tener pulsiones autodestructivas. Mientras lo curaban y lo vendaban había exigido al médico de guardia, la doctora Trillas, que le amputara de una vez el pene, pues ya no le servía para nada. Hasta quiso tomar un bisturí de la bandeja de instrumentos, lo que por fortuna impidió la enfermera de guardia. Era indudable que el paciente no estaba en sus cabales, y en esas condiciones sería irresponsable enviarlo a su casa. Le habían administrado tranquilizantes diluidos en la botella de suero, pero la doctora recomendaba trasladarlo al pabellón de psiquiatría, por lo menos mientras superaba la crisis. El problema era que no podía decidir el internamiento sin la autorización de la cónyuge o de los padres del paciente.
—¿Usted los conoce?
—A la cónyuge sí, pero están separados.
—Pues búsquela, por favor. Está en juego la vida del señor Kerlow.
Gracias a la mediación de Romelia, en dos días obtuvo la firma de Laia para poderlo ingresar a la clínica. Pero la recién casada dejó en claro que no visitaría a Juan Luis, ni aceptaría ningún chantaje sentimental suyo, aunque intentara matarse. Tenía la conciencia limpia, estaba segura de hacer lo correcto, y ningún promiscuo de mierda le iba a crear un sentimiento de culpa con escenitas de melodrama. Lo más difícil fue convencer a Juan Luis de que se internara por voluntad propia. Bulmaro intentó persuadirlo con vehementes ruegos, sin mencionar el incidente del bisturí, pero Juan Luis no creía necesitar atención psiquiátrica.
—Estoy más lúcido que nunca, y tengo machas cuentas pendientes allá afuera. Esos pelotudos se van a acordar de mí,..
—A la próxima te matan, Juan Luis, necesitas calmarte.
—Ya descansaré cuando me muera, después de matar a todos los hijos de puta que me han basureado.
Solo quedaba la alternativa de la camisa de fuerza. Por fortuna, las enfermeras habían guardado el celular de Juan Luis, donde estaba registrado el número telefónico de sus padres en Buenos Aires. Bulmaro los llamó para ponerlos al tanto de lo ocurrido desde la noche de bodas y les rogó que persuadieran a su hijo de aceptar el tratamiento. Minutos después ellos hablaron con Juan Luis, que oyó la afectuosa reprimenda bañado en lágrimas, aceptando con humildad infantil todos sus consejos. En el fondo es un pobre niño necesitado de afecto, pensó Bulmaro, haría cualquier sacrificio para obtener la aprobación de sus viejos. El día del traslado al pabellón de psiquiatría, un jueves caluroso de principios de julio, fue a buscar todos los efectos personales de Juan Luis a su piso del Borne, metió en dos maletas la computadora portátil, varias mudas de ropa, media docena de libros, y las llevó en un taxi al vestíbulo de la clínica. Por curiosidad se asomó a un patio amurallado donde los internos de bata blanca daban vueltas en círculos, se sacaban los mocos de la nariz o monologaban con la mirada vidriosa. Dejar a su amigo en esa compañía le causó una fuerte desazón, pero lo tranquilizaron las promesas del doctor Busquets, el joven terapeuta encargado de atender a Juan Luis, que descartó de entrada los electroshocks y el uso de antipsicóticos.
—Su amigo no es un border line, ni sufre trastornos de la personalidad. Solo atraviesa una depresión aguda que podemos controlar con la medicación adecuada y terapias de grupo. Necesita pasar una etapa de duelo para resignarse a la ruptura con su pareja, pero creemos que en dos o tres semanas estará en la calle.
Al salir del sanatorio, de camino al metro, comprendió que la obligación moral de ayudar a Juan Luis le había servido como narcótico para olvidarse unos días de sí mismo. Ahora que el che ya estaba en manos de los psiquiatras no tenía pretexto para eludir sus problemas. Era imposible postergar un día más su inevitable colisión con el egoísmo de Romelia. Temía salir derrotado en ella, como venía ocurriendo hasta ahora, pues la mulata no quería oír ni hablar de su regreso a México. Cuando salían en los diarios noticias escandalosas sobre ejecuciones de periodistas, secuestros de niños, guerras entre narcos o inundaciones catastróficas ocurridas en territorio azteca, Romelia se las restregaba en la cara con un comentario sardónico:
—¿Has visto lo bien que está tu país? No entiendo cómo puedes extrañar esa mierda. Deberías agradecerme que te haya sacado de ahí.
Prefería ignorar sus pullas, aunque le dolieran, para no provocar discusiones agrias. Si de verdad México se estaba hundiendo, razón de más para estar cerca de sus hijos y tratar de protegerlos. Pero ya no podía callar y obedecerla a ciegas, tenía que emparejar el juego de vencidas con un fuerte envión que restableciera, por lo menos, el equilibrio de fuerzas. Claro que el riesgo de montarse en su macho era grande, había visto ya cómo se derrumbaba un amante al pasar abruptamente de la plenitud al vacío. Si entraba en una guerra de todo o nada con Romelia se exponía a seguir los pasos de Juan Luis. Pero no podía ceder todo el tiempo sin acabar despreciándose a sí mismo. Alguna vez el cerebro tenía que imponerse a los caprichos del pito. ¿O iba a ser toda la vida un vasallo sin voluntad propia?
Después de cruzar la Plaza de Sants, entre una multitud de turistas recién bajados del tren, se internó por la calle Joan Güell, caminando a grandes zancadas, con el paso decidido de los hombres que han tomado las riendas de su destino. Al doblar a la izquierda en la calle del Miracle vio a lo lejos una patrulla de policía con las puertas abiertas y las luces giratorias encendidas. Unos metros más adelante, con mejor visibilidad, descubrió que la patrulla estaba detenida frente a la tienda del chino Deng. En la madre, un cateo. Se cambió a la acera opuesta para espiar a hurtadillas desde el zaguán de un edificio. Dos mozos de escuadra salieron cargando cajas de cartón que metieron a la cajuela de la patrulla. ¿Estaban confiscando la mercancía? Pinche Deng, ¿no que la tira se hacía de la vista gorda con la venta clandestina de viagra? Salió después el chino, con las manos en la nuca, flanqueado por dos mozos armados con metralletas. Aunque se había formado una pelotera de curiosos y varios vecinos habían salido a ver el arresto desde los balcones, Deng no agachó la cabeza ni perdió la figura. Retador, altivo, casi relajado, dirigió una mirada panorámica a los curiosos como un matador de toros en el momento de brindar su faena, y antes de que los mozos lo metieran a la patrulla se dio el lujo de sonreír con amarga ironía.
Bulmaro no se atrevió a salir de su escondite hasta que la patrulla se alejó más de cien metros, pues temía que algún curioso lo señalara como cómplice del detenido. Pasado el peligro entró a tornarse un chupito de brandy en La Montañesa, el bar en donde había conocido al chino.
—A ese lo han cogido por algo gordo —le comentó Baltasar, el viejo y chismoso dueño del bar.
—Quizá evadía impuestos —dijo Bulmaro, tratando de aparentar que no sabía nada de sus negocios.
—No, para mí que andaba metido en un trapicheo de drogas —Baltasar lo miró con malicia—. Con razón se estaba forrando. Esa gente gana mucha pasta pero siempre acaba mal.
Debe pensar que yo también estoy en el ajo, pensó Bulmaro, interpretando el comentario como una indirecta. En vez de ayudarle a templar los nervios, el chupito de brandy lo angustió más aún y entró a su casa con la mente aturullada por un tropel de inquietudes. Romelia estaba vocalizando en su recámara con una pista musical salsera y al oírlo entrar vino a darle un beso de bienvenida.
—Llamó tu hija, que le hables por skype —la mulata hizo una pausa al ver su gesto desencajado—. ¿Te sientes bien? Estás pálido.
—Siéntate por favor, Romelia, tenemos que hablar.
—¿Pasó algo malo?
Bulmaro le refirió con la voz entrecortada la detención del chino Deng, en un tono de responso fúnebre. Como Romelia no parecía entender el motivo de su alarma tuvo que ser más explícito.
—Yo era uno de sus vendedores y ahora la policía puede venir por mí.
—Pero tú me dijiste que no corrías ningún peligro vendiendo viagra —Romelia siguió acorazada en la ingenuidad, negándose a entender la gravedad del asunto.
—Eso fue lo que me dijo Deng, pero por lo visto se pasó de vivo. Vender medicinas piratas es un delito, y se castiga con cárcel.
—¿Estás seguro de que lo detuvieron por eso?
—No del todo, pero sería una gran estupidez quedarme en España para averiguarlo.
—Tú siempre andas buscando pretextos para regresar a México —la mulata hizo un mohín de disgusto—. Ni siquiera sabes por qué lo detuvieron y ya te quieres largar.
—Esto es muy serio, Romelia. Catearon la tienda del chino y se llevaron todos sus papeles. Mi nombre debe estar en su lista de vendedores.
—¿Y qué ganan con detenerte? Ya tienen al capo de la banda, ¿no?
—Dudo mucho que se conformen con eso y no quiero arriesgarme a otro apañón. Recuerda que ya estoy fichado por lo del billete falso. En España nadie puede salir del bote repartiendo lana. Aquí te agarran por un delito y ya te chingaste.