LA SANGRE ERGUIDA

 

Enrique Serna

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

para Xesca y Santiago

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Aquel torrente quieto de dulzuras que el fuego quiso devorar,

aquella sangre erguida delante del abismo...

 

JUAN REJANO

 

 

Bulmaro Díaz puso el abrigo en el perchero y se quitó la bufanda con un suspiro de amarga resignación. En la mesa del comedor, los platos sucios del desayuno se habían juntado con los de la cena. Los llevó con desgano a la cocina y quiso servirse un café, pero el fregadero ya estaba repleto de trastes y no encontró ni una taza limpia. Así no se podía vivir, carajo. Había una mosca ahogada en un vaso de cocacola, restos de frutas a medio comer, manchas de huevo en las rejillas de la estufa y una hogaza de pan con la corteza enmohecida. En el jarrón de la sala se pudría un ramo de camelias marchitas, y su hedor amoniacal, combinado con el pestucio de los ceniceros, llenaba el aire de miasmas irrespirables. Para oxigenar la atmósfera de encierro abrió la ventana que daba al tendedero del edificio. Dolido por el golpe moral que acababan de darle en el banco, pensó que el caos de ese muladar era un fiel reflejo de su vida interior. Todo le estaba saliendo mal, tal vez porque ahora tomaba decisiones hormonales en vez de usar el cerebro. Sí, era doloroso pero necesario admitirlo: ya no llevaba el timón de su vida y la pérdida del albedrío había dejado en su alma un vacío de poder que ahora ocupaban el azar o la inercia.

En el baño, al bajarse la bragueta para orinar, miró con odio al secuestrador de su voluntad. ¿Ya ves, cabrón?, le jaló el prepucio en un arranque de cólera: Por tu culpa voy a perder hasta la camisa. Suelta toda la orina, hasta la última gota, y mucho cuidado con chorrearme los pantalones. Así, dormidito, hasta pareces un niño obediente. Pero yo te conozco bien: como todos los chaparros eres un tirano en potencia, al menor descuido quieres darme golpe de estado. Apenas ves pasar un culito por la calle y te pones a gritar órdenes como sargento: de frente, pelotón, paso redoblado hasta el precipicio. ¿Oíste lo que dijo la subgerente del banco? Nueve mil euros por el puto aval bancario. Vieja gruñona, se ve que nadie le ha regado la milpita desde los tiempos de Franco.

"Esas son las condiciones y no puedo cambiarlas — la subgerente sonrió con mala leche—, firme o váyase pero no me haga perder el tiempo." De entrada la inmobiliaria me obliga a depositar esa lana, nomás para darme chance de alquilar un mugroso local. Si fuera español otro gallo me cantaría, sólo tendría que dar dos meses de anticipo. Pero como soy un jodido mexicano me la dejan ir hasta dentro, ¿Qué chingados hago en Barcelona, discriminado y jodido? No te hagas el sordo, respóndeme, ¿qué chingados hago aquí?

Se guardó el miembro en la bragueta, pero en espíritu mantuvo su confrontación con él, como había ocurrido desde que atravesó el Atlántico y el aislamiento empezó a estrangularlo. Soy un buen mecánico, puedo armar y desarmar un motor con los ojos cerrados. El otro día compuse en un santiamén el Citroën del chino Deng, y eso que no tengo experiencia en carros europeos. Pero con tantas condiciones abusivas nunca voy a poder abrir el taller. Para colmo, ayer el euro subió a 14 pesos, estoy quemándome mis ahorros de toda la vida. Y todo porque el señor está enculado de una mulata dominicana. Ya ni la chingas, ni que estuviera tan buena. Por una calentura me obligaste a dejarlo todo: el país, la familia, la chamba, la dignidad. Pero más pendejo soy yo por hacerte caso. En Veracruz tenía el cariño de mis amigos, una buena esposa que cocinaba riquísimo, mi taller empezaba a dejar buena lana y como allá sí rinde el dinero, hasta me alcanzaba para llevar a los niños de vacaciones a Disney World. Ahorita estaría en el jardín de la casa, rodeado de cuates, con mis shorts y mi chela bien fría, comiéndome un taquito de rajas con queso. En cambio estoy encajonado en esta ratonera fría, con vista a un paredón gris, donde las tuberías eructan y ni siquiera hay closets para colgar la ropa. Mira nomás en dónde me fuiste a meter. Y para colmo tengo que fregar el piso, porque Romelia no tarda en llegar del gimnasio, y ya ves cómo se encabrona cuando encuentra mugre en el suelo.

Un pinche criado, en eso estoy convertido. De tanto agacharme a barrer y trapear ya tengo dolor de lumbago. Debajo de la cama también, no vaya a ser que se le ocurra inspeccionar por todos los rincones. ¿Está bien así, patroncita, o le saco más brillo al mosaico? En México nunca toqué una escoba ni una sartén, para eso estaban mi señora y la sirvienta. Se esmeraban por atenderme porque yo era el único sostén de la casa. Pero aquí dividimos los gastos, y como Romelia me salió feminista, nomás cuando está de buenas se digna lavar los platos. Claro, tú estás feliz porque solo te tocan los agasajos, yo soy el idiota que se fleta con el quehacer. Querías un romance de película, con burbujas de champán y paseos románticos por las Ramblas, ¿verdad, pendejo? Pues mira lo que tienes: una cubeta de agua puerca y un trapeador.

Al vaciar la cubeta en el fregadero, Bulmaro se sintió ridículo por regañar a su pito a toro pasado, en vez de gobernarlo con sensatez. Era injusto reprender a ese apéndice de su cuerpo si había perdido toda autoridad sobre él desde que Romelia apareció en el escenario del bar Nereidas, un tugurio más bien vulgar para recibir a una embajadora del paraíso, y se irguió para rendirle honores, como las serpientes al oír la flauta del encantador. Era una pantera de ojos verdes, con facciones de blanca y cuerpo de negra, que derrochaba en las tablas un garbo natural aprendido en los malecones. No estaba preparado para esa sobredosis de hermosura, y se dejó avasallar con la guardia baja, como un pez fagocitado por una medusa. Tenía un huracán dormido en la comba de los senos, una cintura ondulante que gobernaba el flujo de las mareas, sus piernas de ámbar incitaban al canibalismo y al verla menear el trasero de espaldas al público, pasó del estupor al arrobo místico, del crudo apetito al sublimado deseo de pertenecerle.

Toda la clientela masculina, y hasta parte de la femenina, la miraba con lujuria: sólo él, estaba seguro, tuvo la fineza espiritual de entrever su necesidad de ternura, el candor infantil escondido bajo el esplendor de la carne. ¿Verdad que estaba preciosa esa noche?, Bulmaro se reconcilió por un momento con su atributo viril, que había empezado a estirar la cabeza. Cantaba una de mis canciones preferidas: Qué bello, de la Sonora Dinamita, y como echaba miradas pícaras a la mesa en los pasajes más atrevidos de la canción (“en el piso o donde sea pero tómame”), creíste que te estaba lanzando los perros. Era coqueta con todo el mundo, no solo conmigo, pero cuando estás alebrestado te sientes el amo del universo. "La señorita no acostumbra sentarse a beber con la clientela", dijo el capitán de meseros cuando quisiste invitarla, pero por suerte apareció en el bar mi amigo Leandro Espinosa, un ex compañero de estudios, que resultó ser el representante de la Tremenda Guaracha, el grupo musical donde cantaba la diosa, y no se hizo del rogar cuando le pediste que te la presentara. Porque fue contigo con quien habló en la barra del antro, donde tomó un respiro después de la variedad. Yo, tu vigilante, me había quedado ya cohibido y nulificado en el calabozo de alta seguridad donde tus caprichos despóticos me tienen preso desde entonces. El antro estaba lleno de conocidos míos, y algunos incluso iban con sus esposas. Pero a ti te valió madres que le fueran con el chisme a mi vieja. Total, ya encontrarías la manera de apaciguarla con un regalo.

Si Romelia hubiera sido una chava engreída y mamona, con mentalidad de caja registradora, de esas que andan a la caza de un millonario, seguramente la erección se te habría bajado de golpe. Pero resultó una muchacha alegre y sencilla, incontaminada por las heces morales de la farándula, que aún se cohibía en el trato con los extraños. "Qué voz tan dulce y cálida tienes, se parece a la de Omara Portuondo", mentiste con descaro, pues solo tiene una voz bien modulada pero con pocos matices. "¿Verdad que sí? —dijo ella, con un sonrojo encantador—: eso me dicen algunos amigos, pero yo no soy imitadora de nadie, quiero tener mi propio estilo, si me parezco demasiado a otra nunca voy a triunfar". Quería valer por su voz, no por caerse de buena, y para halagar su ingenua vanidad, le pediste que te autografiara el disco de La Tremenda Guaracha. "Con todo respeto, quiero ser el presidente de tu club de admiradores. Si un día de estos estás libre de compromisos, me gustaría salir contigo a comer o a cenar." "Oye chico, vas muy rápido, ¿no crees? Me caes bien, pero tienes anillo de casado y yo no soy una robamaridos." Si en ese momento hubieras metido reversa, ahorita no estaría fregando el suelo en este cuchitril. Pero estabas duro como el hierro, cabrón, y esa noche, de vuelta en casa, tus corcoveos de ansiedad no me dejaron dormir. De tanto dar vueltas en la cama desperté a mi señora y me echó bronca por llegar tan tarde. Pobre Carmen, es una santa, no se merecía un marido tan ojete. Por no saberte poner el freno ella acabó pagando los platos rotos, ¿No pudiste ser más considerado con la madre de tus hijos? Es lo que más odio de ti: cuando tomas el poder siempre le acabas haciendo daño a terceros.

Las once y media, Romelia no tardaba en llegar y aún tenía que ir de compras al súper. Hacían falta servilletas, una barra de pan, Maestro Limpio, huevos, fuet, sobrasada, queso Philadelphia y pasta de dientes. Pero antes debía arreglar un poco ese chiquero, no le gustaba dejar la casa patas arriba. Para variar, la nenita había dejado sus calzones tirados en el sofá donde habían cogido la noche anterior: échalos a la ropa sucia, pero no los huelas, puerco. Era una monserga tener que andar por toda la casa recogiendo prendas, cremas, restos de comida, la secadora del pelo, el plato hondo de su cereal. Se largaba al gimnasio sin recoger nada, al fin que para eso tenía a su lacayo. Cuando por fin logró darle una apariencia más o menos decente a la casa, sacó el carrito del súper y oprimió el botón del elevador. Qué edificio tan lóbrego, como el sol nunca le daba de frente siempre estaba helado como un témpano. Para sentirse libre pasaba en la calle la mayor parte del día, pero ni así podía evitar deprimirse cada vez que entraba en esa empacadora de carnes frías. En el vestíbulo de la planta baja se detuvo un momento a sacar del buzón los recibos del gas y del agua. Siéntate bien, compadre, 160 euros. Qué gastadero, hubiera debido preverlo antes de cruzar el charco. Ahora más que nunca necesitaba ser precavido y austero, pero el amor de Romelia había anulado su sentido común y junto con él, su capacidad de economizar. Peor aún: los despilfarros le importaban cada vez menos, como si fueran una carga fiscal merecida por tener una hembra como ella.

¿Cuánto habría gastado en el bar Nereidas para implorarle que se dignara charlar otro rato? En el ascensor, donde coincidió con la vecina uruguaya del sexto piso, una viuda de cabello pajizo que sacaba a pasear a su perro, evocó ese largo y oneroso cortejo. Por más arreglos florales que le mandaba al camerino, Romelia nunca tuvo la gentileza de agradecérselos en persona. Solo le obsequiaba sonrisas compasivas desde el escenario, como diciendo: pobre iluso, ya se cansará de rogar. Me desprecia por viejo, pensaba, es demasiado joven para un cuarentón como yo, canoso y traqueteado por las parrandas. Llegó un momento en que sus cuates se negaron a acompañarlo al bar. "No mames, güey, mejor vamos a otro lado, ya nos sabemos de memoria la variedad. Y total, esa mulata ni te pela." Ya casi había perdido las esperanzas de conquistarla, cuando un día, en mitad de la chamba, su ayudante del taller le hizo un guiño de complicidad: "Bulmaro, ahí te busca un bizcochito." En ropa de calle y con la cara lavada, la belleza de Romelia era menos llamativa, pero más seductora. Las princesas como ella no necesitaban cosméticos: Dios les había puesto en la cara los colores de la pasión. Su Chevy Monza estaba fallando y como en las tarjetas de los arreglos florales venían las señas del taller, había venido a pedirle un presupuesto. "Ayúdeme, por favor, como usted es de confianza sé que no me va a engañar." "Hiciste bien en venir aquí, porque hay mucho mecánico tracalero, pero por favor háblame de tú, ¿o qué, no somos amigos? .... Sí, claro, disculpe, señor Díaz." "¿Otra vez las formalidades? Llámame por mi nombre, Bulmaro." Romelia hizo un gesto de sorpresa al escuchar el disco de La Tremenda Guaracha en el equipo de sonido del taller. “¿Lo escuchas también aquí? ...”. “Todos los días y nunca me canso de oírte, soy tu fan número uno." Halagada por esa muestra de veneración, Romelia sonrió con rubores de párvula. Por fin una sonrisa cálida, después de tantas muecas desdeñosas desde la pista de baile. Más tarde diría que le gustó encontrarlo en camiseta sin mangas, con el pecho sudoroso y los brazos manchados de grasa, pues tenía debilidad por los tipos recios del pueblo. Pero si primero no hubiera halagado su vanidad, ¿de qué le habría servido el porte varonil?

En la calle seguía soplando un viento gélido, y eso que ya mero entraba la primavera. Iba a cumplir tres meses en Barcelona y siempre se daba el mismo encontronazo con la realidad, como un actor equivocado de papel, de libreto y de teatro. El barrio de Sants hervía de actividad, había extranjeros en abundancia y nadie le hacía el feo por ser mexicano, porque los acentos del nuevo mundo ya formaban parte del paisaje fonético urbano. Comparado con los pakistaníes y los albaneses recién llegados de sus países, que vegetaban tristemente en los locutorios, podía considerarse afortunado, pues él no tenía dificultades de comunicación. Pero no encajaba en ese mundo y por un malestar íntimo convertido en defecto óptico, miraba las cosas de lejos aunque las tuviera enfrente.La ciudad era muy limpia, el transporte público funcionaba a la perfección, le agradaba poderse mover sin coche por todas partes y sin embargo, no se hallaba en medio de tanto orden.

Todo estaba reglamentado hasta la asfixia. Admiraba y odiaba al mismo tiempo el carácter individualista, el talante reservado y la estricta formalidad de los catalanes. Ni para cruzar una calle podían saltarse un poco las trancas, siempre debían esperar la luz verde del semáforo peatonal. Hola y adéu, los vecinos no atinaban a decirse otra cosa, a pesar de coincidir en el vestíbulo todos los días. Tomarse confiancitas con los extraños era un pecado mortal, pero también tratarlos con desprecio. Acorazados en una cortesía defensiva, casi hostil, parecían hacer esfuerzos heroicos para no cometer jamás una falta de urbanidad. Tanta decencia debía estorbarles, sobre todo en la cama. ¿Pero quién era él para criticar la cortesía catalana, si venía de un país mucho más retorcido en materia de buenos modales?

Necesitaba un café para templar los nervios antes de ir al supermercado. En el bar de la esquina, La Montañesa, se encontró al chino Deng, jugando en la máquina tragamonedas. Era un vicioso del juego y a media mañana siempre le dejaba encargado el changarro a un sobrino para venir a darle a la palanquita. Tenía 50 años, pero aparentaba muchos menos, pues era inmune a las arrugas, y hablaba el castellano a la perfección, porque había pasado la mitad de su vida en España. Se habían conocido en ese mismo café, viendo un partido de futbol, y trabaron conversación al calor de las cañas.

—¿Te dieron el aval bancario?

—Ni madres, costaba nueve mil euros.

—¿Entonces qué vas a hacer?

—Sepa el carajo, solo sé arreglar coches.

—Pero tienes pasta, ¿no?

Un destello de codicia en las pupilas de Deng lo hizo titubear un momento antes de responder:

—Un capitalito que en México era bueno, aquí vale madres.

—Puedes trabajar de mecánico en otro taller.

Como Deng era un chino humilde y luchador, que seguramente nunca había despreciado ningún empleo, no quiso decirle que trabajar a sueldo en un taller ajeno lesionaría gravemente su orgullo. Él no era un chalán, era un ingeniero mecánico titulado, y después de haber tenido su propio taller en México no podía ser achichincle de nadie.

—Prefiero hacer otra cosa, cualquier negocito sencillo donde no haga falta tanta inversión.

—Tengo algo que te puede interesar.

—¿De veras? Ojalá pueda entrarle, me urge ganar lana.

Deng miró con recelo al cantinero, un joven corpulento de cabeza rapada, con una perforación en el labio, que alineaba platos de tapas en la barra.

—Ven a la tienda, aquí no podemos hablar.

En La Perla de Manchuria, la tienda donde trabajaba Deng, se abrieron paso por un estrecho pasillo entre los anaqueles repletos de mercancías: paraguas, ropa, enseres domésticos, figuritas de porcelana, todo a precios de ganga. En la trastienda, donde había una bodega con un camastro y un rústico armario con ganchos de ropa, Deng le ofreció un taburete para sentarse.

—¿Aquí duermes?

—Es un poco incómodo pero así me ahorro la renta. ¿Quieres un té?

—Sí, por favor, gracias.

Pinches chales, en poco tiempo van a ser los dueños de España, pensó Bulmaro mientras Deng le servía el té con pausados movimientos ceremoniales: viven como anacoretas para no gastar un centavo, pero ya inundaron el mercado con sus baratijas y nadie puede competir con sus precios.

—Pues tú dirás, manito.

Con aire misterioso, Deng sacó de un viejo baúl de cuero una bolsa de plástico llena de frascos de medicinas. Abrió uno de ellos y me dio una pastilla azul en forma de rombo.

—¿Conoces estas pastillas?

—Parece viagra.

—Lo es, pero no la verdadera. Es un genérico fabricado en Hong Kong.

—¿Y funciona bien?

—Igual o mejor que la auténtica, yo mismo lo he comprobado.

—¿La vendes en la tienda?

—Aquí no tenemos licencia para vender medicinas, tendríamos que abrir una farmacia, y eso cuesta más caro que tu aval bancario. Por eso estoy buscando un socio que venda el material por internet.

—¿Es legal?

—No, pero nadie hace caso de la ley. Aquí el viagra solo se vende con receta médica pero la consulta cuesta una pasta y el viagra auténtico es muy caro: 100 euros por una caja de cuatro pastillas.

—Pa' su madre —se asombró Bulmaro—. O sea que un palito viene saliendo como en 25 euros.

—Por eso la gente prefiere comprar en el mercado negro —Deng encendió un cigarrillo con una mirada incisiva de tahúr.

—¿Y a cómo se vende el genérico?

—A 50 euros por un frasco de treinta pastillas. Si quieres te puedo vender este lote.

—¿Cuánto vale?

—Tres mil euros, pero con él puedes ganar diez mil.

Bulmaro examinó la pastilla con recelo. Siete mil euros libres de polvo y paja por una modesta inversión, y ni siquiera tendría que declarar impuestos. Demasiado bello para ser verdad, alguna trampa escondida tenía que haber.

—Es muy fácil que me apañen si pongo una página en internet.

—Hay que tomar medidas de seguridad, como por ejemplo, hablar por teléfono con el cliente antes de entregar la mercancía.

—¿Y si me agarra la policía?

—No jodas, la pasma está muy ocupada con el tráfico de drogas duras para fijarse en esto.

A juzgar por el tono impaciente y mandón del chino, Bulmaro dedujo que podía ser un socio autoritario y gandaya. Sólo le faltaba morir acribillado en un tiroteo con la mafia china.

—Debe ser buen negocio pero tiene muchos riesgos. Yo necesito ir a la segura. Lo que debo hacer es regresar a México y dejarme de mamadas.

—Pues allá tú si no te dejas ayudar.

Como Deng tenía que salir a la calle, acompañó a Bulmaro hasta la entrada del súper, donde se despidió con un afectuoso apretón de manos.

—Piénsalo bien y si te animas, háblame. No te vas a arrepentir, te lo aseguro.

La una menos cuarto, rapidito, había perdido mucho tiempo por andar jugando al contrabandista. Ya me metiste en suficientes broncas, enano, pero tan bajo no voy a caer, advirtió a su pito rebelde, que a juzgar por el cosquilleo que sentía en las ingles, aprobaba irreflexivamente la oferta de Deng. Claro, para ti es bueno cualquier negocio que pueda financiarte las calenturas. Pero no me vas a convencer con tus lloriqueos, déjame tomar esta decisión a mí. Ya era tiempo de ponerle fin a la dictadura de la testosterona, aunque al hacerlo pusiera en peligro la felicidad que había empezado a conquistar un año atrás, cuando Romelia aceptó su invitación a comer, en agradecimiento por la compostura gratuita del Chevy. En la marisquería de Boca del Río la colmó de atenciones y empleó con gran éxito sus dotes de comediante, como si quisiera decirle entre líneas: yo puedo ser una fuente de placer para ti, mamacita.

Romelia estaba tan contenta con sus chistes de gallegos y sus imitaciones burlescas del presidente Fox, que después del postre aceptó encantada una copita de Fra Angélico y le contó sus duros avatares en el medio del espectáculo. Recién llegada de Santo Domingo, donde empezó a cantar desde niña, había tenido que trabajar de edecán para sobrevivir, mientras tomaba clases de danza y vocalización. Tras varios años de brega en bares alternativos, ella y los músicos de La Tremenda Guaracha habían grabado por sus propios medios el compacto que vendían en el bar Nereidas, que modestia aparte era un producto de calidad, pero los ejecutivos de las disqueras, mercantilistas a ultranza, solo apoyaban a los grupos de reggaetón, cuanto más chafas, mejor. Ya tenía 34 años y se le estaba pasando la edad para triunfar. Pero no quería el éxito a cualquier precio, porque si cantaba esa mierda iba a traicionar sus ideales. "Pues ahora te admiro más todavía, ya no quedan gentes como tú en el mundo. De veras, Romelia, eres preciosa por fuera, pero lo mejor de ti es tu carácter." "Lo dices por darme coba." "No, lo digo porque te amo." Entonces me atreví a tomarla de la mano, y a pesar del anillo matrimonial, ella no hizo nada por retirarla, ¿te acuerdas? ¿Cómo no te vas a acordar si estabas rompiendo el resorte de los calzones, con la cabeza roja como un cerillo?

Cuando encadenó el carrito a la entrada del súper, el soplo glacial del aire acondicionado lo hizo carraspear. Vaya manía de congelar a la clientela, con esos chiflones iban a matar a alguien. Como la empleada de la charcutería era lenta y había cuatro mujeres en la cola, trató de contrarrestar el frío artificial evocando la bendita noche de tormenta en que Romelia, condolida por su devoción, le permitió adorarla en el íntimo altar de su departamento. Velas aromáticas, dos copas de coñac, un modular tocando boleros antiguos, la suave orografía del cuerpo idolatrado, caricias, lengüetazos, mordidas, los dulces quejidos de la amazona que no se cansaba nunca de cabalgarlo. Estaba tan entregado a ella que en el umbral del éxtasis perdió la noción del yo, como si Romelia fuera una usurpadora de cuerpos y se penetrara a sí misma con el pene que le había robado. Desde entonces ella te gobierna y tú me transmites sus órdenes, soy el último eslabón en la cadena de mando. Hicimos el amor dos veces, y a la tercera ya no te pudiste venir, pero ella sí. Qué orgullo te daba verla dar saltitos de alegría cuando fuimos a saquear el refrigerador. "Tienes suerte, acabo de terminar con un novio compositor —dijo mientras comían el arroz recalentado en el microondas—. Yo nunca engaño a nadie, por eso no te hacía caso. El problema es que tú estás casado, chico, y así no podemos seguir. Decide si me quieres a mí o a tu esposa".

Al saber que Romelia buscaba un amante fijo, no un amigo para encuentros ocasionales, me diste la orden terminante de abandonar a mi vieja. Y no te culpo por eso, a pesar de todos los problemas legales que me causó el divorcio. Con Carmen ya no había pasión, solo una ternura fraternal enmohecida por la rutina. Tarde o temprano hubiera terminado con ella de cualquier modo. Lo que no te perdono es haberme doblegado cuando Romelia, recién mudado a su departamento, me anunció con bombos y platillos que había recibido una oferta para cantar como solista en un club salsero de Barcelona. Allá la gente sí sabía de música y apreciaba lo bueno, dijo muy entusiasmada, era un escaparate maravilloso para saltar a las grandes ligas del espectáculo. Y ya que tenía esa gran oportunidad, quería aprovecharla para quedarse a vivir en España. Su júbilo me dejó helado, porque al parecer ya no entraba en sus planes. "¿Y yo qué? —le dije muy ofendido—. ¿Me vas a dejar aquí?”. “No, cómo crees, quiero que vengas conmigo." "Imposible, necesito cuidar el taller." "¿Por qué no lo vendes y nos vamos a vivir allá?”. “No es tan fácil, tendría que buscar un buen comprador y eso lleva tiempo." "Ay Bulmaro, no seas malo —me echó los brazos al cuello—, ¿me vas a dejar ir solita?" El roce de sus pezones provocó en ti la conflagración que ella esperaba, y en vez de mantener con firmeza mi negativa, te la cogiste en plena mesa del comedor, sin atender mis señales de alerta roja.

—Em posa un quart de kilo de sobrasada, y doscents grams de pernil, si us plau —pidió a la empleada del mostrador en el rudimentario catalán que había aprendido en los cursos gratuitos del centro de normalización lingüística.

Se había esmerado en estudiar la lengua para atender mejor a la clientela de su futuro taller, pero ahora sentía que su esfuerzo había sido inútil. Jamás podría dedicarse a su oficio en Barcelona, y para ser un vago callejero le bastaba con el español. Estaba harto de leer el periódico en los cafés del barrio, de abrir con angustia sus estados de cuenta y comprobar la inexorable merma de su patrimonio. Hasta los animales sabían que la necesidad básica de un ser vivo era la comida, no el sexo, pero él había contravenido esa ley natural por tener aletargada la conciencia. Vender un negocio sin recuperar siquiera lo invertido era un colosal disparate. Contando los escáners nuevos comprados en Brownsville, las plataformas para elevar los coches, las rectificadoras de frenos y las máquinas de alineación y balanceo recién importadas de Alemania, un taller como el suyo valía bajita la mano dos millones de pesos. Cuando lo puso en venta, los postores que lo creían en apuros comenzaron a hacerle ofertas bajísimas, y al ver que perdería buena parte de su inversión, quiso dar marcha atrás como dictaba el sentido común. "La estoy viendo muy difícil, mi reina, no puedo irme contigo tan pronto, mejor vamos a posponer el viaje para el año próximo." "¡Ah, no, eso nunca, ya tengo firmado el contrato y no puedo fallarle al dueño del club!”. “Pero entiéndelo, mi vida, me voy a arruinar." "Pues lo siento mucho, tú me prometiste que nos íbamos a finales de año. ¡Si no vienes conmigo, me voy sin ti!". Bonita manera de tratar a un amante que se moría en la raya por tenerla contenta, recordó con indignación mientras la empleada del súper cortaba las rodajas de pernil. Claro, como dejé a mi esposa en cuanto ella te tronó los dedos, abusa de su poder como una tirana engreída. Te querrá a ti pero no a mí, yo no le merezco ningún respeto. Debí mandarla al carajo sin miramientos y quedarme en México a cuidar mi patrimonio. Pero qué te importan a ti las heridas del amor propio, si sólo obedeces a tus antojos. Querías seguir cogiendo con ella, así me dejaras en la miseria, y con la sumisión de un indio agachado, me obligaste a malbaratar el taller por la mitad de su valor. Traidor de mierda, cuando firmé las escrituras sentí que una parvada de zopilotes me arrancaba el hígado a picotazos.

Al salir del súper, el sol de mediodía que alegraba las frondas de los plátanos le infundió coraje para recobrar la dignidad y enmendar sus yerros. Todas las parejas bien avenidas tenían un proyecto de vida en común, él en cambio se había sumado en calidad de comparsa al proyecto existencial de Romelia. No había encontrado ninguna manera decente de ganar dinero en Barcelona, tenía dos hijos en edad escolar y uno de ellos pronto entraría a la prepa, donde la colegiatura costaba el doble. Romelia ni siquiera cantaba en un lugar de categoría, el Antilla Cosmopolita era un bar de medio pelo donde apenas le pagaban mil euros mensuales, y hasta el momento ningún descubridor de talentos le había tirado un lazo, de manera que su permanencia en España era un pésimo negocio para los dos. Al entrar en el edificio decidió exponerle su situación con tintes dramáticos, para intentar convencerla de que volvieran a México. Y si no acepta mis argumentos hasta aquí llegamos, juró envalentonado, no puedo hacerle más concesiones a una mujer que no me da mi lugar.

Al abrir la puerta del departamento, el ruido de la ducha y un fresco olor de campo en primavera le anunciaron que Romelia ya había regresado. El suave aroma de su juventud en flor lo excitaba mucho más que un perfume costoso, y se mordió los labios para reprimir el deseo de meterse a la ducha con ella. Qué paso, tarugo, ¿en qué quedamos? Olerá muy bonito, pero te está manejando como a un pelele. Procurando aspirar lo menos posible ese aroma perturbador, guardó la comida en la alacena y se puso a secar los trastes. Duro con ella, pensó cuando cesó el ruido de la ducha: dile todo lo que tenías pensado sin temblores de voz, y no la dejes interrumpirte hasta que termines. Al poco tiempo Romelia salió del baño. Llevaba un albornoz azul celeste, que hacía un espléndido contraste con su piel de tabaco rubio.

—Hola, mi vida —lo besó en los labios—.Vengo muerta de hambre porque la instructora de aerobics me hizo saltar como loca. ¿No te importa si salimos a comer un poco más temprano?

Ni siquiera me pregunta por el aval bancario, se ofendió Bulmaro, le vale madres si me quedo en la calle.

—Comemos cuando quieras —dijo—, pero antes tengo que decirte algo.

—¿Algo bonito? —Romelia se abrió el albornoz en actitud retadora, ofreciéndole su indómita desnudez, con los senos enhiestos y el musgo del pubis salpicado de rocío.

Bulmaro la contempló estupefacto, con la respuesta atorada en la glotis. Sus ojos de aguamarina despedían húmedas centellas, tal vez porque se había estado acariciando en la regadera. Varias veces la había sorprendido entregada a ese placer narcisista cuando entraba de improviso en el baño. Oh, Dios, cuanto le gustaría ser el espejo donde se miraba. Alto en nombre de la ley, le ordenó a su enemigo. Dile ahora mismo que se vista, ya hablaré con ella cuando estés más sereno. Pero antes de poder articular una sílaba recibió la contraorden tajante de su general en jefe, que se había levantado en armas y lo incitó a besarle los senos. ¿Qué estás haciendo? ¿No me oíste, cabrón? Ni una caricia más antes de poner los puntos sobre las íes, te estás convirtiendo en un mandilón de cagada.

"Cállate, imbécil, que aquí mando yo —se sublevó su verga enardecida—, ya estoy harto de tus sermones, ¿no reconoces la felicidad cuando la tienes enfrente? Arrodíllate a comulgar en las puertas del cielo." Y ciñó a Romelia por las nalgas, chupándole golosamente los pezones, mientras ella le bajaba el cierre de la bragueta. "Sí, me la voy a coger y qué. No te pongas en medio, que me vas a estropear el palo. Amordazado en un rincón, ahí te quiero tener mientras yo la gozo. Muy regañón, pendejo, pero eso sí, bien que te gusta verme por la rendija de la conciencia". "Qué rico, papi, rápame fuerte, más duro, no te detengas." "Confiesa, hipócrita, que tú la disfrutas igual que yo, por algo vamos en el mismo carro. Mira cómo se monta en su caballo de madera, está feliz y tú quieres echarlo todo a perder por un lío de centavos." "Así, papito, dámelo todo, así, más fuerte, quiero candela." "Lárgate tú a Veracruz si quieres llevar una vida de sacristán, yo me voy a la quiebra con mi mulata".

Se desplomaron en la cama con una quietud seráfica. Recostada entre las sábanas revueltas, con el cuerpo lánguido y agradecido, Romelia le gustaba más aún que en los transportes de la pasión, como si el placer la restituyera a la niñez y los ángeles custodios de su trono celeste la envolvieran en mantillas de espuma.

—¿Querías decirme algo? —preguntó Romelia.

—No, nada, solo que mañana te quiero llevar al teatro.

—Sí, llévame, por favor —lo besó alborozada—. Hace mucho que no salimos.

Por la tarde, cuando Romelia salió a su clase de canto, Bulmaro llamó al teléfono móvil del chino Deng.

—Lo he pensado mejor, hermano, y quiero entrarle al negocio. ¿Cuándo nos vemos para cerrar el trato?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cárcel Modelo de Barcelona, 6 de agosto de 2003.

 

Soy Ferrán Miralles, de la galería 2, tengo 47 años y estoy condenado a 15 años de prisión. No tengo veleidades literarias, ni creo que un acto de contrición tardía pueda lavar la conciencia de un canalla, pero el doctor Ibarrola me ha pedido que escriba un relato pormenorizado de mi vida secreta, sin ocultar ningún detalle escabroso, y no puedo negarme a obedecerlo porque gracias a su tratamiento psiquiátrico he logrado refrenar mis impulsos suicidas. Emprendo la tarea con escepticismo, pues dudo que a estas alturas de la vida pueda beneficiarme en algo airear los socavones de mi alma, donde jamás ha entrado la luz del sol. En el ambiente machista del reclusorio, la historia de un hombre como yo sólo puede mover a risa y temo que usted mismo la tome a cachondeo, doctor Ibarrola, pues el mal que padezco es un defecto cómico, una grotesca flaqueza del ánimo, aunque en mi caso haya provocado una cadena de errores trágicos. La mayoría de los convictos son víctimas de la injusticia social y pueden alegar que delinquieron en defensa propia. Yo no tengo atenuantes ni disculpas: soy el único arquitecto de mi desgracia, la desgracia íntima de un cobarde que nunca tuvo agallas para batirse a duelo con sus complejos.

Parece mentira, pero hace apenas seis meses era un profesional respetable, con un prestigio ganado a pulso en el ramo de los bienes raíces, donde ejercí por más de 20 años mi oficio de contador público. Subgerente administrativo de Fincas Viscasillas, una de las inmobiliarias más acreditadas de Barcelona, al entrar en la madurez había alcanzado una honrada medianía, gozaba de buena salud y solo me faltaban seis mensualidades para saldar la hipoteca de mi modesto piso en la calle Consell de Cent, a unos metros de la Plaza Monumental. Trabajaba con denuedo, no fumaba ni bebía en exceso, cada mes visitaba a la familia en Solsona, donde mi yaya Mireia me preparaba comilonas pantagruélicas, y tenía un grupo de amigos fieles que me invitaban con frecuencia a salir de juerga. Los sábados daba largos paseos en bicicleta desde el río Besós hasta la avenida Juan de Borbón, y como ahorraba la tercera parte de mi salario, en las vacaciones de verano me daba el lujo de recorrer el mundo, solo o en grupo, al principio con la mochila al hombro, durmiendo en hostales baratos, y después en condiciones más holgadas. Desde mi primera salida al extranjero, en 1980, contraje el hábito de comprar una cucharita de plata con el escudo de cada ciudad que visitaba (El Cairo, Atenas, Buenos Aires, Dublín), hasta llegar a reunir una espléndida colección de 60 piezas, exhibida en la vitrina de mi comedor, que dejaba boquiabiertas a las visitas.

Estaba satisfecho de mis logros, pero hubiera deseado compartirlos con alguien, porque hasta entonces mi vida amorosa era una página en blanco, o mejor dicho, un desolado páramo lunar. Deseaba a las mujeres con rabia, pero una mezcla de timidez y miedo al ridículo, contraída desde los aciagos tiempos de mi adolescencia, me había intimidado a tal punto delante de ellas, que ni siquiera me atrevía a intentar una conquista. Y no por temor al rechazo: lo que más me acojonaba era la posibilidad de ser admitido en su lecho. Modestia aparte, soy alto y buen mozo, tengo un afilado rostro de galán mediterráneo, no fumo ni bebo en exceso y gracias al ciclismo he llegado a mi edad con un porte de atleta. Nunca he sido un tío a quien le resulte difícil ligar, y eso es quizá lo más patético de mi caso, pues con todas las ventajas para ser un conquistador, jamás tuve el valor de cortejar a las mujeres que hubiera querido tirarme. Para mí un ligue no era la antesala del placer, sino la antesala del infierno, porque a los 17 años, cuando era un chico vulnerable con los sentimientos a flor de piel, una mortal puñalada en el ego me condenó a la impotencia nerviosa.

No es fácil referir una experiencia traumática que nos ha destrozado la vida. Pero haré el esfuerzo de reconstruirla para seguir al pie de la letra las instrucciones del doctor Ibarrola. En aquel tiempo aún vivía con mis padres, a quienes ayudaba en el mostrador del negocio familiar, una mercería en el barrio de Horta, mientras cursaba el último año de la Secundaria. Sensatos, austeros, adictos al orden y a la limpieza, desde niño me inculcaron un sentido del deber tan estricto que nunca falté a clase ni fumé a escondidas con los golfos de la escuela. Mi comportamiento de viejo prematuro me excluía de muchos juegos y diversiones en los que hubiera querido participar. Convencido de que la rectitud era el camino a la perfección, el aquelarre hormonal de la adolescencia me provocó una crisis de valores. ¿Qué hacer ahora si mi cuerpo me ordenaba transgredir la moral familiar? Sin romper del todo con el evangelio del orden, cumplidos los 17 me dejé la melena y traté de adoptar una personalidad menos rígida.

Era un chico ingenuo y enamoradizo, con ideas más bien ingenuas sobre el sexo, que se moría de ganas por perder la virginidad. Varias compañeras de grupo querían quitármela, y de haber elegido bien, tal vez hubiese corrido con mejor suerte. Por desgracia me gustaba una lagartona, Judit Noguera, que ya había tenido dares y tomares con otros compañeros de clase. Pero entonces yo lo ignoraba y le declaré mi amor en una fiesta, creyendo ser el primer hombre de su vida. En aquella época, finales de los 70, el destape estaba en su apogeo y ningún joven tenía ya impedimentos para follar antes del matrimonio, pero la libertad sexual no siempre aguijonea el deseo, como creen los conservadores. La importancia desmedida que le dábamos al sexo, al grado de considerarlo el fin último de la existencia, envolvía la iniciación amorosa en una atmósfera de gravedad que podía resultar inhibitoria para un carácter sugestionable.

La deificación del sexo, en mi caso, tuvo el pernicioso efecto de hacerme confundir el placer con el deber. Educado bajo la tutela erótica de James Brown y James Bond, me creía obligado a ser una máquina de foliar, un prodigio de virilidad con suficiente destreza y vigor para satisfacer a las ninfómanas más voraces. ¿Sería capaz de echar tres polvos al hilo sin sacar la polla del coño, como se ufanaban de hacerlo todos los gamberros del colegio, o dejaría mi reputación por los suelos? Una semana después de nuestro primer beso, Judit me invitó a una cena íntima en su casa, aprovechando la ausencia de sus padres, que iban a pasar el fin de semana en Perpiñán, y comprendí por su tono susurrante que estaba dispuesta a entregarse. Enhorabuena, pensé, llegó la hora de tu bautismo. Pero no acudí a la cita sanamente predispuesto a la lujuria, sino reconcentrado en mi propia inseguridad, con el nerviosismo de un pasante empollón que teme olvidarlo todo ante los severos sinodales de su examen profesional.

Había acumulado tal cantidad de conocimientos teóricos sobre el sexo y dudaba tanto de mi habilidad para ponerlos en práctica, que al tomar el ascensor en el edificio de Judit, una finca regia en Pau Claris, un poco ajada por la falta de mantenimiento, me temblaban las corvas y tuve un ataque de comezón neurótica. Con el pelo suelto sobre los hombros y una bata de seda roja, casi traslúcida, que había tomado prestada a su madre, Judit estaba arrebatadora, pero si he de ser franco, yo hubiera preferido encontrarla con un grueso abrigo abotonado hasta el cuello. Me había preparado mentalmente para vencer la resistencia de una muchacha honesta, no para ceder a las provocaciones de una puta. En la sala se agachó a buscar un disco y al ver su dulce grupa beligerante, con la diminuta braga de encaje sumida en la hendidura de las nalgas, debí haberla embestido sin titubeos. Pero preferí una conversación preliminar, en la que Judit participó a medias, un poco aletargada por el porrito que se había fumado mientras me esperaba.

Estaba impaciente por pasar a la acción, por algo me había recibido en ropa ligera. Sin embargo, yo prolongué adrede la insulsa charla, pasando revista a todos los tópicos de interés mutuo (maestros aborrecidos, estrenos recientes de películas, intrigas escolares, bares de moda), sentado en el otro extremo del sofá, como si necesitara interponer entre los dos una muralla de civilidad. Harta de mi necia palabrería, Judit pasó al ataque y se montó a horcajadas sobre mis muslos. Tragué saliva y guardé un hondo silencio, con la angustia de un potro encadenado que siente llegar las llamas de un incendio. Ella desabotonó mi camisa, me lamió la oreja, besó mis pectorales y restregó su palpitante raja contra mi sexo, maullando de excitación con los ojos entreabiertos, como si flotara entre la realidad y el ensueño. Cualquier varón se hubiera envanecido con ese homenaje, y sin embargo, yo lo padecí como un atropello, paralizado por el terror de no poder responderle.

Supongo que el sexo, en condiciones ideales, debe ser un alegre abandono a los caprichos voluptuosos del inconsciente. Yo vigilaba mi polla con tal rigor que no pude levantarla un milímetro. ¿Por qué la voluntad puede alzar una pierna o un brazo, y en cambio no tiene control sobre el pene? ¿Es Dios quien lo yergue desde el cielo? ¿Qué oscuro poder gobierna el mecanismo hidráulico de la erección? Por compromiso, como un condenado a la silla eléctrica, seguí a Judit a la recámara de sus padres, que había perfumado con una varita de incienso, y al bajarme los calzoncillos, cuando ella descubrió mi flácido gusano, me sentí un maniquí repulsivo, con un crespón de luto en la entrepierna. Acostumbrada tal vez a esos accidentes, Judit me chupó la polla desde el escroto hasta el glande, con suaves y diestros lengüetazos de niña perversa, pero ni sus caricias bucales ni las manuales lograron resucitar al fiambre. Lo que debió haber sido un intenso placer se convirtió en una tortura moral. Porfiada, Judit seguía mamando con una fe inquebrantable en los milagros, pero cuando su paciencia llegó al límite se sacó el miembro de la boca, decepcionada y mohína. “¿Se pude saber qué te pasa?”, dijo con una mueca de enfado. “Perdona, dije, creo que estoy un poco nervioso”. “Fúmate un porro conmigo y verás como te relajas”, me sugirió con una sonrisa cómplice. Me negué porque era un chico deportista de gustos convencionales y Judit se encogió de hombros como diciendo: Tú te lo pierdes por gilipollas. Si entonces le hubiera comido el coño, como ella probablemente deseaba, por lo menos le hubiera dado un premio de consolación. Pero ni siquiera tuve esa gentileza. Estaba pasando la peor vergüenza de mi vida y para abreviarla me vestí a las carreras, urgido de abandonar el teatro de mi deshonra.

—¿Te vas tan pronto? Por Dios, Ferrán, no te lo tomes a la tremenda, que eso le puede pasar a cualquiera.

—Perdóname pero es que me siento fatal.

Apenas traspuse la puerta del edificio rompí en sollozos, pero en vez de procurarme alivio, el llanto autocompasivo recrudeció mi desolación. Tras una larga caminata sin rumbo entré a una coctelería de la calle Balmes, donde me bebí tres cubatas al hilo. Todas las parejas de enamorados que se besaban a mi alrededor parecían confabuladas para humillarme. En busca de ámbitos menos felices me refugié en las tabernas cutres del Raval, donde cogí una tranca lastimosa jugando al pin ball, y esa noche volví a casa con el jersey apestando a vomitona. Cuando llegué, mi madre me dio una severa reprimenda: se había pasado toda la noche en vela, llamando a la policía y a las clínicas de la Cruz Roja. ¿No me daba vergüenza llegar apestando a licor? Menudo tarambana me había vuelto desde que llevaba el pelo largo. Para más inri, al otro día desperté con una tremenda erección que me obligó a un vergonzante alivio manual.

Sé que muchos hombres han tenido tropiezos como el mío y sin embargo los superan con facilidad. Algunos, incluso, se dan el lujo de bromear sobre ellos, una vez convertidos en buenos amantes. Propenso al fatalismo por educación y temperamento, yo me creí condenado a la impotencia crónica, y terminé con Judit sin tener el valor de pedirle una segunda oportunidad. Contribuyó sin duda a desmoralizarme el hecho de que ella propagara mi fracaso por todo el colegio. Las muchachas que antes procuraban mi trato ahora me sacaban la vuelta y como el chisme llegó también a oídos de los varones, me convertí en el blanco favorito del gamberrismo escolar: "Miralles tiene la picha fría, sólo se le pone tiesa cuando ve a los fortachones del gimnasio”. “¿Quieres un póper para ponértela dura?”. “Cuando vuelvas a foliar con una tía, pídele que te meta un dedo en el culo y verás cómo se te levanta". Más de una vez tuve que liarme a hostias en el patio de recreo y de tanto verme llegar a casa con la camisa en jirones, mi madre se quejó con el director de la escuela. El pitorreo no duró mucho tiempo, apenas un par de meses, pero caló tan hondo en mi orgullo que todavía persisten las hemorragias.

Por instinto defensivo me hice el firme propósito de no padecer jamás una humillación semejante, aunque eso significara renunciar a las mujeres. Estaba en juego mi autoestima, algo más importante que el placer y el amor, o al menos eso creía entonces. Por encima de todo debía eliminar el riesgo de hacer otro papelón, ya vería luego como aplacaba mis hormonas. Fue una decisión tan absurda como arrancarse la cabeza para acabar con una jaqueca. Creí elegir el menor de los males, cuando en realidad era el mayor, pues al quedar a salvo de la vergüenza, me condené a la eterna mordedura del deseo insatisfecho. Pero sin medir las consecuencias de mi enroque existencial, obedecí al primer mandamiento de nuestra moral familiar, el seny, que me ordenaba evitar el ridículo a cualquier precio. Debía ser discreto, reservado, casi hermético, guardar bajo llave las emociones, no hacerme notar más de lo estrictamente necesario, y sobre todo, escapar de cualquier ocasión o encrucijada que pudiera dañar mi amor propio.

En la Escuela Comercial Maciá, donde hice la carrera de contador, conocí a infinidad de chicas guapas que me hubiera podido ligar fácilmente, pues dicho sea sin jactancia, era yo uno de los estudiantes más guapos del cotarro. Pero el deseo de poseerlas, por más intenso que fuera en algunos momentos de ardor juvenil, jamás pudo imponerse a mi blindaje emocional. Cuando salíamos en grupo a tomar una cerveza en los bares de Gracia, a veces me ponía de palique con alguna chica, le rozaba un pezón con el brazo y envalentonado por el trago, me atrevía incluso a pedirle el teléfono. Al día siguiente contemplaba indeciso la servilleta donde tenía anotado su número, evocando la mirada lánguida de la muchacha, que auguraba una sinfonía de jadeos. ¿Qué hacer? ¿Recular o tirar pa'lante? ¿Conservar el orgullo intacto o exponerme a otro episodio bochornoso? Después de un largo titubeo, la prudencia siempre vencía a la ilusión y para evitarme problemas guardaba el papelito con el teléfono en una bombonera de cristal. Llegué a juntar más de doscientos números de chicas, pues igual que los donjuanes coleccionan cabellos o prendas íntimas de mujer, yo coleccionaba frustraciones y me masturbaba evocando a las ninfas inalcanzables de la bombonera.

No me conformaba, desde luego, con los áridos placeres del onanismo. Al poco tiempo de mi fracaso con Judit recurrí al sexo mercenario, creyendo ingenuamente que las experiencias prostibularias podrían ayudarme a superar mis complejos. ¡Menuda chorrada! Con las putas, ciertamente, no me sentía tan atribulado, pero su inocultable desgana empeoró mi falta de autoestima. Cuando pasábamos al reservado del puticlub, después del obligatorio trago en la barra, la polla nunca se me levantaba de manera natural, a pesar de mi urgencia por descargar el semen. Conmigo las putas trabajaban el doble, pues siempre necesitaban meneármela para lograr que tuviera una precaria erección, y para colmo, la polla endurecida con tanto esfuerzo se ablandaba de nuevo cuando intentaba penetrarlas, como si sus coños fueran el umbral de un iglú. Yo observaba sus maniobras con la distancia crítica de un director de escena, enemistado con mi pobre cuerpo, que hubiese deseado colgar en algún perchero. Cansado de tantos intentos fallidos de cópula, limité mi vida sexual a las masturbaciones y a las mamadas, que me ponían en menores predicamentos, si bien me costaban lo mismo que un polvo. Necesitaba encontrar putas pacientes y benévolas, porque las arpías del oficio se cabreaban cuando tardaba demasiado en lograr la erección.

--Me rindo chico —me dijo una vez una jinetera cubana—, lo que tú necesitas es una enfermera.

Gracias a Dios, en el subsuelo de la sociedad hay muchos hombres apocados como yo, y las mujeres públicas se han resignado a tratamos con algodones, so pena de perder una buena parte de su clientela. Huelga decir que mi largo peregrinaje por los burdeles de Barcelona me distanció más aún de las amantes libres y honestas, las únicas que tal vez me hubieran podido infundir confianza. Pero como he dicho, tenía un sentido del honor demasiado sensible para exponerme a sus risotadas. Con una hembra de alquiler no me importaba hacer el ridículo, con las decentes, en cambio, me hubiera sentido degradado hasta la ignominia.

Por si no tuviera suficientes motivos de angustia, durante décadas tuve que padecer el oprobio de la compasión ajena. En una época de sensualidades exacerbadas, cuando todo quisqui persigue afanosamente el santo grial del orgasmo, un solterón inspira más lástima que un ciego o un paralítico. La familia, los vecinos de mi barrio, los amigos de la escuela comercial, y más tarde, mis compañeros de oficina, me incordiaban a todas horas con sus fraternas exhortaciones a espabilarme para encontrar novia. “Soy un neurótico perdido, no creo que nadie pueda aguantarme, respondía para quitármelos de encima, y además yo disfruto la soledad como no tenéis una idea”. Por supuesto, nadie me lo creía, a pesar de mis esfuerzos por aparentar una orgullosa autosuficiencia. Compadecidos de mi soledad, se afanaban por presentarme amigas, algunas muy guapas, exhortándome a vencer la timidez y a tener más arrojo. “Pero si eres un tipazo, Ferrán, es increíble que a los 28 no tengas novia, ¿te vas a quedar toda la vida como un pasmarote?”. Como nunca les descubrí mis íntimas llagas, ninguno barruntaba lo que me ocurría. Nadie importuna a un cojo para obligarlo a caminar. La impotencia, en cambio es una invalidez oculta que solo descubre la gente perspicaz o malintencionada y, al parecer, ninguno de mis amigos me tenía mala voluntad. Sublevado contra su escala de valores, en mis arrebatos de soberbia trataba de ver el amor físico por encima del hombro. Si tanta gente vulgar follaba con el ciego apetito de las bestias, ¿no era hasta cierto punto una distinción aristocrática mantenerse al margen de un placer tan hortera? A la mierda con los gustos del rebaño: quizá yo fuera un hombre excepcional, marcado por el destino para realizar grandes hazañas espirituales.

Por fortuna, el diluvio de reprimendas amistosas y de invitaciones a salir en parejas con una invitada sorpresa comenzó a disminuir a partir de los 30. Para entonces ya vivía solo porque mis padres se habían retirado a Solsona, donde compraron un chalé después de vender la mercería, y la mayor parte de mis amigos, casados o en unión libre, comenzaron a verme como un caso perdido. Incluso, algunos malquerientes de la oficina me tomaban por un homosexual oculto en el armario, calumnia que yo no me preocupé en desmentir, para quedar a salvo de los alcahuetes misericordiosos. En las reuniones de íntimos tenía que hacer gala de un humor cínico para no parecer amargado. Era un tipo de sangre ligera, sin resquemores contra la gente normal, que jamás daba la tabarra hablando de sus problemas. Gracias a mis dotes histriónicas, las personas que me estimaban llegaron a convencerse de que para mí el amor y el sexo no eran algo tan importante.

Ojalá hubiera sido asexual de verdad. Más bien era un sexópata martirizado por la violencia de mis impulsos, más febriles cuanto más reprimidos. Tenía que hacer dos horas diarias de aerobics para no reventar de ansiedad, pero la buena salud avivaba mis deseos en vez de apagarlos. Detestaba tanto mi vigor físico que llegué a envidiar la decrepitud y la inapetencia de los viejos. Cuando los súcubos del sueño me causaban poluciones nocturnas, la sensación de haber follado de verdad era tan intensa, que al despertar con las sábanas pringosas me invadía un sentimiento de duelo. ¿Qué esperas para darte un tiro?, pensaba entonces.

La mejor manera de sobrellevar el celibato, como bien sabían los frailes carmelitas, es apartarse de las tentaciones y desviar el instinto hacia el misticismo. Yo lo sabía, y sin embargo, en vez de hacer yoga o repetir mantras, me tiraba en el sofá a ver los videoclips de la cadena MTV, llenos de lolitas en poses provocadoras, o leía las hazañas de Giacomo Casanova, don Juan Tenorio o el marqués de Bradomín, estudiando sus tácticas de seducción con un fervor masoquista, como el lisiado que admira a los campeones olímpicos de atletismo. Asiduo espectador de películas porno, que bajaba de internet a riesgo de contraer virus, me había vuelto un experto en todas las depravaciones que no podía realizar. Una tarde de agosto, cuando ya rondaba los cuarenta, salí a pasear en bicicleta por la playa nudista de Marbella, donde los cuerpos áureos de las muchachas tendidas al sol atizaban la furia del oleaje. Me detuve a contemplarlas con la sangre amotinada, como un cadáver nostálgico de caricias, y una voz de ultratumba me susurró al oído unos versos del Tenorio:

 

¡Pasad y desvaneceos,

pasad, siniestros vapores

de mis perdidos amores

y mis fallidos deseos!

 

Celoso de la espuma que lamía sus muslos, pensé que era un sacrilegio haber renunciado a mi cuota de felicidad terrenal por un miserable temor al ridículo. De pronto me vino un mareo con principios de taquicardia, perdí el control del manubrio y me hundí en el vientre de la noche. Cuando recuperé el conocimiento, los mozos de escuadra que vinieron en mi auxilio después de la aparatosa caída cometieron la crueldad de pedirme el móvil de mi esposa, para que hiciera favor de venir a buscarme. No hace falta, ya estoy mejor, les dije y salí huyendo con las sienes heladas. Desde entonces cambié la ruta de mis paseos ciclísticos para evitar esa playa.

Pero basta de lamentaciones. Lo que al doctor Ibarrola le interesa, supongo, no es mi larga hibernación sexual, sino el vuelco de ciento ochenta grados que me llevó a las páginas de nota roja. Para explicar las circunstancias de esa transformación debo dar un salto temporal. En agosto del año pasado, Pilar Estévez, una guapa compañera de trabajo, entró a mi cubículo a dejarme una invitación para su boda. Es una gallega de buen palmito, con la piel de manzana salpicada de pecas, que siete años antes, cuando entró a la oficina, trató de conquistarme con sonrisas y coqueteos. Yo la deseaba tanto que para entonces ya le había dedicado varias puñetas, pero sólo me atreví a tomar un café con ella, por no pecar de grosero, y cuando me propuso que nos fuéramos a ver un vídeo a su piso, esgrimí como excusa una enfermedad de mi gato. Las mujeres son capaces de perdonarlo todo, menos el desaire de un cretino que no se las quiere follar. A partir de entonces, Pilar me dispensó un trato reservado y distante. Fuera de la oficina solo nos veíamos en las comidas navideñas, donde ella apenas hablaba conmigo, pero como había invitado a su boda a todo el personal de la inmobiliaria, debió de pensar que sería una majadería excluirme.

—Me hace mucha ilusión que vengas a la boda —mintió sin convicción—. Aquí dentro viene un mapa para llegar a la sala de fiestas. Es un salón muy guay de la avenida Tibidabo, con una vista estupenda. Como eres un soltero empedernido te he dado un solo lugar en el banquete, pero si quieres venir con pareja, avísame y te doy otro, ¿vale?

Era natural que Pilar tratara de ahorrarse un sitio en una boda tan concurrida, y sin embargo, su comentario me dolió como una bofetada. ¿De modo que esa buscona me consideraba un eunuco incapaz de tener pareja? ¿Acaso era un monje de clausura? ¿Quién coños le había dicho a Pilar que yo tenía la polla muerta? En mi larga carrera de solterón amargado había padecido infinidad de humillaciones, pero ninguna me hizo tanta mella como ese rasguño, tal vez porque en el fondo seguía deseando a Pilar.

—Lo siento, el sábado próximo es el bautizo de mi sobrina y tengo que ir a chaleco, porque soy el padrino —dije con gesto comedido mientras pensaba: menuda puta eres, no tardarás en ponerle el cuerno a tu esposo.

De dientes para afuera Pilar lamentó no poder contar con mi asistencia, pero estoy seguro de que le alegró poder disponer del lugar. Esa tarde volví a casa con la próstata hinchada y el ánimo belicoso. Necesitaba reivindicarme, demostrarle a Pilar y al mundo que no era un mutilado de guerra, y por reflejo condicionado salí a buscar placer en un bar de alterne. Celoso de mi reputación, a pesar de vivir en el Eixample Derecho, frecuentaba los puticlubs del barrio de Les Corts, en las antípodas de la ciudad, porque no quería ser visto por mis vecinos al entrar y salir de los lupanares. Esa noche recalé en el club Leteo, que a últimas fechas era mi bar de cabecera, y por suerte encontré libre a Nancy, una puta colombiana de carácter dócil, con manos de seda para hacer pajas. Debió de notar algo raro en mi gesto porque me preguntó si estaba cabreado.

—Un poco, tuve algunos problemas en la oficina —dije con una sonrisa contrahecha—. Pero no quiero hablar de eso aquí. Mejor cuéntame cómo te va —y ordené al cantinero lo de siempre: un chupito de Bailey's.

La pobre Nancy estaba consternada porque la víspera, su hijo pequeño, Ulises, se había tirado en la cabeza el televisor al jalar el cable de la antena y había tenido que llevarlo al hospital para que le pusieran nueve puntos de sutura.

—Siempre lo dejo con mi prima Julia, pero la idiota estaba jugando al bingo en el internet, y ese niño es una bestia, no lo puedes descuidar un segundo. Como a las nueve me habló llorando: ven corriendo, que Ulises se abrió la cabeza. Lo llevamos al hospital, con un agujero por donde se le veían los sesos. Tuve que dormir en el sanatorio para darle ánimos, y como no pude trabajar esa noche ni la siguiente, la dueña del bar me amenazó con el despido. Dizque por mi culpa perdió un pastón. Yo la verdad quisiera buscar empleo en otra parte, pero todavía le debo dos mil euros del dinero que me prestó para venirme acá con el niño.

Las putas deberían tener prohibido quejarse de sus infortunios con la clientela. Todos los compradores de cuerpos sabemos que son víctimas explotadas, pero al menos a mí, me sabe mal que hagan escenitas de melodrama en horas de trabajo. Para levantarse a medias, mi polla necesita frivolidad y cinismo, no lamentos lacrimógenos que la encogen como una oruga. De manera que al terminar el chupito pedí la cuenta y dejé con un palmo de narices a la heroína del culebrón.

—¿No vas a pasar al reservado?

—Hoy no, preciosa, tengo un dolor de lumbago que me tiene frito.

De camino al metro, espabilado por el frío y la ventisca, me felicité por no haber requerido los servicios sexuales de Nancy. Prescindir de las putas quizá fuera el primer paso para cambiar el rumbo de mi vida. Solo una terapia de choque podía hacerme reaccionar, y cuanto antes la empezara, mejor. Después de todo, ninguna enfermedad me impedía ser un amante normal: con un poco de aplomo y otro poco de suerte, en un momento de inspiración podía follarme a las once mil vírgenes y a María Santísima. Si de verdad quería ponerle un tapabocas a Pilar y a todas las devoradoras de su calaña, tenía que perderle el miedo a los coños. En el periódico gratuito que reparten en el metro encontré un artículo firmado por el doctor Jaume Soler, subdirector de la clínica Lafayette, que parecía escrito ex profeso para infundirme aliento. Se titulaba Los cuarenta, la edad de la plenitud sexual, y su tesis de fondo era que los hombres en buen estado físico alcanzan en la edad madura el pináculo de su potencia amatoria. "En opinión de las mujeres encuestadas por la organización internacional Sex without boundaries, la experiencia acumulada por los hombres de mediana edad, la buena administración de su vigor físico, y su habilidad para retrasar la eyaculación, logran aumentar el número y la intensidad de los orgasmos femeninos". Yo acababa de cumplir 46 abriles, es decir, me había perdido ya la mitad de mi segunda primavera. ¿Hasta cuándo iba a malgastar mi puñetera vida, mirando desde lejos los fastos de la carne?

En casa, mientras me freía una chuleta, sometí mis inquietudes a un concienzudo examen. Lanzarme sin red protectora a la conquista de una mujer sin duda seña un desastre. La vigilancia obsesiva de mi cuerpo me haría otra jugarreta a la hora de la verdad. Quizá me conviniera probar el viagra. Pero todo lo que había oído sobre los efectos de la droga me inclinaba al escepticismo. Yo no era un vejete con problemas en las vías urinarias: era un impotente neurótico, es decir, una víctima de sus propios demonios. Tal vez necesitara un psicoanálisis, pero la idea de acostarme en un diván para expeler por la boca un borbotón de aguas negras, me intimidaba más aún que la posibilidad de repetir el papelón con Judit. En un recuadro del reportaje venía una dirección electrónica para hacer consultas gratuitas al doctor Soler. ¿Las respondería él o sus ayudantes? Qué más daba, de cualquier modo sería un diagnóstico profesional. En un arranque de audacia escribí al sexólogo una confesión emotiva y sincera, donde le expuse sin tapujos mi disfunción eréctil:

Supongo que mi polla funciona bien, pues tengo erecciones en los lugares y ocasiones más inoportunos, y me empalmo sin tocamientos viendo películas porno. En cambio, la mente me ha traicionado siempre cuando trato de hacer el amor con una mujer. No tengo problema fisiológico alguno, solo una mente retorcida que se opone a mis deseos. ¿Cree que en mi caso puede servirme el viagra? Le ruego, doctor, que se ahorre conmigo las mentiras piadosas. Me aproximo a la vejez sin haberme comido un rosco y estoy cansado de babear como un perro ante los escaparates de lencería femenina. Si no tengo remedio, dígamelo con franqueza. Prefiero una digna salida del escenario que seguir odiando la felicidad ajena.

Terminé de redactar el emilio con el tablero del ordenador anegado en llanto. Para guardar el anonimato, firmé la carta con un pseudónimo irónico, Amador Bravo, y esa noche, aliviado por la catarsis, me quedé dormido como un bebé al poner la cabeza en la almohada. Ignoraba que al hacer esa consulta, una especie de aullido en la oscuridad, había dado el primer paso para lanzarme de cabeza a una vorágine demencial que aniquilaría mi vieja personalidad, construida sobre cimientos falsos, para dejar en libertad a mi verdadero yo, un hijo bastardo de la frustración y el rencor. Cuando emergió del subsuelo chorreando sangre por los belfos, ya era demasiado tarde para ponerle cadenas.

 

 

 

 

 

 

Tumbado en el sofá de su estudio, Juan Luis Kerlow leyó con una mezcla de frustración y envidia un artículo de la revista Science donde se pronosticaba que en el futuro cercano, la reconstrucción del código genético permitiría a los médicos prevenir desde la infancia las enfermedades potenciales del ser humano. Solo el cinco por ciento de los cromosomas que formaban nuestro mapa genético variaban de un cuerpo a otro, pero en ellos se encerraba la información más valiosa sobre las fortalezas y las debilidades hereditarias. Muchas mutaciones genéticas estaban involucradas en enfermedades como la fibrosis quística, anemias de células falciformes, predisposiciones a ciertos cánceres o a enfermedades psiquiátricas, y aunque el proceso para obtener la secuencia completa del DNA era todavía muy costoso, en menos de una década estaría al alcance de todos los bolsillos.

En mitad del último párrafo, Juan Luis arrojó la revista al suelo en una rabieta de mal perdedor. Le dolía tener que observar los grandes saltos de la ciencia desde su modesta tribuna de aficionado, cuando hubiera podido ser un investigador importante, colmado de honores, y contribuir con sus hallazgos al progreso del género humano. De haber cultivado con disciplina la curiosidad científica de su adolescencia, quizá hubiera logrado ser una lumbrera de la ingeniería genética y a esas alturas de su vida estaría en un flamante laboratorio, rodeado por un séquito de ayudantes, con el espíritu lleno de satisfacción altruista. Por falta de temple moral para seguir una carrera que exigía demasiados renunciamientos, había elegido el lado sombrío de la acera y ahora debía resignarse a evocar con nostalgia una vocación malograda. Cuando estaba a punto de soltarse a llorar, el timbrazo del teléfono interrumpió sus lamentaciones.

—Hola, soy Dick. ¿Cómo sigues de tu gripe?

—Bien, gracias, ya se me quitó la tos. ¿Qué hay de nuevo?

—Esta mañana hablé con Bob Silverstein, el productor de Kick Ass, ¿lo recuerdas?

—Sí claro, el de la película sadomasoquista. ¿Cuánto me ofrece?

—Tengo una mala noticia: le dieron tu papel a un actor debutante, un tal Kevin Lincott, ya sabes, el típico vaquero texano con cuello de toro que coge con las botas puestas. Bob me pidió disculpas por haber descartado a un galán de tu categoría, pero dice que ya estás muy visto, y los directivos de su compañía quieren caras nuevas.

—Serán vergas nuevas. ¿Ahora entiendes por qué no quiero hacer castings? Pierdo prestigio y no gano nada.

—A tu edad ya no es tan fácil conseguir buenos papeles, Juan Luis. Pero no todo son malas noticias: hay una oferta interesante de Nasty Sex Productions, solo que te quieren para una película gay.

—Yo no hago películas de putos, Dick, ya lo sabes.

—Nunca es tarde para empezar. Te abrirías un mercado importante. Muchos actores heterosexuales lo hacen.

—Con maricas nada, se notaría mi asco y sería un desastre. Si no me consigues algo mejor, prefiero descansar una temporada.

Colgó el teléfono con un avispero en las tripas. Dick era un buen agente, removía cielo y tierra para conseguirle trabajo, pero ¿qué podía hacer si los jefes de reparto empezaban a verlo como un has been? Tras una época de esplendor en la que había llegado a las grandes ligas del cine pomo, alternando con divas como Nina Hartley y Misty Rain, ahora solo le ofrecían papeles secundarios en películas baratas, que no podía aceptar, so pena de mellar su prestigio. De nada le servía mantenerse en forma y hacer tres horas diarias de pesas y pilates en el gimnasio. Urgidos de carne fresca para abastecer un mercado con sobreoferta de filmes y millones de espectadores hambrientos de novedades, los productores querían jubilarlo a los 39 años, la mejor edad para cualquier galán, a pesar de tener un físico envidiable, como si fuera un frasco de medicinas con la fecha de caducidad grabada en la etiqueta. Había sido estrella en la era anterior al viagra, cuando se necesitaba temple de carácter para tener erecciones ante las cámaras. Pero con el advenimiento de la tableta maravillosa había comenzado una época de competencia desleal, donde cualquier modelo blandengue podía dárselas de supermacho. Sabía que la maquinara de la industria era cruel con los veteranos, y sin embargo, cada nuevo desaire le calaba más hondo.

Ningún actorzuelo de la nueva hornada me llega a la punta del glande, pensó con despecho. ¿O acaso Kevin Lincott era capaz de tener erecciones voluntarias en los momentos críticos de un rodaje? ¿Cuál de esos niños bonitos podía controlar su pija con la mente, sin caer en nerviosismos que obligaban a repetir las tomas y aumentaban los costos de producción? En la mayoría de las películas porno, cuando el actor se bajaba los calzoncillos era de rigor hacer una elipsis para saltar al momento en que ya la tenía parada. Las espectadoras exigentes siempre le habían agradecido que en sus películas no hubiera esa clase de trucos. "Lo que más me calienta es ver cómo se te para sola delante de una mujer desnuda", le había dicho una vez una admiradora de Oregón. La verdad ignorada por sus ingenuas fans era que lograba esos prodigios a fuerza de concentración y ejercicios respiratorios, sin contemplar siquiera a sus compañeras de escena. Habría tenido las mismas erecciones en un cuarto oscuro o delante de una pared. Pero los nuevos productores querían trucarlo todo en el cuarto de edición y menospreciaban esa habilidad de faquir que tanto alborotaba la libido femenina. El sueño dorado de toda mujer era alzar la varita del mago con el magnetismo de su belleza, ¿no lo sabían esos imbéciles?

Claro que lo sabían, pensó con rabia de camino a la cocina, donde se sirvió un whisky sin hielo, para no dañarse la garganta resentida por la gripe: lo sabían pero la fría lógica del mercado devaluaba a los actores maduros, aunque tuvieran un dominio perfecto de su herramienta. Con el trago en la mano salió al balcón de su apartamento y echó un vistazo a los apacibles jardines del vecindario, con setos de tulipanes, grandes extensiones de césped, columpios y resbaladillas para los niños. Doce años atrás se había mudado al apacible distrito de Chatsworth, la meca del cine porno, para estar cerca de los estudios, una cercanía que empezaba a molestarle en vez de beneficiario. Nunca se había sentido a gusto en ese suburbio antiséptico, encapsulado en un confort anodino, donde las familias decentes, azuzadas por los pastores de las iglesias protestantes, hacían campañas de protesta para expulsar a los mercaderes de la lujuria. ¿Cuántos de esos puritanos hipócritas verían a escondidas las películas satanizadas en el sermón dominical? La uniformidad de las conciencias y la risueña monotonía del paisaje le contagiaban una abulia que se había agravado desde su caída en el desempleo, pues ahora el ocio lo marginaba por completo de ese mundo previsible y banal, donde la gente parecía vivir en un letargo perpetuo. Entre maridos bonachones que salían en bermudas a podar el pasto, amas de casa narcotizadas por la mística barata del new age, adolescentes neofascistas con aire de bravucones y barbis que iban al mall a lucir sus ombligos con arracadas, acabaría convertido tarde o temprano en un autómata con nervios de plástico, si acaso no lo era ya.

Había cumplido el sueño dorado de cualquier macho latino: tirarse a las gringas más guarras del imperio y cobrar por ello, pero en tardes como esa, deprimido por el ocio, sentía que había renunciado a su destino más auténtico. De haberse quedado en Buenos Aires a terminar la carrera de ciencias biomédicas, más tarde hubiera podido hacer un posgrado en el extranjero, y ahora sería quizá una eminencia en genética molecular. Pero todo se había jodido desde su primer viaje a Los Ángeles, cuando vino a estudiar inglés en las vacaciones de verano y un amigo de sus padres le ofreció un empleo temporal como mesero en El Zorzal Criollo, un restaurante argentino de Bel Air. Asediado por las damas elegantes que le rozaban la pija con el codo al servir los platos, o le deslizaban el número telefónico junto con la tarjeta de crédito, no pudo ni quiso guardarle fidelidad a Sandra, la noviecita politizada y ecologista que dejó en Buenos Aires. Pobre Sandra, era una buena piba y lo quería de verdad, pero sus valores éticos le estorbaban para ser una buena amante. En vano había intentado emputecerla para que se entregara con más pasión: ella creía ingenuamente que una feminista de izquierda debía ser tratada en la cama con delicadeza y respeto. Ni siquiera gritaba en el orgasmo, como si temiera perder la dignidad si sucumbía por completo al gozo animal. En cambio, las burguesas que lo acosaban en el restaurante se comportaban en la intimidad como cortesanas decadentes de la antigua Roma. Con ellas salían sobrando las ternezas edulcoradas, pues les encantaba ser tratadas como objetos sexuales de baja ralea.

Con un hormigueo en los testículos recordó a su primera amante, Nancy Atwood, una cuarentona insaciable, dueña de una galería de arte moderno, que le impartió en pocas semanas un curso intensivo de promiscuidad y cinismo. En las orgías de Nancy descubrió un mundo sofisticado, hedonista, idólatra de los cuerpos bellos, en el que un joven bien dotado en plena euforia hormonal podía ascender como la espuma. Nancy lo devoró durante un mes, sin escatimarle regalos costosos, entre ellos un reloj Bulgari con zafiros incrustados, y luego lo compartió con otra amiga de alta sociedad, la artista conceptual Christa Lewis, una ninfómana con tetas vacunas que se espolvoreaba coca en el clítoris, lo cabalgaba hasta aullar de placer y después le tomaba fotos desnudo en su alberca de Beverly Hills. Los domingos, Sandra lo llamaba para decirle frases melifluas, y él le juraba fidelidad entre bostezos, sintiéndose cada día un poco más vil: "Yo también te extraño, morocha, si supieras lo triste que me la paso sin vos, a ver, mándame un besito, no así no, más fuerte".

La verdad es que me porté como un chancho con ella, reflexionó arrepentido. En comparación con la intensidad de sus nuevos goces, el amor inocente y puro de esa muchacha le parecía ya una suprema cursilería, una engañifa inventada por los compositores de boleros y tangos. Huérfano de ideales románticos, ahora pensaba que adorar a una sola mujer era perder la oportunidad de acostarse con otras mil. De boca en boca y de vagina en vagina, su fama llegó a oídos de una poderosa jefa de reparto, Lauren Thompson, que después de un rápido acostón para catar el producto le ofreció su primer papel en un corto pornográfico, donde interpretó a un bombero con la manguera en ristre. Le pagaron diez mil dólares por un rodaje de tres días, más de lo que su padre ganaba en Argentina en tres meses. Con el doble mareo del éxito erótico y financiero no pudo resignarse a la vida de estudiantillo pobretón que le esperaba en Buenos Aires. Las grandes oportunidades se presentaban una sola vez en la vida. ¿Cómo volver al terruño si la fortuna le guiñaba el ojo abierta de piernas?

Necesitaba una evasión idiota para aplacar sus nervios y se tumbó de nuevo en el sofá de la sala, frente al enorme televisor con pantalla de plasma. Al tomar el selector de canales, echó un vistazo culpable al retrato de bodas de sus padres. Pobres viejos, pensó, tantos desvelos para educarte y mirá en lo que has venido a parar. Ahora te duele haberlos defraudado, pero cuando la guita te llovía a puños ni siquiera pensabas en ellos, ¿verdad, boludo? Después de un rápido zapping se detuvo en el programa de concurso The prize is right, cuyos participantes tenían que adivinar el precio de una mercancía para recibir un premio acumulativo. ¿Díganos, usted, señora Patterson, cuánto cuesta esta computadora portátil marca Hewlet Packard con pantalla de 15 pulgadas y memoria de cinco gigas? Mientras la mujer se frotaba las manos con nerviosismo, pensó que el programa sería mucho más divertido y cruel si los concursantes adivinaran el precio de un ser humano. Todo el mundo estaba en subasta, solo hacía falta saber en cuánto se valuaba cada persona y tentarla en el momento oportuno. En la edad en que los hombres se tuercen o se enderezan él había encontrado un buen comprador que le atinó a su precio. No se consideraba un monstruo ni tenía cargos de conciencia por haber alquilado el cuerpo: después de todo sudaba más que cualquier obrero para ganarse el pan. Pero su cerebro no tenía valor en el mercado y el prefecto escolar que llevaba en el alma le reprochaba día y noche esa vergonzosa inferioridad cultural.

La industria del cine porno reclutaba sobre todo a gente iletrada, chicas vulgares y rústicos gañanes provenientes de familias lumpen, con un concepto laxo de la dignidad. Quien ha crecido en un muladar, embrutecido por la miseria, presenciando escenas de violencia doméstica, no puede tener muchos escrúpulos para lucrar con sus órganos genitales. Pero él había mamado desde la cuna los sólidos principios morales de la clase media ilustrada. Hijo de un traductor de textos científicos, y de una profesora catalana de piano, que jamás pudieron darle lujos, pero lo colmaban de cariño y buenos ejemplos, aprendió desde niño a valorar el intelecto por encima de la riqueza. Sus padres no eran burgueses pacatos asustados por el libertinaje sexual de la era moderna. De jóvenes habían sido hippies y vivieron algunos años en una comuna en Mar del Plata, pero apreciaban demasiado la inteligencia para alegrarse por los éxitos de un hijo prostituido en el imperio del dólar, que en las portadas de los DVD aparecía motejado como "el semental argentino con el mejor bife del mundo".

Cuando les dijo que se quedaba en Los Ángeles para trabajar en la industria del porno deglutieron el trago amargo sin reproches moralizantes. Ya era un adulto responsable de sus decisiones, le dijeron, pero debía tomar en cuenta que esa profesión, por llamarla de algún modo, no podía durarle toda la vida. Para tranquilizarlos prometió continuar la carrera de Biomédicas en la UCLA mientras ganaba dinero en el cine. Durante seis meses intentó compaginar ambas actividades, pero los productores, entusiasmados por el éxito de sus primeras películas, lo sometieron a un arduo ritmo de filmación que no le dejaba un minuto libre para ir a clases. Fue quedándose rezagado en el programa escolar, con la bata blanca empolvada en el perchero, mientras su vocación languidecía como una flor exangüe. No dijo a sus padres que había dejado la universidad, pero ellos lo adivinaron cuando omitió el tema de sus estudios en las llamadas telefónicas a Buenos Aires. Nunca lo repudiaron abiertamente: eran demasiado liberales y cultos para eso. Pero en Navidad, cuando fue a visitarlos forrado de plata y quiso regalarles una camioneta Suburban, rechazaron el obsequio en forma tajante. Fue como si le dijeran: hacete millonario con esa mierda, pero no salpiqués a la familia. Al parecer, en el circulo donde sus viejos se movían, formado por intelectuales de modesto peculio, creyentes aún en las utopías de cambio social, la etiqueta con signo de dólares que le colgaba del cuello no era un toque de distinción. Resentido por el desaire, desde entonces había preferido viajar a la Argentina lo menos posible, para no exponerse a sus bofetadas con guante blanco.

Empezaba a adormecerse con el programa de concurso cuando oyó que tocaban la puerta.

—¿Quién? —preguntó en inglés por el interfón.

—Soy yo, Ivana, ¿te habías olvidado de nuestra cita?

—No, te estaba esperando —mintió—. Pasa, por favor.

Hija de inmigrantes lituanos, Ivana era una rubia casi tan alta como él, de ojos color turquesa, piel sonrosada y rasgos faciales endurecidos por el bótox. Bordeaba el medio siglo pero hacía esfuerzos heroicos por parecer más joven, incluyendo varios implantes en los senos y en el trasero. Al entrar a casa se quitó la boina y las gafas oscuras, el disfraz que se ponía para guardar el incógnito en sus deslices adúlteros. Casada con Fred Maxwood, un célebre guionista de Hollywood, miembro de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas, Ivana visitaba a Juan Luis dos o tres veces al mes, cuando podía burlar la vigilancia de su marido. Al entrar se le colgó del cuello con la urgencia del apetito aplazado.

—Estoy muy caliente porque me has tenido abandonada mucho tiempo —le acarició el pecho, jugueteando con su pelambre-. ¿Por qué te escondes, malvado? ¿Quién te ha cogido mejor que yo?

Juan Luis hubiera podido recitar una lista de 10 o 12 mujeres con más imaginación erótica y destreza pélvica, pero la munificencia de Ivana, y la de otras benefactoras, lo habían ayudado a mantener la liquidez en esa época de vacas flacas.

—Nadie me coge como tú. Eres la mejor putita que he tenido.

—¿Mejor que las actrices de tus películas?

—Ellas no cuentan. Solo hacen pantomimas. ¿Quieres tomar algo?

—Solo una copa de vino. No voy a beber mucho porque traje hierba —y con una sonrisa pícara le enseñó dos grandes carrujos de mariguana.

Mientras Juan Luis ponía un disco de Norah Jones, Ivana dejó la gabardina en un perchero y se tendió en un diván forrado de terciopelo gris, acalorada ya por la inminencia del placer. Cuando Juan Luis se acercó para darle la copa de vino blanco ella lo atrajo hacia el diván, y deslizó un dedo travieso por su bragueta.

—¿Vas a darme a chupar mi caramelito? —dijo, relamiéndose los labios.

La pobre atorranta cree que me va a calentar con eso, pensó Juan Luis, impávido: No, nena, aquí mando yo, este animal solo obedece a su amo. Y con la soberbia de un semidiós autosuficiente ordenó a su pene que se pusiera de pie. Complacida, Ivana atribuyó la erección a su irresistible encanto, y se metió la golosina a la boca.

—¿Has visto cómo me pones? —Juan le acarició el mentón—. Nomás de verte la tengo dura.

Había dicho lo mismo a más de trescientas mujeres en circunstancias parecidas, pero el embuste siempre las halagaba. Venían a eso, a oír mentiras obscenas, y él estaba encantado de complacerlas. El don de controlar sus erecciones le permitía dominar a las mujeres sin riesgo de ser dominado, hacerlas gozar como perras con el mínimo compromiso emocional, como si levantara pesas en un gimnasio. Daba placer con filantropía, pero ninguna mujer podía ufanarse de haberle robado la voluntad. Mientras Ivana le lamía los huevos se puso el preservativo, una precaución que jamás omitía en sus encuentros sexuales privados, no así en las filmaciones, donde tenía que coger a capela, pues las encuestas habían demostrado que el público heterosexual rechazaba el uso del condón en las películas porno y los productores no querían llevarle la contra. Ironías de la vida: solo tenía sensaciones a flor de piel en los simulacros de pasión, mientras que en la intimidad debía llevar la odiosa capucha de látex. Cuando hubo ajustado el condón, puso a Ivana en cuatro patas, le untó saliva en la concha y luego la penetró con rudeza, como un camionero borracho ensartando a una puta callejera.

—Así, papi, castígame duro —suplicó Ivana, enardecida con el maltrato.

Le dio fuertes nalgadas de padre castigador, mascullando insultos soeces, mientras aceleraba el rimo del metisaca. Hacía tan bien la pantomima del amo cruel que hasta parecía enojado de verdad. Después de interpretar tantas veces el papel de rough rider dentro y fuera de los sets, podía soltar las riendas del cuerpo y entregarse a divagaciones ociosas, dejando la cópula en manos de un piloto automático que ajustaba el ritmo de su pelvis a las necesidades de su pareja. Como Ivana quería el servicio completo, cuando empezó a emitir gemidos entrecortados le dio un brusco tirón de cabello y se la metió por el culo. Ella gruñó de dolor pero no hizo nada por retirarla, al contrario, movió las caderas con más enjundia para metérsela toda, mientras se frotaba el clítoris con el índice ensalivado. Juan Luis lamentó no tener una cámara a la mano para enviar el vídeo a los productores. Apostaba que el marica de Kevin Lincott era incapaz de horadar culos con esa categoría. Los jadeos de Ivana fueron creciendo en intensidad, su cuerpo temblaba como una gelatina y al explotar de placer gritó unas palabras en lituano. Quiso que Juan Luis también se viniera, pero él, avaro con su semen, prefirió posponer la eyaculación, pues sabía que Ivana no se conformaba con un solo polvo. Mientras ella recuperaba el aliento, Juan Luis fue al baño a lavarse el miembro, luego entró en la cocina y encendió en la estufa un carrujo de mariguana. Cuando volvió al diván acarició con ternura las remozadas nalgas de Ivana, que se había quedado tendida bocabajo.

—Toma, nena, te lo mereces —susurró en su oído y le puso el cigarrillo en los labios.

Ivana le dio una fuerte calada que aflojó su rigidez facial.

—Al fin puedo darme un gustito —suspiró agradecida—.Eso de tener un marido escritor es horrible. ¿Por qué no me casé con un ingeniero o un médico? Freddie estuvo diez días metido en la casa, trabajando en una adaptación, y no me dejó una tarde libre para salir. Necesita una mujer que le resuelva los problemas prácticos de la vida: hacer cita con el dentista, llenar la declaración de impuestos, responder correos electrónicos. Pero de coger nada. Para eso no le hago ninguna falta. Gracias a Dios, lo invitaron a dar un curso en Palm Springs, y ahora tengo una semana libre.

—Yo me voy mañana a San Francisco, para empezar una película —mintió Juan, temiendo que Ivana se le quisiera pegar varios días.

—¿Por fin te levantaron el veto?

—Eso parece.

—¡Felicidades! —lo besó Ivana—. En cuanto salga el DVD me das una copia. Tengo toda la colección de tus películas oculta en el desván, junto a mis diplomas del high school. El día que Freddie las encuentre, me mata.

—Deberías ponérselas para calentarlo —sugirió Juan Luis, sarcástico.

—Si se calienta es peor, porque entonces eyacula rápido y me quedo frustrada. Por suerte le estoy agarrando el gusto a los vibradores.

Las loas de Ivana a las excelencias del vibrador, a quien llamaba "el marido ideal", les provocaron un ataque de risa idiota y se desternillaron un buen rato pasándose el carrujo de mano en mano. Terminado el cigarro les dio hambre, y Juan sacó del refrigerador unas rodajas de pastrami, queso gruyer y una hogaza de pan. Monotemática, durante el piscolabis Ivana siguió hablando de Freddie, que ya estaba comenzando a ver las películas candidatas al Oscar junto con los demás miembros de la Academia. Ella lo acompañaba a las proyecciones privadas y Freddie tomaba en cuenta su opinión, porque le gustaba contrastar sus juicios con los de un espectador común. Yo estoy un poco viciado para ser un buen juez, decía, me falta inocencia para apreciar el impacto emocional de una película. Juan Luis pensó con despecho que a pesar de burlarse de su marido, en el fondo Ivana lo veneraba: por eso no cesaba de hablar de él, ni siquiera cuando lo estaba engañando, como si deseara inmiscuir al fantasma del eximio guionista entre sus cuerpos desnudos. Harto de que Freddie le hiciera sombra, se alzó la verga con otra orden mental, para pasar al terreno donde se sentía más valorado y seguro.

—Mira cómo me has puesto, zorrita. ¿Quieres tu postre?

—Sí, pero vamos al cuarto —Ivana palpó el pájaro enhiesto-. En este diván se me tuerce la columna.

Mientras Ivana lo cabalgaba, Juan Luis se anticipó con el pensamiento a los goces que tendría al día siguiente, cuando recibiera en casa a Loretta, una adolescente darky, con uñas pintadas de negro, nariz perforada y tatuajes diabólicos en la espalda, que el mes pasado se había ligado en una café de Van Nuys. Loretta era bisexual y había prometido llevarle a una amiguita para que hicieran un trío. Lo que más le gustaba de esas putillas novicias era la mezcla de miedo y excitación con que jugaban a sentirse perversas, como si aún estuvieran cohibidas de sus propios deseos. Eso sí era macanudo de verdad, no cogerse a una gallina vieja con nalgas de silicona. Después de un largo y goloso regodeo en el que Ivana cambió varias veces de posición, para darse un masaje vaginal completo, alcanzaron juntos un orgasmo que para ella fue una apoteosis y para Juan Luis, un gasto inútil de esperma.

No podía despedirla enseguida, como hubiera deseado, y muy a su pesar tuvo que sostener una charla post coitum, mientras se fumaban entre los dos el segundo carrujo. Como era de temerse, Ivana siguió hablando del venerable cornudo. La opinión de Freddie pesaba mucho en las decisiones de la Academia, dijo, no en balde había escrito algunas películas clásicas que ya eran objeto de culto en Europa. De tanto oírlo analizar la estructura dramática de los guiones, ella misma se estaba convirtiendo en una crítica muy exigente. Y como había tanta gente interesada en presionar a Freddie para influir en su decisión, tenía que bloquear llamadas y preservar su intimidad contra viento y marea.

—De todas las candidatas que hemos visto hasta ahora, la favorita de Freddie es Lost in translation, la película de la hija de Coppola. ¿Ya la viste?

—Sí, es una mierda. Una de las películas más soporíferas que he visto en mi vida —dijo Juan Luis, que ya estaba hasta las pelotas del protagonismo de Freddie.

—¿Pero cómo puedes decir eso? —Ivana se irguió en la cama—. Es una comedia muy fina, quizá demasiado adelantada para su tiempo.

—Pues yo me aburrí a muerte con los coqueteos de la niña idiota que nunca termina de ligarse al actor —insistió Juan Luis—. Odio esas películas donde nunca pasa nada. Deberían darle el premio al filme más pretencioso y pedante del año.

—Los innovadores no pueden satisfacer a todo el público —Ivana adoptó un tono condescendiente y profesoral—. Eso dice Fred y tiene razón. Cuando alguien rompe los moldes, el público masivo se desconcierta, porque no entiende los nuevos lenguajes.

—¿Estás insinuando que soy un imbécil? —se sulfuró Juan Luis—. ¿No será más bien que tú eres un poco esnob?

—Te estás poniendo muy agresivo. Yo vine a hacer el amor contigo, no la guerra, tonto —reculó Ivana, y para zanjar la discusión se acurrucó en el hombro de Juan Luis como una gata mimosa.

Pero el daño a su ego ya estaba hecho. Elude la discusión, pensó, porque no me concede solvencia intelectual para opinar sobre el tema. Tú a coger, que es lo tuyo, para hablar de cosas elevadas tengo a un genio en casa, parecía decir entre líneas con su actitud conciliadora, que en realidad era una manera discreta de taparle la boca. Hija de puta, como ya tiene la concha llena de leche, mi conversación ha dejado de interesarle. Pensará que todos los actores porno somos unos idiotas y que solo podemos decir pavadas. Pues te equivocás, nena, opinamos de cine y literatura con más agudeza que muchos intelectuales. No quiso llevar el pleito a mayores, porque el mes anterior, Ivana le había pagado la tarjeta de crédito, pero media hora más tarde, cuando ella volvió a tocarle la pija, tomó la represalia de contener su erección.

—Perdóname, creo que me está empeorando la gripe —se tocó las sienes fingiendo jaqueca—. Tengo unas punzadas horribles en la cabeza.

Aunque Ivana se marchó un poco decepcionada, pues Juan solía tirársela tres o cuatro veces, tuvo la gentileza de dejarle un cheque por mil dólares en la mesita del recibidor. Sin perdonarla del todo, Juan Luis le agradeció el óbolo: no estaba en la ruina, tenía un buen capital invertido en la bolsa, pero necesitaba liquidez para ir tirando, mientras esperaba un papel importante. Contrarrestados los efectos de la yerba por el hiriente menosprecio de Ivana, tenía la mente libre de nubarrones y para ocupar el tiempo en algo de provecho encendió su computadora portátil. La bandeja de mensajes estaba llena de recaditos amorosos, algunos tiernos, otros obscenos, enviados por su legión de fans y amantes ocasionales. Los dejó para más tarde, porque había un mensaje en español que llamó su atención: "Queremos ficharlo para un ciclo de películas"

Estimado señor Kerlow:

Soy Francesc Salanueva, director general de la productora Sueños Húmedos, una de las compañías de cine XXX más importantes de España. Somos una empresa joven, pero algunas de nuestras películas más exitosas han dado la vuelta al mundo y recibido premios en el Festival de Cine Erótico de Sitges. Para ser más competitivos en el mundo globalizado, queremos enriquecer nuestros repartos con estrellas de talla mundial. Nos interesa, por supuesto, el impacto publicitario de su crédito, pero más aún su talento artístico, pues queremos hacer un cine pomo con dignidad artesanal. Pocos actores en el mundo se empalman ante cámaras de manera tan espontánea como usted y creemos que la naturalidad de sus erecciones puede contribuir a devolverle la frescura a un género que tiende a mecanizarse.

En resumen, queremos contratarlo como artista exclusivo para filmar cinco películas en el lapso de un año. En el archivo adjunto encontrará una propuesta de contrato con nuestra oferta económica, para que pueda estudiarlo con calma y hacernos llegar sus observaciones. Como verá usted, nos haremos cargo de su traslado a Barcelona y le brindaremos un digno hospedaje sin coste alguno. Para aclarar cualquier duda comuníquese conmigo o con mi asesor jurídico Santiago Parra. Estamos en la mejor disposición de llegar a un acuerdo favorable para ambas partes, que nos permita iniciar una larga y fructífera colaboración.

 

Juan Luis abrió de inmediato el archivo con el contrato. La oferta económica no era muy tentadora, la mitad de lo que ganaba por una sola película en sus años de gloria. Querían sacarle el máximo jugo a su declinante fama por el menor precio posible. Después de tener a sus pies a las compañías más poderosas de Chatsworth, trabajar para una pequeña productora de Barcelona significaba claudicar ante la edad y reconocer su condición de cartucho quemado. Pero al parecer Salanueva respetaba el talento, algo inaudito en un gremio donde los productores solían tratar a los actores como ganado, y su abollada autoestima pedía a gritos un poco de reconocimiento. Además, la idea de pasar un año en Barcelona le atraía por motivos sentimentales: hijo de una catalana que había escapado en los años 50 del régimen franquista, entendía la lengua bastante bien por haberla oído de niño en casa, cuando su madre y su abuela charlaban en la cocina, y en sus cortos viajes turísticos a Barcelona nunca se había sentido extranjero.

No le sentaría nada mal cambiar de aires y recuperar la música verbal escuchada en la cuna. Recordó con ternura un episodio de su niñez que había sido crucial para convertirlo en un erotómano. Tenía ocho o nueve años, estaba en cama con un poco de fiebre, y su madre le puso el termómetro en la ingle mientras cantaba una tonadilla popular catalana: Baixant de la font del gat, una noia una noia, baixant de la font del gat, una noia i un soldat. Enternecido por la dulce canción y por el suave tacto materno, cuando su madre le rozó la pija con los dedos tuvo una erección que lo incendió de rubor. Semanas atrás había contraído el vicio de olisquear a escondidas las bragas de mamá y se sintió delatado por esa tumescencia culpable. Con una mezcla de espanto y pudor cubrió sus vergüenzas con la sábana. A partir de entonces juró que el pito no volvería a hacerle otra jugarreta y desarrolló el poder de concentración que le permitía someterlo a su voluntad. Ahora ese poder le abría las puertas de una ciudad con la que estaba ligado por un afecto prenatal. ¿Necesitaba quizá recuperar la atmósfera de su despertar viril, para comenzar una nueva vida lejos del imperio yanqui? ¿Encontraría la fuente primaria del erotismo en esa patria adoptiva? No hubiera podido explicar en términos racionales su confusa mezcla de emociones y presentimientos, pero sintió que una fuerza superior lo arrastraba a cruzar el Atlántico.

“En principio su oferta me interesa —respondió al señor Salanueva—. Comuníquese con mi agente Dick Murray para negociar los términos del contrato”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Muy apreciable Amador Bravo:

Lo felicito por romper el silencio: con ese acto de valor ha dado el primer paso para recuperar la confianza en sí mismo. Padece usted un trastorno nervioso conocido en inglés como perfomance anxiety, es decir, la incapacidad de tener erecciones por temor al fracaso sexual, que actúa sobre la libido como una profecía autocumplida. Muchos hombres logran superar este trastorno con técnicas de relajación como el yoga, pero en su caso se ha convertido en un círculo vicioso, que lo ha llevado incluso a rehuir el trato íntimo con mujeres. En condiciones normales, la erección ocurre cuando el cerebro excitado envía un flujo mayor de sangre, que dilata las arterias y llena los cuerpos cavernosos del miembro viril. Pero cuando la ansiedad predomina sobre la estimulación, el flujo sanguíneo no basta para endurecer el pene, o no lo endurece lo suficiente para tener una relación sexual satisfactoria. En tal caso ocurre lo que en la jerga médica se conoce como gatillazo, es decir, la liberación de la sangre alojada en los cuerpos cavernosos.

Aunque el viagra sólo funciona cuando hay estimulación sexual, y un exceso de estrés puede contrarrestar el deseo más intenso, su empleo es recomendable en casos de impotencia nerviosa. El sildenafil, componente básico del viagra, es un inhibidor potente y específico de la fosfodiesterasa 5, enzima responsable de impedir las erecciones cuando el cerebro envía descargas de adrenalina. Se trata, pues, de un inhibidor de la sustancia que reblandece su miembro cuando usted se pone tenso delante de una mujer. Ninguna droga resuelve los problemas psicológicos por arte de magia. Pero existe una buena posibilidad de que pueda ayudarle a revitalizar su vida sexual.

Reciba un cordial saludo,

doctor Jaume Soler.

 

La respuesta del médico superó mis expectativas más optimistas. Ahí estaba, explicado en términos accesibles al vulgo, el drama vascular que me había jodido la existencia. ¿De modo que mi trágica invalidez era solo un pequeño desajuste de la química cerebral? Con razón el viagra le había cambiado la vida a millones de seres. Y pensar que yo había descartado esa alternativa, creyendo que no había medicinas para los males del alma. ¿O estaba tan encariñado con mi complejo que prefería ignorar los avances de la ciencia, para seguirme refocilando en el papel de víctima? Dios mío, cuánto daño podía hacer la autocompasión de los perdedores. Pero ya conocía demasiado bien el sabor de mis llagas: ahora debía recuperar el amor a la vida, o cuando menos, luchar por recuperarlo, siguiendo al pie de la letra las indicaciones del sexólogo. Mi escepticismo renació cuando llamé a la clínica Lafayette para pedir una cita con el doctor Soler y me enteré de que la primera consulta costaba 150 euros. Con razón me da tantas esperanzas, pensé, todo es un cuento bien montado para lucrar con la desesperación de los impotentes. Si Soler era un mercachifle que publicaba inserciones pagadas en los periódicos, la validez científica de su diagnóstico era tan poco fiable como la promesa de un político.

Hubiera podido acudir al ambulatorio del servicio de salud pública y exponer mi caso con franqueza. Tal vez así lograría obtener el viagra sin pagar peaje a los buitres de bata blanca. Pero el servicio de salud acababa de asignarme un nuevo médico de cabecera, la doctora Luisa Pedralbes, una dama joven de buen palmito, y abrirme de capa con ella hubiera sido un golpe mortal para mi orgullo. Como pude comprobar más tarde al hojear los diarios, no era el único impotente con el ego lastimado, pues las demás clínicas especializadas en casos de disfunción eréctil, igualmente rapaces que la del doctor Soler, ofrecían como gancho publicitario salas de espera exclusivas, para ahorrar bochornos a sus pacientes. La sociedad moderna acepta ya la homosexualidad, el sadomasoquismo, las operaciones para cambiar de sexo, pero la impotencia nunca podrá aceptarse a sí misma, porque nadie quiere llevar un estigma que no deja ningún placer. La casta superior de la pirámide erótica, es decir, la gente desinhibida que folla sin complejos, ni siquiera necesita excluirnos de su mundo feliz: nosotros mismos elegimos la inexistencia, para evitamos, al menos, la molesta visibilidad de los paralíticos y los leprosos.

Desilusionado de la mercadotecnia médica, recaí en el derrotismo vegetativo, y durante dos semanas procuré no pensar en mis erecciones. Pero el deseo nunca muere, ni siquiera en los sarcófagos de las momias, y una mañana removió mis cenizas cuando recibí la visita de Fabiola Campomanes, la atractiva representante de Materiales Bosch, uno de los proveedores que surte a la inmobiliaria de baldosines y muebles para baño. Alta, bronceada, con largas piernas de top model enfundadas en mallas negras, el pelo corto pintado de rubio platino, Fabiola no era bonita de cara, por culpa de una nariz roma de retrato cubista, pero había llegado a la cuarentena sin una gota de grasa en la cintura, y sacaba el mejor partido a su talle juvenil. El vestido que llevaba puesto esa mañana, ceñido a la cadera y generoso en el escote, dejaba entrever un sinuoso paisaje con suaves planicies y empinadas colinas. Seguramente se mataba en el gimnasio para tener una figura juvenil y eso fue quizá lo que más me cautivó: su firme decisión de estar buena por méritos propios. Venía a pedir disculpas por un retraso en la entrega del último pedido que le habíamos hecho, doscientos lavabos para la nueva urbanización de Tossa del Mar, y mientras ella daba explicaciones, la pierna cruzada con discreta coquetería, yo la imaginaba en la cama, tendida bocabajo, con un liguero negro de cocotte decadente y viciosa.

—Creo que tal vez nos ha faltado coordinación a nivel ejecutivo —dije muy circunspecto cuando terminó su exposición-. Si te parece podemos reunirnos a cenar uno de estos días, para revisar el calendario de entregas y evitar los malentendidos.

No solíamos tener cenas de trabajo, ni el problema lo ameritaba, y Fabiola debió entender que yo estaba intentando un ligue.

—Cuando tú quieras —sonrió halagada—, si quieres podemos vernos mañana mismo.

—No tan pronto —reculé con temor—. Voy a revisar el informe que me trajiste y yo te llamaré cuando lo tenga bien estudiado, ¿de acuerdo?

Como lo peces que detectan a un tiburón a cien brazadas de distancia, para ponerse a salvo de sus mandíbulas, yo tenía un sexto sentido para saber cuándo le gustaba a una mujer, y hasta entonces lo había utilizado para distanciarme de Fabiola. Por eso fui el primer sorprendido de mi temeraria insinuación, y de vuelta a casa traté de poner en claro mis vuelcos emocionales. ¿De veras quería llevarme a la cama a una proveedora? Sería terriblemente incómodo reanudar nuestra relación profesional después del polvo fallido. ¿Por qué me había lanzado al ruedo sin espada y sin capote, olvidando todas mis precauciones? Después de un largo examen de conciencia, deduje que a pesar de mis recelos, la carta del doctor Soler me había devuelto la audacia para buscar el placer. Si esa remota esperanza, fraudulenta quizá, pero esperanza al fin, había hecho brotar alas en mi espalda, no podía desecharla de buenas a primeras por temor a ser víctima de un charlatán. Había quizá otras maneras de conseguir la pastilla azul y mi obligación era descubrirlas, en vez de llorar a solas como un caguetas.

Como suponía, en internet encontré un mogollón de sitios que ofrecían viagra a precios rebajados. Lo difícil era encontrar uno confiable entre tantos posibles timadores. Pasé una tarde entera saltando de un sitio a otro como en un campo minado. Abundaban las páginas informativas sobre los peligros de comprar viagra en el mercado negro: los piratas de la industria farmacéutica no fabricaban sus productos con el debido control de calidad, advertía la Asociación Médica Española, y por lo tanto, la fórmula del fármaco no era la misma del viagra auténtico. Se habían registrado ya casos de infartos y lesiones cardiovasculares graves por la mala calidad del viagra genérico. Lo sospechoso era que muchas de esas advertencias humanitarias estaban pagadas por los laboratorios Pfizer, los inventores de la droga, sin duda para evitar que les quitaran una tajada del pastel. ¿A quién dar crédito, si todos eran rufianes de distinta ralea, unos por vender la felicidad a precios desalmados, los otros por lucrar con una fórmula ajena? Como estaba decidido a comprar la medicina sin receta, me concentré en las ofertas de genéricos, sin dar crédito a la propaganda intimidatoria. Escogí uno de los sitios que parecían más serios, respaldado por una empresa distribuidora internacional de medicamentos, GM Pharma, donde me pidieron responder un cuestionario médico antes de hacer el pedido. Para cumplir el expediente legal declaré que tenía una salud de roble, luego pasé a llenar los formularios con mis datos, y un poco a regañadientes llené el recuadro con el número de mi tarjeta de crédito. Por un buen polvo valía la pena correr el riesgo de que un hacker me dejara sin blanca. Se suponía que un frasco de 30 pastillas costaba 53 euros, pero en el último paso de la compra, cuando me pidieron confirmar el pedido, resultó que debía pagar otro tanto por el envío desde Nueva Delhi, donde al parecer estaba la sede de la empresa. Que vayan a tomar por culo, pensé, si te ocultan ese recargo hasta el final, cuando ya les diste el número de la tarjeta, igual te pueden mandar por correo un frasco de aspirinas.

Cabreado, caminé en círculos por mi recámara, di un puñetazo en la puerta y fui a sacar una cerveza de la nevera, maldiciendo mi patético trastorno, que me dejaba a merced del hampa cibernética. Pero no debía tirar la toalla, me faltaban aún los vendedores particulares de viagra, que sacaban pequeños anuncios en las páginas barcelonesas de encuentros sexuales: hombre busca señora madura, gay pasivo quiere comerse una polla grande, lesbiana solicita mujer sensible y aficionada a la música clásica, pareja swinger busca jovencita negra para formar un trío interracial. Por lo visto el viagra era la sal de los placeres prohibidos, pues abundaban las ofertas de la droga, ¿o quizá los anunciantes sabían que muchos erotómanos frustrados visitaban esos sitios para espiar la depravación ajena? Abrí en yahoo una nueva dirección electrónica a nombre de mi alias, y desde esa discreta mampara escribí a una docena de proveedores, pidiendo precios y formas de entrega.

Al día siguiente ya tenía cuatro respuestas. Descarté las dos primeras porque los remitentes me pedían depositar una cantidad en el banco antes de recibir el producto. Ni de coña, que fueran a trincar a su abuela. El tercero de la lista no exigía depósito bancario, pero el precio era tan bajo que me olí una trastada. La cuarta resultó la mejor opción, porque el proveedor entregaba el producto en persona al recibir el pago y la mercancía costaba lo mismo que el viagra hindú, sin los costes de envío. De acuerdo, contesté, adelante con la compra, y le di el número de mi móvil para que pudiera verificar el pedido, una razonable medida de precaución contra los bromistas. Recibí su llamada al día siguiente, cuando volvía a casa en el autobús, apelotonado entre los pasajeros, la mayoría gente de la tercera edad.

—¿Señor Amador Bravo?

—Soy yo, dígame.

—Hizo ayer un pedido de viagra, ¿verdad?

—Sí, un frasco de 50 miligramos.

—Quisiera ponerme de acuerdo con usted para entregarle la mercancía. ¿Dónde vive?

El acento mexicano del tío me dio mala espina y más aún su afán pesquisidor.

—¿Qué le importa dónde vivo? No quiero invitarlo a una cena.

—Perdone, creí que quería la entrega a domicilio.

—No, señor, prefiero verlo en otra parte.

Una matrona rolliza, con bolsas oculares violáceas y ojos de ardilla indiscreta, me clavó una mirada acusatoria, suponiendo, tal vez, que estaba metido en negocios sucios. Avergonzado, me pareció escuchar la voz admonitoria de mi madre, que siempre hablaba de sexo con una mezcla de superioridad y desprecio, desde las alturas de una vida espiritual intachable.¿Qué fas, Ferrán? ¿Vols comprar una droga perillosa per foliar com un boig, arriscant la teva salut? i T'hauria de caure la cara de vergonya! Tuve una mala corazonada y estuve a punto de colgar. Pero la oportuna contemplación de una linda turista rubia en chándal deportivo, parada en la parte trasera del autobús, me recordó mis asignaturas pendientes con la lujuria. Concerté con el vendedor una cita para el día siguiente a las tres de la tarde en un café del paseo de la Bonanova, cerca de la inmobiliaria. Para que pudiera reconocerme llevaría gafas oscuras y una bufanda roja.

Llegó a la cita 20 minutos tarde, cuando ya daba por seguro el plantón. Era un mestizo de buena estatura, menos oscuro de lo que esperaba, con tripita de bebedor, astuto perfil de coyote y tupidos bigotes negros. Llevaba pantalones de pana y una gruesa chamarra de cuero marrón en buen estado: la discreta vestimenta de un hombre común que no conoce la elegancia ni la indigencia. Por lo visto, el mercado negro de medicinas le daba para vivir con decoro. Debía de tener más o menos mi edad, pero su piel de bronce disimulaba mejor los estragos del tiempo.

—Bulmaro Díaz, para servirle.

Estreché su mano con recelo, porque los suaves modales de los mexicanos me ponen incómodo. Mande usted, para servirle, a sus órdenes, siempre se ponen de tapete cuando te quieren joder. Igual de solícito era el mesero de la fonda oaxaqueña que me estafó con la cuenta, cuando fui de vacaciones a México en el año 93. No debía permitir que ese hipocritón me enredara en su telaraña de cortesías. Estábamos en mi país y aquí era yo quien fijaba las reglas del juego.

—Pensé que ya no venía —señalé mi reloj—. Con esa puntualidad debe perder muchos clientes.

—Disculpe, es que llevo poco tiempo en la ciudad y todavía me pierdo en las líneas de autobús.

El mesero le preguntó si quería algo y pidió una cerveza.

—¿Trajo la mercancía?

—Sí, aquí en la mochila. Se me olvidó decirle que hay una oferta: dos frascos por ochenta euros, es un buen ahorro.

—No me interesa —lo paré en seco— solo quiero lo que le pedí.

Mientras el mexicano daba un largo sorbo a su caña, comprendí que más allá de mi fobia a la cortesía azteca, estaba predispuesto en su contra porque le había permitido asomarse a mi intimidad. Paradojas de la vida: mis mejores amigos, los que más comprensión y apoyo hubieran podido darme, ignoraban mis problemas sexuales, y en cambio ese torvo camello, que solo quería sacarme pasta, sabía ya que no se me alzaba y seguramente se alegraba de mi desgracia. Intuir su desprecio me revolvió las tripas y en un intento desesperado por salvar el honor, traté de sacarme la banderilla del lomo.

—Me basta con un frasco porque no tomo la pastilla a menudo —aclaré—. De hecho no la necesito, folio sin problemas con mi mujer, pero ahora estoy enrollado con una amiguita, ¿sabe?, y le hemos cogido el gusto a los maratones de sexo.

Por el brillo malicioso de sus pupilas sospeché que no me creía. Sin embargo, el hijo de puta quiso aprovechar la coincidencia para sacar raja.

—Pues entonces quizá te convenga la pastilla de 100 miligramos —me tuteó, entrado en confianza—. Con ella, un hombre de tu edad puede coger sin parar ocho horas seguidas.

—No, gracias. Tampoco se trata de ser Supermán. Dame el frasco de 50, que con eso tengo de sobra —y eché mano a la cartera para abreviar la charla.

Ya tenía la sustancia mágica, ahora solo me faltaba probarla en el campo del honor. Decidido a follar o morir, esa tarde llamé a Fabiola desde la oficina y la invité a cenar el viernes en el Xarabal, un restaurante gallego de la calle Enric Granados, pequeño y acogedor, donde se podía charlar en un ambiente íntimo. No mencioné siquiera los asuntos de trabajo, para propiciar de entrada un cálido acercamiento, y noté por su alborozo de colegiala que también ella quería dejarlos de lado. La tienes cogida en el puño, pensé, solo es cosa de darte maña para llevarla a tu casa. Estaba seguro de obtener sus favores, pero no de vencer mis complejos con ayuda del viagra, y la víspera de nuestro encuentro apenas pude dormir. No te vas a examinar, imbécil, se trata de hacer guarradas, de ponerla en decúbito prono para intercambiar sudores y flujos, pensé y sin embargo, el miedo al fracaso seguía socavando mis fantasías obscenas.

Por suerte, la jornada laboral del viernes fue bastante ajetreada, lo que me impidió pensar demasiado en mi compromiso, pero al salir de la oficina volví a recaer en la inseguridad patológica y tuve que aplacarla en casa con un par de coñacs. Cuando Fabiola llegó al restaurante, guapa y retadora, tenía el pulso tembloroso y las manos me sudaron frío al quitarle el abrigo de los hombros. A pesar del nerviosismo procuré comportarme como un seductor relajado, y creo que logré disimular con éxito mi ansiedad.

—Estás guapísima, chica. Tienes una figura que ya quisieran muchas modelos y ese vestido negro te sienta de maravilla.

—¿De verdad te gusta? Lo estoy estrenando para la ocasión.

—Qué gran honor—le miré el escote con descaro—. Siéntate por favor. Elegí esta mesa separada para que podamos hablar a gusto.

Pedimos de aperitivo un par de vermuts blancos y berberechos para picar.

—Ya era justo que nos reuniéramos fuera de la oficina —dije—. Con tantos líos de trabajo nunca podemos hablar con calma.

—Es verdad, llevamos muchos años de conocernos, pero apenas sé nada de tu vida. Me han dicho que eres un gran ciclista.

—Qué va, cuando era más joven competí en algunas carreras. Ahora solo pedaleo para mantener la forma.

—Pues te has conservado muy bien, Ferrán —sonrió con malicia—.Y eso que no te he visto las piernas.

Me estaba lanzando las bragas a quemarropa y traté de recogerlas con gallardía.

—La que se conserva estupenda eres tú. Cuando entras a la oficina se nos cae la baba a todos los hombres. Me imagino que tendrás pretendientes a montones.

—Unos cuantos, pero de volver a casarme, nada. Prefiero disfrutar mi libertad, sin tener que llevarle las pantuflas a ningún zángano. Además, los hijos te limitan mucho. Cuando tienes niños en casa, ya no es tan fácil vivir en pareja con alguien.

Traducido al crudo lenguaje de los apetitos carnales, me estaba dando a entender que follaba sin compromisos. Iba rápido al grano, como todas las mujeres emancipadas que han archivado los pudores en el armario. Excitado y a la vez atemorizado por su franqueza, creí prudente meter el freno para mitigar el vértigo y llevé la conversación hacia el burladero de los asuntos oficinescos, mientras meditaba el siguiente paso. Cuando nos trajeron los platos fuertes, un poco achispada por el albariño, Fabiola me preguntó en tono zumbón a qué se debía mi fama de inconquistable.

—No me va eso de atarme a una sola mujer —mentí con aplomo—. Tengo alma de gitano y odio las cadenas.

—Ah, ya entiendo, quieres andar de picaflor, como todos los hombres.

—¿Tiene algo de malo? Yo creo que la costumbre mata el deseo, por algo hay tantos matrimonios infelices. En el fondo todos somos polígamos, hombres y mujeres. Lo que pasa es que la gente le tiene miedo a la libertad y se resigna a tomar siempre la misma sopa.

Su mirada curiosa y anhelante me indicó que había tocado la tecla correcta para excitarla. Si yo era un coleccionista de mujeres, un galán mundano que no podía renunciar a la variedad, entonces mi soltería no era un estigma, sino un indicio de fogosidad, o cuando menos, la garantía de un polvo aceptable.

—Pues en eso de la poligamia no estoy de acuerdo —me miró fijamente a los ojos—. Cuando elijo a un hombre quiero que sea para mí sola. ¿O a ti te gusta compartir a tus amantes?

—Claro que no, soy posesivo y celoso, como buen macho ibérico. El problema es que hasta ahora no he podido ser fiel mucho tiempo.

—Ah, vamos, entonces tú pides fidelidad y no correspondes. Menuda chulería la tuya.

No quise pecar de cínico por temor a dar al traste con la seducción y di un oportuno viraje al romanticismo.

—Pero a mi edad ya estoy cansado de los amoríos fugaces que no dejan huella —suspiré como un libertino desencantado de los placeres—. Con los años me he vuelto un poco sentimental y ahora necesito una mujer que me llene en todos los aspectos, una compañera de verdad, no una amiguita para la cama. Por eso quería verte fuera de la oficina —la tomé de la mano y sentí que temblaba como una paloma—. Me gustas desde hace mucho, desde nuestro primera junta de trabajo, cuando llegaste a la oficina con el pelo mojado por la lluvia, ¿te acuerdas? Perdóname que sea tan brusco, pero si no te lo digo, reviento. Me he enamorado de ti, Fabiola y estoy enfermo de tanto desearte.

Fabiola guardó un hondo silencio dubitativo, como si pasara mis palabras por un detector de mentiras.

—Ojalá pudiera creerte —sonrió con una mezcla de escepticismo y satisfacción—. Apuesto que le dices lo mismo a todas.

—Nunca he sido bueno para las declaraciones de amor. Pero creo que a veces sobran las palabras. Quizá me comprenderías mejor si te pudiese hablar con el cuerpo.

Sin deponer del todo su resistencia, Fabiola me respondió con un elocuente apretón de manos. Había acertado a decir en el momento oportuno las palabras que ella quería escuchar. Por lo visto, le interesaba mucho más la buena jodienda que mis juramentos de amor. Besé su mano con ternura, y ella tomó la mía para acariciarse el cuello con el dorso de mis dedos. Cualquier hombre normal se hubiera sentido feliz y dispuesto al gozo. En cambio yo temblaba de angustia por volar tan cerca del sol y temía caer en picada si después de mi convincente actuación, el pánico escénico me chamuscaba las alas. Pero había llevado mi blof demasiado lejos para meter reversa, y cuando nos trajeron el postre, doblé mi apuesta como un osado tahúr.

—¿Qué te parece si nos tomamos una copa en mi piso?

—Es un poco tarde —Fabiola miró su reloj con alarma—.Dejé a los niños con una canguro ecuatoriana pero tengo que llegar a casa a las doce.

—Pues llámala por teléfono y dile que se quede con ellos un rato más.

—No me gusta abusar de la pobre chica.

—Por favor, Fabiola, no echemos a perder esta noche mágica.

—Está bien —se dio por vencida—. Pero solo una copita y me voy.

Pedí la cuenta y me levanté al baño. Como había un gordo lavándose las manos, tuve que tomarme el viagra oculto en el váter y luego, cuando el gordo se largó, bebí agua del grifo para deglutir la pastilla. Sentí un lento escalofrío, como si acabara de tomar una pócima de efectos impredecibles. La droga tardaba en hacer efecto cuarenta minutos, de modo que ahora debía moverme a contrarreloj. Ni Fabiola ni yo habíamos llegado en coche, y como hay tanta gente de marcha la noche del viernes, tardamos diez minutos en coger un taxi.

Nos besamos en el asiento trasero del taxi y el magreo continuó con más pasión en el ascensor de mi edificio. Cuidado, no debía precipitar las cosas, faltaban todavía 25 minutos. En casa, mientras Fabiola se ponía cómoda, me tomé tiempo para buscar en el ipod una selección de piezas de Aretha Franklin. Mi colección internacional de cucharitas le hizo gracia y me di el gusto de contarle cómo la había reunido, narrándole anécdotas jocosas de mis viajes por el mundo. Luego fui a sacar del refrigerador la botella de champán que tenía preparada y tardé un buen rato en descorcharla, para ganar unos minutos extras. Cuando salí de la cocina con las dos copas llenas, Fabiola ya se había quitado los zapatos y estaba echada en el sofá.

—¿Tan seguro estabas de traerme a tu piso que tenías champaña en la nevera? —sonrió como niña traviesa.

—Seguro no, pero hombre precavido vale por dos.

—Eres un camelador de primera. No se te va una viva, ¿verdad?

Se mofaba de mi actitud arrogante y sobrada, pero era evidente que gracias a ella el coño le hacía tilín. Brindamos por la suerte de habernos encontrado y después de un beso corto, que no dejé pasar a mayores, me senté en el extremo opuesto del sofá, sin perder de vista el reloj de pared de la sala. Necesitaba consumir quince minutos más y me esforcé por sostener una charla filosófica sobre las diferencias del amor maduro y el amor juvenil, un tema del cual no sabía una palabra, pero que Fabiola bordaba de maravilla.

—Cuando eres joven no sabes lo que quieres, ni siquiera conoces bien tu cuerpo, vas donde te lleva la marea y por eso te estrellas tanto contra las rocas, en cambio ahora yo dirijo el barco, esa es la gran diferencia...

Oía su disertación como quien oye llover, concentrado en la batalla química que se estaba librando en los vasos sanguíneos de mi cerebro. Empezaba a sentir las mejillas calientes, síntoma de que el medicamento ya estaba haciendo efecto, según la enciclopedia médica de internet. ¿Conseguiría el sildenafil derrotar a la traicionera enzima fosfodiesterasa 5? ¿Bombearía la sangre con suficiente vigor para llenar mis cuerpos cavernosos? Pero basta de recaídas autistas, lo que me urgía era admirar los encantos de la mujer voluptuosa que tenía delante. Con las rodillas flexionadas, Fabiola había permitido que la falda se le subiera casi hasta la cintura y por en medio de sus piernas, entreabiertas con ánimo provocador, pude observar el mullido relieve donde la curva inferior de sus nalgas colindaba con la parte superior de sus muslos. Una descarga eléctrica revirtió la energía negativa de mi cerebro y en vez de vigilarme neuróticamente, aventuré una mano hacia ese recodo tentador, invocando en mi auxilio el poder de la farmacopea. No había venido inerme a esa batalla, tenía en las venas un poderoso aliado capaz de vencer a cualquier enemigo interno, y confiado en ese amuleto logré por fin que mi cuerpo tuviera una erección espontánea.

En mi prisa por foliar casi le arranqué las bragas a Fabiola, que se quedó gratamente sorprendida al palpar la dureza de mi leño. Como el sofá era demasiado estrecho para una buena cabalgata, la llevé cargando hasta la cama, sus piernas enlazadas a mi cintura y ahí, después de humedecerle el coño a lengüetazos, la penetré con la enjundia de un lancero medieval entrando a saco en una ciudad sarracena. Ignoraba las delicias encerradas en ese cáliz húmedo, y al explorarlo como un niño curioso y ávido de aventuras, descubrí suavidades ignotas, cavernas imantadas, paredes de terciopelo que destilaban agua de rosas. No era un forastero recorriendo un país exótico, estaba recuperando mi señorío feudal, la heredad que me pertenecía por derecho de sangre. Transfigurada de gozo, Fabiola me devoraba con sabios movimientos pélvicos, a los que yo respondía con recios embates. No sé cómo pude evitar correrme antes de tiempo, quizá ya no estaba en edad de tener eyaculaciones precoces. Sin flaquear en ningún momento, logré prolongar la cópula hasta que Fabiola se corrió con gran estrépito y entonces, animado por sus gritos de moribunda, derramé en un espasmo telúrico toda la miel amarga que había almacenado en cuarenta años de frustración. Estaba tan poco acostumbrado a la felicidad que la paz posterior al orgasmo quebró mis enmohecidos candados emocionales, y derramé un torrente de llanto, sin importarme ya lo que Fabiola pensara de mí. Fue como una segunda eyaculación, tal vez más necesaria que la primera, pues con ella alivié los dolores de una necesidad afectiva largamente pospuesta.

—¿Te pones triste después de un polvo tan bueno? —Fabiola me enjugó las lágrimas con la sábana—. ¿Qué te pasa, mi amor?

—Perdóname, soy un sentimental —dije entre gimoteos—. Lloro porque nadie me había hecho tan feliz.

Conmovida, Fabiola me consoló con besitos tiernos en el cuello y la frente, hasta que por fin agoté mi reserva de lágrimas. Fui a buscar la botella de champán a la sala y continuamos bebiendo en la cama. En la oscuridad de la alcoba, despojada ya de la máscara frívola que había llevado en la cena, me confesó sus angustias secretas y sus íntimos desconsuelos. Las mujeres independientes y exitosas como ella espantaban a los hombres, que siempre querían estar por encima de sus parejas, tanto en la vida profesional como en la intimidad. Estaba harta de los machos controladores y mandones, que pretendían imponerles reglas de conducta y formas de amar, como si su falo fuera un cetro imperial. Divorciada siete años atrás, no había encontrado desde entonces ningún hombre capaz de conmoverse como yo acababa de hacerlo. Amantes diestros había tenido a montones, pero yo era otra cosa. A pesar de mi larga carrera de seductor, tenía el alma a flor de piel y aún conservaba intacta la inocencia de un muchacho enamoradizo.

Si en ese momento le hubiera confesado que ella era la primera mujer de mi vida, exponiéndome al desprestigio y a la vergüenza, quizá hubiese logrado sellar con ella un pacto de complicidad, porque la desnudez total es el cimiento de los amores indestructibles. Pero me callé por miedo a estropearlo todo, o más bien por vanidad: acababa de estrenar mi corona de conquistador y no quise abollarla con una confesión patética. Después de vapulear al género masculino, Fabiola pasó de la diatriba a la confidencia y en un tono más sosegado, me contó sus problemas para educar a dos hijos adolescentes que le estaban perdiendo el respeto. Ahora querían ponerse tatuajes y perforaciones por todo el cuerpo, y la niña, Marisol, iba a reprobar segundo grado porque chateaba con sus amigas toda la tarde en vez de estudiar. Cuánto me envidiaba por no tener hijos, si supiera yo lo que era lidiar con dos críos en la edad del pavo. A la una de la mañana miró mi reloj despertador y se levantó alarmada.

—Pero si es tardísimo. Tengo que irme corriendo.

Comenzó a buscar su ropa entre las sábanas y cuando se estaba poniendo las bragas no pude resistir la tentación de pellizcarle el trasero. Ella olvidó su prisa y le metí la mano entre las nalgas hasta hundir los dedos en su raja caliente. De nueva cuenta la tenía dura: menudo chollo era el viagra. Esta vez fue Fabiola la que se montó en mi nabo, ya no con la urgencia del hambre, sino con el vicioso regodeo de la gula. Confiado por el éxito del primer polvo, mantuve a raya los sentimientos para no dejarme abducir por completo. Dentro y fuera de su coño, logré ser al mismo tiempo actor y observador de la cópula, como si un ángel obsceno brotara de mi costado para pecar en cabeza ajena. Mi polla era la palanca de Arquímedes, el punto de apoyo que movía al mundo, y al ver sus efectos en el convulso rostro de Fabiola, una grata sensación de poderío me acarició los testículos. Esta vez mi orgasmo no fue la catarsis purgativa de un alma en pena sino el triunfal estertor de una bestia saciada.

Como Fabiola tenía mucha prisa, solo descansó cinco minutos antes de marcharse. Después de acompañarla a la puerta, me recosté en el sofá impregnado por el olor de su perfume, un poco aturdido por el vértigo de las alturas. Era un hombre nuevo, un tigre de Bengala tendido en la hierba, con un cansancio pletórico de esperanzas. De modo que esa beatitud felina, esa placidez de volcán engreído, era el bien supremo que todos los hombres se disputaban a muerte, y yo me había privado de él para evitarle contusiones a mi amor propio, como un mísero reptil condenado a mirar el suelo, cuando la vida me ofrecía un excelso paisaje. Qué terrible y estúpida manera de protegerme. Un hombre sin mujer era un material de derribo, un gozne defectuoso en la maquinaria del universo.

Y pensar que me había puesto siempre por debajo de las mujeres, en una posición de inferioridad cohibida, cuando lo que todas ellas deseaban era una verga dominadora. Me reproché la flaqueza de haber llorado después del primer polvo, cuando hubiera debido celebrar mi victoria a carcajadas: esas sensiblerías eran residuos de una personalidad timorata que debía enterrar para siempre. Que lloraran las mujeres con mi polla adentro, eran ellas quienes debían hacer las escenas de melodrama, las pataletas con gemidos implorantes. Después de haberlas odiado y temido durante décadas no podía perdonarles sus humillaciones tan fácilmente, ni dejar de verlas como un bando enemigo. Treinta años de menosprecios y desaires eran imposibles de borrar, por más bueno que hubiera sido el polvo con Fabiola. Ya era tiempo de hacerles sentir quién mandaba, ya era tiempo de hacer crujir sus coños como sandías. Pero antes que nada debía borrar los vestigios de mi pasado, recomenzar mi vida con un gesto simbólico. Tomé la bombonera de cristal con los números telefónicos de todas las chicas que no pude tirarme por cobardía, rocié de champán la montaña de papelitos y le prendí fuego con un mechero. Celina, Montse, Remedios, pasad y desvaneceos, recé en voz baja, mirando arder sus cuerpos entre los papeles retorcidos por las llamas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde su coctel de bienvenida en el bar Libert, un exclusivo club para swingers, donde fue presentado a los medios como "la primera figura latinoamericana del cine porno", un elogio exagerado sin duda, pero muy halagüeño, Juan Luis se felicitó por haber dado ese vuelco a su carrera de actor. Si en Chatsworth lo condenaban a ser cola de león, en Barcelona sería una orgullosa cabeza de ratón. Mientras posaba para los fotógrafos con el pecho descubierto, los reporteros lo sometieron a un fuego graneado de preguntas mordaces: "¿No se ha cansado de follar por obligación?”. “Yo siempre follo por placer, incluso cuando trabajo." "¿Es verdad que usted usa una bomba quirúrgica para tener erecciones?”. “No la necesito, gracias a Dios." "¿Qué hace para calentar a las mujeres frígidas?”. “Cualquier mujer puede gozar hasta el frenesí cuando el hombre sabe usar su instrumental." Sentirse importante lo puso de magnífico humor y para echarse a la bolsa al público, al terminar la ronda de preguntas chapurreó unas palabras en catalán. Estic molt content de venir a treballar a la terra de la meva mare. No era un ególatra ávido de incienso, pero le gustaba sentirse arropado por la admiración de sus fans, y el entusiasta recibimiento del público español le restañó las heridas del amor propio. Sabía, desde luego, que su fama nunca rebasaría el submundo de las revistas xxx y los sitios web para onanistas cibernéticos. No era al tipo de actor a quien la gente pide autógrafos por la calle, pero prefería esa notoriedad restringida a la fama con mayúsculas, pues le permitía conservar el anonimato.

Cuando los reporteros le dieron un respiro, el atildado productor Francesc Salanueva, un cincuentón de cabello entrecano, con gazné y chaqueta de gamuza, lo llevó a un reservado del bar para presentarle a Esteban Murillo, un gordo de pelo grasiento y doble papada, con una gruesa cadena de oro macizo, que estaba asociado con Salanueva en Orgón Editores, una editorial de publicaciones obscenas.

—¿Has visto cómo te trata la gente, chaval? Y esto es solo el principio —bromeó Murillo. Cuando veas cómo follan las catalanas no te vas a querer marchar.

Tras un largo preámbulo donde se ufanó de la rápida expansión de la editorial, que tenía ya 5 mil puntos de venta en sex shops y bares alternativos de todo el país, el gordo Murillo le ofreció un tentador anticipo de diez mil euros por escribir sus memorias eróticas.

—No queremos una autobiografía completa —explicó—, más bien un anecdotario, en el que cuentes tus experiencias y des consejos a la juventud. Por supuesto, irá acompañado de fotos para ilustrar tus técnicas de follar.

—Soy muy boludo para escribir. No creo que pueda pasar del prólogo.

—Por eso no te preocupes. Te pondremos un negro al que le cuentes tu vida.

—Suena macanudo, che, pero yo no muevo un dedo sin consultar a mi representante. Arreglate con él y después hablamos.

Del coctel lo llevaron en un flamante Mercedes Benz a su nuevo hogar: un pisito amueblado en el corazón del Borne, con vista a la iglesia de Santa María del Mar. Era un lugar encantador para vivir y en cuanto cesó el asedio mediático salió a caminar por las callejuelas medievales, evitando los sitios más frecuentados por los turistas. Recorrer ese dédalo sinuoso era como adentrarse en el útero del tiempo: daba vértigo pensar que el subsuelo guardaba vestigios de la época fenicia, del imperio romano, de la guerra contra el califato. Contempló con fascinación los vetustos portones, los balcones de hierro, los patios abovedados, sintiendo que pisaba un palimpsesto de piedra. Solo por tener la historia bajo los pies había valido la pena escapar de Los Ángeles. Después de un largo paseo por intrincados vericuetos, fue a parar por casualidad a la Font del Gat, el mítico abrevadero mencionado en la tonadilla popular que su madre le cantaba de niño.

Por asociación de ideas recordó que le había prometido a sus viejos llamar a la tía Nuria y al tío Roger, los dos parientes cercanos que tenía en Barcelona. Los había conocido de niño, cuando hicieron un viaje a Buenos Aires en el 76, recién muerto Franco, y desde entonces no habían reanudado el contacto. Solo sabía que Nuri se había quedado soltera y Roger ya tenía hijos mayores. Sería un poco forzado hacer migas con ellos después de tanto tiempo sin verlos, pero si tenía que pasar un año en Barcelona más le valía ir conociendo gente.

La tía Nuri se alegró mucho con su llamada, y quedaron de reunirse a comer el sábado siguiente con el tío Roger, que vivía en Lérida, pero vendría a Barcelona para la ocasión. Cuando llegó al modesto piso de Nuria en el Poble Sec, un apartamento estrecho con muebles vetustos, pero cuidados con esmero, la familia en pleno ya lo estaba esperando. Bajita, rolliza, con mejillas sonrosadas y mofletes de morsa, la tía Nuria le plantó un beso atronador.

Pero qué maco estás, noi, sembles un galant de cinema.

Conmovido por la espontaneidad de su afecto, Juan Luis hubiera querido abrirse de capa y decirle que había dado en el clavo, precisando su tipo de galanura. Pero el altarcito de la virgen de Montserrat que había visto en el recibidor le impuso un discreto silencio. ¿Para qué soltarle una verdad tan cruda a una mojigata? El tío Roger, delgado y calvo, un poco apergaminado por la edad, pero de aspecto más juvenil que su hermana, lo saludó con un enjundioso abrazo y le presentó a su esposa, Graciela, una asturiana rubia, de silueta porcina y rostro infantil, con la que había tenido dos hijos: Clara, de 17 años, y Joan, de 19. Ambos se habían quedado en Lérida, pues tenían que preparar los exámenes finales, pero Nuria se apresuró a enseñarle sus retratos enmarcados.

—Qué guapos son los dos —dijo Juan Luis por cortesía.

—Claro, como que tienen a quién heredarlo —se ufanó Roger en español.

—Si querés podés hablar en catalán, lo entiendo sin problemas —dijo Juan Luis y tomó asiento en un incómodo sillón con respaldo en forma de laúd.

La tía Nuri sacó algunos platitos de aceitunas y almendras para picar y le sirvió como aperitivo un vermut blanco en las rocas. Al contemplar las acuarelas marinas de la sala, los sillones con carpetitas de encaje, la vitrina repleta de Lladrós, Juan Luis se sintió transportado el viejo departamento de sus abuelos.

—Tu madre me ha dicho que te vas a quedar un año —dijo Nuria—. ¿Vienes de vacaciones o tienes trabajo aquí?

Juan Luis titubeó un momento antes de responder. Odiaba los fingimientos, pero la familia no parecía muy liberal que digamos y temía padecer un rechazo automático si les revelaba su modus vivendi.

—Voy a hacer un postdoctorado en genética celular. Me dieron una beca por un año, pero quizá pueda prolongarla.

—¿En qué universidad?

—La Pompeu Fabra. Me han dicho que tiene mucho prestigio.

—Y tanto —dijo Roger—. Es la universidad más elegante de Barcelona. Tienes mucha suerte, chaval. Ahí solo pueden estudiar los pijos. ¿Y allá en Los Ángeles qué hacías?

—Trabajaba en un proyecto de investigación del genoma humano. He publicado algunos artículos sobre esa materia.

—¡Collons!—exclamó Nuria—. Tenemos un genio en la familia.

—No es para tanto —la apaciguó Juan Luis—. Solo era parte de un equipo que estudiaba los usos médicos del mapa genético.

En la mesa, mientras paladeaban una suculenta esqueixada de bacalao, el interrogatorio dio un viraje hacia terrenos más personales.

—¿Y de mujeres qué? —le preguntó la tía Nuria—. ¿Allá en Los Ángeles no tenías novia?

—He tenido varias, pero nunca duro mucho con ninguna.

—Pues ya va siendo hora de buscarte una esposa, ¿no crees? Varias amigas mías tienen hijas monísimas. Cuando quieras te las presento.

—Déjalo tranquilo, mujer —intervino Roger en tono regañón—. A los jóvenes de ahora no les gustan los compromisos.

—Pues Juan Luis ya no es tan joven. ¿Cuántos años tienes?

—Treinta y nueve.

—¿Lo ves? Se le está pasando la edad. Pero no te preocupes, hijo, yo me encargo de casarte con una catalana guapa y decente.

Cuando dejó de ser el centro de atención, la charla derivó hacia tópicos que le revelaron mejor el carácter y la mentalidad de sus tíos. Roger cantaba en un coro eclesiástico en Lérida, había enviado a sus hijos a colegios católicos y no permitía que Maite volviera a casa después de la medianoche. Él en persona iba a recogerla a las fiestas juveniles y a los bares de copas, pues le angustiaba que tomara sola el autobús nocturno infestado de borrachos y pandilleros. A Nuria le daban asco los programas de cotilleo televisivo donde se desollaba viva a la gente famosa, y sin embargo, parecía conocer al dedillo los chismes ventilados en esas letrinas. Molesta por la proliferación de chinos, ecuatorianos y pakistaníes que afeaban su barrio, el cosmopolitismo de la ciudad le irritaba tanto como las aberraciones liberales del servicio público de salud:

—¿Sabías que aquí las operaciones de cambio de sexo son gratis, y en cambio el dentista cuesta un ojo de la cara? Dime tú, ¿por qué tengo que pagar con mis impuestos la operación de un degenerado y en cambio no puedo curarme una caries? ¿Tengo yo la culpa de ser una gente normal?

Normalidad y decencia: la pobre mujer había construido su castillo interior sobres esos pilares de humo. En otras épocas, cuando era un hedonista radical, Juan Luis no hubiese podido conversar ni media hora con esa clase de gente. Buscar la intensificación del placer por encima de todas las cosas había sido durante décadas el principio rector de su vida, y no podía creer que ningún reprimido pudiera ser feliz de verdad. El sexo era el motor del universo y personas como Roger y Nuria, que en apariencia le concedían poca importancia, solo podían neutralizarlo a riesgo de convertir el apetito carnal en un tumor cancerígeno. Pero a pesar de verlos con una mezcla de lástima y desprecio, tuvo la debilidad de aceptar una copita de orujo después de los postres, quizá para mitigar el déficit afectivo provocado por el largo distanciamiento de sus padres. En el coctel de bienvenida se había sentido admirado y envidiado, pero no querido. En el imaginario colectivo, los actores porno habían venido a reemplazar a los hermanos siameses o a la mujer barbuda de los circos ambulantes. La morbosa curiosidad que despertaban podía halagar su vanidad, pero no gratificarlo emocionalmente. A pesar de ser pacatos y gazmoños, sus tíos parecían profesarle un cariño espontáneo, tal vez porque entre esa gente sencilla todavía pesaban mucho los lazos de sangre. Horas después, cuando volvió a su piso en el Borne y se fumó un cigarrillo en la terraza, comprendió que en gran medida, su buen estado de ánimo en la comida familiar se había debido a la personalidad que adoptó. El papel de científico en viaje de estudios le había gustado más, mucho más que el de estrella declinante del cine porno. Tal vez necesitaba parecer otro para empezar a serlo.

En el buzón de voz de su móvil tenía cinco recados de otras tantas mujeres que lo habían saludado en el coctel de prensa y ahora querían invitarlo a salir. Codiciaban, sin duda, el éxito frívolo de acostarse con una atracción circense. Llevaba tres días sin coger y ya sentía un agudo síndrome de abstinencia. Bastaría llamar a cualquiera para tener compañía esa noche, pero al tomar el teléfono recapacitó: si lo había reconfortado tanto hacerse pasar por científico en la comida con sus tíos, ¿no sería mejor aún ligarse a una muchacha bajo ese disfraz? Su estrellato predisponía a las mujeres a la lujuria pero no a la entrega amorosa. Era el tipo de hombre al que las mujeres usan para coger, mientras le dan el corazón a otro, por lo general menos diestro en la cama. Ser utilizado como objeto sexual había inflado mucho tiempo su orgullo viril, pero en el umbral de la madurez, la celebridad erótica empezaba a fastidiarlo. Como científico becado podía quizá huir de la promiscuidad y entablar otra clase de relaciones, sin comprometerse demasiado, claro, porque tampoco se trataba de caer en la estúpida monogamia. No cometería un engaño, pues más que asumir una falsa personalidad, quería reconciliarse con su yo profundo, practicar el nudismo del alma con una máscara veneciana.

Como tenía un receso de una semana antes de iniciar el primer rodaje, al día siguiente dio un largo paseo por la playa de la Barceloneta y comió arroz caldoso con bogavante en una marisquería de la avenida Juan de Borbón. Quería seguir escuchando el catalán y por la tarde consultó la cartelera de teatros. Descartó de entrada los vodeviles picantes porque detestaba la picaresca sexual, como los huérfanos de hospicio que aborrecen los garbanzos después de comerlos hasta el hartazgo. Quería ver una pieza profunda y seria que le aportara algo enriquecedor, no un sainete ramplón con monigotes de paja. Eligió Carta de una desconocida, la adaptación teatral de un relato de Stefan Zweig, que daban en el Teatro Romea. Admiraba el talento de Zweig y lo consideraba un gran escritor, si bien Ivana, en una discusión literaria de sobrecama, lo había tildado de melodramático y cursi, repitiendo como un papagayo las opiniones de su marido. Pero jodido estaría si se dejaba dirigir el gusto por los esnobs de Hollywood.

La magnifica dicción de las actrices que interpretaban el papel de la protagonista en cuatro épocas de su vida (la niñez, la adolescencia, la juventud y la madurez) le permitió comprender el texto de cabo a rabo y compenetrarse anímicamente con la desconocida del título, una mujer de temperamento romántico, enamorada desde la pubertad de un famoso escritor que ocupa un piso vecino al suyo en un barrio elegante de Viena. Cada monólogo perfilaba con mayor hondura la magnitud de ese amor sublime y desesperado: la ilusión de la niña que observa con arrobo al hombre maduro y triunfador hasta deificarlo en la fantasía, la pasión de la jovencita que le entrega su virginidad sin esperar nada a cambio, el dolor de la mujer madura que a pesar de haber tenido un hijo con él, prefiere arrastrar su reputación por el fango con tal de no someterlo a un chantaje emocional. Mientras el cuarteto femenino entonaba su canto elegíaco, el escritor idolatrado leía la carta en un rincón oscuro del escenario, empequeñecido por la grandeza moral de la heroína. Era un personaje secundario y sin embargo, Juan Luis temblaba de zozobra metido en su piel. También él había tenido cientos de amantes ocasionales, ¿Y si alguna de ellas lo adorara desde la penumbra con esa abnegación heroica? ¿No habría cometido un crimen al ignorarla?

Lo más conmovedor de la pieza era que el amor de la desconocida había nacido de una admiración espiritual, no de una atracción física. Cautivada por el aura que rodea a la inteligencia superior, la muchacha ni siquiera aspiraba al título de esposa: se conformaba con ser una humilde sierva, una minúscula mota de polvo en la órbita de ese astro resplandeciente. Un amor de esa índole debía provocar en el hombre una satisfacción mucho más profunda que la vanagloria machista. Y él jamás la había conocido, a pesar de su impresionante palmarés de conquistas. Comprendió de golpe de dónde venía su incurable descontento consigo mismo. Para salir de las depresiones cíclicas necesitaba ser amado de esa manera, encontrar una mujer que lo admirara en espíritu antes de medirle la verga. No aspiraba, por supuesto, a un amor platónico: loco estaría si quisiera negar las prerrogativas de la carne. Pero tenía que darse a querer y a respetar como ese afortunado prócer de las letras, o de lo contrario solo conocería un sucedáneo gris del amor.

Al caer el telón fue a buscar su abrigo en el guardarropa con los ojos enrojecidos de llanto. La muchacha que lo atendía estaba de espaldas, sacando un paraguas de un casillero. Cuando se dio la media vuelta, Juan Luis empalideció de estupor: era un numen celestial de serena belleza, con la quietud de un paisaje bucólico en el óvalo de la cara. Blanca, de ojos negros y cabellos castaños ensortijados, la cara pecosa limpia de maquillaje, el ardor honesto de su mirada incitaba simultáneamente a la oración y al pecado. Era difícil saber si tenía buen cuerpo, pues llevaba una falda hindú y una blusa de manta muy holgadas. Pero ese aparente recato podía ser quizá una variedad más refinada de coquetería, como si quisiera decirle al mundo: estoy tan buena que no quiero provocar. Sin advertir la estupefacción de Juan Luis, la muchacha le preguntó en catalán si había disfrutado la pieza.

—Es maravillosa —dijo—, me ha pegado fuerte.

—Yo también lloré en el estreno —dijo la chica, virando al español, y le ofreció un pañuelo desechable para secarse las lágrimas.

—Gracias, deberían repartir pañuelos junto con las entradas —bromeó, y la muchacha le obsequió una sonrisa de complicidad.

Juan Luis contempló con arrobo la mazorca nívea de sus dientes, invadido por una extraña timidez que no experimentaba desde la adolescencia. Había cola en el guardarropa y tenía que actuar con rapidez, pero su aplomo de gigoló invicto lo había abandonado y la inseguridad le atrofió las cuerdas vocales.

—¿Tiene la ficha? —preguntó la muchacha.

—Sí, claro, perdona, estoy en las nubes —entregó la ficha metálica y recibió el abrigo con las manos trémulas.

Era el momento de pedirle el teléfono o de invitarla a salir, pero solo atinó a decir gracias y salió del teatro con el rabo entre las piernas. ¿Qué le estaba pasando, carajo? Por primera vez en mucho tiempo dudaba de su atractivo, intimidado por el posible rechazo de una mujer. Esa noche, dando vueltas en la cama, intentó explicarse la causa de su cobardía. El hombre que había pedido su abrigo en el guardarropa no era, desde luego, el arrogante semental perseguido por una jauría de libertinas, sino el ingenuo estudiante de ciencias biomédicas que había descubierto la promiscuidad antes de conocer el amor. Era nuevo en esos lances románticos, pues ninguna de las mil amantes que había tenido le había rozado siquiera el alma y Sandra, su anodina noviecita de Buenos Aires, tenía demasiados escrúpulos de conciencia para entregarse a una verdadera pasión. En la adolescencia nunca sintió en el pecho ningún relámpago, como le había ocurrido con la chica del guardarropa. Tal vez se había sentido vulnerable delante de ella, porque en ese momento irrepetible y mágico había recuperado la virginidad emocional, sepultada durante décadas bajo una montaña de materiales tóxicos.

Al día siguiente montó guardia en un café cercano al Teatro Romea. Esperó con paciencia la entrada del público, y cuando la gente apelotonada en el vestíbulo entró a la sala, pagó la cuenta y se dirigió al guardarropa. No había planeado como abordarla, prefería dejarse llevar por sus impulsos, aunque repartiera palos de ciego. La muchacha estaba ordenando los ganchos de ropa en un perchero. Esta vez llevaba un pantalón negro entallado, con una blusa roja ceñida al cuerpo y Juan Luis confirmó su corazonada de la noche anterior: la dama de las camelias estaba buena como una potra. Hubiera querido devorar a mordiscos su culo respingado y compacto, o colgarse como un lactante de sus senos enhiestos, que pugnaban por romper el sostén.

—Hola, ¿te acordás de mí? Soy el llorón de ayer —intentó hacerse el gracioso, pero el tartamudeo delataba su timidez.

—¿Te dejaste algo en el casillero?

—No, solo vine a saludarte. Como estás aquí sola mientras dura la función, pensé que a lo mejor te apetecía conversar con alguien.

—En mis ratos libres me pongo a leer —dijo, y le mostró un libro grueso de tapas duras: El camino del Tao de Alan Watts.

—¿Sos taoísta?

—No, estudio historia de las religiones.

La muchacha siguió acomodando perchas, en una actitud más reservada que hostil.

—Qué linda carrera. ¿Y cuál es tu religión?

—Ninguna en particular. Tomo de cada una lo que más me conviene.

—Yo quisiera creer en algo, pero me falta fe.

La muchacha interrumpió su faena y lo miró con piedad.

—La fe se puede encontrar, si de veras quieres creer.

Cuidado, puede ser una piantada esotérica, temió Juan Luis: ahora tratará de reclutarme en alguna secta budista. ¿O más bien le atemorizaba que la muchacha tuviera una vida espiritual intensa? Cobarde, le tenés miedo porque te gusta demasiado.

—Por una mujer como tú yo me convertiría a cualquier religión —pasó a la ofensiva, obligado a pensar en voz alta por un impulso superior a su voluntad—. Pero antes de salvar mi alma, decime cómo te llamás.

Desconcertada por el abrupto galanteo, la muchacha tardó un momento en responder:

—Laia ¿y tú?

—Juan Luis.

Al palpar la suavidad de su mano, Juan Luis tuvo la estremecedora certeza de haber acariciado esa piel en una vida anterior. Gracias a Dios, su agresivo cortejo no había molestado a Laia. Todas las mujeres querían escuchar esas frases cameladoras, aun las más honestas y puras. Pero tampoco le convenía precipitarse, la chica podía interpretarlo como una falta de respeto. Dos pasitos adelante y uno para atrás, como aconsejaba Lenin.

—Eres argentino, ¿verdad? —tras el sonrojo, Laia había recobrado el aplomo.

—¿Se me nota mucho?

—Por tu vocabulario sí, pero tienes un acento raro.

—Es que he vivido 20 años en Los Ángeles y se me han pegado las erres del inglés.

—¿Llevas poco tiempo en Barcelona?

—Recién llegué antes de ayer.

—¿De vacaciones?

—No, vengo a hacer un posdoctorado en genética.

El vivo interés de Laia por su falsa carrera le indicó que había elegido el disfraz correcto. Como todas las religiones trataban de dar una respuesta a los orígenes de la vida, Laia procuraba estar al tanto de los avances de la genética, dijo, pues creía que la formación de los cromosomas encerraba un misterio sagrado. ¿O no pensaba Juan Luis que los genes, por su capacidad de perpetuarse en distintos cuerpos, eran los emisarios de Dios en la composición molecular de los seres vivos? ¿Quién había concedido la inmortalidad a esos dadores de vida? Con ideas tomadas de sus lecturas científicas, Juan Luis le replicó que si bien la perpetuación de los genes podía prestarse a conjeturas teológicas, el egoísmo que mostraban en su denodada lucha por sobrevivir desmentía el dogma cristiano de la misericordia divina. Sin ánimo de predicar ninguna fe, Laia opinó que la bondad de Dios no consistía en defender a una forma de vida en particular, sino en permitir la lucha entre las especies, para crear un equilibrio de fuerzas.

—Pero si Dios es tan piadoso, hubiera podido ahorrarse ese baño de sangre, ¿no te parece? —reviró Juan Luis—. Todos los animales somos predadores en mayor o menor grado. Por eso Darwin fundó la teoría de la evolución sobre bases empíricas. No quiso achacarle tantas crueldades a la voluntad divina.

—Tienes razón, Dios ha permitido que el mundo sea una carnicería —admitió Laia, turbada—. ¿Pero quiénes somos nosotros para juzgar al creador?

Juan Luis sintió que por primera vez en la vida una mujer lo admiraba por su intelecto. En ese intercambio de ideas había un trasfondo erótico, como si cada silogismo fuera una caricia abstracta. Lo más hermoso era sentir que poco a poco Laia se abría como una flor para dejarse fecundar por sus razonamientos, un milagro que jamás habría ocurrido si se hubiese presentado con ella como actor porno. Cuando el público salió de la función tuvieron que suspender la charla, pero quedaron de verse el día siguiente en una cafetería estudiantil del Raval. Juan Luis acudió a la cita con una mochila de cuero al hombro, sandalias de hippie y un suéter boliviano con grecas. Procuró incluso despeinarse un poco antes de llegar al café, para simular un absoluto desinterés por su aspecto. Un apóstol de la ciencia no podía llevar playeras ceñidas al cuerpo, ni acicalarse durante horas frente al espejo.

Laia llevaba una falda corta verde limón y una blusa de tirantes negra que le dejaba el ombligo al aire. Coqueta natural, exhibía su breve cintura con una sencillez encantadora, sin el menor asomo de afectación sexy. Esta vez la charla fue menos profunda que la tarde anterior, pero más íntima y reveladora. Hablaron de sus respectivas familias: la de Laia vivía en Olot, un pueblo en la zona volcánica de la Garrocha, rodeado de bellezas naturales, donde las familias de prosapia formaban un círculo impenetrable. Desde niña había tenido conflictos con su madre, una modistilla enferma de ambición, obsesionada con el rango social y los signos de estatus, que se había propuesto como meta en la vida casarla con algún pijo de la comarca. Pero ella los detestaba por engreídos y antes de cumplir los 18 ya había mandado a tomar por culo a los mejores partidos del pueblo.

Igualitaria en el amor y en la amistad, en la universidad había tenido un humilde novio rumano con el que duró cuatro años, y otro chileno, con el que acababa de terminar. Cuando los llevaba de visita al terruño, su madre le daba siempre la misma tabarra: pero válgame Dios, hija ¿de dónde has cogido esa afición por los pringados? A ver cuándo te espabilas, nena, que ya tienes 28 años. Tenía los mismos valores éticos de una madame de burdel, pero eso sí: en las cofradías religiosas de Olot no había meapilas más devota que ella. Su padre, en cambio, era un comerciante de carácter dócil, con ambiciones modestas y gustos sencillos, pero mamá lo dominaba a tal punto que ni siquiera lo dejaba abrir la boca en las discusiones familiares. Para escapar de la doble moral y de la abulia provinciana se había alejado de la familia apenas cumplió la mayoría de edad, y ahora compartía un piso con otras dos estudiantes. La familia le había ofrecido ayuda económica para que pudiera dedicarse de lleno al estudio, pero ella la había rechazado, por temor a que su madre le quisiera imponer condiciones. Ya llevaba seis años de vida independiente, le faltaba uno para terminar el doctorado y por ningún motivo pensaba volver a casa. El problema era que había elegido una carrera poco lucrativa, con un campo de trabajo muy limitado. Pertenecía a la sufrida y creciente legión de universitarios altamente calificados, que por falta de empleo en el área de humanidades, desempeñaban humildes faenas por un sueldo inferior al de un albañil o un lampista.

—Así es este sistema de mierda: el capital quiere trabajadores manuales, no seres pensantes. Si sabes demasiado acabas jodido, como en las novelas policiacas. Pero no quiero aburrirte con mis lamentos. Cuéntame algo de tu vida, que ya tengo la boca seca de tanto hablar.

Conmovido por el idealismo de Laia, Juan Luis sorbió el café con un sentimiento de culpa. Esa preciosa muchacha no había permitido que nadie le pusiera un precio, mientras él era un prostituto impostor y decadente, que pisoteaba sus ilusiones por un fajo de dólares. Mediaba entre ambos una distancia moral enorme, que tal vez pudiera acortar un poco si le confesaba su profesión. Pero el temor al rechazo lo inclinó a porfiar en la mentira: terminada la carrera en Buenos Aires se había quedado a vivir en Los Ángeles, explicó, porque en la Argentina, desde el comienzo de la crisis económica, la investigación científica estaba por los suelos. Había vivido seis años con una historiadora lituana que conoció en la universidad. Por suerte no habían tenido hijos, y ahora estaba libre de cargas económicas. Aunque tuvo buenas ofertas de empleo en la industria farmacéutica, había preferido la vida académica para poder investigar con más libertad. Pero claro: la meritocracia universitaria también tenía sus bemoles, y no era nada fácil saltar de liana en liana, cazando becas y ayudantías de profesor, mientras lograba la calificación necesaria para tener una plaza de tiempo completo. Harto de la vida impersonal y hueca de los suburbios californianos, había viajado a Barcelona, la tierra de su madre, en busca de un trato social más cálido, porque temía contraer el individualismo neurótico de los yanquis si pasaba más tiempo ahí. Solo tenía beca por un año, pero la ciudad le estaba gustando tanto que no descartaba la posibilidad de quedarse más tiempo, si conseguía apoyo financiero para su proyecto de investigación. Y al llegar a este punto de su relato, avergonzado de tantas mentiras, miró a Laia con una ternura implorante.

—Lo digo en serio, quisiera echar raíces aquí. Lo descubrí al verte en el guardarropa —la tomó de la mano—: no me lo vas a creer, pero sentí que te había conocido antes de nacer.

Ella le respondió con una suave presión de los dedos, sin osar entrelazarlos, un detalle de candor que lo transportó a la época de sus primeros amoríos adolescentes. La mano de Laia era como un cuerpo en miniatura y buscó sus recodos más íntimos con el dedo anular convertido en pene. Las fricciones de ese dedo invasor la tiñeron de rubor y Juan Luis aprovechó su sonrojo para besarla con delicadeza, conformándose de momento con un roce de labios, como si un temor religioso lo detuviera al pie de un altar. Vencido el miedo a la profanación, sus bocas entraron en confianza y el beso cobró un impulso huracanado. Ambos cerraron los ojos para concentrarse en la esgrima de sus lenguas, en el trasvase de néctares íntimos, y cuando casi habían perdido el aliento, el carraspeo del mesero que traía la cuenta les provocó un ataque de risa.

Cogidos de la cintura dieron un largo paseo por las Ramblas, con varias escalas románticas para besarse delante de los turistas. Juan Luis descubrió que era un cursi reprimido, pues había deseado toda la vida un romance de comedia musical, con escenas de ternura en la vía pública. Solo les faltaba cantar un número a dúo en el monumento a Colón. No le costó ningún trabajo llevarla a su piso del Borne, pues ella estaba esperando que tomara la iniciativa. Apenas cerraron la puerta, la ropa les quemó la piel y se desnudaron de prisa como gatos escaldados. Mientras Juan Luis abrevaba en sus pechos y exploraba la comba de sus nalgas, ella le sacó la pija de la trusa con mano firme, como si ejerciera un viejo derecho de propiedad. Juan Luis creía saberlo todo en materia de erotismo y descubrió que hasta entonces su piel había sido una callosidad insensible, una especie de cáscara amortiguadora, pues la piel enamorada que ahora estrenaba expandía la sensibilidad individual: era una piel entreguista, propensa a cambiar de dueño, con electrones desleales y tránsfugas, que tendían un arco voltaico entre su cuerpo y el infinito. Dominadora, Laia se montó a horcajadas en su verga tiesa, picando espuelas con intrépida habilidad ecuestre. Borrada la línea divisoria entre sus cuerpos, Juan Luis no podía distinguir ya las sensaciones femeninas de las masculinas, los suspiros de los relinchos. Ensimismada en el placer, Laia se relamía los labios con los ojos entornados, a medio camino entre el quietismo angélico y el furor de bacante. Conforme el placer iba pasando del amarillo tenue al rojo vivo, la vieja personalidad de Juan Luis quemaba en el fuego sus alas de mariposa, mientras la nueva apenas sacaba la cabeza de la crisálida. Laia tuvo un orgasmo múltiple y Juan Luis no quiso rendirse todavía, acostumbrado a retener la eyaculación hasta hacerlas llorar de placer. Pero esa tarde nada estaba bajo su control, era un velero a merced de los vientos, y a pesar de su heroica resistencia, el ímpetu de la corriente lo despeñó en la garganta del diablo. Nunca antes los movimientos pélvicos de una mujer le habían exprimido el yo junto con el semen, nunca antes había alcanzado el paroxismo con un pie en la gloria y otro en la nada.

Pasada la apoteosis, cuando pudo poner en orden sus pensamientos, cayó en la cuenta de que por primera vez en la vida el pene se le había insubordinado. En ningún momento le dio la orden de levantarse, había obedecido a una voluntad superior, como el día en que su madre le puso el termómetro en la entrepierna. Expuesto a la intemperie, indefenso como un bebé, miró a la culpable del percance con el estupor de un rey destronado, sin saber con certeza si temía o deseaba esa rebelión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bulmaro bajó del tren suburbano en la estación de Sant Cugat, y buscó el lugar de la cita, el Parque Central, en el plano del pueblo que había bajado de internet. A pesar de su retraso no quiso tomar un taxi, porque si se daba esos lujos de marqués acabaría perdiendo todas las utilidades. Según el mapa, el parque estaba muy cerca de la estación, pero como ya conocía la impaciencia de los catalanes, llamó al móvil de su cliente, Xavi, para anunciarle su llegada a la cita. Impresionado por la señorial arquitectura de las mansiones con torres, en el breve trayecto a pie descubrió que Sant Cugat era un suburbio de gente acomodada. Lástima, de haberlo sabido antes habría subido el precio de su mercancía. De jodida debería cargar en el pedido el precio del boleto del tren. Pero no, apenas estaba formando una cartera de clientes. Por ahora quería tenerlos bien enganchados, ya llegaría el momento de subirles el precio. Como era día laborable, a esa hora de la mañana el parque estaba semidesierto: solo había una madre montando en el balancín a una niña de trenzas y algunos vagabundos negros echados en el pasto. En los columpios lo esperaba su cliente: un golfillo joven de rostro pálido, enjuto y de hombros caídos, con una argolla en la nariz, el pelo teñido de azul eléctrico y una piocha rala que no alcanzaba a juntarse con el bigote. A pesar de sus jeans con agujeros y su camiseta deshilachada, comprados quizá en alguna boutique para idiotas alternativos, se notaba a leguas que no era pobre, más bien parecía la oveja negra de una familia pudiente.

—Hola, perdona el retraso —dijo Bulmaro.

—Tranquilo, me ha venido bien para fumarme un porro.

—Como tienes la voz ronca pensé que eras mayor —sonrió Bulmaro—. ¿Las pastillas son para ti o te las encargó tu abuelo?

—Para mí, pero no las tomo muy seguido. Solo cuando me acuesto con dos tías a la vez.

—Pues deberías darle viagra a tus mujeres —aconsejó Bulmaro, que no perdía oportunidad de ampliar su mercado—, verás qué cachondas se ponen.

Xavi lo miró con recelo, desconfiado quizá por su burdo mercantilismo.

—Oye, ¿tu viagra es de buena calidad?

—La mejor del mercado. Todos mis clientes están felices con ella.

Sacó el frasco de su mochila, y el muchacho le pagó con un billete de cien euros. Al entregar los cincuenta de cambio, Bulmaro se permitió darle un consejo paternal.

—No te recomiendo mezclarla con drogas. Te puede dar una arritmia cardiaca.

El muchacho hizo una mueca de fastidio, como un alumno travieso regañado por su profesor.

—Vale, me andaré con cuidado —dijo y se alejó silbando con las manos en los bolsillos.

Bulmaro emprendió el camino de vuelta a la estación con un sentimiento de culpa: el chino Deng le había explicado que los jóvenes cocainómanos contrarrestaban con viagra la impotencia provocada por el abuso del polvo blanco, un coctel de sustancias que administrado en exceso podía tener efectos letales. Sin duda Xavi estaba en esa situación, y como buen machito, había inventado el cuento de los tríos para ocultar sus problemas de impotencia. Pobre infeliz, si un infarto no lo mataba antes, sería un anciano decrépito a los 50 años. Tomó el tren de regreso a Barcelona disgustado consigo mismo por colaborar en ese atentado contra la salud. Con la mecánica automotriz no le hacía daño a nadie, al contrario, beneficiaba a los clientes, en cambio aquí tenía que joderlos para obtener dividendos. Hubiera dado la vida por librar de cualquier adicción peligrosa a su hijo Genaro, que tenía casi la misma edad de Xavi. Pero no le importaba envenenar a otros chavos de su edad con tal de sacar para la renta.

Qué bajo estaba cayendo, ¿hasta dónde iban a llegar sus claudicaciones? Todos los días se preguntaba lo mismo sin encontrar una respuesta satisfactoria. ¿Cómo pudo haberlo trastornado a ese extremo el culo de una mulata? ¿Qué diablos hacía viviendo en Barcelona? Y sin embargo ahí estaba, con una venda en los ojos, atado al mástil de un barco al garete. En las películas románticas, las grandes pasiones hacían aflorar los sentimientos más nobles del ser humano. ¿Pero qué pasaba cuando un hombre se dejaba dominar por una pasión corruptora? En la estación de Vallvidiera subió una estudiante rubia de piel sonrosada, con un cuerpo soberbio, que lo distrajo un momento de sus tristes cavilaciones. Imaginar la blancura de sus nalgas le produjo un escalofrío. Quieto, animal, amonestó a su pito, que ya comenzaba a pedir camorra. Antes de Romelia no deseabas a las mujeres con tanta rabia, ella tiene la culpa de haber erotizado todo lo que se mueve a tu alrededor. Hasta las maniquíes de los aparadores te alborotan, me cae que ya ni la chingas.

Trasbordó en Provenza para coger la línea azul del metro en dirección a Cornellá, mirando con obsceno deleite a las mujeres tentadoras que se cruzaban en su camino. Estaba viviendo una segunda adolescencia, pero a pesar de su avidez erótica ni siquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de engañar a Romelia. Todas las mujeres guapas que veía en el transcurso del día solo eran afluentes tributarios que aportaban caudales de agua a la principal cuenca de su deseo. Llegado a la Plaza de Sants hizo un segundo trasbordo y tomó la línea roja con rumbo a Hospitalet, donde tenía cita con otro cliente, un tal Jerónimo Bolaños, que le había encargado por internet dos frascos de cien miligramos. No conocía ese barrio, pero gracias a la amable ayuda de los viandantes, al salir de la estación encontró sin problemas la calle Jacint Verdaguer. Su cliente lo había citado en un bingo que a esa hora del mediodía estaba semivacío. Diez o quince ancianos dispersos en las mesas de un enorme local con luces tenues y pisos de mosaico relumbrante escuchaban con unción religiosa la voz hipnótica de la señorita que cantaba los números. Era un lugar para gente solitaria y reconcentrada, donde la letanía de cifras y la obligación de guardar silencio predisponían al repliegue íntimo. Cohibido por la quietud de ese garito con ambiente de funeraria, Bulmaro circuló entre las mesas hasta dar con un anciano calvo de anteojos y chaqueta marrón, la señas que Jerónimo le había dado para encontrarlo. Se saludaron de mano sin cruzar palabra, pues el viejo estaba muy ocupado tachando en su hojita los números que iban saliendo en la pizarra eléctrica. Era un octogenario delgado y correoso, de nariz bulbosa y piel amarillenta, con un brillo de malicia en los ojos azules. Cuando Bulmaro empezaba a fastidiarse de la espera, en el otro extremo del salón una mujer eufórica gritó ¡bingo!, y el viejo arrojó el lápiz sobre la mesa.

—Joder, en toda la mañana no he ganado ni uno, esto es de mear y no echar gota.

—Bulmaro Díaz, para servirle.

—No me venga con servilismos, que yo fui anarquista en la guerra civil. Aquí no se puede hablar —se levantó de la silla—, vamos al café a tomar algo.

En el café del bingo, apartado del salón por una gruesa vidriera, Bulmaro sacó enseguida los dos frascos del pedido, porque le urgía volver pronto a casa para terminar el quehacer. Pero don Jerónimo tenía ganas de palique.

—Oiga, ¿es verdad que el viagra pirata es más potente que el normal?

—No, es la misma sustancia: sildenafil.

—¿De verdad?

—Lo dice la fórmula, mire—Bulmaro le mostró la etiqueta.

—Qué lastima —el viejo resopló, decepcionado—, yo creía que esto era una bomba.

—¿No le funciona la pastilla de 100 gramos?

—Para empalmarme sí, pero yo quiero otra cosa.

—¿Aumentar su potencia para echarse más polvos?

—No, lo que yo quiero es morirme en el acto.

Bulmaro lo miró con perplejidad.

—No entiendo. ¿Se quiere suicidar?

—No exactamente, quiero morir en la plenitud del amor —suspiró el viejo—. Todos tenemos derecho a escoger nuestra muerte, ¿no le parece?

—¿Y su pareja qué? —moralizó Bulmaro—. ¿Le va a dar el disgusto de morirse entre sus piernas? No sea desconsiderado con ella.

—Ya estoy grandecito para escuchar sermones —Jerónimo frunció las cejas con impaciencia—. Me queda poco tiempo, tengo flebitis y no quiero morir entubado en una cama de hospital. En este mundo solo hay dos grandes placeres: follar con la mujer amada y jugarse la vida. Se lo dice un viejo que sabe de la vida un rato largo. En los últimos meses de la guerra, cuando el ejército republicano ya estaba de capa caída, me alisté de voluntario en el frente de Aragón. Era un chaval de 15 años y no sabía ni cargar un fusil, pero como tenía un brazo fuerte, me encargaban tirar granadas a la trinchera enemiga. Para lanzarlas debía exponer el pecho a la metralla de los fascistas y le juro que en vez de estar cagado de miedo, disfrutaba tanto el peligro que tenía orgasmos en seco. Aquello era la rehostia.

—¿Y ahora quiere recuperar esa emoción en la cama?

—¿Tiene algo de malo? —el viejo sonrió con picardía—. Hasta hoy he usado el viagra para levantar este hilacho, que a mi edad ya no sirve de nada. Pero ahora quiero foliar con la granada en la mano. Estoy seguro de que un orgasmo más fuerte me puede reventar el corazón. Más que suicidio sería una eutanasia erótica.

—¿Y su familia? ¿No ha pensado en ella?

—La familia me la trae floja. A mis hijos les importa tres leches cómo la palme, con tal de que sea pronto, para vender mi piso y repartirse la pasta. Estoy hasta los cojones de sus regaños. Ahora les ha dado por controlarme los gastos, como si ya fueran dueños de mi patrimonio. Les molesta que tenga una amante joven y gaste dinero en ella. ¿Ve usted a la chica de la falda escocesa, la que va repartiendo las cartulinas con los números? —Jerónimo le señaló a una empleada bajita y pechugona de tez cobriza, con un lazo rojo en el pelo, que caminaba con un coqueto vaivén de caderas—. Es Lidia, mi chica. ¿Verdad que es un bombón? En Venezuela estudió fisioterapia, pero no ha encontrado empleo en ninguna clínica, por eso trabaja aquí. De tanto verla en el bingo me enamoré de ella, un día vino a casa a darme un masaje y nos hemos enrollado. Sé que tiene otros amantes, claro, pero no soy celoso, ni aspiro a la exclusividad. El otro día le regalé un televisor con pantalla de plasma que me costó dos mil euros. Cuando mi hija Carmen me vino a visitar vio la factura en la mesa del teléfono y se puso hecha un cisco: "¿Por Dios, papá, te has vuelto loco? Esa golfa solo te está sacando el dinero, ¿no te das cuenta?" La mandé a tomar por saco y se largó muy cabreada. ¡Cuarenta años de trabajar de portero en un hotel, cargando maletas como una acémila, para que ahora no pueda gastar mis ahorros como me da la gana! Cría cuervos y te sacarán los ojos. Pero les guste o no, la seguiré tratando como reina, es más, la he nombrado mi heredera.

—Está en su derecho, desde luego —dijo Bulmaro, apabullado por el vehemente alegato— pero volviendo a nuestro asunto, ¿quiere las pastillas o no?

—Sí claro, ahora mismo le pago. ¿Usted cree que aumentando la dosis pueda palmaria?

—No se lo aconsejo —Bulmaro tomó los billetes muy circunspecto-, pero usted ya está mayorcito para saber lo que hace.

Admirado por la envidiable temeridad del anciano, de vuelta a casa en el vagón del metro, Bulmaro admitió que también él, llegado a esa edad, desearía morir de la misma manera. ¿O por qué no de una buena vez? En sus raptos de frenesí, cuando la belleza de Romelia lo espoleaba a realizar proezas sexuales, y hacía un esfuerzo sobrehumano por alcanzar el tercer o cuarto orgasmo, había pensado que forzando la máquina un poco más podía quizá morir de placer. Esa idea no lo atemorizaba, al contrario, le infundía una especie de exaltación heroica. ¿Para qué administrar el esfuerzo hasta ver la pasión convertida en rutina? Mejor ascender hasta el firmamento y despedirse del mundo con una gran llamarada.

Para variar, encontró la casa patas arriba, con el fregadero rebosante de trastes y manchas de salsa en los mantelitos del comedor. No había trapeado el piso en dos días y el mosaico empezaba a llenarse de costras negras. Imposible esperar ayuda de Romelia, ahora tomaba clases matutinas de vocalización y colaboraba en la limpieza menos que nunca. Encima de todo, el hule del trapeador se había desprendido, necesitaba ir al súper a comprar otro. En contraste con la dura realidad de todos los días, sus románticas reflexiones del metro le parecieron ridículas. ¿Cuál pasión sublime ni qué la chingada? No estaba predestinado a morir en brazos de una diosa, sino a recoger sus calzones del suelo. Oprimido por su condición de lacayo, extrañó el poder que ejercía con los achichincles del taller. Cuánto le hubiera gustado ordenar: "Elpidio: vete al súper por un trapeador y le das una limpiada a toda la casa, pero pícale, mano." Más le hubiera valido no conocer jamás las delicias del mando, así tendría un orgullo menos delicado. Pospuso la salida al súper para más tarde, pues le urgía revisar la bandeja de su correo electrónico: muy bien, cinco pedidos nuevos de viagra, el negocio iba prendiendo rápido. Junto con ellos había un mensaje de su hija Mariana.

 

Hola, papi: Ya me entregaron la boleta de calificaciones y saqué 9.5 de promedio. Solo tuve un ocho en matemáticas y en las demás materias puros dieces. Dijiste que si tenía buenas notas me ibas a mandar de viaje, ¿te acuerdas? En la escuela están organizando una excursión a Guerrero Negro para ver las ballenas y mi mamá me dijo que te pidiera dinero para la inscripción. Son doce mil pesos del viaje y del campamento, más lo que me des para comida. Necesito el dinero pronto para apartar mi lugar. ¿Cuándo vienes a vernos? Te quiero mucho.

 

En la madre, un sablazo de quince mil pesos. Y ni modo de negarse alegando falta de fondos, la niña tenía un promedio estupendo. No te hagas pendejo, le reclamaría su ex, bien que tienes lana para darte la gran vida en Europa con tu mulata dominicana. La pregunta final de Mariana y su tierna despedida le rociaron limón en las llagas de la culpa. Qué abandonados tenía a sus pobres hijos. Genaro ya ni le escribía, debía odiarlo por instigación de la madre. Toda su autoridad moral en el seno de la familia se estaba cuarteando. Y si defraudaba a Mariana también se la echaría en contra. Notaba entre líneas la siniestra mano de su ex, que en vez de pedirle personalmente el dinero de la excursión mandaba por delante a la niña, para que no pudiera negarse. Pese a las entradas de dinero por la venta de viagra, el costo de la vida en Barcelona seguía mermando sus ahorros. No podía seguir con ese tren de gastos, y sin embargo, el corazón le ordenó acceder a la petición: “Te felicito por ser tan aplicada, preciosa, eres el orgullo de la familia. La semana que viene le mando a tu mami el dinero de la excursión. Cuídate mucho y pórtate bien”.

Hubiera querido anunciarle también cuándo volvería a México, pero ese asunto había sido motivo de ásperas discusiones con Romelia y no quería darle falsas esperanzas. Imposibilitado de ir y volver en avión por razones económicas, su regreso dependía de que Romelia triunfara o no en España, pero como ella ni siquiera concebía la posibilidad del fracaso, se había empeñado en que rentaran un piso vacío en vez de uno amueblado. Vamos a gastar un dineral, intentó disuadirla Bulmaro, mejor rentemos el amueblado y si tienes éxito nos cambiamos a uno vacío. Pero ella decía que le daban asco los viejos camastros y los sofás de resortes hundidos con vestiduras llenas de lamparones. En los almacenes Ikea había muebles muy baratos y no tenían por qué dormir en camas piojosas. Él había terminado doblando las manos, como de costumbre, y aunque compraron los muebles más baratos de Ikea, de cualquier modo tuvieron que invertir dos mil euros más en aparatos eléctricos. Un derroche absurdo, que podía tener graves consecuencias para Bulmaro, pues de gasto en gasto Romelia lo estaba emboletando en un largo exilio.

Las pocas veces en que había tratado de llamarla a la cordura y ponerle límites temporales a ese destierro, invocando sus deberes paternos, Romelia sacaba las garras de leona: “¡Deja ya de fuñir con esa vaina, maricón del diablo, si no tienes pantalones para quedarte conmigo, lárgate a México de una vez!”. Víctima de un despotismo inaceptable para cualquier hombre digno, esperaba un momento oportuno para volver a poner el tema sobre el tapete, pero había pospuesto esa confrontación semana a semana por temor a provocar la ruptura definitiva. Estaba jodido, era el miembro de la pareja que más amaba y por lo tanto llevaba todas las de perder. Supuraba rencor contra Romelia, pero cuando se puso la chaqueta de pana para salir a la calle sonó el celular, y al escuchar su voz impregnada de humedades recónditas, sintió un soplo cálido en el caracol del oído.

—Oye, mi cielo, me invitaron a comer unas tapas mis compañeras de la academia. ¿No te importa comer solito?

Ñ Claro que no, muñeca, me descongelaré unos bistecs.

—Vuelvo como a las seis, porque después me van a llevar de compras.