LA LITERATURA DEL YO
Dada la reivindicación del individuo, de su experiencia concreta e intransferible, es lógico que los representantes de la revuelta contemporánea hayan recurrido a la literatura para expresarse, ya que sólo en la novela y en el drama puede darse esa realidad viviente. Pero no a esa literatura que se solazaba en la descripción del paisaje externo o de las costumbres burguesas, sino a la literatura de lo único, de lo personal.
En su notable Ensayo sobre el destino actual de las letras y las artes, W. Weidlé sostiene que asistimos al ocaso de la novela y del drama porque el artista de hoy «es impotente para entregarse enteramente a la imaginación creadora», obsesionado por su propio yo; frente a los grandes novelistas del siglo XIX, a esos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera, a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el mismo Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender el propio yo, hipnotizados por sus propias desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas.
Muchos críticos afirman, de una manera o de otra, que el siglo XIX es el gran siglo de la novela. Por mi parte, estoy dispuesto a aceptar que el siglo XIX es el gran siglo de la novela… novecentista.
La palabra novela representa hoy algo bastante diverso a lo que representaba en la pasada centuria. Y no es tanto que el escritor no pueda trascender su propio yo, para realizar una descripción objetiva de la realidad: es que no le interesa más. O, por lo menos, no le interesaba hasta hace muy poco tiempo, en que ha comenzado a surgir una nueva síntesis de lo subjetivo y de lo objetivo, precursora de la vasta síntesis espiritual a que asistiremos como superación de la crisis contemporánea (si es que las tremendas fuerzas materiales en juego nos lo permiten).
En las Notas desde el subterráneo, el héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí. Y en toda su obra, Dostoievsky hablará de sí mismo, ya se disfrace de Savroguin, de Iván o de Dimitri Karamázov, de Raskólnikov y hasta de generala o gobernadora.
En toda la gran literatura contemporánea se observa este desplazamiento hacia el sujeto: la obra de Marcel Proust es un vasto ejercicio solipsista; Virginia Woolf, Franz Kafka, Joyce con su monólogo interior, William Faulkner, todos ellos tienen la tendencia a mostrar la realidad desde el sujeto. Dice el personaje de Julien Green: «Escribir una novela es en sí mismo una novela, de la que el autor es el héroe. Él cuenta su propia historia y si se representa a sí mismo la farsa de la objetividad es que es bien novicio o bien tonto, puesto que no alcanzamos a salir nunca de nosotros mismos».
Ya en Dostoievsky, que en tantos aspectos es la compuerta de la literatura actual, se observa ese desentendimiento hacia el mundo externo: nunca sabemos del todo si sus personajes, tan absortos en sí mismos, habitan en una hermosa mansión o en un detestable lugar, pocas veces nos dicen si llueve o hay sol, y cuando lo sabemos es apenas por una frase o dos y, además, porque esa lluvia o ese sol forman parte —¡y de qué manera!— de la angustia o de los sentimientos que en ese instante embargan al personaje. El paisaje es un estado del alma.
Siempre ha sido una tarea más bien destinada al fracaso la clasificación de la producción literaria en géneros. En lo que a la novela se refiere, ha sufrido todas las violaciones y, como dijo Valéry con evidente asco, «tous les écarts lui appartiennent» o algo por el estilo. Nuestra época ha sido una nueva exaltación del yo. Una novela de Faulkner se llama Mientras yo agonizo. Otra, El ruido y el furor, pues ya no parecía necesario, ni siquiera conveniente, que el mundo fuese relatado por un novelista omnisciente y omnipotente. La novela podía ser, como dice Shakespeare que es la vida:
…a tale
told by an idiot, full of sound and fury.
DE LA REALIDAD A LA SUPERREALIDAD
La crítica de Weidlé coincide, en buena parte, con la que Ortega y Gasset hace del arte nuevo en general, al acusarlo de «deshumanizado». ¿Por qué la mayor parte del público se encoge de hombros o se sonríe ante sus expresiones? ¿Tiene razón el filósofo español cuando afirma que esa actitud está indicando la deshumanización del arte? ¿Ha volado el artista todos los puentes que lo unían al continente de los seres humanos para refugiarse en la isla de la locura? ¿Significa todo eso una crisis de muerte de las letras y las artes?
Lo que está en crisis no es el arte, sino el concepto de realidad que dominó en Occidente desde el Renacimiento. Para ese concepto, «la» realidad es la mera realidad del mundo externo, la ingenua realidad de las cosas tal como sienten nuestros sentidos y la concibe nuestra razón. Desde el naturalismo de los pintores y escultores italianos hasta el impresionismo francés, casi todo el arte occidental responde a esta concepción. No hay que engañarse con la mera liberación técnica que supone el impresionismo: en el fondo es la culminación de todo ese afán de objetividad y de naturalismo; es el fin y no el comienzo de un nuevo concepto de la realidad artística. La nueva pintura surge de su seno, pero es negando su esencia misma, en las personas de Van Gogh y Gauguin. Ambos huyen asqueados de la civilización. «Si nuestra vida está enferma —escribe Gauguin a Strindberg—también ha de estarlo nuestro arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes… Vuestra civilización es vuestra enfermedad; mi barbarie es mi restablecimiento.»
Toda la joven generación de 1900, esas fieras que van a escandalizar los salones parisienses, proviene de esos dos pintores revolucionarios, sobre todo del torturado espíritu de Van Gogh. Y son discípulos de ese Gustave Moreau que decía: «¿Qué importa la naturaleza en sí? El arte es la persecución encarnizada, por la plástica únicamente, de la expresión, del sentimiento interior», frase emparentada a la de Van Gogh: «En vez de reproducir exactamente lo que tengo ante los ojos, empleo el color más arbitrariamente, para expresarme con mayor fuerza».
Matisse, Rouault, Vlaminck, Dufy, Van Dongen, Friesz, Derain, se lanzan contra las convenciones de la pintura burguesa, echan abajo los cánones de la Academia, insultan sus relamidas tradiciones; son líricos y poetas, expresan violentamente sus emociones y sentimientos, deforman y exageran las proporciones de la naturaleza, meten el yo en el seno del objeto como un monstruoso resorte, vuelven, en fin, las espaldas al propio Cézanne, para llevar adelante la lección de Van Gogh. Porque Cézanne representa, al fin de cuentas, la reacción constructiva frente a la disolución impresionista, significa en muchos sentidos un retorno a lo clásico y geométrico, a lo que es más esencial de esta civilización.
El movimiento fauve tenía que extenderse en los países más avanzados, en aquellos países en que la civilización había alcanzado sus extremos más abstractos con la máquina y la razón: en ellos los artistas tenían que sentir con mayor ímpetu que en otras partes la añoranza de la vida y de lo irracional. Este movimiento triunfa en las ciudades ultrarrefinadas de Francia, Alemania e Italia. En los países germánicos surge el expresionismo, con Kandinsky y Kokoschka: retomando la tradición gótica, sin el freno del racionalismo francés, sintiendo por añadidura la influencia de los países eslavos, el expresionismo llevó la lección del nuevo arte hasta sus últimas fronteras.
Me parece equivocado, pues, juzgar un cuadro de Van Gogh o una novela de Kafka a la luz de un caduco concepto de la realidad. Naturalmente, cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué frecuencia!—, se concluye que describen una especie de «irrealidad», los seres y las cosas del descabellado territorio del hombre enloquecido en su soledad. El artista parece haber abandonado así el mundo de lo real para internarse en la esquizofrenia.
Esto es lo que mucha gente piensa del arte contemporáneo.
Pero esta actitud es muy semejante a la de los realistas ingenuos de la filosofía, para los cuales es locura negar la realidad de una mesa tal como la ven nuestros ojos y la concibe nuestra cotidiana razón.
El arte de cada época trasunta una visión del mundo, la visión del mundo que tienen los hombres de esa época y, en particular, el concepto que esa época tiene de lo que es la realidad. La civilización burguesa tiene también su concepto: es el de una realidad externa y racional. Esto sí que significa una deshumanización, porque la genuina realidad incluye al hombre, ¿y desde cuándo el ser humano está desprovisto de interioridad y cómo es posible suponer que el hombre sea solamente racional?
A cada tipo de cultura ha correspondido una diferente concepción de la realidad y en definitiva esa concepción está asentada en una metafísica y hasta en un ethos diferentes. Para los egipcios, preocupados por la vida eterna, este universo fluyente y transitorio no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas de dioses y faraones, el geometrismo abstracto que es como un indicio de eternidad. Hieratismo que no es, pues, consecuencia de una incapacidad para expresar la naturaleza, como lo prueba el minucioso naturalismo con que pintaban a los esclavos y seres sin importancia. Cuando se pasa a una civilización mundana como la helénica de la gran época, las artes plásticas se vuelven naturalistas y hasta los mismos dioses son representados en forma «realista». Al aparecer el cristianismo, desaparece esta concepción terrenal del arte y nuevamente asistimos al nacimiento de un arte hierático, ajeno al espacio y al tiempo. Y cuando sobreviene una nueva civilización del tipo temporal, con la burguesía y su ansia por la conquista del mundo, el arte deja de ser divino para volver a lo humano, pero humano en el sentido más naturalista y corporal: de ahí la admiración por el arte de la antigüedad grecolatina; de ahí la aparición de la perspectiva y la proporción, que manifiestan la importancia del espacio físico.
Por eso creo peligroso hablar del progreso en el arte. ¿Es un progreso la aparición de la perspectiva o es, simplemente, una diferente manera de ver el mundo? ¿Es acaso superior la escultura griega a la egipcia? Tal vez sólo tenga algún sentido hablar de perfeccionamiento dentro de un ámbito cultural, dentro de ciertos cánones de belleza: seguramente Donatello fue superior a alguno de sus discípulos o contemporáneos ignorados; pero no tendría sentido alguno hablar de la superioridad de este artista con respecto a un escultor que en Egipto creaba obedeciendo a otra visión del mundo, a otra metafísica.
No obstante, cuando decimos que el arte trasunta el concepto de realidad que tiene una época o una cultura, no queremos decir que siempre exprese lo que está en el ánimo de todos. Quizá eso suceda en ciertos momentos felices y culminantes de una civilización. Pero cuando una época se acerca a su crisis, son los artistas los que, gracias a su hipersensibilidad, anuncian los tiempos por venir, los tiempos que, como corrientes secretas y subterráneas, ya fluyen debajo de la época, prontos a convertirse en poderosos torrentes visibles que arrastrarán los viejos conceptos como animales muertos o troncos caducos.
El arte de hoy es la reacción violenta contra la civilización burguesa y su Weltanschauung. Es por lo tanto cierto que se desentiende de su realidad y que a menudo la hace trizas. Pero aun cuando esta actitud haya sido a veces meramente iconoclasta, aun cuando en ocasiones haya lindado con la simple locura, siempre ha demostrado que estaba haciendo crisis un anquilosado concepto de la realidad, un concepto que no representa ya nuestras más profundas angustias.
El ideal naturalista de la novela del siglo XIX es una de las tantas manifestaciones del espíritu burgués. Zola, que hizo la reducción al absurdo de esta actitud, llegaba hasta a levantar prontuarios de sus personajes, en los que anotaba desde el color de sus ojos hasta la forma de vestir según las estaciones o el estado del tiempo. Gorki malogró buena parte de sus excelentes dotes por el acatamiento a una falsa estética, derivada de este cientificismo que estaba en el aire de la época; afirmaba que para describir un almacenero era menester tomar cien de ellos y buscar los rasgos comunes. Evidentemente, éste es el modus operandi de la ciencia, que busca lo universal abstrayendo lo particular. Pero ése es el camino de lo muerto y de la esencia, no el de la existencia viva. Así sucede que los personajes de Gorki nos parecen a menudo muñecos mecanizados; y cuando no es así es porque, felizmente, el talento narrativo de Gorki es superior a su dogmatismo.
Este tipo de arte en que predomina el documento objetivo, la vista y el movimiento externo, será suplantado por el cinematógrafo. No veo inconveniente para que novelistas como Dickens o Zola sean íntegramente trasladados al cine, del mismo modo que cierta pintura realista fue reemplazada por la fotografía. Los burgueses de Flandes que se hacían retratar no pedían una obra de arte, sino un documento; buscaban el mismo fin práctico que hoy se busca al acudir a una casa de fotografías. Si a pesar de todo muchos de esos retratos eran, además, una obra de arte es porque esos pintores no sólo eran honrados artesanos que trabajaban a pedido, sino excelentes artistas.
El cine, la radio, el teatro y las historietas del mundo mecanizado han llevado hasta sus últimos extremos los caracteres de este realismo burgués que en sus formas más altas se produjo en un Dickens o en un Zola. ¿A qué pedir a los artistas de hoy productos que ya realizan a la perfección esos instrumentos?
Buena parte de la novela del siglo pasado fue una novela de lo externo, de las cosas, del tiempo y del espacio físico. Ya fueran naturalistas o impresionistas, los pintores y escritores se ocupaban del mundo externo. No importa que los pintores del impresionismo trataran de dar la sensación de lo real mediante un atomizado conjunto de manchas: en el fondo respondían siempre —aunque de otra manera, por otro camino— a la ansiedad que toda la civilización burguesa ha tenido por la captación del universo exterior. En este caso lo captaba por la pura sensación —o al menos así se lo creía—, y en esto respondía a un movimiento espiritual paralelo al del positivismo en la filosofía, doctrina esencialmente vinculada al pragmatismo burgués y al espíritu científico.
El artista contemporáneo ha abandonado esta estética. No es que haya dejado de ser realista, sino que ahora, para él, lo real significa algo más complejo, algo que sin dejar de lado lo externo se hunde profundamente en el yo. De esta compleja actitud ha nacido la necesidad de recursos técnicos que fueron desconocidos para la novela del siglo XIX, como el simultaneísmo de John Dos Passos, el monólogo interior de Joyce, la intersubjetividad de Faulkner, el contrapunto de Huxley. El siglo XX resulta así el siglo de las grandes innovaciones técnicas, como ha pasado siempre en los grandes virajes de la historia, cuando se ha necesitado expresar una nueva realidad, que no puede ser expresada ya en los moldes que caducan.
Al sumergirse en el yo, el escritor se encontró con un tiempo que no es el de los relojes ni el de la cronología histórica, sino un tiempo subjetivo, el tiempo del yo viviente, muchas veces, como dijo Virginia Woolf, en «maravilloso desacuerdo» con el tiempo de los relojes. Ya en Dostoievsky empieza a prevalecer, hasta llegar a construir la esencia misma de novelas como Mrs. Dalloway, fieles registros del tiempo anímico, de su fugaz paso por las criaturas humanas. Y ese flujo temporal ha impuesto el monólogo interior y a veces el lenguaje asintáctico e ilógico que domina en buena parte de la literatura contemporánea.
La sumersión en lo más profundo del hombre suele dar a las creaciones literarias y artísticas de nuestro tiempo esa atmósfera fantasmal y nocturna que sólo se conocía en los sueños. Tanto los escritores como Kafka, Julien Green, Faulkner o Dostoievsky, como en pintores como Chagall, Chirico y Rouault se siente esa nocturnidad. Es que se ha descendido por debajo de la razón y de la conciencia, hasta los oscuros territorios que antes sólo habían sido frecuentados en estado de sueño o de demencia. ¿Cómo ha de llamarnos la atención que estos artistas nos den a menudo un mundo de fantasmas en lugar de aquellas figuras «reales», bien delineadas, táctiles y diurnas del arte burgués?
Y a este descenso corresponde un nuevo tipo de universalidad, que es el del subsuelo, de esa especie de tierra de nadie en que casi no cuentan los rasgos diferenciales del mundo externo. Cuando bajamos a los problemas básicos del hombre, poco importa que estemos rodeados por las colinas de Florencia o en medio de las vastas llanuras de la pampa.
Pero no hay que confundir esta universalidad con aquella otra que había dado la ciencia: la de la razón y de los entes abstractos de la matemática. Esta otra universalidad es la que se obtiene, como quería Kierkegaard, mediante lo concreto e individual. No es la universalidad de la razón, sino la de la sinrazón.
El alzamiento del hombre contemporáneo contra la tiranía racionalista comienza en las Notas desde el subterráneo. Su héroe, detrás del cual se oculta muy visiblemente el autor, nos dice: «La razón, caballeros, es una buena cosa, eso es indiscutible; pero la razón no es más que la razón y sólo satisface a la capacidad humana de razonar, en tanto que el deseo es la manifestación de la vida entera, es decir, de toda la vida humana, incluyendo la razón y todas las comezones posibles… Que el hombre tiende a edificar y a trazar caminos, es indiscutible. Pero, ¿por qué se muere también hasta la locura por la destrucción y por el caos?… Reconozco que dos y dos son cuatro, es una buena cosa, pero de eso a ponerlo por las nubes… ¿Cuánto mejor no es esto de dos y dos son cinco?».
La lógica vale para los entes estáticos, a los que se puede aplicar el principio de identidad; no para la vida, que es una constante transformación y, por lo tanto, una constante negación. Borges se queja de que en las novelas llamadas psicológicas la libertad se convierta en absoluta arbitrariedad: asesinos que matan por piedad, enamorados que se separan por amor; y arguye que, paradójicamente, sólo en las novelas llamadas de aventura existe el rigor. Esto parece una crítica, pero apenas es una definición.
Los seres humanos no son piezas de ajedrez: si un alfil es de pronto movido como una torre, tenemos derecho a reprochar falta de coherencia al jugador. Pero un ser humano es algo infinitamente más complejo para obedecer a normas meramente lógicas. Frente a ese tipo de rigor existe, en cambio, el rigor psicológico, y es con respecto a él que cabrá juzgar el comportamiento de un personaje. ¿Quién puede afirmar que Raskólnikov procede sin rigor, a pesar de que repetidas veces realiza cosas absurdas, si se las juzga desde el punto de vista silogístico? Pues en la vida y en la literatura lo que lógicamente es absurdo, psicológicamente es riguroso y real: «creo porque es absurdo».
La coherencia a que se refiere Borges sólo se concibe en las novelas paradójicamente llamadas de aventuras, en los folletines y, sobre todo, en las narraciones policiales de tipo científico. En ellos impera ese rigor que se puede instaurar mediante un sistema de convenciones simples y cartesianas, como en una geometría o una dinámica; pero ese rigor implica la supresión de los atributos verdaderamente humanos: si en la realidad hay una Trama o Ley, debe de ser de una infinita complejidad para nuestros ojos humanos, aunque en teoría pueda suponerse que una mónada divina la vea con nítida racionalidad.
ORTEGA Y LA DESHUMANIZACIÓN DEL ARTE
La prueba de la deshumanización del arte está, para Ortega y Gasset, en el divorcio que existe entre el artista y el público.
Ignoro por qué razón al filósofo español no se le ocurrió que las cosas podían ser exactamente al revés: que fuera el público el que está deshumanizado.
Tal vez descartó esta alternativa porque parece lógico suponer que el público es «la humanidad». Pero éste es el gran sofisma de nuestro tiempo, porque una cosa es la humanidad y otra la masa, es decir, ese conjunto de seres que han dejado de ser criaturas humanas para convertirse o para ser convertidos en objetos numerados, fabricados en serie, moldeados por una educación estandarizada, embutidos en oficinas y fábricas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas desde una Central Desconocida. Mientras que el artista es el Único por excelencia, es el loco que gracias a su demencia, a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, ha conservado los atributos más preciosos del ser humano. ¡Qué importa que a veces se exagere y se corte una oreja! Aun así, estará más cerca de lo que es el hombre, en el manicomio, que un escribiente en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, desesperado por el proceso de gigantesca deshumanización de la humanidad entera, huye al África, a las islas del Pacífico, a las selvas de Misiones, a los paraísos del alcohol o de la morfina, o a la propia muerte. ¿Indica eso, acaso, que es el artista el que está deshumanizado?
El otro lado del sofisma de Ortega y Gasset es el poner en un solo saco todo el arte contemporáneo, siendo que está formado no sólo por elementos diferentes, sino antagónicos.
El Renacimiento condujo a la abstracción, ya lo hemos visto. Es posible jalonar este proceso en las artes plásticas con la proporción y la perspectiva hacia la época de Piero Della Francesca, con los cubos y cilindros preconizados por Cézanne, y, finalmente, con el cubismo.
Este arte sí tiende a ser un arte deshumanizado.
Y digo tiende porque: 1°) el hombre no es un mero animal, sino también espíritu, y la geometría forma parte de su espíritu, no pudiendo ser, por lo tanto, nunca algo totalmente inhumano; y 2°) porque no todos los representantes de esta tendencia han pretendido que su arte fuera el arte.
Debajo de muchos cuadros del Renacimiento había triángulos, pentágonos y proporciones. Pero esas figuras eran apenas el esqueleto geométrico de un palpitante cuerpo carnal. Mas, a medida que la civilización matemática avanzó, esos triángulos y pentágonos fueron prevaleciendo sobre la carne, hasta llegar el instante en que se creyó posible proclamar que el arte es geometría.
Pero cualquier pretensión de reducir el arte a la abstracción debe ser considerada como una actitud deshumanizadora, no porque lo abstracto no sea también humano, sino porque lo humano es algo más que eso: es lo abstracto y lo concreto, lo racional y lo irracional, la máquina y la naturaleza, la ciencia y el arte.
En cuanto a la psicología del arte abstracto, es contradictoria: creo que en primer lugar el artista es impulsado por el fetichismo científico, pero también por un inconsciente deseo de orden y de seguridad en medio de un universo confuso y tambaleante: así como algunos huyen a las islas del Pacífico, otros se refugian en los laberintos matemáticos, también, y finalmente, es el producto de un legítimo desprecio hacia el sentimentalismo burgués, de una suerte de ascetismo de la belleza.
Pero sea cual fuere su origen psicológico, desde el punto de vista de su esencia el arte abstracto es hoy la expresión de la mentalidad científica de nuestro tiempo. Y, como tal, lejos de representar un arte revolucionario, caracteriza a una cultura que declina.
UNA LITERATURA TRÁGICA
Si es un sofisma hablar de la deshumanización del arte contemporáneo en bloque, exigiría la revisión del significado de todas las palabras la extensión de ese juicio a la literatura de hoy.
Es ésta una literatura verdadera, difícil y trágica, con una dureza que desconoció el siglo XIX, excepto en aquellos escritores que intuyeron el derrumbe. Lejos de decaer, la novela y el drama han profundizado los grandes enigmas éticos y religiosos: desde Dostoievsky hasta Graham Greene, pasando por Kafka, la gran literatura de nuestro tiempo es eminentemente metafísica y sus problemas son los problemas esenciales del hombre y su destino.
Es ésta una literatura ascética y el amor aparece en ella como el reiterado espectro de la soledad y de la muerte. Nunca como hoy el amor carnal ha sido descrito con tanta crudeza. Y sin embargo adquiere un sentido metafísico, porque a través de él, en sus intensos pero fugaces éxtasis, el hombre se enfrenta con el trágico problema de la comunicación y del sentido de la vida.
Decía Hölderlin que si no nos ocupamos del infinito no vale la pena que nos ocupemos de nada. El problema es ser o no ser. El problema es la transitoriedad de todo lo terrenal: la frágil felicidad del amor, las ilusiones de la adolescencia, los instantes de comunicación con el semejante. Todo marcha, inexorable y angustiosamente, hacia la muerte.
Sobre casi toda la gran literatura de hoy pesa el problema de la muerte, problema que se agudiza cuando el plazo es conocido. Desde El idiota hasta El extranjero. Es que la muerte a plazo fijo, la muerte sabida y esperada minuto a minuto, plantea perentoriamente los enigmas que la muerte natural deja como olvidados: en la vida de todos los días procedemos como si fuésemos eternos; trabajamos, luchamos por el porvenir, sufrimos con nadas, como si hubiéramos de vivir eternamente.
El escritor del siglo XIX aún vivía en la euforia de una civilización arrogante. Los triunfos seculares del hombre, la seguridad en el porvenir, lo incitaban a una literatura optimista y fácil y, en otros casos, a su esteticismo preciosista. Pero el derrumbe de todos los mitos burgueses nos enfrentó a una realidad dramática que exigió del escritor una actitud menos frivola y mundana, una voluntad de purificación metafísica más que de simple belleza.
Nuestros dioses no son más los dioses luminosos del Olimpo, que alumbraron al artista occidental desde el Renacimiento: son los dioses oscuros y crueles que presiden el derrumbe de una civilización.
El acento, que en la literatura novecentista a menudo estaba cargado sobre lo estético o lo costumbrista, o lo social, ahora se carga sobre lo metafísico y lo ético. Esta revolución en el contenido se ha realizado con una obligada transmutación de forma, y ésta es la razón de que fracasen todos los intentos de juzgar el nuevo arte y la nueva literatura desde el punto de vista de la pura forma. El asco de hoy por la grandilocuencia, en efecto, es más ético que estético, obedece más a una cuestión de contenido que de forma: es parte de la vocación de autenticidad que posee el artista contemporáneo, a veces frenéticamente, de su voluntad de rechazar todo lo que suene a falso, a convencional, a meramente «literario». Nunca como hoy la palabra «literatura» ha despertado tanta desconfianza entre los propios escritores. Se huye del ornamento y de la retórica, que caracterizan a las épocas fáciles y ociosas; se está más cerca de San Agustín y de Pascal que de Osear Wilde o Gabriel D’Annunzio. Como en todas las grandes épocas —y este solo indicio probaría que nuestra época es literariamente grande—, únicamente hablan los hechos: son los hechos los que son poéticos o trágicos, no las palabras que, humildes y transparentes, no se interponen entre el lector y las cosas que se dicen. La fuerza de los mejores escritores contemporáneos se acentúa por esa neutralidad del lenguaje que emplean: el horror de la tragedia es llevado al máximo al ser expresado con sencilla precisión.
La literatura de hoy no se propone la belleza como fin —que además la logre es otra cosa—. Es más bien un intento de profundizar el sentido de la existencia, una encarnizada tentativa de llegar hasta el fondo del problema. Este deseo de autenticidad que en algunos hombres como Antonin Artaud llegó hasta la ferocidad y la locura, es el que echa abajo el sentimentalismo convencional y falso que plagaba la literatura anterior a Dostoievsky, esa literatura en que los hombres eran buenos o malos, héroes o cobardes, nobles o villanos. Desde Dostoievsky nos fuimos acostumbrando a la contradicción y a la impureza, que caracterizan a la condición humana: sabemos ya que detrás de las más nobles apariencias pueden ocultarse las más villanas pasiones, que el héroe y el cobarde son a menudo la misma persona, como asimismo el santo y el pecador. Por primera vez, los niños pueden tener malos instintos y sentimientos tortuosos. ¡Qué lejos Dimitri Karamázov del villano o del héroe de un filme del lejano Oeste! ¡Y qué lejos, también, de Monsieur Teste, esa especie de autómata cartesiano!
Y cada palabra está respaldada por el escritor-hombre, nada está dicho en vano, por mero juego, por pura habilidad lingüística. Y cuando lo está, como muchas veces en Joyce, constituye un defecto y no una virtud. Pocas veces en la historia se ha dado ese tipo de escritor que, como T. E. Lawrence, André Malraux o Saint-Exupéry, forma un solo e inseparable ser con el hombre de carne y hueso que lo respalda. Nunca, como hoy, se ha tenido tanto desprecio por las meras palabras.
Dice San Agustín en sus Confesiones: «…porque entonces me pareció que no merecía compararse la Escritura con la dignidad y excelencia de los escritos de Cicerón. Porque mi hinchazón y vanidad rehusaba acomodarse a la sencillez de aquel estilo…». Por algo nos resulta tan moderno San Agustín.
La literatura ha dejado de pertenecer a las Bellas Artes, para ingresar en la metafísica.
TRASCENDENCIA Y LIMITACIÓN DEL SURREALISMO
En 1916, en esa Suiza que parece la quintaesencia del espíritu burgués, del jardincito racionalista y respetuoso, Tristán Tzara inició el movimiento Dadá, rebelión destructiva y nihilista contra una sociedad caduca. Con verdadera furia, estos espíritus moralizadores se echaron contra los lugares comunes y las hipocresías de la burguesía. Porque no debemos engañarnos: todo el insurgimiento del espíritu contemporáneo —desde Van Gogh hasta los existencialistas— tiene un profundo sentido ético.
La razón burguesa aparecía como el enemigo principal y contra ella lanzaron los dadaístas, como luego los surrealistas, sus ataques más feroces. Con más consecuencia que el racionalizado Bretón de los manifiestos, Dadá combatió la razón con la sinrazón lisa y llana con sus insultos y sus espectáculos provocativos.
Prolongado luego en el surrealismo, la gran época de este movimiento se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo manifiesto. Allí se inicia el paulatino debilitamiento, en parte porque el fervor inicial había ido desapareciendo y además porque en el mundo entero comienza la gran crisis social y política que producirá el nazismo y la Segunda Guerra Mundial.
Planteado desde un comienzo como un movimiento revolucionario, es natural que en algún momento el surrealismo intente su acercamiento al comunismo. Y sin embargo, en muchos sentidos, este acercamiento era un absurdo. El surrealismo es mucho menos pero también mucho más que una mera actitud político-social: significa una revuelta contra todo el espíritu de la sociedad occidental. Como genuino movimiento romántico, es una defensa del hombre concreto y vital y, por lo tanto, radicalmente opuesto a toda concepción racionalizadora del mundo. Me parece que por todo eso es equivocado vincularlo con otros movimientos contemporáneos como el futurismo, el vorticismo, el simultaneísmo y hasta el cubismo. Aparte del hecho fundamental de que el surrealismo es un movimiento colocado más allá del arte, una actitud general del hombre frente a la realidad, estos movimientos puramente artísticos son la expresión última de una sociedad dominada por el cálculo y la abstracción.
En cuanto al marxismo, que también es una concepción total del mundo y del hombre, es la culminación del ultrarracionalismo de Hegel. Una actitud espiritual que reivindique, tal como hacen los surrealistas, el instinto contra la razón, la naturaleza contra la máquina, el sueño contra la vigilia, la rebelión contra el orden, será tachada enérgicamente por los marxistas como reaccionaria y antihistórica.
Hay que atribuir a la ingenuidad teórica de Bretón y a las contingencias históricas esa extraña fusión de Nerval y Marx a que se asiste en sus manifiestos, a esa singular mescolanza de materialismo dialéctico y Lautréamont, de cuarta dimensión y videncia, de manicomio y proletariado.
Todo esto es una locura y en el mejor de los casos deberíamos tomar los manifiestos de Bretón como un documento automático y poético más, como la expresión cabal del subconsciente de un hombre de nuestro tiempo que se rebela contra la razón y la ciencia pero que, inconscientemente, les rinde tributo a cada instante. Desde este punto de vista, nada tendría que decir contra Bretón. Lo malo es que la intención de este poeta es realmente lograr un documento teórico, un fundamento serio para el surrealismo, no una expresión más de su temperamento poético. Bretón se levantaría indignado contra cualquier intento de tomar sus escritos como algo menos que una fundamentación teórica.
Pero todo esto es un contrasentido. En cierto modo, la única actitud consecuente de los surrealistas desde el punto de vista teórico eran los espectáculos sobre la base de alaridos y tambores. Y, para mí, lo más valioso que han producido: un estilo de vida.
No obstante, históricamente, era inevitable que los surrealistas terminaran apoyando la Revolución Rusa y su filosofía. En muchos sentidos esta Revolución significaba la revuelta contra ese mundo burgués que tanto detestaban; era también la barbarie asiática que muchos de ellos habían invocado contra el Occidente putrefacto; era el alzamiento de los negados, los desposeídos; era la liquidación de la patria, el nacionalismo, la riqueza, el acomodo burgués, la beatería.
¡Cómo no vamos a entender este acercamiento de los surrealistas a Rusia si fue el mismo impulso que nos empujó a tantos estudiantes en 1930 hacia el comunismo! A Bretón y a sus amigos les pasó lo que nos pasó a nosotros: que confundimos el aliento romántico de toda gran revolución con la esencia filosófica del marxismo. Creíamos que estábamos descubriendo el secreto del mundo con la dialéctica y la plusvalía, y lo que estábamos descubriendo era nuestra ansiedad por echar abajo esta sociedad hipócrita y podrida.
Los románticos habían ya opuesto la Poesía a la Razón, como se opone la Noche al Día, el Sueño a la Vigilia. Los surrealistas, últimos vástagos del romanticismo, llevan esta actitud hasta sus extremos. Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto más absurda: de ahí la invocación al automatismo, a la imaginación liberada de todas las trabas racionales, su desdén por las normas y los clásicos, por la belleza en el sentido tradicional y las bibliotecas. El surrealismo se había puesto fuera de la estética y del arte: era más bien una actitud general ante la vida y el mundo, una indagación del hombre profundo, por debajo de las convenciones sociales. De ahí su fervor por Freud y por Sade, por los primitivos y los salvajes.
Pero, paradójicamente, se convirtió así en un instrumento para la obtención de un nuevo género de belleza, una especie de belleza al estado salvaje, convulsiva y violenta. Así como de una nueva moral, una moral básica, la que queda cuando se arrancan todas las caretas impuestas por una sociedad temerosa de los instintos profundos del ser humano: una moral de los instintos y del sueño.
Pero al cristalizarse en manifiestos y recetas, comienza la decadencia del movimiento. Y ya se sabe que no hay peor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De la búsqueda de la sinceridad, de la autenticidad, se desembocó en un nuevo academicismo, cuyo paradigma es Salvador Dalí, ese farsante que después de todo también pertenece al surrealismo y que está mostrando, en forma ejemplar, sus peores atributos.
Cuando se ataca al surrealismo en figuras como Dalí, los mejores herederos del movimiento se sublevan. Y sin embargo, aunque Dalí no pertenezca oficialmente más a la iglesia surrealista, sigue siendo un pintor surrealista para el mundo entero: para los profanos, para los periodistas, para los críticos de arte. Por otra parte gozó del beneplácito de Bretón durante mucho tiempo, con características exactamente iguales a las que presenta hoy.
No parecería lícito juzgar al movimiento surrealista —como lo hacen algunos— exclusivamente por representantes como Dalí.
Pero tampoco creo lícita la pretensión de ciertos surrealistas que pretenden ser juzgados con su exclusión.
No es por azar que un hombre como Dalí sea surrealista.
Tampoco es casual la grandilocuencia que frecuentemente caracteriza a los surrealistas: la falsificación de fondo viene siempre acompañada de ampulosidad de forma. Esa retórica que fue uno de los peores atributos del movimiento romántico reapareció en el surrealismo para espantar a los buenos burgueses con sus grandes palabras.
Tampoco puede ser admitido como una desgraciada coincidencia el hecho de que el surrealismo —como otros movimientos modernos— haya sido el refugio de los más groseros impostores, de poetas fraudulentos, de simuladores descarados.
Hace unos años escribí contra el surrealismo. Ahora comprendo que fui injusto y excesivo; pero nunca pretendí ser justo en los problemas que tocan de cerca mi vida. Y el surrealismo fue para mí una violenta experiencia, una fuerte liberación de mi espíritu, una ansiosa búsqueda de mí mismo. ¿Qué puede tener de extraño mi repulsa posterior ante sus fraudes? Aparte de que nadie se levanta violentamente contra nada que de algún modo no siga constituyendo su amor. No he renegado ni reniego de lo que en lo más hondo de mi yo pueda haber de surrealista o de marxista. Estoy muy lejos ya de creer que los hombres, y menos el corazón de los hombres, puedan ser catalogados como minerales o fósiles. El corazón del hombre es vivo y contradictorio como la vida misma, de la que es su esencia.
Indudablemente, hay algo vivo, algo que sigue teniendo validez en el movimiento surrealista y que, en cierto modo, se prolonga y se ahonda en todo el movimiento existencialista: la convicción de que ha terminado el dominio de la literatura y del arte, de que ha llegado el momento en que el hombre se coloque más allá de las meras preocupaciones estéticas para entrar en la región en que se debaten los problemas del destino del hombre. La vasta empresa de liberación iniciada por el surrealismo contra una sociedad falsa y terminada era la condición previa de cualquier replanteo del problema humano. Era necesario el terrorismo surrealista para emprender luego cualquier empresa de reconstrucción; era necesario minar, echar abajo las posiciones de la burguesía y de su arte caduco para examinar las raíces mismas de nuestro destino. Había que acabar de una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa, con su falsa moral, con su filisteísmo, con su acomodo y su progreso y su optimismo, para abrir las puertas del hombre. Nuestro tiempo es el de la desesperación y de la angustia, pero paradójicamente sólo así puede abrirse la puerta de una nueva y auténtica esperanza.
El error del surrealismo consistió en creer que basta con la revuelta y la destrucción, que basta con la libertad total. No, no basta con la libertad. Porque una vez la libertad en nuestras manos tenemos que saber qué hacemos con nuestra libertad. Mientras sólo haya que destruir, todo marcha muy bien y hasta experimentamos una cierta alegría: siempre recuerdo la euforia que sentíamos en París cuando insultábamos a un burgués o hacíamos algo para minar su tranquilidad, su digestión tranquila, la firmeza de sus convicciones. Pero, ¿y después? Por eso el surrealismo ha sido importante mientras estuvo dedicado a la tarea nihilista o, en el mejor de los casos, de investigación de las regiones desconocidas del alma. Pero luego vino el instante de la construcción y ahí el surrealismo se manifestó incapaz de seguir adelante.
Por eso el fin lógico de un surrealista consecuente es el suicidio o el manicomio y en esto debemos rendir homenaje a los hombres que como Nerval o Artaud fueron consecuentes hasta el fin. Mas ni la locura ni el suicidio pueden ser la solución genuina para el hombre. Y aquí es donde debemos apartarnos del surrealismo.
La Segunda Guerra Mundial concluyó con el movimiento, que por otra parte ya estaba casi muerto. Cuando en 1938 estuve con los surrealistas, se vivía ya de recuerdos y el academismo surrealista había reemplazado el impulso anarquista de los primeros tiempos.
La segunda guerra era muy distinta de la primera, que había dado origen al movimiento. Al terminar la primera había que destruir muchos mitos de la sociedad burguesa. Pero ahora esos mitos estaban destruidos. Los hombres de hoy han visto demasiadas catástrofes y ruinas para que sigan creyendo en la necesidad de echar abajo. Ya hay bastante desolación como para poder ver, a través de las grietas de una sociedad devastada, cuáles son los deberes del hombre.
No nos basta ahora con destruir: tenemos que comprender. No basta con volver a los fetiches del África Central: tenemos que averiguar, por entre las grietas de una Iglesia a menudo nefasta, cuál es el misterio judeo-cristiano que ha dominado toda la civilización de Occidente y ha impuesto una nueva forma del espíritu humano. No basta con emitir alaridos y asustar a los burgueses, no basta con divertirse ni aun con volverse loco: hay que acometer la tarea dura de una nueva construcción, aunque sea en medio de la desesperanza.
No basta con reivindicar lo irracional. Ni siquiera es indicio siempre favorable, ya que también los nazis lo han hecho ¡y en qué escala! Es necesario comprender que el hombre no es sólo irracionalidad, sino también racionalidad; que no solamente es instinto, sino también espíritu. ¿O vamos a renunciar a los más grandes atributos de la raza humana justamente en nombre de su regeneración?
Vivimos el momento en que es necesaria una nueva síntesis. El que no comprenda esta necesidad no podrá comprender a fondo los problemas del hombre de nuestra época.
¿Y ENTONCES QUÉ?
Para Berdiaeff, la Historia no tiene ningún sentido en sí misma: no es más que una serie de desastres y de intentos fracasados. Pero todo ese cúmulo de frustraciones está destinado a probar, precisamente, que el hombre no debe buscar el sentido de su vida en la historia, en el tiempo, sino fuera de la historia, en la eternidad. El fin de la historia no es inmanente: es trascendente.
Así, para Berdiaeff, ese conjunto de calamidades que denuncia Iván Karamázov es, paradójicamente, un motivo de optimismo, pues constituye la prueba de la imposibilidad de toda solución terrenal.
Ahora bien: es muy difícil no caer en la desesperanza pura si a este existencialismo le quitamos la creencia en Dios, pues quedamos abandonados en un mundo sin sentido, que termina en una muerte definitiva. Es un poco la concepción del Verjovensky, en Los endemoniados y, por lo tanto, una parte o un momento en las perplejidades de Dostoievsky. Pero Dostoievsky se salva de la desesperación total, como se salva Kierkegaard, porque cree finalmente en Dios. También se salvan aquéllos que como Nietzsche o Rimbaud —o muchos enérgicos ateos— tienen a Dios como enemigo, ya que para que exista como enemigo tiene en primer término que existir. Pero para un existencialista ateo como Sartre, pareciera que no queda otra salida que la pura desesperación.
Ya los románticos dijeron que nadie puede descargar a otro de su propia muerte. Pero para ellos, la muerte era la perfección de la vida, su justificación. Para Sartre, en cambio, es un puro absurdo: la imposibilidad de todas las posibilidades, la imposibilidad pura, la «revelación del absurdo de toda espera, aun el de su espera». Y el pasado, que aspiraba a justificarse en el futuro, ese futuro que había de conferirle un sentido, se queda al fin de un callejón cerrado, ante la nada total. La muerte no tiene sentido y tampoco o ni siquiera es horrible, ya que la misma palabra horrible pierde sentido cuando se ha muerto: si la seguimos aplicando es porque juzgamos la muerte desde nuestro punto de vista de hombres todavía vivos; pero es evidente que nada significa para el propio muerto, que no puede verse desde fuera, que no puede contemplar su propio cadáver.
Este ateísmo consecuente tiene que desembocar —parece— en una total desilusión sobre los valores de la vida, ya que esos valores de la vida quedan ipso facto aniquilados por la muerte, y la muerte llega, tarde o temprano. «Todo es lo mismo cuando se ha perdido la ilusión de ser eterno.»
Esta concepción trágica de la existencia alienta en buena parte de la literatura actual y explica que sus temas centrales sean a menudo la angustia, la soledad, la incomunicación, la locura y el suicidio.
El Universo, visto así, es un universo infernal, porque vivir sin creer en Algo es como ejecutar el acto sexual sin amor.
Nos podemos preguntar, sin embargo, si frente al dilema Berdiaeff-Sartre no hay otra salida.
Si forzosamente hay que pronunciarse por Dios o por la desesperación.
No es extraño, pues, que ahora nos preguntemos qué es el hombre. Como dice Max Scheler, ésta es la primera vez en que el hombre se ha hecho completamente problemático, ya que además de no saber lo que es, también sabe que no sabe.
¿Qué nos lleva a luchar, a escribir, a pintar, a discutir a los que no creemos en Dios, si es que, en efecto hay que elegir entre Dios y la nada, entre el sentido de nuestras vidas y el absurdo? ¿Es que entonces somos —sin saberlo— creyentes en Dios los que escribimos o construimos puentes?
Creo que el enigma empieza a ser menos enigmático si invertimos la cuestión: no preguntar cómo es posible que se luche cuando el mundo parece no tener sentido y cuando la muerte parece ser el fin total de la vida; sino, al revés, sospechar que el mundo debe de tener un sentido, puesto que luchamos, puesto que a pesar de toda la sinrazón seguimos actuando y viviendo, construyendo puentes y obras de arte, organizando tareas para muchas generaciones posteriores a nuestra muerte, meramente viviendo. Pues, ¿no será acaso que nuestro instinto es más penetrante que nuestra razón, esa razón que nos descorazona constantemente y que tiende a volvernos escépticos? Los escépticos no luchan y en rigor deberían matarse o dejarse morir en medio de una absoluta indiferencia. Y sin embargo la enorme mayoría de los seres humanos no se dejan morir ni se matan y siguen trabajando enérgicamente como hormigas que por delante tuvieran la eternidad.
Eso sí que es grande. ¿Qué valor tendría que trabajásemos y viviéramos entusiasmados si supiéramos que nos espera la eternidad? Lo maravilloso es que lo hagamos a pesar de que nuestra razón nos desilusione permanentemente. Como es digno de maravilla que las sinfonías y los cuadros y las teorías no estén hechos por hombres perfectos sino por pobres seres de carne y hueso.
Un atardecer de 1947, mientras iba caminando de una aldea de Italia a otra, vi a un hombrecito inclinado sobre su tierra, trabajando todavía afanosamente, casi sin luz. Su tierra labrada renacía a la vida. Al borde del camino se veía todavía un tanque retorcido y arrumbado. Pensé qué admirable es a pesar de todo el hombre, esa cosa tan pequeña y transitoria, tan reiteradamente aplastada por terremotos y guerras, tan cruelmente puesta a prueba por los incendios y naufragios y pestes y muertes de hijos y padres.
Dice Gabriel Marcel: «El alma no es más que por la esperanza; la esperanza es, tal vez, la tela misma de que nuestra alma está formada».
¿A qué pensar sobre la inutilidad de nuestra vida, por qué empeñarnos en racionalizar también eso, lo más peligrosamente dramático de nuestra existencia? ¿Por qué no limitarnos humildemente a seguir nuestro instinto, que nos induce a vivir y trabajar, a tener hijos y criarlos, a ayudar a nuestro semejante?
Precaria y modesta, esta convicción implica una posición ante el mundo. Porque si vivimos, vivimos en un mundo concreto y no podemos desentendernos de lo que sucede a nuestro alrededor.
Y a nuestro alrededor o hay ingenuos que siguen creyendo en el Progreso Incesante de la Humanidad mediante la Ciencia y los Inventos, o monstruos enloquecidos que sueñan con la esclavitud o la destrucción de razas y naciones enteras.
Ni dos guerras mundiales ni la barbarie mecanizada de los campos de concentración han hecho vacilar la fe de esos adeptos al Progreso Científico. Ni siquiera los ha hecho meditar el que los peores excesos sucedieran en el país que más lejos había ido en el perfeccionamiento científico. El dogma sigue en pie. No importan las torturas, las Gestapos y Chekas. Todo eso no tiene importancia porque es transitorio: a la Humanidad le espera una Edad de Oro, en que todos seremos iguales y en que la felicidad reinará para siempre. Mientras tanto, hay que perseguir o aniquilar a los que ponen en duda ese Brillante Futuro, hay que quemar sus libros y proscribir sus doctrinas, hay que denunciarlos como decadentes contrarrevolucionarios y vendidos.
¿Habrá entonces que arrojar bombas anarquistas frente al omnipotente poder de los superestados? ¿Habrá que huir a una isla desierta? ¿O habrá que encerrarse en una torre para escribir charadas policiales?
El poder físico de los Estados es hoy tan tremendo que parece inútil plantearse soluciones teóricas al problema del hombre. Sin embargo es lo primero que debemos hacer, cualquiera sea la posibilidad de su realización.
El Renacimiento comenzó siendo individualista para conducir a la masificación, comenzó volviéndose hacia la naturaleza para terminar en la máquina, comenzó reivindicando al hombre concreto para concluir en la abstracción de la ciencia. El hombre debe luchar hoy por una nueva síntesis: no una mera resurrección de individualismo, sino la conciliación del individuo con la comunidad; no el destierro de la razón y de la máquina, sino su relegamiento a los estrictos territorios que le corresponden.
Porque no todo fue malo en el proceso de nuestra civilización moderna. El dominio de la naturaleza dio un nuevo temple al hombre, y las fuerzas desencadenadas por su razón tuvieron cierto género de grandeza. La exploración y la conquista del planeta, las gigantescas empresas llevada a cabo en América por los pioneers del capitalismo individual son comparables a epopeyas de otros tiempos. Mientras la máquina se mantuvo en la escala humana y bajo el dominio de su creador, representó un triunfo del hombre, una expresión de su capacidad para trascender sus fronteras biológicas. Porque, a diferencia de los otros animales, el hombre se caracteriza por su capacidad para rebasar los límites de su cuerpo físico: desde el momento en que empuña un hacha o lanza una jabalina, ya este extraño animal comienza a sobrepasar su estructura carnal y ósea para alargar su brazo primero, para multiplicar luego su fuerza mediante la palanca, y su rapidez mediante el carro y la nave. Poco a poco, en siglos de maduración, siguió extendiendo la potencia de sus órganos, mediante aparatos de creciente complejidad, hasta que sus sentidos se extendieron en todas las direcciones del espacio y del tiempo, bastando el más leve esfuerzo de sus dedos para que potentes máquinas obedezcan a su demiúrgica voluntad. En tierra, en aire o en agua, el hombre experimentó la embriaguez del infinito dominio y le pareció que todo había de rendirse ante sus deseos.
El hombre, orgulloso de su creación, cantó exaltadamente a la máquina. Y así Walt Whitman a la Locomotora:
¡Tú serás el motivo de mi canto!
¡Tú, como te presentas en este instante,
entre la borrasca que avanza,
la nieve que cae y el día de invierno que declina!
Saint-Exupéry describió esa hermosa sensación del piloto que está entrañablemente unido a su máquina, a su dócil criatura mecánica, a su hijo o hermano de acero y electricidad. Porque esos sueños de poderío, que según Freud nos hacen volar en las alturas, se realizan ahora de verdad en estos grandes pájaros que añoró Leonardo y que el hombre del siglo XX pudo por fin construir y manejar.
Y cuando conocí el capítulo de The Mint, en que T. E. Lawrence habla con ternura de los motores que solícitamente eran engrasados, pulidos, amaestrados por los mecánicos de la RAF, recordé mis días de infancia, en la sala de motores de nuestro molino, en que los chicos asistíamos al culto dominical de nuestro mecánico, que desarmaba los cilindros y limpiaba las válvulas de nuestro motor grande, aquel motor a gas de la Primera Guerra, con su volante de tres metros de diámetro que juzgábamos más fuerte, más trabajador, más hermoso, más fiel que el horrible motor de los Cabodi. Porque mientras la máquina está a nuestro servicio, mientras está a nuestra escala y podemos revisar sus entrañas, montar y desmontar sus piezas, conocer sus secretos y participar de sus angustias y fallas, mientras podemos ayudarla a vivir, a trabajar de nuevo como un fiel criado de la casa, a ahorrarle calentamientos y fricciones, mientras podemos evitar sus sufrimientos de monstruo desvalido por sí mismo, mientras nos sentimos padre y madre de ella, hermano de sangre y hueso, hermano mayor, más comprensivo y más capaz, mientras todo eso sucede, la máquina no es jamás nuestro enemigo sino nuestra prolongación querida y a veces admirada, como son admiradas las hazañas de nuestros hijos o hermanos menores. Y ese sentimiento es más fuerte en los que se juegan la vida con su máquina, en los que tienen que confiar y confían en la fidelidad fraternal de su motor, en los aviadores. Porque así como en el peligro se forma entre los hombres esa hermandad del miedo, esa fraternidad de la pobreza de la condición humana, así también, y tal vez con mayor ternura, se forma y se fortalece entre el hombre y su máquina, hasta formar un solo cuerpo y espíritu, como únicamente puede acontecer entre los amantes.
Algo semejante pasó también con la ciencia pura, pues mientras el hombre investigó las cosas vinculadas a su vida terrenal, a sus sentimientos y emociones, mientras el lenguaje de la ciencia fue el mismo de la vida y de la literatura, mientras se pudo hablar de «brazos» de palanca y de «fuerza viva», la ciencia era la prolongación fantástica y aventurera de lo humano, tenía todos los atributos de la vida y además el prestigio de la fantasía, de la aventura en tierras lejanas. En sus audaces exploraciones de los territorios no euclideanos, en las vastas construcciones teóricas de la relatividad, el hombre se exaltaba con el poder de su imaginación, con su ilimitada capacidad para trascender los límites de sus intuiciones cotidianas, con su sentido para la belleza pura del intelecto.
La ciencia y la máquina, en fin, descubrieron nuevos horizontes estéticos: buena parte del arte contemporáneo, todo el movimiento abstracto y constructivista, es el resultado de la nueva mentalidad. La misma máquina llegó a formar un hermoso universo de formas funcionales. La arquitectura dio sus máquinas de vivir y sus imponentes estructuras abstractas del rascacielos.
Pero así como la máquina empezó a liberarse del hombre y a enfrentarse a él, convirtiéndose en un monstruo anónimo y ajeno al alma humana, la ciencia se fue convirtiendo en un frígido y deshumanizado laberinto de símbolos. Ciencia y máquina fueron alejándose hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les había dado vida. Triángulos de acero, logaritmos y electricidad, sinusoides y energía atómica, extrañamente unidos a las formas más misteriosas y demoníacas del dinero, constituyeron finalmente el Gran Engranaje del que los seres humanos acabaron por ser oscuras e impotentes piezas. Y mientras los especialistas científicos pasan su vida en el fondo de un laboratorio, midiendo placas espectrográficas y apilando millares de números indiferentes, los últimos individuos de la era mecánica, los aviadores que aún eran como los caballeros andantes del aire, van ingresando en la cohorte anónima de las grandes masas de aparatos voladores, geométricamente formadas, dirigidas a ciegas por radio y por goniómetros, hacia mapas cuadriculados y abstractos para bombardear puntos definidos por coordenadas cartesianas.
Será menester, ahora, recuperar aquel sentido humano de la técnica y la ciencia, fijar sus límites, concluir con su religión. Pero sería necio prescindir de ellas en nombre del ser humano, porque al fin de cuentas son también producto de su espíritu. Como sería absurdo prescindir de la razón, por el solo hecho de que nuestros ingenuos predecesores la hayan elevado a la categoría de mito.
Si no somos destruidos por las fuerza atómicas, será necesario acometer una vasta síntesis de elementos contrarios. Ya la filosofía existencial-fenomenológica intenta una conciliación de lo objetivo y lo subjetivo, de la esencia y la existencia, de lo absoluto y lo relativo, de lo intemporal y lo histórico.
A esta actitud filosófica debería corresponder una síntesis social del hombre y la comunidad. Ni el individualismo ni el colectivismo son soluciones humanas: como dice Martin Buber, el primero no ve a la sociedad y el segundo se niega a ver al hombre. Esas dos reacciones del hombre contemporáneo son el anverso y el reverso de esa situación inhóspita, de esa soledad cósmica y social en que se debate: refugiarse dentro de sí o refugiarse en la colectividad.
Pero la verdadera posición no es ni una ni otra sino el reconocimiento del otro, del interlocutor, del semejante. Tanto el individuo aislado como la colectividad son abstracciones, ya que la realidad concreta es un diálogo, puesto que la existencia es un entrar en contacto del ser humano con las cosas y con sus iguales. El hecho fundamental es el hombre con el hombre. El reino del hombre no es el estrecho y angustioso territorio de su propio yo, ni el abstracto dominio de la colectividad, sino esa tierra intermedia en que suelen acontecer el amor, la amistad, la comprensión, la piedad. Sólo el reconocimiento de este principio nos permitirá fundar comunidades auténticas, no máquinas sociales.
Contra esta clase de argumentos se suele responder que es inútil ofrecer utopías cuando la realidad está representada por dos Estados colosales que de un momento a otro desencadenarán la lucha atómica.
A este argumento se puede contestar: primero, que si los superestados están prontos a desencadenar la lucha atómica, nada más utópico que esperar algo de ellos, porque lo más probable es que sucumba toda nuestra civilización y desaparezcan del ras de la tierra los seres humanos y los monumentos de su pasada grandeza; y segundo, que el poder meramente físico no puede ser un argumento para resolver los grandes enigmas del espíritu humano: podrá aniquilarlos, no resolverlos.
La lucha por imponer pequeñas comunidades socialistas puede parecer desproporcionada y absurda, en medio de esta pugna gigantesca entre Estados monstruosos. Pero muchas grandes etapas de la historia del hombre han sido precedidas por actitudes desproporcionadas y absurdas. Además, ¿qué sabemos de lo que hay más allá del absurdo? ¿Por qué una lucha ha de parecer razonable? Ignoramos, al menos yo lo ignoro, si los males y perversidades de la realidad tienen algún sentido oculto que escapa a nuestra torpe visión humana. Pero nuestro instinto de vida nos incita a luchar a pesar de todo, y esto es bastante, por lo menos para mí. No estamos completamente aislados. Los fugaces instantes de comunidad ante la belleza que experimentamos alguna vez al lado de otros hombres, los momentos de solidaridad ante el dolor, son como frágiles y transitorios puentes que comunican a los hombres por sobre el abismo sin fondo de la soledad. Frágiles y transitorios, esos puentes sin embargo existen y aunque se pusiese en duda todo lo demás, eso debería bastarnos para saber que hay algo fuera de nuestra cárcel y que ese algo es valioso y da sentido a nuestra vida, y tal vez hasta un sentido absoluto. ¿Por qué ha de alcanzarse lo absoluto, como pretenden los filósofos, mediante el conocimiento racional de todas las experiencias, y no por algún éxtasis repentino e instantáneo que ilumine de pronto los vastos dominios de lo absoluto? Dostoievsky dice por boca de Kiriloff: «Creo en la vida-eterna en este mundo. Hay momentos en que el tiempo se detiene de repente para dar lugar a la eternidad». ¿Por qué buscar lo absoluto fuera del tiempo y no en esos instantes fugaces pero poderosos en que, al escuchar algunas notas musicales o al oír la voz de un semejante, sentimos que la vida tiene un sentido absoluto?
Ese es el sentido de la esperanza para mí y lo que, a pesar de mi sombría visión de la realidad, me levanta una y otra vez para luchar.
Todo el horror de los siglos pasados y presentes en la larga y difícil historia del hombre es inexistente además para cada niño que nace y para cada joven que comienza a creer. Cada esperanza de cada joven es nueva —felizmente—, porque el dolor no se sufre sino en carne propia. Esa cándida esperanza se va manchando, es cierto, deteriorando míseramente, convirtiéndose las más de las veces en un trapo sucio, que finalmente se arroja con asco. Pero lo admirable es que el hombre siga luchando a pesar de todo y que, desilusionado o triste, cansado o enfermo, siga trazando caminos, arando la tierra, luchando contra los elementos y hasta creando obras de belleza en medio de un mundo bárbaro y hostil. Esto debería bastar para probarnos que el mundo tiene algún misterioso sentido y para convencernos de que, aunque mortales y perversos, los hombres podemos alcanzar de algún modo la grandeza y la eternidad. Y que, si es cierto que Satanás es el amo de la tierra, en alguna parte del cielo o en algún rincón de nuestro ser reside un Espíritu Divino que incesantemente lucha contra él, para levantarnos una y otra vez sobre el barro de nuestra desesperación.