LA DIALÉCTICA DE LA CRISIS
Si la historia no constituyera un proceso de fuerzas contrapuestas en constante interacción podría establecerse la siguiente serie de antinomias:
RENACIMIENTO ITALIANO | — | RENACIMIENTO GERMÁNICO |
clásico | — | romántico |
lógica | — | vida |
racionalismo | — | irracionalismo |
limitación | — | ilimitación |
finito | — | infinito |
estático | — | dinámico |
claridad | — | oscuridad |
día | — | noche |
esencia | — | existencia |
Pero en la realidad estas antinomias no permanecen como tales, sino que se generan y fecundan en un juego recíproco e incesante. Ni la Italia del Renacimiento estaba exenta de atributos góticos, ni los países germánicos eran ajenos al prestigio de la antigüedad. La modernidad ha resultado, más bien, como la síntesis dialéctica de esos conceptos, tal como lo muestra un simple examen de la burguesía, esencia de los tiempos modernos: precozmente formada en Italia, pasa a ser luego el elemento decisivo de los pueblos germánicos y anglosajones; imbuida de racionalismo, tiene que desembocar a través de su ilimitación y su dinamismo en el concepto contrario. Como se ve, este elemento de la modernidad recorre alternativamente las dos columnas de las antinomias. Así, como ya se ha dicho, el naturalismo terminó en la máquina, que es su antagónico; el vitalismo, en la abstracción, y el espíritu individualista, en la masificación de nuestro tiempo.
Desde el mismo comienzo del proceso fueron creciendo las fuerzas de la reacción, hasta que en los dos últimos siglos surgen con plena conciencia los espíritus que reivindican un nuevo naturalismo, un nuevo vitalismo y un nuevo individualismo. Es cierto que Italia tenía un fundamento antiguo y, como tal, el Renacimiento italiano pertenece más bien a la izquierda de nuestras antinomias. Pero nunca habría nacido el capitalismo italiano con la simple resurrección de la antigüedad grecolatina. Los griegos profesaban una concepción estática y finita de la realidad, y buena parte del Renacimiento italiano sufrió su influencia; pero, como vimos, el problema se complicó por la aparición del cristianismo y del ingrediente gótico. La religión cristiana es el sincretismo de la filosofía griega con los elementos dinámicos de los judíos y maniqueos; y así, desde sus mismos orígenes, contendrá en su seno dos fuerzas contrapuestas: según las épocas, los pueblos y los hombres que la adoptaron, el cristianismo desplazó su acento entre la contemplación y la acción, entre la esencia y la existencia; a veces este conflicto puede observarse en un mismo hombre, como en el caso de Pascal, que comienza como geómetra y termina como místico; y en esta latitud espiritual reside la más grande fuerza de esta religión, pues cada vez que parece a punto de derrumbarse, un nuevo impulso existencial renueva su estructura.
El espíritu dinámico y existencial del cristianismo prendió con máxima fuerza en los pueblos góticos, creando de esa manera la contraparte germánica del mundo moderno, sin la cual sería imposible comprender los problemas de nuestra crisis. Sin la tradición cultural de Italia, esos pueblos irrumpieron a la civilización con caracteres más bárbaros y modernos, en un impulso mercantil puro e imbuidos de un cristianismo dinámico y semijudaico que facilitó su poderoso desarrollo.
Y ese elemento dinámico e irracionalista alentará también en los espíritus germánicos que se levantarán contra la sociedad moderna que los engendró: en los románticos y los existencialistas.
LA REBELIÓN DE LOS ROMÁNTICOS
El romanticismo es una rebelión contra la ciencia y el capitalismo: opone el individuo a la masa, el pasado al futuro, el campo a la ciudad, la naturaleza a la máquina. En su culto del individuo es, pues, un retorno a los ideales del Renacimiento. Pero en su alzamiento contra la ciencia y el capitalismo, se entronca con el espíritu medieval.
Lewis Mumford muestra cómo esa tentativa tenía que resultar históricamente un fracaso. Sus representantes fueron tenidos por locos o cubiertos de ridículo, fueron empujados al alcohol o hacia las remotas islas del Pacífico. Sus mensajes flotaron en el vasto océano del siglo XIX hasta que pudieron ser hallados y justicieramente interpretados. Porque iba a llegar el momento en que esa arrogante civilización iba a crujir ante la perplejidad de sus propios conductores y, por primera vez, aquellos irrisorios profetas tendrían la posibilidad de ser escuchados.
La revuelta contra la máquina empezó en el siglo XVIII, cuando ésta alcanzaba sus triunfos más resonantes. Empezó a soñarse con la humanidad premaquinista, se volvió la mirada hacia las selvas africanas o hacia los mares del Sur, se comenzó el descenso al arte popular, al arte primitivo, a las creaciones de los niños y de los locos. La añoranza de otras tierras y otros tiempos se echa de ver en la obra de Schiller, Goethe, Walter Scott, Hoffmann, Stendhal, Lamartine, Chateaubriand, Mérimée. Muchos artistas se alzan contra el clasicismo y el dogma. En 1819, fecha en muchos sentidos histórica para el arte, Géricault expone La balsa de la Medusa, que escandaliza al público francés acostumbrado a la fría y académica pintura de David. Géricault, ardiente y patético, representaba la revuelta del yo, la proclamación de los «derechos del corazón». De Géricault surge en seguida Delacroix, el hombre que anuncia la pintura de nuestro tiempo, escarnecido, insultado por la Academia, el romántico por antonomasia.
En cuanto a Nerval, precursor del movimiento surrealista, aspira a internarse en el continente de los sueños, para encontrar la región en que la realidad y el ensueño se confunden. El sueño, la locura y la videncia —este retirado tema de los románticos alemanes— eran los medios de que quería valerse para ese «descendimiento a los infiernos», que luego será también invocado por Rimbaud y los surrealistas.
EL MARXISMO
El mundo de la máquina aparecía solidarizado con el mundo del dinero, y el ataque contra el maquinismo asumió el carácter de un simultáneo ataque contra el capitalismo: muchos románticos, asqueados de la brutalidad mecánica, se entregaron al socialismo. De este modo, mientras algunos huían a islas lejanas o a épocas pretéritas, otros ensayaban nuevas utopías sociales.
Pero la ciencia estaba tan consustanciada con el hombre del novecientos que pronto esas utopías se hicieron en nombre de aquélla, y al socialismo utópico de Fourier y Saint-Simon sucedió el socialismo «científico» de Karl Marx.
En ese genio se aunaron un profundo romanticismo y una poderosa penetración racional, y quizá buena parte de su éxito se debió más a su calidad humana —que lo hacía admirar a Shakespeare— que a sus monumentales tomos de El capital. Porque si el análisis de la economía política daba a su doctrina un sabor científico, su violento desprecio por el espíritu burgués, su pasión por la justicia, su amor por los desheredados fueron en realidad las fuerzas que arrastraron a las masas obreras tras sus banderas. Y no sólo a las masas obreras, sino a todos los espíritus de la nobleza y de la burguesía que sentían repugnancia por una sociedad mercantilizada. Y que fueron sobre todo estos sentimientos los que crearon el prodigioso movimiento revolucionario lo prueba el hecho de que la enorme mayoría de sus militantes no leyó jamás las grandes obras de Marx. Cuando yo era estudiante, mi inclinación hacia el marxismo no se debió a la reposada lectura de El capital, sino a la apasionada intuición de que la verdad estaba en ese movimiento. Más tarde, leí las obras de Marx, Engels y Lenin, confirmando —naturalmente—mi intuición original, ya que en todos los movimientos religiosos hay que creer para ver, y no se ha dado quizá un solo caso de alejamiento motivado por causas exclusivamente intelectuales.
Sea como fuere, el marxismo apareció y se desenvolvió bajo el signo de la ciencia y de la técnica. Paradójicamente fue, también, un producto del dinero y la razón. Y su levantamiento —y esto es muy significativo— no fue en contra de la máquina, sino contra el uso capitalista de la máquina. Fue un intento de quebrar la temible alianza del dinero y la razón, liberando la razón y proponiéndola al servicio del hombre, humanizándola.
El mismo Lewis Mumford cree en esa posibilidad, y afirma que no debe confundirse capitalismo con maquinismo: en la antigüedad hubo capitalismo sin máquinas y también puede concebirse la existencia de máquinas sin capital; es falso atribuir a la máquina, que es amoral, los pecados del régimen capitalista; como es sofístico atribuir al capitalismo los méritos de la máquina.
Durante mucho tiempo yo también estuve convencido de esa verdad, pero ahora comienzo a creer que la máquina tiene males inherentes a su misma naturaleza. Es indudable que ha traído ventajas al hombre, pero creo que, enceguecidos por ellas, no hemos advertido los peligros que venían aparejados. Es cierto que al inventar ingeniosos mecanismos y al montar sus admirables aparatos el hombre elevó el juego infantil hasta una jerarquía casi divina. Es cierto que la conquista de las fuerzas naturales tiene una grandeza que eleva esa tarea por encima de los burdos deseos utilitarios, y que la conquista de los continentes desconocidos, del mar y del aire, tuvo a menudo la grandeza de las epopeyas. Mas no es menos cierto que grandes y temibles fuerzas se fueron engendrando por debajo de esta arrogante civilización, oscuras fuerzas que no pertenecen a la esencia del capitalismo, sino a la del maquinismo: no la desocupación, la miseria, la taylorización industrial, que son atributos de una sociedad basada en el dinero, sino la mecanización de la vida entera, la taylorización general y profunda de los seres humanos, dominados cada día más por ese engendro infernal que se ha escapado de sus manos y que desde algún tenebroso olimpo planea la destrucción total de la humanidad entre sus tentáculos de acero y matemáticas.
Era, pues, previsible que la doctrina llevase a una sociedad semejante a la capitalista, aunque de signo cambiado. Ya que entre la fábrica dirigida por un abstracto consorcio y la dirigida por un abstracto comisariado la diferencia es casi lingüística: en ambos casos asistimos al triunfo de una mentalidad racionalizadora y abstracta; en ambos casos estamos ante una civilización que tiene a la Máquina y a la Ciencia por dioses tutelares. No es por azar que Aldous Huxley haya podido hacer en Brave New World la sátira de la sociedad futura mezclando los caracteres de Rusia con los de Estados Unidos.
Pero, ¿para qué recurrir a la sátira cuando tenemos la realidad? Dejemos de lado la organización industrial rusa, el poder de su técnica y de su ciencia, y admitamos de buen grado que en todos esos aspectos ha alcanzado un nivel comparable al de los Estados Unidos: no es ofreciéndome una imitación industrial de Norteamérica como me harán pronunciar por el paraíso soviético. Bueno fuera que para ensalzarlo me mostrasen automóviles tan buenos como los norteamericanos. Las ventajas habría que ofrecerlas en su concepto del hombre, en la exaltación de su espíritu, en el enaltecimiento de su condición humana. Pero cuando preguntamos por estos valores nos muestran un pueblo integrado por números, una especie de ejército anónimo y cuadriculado, que piensa, desea, ama, habla y vive uniformemente, como en un inmenso hormiguero.
LA REACCIÓN EXISTENCIAL
Las doctrinas no aparecen al azar: por un lado prolongan y ahondan el diálogo que se realiza a través de las edades, por otro lado son la expresión de la época en que se enuncian: así como la filosofía estoica nace en el despotismo, así como el marxismo expresa bien el espíritu de una sociedad industrial, el existencialismo traduce el Zeitgeist de los hombres que viven el derrumbe de una civilización tecnolátrica.
Esto no quiere decir que lo traduzca unívoca y literalmente, pues una doctrina se constituye de manera harto compleja y siempre polémica. Así, mientras el racionalismo fue el tema dominante a partir del Renacimiento, el irracionalismo irrumpió una y otra vez, con creciente violencia, hasta empezar a ser el tema dominante de nuestro tiempo.
Paul Valéry escribió tres ensayos sobre Leonardo, lo que es bien significativo sobre su estructura espiritual. En él, como en aquel ingeniero del Renacimiento, hay la misma condenación de la metafísica, la misma exaltación de la eficacia y de la precisión técnica que constituye lo mejor del espíritu burgués: la geometría y la balística no están tan lejos de la poética de Valéry como podría suponerse. No hay que confundir la aristocracia de un artista con su estructura mental: por sus maneras, por su refinamiento, Valéry, como Leonardo, era un aristócrata; pero sociológicamente era un burgués. Bastaría examinar el ensayo titulado Leonardo y los filósofos para convencerse: toda su crítica a la metafísica es la de los positivistas y asume ante ella la típica actitud del ingeniero o del físico.
Pero si no bastara ese análisis, habría que recordar su amor por las matemáticas, ese amor que como tantos amores no correspondidos no dejó hijos pero se prolongó tenazmente a lo largo de su vida, en forma casi obsesiva y neurótica, hasta el punto de contaminar su lenguaje. Esa pasión lo hizo odiar, con todas las fuerzas con que Monsieur Teste podía odiar, a Pascal, que muy precozmente había poseído y despreciado a la misma mujer que Valéry tuvo siempre por una diosa inaccesible.
En este contraste Valéry-Pascal está encarnado para mí el conflicto entre la esencia y la existencia, entre la abstracción y el hombre, entre la física y la metafísica. ¡Qué fácil de comprender para quien haya realmente vivido el universo matemático en ese hastío y ese desprecio de Pascal por un mundo deshumanizado de meras sombras, cuando se está frente al problema del destino del hombre!
Desde el Renacimiento, la ciencia y la filosofía se habían lanzado a la conquista del mundo objetivo. Aspiraban a develar las leyes que rigen el funcionamiento del Universo, para ponerlas al servicio del hombre. Pero para ello había que prescindir del yo, había que investigar el orden universal tal como es, de manera que sus leyes, una vez encontradas, iban a tener la implacable validez de los hechos, que no dependen de nuestra voluntad ni de nuestros deseos. Para lograr ese conocimiento objetivo, el hombre se valió de la razón —cuyas leyes son independientes de los deseos humanos— y de la observación del mundo externo.
El resultado ya lo conocemos: fue la conquista del universo objetivo, pero al precio de un total sacrificio del yo, de la humillación de los valores verdaderamente humanos.
Al adolescente entusiasmo de los técnicos sucedió el temor ante el monstruo mecánico y la intuición de que podía ser fatal para el hombre. Los artistas románticos lo sospecharon tempranamente. Kierkegaard dio forma cabal a esa sospecha.
Así pasó siempre: es curioso que el hombre empiece por interrogar el vasto Universo antes de interrogar a su propio yo. Antes que Sócrates se preguntara sobre el bien y el mal, sobre nuestra alma y nuestra muerte, sobre nuestra angustia y nuestro pecado, los filósofos-adolescentes de Jonia habían buscado el secreto del Cosmos, la misión del agua y del fuego, el enigma de los astros.
Frente al marmóreo museo de los símbolos matemáticos, estaba el hombre individual, que al fin y al cabo tenía derecho a preguntarse para qué servía todo ese aparato de dominio del mundo si no servía para resolver su angustia ante los eternos enigmas de la vida y de la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas se erigió el de la existencia del hombre. ¿Tiene algún sentido la vida? ¿Qué significa la muerte? ¿Somos un alma eterna o meramente un conglomerado de moléculas de sal y tierra? ¿Hay Dios o no? Estos sí que son problemas importantes. Todo lo demás, como bien dice Camus, es en el fondo un juego de niños: la ley de gravitación, la máquina de vapor, los satélites de Júpiter y hasta el señor Kant con sus famosas categorías. ¡Al diablo con el razonamiento puro y la universalidad de sus leyes! ¿Acaso el que razona es un Filósofo Abstracto o yo mismo, transitorio y mísero individuo? ¿Qué importa que la Razón Pura sea universal y abstracta si El-que-razona no es un dios desprovisto de pasiones y sentimientos, sino un pobre ser que sabe que ha de morir y que de esa muerte carnal y suya no lo podrá salvar Kant con todas sus categorías? ¿Qué célebre conocimiento es ese que nos deja solos frente a la muerte? En su furia matemática, Descartes aspiraba a meter el alma en una campanilla y a eliminar los sentimientos y las emociones mediante el pensamiento frío. Pero para qué valdría la pena vivir si ese proyecto cartesiano —además de despreciable— no fuese utópico. ¿Qué sentido podría tener una Sociedad Futura donde se hubiese logrado descartar los sentimientos y las emociones? Es falso que el hombre desee ese pensamiento objetivo y desinteresado: quiere el conocimiento trágico, que se amasa no sólo con la razón sino con la pasión de la vida. El hombre se rebela contra lo general y lo abstracto, contra el principio de contradicción; porque el hombre de carne y hueso es justamente la contradicción: es y no es, es santo y es demonio, ama y odia, es pequeño y a la vez es capaz de portentosas hazañas.
Se ha necesitado una crisis general de la sociedad para que estas sencillas pero humanas verdades resurgieran con todo su vigor. Que los adoradores de la Abstracción se queden arrodillados ante ella. Mientras llegan sus ángeles de exterminio, en la forma de los aviones atómicos, que sigan arrodillados ante esa divinidad laica, ante ese ente cuyo culto suele calificarse de Amor a la Humanidad, pero que a la larga viene unido al odio más desenfrenado por el hombre con minúscula. ¿Y qué hay sino hombres con minúscula? Dios nos salve de la guillotina o de los campos de concentración de estos adoradores de la Humanidad.
En cuanto a Valéry, murió a tiempo, añorando la geometría griega y la estática y luminosa arquitectura de sus templos. Ese mundo estaba crujiendo en sus cimientos y de pronto de él no quedarán sino ruinas.