11
—¿Dónde se ha marchado mi colita? —dijo Thomas tumbado en su toalla azul después de bañarse.
—Ha desaparecido —dijo Mary.
—¡Ah! ¡Aquí está, mamá! —dijo descruzando las piernas.
—Es un alivio —dijo Mary.
—Ciertamente es un alivio —dijo Thomas.
Después de estar jugando en la bañera era reacio a volver a meterse en la celda acolchada de un pañal. El pijama, horrenda señal de que se esperaba que se fuese a dormir, tenía a veces que esperar a que se quedase dormido para ponérselo. Cualquier indicio de que Mary tuviera prisa hacía que tardase el doble en irse a la cama.
—¡Oh, no! Otra vez ha desaparecido mi colita —dijo Thomas—. Estoy realmente disgustado con esto.
—¿De veras, cariño? —dijo Mary, tras fijarse en cómo el niño experimentaba con la frase que había usado ella ayer en la cocina después de que tirase un vaso al suelo.
—Sí, mamá, me está volviendo loco.
—¿Dónde puede haberse ido? —preguntó Mary.
—¡No me lo creo! —dijo él tras una pausa que permitiera a su madre apreciar la gravedad del caso—. ¡Aquí está!
—Hizo una imitación perfecta del tono de alegre descanso con que Mary recuperaba una botella de leche o un zapato extraviados.
Thomas se puso a brincar y luego cayó sobre la cama y se revolvió entre las almohadas.
—Ten cuidado —le dijo la madre al verlo rebotar demasiado cerca de los barrotes metálicos que rodeaban el borde de la cama.
Era complicado estar preparada para atrapar una caída súbita, no dejar de vigilar esquinas afiladas y cantos duros y a la vez dejarlo llegar al límite de su aventura. Realmente ya sólo tenía ganas de irse a acostar, pero lo último que tenía que hacer era mostrar algún signo de exasperación o de impaciencia.
—Soy un acróbata del circo —dijo Thomas tratando de hacer una voltereta hacia delante, pero fracasando—. Mamá, di «ten cuidado, monito».
—Ten cuidado, monito. —Mary repitió la frase, obediente. Tendría que traerle una silla de director y un megáfono. A él siempre le estaban diciendo lo que tenía que hacer, así que ahora le tocaba el turno.
Mary se sentía exhausta después del largo día, casi todo él de visita en la residencia de Eleanor. Había intentado enmascarar la impresión que sintió al entrar con Thomas en su cuarto. A la anciana le faltaban todos los dientes de arriba en un lado de la boca y en el otro solamente había tres que colgaban como estalactitas. El pelo, que solía lavarse un día sí y otro no, había quedado reducido a un caos grasiento plantado encima del cuero cabelludo y ahora dejaba a la vista sus abolladuras. Al inclinarse sobre Eleanor para darle un beso, le invadió un hedor que la impulsó a querer echar mano del cambiador que llevaba en la mochila para Thomas. Debía refrenar sus impulsos maternales, especialmente en presencia de una campeona consumada del impulso maternal contenido.
—¡Oh, no! —le dijo Thomas a Eleanor—. Alabala me robó el halumbalum.
Thomas, que muy a menudo se quedaba atascado en un embotellamiento de sílabas incomprensibles, a veces replicaba con un pequeño idioma particular suyo. Mary estaba acostumbrada a esa dulce venganza y también intrigada por la aparición de Alabala, creación reciente que parecía entrar en el papel clásico de hacer travesuras a y para Thomas, e iba acompañado de su conciencia, un personaje llamado Felan. Alzó la mirada con una sonrisa para Eleanor. No se la devolvió. Eleanor lo contemplaba con sospecha y horror. Lo que ella veía no era un niño lleno de candor, sino el heraldo que anuncia sus peores miedos: que pronto, además de ser incapaz de hacerse entender, tampoco lograría entender ella a los demás. Mary intervino rápidamente.
—No sólo sabe decir tonterías —dijo—. En estos momentos una de sus frases favoritas, y supongo que detectarás la influencia de Patrick —probó con una nueva sonrisa de complicidad—, es «absolutamente insoportable».
El cuerpo de Eleanor se sacudió cinco centímetros hacia delante. Se agarró con fuerza a los brazos de madera de la silla y se quedo mirando a Mary con furibunda concentración.
—Ab-so-lu-ta-men-te in-so-por-ta-ble —escupió, y después cayó para atrás añadiendo un «sí» débil y agudo.
Entonces se volvió de nuevo hacia Thomas, pero esta vez lo miró con una especie de avidez. Un momento antes parecía que anunciaba el diluvio de galimatías y sandeces que pronto la dejaría a oscuras, pero ahora el niño le había dado una frase que entendía perfectamente, una frase que no habría podido manejar por sí misma pero que describía con exactitud cómo se sentía.
Algo similar sucedió cuando Mary le leyó una lista de audiolibros que tal vez quisiera que le enviasen desde Inglaterra. El método de Eleanor para escoger los libros no guardaba una relación evidente con sus autores o categorías. Mary iba recitando títulos de obras de Jane Austen y de Proust, de Jeffrey Archer y Jilly Cooper sin que Eleanor diese señal alguna de interés. Entonces leyó el título Inocencia trágica de Agatha Christie y Eleanor empezó a mover la cabeza y agitar las manos codiciosamente, como si se estuviese salpicando el pecho con agua. Tormenta de polvo obtuvo las mismas oleadas de excitación. Estimulada por esas comunicaciones inesperadas, Eleanor se acordó de la nota que había escrito con anterioridad y se la tendió a Mary con su mano temblorosa y salpicada de manchas de vejez.
Mary descifró las palabras, débilmente escritas a lápiz en letras mayúsculas: «POR QUÉ NO VIENE SEAMUS».
Mary sospechó las razones, pero casi no podía creerlo. No se esperaba que Seamus fuese tan descarado. Siempre le había parecido que su oportunismo iba mezclado con la ilusión, vana pero auténtica, de que era una buena persona, o que por lo menos tenía un poderoso deseo de que lo tomasen por tal. Y sin embargo allí estaba, tan sólo quince días después del traspaso definitivo de Saint-Nazaire a la Fundación dejaba tirada a su benefactora como una bolsa en el contenedor.
Recordó lo que Patrick había dicho cuando por fin hizo uso de los poderes legales que su madre le había otorgado para firmar la entrega de la casa: «Esta gente que quiere arrastrarse hasta la tumba libre de cargas, no lo consigue nunca. No hay segunda infancia, no se dan licencias para ser irresponsables». Luego se emborrachó como una cuba.
Mary estudió el rostro de Eleanor. Mostraba los impactos de la aflicción. Tenía los ojos velados como los de un pez recién muerto, pero en su caso la opacidad parecía provenir de los esfuerzos por permanecer desconectada de lo real. Mary comprendió que la falta de dientes era en realidad un gesto suicida, como la violencia pasiva de una huelga de hambre. Hubiera sido muy fácil reemplazarlos, tenía que haber dado muestras de una gran tozudez para mantener la vorágine del descuido personal semana tras semana, notar cómo se iban cayendo uno tras otro, haciendo caso omiso de la profesión médica, de los antidepresivos, la residencia y lo que quedara de su voluntad de vivir.
Mary sintió que una sensación de tragedia la penetraba. Allí estaba aquella mujer que había abandonado a su familia por un sueño y por un hombre y ahora el hombre y el sueño la abandonaban a ella. Se acordó de cuando Eleanor, que todavía era capaz de hablar adecuadamente, le dijo que Seamus y ella se habían conocido en «vidas anteriores». Una de esas vidas anteriores había discurrido en algo que se llamaba «skelig», una especie de montículo junto al mar en Irlanda. Seamus la había llevado a verlo, al principio de su cortejo pecuniario, un día inolvidable de borrasca en el que la tomó de la mano y le dijo: «Irlanda te necesita». Una vez que Eleanor se dio cuenta, gracias a una «rememoración de vida pasada», de que había vivido con Seamus en aquel mismo «skelig» que visitaban y había sido su esposa durante la Edad Oscura, cuando Irlanda era un faro de la cristiandad en aquel caos de migraciones y pillaje, su familia directa, con la que tenía un pasado común relativamente superficial, pasó a segundo plano. Y Seamus, en cuanto visitó Saint-Nazaire, comprendió que Francia le necesitaba a él más incluso de lo que Irlanda necesitaba a Eleanor. En el siglo XVII la casa había sido un convento, y una segunda «rememoración de vida pasada» estableció que Eleanor había sido (como resultaba evidente en cuanto te lo decían) la madre superiora. Mary se acordó de que había pensado que desde entonces y ya para siempre el nombre permaneció fijo delante del adjetivo. Asombrosamente, y exactamente en los mismos días, Seamus era abad de otro monasterio de la comarca. Y de esa forma habían vuelto a ser arrojados uno junto a otro, esta vez en «amistad espiritual» que fue mal interpretada en la época y produjo gran escándalo en toda la zona.
Cuando Eleanor le contó todo eso con un tono agobiante que parodiaba el de una niña, Mary decidió no discutir. Eleanor se creía más o menos cualquier cosa con tal de que no fuera verdad. Formaba parte de su naturaleza caritativa aportar urgentemente fe a lo increíble, como socorro de emergencia. Estaba claro que necesitaba habitar en esas novelas históricas para encubrir la desilusión por una pasión que no se representaba en la alcoba (había evolucionado demasiado para eso), sino que producía sus mayores emociones en el registro de la propiedad. En aquel momento a Mary le pareció todo completamente ridículo; y ahora desearía poder volver a encolar el empapelado despegado de la credulidad de Eleanor. Bajo aquella sinceridad atroz de su confesión original estaba la necesidad de ser necesitada que tan bien conocía Mary.
—Le preguntaré —dijo cubriendo delicadamente la mano de Eleanor con la suya. A pesar de que todavía no había visto a Seamus sabía que estaba en su casa—. Puede que haya estado enfermo, o en Irlanda.
—Irlanda —musitó Eleanor.
Cuando iban hacia el coche, Thomas se paró y meneó la cabeza.
—Oh, querida —dijo—. Eleanor no está demasiado bien.
A Mary le encantó aquella simpatía tan directa por los que sufren. Thomas aún no había aprendido a fingir que aquello no existía, ni a culpar a quien lo padecía. Se quedó dormido en el coche y Mary decidió que lo mejor era ir directamente a la casita de Seamus.
—Bueno, vaya, qué cosa más terrible —dijo Seamus—. Pensé que teniendo su familia aquí y todo eso, Eleanor no querría verme tanto. Y, para ser sincero contigo, Mary, los de Pegasus, los de la editorial, están muy encima de mí. Quieren meter mi libro en el catálogo de primavera. Tengo muchísimas ideas, y sólo es cuestión de ponerlas en el papel. ¿Tú qué crees que es mejor, Latidos de tambor de mi corazón o Latidos del corazón de mi tambor?
—No lo sé —dijo Mary—. Depende del sentido que le quieras dar, supongo.
—Ése es un buen consejo —dijo Seamus—. Y hablando de tambores, estamos muy contentos de los progresos de tu madre. Se mueve en los trabajos de recuperación del alma como pez en el agua. Acabo de recibir un e-mail suyo diciéndome que quiere venir al intensivo en otoño.
—Increíble —dijo Mary. Estaba nerviosa por miedo a que el interfono no funcionase. La lucecita verde parecía que parpadeaba como siempre, pero nunca lo había utilizado en el coche antes de ahora.
—Creo que la recuperación del alma beneficiaría enormemente a Eleanor. Ahora sólo estoy pensando en voz alta —dijo Seamus haciendo girar la silla muy excitado y tapando a Mary la vista de una vieja inuit de piel curtida con una pipa colgada de la boca que ocupaba la pantalla del ordenador—. Si tu madre dirigiese una ceremonia con Eleanor en el centro del círculo eso resultaría inmensamente potente para todas las, ya sabes, las conexiones.
—Extendió los dedos de ambas manos y los entrecruzó con un gesto tierno.
Pobre Seamus, pensó Mary, realmente no era mala persona, era simplemente un completo idiota. A veces Patrick y ella competían a ver quién tenía una madre más molesta. Kettle nunca daba nada, Eleanor lo daba todo; para la familia los resultados eran indistinguibles, excepto que a Mary le quedaba alguna «expectativa», aunque resultaban fantásticamente remotas dada la buena salud de su madre, tan meticulosamente egoísta que no pensaba en nada más que en su propio bienestar y salía corriendo a ver al médico cada vez que estornudaba y se regalaba a sí misma unas vacaciones cada mes para superar la decepción de las anteriores. Haber sido desheredado le impulsaba a la cabeza de las apuestas de la peor madre, pero quizá Seamus estuviera planeando hacer desaparecer esa ventaja llevándose también el dinero de Kettle. ¿Sería entonces, después de todo, una mala persona de verdad que representaba de manera brillante el papel de idiota? Era difícil de decir. Las conexiones entre estupidez y maldad son muy densas y enrevesadas.
—Voy viendo cada vez más y más conexiones —dijo Seamus retorciendo unos dedos sobre los otros—. Para serte sincero, Mary, no creo que escriba ningún libro más. Es algo que te agota la cabeza.
—Seguro —dijo Mary—. Yo ni siquiera podría empezarlo.
—Oh, el principio ya lo tengo hecho —dijo Seamus—. La verdad es que he escrito varios principios. Tal vez sea todo principios, ¿sabes lo que quiero decir?
—Con cada latido del corazón —dijo Mary—. O de tambor.
—Eso es, eso es —dijo Seamus.
El llanto de Thomas al despertarse estalló en el interfono. Mary se sintió aliviada al ver que funcionaba.
—Oh, vaya, voy a tener que irme.
—Intentaré ir a ver a Eleanor uno de estos días, seguro —dijo Seamus acompañándola hasta la puerta—. Te agradezco mucho lo que me has dicho de los latidos del corazón y estar en el momento…, me has dado un montón de ideas.
Abrió la puerta con un tintineo de campanitas. Mary levantó la vista y vio tres pictogramas chinos agrupados en torno a una barra de latón colgada.
—Felicidad, paz y prosperidad —dijo Seamus—. Son inseparables.
—Lamento saber eso —dijo Mary—. Tenía bastantes esperanzas de conseguir las dos primeras por libre.
—Ah, pero ¿qué es la prosperidad? —dijo Seamus caminando junto a ella hacia el coche—. En último término es tener algo que comer cuando tienes hambre. Ésa es la prosperidad que se le negó a Irlanda, por ejemplo, hacia 1840 y que sigue negándose a millones de personas en todo el mundo.
—¡Dios mío! —dijo Mary—. No creo que pueda hacer mucho por los irlandeses de 1840, pero puedo darle a Thomas un poco de prosperidad en último término…, ¿o puedo seguir llamándolo «almuerzo»?
Seamus echó la cabeza para atrás y soltó una gran carcajada de salud.
—Creo que eso será más fácil —dijo, y le frotó la espalda con la mano.
Mary ocultó su disgusto, abrió la puerta del coche y sacó a Thomas de la sillita.
—¿Cómo está nuestro hombrecito? —dijo Seamus.
—Está muy bien —dijo Mary—. Aquí se lo pasa estupendamente.
—Bueno, estoy seguro de que mucha culpa la tiene tu excelente papel de madre —dijo Seamus, frotándola tanto con la mano que parecía que iba a abrirle un agujero en la espalda de la camiseta—. Pero también he de decir que para el trabajo espiritual es muy importante crear un entorno seguro. Y eso es lo que hacemos aquí. Así que puede ser que ahora Thomas esté recogiendo algo de eso, a cierto nivel, ya sabes.
—Eso espero —dijo Mary, reacia a negar cualquier elogio a Thomas, incluso cuando el de Seamus iba dirigido más bien a sí mismo—. Es muy bueno recogiendo cosas.
Consiguió mantenerse fuera del alcance de Seamus, con Thomas en brazos.
—¡Ah! —dijo Seamus mientras los enmarcaba a los dos en un amplio paréntesis con las manos—. El arquetipo madre-hijo. Me hace pensar en mi madre. Tuvo que cuidarnos a ocho. Y por entonces creo que me preocupaba de buscar pequeños trucos para que me hiciera un poco más de caso del que me correspondía. —Soltó una risita indulgente al recordar a aquel Seamus más joven de espíritu menos iluminado—. Desde luego, no cabe duda de que en mi familia la dinámica era grande; pero contemplando el pasado desde donde me encuentro ahora, lo que me asombra es la capacidad de mi madre para ir dando y dando. Y he llegado a la conclusión, ¿sabes, Mary?, de que se nutría de una fuente universal, de la energía de ese arquetipo madre-hijo. ¿Sabes lo que te quiero decir? Quiero meter algo de eso en mi libro. Todo eso se vincula de alguna manera con el trabajo chamánico. Se trata simplemente de ir apuntándolo. Acepto encantado cualquier idea sobre el tema: momentos en los que te hayas sentido reforzada por alguna cosa que esté más allá del sacrificio personal, ya sabes.
—Déjame que lo piense —le dijo Mary; y se dio cuenta de que Seamus había aprendido sus pequeños trucos para hacer que las madres le cediesen sus recursos—. Pero mientras tanto, de verdad que tengo que ir a hacerle la comida a Thomas.
—Por supuesto, por supuesto —dijo Seamus—. Bueno, me ha encantado hablar contigo, Mary. Tengo realmente la sensación de que estamos conectados.
—Yo también creo que he descubierto cantidad de cosas —dijo Mary.
Ahora sabía, por ejemplo, que aquella débil promesa de que intentaría visitar a Eleanor «uno de estos días» significaba que no iba a ir hoy, ni mañana ni pasado mañana. ¿Para qué malgastar sus «pequeños trucos» en una mujer que sólo tenía a su nombre un par de Boudins falsos?
Llevó a Thomas a la cocina y lo sentó en el mármol. El niño se sacó el dedo de la boca y la miró con una expresión sutil que no vacilaba entre la seriedad y la risa.
—Seamus es un hombre muy gracioso, mamá —dijo.
Mary soltó una carcajada.
—La verdad es que sí —le contestó dándole un beso en la frente.
—La verdad es que sí es un hombre muy gracioso —dijo Thomas, contagiado de su risa. Y arrugó los ojos para poder reír con mayor seriedad.
No es extraño que estuviese cansada después de ver a Eleanor y a Seamus el mismo día, no es extraño que resultase difícil obtener más vigilancia de su cuerpo dolorido y su mente debilitada. Hoy había sucedido algo; todavía no había captado la medida justa, pero acababa de romperse un dique, el único modo de terminar un período largo de conflictos. No tenía tiempo de analizar la situación mientras Thomas siguiera dando saltos desnudo en mitad de la cama.
—Éste ha sido un salto muy grande —dijo volviendo a ponerse de pie—. Sin duda estás impresionada, mamá.
—Sí, cariño. ¿Qué te gustaría leer esta noche?
Thomas se paró para poder concentrarse en aquella difícil tarea.
—Hablemos sensatamente de pirulís —dijo; había recuperado una frase de un viejo libro de Patrick que se había quedado perdido por Saint-Nazaire.
—¿El doctor Arriba y el doctor Abajo?
—No mamá, no quiero leer eso.
Mary cogió de la estantería Babar y el profesor Grifatón y saltó a la cama por encima de los barrotes. Tenían la costumbre, el ritual de repasar las cosas del día, y Mary lanzó la pregunta habitual:
—¿Qué hemos hecho hoy?
Thomas dejó de saltar, como ella esperaba. Luego, bajó la voz y movió la cabeza con gran solemnidad.
—Peter Rabbit se ha estado comiendo mis uvas —dijo.
—¡No! —exclamó Mary, escandalizada.
—El señor McGregor se enfadará mucho con Seamus.
—¿Por qué con Seamus? Creí que era Peter Rabbit el que se llevó las uvas.
—No, mamá, fue Seamus.
Fuera lo que fuese lo que Thomas «recogía» del ambiente, no se trataba del «entorno seguro» que Seamus alardeaba de haber creado para el «trabajo del espíritu». Sino de la atmósfera del robo. Si Seamus estaba dispuesto a tratar a Eleanor con tan poca consideración en cuanto ella había hecho que empezaran a sonar las campanas de la prosperidad en la vida de Seamus con tan sonoro repicar, ¿por qué iba a molestarse en cumplir las promesas hechas a sus rivales derrotados? Su imaginación rebosaba de competiciones entre hermanos, y había adoptado a Patrick y Mary con el propósito de triunfar sobre ellos en un arcaico torneo para el que ninguno de los dos había recibido entrenamiento de comando como él. ¿Qué sentido tenía ocuparse de una vieja que ni siquiera podía comprarle un tanque de privación sensorial? ¿Y qué sentido tenía que sus descendientes abarrotasen su Fundación el mes de agosto?