1
¿Por qué pretendían matarlo al nacer? Lo mantuvieron despierto durante días, le golpearon una y otra vez la cabeza contra el cuello del útero cerrado; le retorcieron el cordón umbilical alrededor del cuello, estrangulándolo; mordieron el vientre de la madre con grandes tijeras frías; le sujetaron la cabeza con unas pinzas quirúrgicas y fueron tirándole del cuello de un lado a otro; lo sacaron de su refugio para golpearlo; lo deslumbraron con luces delante de los ojos y haciendo experimentos; lo separaron de la madre mientras ésta yacía medio muerta sobre la mesa. Quizás la idea fuese destruir su nostalgia del viejo mundo. Primero el encierro, para darle hambre de espacio, y después el fingir que lo mataban para que así se sintiese agradecido por cualquier espacio que obtuviera, incluso este desierto ruidoso, sin otra cosa para envolverse que las vendas de los brazos de su madre, ya nunca más la cosa completa, la calidez de la cosa en torno a él, que lo era todo.
Las cortinas respiraban luz en la habitación del hospital. Infladas por el calor de la tarde, caían luego otra vez sobre la puertaventana, mitigando el resplandor de fuera.
Alguien abrió la puerta y las cortinas se levantaron y los bordes flamearon; los papeles sueltos crujieron, la luz de la habitación se hizo más blanca y el traqueteo de las obras de la calle aumentó un poco. Después, la puerta se cerró y las cortinas bajaron con un susurro y la habitación volvió a su penumbra.
—Oh, no, más flores no —dijo la madre.
Lo veía todo a través de las paredes transparentes de la cuna-pecera. Una azucena muy abierta lo vigilaba con su ojo pringoso. A ratos, la corriente de aire expandía el olor a pimienta de las fresias que hubiera querido alejar estornudando. En el camisón de su madre se mezclaban salpicaduras de sangre con rayitas de polen naranja oscuro.
—Son todos tan amables… —Se reía de agotamiento y frustración—. No sé, ¿queda sitio en el cuarto de baño?
—La verdad es que no, ya hemos metido allí las rosas y lo demás.
—Oh, Dios mío, no lo soporto. Han cortado cientos de flores y las han estrujado para meterlas en esos jarrones, y sólo para que estemos contentos. —No podía dejar de reír. Le corrían las lágrimas por la cara—. Tendrían que haberlas dejado donde estaban, en un jardín de alguna parte.
La enfermera miró la gráfica.
—Es la hora del Voltarol —dijo—. Hay que controlar el dolor antes de que se imponga.
Y entonces la enfermera miró a Robert y él clavó sus ojos azules en ella entre la penumbra ambiente.
—Está muy atento. Me está examinando de arriba abajo.
—Supongo que estará perfectamente, ¿verdad? —dijo su madre, súbitamente aterrada.
De pronto también Robert se quedó aterrado. No estaban juntos como antes, pero todavía tenían en común el mismo desamparo. El mar los había arrojado sobre una costa desierta. Demasiado cansados para arrastrarse playa arriba, sólo podían permanecer tumbados entre los bramidos del mar y el deslumbramiento de estar allí. Sin embargo, tenían que enfrentarse a los hechos: habían sido separados. Comprendió entonces que su madre ya había estado antes en el exterior. Para ella, aquella costa desierta era sólo un nuevo rol, para él, un nuevo mundo.
Lo extraño era que se sentía como si ya hubiera estado allí. Todo el tiempo había sabido que existía un exterior. Por lo general pensaba que allí afuera había un mundo acuoso y apagado y que él vivía en el núcleo mismo de las cosas. Ahora que las paredes se habían derrumbado ya veía el desorden en que había estado metido. ¿Cómo podía evitar meterse en otro embrollo en aquel sitio tan insistentemente luminoso? ¿Cómo iba a dar todas las patadas y vueltas que solía dar en medio de aquella atmósfera cargada en la que el aire le escocía la piel?
El día antes había creído que se moría. Quizás estuviera en lo cierto y eso era lo que pasaba. Todo quedaba sujeto a cuestión, salvo el hecho de estar separado de su madre. Ahora que se había dado cuenta de que entre ambos existía una diferencia, amaba a su madre con nueva agudeza. Antes estaba pegado a ella. Ahora ansiaba estar pegado a ella. El primer sabor de la ansiedad era la cosa más triste del mundo.
—Ay, cariño, ¿qué nos pasa? —dijo la enfermera—. ¿Tenemos hambre o es sólo que queremos mimitos?
La enfermera lo sacó de la pecera, lo pasó por encima del espacio vacío entre la cuna y la cama y lo depositó en los brazos amoratados de la madre.
—Intente darle un ratito el pecho y después procure descansar un poco. Los dos han tenido que pasar mucho este último par de días.
Era una ruina inconsolable. No podía vivir con tanta duda y tanta intensidad. Vomitó calostro encima de su madre y luego, en el difuso momento de vacío que vino a continuación, las cortinas rebosantes de luz captaron su mirada. Mantuvieron su atención. Así funcionaba todo allí. Te embelesaban con cosas para que te olvidases de la separación.
Aun así, no quería exagerar su decadencia. En el viejo mundo estaba cada vez más apretujado. Ya hacia el final se moría por salir, pero se había imaginado dilatándose de regreso al océano sin límites de su juventud, no exiliado en este áspero territorio. Quizás pudiera volver a visitar el océano en sus sueños, si no fuera por el velo de violencia que se interponía entre él y su pasado.
Iba derivando hacia las riberas almibaradas del sueño, sin saber si el sueño le llevaría al mundo flotante o le devolvería a la carnicería del paritorio.
—Pobre Baba, seguramente tenía una pesadilla —dijo la madre, acariciándolo. El llanto empezaba a quebrarse y desvanecerse.
Le dio un beso en la frente y él se dio cuenta de que aunque ya no compartían un solo cuerpo, seguían teniendo los mismos pensamientos y las mismas sensaciones. Se estremeció de alivio y contempló las cortinas, viendo fluir la luz.
Debía de haber dormido un rato porque su padre había llegado y ya estaba enrollándose con algo. No podía parar de hablar.
—Hoy he visto unos cuantos pisos más, y te digo que es realmente deprimente, la verdad. Lo de la vivienda en Londres está completamente fuera de control. Vuelvo a inclinarme por el plan C.
—¿Cuál era el plan C? Se me ha olvidado.
—Quedarnos donde estamos y sacar otro dormitorio de la cocina. Si la dividimos por la mitad, el armario de las escobas se convierte en el armario de los juguetes y la cama se pone donde está la nevera.
—¿Y dónde van las escobas?
—No lo sé. En algún sitio.
—¿Y la nevera?
—Puede ir en el armario que está al lado del lavavajillas.
—No cabe.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—De todos modos… ya nos arreglaremos. Trato de ser práctico. Cuando tienes un hijo, todo cambia. —El padre se acercó más y susurró—: Siempre nos quedará Escocia.
Había venido para ser práctico. Sabía que su mujer y su hijo se ahogaban en una charca de confusión y sensibilidad y él iba a salvarlos. Robert podía percibir lo que él estaba sintiendo.
—Dios, qué manitas tan minúsculas —dijo el padre—. Menos mal, la verdad. —Alzó la mano de Robert con el meñique y la besó—. ¿Puedo cogerlo?
La madre se lo tendió al padre.
—Ten cuidado con el cuello, lo tiene muy blando. Tienes que sujetárselo.
Todos estaban nerviosos.
—¿Así? —La mano del padre ascendió poco a poco por la columna vertebral del bebé, ocupó el lugar de la madre y se deslizó bajo la cabeza. Robert trató de mantener la calma. No quería que sus padres se disgustasen.
—Más o menos. Yo tampoco lo sé del todo bien.
—¡Aah! ¿Cómo es que permiten hacer esto sin sacar una licencia? No se puede tener un perro o una televisión sin licencia. A lo mejor puede enseñarnos la enfermera de la maternidad…, ¿cómo se llama?
—Margaret.
—Por cierto, ¿dónde va a dormir Margaret la noche antes de que nos vayamos a casa de mi madre?
—Dice que dormirá encantada en el sofá.
—No sé si el sofá opinará lo mismo.
—No seas malo, está haciendo una «dieta química».
—Qué emocionante. No lo había visto desde ese ángulo.
—Tiene un montón de experiencia.
—¿Y los demás no?
—Con los recién nacidos.
—¡Oh, con recién nacidos! —El padre rascó la mejilla de Robert con la barba y le hizo sonar un beso junto a la oreja.
—Pero lo adoramos —dijo la madre con los ojos inundados de lágrimas—. ¿No es eso bastante?
—¿Ser adorado por unos aprendices de padres sin una casa decente? Gracias a Dios que tiene el respaldo de una abuela que está de vacaciones permanentes y otra demasiado ocupada salvando al planeta para que esté totalmente a gusto con este esfuerzo adicional a sus recursos. La casa de mi madre ya está demasiado llena de sonajas de chamán y «animales de poder» y «niños interiores» para acoger a una cosa tan adulta como un niño.
—Estaremos perfectamente —dijo la madre—. Nosotros ya no somos niños, somos padres.
—Somos las dos cosas —dijo el padre—, ése es el problema. ¿Sabes lo que me dijo mi madre el otro día? Un niño que nace en un país desarrollado va a consumir doscientas cuarenta veces los recursos que consumirá un niño nacido en Bangladesh. Si hubiéramos tenido suficiente dominio de nosotros mismos y tuviéramos doscientos treinta y nueve niños de Bangladesh, nos daría una bienvenida mucho más cordial, pero este occidental gigantesco va a arrasar hectáreas de cosechas para sus pañales desechables, y muy pronto estará exigiendo un ordenador personal lo bastante potente como para lanzar un vuelo a Marte al mismo tiempo que juega al tres en raya con un colega virtual de Dubrovnik, no creo que obtenga su aprobación. —El padre hizo una pausa—. ¿Qué tal te encuentras? —preguntó.
—Nunca he sido más feliz —dijo la madre secándose el brillo de las mejillas con el dorso de la mano—. Me siento así, tan descargada.
Giró la cabeza del bebé hacia el pezón y el crío se puso a chupar. Un fino hilillo de su hogar anterior le desbordaba de la boca y otra vez estaban juntos. Notaba latir el corazón de su madre. La paz les envolvía como un nuevo útero. Quizás, después de todo, aquél no era un mal sitio donde estar, sólo de difícil acceso.
Esto era aproximadamente todo lo que Robert podía recordar de los primeros días de su vida. Los recuerdos habían vuelto a su memoria hacía un mes, cuando nació su hermano. No estaba seguro de que algunas de aquellas cosas no se hubieran dicho en ese último mes, pero aun así le recordaban a cuando estaba en el hospital; de modo que los recuerdos eran verdaderamente suyos.
Robert estaba obsesionado con su pasado. Ahora tenía cinco años. Cinco años, no era un recién nacido como Thomas. Tenía conciencia de que su infancia se iba desintegrando, y en medio de los bramidos de celebración que acompañaban cada pasito que daba hacia la ciudadanía plena, oía el murmullo de la pérdida. Algo había empezado a suceder según iba siendo dominado por el habla. Sus recuerdos primeros se iban desprendiendo como las lajas del acantilado naranja a su espalda, y estrellándose contra un mar que todo lo consume y que sólo le devuelve la mirada si él intenta mirarlo. Su infancia estaba siendo eliminada por la niñez. Y quería volver a ella, si no Thomas lo tendría todo para él.
Robert había dejado atrás a sus padres, a su hermanito y a Margaret, y se iba abriendo camino avanzando inseguro a través de las rocas y hacia las piedras tambaleantes de la parte baja de la playa, sujetando en uno de sus brazos estirados un cubo de plástico arañado que tenía unos delfines saltando. Los guijarros brillantes que se ponían mate según iba corriendo para enseñarlos ya no lo motivaban. Lo que andaba buscando ahora era esa especie de judías gelatinosas de cristales sin filo que había enterradas entre los torrentes de fina grava dorada y negra de la orilla. Hasta cuando estaban secas les quedaba un brillo machacado. Su padre le dijo que el cristal se hacía con arena, así que estaban a medio camino de regreso a su lugar de origen.
Robert ya había llegado a la orilla. Dejó el cubo en una roca alta e inició la caza de cristales lamidos por las olas. El agua formaba espuma en torno a sus tobillos y conforme se retiraba playa abajo iba cribando la arena burbujeante. Para su asombro, bajo la primera ola pudo ver algo, no una de las cuentas verde pálido o blanco sucio de cristal, sino una rara gema amarilla. La sacó de entre la arena, le lavó la tierra pegada en la ola siguiente y la miró contra la luz, un riñoncito de ámbar entre el índice y el pulgar. Miró hacia la playa para compartir su emoción, pero sus padres estaban agachados sobre el bebé y Margaret hurgaba en una bolsa.
Se acordaba muy bien de Margaret ahora que había vuelto. Lo había cuidado a él cuando era pequeño. Pero entonces era distinto porque él era el único hijo de su madre. A Margaret le gustaba decir que era una «charlatana en general», pero en realidad su único tema era ella misma. Su padre decía que era una experta en la «teoría de la dieta». No estaba muy seguro de qué era eso, pero al parecer la había hecho ser muy gorda. Para ahorrar dinero, sus padres esta vez no iban a contratar a una enfermera puericultora, pero justo antes de ir a Francia cambiaron de opinión. Y estuvieron a punto de echarse atrás cuando la agencia les dijo que avisando con tan poco tiempo la única disponible era Margaret. «Bueno, supongo que serán dos manos más para ayudar», había dicho su madre. «Lástima que vengan junto a esa boca más…», dijo su padre.
Robert se había encontrado con Margaret por primera vez cuando volvió del hospital después de nacer. Se despertó en la cocina de sus padres, balanceándose arriba y abajo en sus brazos.
—Le he cambiado el pañal a su majestad para que tenga el culito limpio y seco —dijo.
—Oh —dijo la madre—, gracias.
Él notó inmediatamente que Margaret era distinta de su madre. Las palabras fluían de ella como de una bañera sin tapón. A su madre no le gustaba tanto hablar, pero cuando hablaba era como si te abrazase.
—¿Le gusta estar en su cunita? —preguntó Margaret.
—La verdad es que no lo sé, la noche pasada estuvo en la cama con nosotros.
Margaret lanzó un gruñido sordo.
—Hum —dijo—, malas costumbres.
—No quería quedarse en la cuna.
—Y nunca querrá, si se lo llevan a la cama.
—«Nunca» es mucho tiempo. Estuvo dentro de mí hasta el miércoles por la noche; el instinto me dice que lo tenga junto a mí durante un tiempo…, que haga las cosas gradualmente.
—Bueno, no es que quiera poner en cuestión sus instintos, querida —dijo Margaret escupiendo la palabra nada más formarse en su boca—, pero en mis cuarenta años de experiencia he tenido madres que me daban las gracias una y otra vez por soltar al niño y dejarlo en la cuna. Tuve una madre, una señora árabe, por cierto, amabilísima, que el otro día mismo me llamó a Botley y me dijo: «Ojalá le hubiera hecho caso, Margaret, y no hubiera metido a Yasmin en la cama conmigo. Ahora ya no sé qué hacer con ella». Y quería que volviese, pero yo le dije: «Lo siento, querida, pero empiezo en otro sitio la semana que viene y nos iremos al sur de Francia a pasar todo el mes de julio en casa de la abuela del bebé».
Margaret sacudió la cabeza y se pavoneó por la cocina mientras un chaparrón de migas hacía cosquillas en la cara de Robert. La madre no dijo nada, pero Margaret no se calló.
—No creo que sea justo para la criatura, aparte de todo lo demás…, les gusta tener su propia cunita. Por supuesto que estoy acostumbrada a tenerlo todo a mi cargo. Por lo general soy yo la que lo tiene durante la noche.
El padre entró en el cuarto y besó a Robert en la frente.
—Buenos días, Margaret —dijo—. Espero que haya dormido bien, porque de los demás, ninguno.
—Sí, gracias, su sofá es de lo más cómodo, la verdad; aunque no me quejaré cuando tenga un cuarto para mí en casa de su madre.
—Espero que no —dijo el padre—. ¿Están hechas todas las maletas? ¿Preparados para salir? El taxi llegará de un momento a otro.
—Bueno, la verdad es que no he tenido tiempo de deshacerlas de verdad, ¿sabe? Sólo el sombrero para el sol. Lo he sacado por si pega muy fuerte al otro lado.
—Al otro lado siempre pega muy fuerte. Mi madre no se conformaría con nada por debajo de un calentamiento global catastrófico.
—Hum, en Botley nos vendría bien una pizca de calentamiento global.
—Yo no haría ese comentario si aspira a tener una buena habitación en la Fundación.
—¿Qué fundación, querido?
—Oh, mi madre ha hecho una «Fundación Transpersonal».
—¿Entonces la casa no será de ustedes?
—No.
—¿Has oído eso? —dijo Margaret, cerniendo sobre Robert su cerúlea palidez y rociándole la cara de migas de galleta con vigor renovado.
Robert podía sentir la irritación de su padre.
—Es demasiado tranquilo para andar preocupado por esas cosas —dijo la madre.
Todos empezaron a moverse al mismo tiempo. Margaret, con el sombrero de paja puesto, tomó la delantera, y los padres de Robert fueron detrás peleando con el equipaje. Se lo llevaban afuera, de donde venía la luz. Estaba asombrado. El mundo era un paritorio lleno de gritos de vida ambiciosa. Ramas que trepaban, hojas que titilaban, montañas de cúmulo-nimbos flotando con sus bordes cambiantes por el cielo inundado de luz. Podía sentir los pensamientos de su madre, podía sentir los pensamientos de su padre, podía sentir los pensamientos de Margaret.
—Le encantan las nubes —dijo la madre.
—No puede ver las nubes, querida —dijo Margaret—. A esta edad todavía no saben enfocar.
—Pero a pesar de eso puede que las mire sin verlas igual que nosotros —dijo el padre.
Margaret soltó un gruñido mientras entraba en el taxi que esperaba con el motor en marcha.
Robert iba muy quieto en el regazo de su madre, pero el cielo y la tierra se deslizaban por fuera de la ventana. Si se concentraba en el paisaje en movimiento también él se movía. La luz iba destellando en los cristales de las ventanas de las casas que pasaban, las vibraciones le resbalaban por encima desde cualquier dirección y después el desfiladero de los edificios se abrió y un triángulo de sol se le paseó por la cara y le pintó los párpados de rosa anaranjado.
Estaban camino de casa de la abuela, la misma casa en la que ahora se alojaban, una semana después de nacer su hermano.