1937
La música comenzó a sonar, suave, muy suave. Aunque era ya tarde, las once de la noche, se sentía fresco y confiado.
Si tuviera tiempo…
La pluma de Dimitri Suvorin corría veloz sobre el papel.
Se trataba de una pieza corta, la suite, una breve composición programática inspirada en el folclore ruso, accesible para niños y adultos. Estaba prácticamente acabada. Solo faltaba la coda.
En la habitación de al lado dormían su esposa y sus hijos. Habían tenido un niño, que se llamaba Pedro, como su abuelo, y una niña, Mariuska. El niño se parecía mucho a él, según decía la gente. Dimitri sonrió para sí sin dejar de escribir. La suite era para toda su familia, pero en especial para el pequeño Pedro. Se la había dedicado esa misma noche y sabía que aquel era un gesto muy importante. Cuando se enterara el chico, tal vez comprendería.
Aquella era la respuesta al terrible secreto que compartían.
La suite estaba basada en la encantadora historia de unos cazadores que van al bosque y topan con un enorme oso. Venciendo un miedo lógico, lo capturan y se lo llevan encadenado. Mientras vuelven a casa, entre los árboles perciben en una fugaz visión al pájaro de fuego. Uno de ellos, conocedor de las maravillosas virtudes de aquella ave mágica, sale en su persecución con la intención de arrancarle una pluma, pero no lo logra. Como siempre, el rutilante pájaro se aleja volando, escurridizo y seductor.
Dimitri se sentía satisfecho de las caracterizaciones musicales: al oso le correspondía una melodía lenta, de ritmo muy marcado, que representaba la naturaleza simple y el andar pesado del animal; el pájaro de fuego iba emparejado con una melodía ligera y obsesiva intercalada con brillantes estallidos en staccato, evocadores del fulgor de su plumaje.
De vuelta a la ciudad, los hombres entrenan al oso para actuar en el circo: la música reflejaba las zalamerías y los golpes, el padecimiento del animal y sus torpes pasos cuando comienza a merodear por el circo, sometido a su voluntad. La obra rezumaba patetismo y humor. Los niños aplaudirían y reirían escuchándola.
Lo que no era ya tan seguro era si recibiría la aprobación oficial.
Dimitri paró de trabajar un momento. Fuera, por encima de los tejados de los edificios próximos, la luna flotaba alta, llena casi, en el cielo de otoño. A cinco kilómetros de distancia, pensó, en su despacho de las dependencias del Kremlin, otra persona estaría trabajando también, a pesar de la hora.
Stalin había conseguido grandes logros, eso era incuestionable. A principios de los años veinte, en medio de la ruina ocasionada por la guerra civil, el curso de la revolución parecía muy incierto. La cúpula había tenido incluso que tolerar, con la nueva política económica, cierto grado de capitalismo durante un tiempo. Entonces Stalin había impuesto su voluntad: lo que Lenin había iniciado, lo culminaría él. La transformación había sido asombrosa: el campo entero se convirtió en una sucesión de granjas y colectivos estatales; los campesinos independientes de Ucrania fueron deportados en masa. El primer plan quinquenal para la industria tuvo un desarrollo tan fantástico que se completó en solo cuatro años. Rusia era ahora, a todos los efectos, una potencia industrial mundial. Pero ¿a costa de qué? ¿Cuántas personas habían perecido para ello? No le gustaba pensar en eso.
Rusia se había erguido como un tremendo oso, eso era. Contando con la dirección adecuada, no parecía haber nada que no pudiera llevar a cabo aquel imponente oso con su inmensa fuerza.
Él añoraba, con todo, la época del comienzo. Las cosas tenían más vitalidad entonces. Los escritores como Bulgákov y Pasternak podían expresarse sin traba. Eisenstein había asombrado al mundo con sus insólitas películas. La pintura había continuado siendo el dominio predilecto de la vanguardia, antes de que la doctrina del realismo socialista la hubiera condenado a una insulsa y limitada reproducción de una vida proletaria idealizada.
En los tiempos que corrían había que tener más cuidado. Un amigo suyo que había cometido la imprudencia de recitar un poema burlesco sobre Stalin, en 1932, aunque hubiera sido en la intimidad de la casa de un amigo, había desaparecido en cuestión de una semana. Las películas de Eisenstein se realizaban ahora bajo la supervisión personal de Stalin, y se estaba llevando a cabo una labor de reescritura de todos los libros de historia.
«Doy gracias a Dios —repetía Dimitri a su mujer— de que nadie haya encontrado aún la manera de controlar la música.» Al igual que les ocurría a Prokófiev y Shostakóvich, su obra apenas sufría interferencias.
Dimitri siguió realizando anotaciones durante varios minutos: la coda adquiría forma. El piso estaba en silencio y su familia dormía. Terminó la primera parte de la entrada final del oso.
Lo que de verdad lo había desanimado eran las últimas medidas legislativas. Educar a los niños para un mundo socialista era algo aceptable. A Dimitri a veces le divertía la pasión que sentía Stalin por Pedro el Grande. Este también había considerado a todos los hombres poco más que como criaturas destinadas a servir al Estado. Pedro el Grande jamás habría soñado, sin embargo, con dictar unas leyes como las de Stalin. Convertir a los niños en enemigos de sus propios padres…, su ser entero se rebelaba ante semejante propósito. La nueva ley relativa a los niños era, no obstante, muy clara. Todo niño que descubriera tendencias contrarrevolucionarias en cualquiera de sus padres debía denunciarlos. En su momento, aquello le hizo sonreír. «Tu madre es científica y yo músico, así que no creo que tengas que preocuparte por eso», le había comentado al pequeño Pedro. El niño se había echado a reír. Aunque tenía nueve años tan solo, Dimitri advertía ya una naturaleza estudiosa y reflexiva en sus oscuros ojos. «Quizá seas un erudito, o un artista», le decía con satisfacción Dimitri.
En la segunda parte de la suite, uno de los cazadores logra atrapar al pájaro de fuego el tiempo justo para arrancarle una pluma, y la lleva al circo. La pluma chisporrotea y reluce con maravilloso fulgor. Cuando aparece, es como si el hombre acabara de descubrir el poder y la magia de la electricidad: ahí, la música se cargaba de energía cromática.
Había cometido un desatino, por supuesto, al efectuar aquellos comentarios aunque fuera en privado. Pero ¿cómo podía uno no sentir irritación? El año anterior, el régimen había llegado a decretar la abolición de diversas disciplinas científicas: la pediatría, la genética, la sociología y el psicoanálisis. El motivo se hallaba en la gran Constitución de Stalin, que acababa de publicarse, según la cual Rusia era un Estado democrático perfecto. ¿Cómo podían existir, entonces, ciencias que se ocupaban de los niños pobres, de diferencias heredadas, de problemas sociales o de personas angustiadas?
Una noche, estando en casa con unos amigos, Dimitri le había dicho al pequeño Pedro: «¿Te das cuenta, verdad, de que esta Constitución es una mentira flagrante?». Eso fue todo lo que dijo, pero fue suficiente.
Una semana después, lo averiguó. Fue algo en la mirada del niño lo que lo puso sobre aviso. Mientras trabajaba en la mesa de la cocina, de repente tomó conciencia de que Pedro lo observaba de manera acusadora. Después, cuando con gesto instintivo lo atrajo hacia sí y lo rodeó con el brazo, notó que se retraía para luego mirarlo con aire culpable, en un estado de patente confusión. Lo dedujo de inmediato, y lo comprendió. El niño captó también que lo sabía. Ninguno de los dos pronunció ni una palabra.
Era una lástima, sin embargo.
¿Permitirían que se representara la suite? Seguramente sí. Tenía una apariencia inocua, con sus escenas de circo y elementos de cuentos populares. Aun así, mejor sería esconder la partitura en algún lugar, o dársela a alguien, por si acaso.
La labor de composición proseguía con fluidez.
Ahora la coda evocaba una escena extraordinaria. El pájaro de fuego sale del bosque —cosa que nunca ha hecho antes— e irrumpe en el circo. Con sus bajadas en picado y bruscos virajes aterroriza a todos: el público, los cazadores y el amaestrador del oso. El aire se llena de chispas. La luz se va y vuelve a un ritmo enloquecido. En medio de ese desbarajuste, el oso, intimidado durante tanto tiempo, se libera e inicia con pesados movimientos su propia danza tragicómica.
¿Tocaría una orquesta aquello? ¿Le dejarían concluirlo? A cinco kilómetros de distancia, en las profundidades del gran corazón de piedra del Kremlin, Stalin trabajaba aún. Justo a esa hora de la noche, decían, le presentaban las listas de los que sufrirían purgas. Eran muchos los que ya habían desaparecido. Nombres, nombres sin número, nombres sin cara. ¿Desaparecían del universo, o tan solo de la Tierra?
Poco a poco se formaba la coda, con ritmos sincopados que se agolpaban y luego se separaban, mientras la multitud gritaba y el pájaro de fuego y el oso ejecutaban su frenética danza en un paroxismo de gozo y libertad, hasta que huían del circo para precipitarse hacia el bosque en la oscuridad de la noche.
Sonaron las doce. Después, la una.
Alguien llamó a la puerta.
El pájaro de fuego todavía volaba alto, rozando el palo de la carpa mientras las luces se encendían y se apagaban intermitentemente. El oso abrazaba a su amaestrador, movido no por la rabia, sino por el amor, pero el pobre insensato daba alaridos de pavor.
Los golpes en la puerta se hicieron más perentorios.
Su mujer, que había aparecido en la cocina, lo miraba asustada y perpleja.
—La NKVD. ¿Qué hemos hecho?
Su hija se había despertado y lloraba. Su hijo, pálido como un fantasma, se encontraba detrás de ellas.
El pájaro de fuego se abatía, llamando al oso, con la pluma robada en las garras. El oso se encaminaba a la entrada. En cuestión de un minuto, serían libres.
Fuera aporreaban la puerta y sonaban voces airadas. El pequeño Pedro se volvió hacia la entrada. Dentro de un momento, los dejaría entrar.
Las lonas de la carpa se separaron y, con un último estruendo de la percusión, el pájaro de fuego y el oso salieron raudos al encuentro de la inmensa y envolvente libertad del bosque, donde por espacio de un par de segundos resonaron aún sus intemporales y alegres melodías.
Dimitri se volvió. Eran tres. Le permitieron dar un beso a su esposa y a la niña. La partitura se quedó encima de la mesa. Se dirigieron a la entrada.
El niño estaba allí. Todo lo que le hubieran dicho en la escuela no había sido suficiente. Ahora, al ver que se llevaban a su padre, se había venido abajo.
Dimitri lo tomó en brazos y lo apretó contra sí.
—No pasa nada —le susurró—. ¿Lo entiendes? Yo lo sabía, pero no pasa nada. La música es para ti.
Después él también salió al encuentro de la noche, aunque más fría y oscura que en la ficción.
Enero de 1938
Ivánov era el responsable local del partido en Russka ese año. No era un mal tipo. Tenía un ayudante llamado Smírnov.
Estaban revisando la lista entre los dos. Necesitaban veinticinco nombres, y tenían veintitrés. Al final encontraron el que hacía veinticuatro; pero todavía les faltaba un hombre.
Tenían que encontrarlo, por supuesto. Veinticinco nombres de enemigos del pueblo. Eso era lo curioso de las purgas. La gente principal se elegía con cuidado, desde luego, pero los últimos no eran más que números para completar un cupo.
—Tiene que haber alguien —dijo.
Entonces se acordó de Yevgueni Popov.
Era un individuo extraño, muy callado, que vivía de su pensión de jubilado en una casa del extremo de la ciudad. Cultivaba coles y rábanos en su huerto y se mantenía en forma yendo y volviendo todos los días a pie hasta el pueblo de al lado. Ahora que lo pensaba, no lo había visto últimamente.
—¿Está vivo Popov? —preguntó.
El ayudante contestó que sí.
—Entonces él mismo servirá —propuso Ivánov.
—Pero si pasa de los ochenta —adujo Smírnov—. Es uno de los auténticos bolcheviques de la antigua hornada, un hombre leal.
—Si tiene antecedentes de esa época —dijo con aire pensativo el responsable del partido—, debió de haber conocido a mucha gente.
—Conoció a Lenin.
—Puede. Quizá conociera también a Trotsky.
—No lo había pensado.
De repente, a Ivánov se le ocurrió que la casita donde vivía Popov le vendría muy bien a una prima de su mujer.
—Número 25: Yevgueni Pávlovich Popov —escribió—. Sospechoso de colaboración con Trotsky.
Así, a la edad de ochenta y cuatro años, Yevgueni Popov se llevó la sorpresa de que lo mandaran a un gulag.
Agosto de 1945
Era una cálida tarde de verano. Iván dejó atrás Russka para encaminarse al pueblo. En el cielo azul flotaban unas pocas nubes venidas del sur. De los campos en época de siega surgía un agradable olor y un polvillo que lo impregnaban todo.
Volvía a casa de la guerra. La gran guerra patriótica prácticamente había concluido.
Había combatido con ardor y, varias veces, había estado a punto de perder la vida. Como cualquier otro soldado del frente, lo sostenían dos convicciones: una, que luchaba por la patria, y dos, que el camarada Stalin estaba al frente de todo. A aquellas alturas era bien sabido que no había apenas nada que aquel gran líder no lograra. La guerra, gracias a Dios, casi había acabado. Era hora de quedarse en casa y construir un nuevo y brillante futuro.
Sonreía acariciando aquel pensamiento cuando salió del bosque y vio ante él el extenso campo del pueblo, donde las mujeres se encorvaban con gesto parsimonioso, hoz en mano, como venían haciendo desde el comienzo de los tiempos.
Entonces su madre, Arina, alzó la cabeza y lo vio. Olvidándose de los años, corrió a su encuentro con los brazos extendidos.