Año 180 d. C.

Esa noche de verano, en la estepa reinaba la calma, y el silencio también se había adueñado del bosque.

El viento soplaba con suavidad sobre la tierra.

En la cabaña, una de las seis viviendas de la pequeña aldea arracimadas junto al río, la madre dormía con su hijo.

No había percibido ninguna señal de peligro.

Arriba, unas pálidas nubes cruzaban de vez en cuando en lenta y ociosa procesión el firmamento tachonado de estrellas, impregnadas del leve resplandor que les prestaba la luna creciente en su viaje hacia el sur.

Acudían cual jinetes desde el este con sus hinchados doseles blancos, provenientes de ignotas e interminables estepas, deslizándose con porte majestuoso sobre el pequeño grupo de cabañas dispuestas junto al río para proseguir su curso sobre el oscuro bosque, muy probablemente de extensión también inabarcable.

La aldea se hallaba en la orilla suroriental del arroyo. Allí, los bosques de robles y tilos, pinos y abedules, reducían su espesura cediendo poco a poco el terreno a los claros y las extensiones de pradera que constituían los bordes de la imponente estepa. Al otro lado del riachuelo, en la orilla noroccidental, el bosque se prolongaba, tupido, oscuro e intacto.

Las tres familias que vivían en aquel lugar habían llegado tres veranos antes, y al encontrar en él una antigua cerca de tierra amontonada, la limpiaron de maleza y la remataron con una empalizada de troncos para construir a su abrigo media docena de cabañas. No lejos de allí, dos extensos campos se adentraban con sus torcidas ringleras entre los árboles. Más lejos se divisaba un desordenado tablero de pequeñas zonas despejadas que habían sido robadas al bosque.

Unos cien metros más abajo, siguiendo el curso del arroyo, comenzaba una franja de terreno pantanoso que se extendía a lo largo de tres kilómetros.

El viento soplaba con suavidad sobre la tierra. Su caricia agitaba las livianas hojas de los árboles y mostraba su pálido envés, que refulgía con un brillo plateado bajo la luz de las estrellas. Las aguas del sinuoso río y los pantanos resplandecían en medio de los bosques.

Aparte del leve susurro de las hojas, el silencio era casi absoluto. De vez en cuando se oía el correteo de algún animalillo o los quedos pasos de un ciervo. En un paraje concreto cercano a los pantanos, un oído atento habría podido discernir, sobre el monótono fondo del croar de las ranas, los crujidos que producía un oso al abrirse paso por el bosque. Al lado de la aldea, no obstante, los únicos sonidos provenían de las hojas y del extenso campo de cebada que azotaba la brisa, lo que provocaba un murmullo intermitente y una ondulación en cadena semejante a un escalofrío.

El viento soplaba, aunque no seguido, pues a veces el campo permanecía inmóvil o los tallos se combaban en otra dirección, como si el viento del este se hubiera detenido, cediendo a la pereza, antes de decidirse a rozar de nuevo las maduras espigas de la cebada.

Era el año 180 después de Cristo, aunque por entonces no corría ese año, pues aún no se aplicaba el calendario cristiano. En una lejana tierra del sur, en la provincia romana de Judea donde viviera Jesús de Nazaret, unos eruditos rabinos habían calculado que era el año 3940 de la era mesiánica. Allí era también el año 110 si se iniciaba el cómputo a partir de la fecha de la destrucción de Jerusalén. En las otras zonas del poderoso Imperio romano, era el año veinte y último del reinado de Marco Aurelio, que se solapó con el primer año de gobierno de Cómodo. En Persia era el año 49 de la era seléucida.

¿Qué año era, pues, en la diminuta aldea del linde del bosque? Con los vestigios históricos de que disponemos, no se puede afirmar que aquel fuera un año de un calendario. Era, en todo caso, el quinto año después de la muerte del anciano del pueblo. Los grandes sistemas de recuento numérico utilizados en el mundo civilizado y vertidos en textos escritos eran desconocidos allí, y aun en el supuesto de que fueran conocidos, habrían carecido de sentido.

Aquella tierra era distinta, una tierra que con el correr del tiempo recibiría el nombre de Rusia.

El viento soplaba con suavidad sobre la tierra.

La mujer estaba acostada con su hijito. Las preocupaciones del día anterior se habían alejado de su mente, sumida en el sueño como las pálidas nubes que se retiraban por encima del bosque, detrás del río, y ahora dormía tranquila.

En la cabaña dormían doce personas. Cinco de ellas, entre las que se contaban Lébed y su hijo, ocupaban el amplio altillo que iba de un extremo a otro de la habitación por encima de la gran estufa, en cuyo interior aquella cálida noche de verano no ardía el fuego. El aire estaba impregnado del olor dulzón, casi agradable, de las personas que han estado trabajando todo el día en el campo, al que venía a mezclarse el fresco aroma a hierba traído por la brisa a través de la ventana.

Ella dormía en una punta del altillo de madera, un lugar de categoría inferior, por ser la menor de las esposas de su marido. A sus veintisiete años, ya no era joven. Tenía la cara ancha y su cuerpo había adquirido una rotunda redondez en las caderas. Su espesa melena rubia caía en ese momento desparramada por el borde del altillo.

A su lado, en el hueco de su recio brazo, dormía un niño de cinco años. Había tenido otros hijos antes de aquel, pero habían muerto, de forma que ese pequeño era todo cuanto poseía.

Tenía quince años cuando se casó y siempre fue consciente de que su marido la había desposado solo porque era fuerte: su misión era trabajar. De todos modos, no podía quejarse. Él no era desabrido. A sus cuarenta años era aún un hombre alto y de buena apariencia, su cara curtida por la intemperie tenía un aire dulce, casi soñador, y cuando la veía, en sus claros ojos azules a menudo aparecía un alegre brillo burlón.

«Ahí viene mi mordvana», decía entonces.

En su boca, aquel era un apelativo cariñoso. No sucedía, sin embargo, lo mismo con los demás.

Lébed no era miembro de pleno derecho de la tribu. El clan de su marido la consideraba una mestiza: ¿acaso no pertenecía su madre a una de esas tribus que habitaban los bosques, los mordvanos?

Desde el comienzo de los tiempos, los bosques y pantanos que se sucedían durante cientos de kilómetros en dirección norte habían albergado a tribus dispersas de pueblos ugrofineses, entre ellas la de su madre. Aquellas gentes de cara ancha, rasgos mongoloides y piel amarillenta, cazaban y pescaban en esas inmensas y solitarias regiones, y llevaban una existencia primitiva en sus pequeñas cabañas y viviendas excavadas en la tierra. En el solsticio, formaban un círculo y entonaban con voz aguda y áspera un canto al pálido sol que, si uno se desplazaba más al norte, apenas enseñaba la cara en invierno, y que en verano negaba a la tierra su reposo nocturno, bañándola en un largo crepúsculo blanco al tiempo que hacía temblar el horizonte con pálidos destellos de luz.

En épocas recientes, el pueblo de su marido —individuos de piel clara que hablaban una lengua eslava— había enviado pequeñas colonias que habían establecido asentamientos en el este y el norte de la masa de bosques. En algunos de ellos, como el del clan de su marido, cultivaban los campos y criaban ganado. Cuando esos eslavos se cruzaban con los primitivos fineses en aquellas vastas regiones, raras veces surgían conflictos. Había tierra y caza suficiente para una población diez veces superior a la que vivía allí. Los matrimonios mixtos, como el de su madre, se daban con relativa frecuencia, pero eso no impedía que los colonos de la aldea tuvieran una actitud despectiva para con las gentes del bosque.

Su marido la llamaba en broma no por el nombre de la pequeña tribu de su madre, sino por el de la gran tribu de mordvanos que vivía mucho más al norte. Con ese apelativo conseguía que pareciera más extranjera, pese a que tenía un cincuenta por ciento de purasangre eslava. Era una burla, amable pero burla al fin y al cabo, que, tal como ella constataba con tristeza, recordaba al resto del clan su condición inferior.

De todos ellos, su suegra era el elemento más temible. Durante casi trece años, su ancha y potente figura se había proyectado sobre la vida de Lébed como un nubarrón amenazador en el cielo. A veces, la leonina cara de la mujer mantenía una expresión serena, casi amistosa, durante varios días seguidos, y de pronto un pequeño error por parte de Lébed —si se le caía un huso o derramaba un poco de leche, por ejemplo— suscitaba una furia desatada. Las otras mujeres de la casa se quedaban calladas y clavaban la vista en el suelo, o la miraban a hurtadillas, y ella sabía que se alegraban, primero por no ser ellas el blanco de la cólera, y segundo porque esta recaía sobre ella, la intrusa. Tras el arrebato de rabia, su suegra le mandaba de repente que volviera al trabajo y, a continuación, se volvía hacia las demás con gesto de impotencia.

«¿Qué se puede esperar de una pobre mordvana?», decía.

Aquello era soportable, pero su propia familia le complicaba las cosas. Sus padres habían muerto el año anterior, dejándolos solos a ella y a un hermano menor. Era él precisamente quien la había hecho llorar el día antes.

No era mala persona, pero siempre provocaba el enojo del anciano del pueblo. Su ancha cara tenía un leve aire bobalicón y su boca lucía una permanente sonrisa, incluso cuando estaba borracho. Parecía tener dos únicos deseos en la vida: cazar y complacer a su sobrino.

—Kiy no te necesita —le decía ella—, y yo tampoco si no estás dispuesto a obedecer al anciano.

Pero era inútil. Mal, que odiaba trabajar en los campos, desaparecía en el bosque sin permiso —lo cual provocaba hostiles murmuraciones de todos— y varios días más tarde, de repente, ella veía su fornido y achaparrado cuerpo avanzando a largas zancadas, con una docena de pieles colgadas del cinturón y su habitual sonrisa de bobo. Entonces el anciano lo maldecía y la suegra de Lébed miraba a esta con renovado disgusto, como si fuera culpa suya.

Y, para colmo, ese día había dado prueba de la estupidez más absoluta:

—La próxima vez que vaya a cazar —había prometido al pequeño Kiy—, te traeré un osezno. Podrás tenerlo atado afuera.

—Pero, Mal —le recordó Lébed—, el anciano dice que tendrás que abandonar el pueblo si vuelves a desobedecerlo.

Como castigo por sus ausencias, el anciano ya le había prohibido volver a salir de caza ese año. Su hermano, no obstante, se había limitado a inclinar su gran cabeza rubia, sin perder su sonrisa bobalicona ni hacer comentario alguno.

—¿Por qué no te buscas una esposa y dejas de hacer insensateces? —le gritó, indignada.

—Como tú mandes, hermana Lébed —contestó, al tiempo que inclinaba la cabeza, sonriendo.

Lo dijo para exasperarla, pues casi nadie del pueblo utilizaba el nombre real para dirigirse a los demás. El niño, que se llamaba Kiy, recibía normalmente el diminutivo de Pequeño Kiy. A ella misma casi nunca la llamaban por su nombre, Lébed, pues desde la infancia todos la conocían por el cariñoso mote de Pequeño Cisne. Mal tenía un mote también, que los demás empleaban cuando estaban enfadados con él. En tales ocasiones lo llamaban Gandul.

—¡Gandul! —replicó ella—. A ver si sientas la cabeza y trabajas.

Mal no estaba dispuesto a hacer tal cosa. Prefería vivir en una reducida cabaña con dos ancianos que ya no servían para nada, salvo para cazar un poco. Los tres bebían hidromiel juntos, cazaban y pescaban, y las mujeres los trataban con burlona tolerancia.

Ese día, Lébed había ido un par de veces más a los campos, la segunda, anegada en lágrimas, para hablar con él y tratar de hacerle desistir de su estúpido propósito. Aun cuando solo le causaba problemas, quería a su hermano. Se quedaría muy sola si lo expulsaban de la aldea.

En las tres ocasiones, a pesar de sus lágrimas, él se había limitado a sonreír, con la ancha cara chorreante de sudor, mientras acarreaba las gavillas de heno.

Esa era la razón por la que, al finalizar el día, le había costado tanto conciliar el sueño. Y cuando por fin se había dormido, en su mente siguieron agitándose los malos presagios.

Para entonces, sin embargo, la noche había sosegado su espíritu. Bajo el tosco camisón, sus pechos subían y bajaban con regularidad. La suave brisa que entraba por la ventana agitaba su tupida cabellera y el pelo rubio del niño.

Tampoco se despertaron los otros cuando el perro apostado en el umbral se irguió, inquieto, mientras se deslizaban las dos sombras. Hubo una excepción, con todo: el niño, que abrió un instante los ojos. En su cara apareció una soñolienta sonrisa y, de haber estado despierta, su madre habría notado el reprimido temblor de excitación que le recorrió el cuerpo. Cerró de nuevo los ojos, sin dejar de sonreír.

Pronto se verían cumplidas sus expectativas.

El viento soplaba con suavidad sobre la tierra.

Pero ¿dónde estaban la aldea, el río y el bosque?

Para que el lector se haga una idea del significado de ese lugar mágico, es necesario que abramos un inciso.

La geografía, por convención, dividió hace mucho la inmensa masa de tierra de Eurasia en dos partes: Europa al oeste y Asia al este. Esta convención es, no obstante, engañosa, pues, de hecho, existe una división más natural, que es la que se da entre el norte y el sur.

No en vano esta vasta extensión que va desde el norte de Europa, pasa por Rusia, los helados páramos de Siberia y las tierras altas situadas al norte de China, y se prolonga casi hasta tocar Alaska, es la mayor planicie del mundo.

Esta imponente llanura del norte de Eurasia se extiende a lo largo de más de once mil kilómetros de oeste a este, desde el Atlántico hasta el Pacífico, en una sucesión de placas entrelazadas que ocupa una sexta parte de la superficie de la Tierra, o lo que es lo mismo, la de Estados Unidos y Canadá juntos. Por el norte, limita en su mayor parte con el gélido océano Ártico. Desde allí desciende, durante más de tres mil kilómetros en algunas partes, abarcando inmensas franjas de tundra, bosque, estepa y desierto, hasta llegar a su frontera meridional.

Esta frontera es la que puede considerarse que parte realmente Eurasia en dos, pues si bien el norte de Eurasia es una vasta planicie, el sur está compuesto por inmensas regiones que comprenden, de oeste a este, Oriente Próximo, la antigua Persia, Afganistán, la India, Mongolia y China. Y, entre ambas, como una muralla, se interpone el colosal arco de cordilleras en el que se hallan algunas de las cumbres más elevadas del mundo, desde los Alpes en la parte occidental de Europa hasta el impresionante Himalaya asiático y más allá aún.

Por tanto, cuesta entender, desde este punto de vista, por qué los geógrafos dividieron Eurasia en una parte occidental y otra oriental.

De oeste a este, a un tercio más o menos de la distancia cubierta por la gran llanura, aproximadamente al norte del Afganistán actual, hay una larga hilera de desgastadas colinas que comunican de norte a sur la tundra con el borde del desierto. Se trata de los Urales, que en los tiempos modernos se ha convenido en designar como «montes» para establecer en ellos la frontera entre Europa y Asia.

No obstante, la realidad es que, con excepción de algunos picos de altura más que modesta, estas suaves colinas apenas sobresalen por encima de la planicie. No constituyen en absoluto una división continental, puesto que apenas forman una ondulación en ese océano de tierra. Lo cierto es que entre Europa y Asia nada divide la llanura.

En el lado europeo, esta abarca una franja bastante estrecha de apenas seiscientos cincuenta kilómetros. A medida que se prolonga por la Europa oriental, comienza a ensancharse, como una cuña, y adopta como límite septentrional el amplio y frío golfo del mar Báltico, que queda bajo la curva formada por la península de Escandinavia. El límite montañoso meridional lo componen entonces los majestuosos Balcanes y los montes Cárpatos, custodios del norte de Grecia. A partir de allí, es como si se desparramara.

Rusia, el territorio de la inacabable llanura.

Rusia, el territorio donde se juntan Oriente y Occidente.

Aquí, donde empieza Rusia, el límite septentrional de la portentosa planicie inicia su ascenso hacia el Ártico. En estos parajes boreales comienza el bosque más extenso del mundo, el frío y oscuro imperio de los abetos denominado la taiga, que continúa durante miles de kilómetros hasta las costas del Pacífico. En la parte central de la llanura hay un extensísimo bosque mixto, y en el sur empieza el interminable terreno cubierto solo de hierba que es la estepa y que, en ese tramo, no conduce ni a un desierto ni a una cordillera, sino a unas agradables y soleadas costas semejantes a las del Mediterráneo.

El extremo meridional de la franja central de Rusia es, en efecto, un mar: el templado mar Negro.

El mar Negro, por su situación en el extremo oriental del Mediterráneo, cobijado por el arco meridional de montañas, constituye en realidad una especie de colosal presa. Por el suroeste lo rodean los Balcanes griegos; por el sur, las montañas de la moderna Turquía; por el sureste, la elevada cadena del Cáucaso. Entre los Balcanes y las montañas de Turquía, un estrecho canal comunica el mar Negro con su hermano mayor, el Mediterráneo. Este estrecho recibe el nombre de Bósforo en el extremo del mar Negro, y el de Dardanelos en su extremo sur.

Este mar tiene una nada desdeñable extensión de alrededor de mil kilómetros de oeste a este, y seiscientos de norte a sur. Se nutre de innumerables ríos, entre ellos, en la ribera occidental, por encima de Grecia, el majestuoso Danubio. Sus aguas contienen restos de sulfuro, y a ello puede deberse el que, en un momento dado, le pusieran el nombre de mar Negro.

En el centro de la orilla septentrional, la rusa, se adentra en las cálidas aguas del mar una gran península que tiene la forma de un pescado aplanado. Se trata de Crimea. A ambos lados de ella, a casi mil kilómetros de distancia entre sí, descienden a través de la estepa, provenientes de los lejanos bosques, dos enormes sistemas fluviales. El del lado oeste es el ancho río Dniéper; el del este, el impresionante Don.

Entre ambos sistemas fluviales, el Dniéper y el Don, y desde la estepa situada por encima del mar Negro hasta los bosques norteños, se encuentra, pues, el antiguo núcleo de Rusia.

Rusia, territorio de frontera.

La gran llanura sigue prolongándose hacia el este. En su extremo sur, al este del mar Negro, la gran cadena montañosa del Cáucaso se alarga unos mil kilómetros más. Los resplandecientes picos de la zona, famosa por sus vinos y el talante guerrero de sus hombres —georgianos y armenios, entre otros—, superan con creces la altura de las más elevadas cumbres de los Alpes o de las montañas Rocosas.

La cordillera da paso a un extraordinario fenómeno, otro mar abrazado por el arco de montañas del sur. Esa vasta masa de agua que va de norte a sur, con una forma parecida a la de la península de Florida, pero con una longitud dos veces superior a esta, es el mar Caspio.

Técnicamente se trata del mayor lago del mundo, puesto que no tiene desagüe. Está rodeado de estepa, montañas y desierto, y pierde el agua por evaporación en el aire del desierto. En él desemboca, en la orilla septentrional, el río más conocido de Rusia.

El Volga Madre.

El Volga inicia su largo viaje en los bosques del centro de Rusia. Desde allí traza una gran curva y asciende hasta los distantes bosques del norte, antes de dar media vuelta y encarar su curso hacia el oeste a través de la llanura euroasiática y luego hacia el sur, hasta que por fin se decide a abrirse lentamente camino, ya fuera del bosque, por la estepa barrida por el viento en dirección a las lejanas riberas desérticas del mar Caspio.

Y más allá del Volga, continúa, cada vez más inhóspita, la imponente llanura. En el sur hay terribles desiertos. En el norte, la tenebrosa taiga y el hielo polar descienden hasta adueñarse de toda la planicie. Todavía en la actualidad, estas vastas regiones permanecen casi deshabitadas. Pasados el Volga, los Urales y los gélidos yermos de Siberia, hasta llegar al océano Pacífico quedan aún más de cinco mil kilómetros.

¿Y dónde estaba el pueblo, con su río y su bosque?

Para nosotros es sencillo acotar su ubicación: quedaba en el borde de la estepa del sur de Rusia, a unas cuantas decenas de kilómetros del gran río Dniéper y unos quinientos kilómetros más arriba del gran estuario que forma este en su desembocadura, en la orilla noroccidental del mar Negro.

No obstante, aunque parezca extraño, si un viajero llegado de otras tierras hubiera preguntado por aquel entonces cómo podía llegar allí, seguramente no habría encontrado a nadie capaz de decírselo.

Ese desconocimiento se debe a que el Estado de Rusia aún no existía en aquella época. Todas las antiguas civilizaciones del este —China, la India, Persia— se hallaban lejos, bajo el gran arco de montañas que delimita la llanura por el sur. Para ellas, la solitaria planicie era un mero yermo. Y en el oeste, el poderoso Imperio de Roma se extendía por todas las riberas del Mediterráneo e incluso hasta latitudes más septentrionales, como Bretaña. Roma, sin embargo, nunca se había aventurado más allá de los lindes exteriores de los bosques de la gran llanura euroasiática.

Roma sabía bien poco de esos bosques. Solo que al este del Rin había tribus germanas hostiles y que al norte, junto al Báltico, vivían pueblos primitivos —letones, estonios y lituanos— de los que habían oído hablar vagamente. Sus conocimientos acababan aquí. De los territorios eslavos situados más allá de Germania no sabían apenas nada; de los ugrofineses instalados en los bosques que se prolongaban más allá del Volga, ignoraban hasta su misma existencia. De las tribus turcas y mongolas que habitaban la enorme extensión de Siberia, no habían llegado hasta entonces noticias ni eco alguno al otro lado del bosque, y apenas un murmullo al otro lado de la estepa.

¿Y qué sabían los romanos de la estepa? Por la parte oriental del Mediterráneo, Roma se había expandido hasta Armenia, situada bajo la cordillera del Cáucaso, y conocía desde hacía siglos los pequeños puertos de la orilla septentrional del mar Negro, adonde acudían los marinos a comprar pieles o esclavos llegados del interior, o a encontrarse con las caravanas que habían atravesado el desierto procedentes del misterioso Oriente. La enorme llanura que se abría más allá de estos lugares era, con todo, terra incognita, una tierra desconocida de tribus bárbaras, peligrosa estepa e infranqueables ríos. Mucho antes de llegar a la pequeña aldea, las líneas y los nombres de los mapas del mundo clásico —de Herodoto, Ptolomeo y Plinio— adquirían la imprecisión característica de los rumores o simplemente se interrumpían.

Tampoco los habitantes de la aldea habrían podido explicar dónde se encontraban.

Aun hoy en día, las gentes de Rusia provocan el asombro de los extranjeros debido a su dificultad para indicar cómo se llega a los sitios. Si se le pregunta a un ruso si tal carretera sigue en dirección este u oeste, norte o sur, o a lo largo de cuántos kilómetros, este no sabrá responder. ¿Qué sentido tendría conocer tales detalles en ese interminable paisaje, donde el horizonte se repite a sí mismo, siempre invariable?

Lo que sí sabrá decir es por dónde discurren los ríos.

Los aldeanos sabían, por lo tanto, que su arroyo desembocaba en otro río y que, más allá, este unía sus aguas con las del poderoso Dniéper. Sabían que en algún lugar distante e impreciso, pasada la estepa del sur, el Dniéper acababa en el mar.

Eso era, sin embargo, lo único que sabían. Solo cinco de ellos habían visto alguna vez el Dniéper.

Para ser fieles a la verdad de ese momento histórico, no podemos hablar de Rusia, que no existía aún, ni podemos construir un marco exacto en el que circunscribir una posición. Podemos decir tan solo que la aldea se hallaba en las tierras del norte del mar Negro, en un punto situado al este del Dniéper y al oeste del Don, un tanto al este del bosque y un poco al oeste de la estepa, junto a uno de los miles de riachuelos no reflejados en los mapas. Aspirar a una mayor precisión, en este territorio tan impreciso, carecería de sentido.

El viento soplaba con suavidad sobre la tierra, y sobre la vasta planicie reinaba la noche. En el borde occidental de la llanura, comenzaba el ocaso. Allí, en la aldea del sur, lucía una noche estrellada, si bien mucho más al norte, en los lindes del Ártico, persistía todavía un pálido crepúsculo polar. Más al este, junto a los Urales, era medianoche. En Siberia central empezaba a amanecer; en las costas del Pacífico estaba entrada ya la mañana; y más lejos aún, en la punta nororiental de la enorme masa de tierra situada frente a Alaska, era mediodía. La misma noche podía ser testigo en la llanura de enormes variaciones de clima. Tres mil kilómetros al noreste de la aldea, una aparatosa tormenta eléctrica sacudía el bosque. Allí, en cambio, la calma era completa. ¿Y quién sabía qué nubes de tormenta cruzaban los bosques, qué tiendas había plantadas en la estepa o qué hogueras ardían en ese territorio ilimitado en las múltiples franjas de la noche?

El niño despertó con una sonrisa en los labios.

Por la ventana entraba la brisa y un rayo de sol que formaba un cuadrado luminoso en el suelo de tierra.

—¿Ya se ha despertado mi pequeña baya?

La ancha cara de su madre estaba muy cerca de la suya. En la habitación había varias personas que iban de acá para allá; en un rincón, una cuna colgada de un largo palo curvado sujeto a las vigas.

Era una habitación amplia. Las paredes, de barro compactado sobre un armazón de madera, tenían un color sucio. Ello se debía a que, al igual que las otras cabañas de la aldea, aquella pequeña casa de larga techumbre de turba carecía de chimenea. El humo que despedía la gran estufa se esparcía por su interior antes de que lo dejaran salir por una estrecha ranura que se podía abrir en el techo. Aquella era una manera efectiva y rápida de caldear la casa, y para sus habitantes, las paredes ennegrecidas eran algo normal y acogedor. Ese día, no obstante, no se había encendido el fuego. El aire estaba limpio y fresco.

Además de esta habitación en la cabaña, había, detrás del hogar, un pasillo por donde se entraba a la vivienda, y al otro lado de este, una estancia algo mayor que el dormitorio principal, que servía de lugar de trabajo y almacén. Dentro había un telar, varias barricas, azadas, hoces y, colgada de la pared en el sitio de honor, un hacha que pertenecía al amo de la casa. El edificio, con su armazón de troncos de roble, se hundía aproximadamente medio metro en el suelo, de tal forma que para salir había que subir unos escalones.

Mientras su madre le lavaba la cara con agua de una vasija de barro, Kiy observaba el reluciente rectángulo de sol posado en el suelo. Su mente, sin embargo, estaba ocupada en otro asunto.

La mujer sonrió al ver su mirada prendida del sol.

—¿Qué es lo que se dice de la luz del sol? —preguntó en voz baja.

Dulce leche derramada

en el suelo;

ni con un cuchillo ni a dentelladas

podrás quitarla de ahí.

El pequeño recitó obedientemente, mirando por la ventana. La brisa le agitaba los rubios cabellos.

—¿Y qué se dice del viento?

Padre tiene un brioso caballo,

nada en el mundo es capaz de detenerlo.

Ya se había aprendido una docena de dichos como aquellos. Las mujeres sabían cientos de refranes, adivinanzas y proverbios. Aquella gente sencilla era muy aficionada a los juegos de palabras, a los que tan bien se adaptaba su lengua eslava.

Dentro de poco, ella dejaría que se marchara. Estaba impaciente por echar a correr hacia la puerta. ¿Estaría el cachorro fuera?

La madre sometió a un breve examen su dentadura. Había perdido dos dientes de leche, pero ya le habían salido los nuevos. Tenía uno que se le movía, pero, por el momento, no le faltaba ninguno.

—Dos pequeñas perchas llenas de gallinas blancas —murmuró llena de contento la mujer, antes de dejar que se fuera.

Él traspasó a la carrera la puerta, el pasillo y la puerta exterior.

Delante de la cabaña había un huerto, y el día antes había ayudado a su madre a arrancar un gran nabo. A la derecha de este, un hombre cargaba aperos de labranza en un viejo carro de toscas ruedas talladas a partir de un único bloque de madera. A la izquierda, un poco más cerca del río, se hallaba una caseta de baño. La habían construido hacía solo tres años y no era para los actuales miembros del pueblo, que disponían de una mayor, sino para sus antepasados. Al fin y al cabo, tal como sabía Kiy, a los difuntos les gustaba, igual que a los vivos, disfrutar de una buena sauna, aun cuando uno no pudiera verlos. Y, además, como todo el mundo le había enseñado en el transcurso de su corta vida, los antepasados se enfadaban mucho si no se les tenía presentes en todas las actividades.

—Tú no querrías que la gente se olvidara de ti después de tu muerte, ¿verdad? —le había preguntado una de las esposas de su padre.

Él había respondido que no, que no le gustaría quedar relegado al olvido, marginado de la acogedora compañía del pueblo.

Él sabía que los muertos estaban allí, observándolo, y también que en un rincón del pajar situado enfrente de la casa del anciano, debajo del suelo, vivía la diminuta y arrugada figura del domovoi del pueblo —el abuelo de su propio padre—, cuyo espíritu presidía todo cuando acontecía en la comunidad.

Una vez fuera, dio unos pasos. Nada. Miró a derecha e izquierda. Las casetas de baño, las cabañas, todo estaba igual: no había la menor señal del osezno. Al pequeño se le ensombreció la expresión; no podía creerlo. Si él mismo había visto cómo Mal se escabullía con el viejo entre la oscuridad de la noche…

El hombre que cargaba el carro, un hermano de una de sus madrastras, se volvió hacia él.

—¿Qué buscas, niño?

—Nada, tío. —Sabía que no debía decir nada.

Sintió frío en la boca del estómago y, de repente, el soleado cielo matinal se volvió gris. Deseaba dar rienda suelta al alivio de las lágrimas pero, como Mal le había hecho prometer que guardaría el secreto, se mordió el labio y regresó entristecido a la cabaña.

Dentro, su abuela regañaba a las mujeres por algo, pero no se asustó porque ya estaba acostumbrado. Se fijó en la pandereta de su madre, que estaba colgada en un rincón: era de color rojo. Le encantaba el color rojo; para él era cálido y acogedor. Esa actitud era muy natural, ya que en la lengua eslava utilizaban exactamente la misma palabra para decir «rojo» y «hermoso». Observó la cara seria de su abuela: qué mejillas tan grandes tenía… Le recordaban dos pedazos de tocino. La anciana, al advertirlo, le dirigió una mirada furibunda y se detuvo para dar a entender a su madre que constituía un estorbo.

—Ve afuera, pequeño Kiy —le indicó con tacto su madre.

Al salir, vio a Mal.

La noche anterior no había sido productiva para Mal. Con la ayuda de uno de los dos viejos cazadores, había dispuesto una trampa para el osezno en los bosques, y a punto habían estado de atraparlo. En aquellos momentos habría tenido al cachorro consigo si en el último segundo no hubiera perdido el aplomo, efectuando un movimiento en falso que lo había obligado a echar a correr, perseguido por la enfurecida osa. Todavía se sonrojaba solo de pensarlo.

Se había hecho el propósito de ayudar ese día a los hombres en la recogida del heno, de trabajar duro para atraer la atención del anciano y de evitar conversaciones comprometedoras con Kiy.

Al niño no se le ocurrió siquiera que su tío pasaba tan deprisa por delante de la cabaña precisamente para evitarlo, de modo que corrió tras él y le dirigió una mirada expectante.

Mal miró furtivamente a uno y otro lado. Por suerte no había nadie junto al carro, estaban solos.

—¿Lo has traído? ¿Dónde está? —gritó Kiy. Solo de ver a su tío, habían renacido intactas sus esperanzas.

—Está en el bosque —mintió Mal, tras un titubeo.

—¿Cuándo lo vas a traer? ¿Hoy? —preguntó el pequeño, con los ojos chispeantes de entusiasmo.

—Pronto. Cuando llegue el invierno.

La perplejidad y la decepción nublaron el semblante del niño. ¿El invierno? Faltaba una eternidad para el invierno.

—¿Por qué?

Mal reflexionó un momento.

—Lo tenía. Caminaba a mi lado con una cuerda atada al cuello, pequeño Kiy; pero entonces el viento se lo llevó, y no pude hacer nada para impedirlo.

—¿El viento? —dijo el niño con abatimiento.

Sabía que el viento era el más antiguo de todos los dioses. Su tío se lo había explicado muchas veces: «El dios Sol es grande, Kiy, pero el Viento es más antiguo y más poderoso». El viento soplaba de día y también de noche, cuando el sol se había ido. El viento soplaba siempre que quería sobre el interminable llano.

—¿Dónde está ahora?

—Lejos, en el bosque… Pero las doncellas de la nieve volverán a traerlo —continuó Mal, al ver la expresión apenada del niño—. Ya lo verás.

¿Por qué tenía que mentir? Miró a su inocente sobrinito y no tuvo duda de cuál era la respuesta. Mentía por la misma razón por la que vivía con los dos viejos y desobedecía al anciano del pueblo. Lo hacía porque todos lo despreciaban y porque, además, se avergonzaba de sí mismo. Por eso no podía reconocer la verdad delante del anhelante niño. «Soy un tonto y un inútil», pensó. Sí, y también era un vago. Ese día, se había propuesto trabajar duro en el campo, pero ahora le apetecía escapar de nuevo al bosque para dejar atrás la desagradable verdad sobre su forma de ser. Notaba cómo se le iban pasando las ganas de cumplir su resolución.

De todas formas, tal vez quedaba un margen de esperanza.

—Sé dónde lo tiene escondido el viento —anunció.

—¿Sí? ¿Lo sabes? —dijo, muy animado, Kiy—. ¿Dónde?

—En medio del bosque, en la tierra de Tres veces Nueve.

—¿Se puede llegar hasta allí?

—Solo puede quien conoce el camino.

—¿Y tú conoces el camino? —preguntó, convencido de que un cazador tan bueno como su tío conocía incluso los caminos de los territorios mágicos—. ¿Por dónde es?

—Por el este. Queda muy lejos, pero yo puedo llegar en un día —se jactó, y por un instante casi lo creyó él mismo.

—¿Irás a buscarlo, entonces? —suplicó el niño.

—Puede que vaya un día. Pero es un secreto —advirtió con seriedad—. No debes decir ni una palabra a nadie.

El pequeño asintió.

Mal siguió andando, contento de haber salido airoso del trance. Quizás al cabo de unos días se le ocurriría otra forma de dar caza al osezno. No quería decepcionar al niño, que confiaba en él. Encontraría una manera de conseguirlo.

Se sentía mejor. Definitivamente, trabajaría en el campo.

Kiy lo miró alejarse con aire triste y pensativo. Había oído cómo se reían las mujeres de su tío Mal y las imprecaciones que le reservaban los hombres. Sabía que lo apodaban «Gandul». ¿Sería verdad que no era digno de confianza? Alzó la mirada hacia el inmenso cielo despejado, preguntándose qué podía hacer esa mañana.

La hilera de mujeres se distribuía en el dorado campo formando una gran V, como una bandada de cisnes en el cielo de verano.

En el vértice, seguida de dos filas de mujeres a derecha e izquierda, iba, con su fornido corpachón, la suegra de Lébed. Dado que la esposa del anciano había fallecido el invierno anterior, ahora era ella la mujer de más edad del pueblo.

Hacía un día caluroso. Se acercaba el mediodía y llevaban varias horas trabajando. Para ese quehacer, vestían solo sencillas túnicas de lino y calzaban unos toscos zapatos de corteza de abedul trenzada. Cada una llevaba una hoz en la mano.

Acompasaban con cantos su lento avance a través del campo de cebada. Primero la mujer de más edad cantaba una frase; luego, las demás la repetían, con un agudo tono nasal que a veces transmitía una sensación de aspereza y otras de melancolía.

Lébed estaba empapada de sudor, pero se sentía cómoda trabajando bajo el sol a ese ritmo marcado. Aun cuando en ocasiones la trataban con desdén, todas aquellas mujeres tenían algún parentesco con ella: otra esposa de su marido, la hermana de esta, las hermanas de su marido y sus hijas, las tías, las primas… Para cada cual existía un tratamiento preciso que reflejaba su compleja relación y el grado concreto de respeto debido, al cual solía añadirse el diminutivo al que tan aficionados son los eslavos y que lo transformaba siempre en una expresión de afecto: «madrecilla», «primita»… ¿De qué otra manera podía uno dirigirse a otra mota de insignificante humanidad allí, en la inmensidad de la inacabable llanura?

Aquella era su gente. Por más que la llamaran mordvana, formaba parte de ese grupo. Aquella era su comunidad: el rod, como la llamaban los habitantes del sur, o el mir, los de más al norte. Compartían la posesión de la tierra y el pueblo. La única propiedad particular de un hombre era su casa, y la voz del anciano era ley para todos.

La suegra ya había comenzado a llamar a las mujeres, alentándolas con suaves nombres acariciadores.

—Vamos, hijas mías, cisnes míos —decía—, adelante con la siega. —Incluso a Lébed la animó con ternura—: Vamos, Pequeño Cisne.

En cierto modo, Lébed la quería. «Comed lo que se cocina, escuchad lo que se dice», les ordenaba con severidad. Pero exceptuando sus arrebatos de furia, a veces era afectuosa.

Lébed dirigió la mirada más allá del campo. A varios centenares de metros de distancia, en el prado, su marido y los demás hombres cargaban heno en los carros. Su hermano estaba allí también. Al lado del campo, había tres viejas descansando. Buscó con la mirada a Kiy. Antes estaba sentado con las ancianas, pero quizá se había ido a mirar a los hombres.

El sol dorado está en el cielo,

la húmeda Madre Tierra no se secará nunca.

Las mujeres cantaban y descargaban las hoces, encorvándose una vez más, como si dedicaran una oración a la más grande de las diosas, que les procuraba alimento a todos: la húmeda Madre Tierra.

La gran diosa de los eslavos adoptaba su más placentera faz en aquella región, puesto que la aldea se encontraba en un extremo de la mejor franja de terreno de la vasta llanura: la de la tierra negra.

No había otra tierra igual en la planicie euroasiática.

Más al norte, antes de llegar a la tundra, el suelo era turboso; en él, los cultivos daban escaso rendimiento; al lado, bajo los bosques, se hallaban los terrenos de arenoso podsol, gris junto a las coníferas del norte, pardo en las proximidades de las masas de árboles de anchas hojas del sur. En esos terrenos, las cosechas también eran relativamente pobres. Pero, según se acercaba uno a los límites de la estepa, aparecía un tipo de suelo muy distinto. Era el chernoziom, la tierra negra, reluciente, blanda, densa, untuosa como la miel, que se prolongaba a lo largo de cientos y cientos de kilómetros, desde las costas occidentales del mar Negro hasta más allá del Volga y buena parte de Siberia. Los eslavos que vivían en el linde del bosque no tenían más que despejar un campo y después recoger de manera continuada su fruto, pues en esa fértil tierra negra, podían obtener cosechas durante muchos años antes de que se empobreciera, momento en que lo dejarían para pasto y despejarían otro. Era un método de agricultura primitivo y despilfarrador, pero en el chernoziom un pueblo podía sobrevivir de esa manera largo tiempo sin tener que trasladarse en busca de nuevos terrenos. Y, además, ¿qué necesidad había de preocuparse? ¿Acaso no eran interminables la estepa y el bosque?

En un momento de pausa entre una canción y otra, Lébed vio que Mal se acercaba con la cara roja y sudorosa.

—Ahí viene el Gandul, para ver si le damos más trabajo —dijo con malicia una de las mujeres.

Hasta la suegra se echó a reír, y Lébed no pudo reprimir una sonrisa. Por la leve expresión de culpabilidad de su hermano, saltaba a la vista que se había escabullido con algún pretexto para descansar. Lo único que le extrañó era que su hijo no estuviera con él.

—¿Dónde está Pequeño Kiy? —preguntó.

—No lo sé. No lo he visto en toda la mañana.

¿Dónde podía estar el niño? Se volvió, preocupada, y llamó a su suegra.

—¿Puedo ir a buscar a Pequeño Kiy? No sé dónde está.

La fornida mujer apenas se paró para dirigir una mirada impasible a Lébed y a su inútil hermano. Después sacudió la cabeza. Había trabajo que hacer.

—Ve a preguntar a las ancianas adónde ha ido —le indicó a Mal.

—De acuerdo —dijo este antes de alejarse tranquilamente hacia el límite del campo.

A Mal le divertía comparar las vidas de la gente del pueblo. Las de los hombres eran quizá más intensas, pero más cortas. Los hombres crecían y, ya fueran gordos o delgados, se hacían fuertes; y cuando perdían la fortaleza, lo más probable era que les sobreviniera la muerte de repente. La trayectoria de las mujeres era, en cambio, muy distinta. Primero alcanzaban su plenitud, transformándose en esbeltas jóvenes de piel blanca, gráciles como los ciervos; después, todas sin excepción engordaban…, empezando por las caderas como le había ocurrido a su hermana, y siguiendo por el tronco y las piernas. E indefectiblemente seguían poniéndose cada vez más recias y redondas, quemadas por el sol, como una pera o una manzana, año tras año, hasta alcanzar, las de mayor estatura, la impresionante complexión maciza de la suegra de Lébed. Luego, poco a poco, sin perder su forma redondeada, comenzaban a hacerse más pequeñas, a encogerse hasta que por fin, en la vejez, se apergaminaban como la pequeña semilla contenida en la cáscara de un fruto seco. De esa manera, con su cara morena y arrugada y sus brillantes ojos azules, la anciana —la babushka— pasaba los últimos años de su vida hasta que, con la misma naturalidad que una avellana caída, se hundía por fin en el suelo. Esa era la pauta que seguían todas las mujeres. Su hermana Lébed también sufriría esa transformación. Cuando miraba a una vieja babushka, Mal sentía siempre una oleada de ternura.

Había tres babushkas sentadas al borde del campo. Con una afable sonrisa, les dirigió la palabra a una tras otra.

Lébed lo observaba mientras hablaba con las ancianas, extrañada de que tardara tanto. Finalmente, Mal regresó sonriendo.

—Son viejas —explicó— y están un poco confusas. Una dice que le parece que ha vuelto al pueblo con los otros niños; otra cree que ha ido al río; y la tercera piensa que ha ido hacia el bosque.

Lébed exhaló un suspiro. No veía por qué Kiy podía haber ido al bosque y dudaba mucho que se hubiera dirigido al río. Los otros niños habían vuelto a la cabaña y los vigilaba una de las muchachas. Seguramente estaría allí.

—Ve a ver si está en el pueblo —le pidió. Y puesto que aquel recado era mejor que trabajar, Mal se marchó satisfecho.

Mientras trabajaban, las mujeres proseguían con sus cantos. A Lébed le gustaba aquella canción porque, aunque era lenta y triste, tenía una melodía tan bella que parecía distraerla de sus problemas.

Campesino, morirás;

labra tu retazo de tierra.

Ni el agua ni el fuego

dan consuelo en la postrera hora;

ni el viento

puede ser tu amigo.

En la tierra

está tu fin:

deja que la tierra

sea tu amiga.

La larga hilera de mujeres avanzaba despacio, encorvándose para cortar la granada mies, poblando el campo con el quedo silbido y el murmullo producido por las hoces al abatirse sobre los tostados tallos. El fino polvo de la cebada amontonada, que flotaba a unos centímetros del suelo, despedía un olor dulzón. A Lébed la asaltó, como le ocurría a menudo, un sentimiento entre agradable y melancólico, como si una parte de ella estuviera perdida, imposibilitada para escapar de esa vida lenta y dura, sumida en el gran silencio de la interminable llanura. Melancólico, porque estaba atrapada para siempre; agradable, porque esa era su gente y esa era, después de todo, la clase de vida que estaba predestinada a llevar.

Al cabo de un rato volvió Mal. Todavía lucía su habitual sonrisa inexpresiva, pero su hermana creyó advertir un asomo de inquietud en ella.

—¿No estaba allí?

—No. No lo han visto.

Era extraño. Había dado por sentado que estaría con los demás. Asaltada por un amago de ansiedad, volvió a llamar a su suegra.

—Pequeño Kiy no está en casa. Permitidme que vaya a buscarlo.

La mujer, no obstante, le dedicó una mirada de tenue desprecio.

—Los niños desaparecen continuamente. Volverá pronto. —Y luego, con más malicia, remató—: Que vaya a buscarlo tu hermano, que no tiene otra cosa que hacer.

Lébed bajó la cabeza con tristeza.

—Ve al río, Mal. Mira a ver si está allí —dijo. Aquella vez vio que se alejaba con paso más apurado.

Siguieron trabajando. Pronto sería la hora de parar para descansar. Lébed sospechaba que su suegra las mantenía segando más tiempo con el único fin de disponer de una excusa para prohibirle que se fuera. Enderezó el cuerpo un momento para mirar el infinito horizonte. Casi tuvo la impresión de que se burlaba de ella, de que le recordaba con la misma brutalidad que su suegra: «No puedes hacer nada. Los dioses ya han dispuesto todas las cosas tal como estaban destinadas a ser». Volvió a doblar la espalda.

En aquella ocasión, Mal regresó al cabo de pocos minutos. Parecía preocupado.

—No ha ido al río.

—¿Cómo lo sabes?

Se había encontrado al viejo con el que iba a cazar, le explicó, que había estado en la orilla del río toda la mañana y que sin duda habría visto al niño si se hubiera acercado por allí.

Lébed sintió una punzada de miedo.

—Creo que ha ido al bosque —dijo Mal.

El bosque. Nunca se había aventurado hasta allí sin ella.

—¿Por qué?

—No lo sé —respondió, sin poder disimular su embarazo.

Era evidente que mentía, pero ella no quería perder tiempo tratando de indagar los motivos.

—¿En qué dirección crees que habrá ido?

Mal se puso a pensar. Recordó las palabras que con tan poco tino le había dirigido al pequeño aquella mañana: «Por el este. Queda muy lejos, pero yo puedo llegar en un día».

—Seguramente ha ido hacia el este —contestó, ruborizado—. Adónde, no lo sé.

Su hermana lo miró con desprecio.

—Toma, coge esto —dijo, poniéndole la hoz en la mano—. ¡Siega! —le ordenó.

—¡Pero si es un trabajo de mujeres! —protestó él.

—¡Trabaja, burro! —le gritó Lébed, acercándose a grandes zancadas a su suegra mientras las otras mujeres celebraban con carcajadas la escena—. Dejadme ir a buscar a Pequeño Kiy —suplicó una vez más—. Mi hermano lo ha hecho ir a los bosques.

Su suegra no la miró de inmediato, pues estaba pendiente de lo que ocurría en el prado. Los hombres habían dejado de trabajar allí y varios, incluidos el marido de Lébed y el anciano del pueblo, se encaminaban hacia ellos.

—Es hora de descansar —anunció a las mujeres, antes de añadir escuetamente, de cara a Lébed—: puedes irte.

Cuando llegaron su marido y el anciano, Lébed les dio una breve explicación de lo ocurrido. El anciano, un hombre corpulento de barba gris y ojos pequeños y vivarachos, demostró escaso interés. En el rostro de su marido, por el contrario, se hizo patente una ligera preocupación.

—¿Debo ir? —consultó al anciano.

—El niño aparecerá pronto. No habrá ido muy lejos. Que lo busque ella —contestó en tono de aburrimiento.

Lébed percibió el alivio en la expresión de su marido y comprendió el motivo: tenía otras esposas y otros hijos de los que preocuparse.

—Me marcho —dijo en voz baja.

—Si no has vuelto cuando comencemos a trabajar otra vez, iré tras de ti —le prometió con una sonrisa su marido.

Ella asintió con la cabeza y se puso en camino.

Qué agradable y hospitalario parecía el bosque. Arriba, en el resplandeciente cielo azul, de vez en cuando pasaban unas abultadas nubes blancas que brillaban debido al reflejo del sol. Venían del este, viajaban sobre la verde masa de árboles, provenientes de quién sabía qué reseca e ilimitada estepa. En el linde del bosque por donde caminaba el niño, el viento soplaba mansamente sobre la alta hierba, arrancándole un suspiro. Unas cuantas vacas pacían en la sombra moteada de luz.

Había transcurrido ya un rato desde que Kiy se alejara de las ancianas. Para entonces recorría muy ufano el sendero que se adentraba en los bosques, sin la menor sensación de peligro.

Había pasado toda la mañana dándole vueltas a la cuestión del osezno. Su tío Mal sabía dónde estaba: en un reino mágico que había muy lejos, hacia el este. ¿Y no había dicho que él podía llegar allí en un día? A pesar de su corta edad, Kiy presentía que su tío no iba a ir, y cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que debería ser él quien lo hiciera.

A medida que avanzaba la mañana, sobre el campo donde trabajaban las mujeres se había asentado el vacilante resplandor del calor. El pequeño se había dedicado a vagabundear un poco, con aparente inquietud, hasta que al final, en una especie de estado de aturdimiento, como guiado por una mano invisible, había dirigido sus pasos hacia el bosque.

Conocía el camino. Para ir al este había que alejarse del río y seguir el sendero por donde iban a recoger setas su madre y las mujeres. A finales del verano irían también por allí para recolectar bayas. El este era la dirección de donde venían aquellas nubes blancas.

No sabía cuánta distancia lo separaba de su destino, pero si su tío era capaz de llegar en un día, también podría hacerlo él. O, si no podía en un día, en dos, puntualizó para sí con gran arrojo.

Y así, vestido con una túnica blanca ceñida con un cinturón de tela, calzado con unas zapatillas de corteza trenzada y llevando todavía en las manos un manojo de cebada que había recogido en el campo, el rozagante chiquillo siguió penetrando decidido en el pinar, sin abandonar el sendero.

Había medio kilómetro más o menos hasta la concentración de pequeños claros adonde iban a buscar setas las mujeres. El niño sonrió con placer al llegar a ese lugar, donde, arracimadas bajo las densas sombras, podían encontrarse más de diez variedades de setas, y aunque nunca había ido más allá, prosiguió el camino lleno de confianza.

El estrecho sendero descendía por una pendiente, cubierto unas veces de agujas de pino y otras de retorcidas raíces, para volver a subir luego a través de un bosquecillo. El pequeño advirtió que entre los robles y las hayas había menos pinos y, en cambio, más fresnos. Las ardillas lo observaban con prudencia desde los árboles. Una, apostada junto al camino, estuvo a punto de irse dando brincos, pero cambió de parecer y se quedó erguida y atenta, con una cáscara entre los dientes, mientras él pasaba. Al cabo de poco, el bosquecillo se hizo menos denso. Todo parecía muy tranquilo. El sendero estaba alfombrado de hierba. Unos trescientos metros más adelante se desviaba hacia la derecha para luego volver a la izquierda. Entonces apareció otro pinar.

Pequeño Kiy se sentía feliz, poseído por la emoción de explorar aquel territorio desconocido.

Había recorrido casi un kilómetro cuando el sendero se estrechó, adentrándose en una tupida pantalla de árboles. Siguió caminando, flanqueado de cerca por los troncos. Se percibía un tenue olor a turba.

Y de improviso vio, justo a su lado, un oscuro estanque.

No era grande: tendría unos diez metros de ancho por treinta de largo. Protegido tras los árboles que lo rodeaban, su superficie permanecía inmóvil. Mientras lo miraba, sin embargo, una suave ráfaga de viento provocó una leve ondulación en el agua. La onda se desplazó hacia él y lamió, casi sin producir ruido, la oscura tierra y las matas de helechos que crecían en la orilla.

Consciente de lo que aquello significaba, miró con aprensión el estanque y sus alrededores: «En el estanque en calma, moran los demonios».

Ese era el dicho que empleaba la gente de la aldea. Seguro que allí había doncellas de agua —rusalki—, y si uno no se andaba con cuidado saldrían para matarlo a fuerza de hacerle cosquillas. «No dejes que te atrapen las rusalki, Pequeño Kiy —le había advertido su madre—. ¡Con las cosquillas que tienes, acabarían contigo en un santiamén!»

Vigilando de reojo la superficie del agua, el chiquillo continuó por el borde del peligroso estanque hasta que, para su alivio, el sendero se apartó de él. Los árboles pronto dieron paso a una zona de robles, entre los que discurría el camino hasta desembocar en un espacioso claro. La hierba, de considerable altura, se mecía mansamente. A la derecha había un bosque de plateados abedules.

Kiy se detuvo allí. Qué silencioso estaba todo. Arriba, nada interrumpía el azul del cielo. ¿Por dónde debía continuar?

Aguardó unos minutos hasta que sobre el claro pasó una silenciosa nube, que el niño observó con cuidado para cerciorarse de la dirección que había de seguir.

El este quedaba justo enfrente. Kiy reanudó el camino.

Por primera vez, sintió la opresión de la soledad. Miró con inquietud el contorno del claro. Quizás apareciera su madre, pensó esperanzado. Le parecía natural que ella se presentara de repente allí, donde se encontraba él. No percibió, sin embargo, ni rastro de ella.

Volvió a adentrarse en el bosque y caminó otros diez minutos. El sendero había desaparecido y no había indicios de que ni hombre ni animal alguno hubiera pisado jamás la corta hierba que crecía bajo los abedules. Se detuvo, desconcertado, pensando que aquello estaba muy solitario y preguntándose si sería más conveniente volver. El entorno familiar del campo y el río parecía quedar muy lejos. De repente, anheló encontrarse cerca de ellos. Pero entonces se acordó del lóbrego estanque, con las rusalki acechando al lado del camino.

Los árboles se erguían, cada vez más densos, altos, imponentes y altivos, impidiendo que pasara la luz, de tal forma que solo se atisbaban fragmentos de cielo entre la pantalla de sus hojas, como si el gran tazón azul del cielo se hubiera roto en mil pedazos. Alzó la mirada hacia ellos y de nuevo le asaltaron las dudas. Pero ¿y el oso? No pensaba darse por vencido, de modo que se mordió los labios y reanudó la marcha.

Entonces le pareció oír una voz.

«Pequeño Kiy.» Era como si el grito de su madre rebotara sobre las mullidas copas de los árboles. «Kiy, pequeña baya.»

Su madre lo había llamado, constató con el rostro iluminado por una expectante sonrisa.

Sin embargo, cuando se volvió, ella no estaba allí. Prestó atención, la llamó y volvió a aguzar el oído.

Solo oyó el silencio. Era como si la voz de su madre no hubiera sonado nunca. Una suave racha de viento hizo oscilar las hojas y las ramas. ¿Acaso había sido tan solo un gemido del viento? ¿O habían sido las rusalki del estanque, que querían burlarse de él?

Abatido, siguió caminando.

De vez en cuando, un fino rayo de sol se filtraba entre las copas y bañaba su cabello rubio mientras avanzaba bajo el alto dosel de hojas. Y, en algunos momentos, tenía la impresión de que había ojos que lo observaban, como si furtivos seres marrones y grises acecharan en las lejanas sombras; pero, por más que miraba a su alrededor, no veía nada.

Cinco minutos después estuvo a punto de poner fin a su viaje.

Justo cuando se detuvo una vez más para asegurarse de que nada se movía, de pronto sonó sobre su cabeza un agudo chillido; y cuando se volvió, aterrorizado, del follaje surgió una oscura forma.

—Es Baba Yaga —gritó, muerto de miedo.

Era una conclusión lógica. Todos los niños temían a la bruja Baba Yaga. Nunca se sabía cuándo podía localizarlo a uno mientras surcaba el aire montada en su mortero, con los largos pies y las manos de uñas curvas extendidas, listas para agarrar a los niños y llevárselos para cocinarlos. Nunca se sabía cuándo podía aparecer.

En realidad, simplemente, resultó ser un pájaro que se había precipitado con un ruidoso aleteo entre el ramaje.

El susto, con todo, había sido tremendo. Temblando como una hoja, Kiy se echó a llorar y, sentado en el suelo, llamó varias veces a su madre. No obstante, en vista de que transcurrían los minutos sin que ocurriera nada, dejó de llorar y poco a poco recuperó la calma.

No había sido más que un pájaro. ¿Qué era lo que le decía a menudo su tío? «El cazador no tiene nada que temer en el bosque, Pequeño Kiy, si es prudente. Solo las mujeres y los niños le temen al bosque.» Se levantó despacio y, con paso indeciso, se adentró un poco más en la oscuridad de la espesura.

Casi enseguida reparó en que, a la izquierda, comenzaba a perfilarse una zona distinta donde los árboles no eran tan espesos y dejaban pasar más luz. Muy pronto aquel otro bosque pareció resplandecer con una luz dorada que lo atrajo como un imán.

Hacía más calor allí. Las copas no eran tan altas. En el suelo crecía una lujuriante hierba y también arbustos. Había, además, algunos retazos de musgo. Notó el calor del sol en plena cara, oyó el zumbido de las moscas y, un momento más tarde, sintió la picada de un diminuto insecto. A sus pies, un lagarto verde salió corriendo como una flecha entre la hierba.

Estaba tan contento de haber llegado a ese sitio que durante varios minutos apenas se fijó en qué dirección se movía.

De hecho, aunque no tuviera conciencia de ello, Kiy llevaba caminando casi una hora y ya era pleno mediodía. Todavía no notó que tenía hambre y sed, y sentía tal alivio por haber dejado atrás la sombría espesura que tampoco reparó en su cansancio. Al mirar atrás, ya no vio el oscuro bosque, y cuando giró sobre sus talones observó con extrañeza aquel soleado paraje. No lejos, los abedules relucían bajo el sol. Un pajarillo lo observaba desde una rama como si tuviera demasiado calor para moverse; y de repente él mismo, afectado por la potencia del sol, sintió como si el tiempo tuviera la textura de los sueños. Más adelante, la maleza se hacía más densa y había unas matas de juncos.

Entonces vio la rutilante luz.

Provenía del suelo, de debajo de una maraña de raíces. De improviso destelló en sus ojos, obligándole a pestañear. Avanzó un paso. La luz seguía sin apagarse. Una luz en el suelo. Se acercó aún más, al tiempo que en su cerebro tomaba forma una idea.

¿Podía ser esa luz, se preguntó, el camino que llevaba al otro mundo?

Podría muy bien serlo, pues la palabra eslava con que las gentes de la aldea se referían al otro mundo sonaba idéntica a «luz». Además, él sabía que el lugar donde vivían los domovoi y los otros antepasados estaba bajo el suelo. ¡Quizá fuera esa la puerta de entrada!

Cuando se halló más cerca, descubrió que la luz venía de un arroyuelo medio escondido, sobre cuya lisa superficie caía el sol de mediodía. El regato seguía un sinuoso curso entre la maleza, desapareciendo por completo en algunos puntos para volver a aflorar a la superficie al cabo de unos metros. A los ojos del niño, el hecho de que la luz procediera de un arroyo no le restaba en absoluto su carácter mágico, sino más bien al contrario. Mientras lo contemplaba, junto a los relucientes abedules y la lujuriante hierba, en su mente se concretaba otra idea aún más emocionante que la anterior. «Lo he conseguido. Es aquí», pensó. Tenía que haber llegado al reino secreto, el reino de Tres veces Nueve. No podía haber un lugar más mágico que aquel.

Maravillado, siguió el regato, que lo condujo cincuenta metros entre matorrales hasta un par de rocas con un avellano que crecía en la rendija abierta entre ambas. Allí se detuvo. Tocó las rocas y las notó tibias, casi calientes. De repente, sintió sed y dudó un momento antes de beber del arroyo mágico. Después, como la sed venció la aprensión, se arrodilló en la hierba y cogió un poco de agua cristalina con el cuenco de la mano. Qué sabor más dulce y fresco tenía.

Luego, para formarse una idea más clara de dónde estaba, se puso a trepar por una de las rocas. Justo encima había un saliente. Levantó la mano para agarrarse a él.

Y notó que había cerrado los dedos en torno a una serpiente.

Ni él mismo habría podido explicar cómo, un segundo más tarde, se hallaba a tres metros de la roca, con el cuerpo sacudido por temblores. Su cabeza se agitaba con movimientos convulsivos de un lado al otro, mientras él escrutaba los árboles, el regato y las rocas en busca de posibles serpientes dispuestas a atacarlo. El roce de una brizna de hierba le hizo dar un brinco.

Lo curioso era que la serpiente no se había movido de la roca. Desde su posición, veía la punta de la cola en el borde del saliente. Aguardó un par de minutos, todavía tembloroso. En el suelo no parecía que se moviera nada, pero en el aire un águila ratonera, con las alas inmóviles y desplegadas, planeaba sobre el lugar.

Poco a poco, la curiosidad pudo más que el terror, y el niño se decidió a avanzar.

La serpiente estaba muerta. Yacía formando una masa retorcida encima del ancho saliente. Extendida, su longitud debía superar dos o tres veces la altura de Kiy. Tenía la cabeza partida. Quizás hubiera sido el águila, pensó. La identificó como una víbora —una de las diversas variedades presentes en la zona—, y aun sabiendo que estaba muerta, no pudo reprimir un escalofrío al mirarla.

Mientras la observaba, cayó en la cuenta de algo más, algo que, a pesar del miedo, aplacó sus temblores y hasta dibujó una sonrisa en sus labios. Sí, aquel era, en efecto, un reino mágico. La serpiente estaba a la sombra de un avellano que crecía en la rendija formada por dos rocas. Justo debajo de un avellano.

—Ahora podré encontrar al oso —dijo en voz alta.

Estaba convencido de que la serpiente muerta le transmitiría uno de los secretos más valiosos del mundo: el secreto del lenguaje mágico.

El lenguaje mágico era silencioso, no se oía. Todos los árboles y las plantas lo hablaban, y hasta las piedras y los arroyos; y los animales también, a veces. Se podía obtener el secreto de diversas maneras, tal como le había explicado ni más ni menos que su abuela. «Hay cuatro formas de descubrir el lenguaje secreto, Pequeño Kiy. Si salvas a una serpiente del fuego o a un pez del pescador, tal vez ellos te lo transmitan. Otra forma es encontrar una semilla de helecho en el bosque, a medianoche, la víspera del solsticio de verano. Otra, encontrar una rana mientras labras y metértela en la boca. Y, finalmente, encontrar una serpiente muerta debajo de un avellano, cocerla y comerte su corazón.»

«Si pudiera hablar con los árboles y los animales, ellos me dirían enseguida dónde está mi osezno», pensó. Luego contempló con satisfacción la temible víbora. Solo le quedaba por resolver una dificultad de consideración: ¿cómo iba a cocerla si allí no había fuego? Quizá podría llevarla al pueblo, resolvió.

No podía apartar la vista de la serpiente. La tenía a pocos centímetros de distancia y llevaba muerta poco rato. Salvo por la cabeza, que estaba desfigurada, parecía como si pudiera volver de un momento a otro a la vida, y cuando notó el calor de la roca a través de la suela de las zapatillas y pensó en lo que la calentaba, volvió a asaltarlo un leve temblor.

No, no podía llevarla arrastrando hasta casa.

Entonces le vino una simple y reconfortante idea a la cabeza, y fue como si acabara de abrírsele un ancho camino a través de los solitarios bosques. «Volveré en busca del tío Mal. Él vendrá y cocerá la serpiente por mí.»

Qué sencillo parecía. Por un instante, sintió como si su viaje hubiera tocado a su fin y se encontrara ya de vuelta, sano y salvo. Bajó con alivio de la roca hasta el regato y comenzó a bordearlo retrocediendo sobre sus pasos. Lo veía todo con un perfil más familiar, menos mágico, ahora que emprendía el regreso de su exitoso viaje.

Pasaron cinco minutos antes de que advirtiera que se había perdido.

Cuando había vuelto a adentrarse en el bosque después de dejar atrás el reluciente estanque, se había orientado fijándose en las nubes. ¿Cómo se explicaba, entonces, que no le sonara nada ese sitio? Los árboles eran cada vez más altos y tupidos. Había algunos cantos rodados y matorrales dispersos, diferentes de los de la zona donde había estado antes. En ese momento se hubiera alegrado incluso de ver el peligroso estanque donde vivían las rusalki. Una vez más, se fijó en las nubes que cruzaban el cielo, sin saber que, poco antes del mediodía, el viento había comenzado a cambiar de dirección.

Solo entonces el pequeño cedió, por fin, al pánico. A medida que se sucedían los minutos, se acentuaba más y más la certeza de hallarse perdido; era como si lo envolviera un manto de frío. Se paró, miró a derecha e izquierda y, al ver las inacabables hileras de troncos a su alrededor, se dio cuenta de que todo esfuerzo era inútil.

No había escapatoria. Llamó a voces a su madre, cinco veces. Sus gritos se perdieron en el bosque. Era como si el propio día hubiera decidido atraparlo, apresarlo en el bosque bajo el infinito cielo azul, y estuviera mirándolo ahora desde lo alto con aire burlón. Quizá no volvería nunca a casa. Había un tronco caído cerca y se sentó junto a él. Allí, con la espalda apoyada en el tronco, se sintió desgraciado, demasiado abatido para seguir caminando, y se puso a llorar.

Llamó dos veces más pidiendo socorro, pero no hubo respuesta. Alargó la mano hacia una voluminosa seta que crecía a su lado y acarició su suave sombrero en busca de consuelo. Luego lloró un poco más. Así transcurrieron varios minutos; el llanto lo calmaba y le abotargaba los ojos. Después, estuvo un rato con la cabeza inclinada, apoyando la barbilla en el pecho.

Cuando vio al osezno, al principio creyó que estaba soñando.

Era evidente que se había apartado de la madre y se apresuraba, tropezando casi con sus manazas, para darle alcance. El osezno pasó a tan solo un metro y medio de distancia del lugar donde permanecía, amodorrado, Kiy.

El niño se incorporó, se frotó los ojos y, tras pellizcarse para asegurarse de que estaba despierto, echó a andar tras él. ¿Sería posible que, al final, hubiera encontrado al osezno? No podía dar crédito a su buena suerte. El cachorro, aún visible, se escabullía en dirección a una masa parda que debía de ser su madre, situada a unos cien metros. La figura parda desapareció detrás de un árbol.

Olvidándolo todo, el niño se dispuso a seguirlos con una idea fija: ver adónde iban. Presa de la excitación, apretaba el paso para no perderlos.

Lo condujeron, entre los árboles, hasta un claro, y desde allí de nuevo a la espesura. A Kiy no le inquietaba alejarse más. A veces los vislumbraba y entonces se quedaba parado para que no lo vieran. Pero, en general, los seguía por los ruidos que hacían al avanzar por el bosque. Ya había perdido la noción de la distancia que lo separaba de casa y no tenía idea de cómo regresar. Estaba demasiado cerca del objeto de su búsqueda para pensar en eso.

En varias ocasiones estuvo a punto de perderlos. En medio de una arboleda de robles y abetos que parecía no tener fin, de improviso topaba con el silencio. A su alrededor veía los árboles, iguales entre sí. Entonces se detenía, daba unos pasos y volvía a detenerse, antes de captar por fin el sonido de un roce en una u otra dirección.

No tenía conciencia del peligro, pues, después de tantas señales mágicas —el estanque oculto, la luz del arroyo del otro mundo, la serpiente debajo del avellano—, no le cabía duda de que aquel era un día mágico y de que los espíritus del bosque lo guiaban hacia su objetivo.

En uno de esos paréntesis de silencio advirtió que, a la derecha, detrás de una pantalla de abedules, había un retazo de sol que apuntaba la presencia de un claro. Quizás el osezno había ido allí, pensó, avanzando en esa dirección.

Y entonces, justo delante, en el límite del claro, percibió un destello de luz en los árboles. No muy arriba, en las ramas bajas, relucía algo. No podía ver de qué se trataba, pues se lo impedían los abedules, pero los rayos de sol rebotaban bailando, impregnados de vivos colores rojos, plateados y dorados. ¿Qué podía ser?

Con un arrebato de júbilo, cayó en la cuenta de lo que era. Claro, tenía que ser eso. ¿Qué otra criatura vivía en los árboles y brillaba de ese modo? ¿Qué otra criatura custodiaba las cosas de valor que buscaba la gente y sin duda protegía a su osezno en aquel preciso momento? ¿Qué otra criatura iba a ser, si no la más rara y exquisita maravilla de los bosques?

Tenía que ser por fuerza el pájaro de fuego.

El pájaro de fuego tenía un plumaje de muchos colores que resplandecía incluso en la oscuridad. El que consiguiera llegar hasta él y arrancar una de las largas plumas de su cola obtendría cuanto deseara. El pájaro de fuego era símbolo de calor y felicidad. Seguro que el osezno estaría esperando allí, con el pájaro de fuego. La brillante luz parecía hacerle señales, invitándolo a acercarse.

Siguió adelante hasta hallarse a tan solo unos doce metros. Aunque no lo veía bien, el pájaro de fuego permanecía inmóvil y todavía despedía destellos: estaba esperándolo. Con una exclamación de alborozo, atravesó corriendo la pantalla de abedules y desembocó en el claro.

La cara del jinete que lo miró por debajo del yelmo de metal no se alteró lo más mínimo. El yelmo tenía varias gemas de colores en el borde que espejeaban al darles la luz del sol…, igual que un pájaro de fuego. Tenía la tez oscura y una voluminosa nariz aquilina. Del casco salía una cabellera negra que se desparramaba sobre los hombros. Los ojos negros, casi achinados, tenían una mirada fría. De la espalda pendía un largo arco curvado.

El niño se quedó paralizado frente a él. El caballo que montaba aquel impresionante personaje era negro e iba ricamente enjaezado. Había estado pastando en la sombra, detrás de los árboles, pero levantó con desgana la cabeza para mirar a Kiy.

El semblante del jinete permanecía impasible.

Entonces se abalanzó sobre él.

Allá en lo alto, en la azul inmensidad del cielo, el potente sol vertía a plomo sus rayos sobre la tierra, sumida en el silencio del mediodía. Aun así, un sofocante soplo de viento arrancó de la seca cebada un suspiro que rozó las piernas de Lébed cuando esta salía del dorado campo. El polvoriento olor de la mies se propagaba hasta el linde del bosque. En el momento en que Lébed atravesaba la franja contigua a este, un ratón de campo salió corriendo de entre la cebada para esconderse debajo de la raíz de un árbol.

Quizás el niño solo había llegado hasta las primeras sombras de los árboles.

—Kiy, mi pequeña baya —lo llamaba mientras caminaba—. Pequeño Kiy, paloma mía.

Las vacas que pastaban alzaron la cabeza, pero no se dignaron moverse. Más allá, en los límites del bosque, un águila planeó sobre ella en busca de una presa. Kiy no estaba allí.

Tomó el sendero que conducía al claro donde recogían setas. A mediodía, en los bosques reinaba el mismo silencio que en el campo, y el sol proyectaba entre el ramaje una cruda luz.

—Pequeño Kiy —volvió a llamar—. Kiy, mi patito.

Tomó el pequeño talismán que llevaba colgado del cuello, un diminuto ganso tallado en madera que le había dado su madre, y lo besó.

Después escrutó los claros donde crecían las setas. Kiy no estaba.

Fue al estanque. ¿Y si se había caído dentro? ¿Podía estar allí, bajo las quietas y oscuras aguas? Las miró y no vio ningún indicio de que hubiera un cuerpo flotando. Además, no tenía por qué haberse caído, se dijo para tranquilizarse.

Sus gritos resonaron de nuevo en el bosque.

Siguió por el sendero hasta el claro, donde llamó varias veces más, casi convencida de que obtendría respuesta. El niño no podía haber llegado mucho más lejos.

Se encaminó al bosquecillo de plateados abedules situado al otro lado del claro y permaneció un momento inmóvil, con la cabeza inclinada ante la reluciente pantalla que formaban. El abedul era un árbol sagrado y propicio, capaz de prestar ayuda si uno se la solicitaba. Después prosiguió el camino. Tomó, sin embargo, la dirección este, pues no podía adivinar que el pequeño, ignorando que el viento había cambiado de rumbo, se había ido por otro lado guiándose por la trayectoria de las nubes. En un momento dado, vio una pareja de lobos, que la miraron como pálidas sombras plantadas junto a un árbol. Por un instante dejó de latirle el corazón. ¿Y si Kiy había topado con ellos? Tuvo que recordarse a sí misma que los lobos raras veces atacaban a las personas en el periodo de abundancia del verano.

Mientras caminaba, algunas imágenes se instalaban en su cerebro, y no había forma de expulsarlas: imprecisas criaturas del folclore de su pueblo…, pájaros de alegría y quebranto, pájaros de presa. Durante diez minutos, su mente estuvo presidida por el rojo del fuego: fuego en el hogar, que daba calidez a la casa; fuego en el bosque, generador de miedo. Las dos imágenes parecían superponerse, hasta el punto de que era incapaz de distinguirlas.

Unas veces veía los árboles como una especie de aliados que pronto harían salir a su hijo de entre su silenciosa protección; otras, le parecían seres tenebrosos y amenazadores. En un momento dado, en un robledo, creyó oír a la izquierda la voz del pequeño que le contestaba en tono lastimero y permaneció atenta, volvió a llamar y se puso de nuevo a la escucha antes de seguir andando.

Pensó en cómo sería la vida sin él. Imaginó vacío el espacio contiguo a ella, en el altillo. ¿Cómo podría llenar ese espantoso hueco? ¿Lo llenaría su bondadoso marido? No. ¿Otro hijo? Había visto a otras mujeres del pueblo perder a sus hijos. Lloraban y languidecían un tiempo, hasta que al final se conformaban. Luego tenían otros hijos, alguno de los cuales moría. La vida en el rod proseguiría sin interrupción. Pero ¿de qué le servía a ella saberlo? Lébed había experimentado muchas veces la angustia de una madre, pero nunca un miedo como aquel. Era algo que la corroía, que le causaba un dolor casi insoportable.

Si al menos pudiera volar, como Baba Yaga, la bruja, hasta lo alto de la gran cúpula del cielo y ver todo cuanto se movía en el bosque y en la estepa… Si supiera un hechizo para hacer que su hijo volviera…

Mientras seguía caminando hacia el este, mediado ya el cenit del día, se le ocurrieron dos pensamientos. El primero era que el niño no podía haber ido mucho más lejos, de modo que, mientras estuviera vivo, tenía que hallarse en algún lugar del bosque, aunque ella no supiera dónde.

La segunda idea era más aterradora.

Pronto, por el este, se acababa aquella parte del bosque, dando paso a un nuevo peligro: la estepa.

Imaginó a Kiy saliendo de la espesura para meterse entre la alta hierba. Nada lo protegería allí del ardor del sol. La hierba lo rodearía: nunca encontraría la manera de salir y ella no podría verlo. ¿Y la amenaza de los animales que vivían allí? Si bien eran escasas las posibilidades de que lo atacara un oso o un lobo en pleno verano, el desenlace podía ser fatal si topaba con una víbora, una manada de perros salvajes o un turón en la estepa.

Resolvió continuar por el bosque y luego bordearlo por la orilla de la estepa, llamándolo. Tal vez, si había llegado tan lejos, estaría cansado y se habría parado a descansar en la sombra del linde. Atenazada por la angustia, apretó el paso.

Cinco minutos más tarde salía del bosque.

La estepa se extendía en toda su inmensidad ante ella. El silencio de las horas centrales del día se prolongaba más allá del horizonte. La luz se abatía como un peso sobre la tierra, haciendo brillar el aire. Una franja de un centenar de metros, cubierta de hierba corta y juncias que, aunque resecas en su mayor parte, conservaban algunos retazos de verdor, hacía de zona intermedia. A partir de allí, la alta hierba de pluma —así llamada por los largos y deshilachados plumones que lucía en primavera— poblaba sin interrupción la estepa. Las blancas escobillas se confundían en la distancia, de tal forma que la amarillenta masa de agostada hierba parecía cubierta de una capa de suave plumón. Un poco más allá, la llanura adoptaba una tonalidad parda que viraba a lila conforme se acercaba a la línea del horizonte. A primera vista, al salir a pleno sol, daba la sensación de que el calor había reducido al sueño a todas las criaturas vivas.

La realidad, sin embargo, era otra. Un saltamontes saltó cerca de los pies de Lébed. A su derecha, una alondra alzó el vuelo y permaneció suspendida, cantando con valentía en medio del abrasador calor. Lébed vio en el borde del bosque jacintos e iris marchitados por el verano. No lejos, frente a ella, una mancha de color verde oscuro entre la amarillenta hierba le indicó que allí vivía una colonia de marmotas.

Llamó varias veces, pero no oyó ni vio señal alguna del niño. Giró a la izquierda y comenzó a andar en dirección noreste, en paralelo al límite del bosque. Más adelante, a la derecha, a unos tres kilómetros tal vez, se alzaba en la estepa un pequeño montículo. Era un kurgán —una tumba—, pero ella no sabía quién la había erigido allí ni cuándo. Su pueblo no solía levantar ese tipo de sepulturas.

Transcurrió un rato y, curiosamente, el kurgán aparecía igual de alejado entre la calima. En la estepa, la luz producía efectos engañosos. Lébed lo sabía, pero ese día se le antojaba algo siniestro, de mal agüero. En la distancia vio a una elegante zaida, con su pico negro azulado y su espalda blanca, que regresaba veloz al nido. Al tiempo que avanzaba, se adentró varias veces entre los árboles y describió un círculo para buscar a Pequeño Kiy antes de volver a salir a la cegadora planicie esteparia.

Cuando por fin pareció que se acercaba de veras al kurgán, llegó a una estrecha cinta de terreno elevado por la que se prolongaba el bosque en la estepa y comenzó a franquear la hilera de árboles.

El campamento de los jinetes se hallaba justo al otro lado. Lo vio al salir del bosquecillo, a menos de cien pasos de distancia.

Y vio también que tenían a su hijo.

Los cinco carromatos estaban provistos de toldos confeccionados con corteza. Se hallaban dispuestos en círculo, formando un modesto anillo de calientes y polvorientas sombras en la tremenda claridad de la estepa. Varios de los jinetes habían desmontado y permanecían tumbados bajo los carros.

Fuera del pequeño círculo, dos hombres seguían a lomos de sus caballos. Uno era rubio; el otro, moreno. El guerrero moreno le dirigió la palabra al otro, el cabecilla de la expedición:

—Vayamos a buscar el pueblo, hermano mío.

El jinete rubio observó al niño que su hermano de sangre tenía sujeto delante de él, sobre el cuello de su brioso caballo negro. El chiquillo estaba pálido y miraba a su alrededor con los ojos desorbitados por el miedo. Era un niño muy guapo.

El negrísimo cabello de su hermano de sangre relucía bajo el sol, casi tan lustroso como los flancos de su montura.

El pueblo no podía estar muy lejos de donde había aparecido el niño. Se llevarían a unos cuantos jóvenes y niños varones, ante las impotentes protestas de los aldeanos, y, como miembros adoptivos del clan, los entrenarían para ser guerreros, en lugar de esclavos. Dos de los jinetes que descansaban bajo los carromatos habían sido secuestrados de ese modo en poblaciones eslavas cuando eran jóvenes. Un pueblo extraño, pensó: no tenían dios de la guerra y, sin embargo, tras recibir instrucción se convertían en excelentes y arrojados luchadores. Sin duda, el niño que ahora tenía delante sería algún día un motivo de orgullo para el clan.

Pero no le apetecía atacar un pueblo en esa tarde tan calurosa.

—He venido con otro fin —dijo en voz baja.

—Tu abuelo no llegó a viejo —repuso gravemente el jinete moreno, con una inclinación de cabeza—. No en vano le llamaban El Ciervo.

Ese era el mayor elogio entre los jinetes de la estepa. Para ellos, los ancianos carecían de honor, pues los hombres valientes morían en la batalla antes de alcanzar esa edad.

Un rato antes, cuando el sol estaba en el punto más elevado de su trayectoria, el guerrero rubio había subido al solitario kurgán que se elevaba a corta distancia en la estepa y había clavado una larga espada en la tierra. Aquella era la tumba de su abuelo, muerto en una escaramuza en ese lugar casi olvidado de todos; de todos, salvo de su familia, que regresaría con intervalos de pocos años para honrar su memoria en ese remoto confín de la estepa. La espada seguía allí, asomando su empuñadura en cruz por encima de los carromatos, como reluciente símbolo de hierro de un noble clan guerrero.

Kiy observó al jinete. Nunca había visto a hombres como esos, pero había oído hablar de ellos. El del caballo negro era escita, dedujo.

«Si te coge un escita —le había dicho en una ocasión su padre—, te desollará vivo y con tu piel hará arreos para sus caballos.» Kiy miró con ansiedad las riendas. Desde el primer momento, la frialdad de la mirada del guerrero moreno le había hecho esperar lo peor, de modo que suponía que estaban discutiendo cómo cortarlo en pedazos. Estaba temblando. No obstante, después de escrutar al jinete rubio concibió alguna esperanza, pues, a pesar del terror, consideró que aquella figura era la más espléndida que había visto en toda su vida.

A diferencia de su hermano de sangre escita, el alto jinete rubio llevaba el pelo corto. Las facciones de su agradable cara ovalada eran regulares, refinadas, delicadas casi, y tenía una expresión franca y afable. Con todo, cuando sus claros ojos azules se encendían a causa de la ira, era realmente temible, más incluso que el moreno escita que tenía delante. Era tanto el pavor que causaba la mirada de los hombres de su tribu que varios autores de la Antigüedad la mencionan en sus obras.

Aquel guerrero rubio era alano. Pertenecía, pues, a la más gloriosa de las tribus sármatas, además de a un poderoso clan que destacaba por su altivez y cuyos miembros se autodenominaban los «pálidos» o los «radiantes».

Desde tiempo inmemorial, los jinetes habían llegado del este, de las tierras de Asia situadas al otro lado del colosal arco de cadenas montañosas que flanqueaban por el sur la imponente llanura euroasiática. Habían atravesado a caballo los pasos de las cumbres de la India y de Persia y la ardiente calima de las faldas de la cordillera para desembocar en la vasta llanura. Habían venido del desierto bordeando el mar Caspio, cruzando el Volga y luego la estepa del norte del mar Negro, hasta llegar a las riberas del río Dniéper y del Don. Se habían aventurado incluso hasta la parte oriental del Mediterráneo y los Balcanes.

Primero, en tiempos pasados, llegaron los cimerios, jinetes de la Edad de Hierro. Después, en torno al 600 a. C., los escitas, un pueblo indoeuropeo con mezcla de raza mongola que hablaba una lengua irania. Luego, hacia el 200 a. C., otro pueblo de lengua irania, los sármatas, se había abatido sobre la zona, sometiendo y arrinconando a los escitas a una reducida área.

Aquellos clanes guerreros dirigidos por príncipes nobles vinieron del este. Les pusieron un nombre iranio —Don significa «agua»— a los ríos Don y Dniéper, e incluso al Danubio. Eran los guerreros nómadas, señores de la estepa.

Desde el mar Negro hasta el linde de los bosques, los alanos radiantes suscitaban el miedo y la admiración de los eslavos. Algunas tribus eslavas trabajaban para ellos; otras les pagaban tributo. El radio de alcance de sus desplazamientos era, en efecto, muy amplio, pues, tal como proclamaban sus heroicos relatos, cabalgaban por las inmensas praderas desde la tierra del cálido sol hasta la tierra del crepúsculo.

El alano alzó la mirada al cielo. Aún hacía calor, pero dentro de poco los hombres tumbados debajo de los carros despertarían y habría llegado el momento de ponerse en marcha.

—Regresaremos hoy —anunció—. Quédate tú con el niño.

Kiy no podía despegar la vista del alto guerrero. A diferencia de su hermano escita, el alano utilizaba espuelas. Llevaba unas flexibles botas de cuero y holgados pantalones de seda. De su costado pendía una larga espada y un lazo, el arma favorita de su pueblo, y una daga permanecía sujeta mediante una anilla a su pierna. La cota de malla y el puntiagudo casco estaban atados a un hatillo en el suelo, cerca de los carros, junto con dos de las largas lanzas con las que los alanos solían realizar sus devastadoras cargas. En el jubón lucía unos pequeños triángulos de oro cosidos a la tela, y en torno al cuello, un torques de hilos de oro con dragones en las puntas. De los hombros le colgaba una larga capa de lana, prendida con un alfiler con profusas incrustaciones de gemas.

El atuendo del escita era diferente. Los ornamentos de oro y plata que llevaba cosidos al jubón de cuero arañaban la espalda de Kiy. El brazo con que lo retenía estaba rodeado por un brazalete con figuras de animales y dioses fantásticos en relieve. Kiy no sabía que aquella magnífica muestra de orfebrería era griega: lo único que sabía era que le hacía daño en los ojos cuando reflejaba el sol. En el cinto, el escita llevaba una cimitarra con adornos de estilo griego en la empuñadura.

Al tembloroso chiquillo se le antojaban, no obstante, aún más espléndidos y cautivadores los caballos que sus dueños. Si bien solo alcanzaba a ver en parte al negro caballo sobre el que se hallaba, percibía la tremenda fuerza del animal. Y en cuanto al caballo que montaba el alano, podía haber sido, por lo que a él respectaba, un dios.

Era de color gris plateado, tenía la crin negra y una raya negra que le recorría el lomo hasta acabar en una cola también negra. Los alanos designaban esa noble combinación de color con el nombre de «escarcha». Observando los airosos movimientos de ese corcel, Kiy tenía la impresión de que pisaba el suelo como si apenas se dignara tocarlo. Una criatura como aquella, más que galopar, debía de volar, pensaba.

No se equivocaba en tales apreciaciones, pues no había montura más veloz en toda la tribu alana. Su dueño le había puesto el nombre de Trajano, como el emperador romano cuya heroica reputación se había extendido por las orillas del mar Negro y que habían adoptado como deidad menor incluso pueblos tan alejados como los sármatas. En tres ocasiones, Trajano había salvado en plena batalla la vida de su amo gracias a su extraordinaria resistencia a los embates, y una vez, estando este herido, el animal se zafó de sus captores y acudió en su busca. El comentario que hacían al respecto los hombres era todo un halago tanto para él como para la montura: «Quiere más a Trajano que a su esposa».

En aquellos momentos, Trajano estaba inmóvil, pero la tenue brisa de la estepa movía los pequeños discos dorados que colgaban de su brida, produciendo un tintineo. Todos los discos llevaban grabado el tamga, el emblema del clan, del que, al igual que a su amo, se tenía por miembro al caballo. El tamga del clan era un tridente, un símbolo sagrado que presidía el hogar de la torre ancestral del clan, situada a cientos de kilómetros en dirección este.

El escita miró también a Trajano y a punto estuvo de exhalar un suspiro. En su pueblo de origen, un corcel tan majestuoso como aquel sería enterrado con su dueño en el kurgán cuando por fin cayera abatido en la batalla. Pero los alanos, aun siendo grandes jinetes, por lo general se conformaban con emprender su reposo tan solo con las riendas y los arreos de su montura.

Su padre y el del alano habían luchado juntos como mercenarios para Roma, y él y el alano se habían convertido en hermanos de sangre en la infancia. No había un vínculo más sagrado que aquel: nada podía quebrarlo. Durante años habían viajado juntos y peleado codo con codo. El escita nunca había defraudado en nada al alano. En caso necesario, sabía sin asomo de duda que moriría por su amigo.

No obstante, al posar por enésima vez su dura mirada en Trajano, sus ojos adquirieron un extraño aire soñador. «Si no fuera mi hermano —se dijo—, lo mataría; mataría hasta a cien guerreros como él por un caballo como este.» El animal le devolvió la mirada con altivez.

—Hermano mío —dijo en voz alta el escita—, ¿me permitirás que vaya con un par de hombres a saquear el pueblo y os siga luego? Os daríamos alcance mañana al atardecer.

—No me pidas eso ahora, hermano —respondió el alano, acariciando suavemente el cuello de su montura.

El escita permaneció mudo y pensativo. Los dos sabían que el alano no podía negarle nada a su hermano de sangre: ningún regalo, ningún favor, ningún sacrificio podía considerarse excesivo. Así lo dictaba la costumbre y su código de honor. Si el escita le hubiera pedido formalmente a Trajano, su hermano se lo habría dado. Sin embargo, un hermano de sangre no debía abusar de ese derecho: debía saber cuándo no era oportuno pedir ciertas cosas. Por ello, el jinete moreno inclinó la cabeza como si jamás hubiera formulado la propuesta de ir a atacar el pueblo.

Entonces Pequeño Kiy miró por encima de la hierba y profirió un grito.

La mujer caminaba hacia ellos a pleno sol. La larga hierba amarillenta le rozaba con aspereza las piernas desnudas.

Lébed ignoraba si la matarían o no, pero no tenía nada que perder. Mientras se acercaba, algo le dijo que el apuesto alano era el cabecilla, aunque no estaba totalmente segura. Los dos hombres la miraban, imperturbables. Ni siquiera los caballos se inmutaron.

Kiy se rebulló instintivamente para soltarse, pero el moreno brazo del escita, que parecía retenerlo con suavidad, resultó ser duro como el hierro. Ni siquiera entonces se planteó ni por un instante la posibilidad de que, una vez que llegara su madre, aquellos extraños y terribles jinetes se negaran a dejarlo ir con ella.

—Pequeño Kiy —oyó que lo llamaba.

Él contestó. ¿Por qué, se preguntó, los jinetes hacían como si no la vieran?

Lébed los miró a los ojos; los oscuros de uno y los de color azul claro del otro tenían algo en común: la dureza. El escita comenzó a desplazar despacio la mano hacia la cimitarra, pero la detuvo a medio camino para apoyarla en la crin del caballo.

Lébed se encontraba ya a tan solo diez pasos de ellos. Por la expresión de Kiy adivinó sus sentimientos. Primero la cara se le iluminó de alegría al verla; luego se le nubló de decepción y pena por no poder llegar hasta ella. Advirtió que algunos de los hombres y los caballos que descansaban junto a los carros la miraban con curiosidad, pero sin moverse. Entonces Lébed se detuvo, cruzó los brazos, separó las piernas y se quedó inmóvil delante de los dos jinetes.

Un soplo de viento desencadenó un tenue oleaje en las hierbas de pluma, que despedían un olor dulzón. El sol caía a plomo sobre ellos. El casco del escita lanzaba destellos. Nadie dijo nada.

Por fin, el alano, que conocía algunas palabras de eslavo, desde su elevada estatura a lomos de Trajano, le dirigió la palabra.

—¿Qué quieres? —preguntó escuetamente.

Lébed clavó por toda respuesta la mirada en su hijo, montado en el negro caballo del escita.

—Vuelve a tu pueblo. El niño es nuestro.

Lébed miró las redondas mejillas de Kiy, aunque rehuyó sus ojos. Observó sus manitas gordezuelas, aferradas a la crin del brioso caballo. Seguía sin despegar los labios, pues el silencio es más poderoso que las palabras.

El alano la miraba. ¿Qué podía saber ella, pensó, del destino que aguardaba al chico más allá del horizonte? ¿Qué sabía de los bulliciosos puertos griegos y romanos del mar Negro, de los altos acantilados que brillaban como lava líquida en aquel mar sureño, de los suaves promontorios, semejantes a osos que acudieran a beber en sus aguas? ¿Qué sabía aquella pobre eslava del linde del bosque del abundante comercio de grano que tenía lugar en Crimea, de las caravanas que viajaban al este, de las nevadas cumbres del Cáucaso, de las forjas donde los hombres templaban el hierro en los pasos o de los verdes viñedos de las laderas? Ella nunca había visto pastando junto a las montañas los grandes rebaños de caballos, tan magníficos que parecían dioses, ni las altivas torres de piedra de su pueblo.

Pronto, dentro de unos años, ese niño sería un guerrero y tal vez montaría un caballo como Trajano. Sería uno más de los alanos radiantes, cuyas tácticas de ataque y de amago de retirada habían copiado los mismos romanos. Si hasta el emperador Marco Aurelio había renunciado hacía poco a sus intenciones de conquistarlos, y los romanos habían recibido con satisfacción su ayuda contra los fogosos partos.

Había tanto por ver y conocer… Podría visitar los reinos de los cimerios, o los territorios de los escitas en Crimea; podría conversar con los griegos, los romanos, los persas y los judíos instalados en los puertos; conocer a gentes iranias y asiáticas llegadas de remotas tierras de Oriente. Podría alcanzar la gloria luchando contra los persas en el este o contra los molestos godos del norte. Y, por encima de todo, disfrutaría de la inmensa libertad de la imponente estepa, de la emoción del galope, de la camaradería de sus hermanos.

¿Qué podía hacer como eslavo? Vivir en el bosque y pagar tributo o desplazarse al sur y cultivar la tierra para los amos de la estepa. Como miembro de su clan, en cambio, sería un señor acreedor del respeto de los hombres.

Absorto en tales reflexiones, miraba a la mujer que quería que le devolvieran a su hijo.

—El niño es nuestro.

Al oírlo, Pequeño Kiy miró primero al alano y luego a su madre. Trató de discernir si el alano tenía intención de matarlo y concluyó que no, pues, de haberlo querido, ya lo habría hecho. Pero ¿qué iba a ser de él? ¿No volvería a ver nunca a su madre? El fuerte olor del poderoso caballo y las cálidas lágrimas que le anegaron los ojos parecieron ocupar la totalidad de la tarde.

Los otros hombres habían comenzado a enganchar los caballos. El alano tendió la mirada sobre la estepa. Lébed se quedó donde estaba.

El escita moreno la observaba con la impasibilidad de una serpiente. Su caballo sacudió la cabeza. El pueblo debía de quedar cerca, en efecto, pensó. Sentía unas ganas terribles de ir a saquearlo, pero ya lo había propuesto dos veces y su hermano de sangre se había mostrado contrario.

—Vámonos, hermano —dijo en voz baja, flexionando el brazo en torno al niño.

El alano se demoró. ¿Por qué demorarse? No había ningún motivo para ello. No obstante, dado que el viaje iba a ser largo y que el niño capturado por su hermano de sangre estaba a punto de iniciar una nueva vida, sintió el deseo de tener un gesto amable con él para tranquilizar a la madre, de modo que se acercó al niño y, tras quitarse un pequeño amuleto que llevaba colgado del cuello, se lo puso a él. Era un talismán del ave mágica Simrug, cuyos ojos apuntan en diferentes direcciones: uno hacia el presente; el otro hacia el futuro. Complacido por ese acto, hizo una señal con la cabeza al escita y enseguida volvieron grupas.

Con semblante angustiado, Kiy se revolvió entre los férreos brazos del escita para volverse.

—¡Mamá!

Lébed temblaba de pies a cabeza. Todos los músculos de su cuerpo querían moverse, precipitarse hacia los jinetes, pero sabía que, si lo hacía, la abatirían en un instante. Por alguna razón que ella misma no entendía, tenía la certeza de que en la inmovilidad y el silencio residía su única esperanza.

—¡Mamá! —volvió a llamarla el pequeño. Estaban ya a treinta pasos de distancia.

Ella siguió donde estaba. Los dos jinetes se adentraron despacio entre las altas hierbas, en dirección al este. Setenta pasos ya. Cien. Lébed miraba la carita redonda, con sus grandes ojos, que se veía extrañamente pálida encima del negro caballo que se lo llevaba.

—¡Mamá!

Todavía lo miraba fijamente a la cara, que comenzaban a tapar las plumas de la hierba.

Los carros se habían puesto en marcha y avanzaban pesadamente tras ellos, acompañados por los otros jinetes. Ninguno de ellos se dignó mirar siquiera a aquella mujer que observaba, inmóvil, su partida.

Había estado rezando en silencio desde el momento en que los había visto; y aunque sus oraciones no habían dado fruto de momento, continuaba rezando. Rezaba al dios del viento, que sentía en la cara. Rezaba al dios del trueno y del relámpago, y al dios sol, que en ese momento caía sobre los dos. Rezaba al dios del ganado. Rezaba a la Húmeda Madre Tierra, que se extendía por todas partes, bajo sus pies. Rezaba a todos los dioses que conocía. El despejado cielo azul seguía, empero, impasible, sin concederle nada. Parecía metálico, igual de duro que los ojos de los jinetes.

Los carros se alejaban entre la hierba. Al cabo de poco no vería más que una tenue nube de polvo. Entonces le pareció que el propio cielo azul se alejaba lentamente de ella, y, aunque seguía rezando, según la costumbre de su pueblo, abatió la cabeza en un gesto de aceptación: era el destino.

Al subir un pequeño altozano, el alano se volvió y la vio: una diminuta figura en la lejanía, que seguía de pie en el mismo sitio, mirándolos.

Entonces se apiadó de ella, pues el azar había querido que él también hubiera perdido a su único hijo aquel mismo año.

Cuando el escita oyó la petición de su hermano de sangre, se le iluminaron los ojos.

—Ya van dos veces hoy —repuso— que me has dicho que no te pidiera algo, cuando yo deseaba atacar el pueblo. Pero, para que veas el amor que te tengo, puedes pedirme lo que sea y te lo concederé. ¿Acaso no hundimos la punta de nuestras espadas en la misma copa de sangre? ¿No juré por el viento y mi cimitarra estar contigo en la vida y en la muerte? —Con un diestro movimiento, pasó al niño a manos del alano—. Es tuyo.

Luego aguardó.

De no haber ido contra su código de honor, el alano habría suspirado.

—Mi fiel hermano —contestó, esbozando en cambio una sonrisa—, has viajado hasta muy lejos conmigo para honrar a mi abuelo y has hecho cuanto te he pedido, no solo hoy sino muchas veces. Y nunca has pedido nada a cambio. Ahora te ruego, por tanto, que solicites un don y me permitas probarte el amor que te tengo.

Sabía que las circunstancias exigían un regalo, y también sabía en qué iba a consistir.

—Hermano mío —respondió con gravedad el escita—, te pido a Trajano.

—Es tuyo.

Notó un dolor físico al decirlo. Pero, aun así, se sintió a la vez henchido de orgullo, pues renunciar a un caballo como aquel era realmente un gesto de auténtica nobleza.

—Cabalgaré por última vez con él —anunció alegremente el alano.

Sin más preámbulos, hizo girar a Trajano y con un leve roce en los flancos, sosteniendo sin esfuerzo al niño en brazos, se fue al galope por la estepa.

Mientras Pequeño Kiy miraba con perplejidad a su alrededor, aferrado de forma instintiva a la crin del espléndido animal, el alano le dijo:

—Ya ves, pequeño, vuelves a tu pueblo, pero toda tu vida podrás decir: yo monté a lomos de Trajano, el más noble de todos los caballos de los alanos radiantes.

El niño no sospechaba que el alano tenía lágrimas en los ojos. De lo único que tenía constancia era de un sentimiento de júbilo, de una excitación como no la había sentido nunca hasta entonces.

Así fue como, cuando aún tendía sin esperanza la vista sobre la solitaria estepa, Lébed vio de improviso, como si del mismo dios del viento se tratara, la alada forma de Trajano, que se aproximaba a ella a la carrera. Con gesto casi acariciador, y sin pronunciar ni una palabra, el alano dejó al niño a sus pies antes de volver grupas y alejarse por la estepa.

Lébed abrazó con incredulidad a su hijo, que se agarró a ella.

Apenas prestó atención al hecho de que, al cabo de un momento, Kiy se separó con brusquedad de sus brazos y, señalando al jinete que desaparecía en el tembloroso aire de la estepa, gritó:

—¡Déjame ir con ellos!

Con el niño en brazos por si volvían para quitárselo, se apresuró a adentrarse de nuevo en el bosque.

Lébed no regresó de inmediato al pueblo. Se dirigió a un tranquilo paraje situado junto al río. Había cerca un roble sagrado al que dio gracias y después, deseosa de estar a solas con su hijo, se sentó a la sombra a mirarlo mientras jugaba con el agua y después dormía un rato.

Cuando salieron del bosque, caía ya la tarde. En el extenso campo no quedaba ni mies ni segadores. Como dos pequeñas nubes, madre e hijo atravesaron lentamente el gran espacio despejado.

La siega había terminado. En un rincón del campo habían dejado, siguiendo la costumbre, una gavilla de cebada como ofrenda a Volos, dios de la abundancia. En el otro extremo del campo, un grupo de niñas dispuestas en corro reían y jugaban, y cuando entraron en el pueblo, las ocas salieron de entre las cabañas para recibirlos con su habitual alboroto.

La primera persona que vio Lébed fue a su marido. La cara se le iluminó de alegría cuando levantó en vilo a su hijo, mientras la suegra salía de la cabaña y la saludaba con una lacónica inclinación de cabeza.

—Os he estado buscando —dijo el marido.

No le cabía duda de que así era. Sabía que, de seguir los impulsos de su corazón, habría estado buscándolos durante días…, si no se lo hubieran impedido las otras muchas obligaciones que reclamaban su atención.

—Lo he encontrado —contestó simplemente ella.

Después le habló de los jinetes y fueron a ver al anciano, que le hizo repetir con detalle lo ocurrido.

—Si vienen otra vez —concluyó el anciano—, volveremos a irnos hacia el norte.

La pequeña comunidad se había desplazado ya hacia el norte hacía tan solo cinco años, para no tener que pagar tributo a los jinetes de la estepa.

Ese día, con todo, no había nada que hacer salvo celebrar el final de la cosecha.

Los jóvenes habían ido ya al borde del campo y daban tumbos y hacían cabriolas sobre la hierba. Delante de la cabaña del anciano, las mujeres daban los últimos toques a un pequeño muñeco de paja que imitaba la figura de un anciano. Tenía una larga barba rizada, que en ese preciso momento estaban untando de miel. Era el dios del campo, y lo llevarían hasta su linde, donde limitaba con el bosque.

Fue entonces, mientras los aldeanos se congregaban, cuando Mal se decidió a asomarse a la puerta de su cabaña. Vaciló al ver a Lébed y al niño, pero este se le acercó corriendo.

—He visto al oso —gritó—. Lo he visto.

Mal se puso rojo como la grana y Lébed siguió andando con el niño de la mano.

Cuando todos se disponían a trasladarse al campo, Lébed sintió la presencia de su marido a su lado. No le miró a la cara, tal como él esperaba que hiciera, pero ya conocía la tierna expresión de su semblante. Los ojos le brillaban con el mismo anhelo de un muchacho… Ella también sabía eso sin necesidad de verlo. Entonces, el largo brazo de su marido se flexionó a su lado, aferró el suyo con la mano y le dio un suave apretón. Aquella era la señal, que ella ya preveía.

Continuó caminando. Seguramente algunas mujeres habían advertido la discreta señal. Era un brazo fuerte, pensó, aunque tirando más bien a huesudo, y la mejor manera de ocultar su falta de entusiasmo era caminar, manteniendo la vista baja. Esa noche acudiría a ella, eso era todo. Empujó al niño para que se situara delante de ellos, de modo que ambos pudieran reposar la mirada en él, y esa fue, mientras entraban en el campo, su verdadera comunión.

Mientras el sol iniciaba su lento descenso hacia los árboles y las sombras se alargaban sobre el campo, los aldeanos comenzaron a cantar y a bailar. En un corro, siguiendo las indicaciones de la suegra de Lébed, las mujeres que habían participado en la siega cantaron:

Rastrojo de la mies de verano,

devuélvele la fuerza a mi mano.

Estoy débil después de la siega.

Pero el invierno es largo, en invierno hiela.

Campo que das, la mies en verano,

devuélvele la fuerza a mi mano.

Los cálidos rayos del sol poniente se posaron sobre la clara miel que goteaba de la barba del muñeco de cebada, arrancándole destellos.

Junto al campo, tres ancianas babushkas, demasiado viejas para bailar y cantar, los observaban con placidez. Lébed les dedicó una mirada y sonrió para sí. Sabía que ella también se volvería así un día. «Dicen que el dios del campo se encoge hasta transformarse en un diminuto viejo cuando se ha acabado la siega —pensó—. Las personas también se encogen para acercarse a la tierra, a la morada que tendrán bajo el suelo, igual que los ancestrales domovoi.» Así era el destino. No había forma de dominar a la naturaleza; los hombres y las mujeres solo podían aceptar el tiempo que poseían y cosechar. Lébed sabía asimismo que la suerte particular de cada cual no era importante. No, ni siquiera la pérdida de su hijo habría recibido gran atención, a pesar del dolor. Eran muchos los niños que se perdían. Nadie los contaba. Algunos sobrevivían, sin embargo; y solo la vida del pueblo, del rod, continuaría siempre a través del duro e inclemente ciclo de las estaciones, en la inmensidad de la tierra.

Cuando acabaron la canción, se acercó a Pequeño Kiy. Estaba sentado en el suelo, moviendo entre los dedos el talismán que le había dado el jinete. Su mente vagaba por la infinita estepa y apenas le dedicó una mirada.

Y entonces su marido apareció delante de ella, de pie junto al niño, sonriendo con expresión anhelante.

Él también era necesario: en ciertos momentos, en ciertas temporadas, tenían necesidad de él. No obstante, aunque ella estaba a su disposición, aunque eran los hombres los que tenían la autoridad en el pueblo, sabía que la fuerza y la resistencia residían en las mujeres. Eran las mujeres, como la Húmeda Madre Tierra, las que protegían la semilla plantada en el suelo y las que sacaban adelante la cosecha para el dios sol y el hombre que lo había arado.

—Esta noche —le recordó, sonriente, su marido.

Cuando anocheció, encendieron las resinosas teas y dio comienzo el banquete en la cabaña del anciano. La copa de la amistad y su cucharón, rebosante de reluciente hidromiel, pasó de mano en mano, y de cada plato de pescado, pan de mijo y carne se ofreció una ración a los domovoi, que se suponía que habían abandonado su morada bajo el granero para unirse a la celebración.

Cuando se acabó la comida, el pueblo en pleno siguió bebiendo y bailando. Kiy vio que su madre tomaba su pandereta roja y se ponía a bailar delante de su padre; estuvo observando, fascinado, hasta que, por efecto del calor, por fin se le dobló el cuello y se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre el pecho.

Por segunda vez, su marido la había tocado, murmurando: «Vamos», y por segunda vez ella había negado con la cabeza, sin dejar de bailar. También había bebido, aunque menos que los otros, y el calor había invadido su cuerpo. Excitada por su propia danza, comenzó a desearlo, pero continuó bailando y bebiendo para propiciar en sí misma un estado de auténtico deseo.

Mientras los hombres y las mujeres se alejaban haciendo eses en la oscuridad de la noche, Lébed dejó que su marido la rodeara por la cintura y la llevara lejos del campo. En los alrededores, junto a las cabañas, en las proximidades del campo, estaban teniendo lugar múltiples emparejamientos indiscriminados: ¿quién sabía, quién recordaría quién se había acostado con quién? ¿Quién sabría de quién era el hijo, si se producía algún fruto de aquel acoplamiento? Daba igual la duda. Tan despreocupado proceder serviría para fomentar la continuidad de la vida en el rod.

Bajaron al río pasando entre las altas hierbas, en medio de las cuales brillaban las luciérnagas. Juntos contemplaron el río, que rutilaba bajo la luna. A aquel pequeño río, los aldeanos le habían puesto un nombre tomado del idioma de los jinetes de la estepa a los que tanto temían. Los eslavos sabían que algunos de los más poderosos alanos se describían a sí mismos, en su lengua irania, como rus, que significaba «luz» o «brillante». Por eso, y puesto que aquella palabra tenía un agradable sonido para los oídos de un eslavo, adecuado para un río, las gentes de la aldea habían bautizado con el nombre de Rus el reluciente curso de agua.

Era un buen nombre, que sin duda les habría satisfecho aún más si hubieran sabido que aquella misma palabra irania —rus o rhos— servía para referirse también en aquellos siglos al impresionante río que discurría por el este y que con el correr del tiempo recibiría el nombre de Volga.

Así pues, llamaron Rus al río; y a la aldea que construyeron a su lado, la llamaron Russka.

La noche estaba en calma. El riachuelo brillaba, avanzaba y a la vez no se movía. Se acostaron sobre la hierba. Por el firmamento estrellado pasaban de vez en cuando pálidas nubes, cual jinetes en pausada procesión, reflejando con tenue resplandor la luz de la luna creciente que viajaba hacia el sur… ¿y quién sabía qué oso, zorro, lobo o pájaro de fuego podía estar moviéndose entre las sombras en la espesura del bosque, o qué jinetes estaban acampados junto a sus hogueras en medio de la interminable estepa?

Pero el único sonido que oyó Lébed, cuando el viento sopló con suavidad sobre la tierra, fue el susurro de las hojas.