IV

—Señorita, cubra usted su desnudez. Mire que ya amaneció y usted despertó donde no debía, ¿no siente frío?, claro que no, usted solita es una hoguera, pero qué hoguera, una perra feroz se quedaría en pañales, mírese al espejo: carne y carne y carne.

Sabina entera como un sollozo se envolvió en la cobija. Tancredo apenas despertaba. Las Lilias se asomaban a ellos.

—Y usted, joven Tancredo, ¿la mercancía al aire? ¿No le da pena? Le advertimos que en menos de veinte minutos el padre San José ofrece la primera misa del viernes. Escuche, escuche, ¿no escucha pasos y voces?, es la iglesia que espera al reverendo, la iglesia repleta quiere oírlo cantar, y ¿cómo va a cantar el padre si debe pasar por esta sacristía y hay tendidos debajo de los ángeles dos pecadores?, Adán y Eva redivivos. Ah, razón tenía Dios al maldecirlos y arrojarlos del paraíso, porque se ven igual, sin una hojita, pero ¿a qué asustarse?, ¿para qué la cobija, Sabinita?, de cualquier manera ya la conocemos como Dios la trajo al mundo, a usted nosotras la vestíamos de niña, ¿no se acuerda?, ¿sigue enfadada?, ¿de qué nos acusaba ayer?, ¿de irrespeto con Almida y con su iglesia? Ah benditos. Mejor váyanse cada cual a su sitio y déjennos poner orden a su desorden.

—¿Y Almida? —pudo preguntar Tancredo, dormido aún, recordando a toda prisa en qué sitio de la tierra se encontraba. Lentamente Sabina empezaba a huir, envuelta en la cobija, sin dejar de odiar a las Lilias burlonas que se santiguaban mirándola, como si no quisieran olvidarla.

—A Dios gracias no siguieron debajo del altar —todavía dijeron ellas persignándose, corroborando con eso que los habían espiado la noche anterior—. Ya hemos limpiado y despercudido —añadieron, cáusticas—, ya hemos quemado todo el sudor de mujer, toda la ropa sucia de mujer que nos encontramos debajo del altar, del sagradísimo altar.

Flagelada, Sabina dio otro gemido y salió de la sacristía.

—Y Machado, y el padre Almida —insistió Tancredo—, ¿no ofrecen la misa?

—Llegaron amanecidos, acuérdese, y ahora duermen. La misa de esta mañana tendrá que ser oficiada por San José, nos parece. Ellos se veían trasnochados, oh, Almida y Machado ya despertarán. Pero por Dios, lo reconocemos: es la primera vez en la vida que no ofrecen la misa de la mañana. Algo bueno les pudo haber pasado, porque no queremos creer que sea algo malo. Duermen. Se veían tan fatigados que ni siquiera lograban caminar con claridad. Pero llegaron, al fin. No iba a perderse el padre Almida el almuerzo de familia, ¿cierto?, su día predilecto, todas esas hermosas obreras que comen como camioneros y sus hijas y sus nietas, todas juntas incensando al padre Almida, ¿qué haremos?, esperar. A Dios gracias tenemos con nosotros al misacantano, bendito sea, que Dios lo ayude a cantar como los pájaros a la hora de la misa. Ya le dimos un buen caldo con costilla, que él rindió con una botella de vino, un caldo de vino, mejor, un milagro resucitador, porque ahora parece una abeja en un jardín, venga con nosotras, Tancredito, y desayune, que usted también por lo visto durmió mal, tiene ojeras como pozos, ¿es que no hay otras mujeres en el mundo para usted?, ¿más bellas, más puras?

«Siguen ebrias», pensó Tancredo. Y, al mirarlas, recordó a los gatos. Extrañaba la ausencia de maullidos, presentía los fosforescentes ojos de los gatos que ahora deambulaban como ánimas por toda la parroquia. Le parecía un mal sueño que de verdad las Lilias los hubiesen ajusticiado en la alberca, alentadas y protegidas por las otras señoras, las inmarcesibles abuelas de la Asociación Cívica del Barrio. Así de cansadas de los gatos estarían, pensó, sin poder evitar cierto temor del rostro deferente de las Lilias. Seguían mirándolo con atención. Desnudo, yacía todavía encima del jergón, y elevaba una de sus manos como si se protegiera físicamente de las palabras de las Lilias. Una de ellas se había apoderado de su ropa, y la tenía debajo del brazo, como si no pensara devolvérsela jamás. Tancredo alargó su mano, demandándola, y todas lanzaron una risotada.

—Ahora le da por vestirse —dijeron—. A buena hora.

Al fin la Lilia le entregó su ropa y él no tuvo más remedio que vestirse enfrente de ellas.

—Si olvidamos la joroba —le dijeron—, sus padres se inspiraron, Tancredito; lo vemos bien formado, tiene que dar gracias a Dios.

Y echaron a reír como enloquecidas, pero no dejaban de poner orden alrededor. Sólo el timbre del teléfono las estatizó.

—Quién podrá ser —dijeron al unísono, y contemplaron el teléfono, las bocas abiertas, las manos extendidas. Era como si el aparato tuviese la voz del reverendo Almida, presentándose de pronto en la mañana, saludándolos a todos, preguntando qué sucede, interrogándolos sobre cada una de sus responsabilidades.

Contestó Tancredo y, de nuevo, como la noche anterior, hubo un largo zumbido que decreció y se extinguió. Colgó y se quedó mirando con las Lilias.

—Nadie —les dijo.

—Nadie es el gato que murió ayer —repuso la Lilia más pequeña, con un rescoldo de amenaza en su voz. Ese momento lo aprovecharon las otras para acabar de esconder el jergón, la cobija y la almohada. Después huyeron, literalmente, de la sacristía.

—Ojalá San José alcance a cantar —decía la más pequeña, la última que salió, cuando el teléfono volvió a sonar. Tancredo lo dejó sonar dos veces y descolgó. Ningún zumbido, ninguna voz. Colgó. Sonó. Tancredo preguntaba quién era, a quién necesita, cuando por fin escuchó una voz como agarrotada por el frío. Una voz que preguntaba, a su vez, por el reverendo Juan Pablo Almida. «No lo puede atender», repuso Tancredo, «quién lo busca». Era la primera llamada a la parroquia, a esas horas, preguntando por Almida, y justamente cuando Almida se encontraba durmiendo. La voz no se identificó, sólo volvió a preguntar por Almida. «Duerme, el padre Almida está durmiendo», dijo Tancredo.

La voz colgó.

—Y sigue dormido —repuso la más pequeña de las Lilias, asomando por un instante la canosa cabeza a la puerta, únicamente la cabeza, estirando el arrugado cuello, la voz confidencial—: igual que el sacristán. ¿Despertarán algún día? Quién sabe. Quién puede saberlo. Ya les dimos su agüita de yerbabuena. La merecían.

La cabeza de la Lilia habló con calma, de una manera más que sosegada, aburrida, y cada palabra se escuchó perfectamente; incluso Tancredo creyó adivinar que sonreía cuando se preguntó si Almida y Machado despertarían.

La cabeza desapareció veloz, y dejó solo a Tancredo.

Y todavía solo, en la sacristía, contempló fascinado la llegada del reverendo San José Matamoros. Con una botella de vino en la mano, los ojos iluminados como si lloraran.

—Quiero cantar —dijo.

Ebrio, pero como si lo sostuviera una multitud de alas, exuberante, recién duchado, afeitado, sólo delataban su embriaguez los anteojos ladeados y los ojos absolutamente lelos, idos. Se sacó la vinajera del bolsillo y la mostró a Tancredo de una manera triunfal: «Vodka», dijo, y guiñó un ojo, «el padre Almida vive surtido como un cardenal», y eructó. Eructó, cuando a veinte metros de él, a sus espaldas, el pueblo entero esperaba. Era una congregación inusitada, dado el ruido de pasos, respiraciones, carraspeos, tosidos. Como un incendio en la noche la noticia del misacantano se había regado por el barrio. «Las Lilias», pensó Tancredo, «las Lilias llamaron al mundo».

De hecho, una de ellas —la más pequeña otra vez— le ofrecía una taza de café. Las otras ayudaban a vestir a Matamoros, lo esplendieron de blanco y azul inmaculados. Todavía con el café mojándole los labios, Tancredo siguió tras él, avanzó a la iglesia, y se dolió de la presencia del altar, como un remordimiento hasta las lágrimas. Pero pronto la voz del misacantano lo ayudó a olvidar, como se olvidaron de ellas mismas las Lilias y todas las abuelas de la Asociación Cívica del Barrio a la hora del padrenuestro cantado, a la hora de la bendición, inmóviles, los corazones al unísono, los ojos puestos en el padrecito que se retiraba como si acabara de librar la batalla de su vida. Completamente agotado, doblado sobre sí mismo, Matamoros —igual que ayer— volvió a sentarse en la única silla de la sacristía, junto al teléfono. «Un día de éstos se me va a partir el corazón», dijo, y pidió un whisky a Tancredo, un whisky, como suena, en mitad de la sacristía, igual que si se encontrara en el bar de los prostíbulos que Tancredo visitaba en demanda de comensales. Pues bien: un whisky le aparecieron, con vaso alto y crujiente de hielos, de inmediato, las tres Lilias.

—Es usted bendito, padre —le dijeron.

En el jardín, sentadas al borde de la fuente, pecosas de la sombra de los sauces, en el cielo sin nubes y el reposo del viernes, ese viernes, primer viernes de su vida sin cocinar, sumidas en el ensueño plácido de las once de la mañana, las Lilias oían cantar un bolero a Matamoros, sentado como ellas, junto a ellas, apacible. Y cerca, sin que nadie reparara en sus presencias, dispersas en las esquinas, recostadas a los sauces, levitantes, las siete o nueve ancianas de la Asociación Cívica del Barrio escuchaban la parábola cantada —consideró Tancredo, descubriendo de pronto ese montón de estatuas embelesadas que se regaban beatíficas por todas partes, ¿en qué momento las buenas señoras entraron en la parroquia?, ¿y por la iglesia, por la sacristía, sin pedir permiso, como en su casa? Casi mediodía, el sol lograba calentar las paredes, el Almuerzo de familia se avecinaba y las Lilias no tocaban la cocina. Las viejas adoradoras veían beber a Matamoros, oían cantar a Matamoros, olvidaban o parecían olvidar que Juan Pablo Almida, su párroco, su benefactor, dormía, y que había que despertarlo. «Tengo que despertar al padre», se repitió Tancredo, en un rincón del jardín, pero siguió quieto, atento al canto, igual o más hipnotizado que las adoradoras.

—Debemos despertar al padre Almida —le dijo de pronto Sabina, a su lado, vestida de gris, la pañoleta gris en la cabeza, la mano fría rozándolo—. Tenemos que advertirle que ya casi es mediodía —insistió realmente asombrada—. Almuerzo de familia y Almida y mi padrino duermen.

Tancredo no respondió. La presencia de Sabina lo congelaba, la mano de Sabina en su mano.

—Pero aquí nadie parece acordarse de ellos —siguió Sabina. Sus ojos admirados se paseaban por entre los arrobados semblantes de las señoras, como si las desconociera—. Es increíble —dijo—: todo por la voz del borracho. —Se ruborizó—: y pensar que anoche su mano de buitre casi me quemó. —Sonrió hipnotizada—: Es un milagro al revés. —Observaba con esplendente curiosidad a Matamoros, ¿acaso también lo veneraba?—. Ese padre está que se cae —lo admiró—. Es como una fiesta amanecida. —Y, repentinamente angustiada—: Aquí nadie parece darse cuenta.

Eso ya no lo pudo soportar Sabina. Dio un paso adelante, se mordió los labios.

—El padre Almida no demora en venir —les dijo a las Lilias con un grito, todavía aferrando la mano de Tancredo—. ¿A nadie le importa? —Enmudeció el canto, Matamoros se limpió el sudor de la frente, se restregó los párpados, ¿iba a dormir?, por lo visto dormía a conveniencia, ¿o de verdad cantó demasiado?, fuera lo que fuera las Lilias embebidas y las demás adoradoras se paralizaron; pareció detenerse el tiempo.

—El padre Almida no demora en despertar —repuso tranquilamente una Lilia—. Es su viernes predilecto, no se lo va a perder. —Encorvada, sentada al filo de la fuente, sonriente, casi una niña asomada al agua, los rayos del sol la iluminaban. Parecía más feliz que la mañana: Sabina la odió.

Entonces, por sobre todas las cosas, se oyó la trabajosa voz de Matamoros:

—Podemos cantar el Te Deum Laudamus —dijo, la voz entristecida pero justiciera, los brazos abiertos, la cabeza doblada como si hablara al cielo—, podemos repetir el acto de contrición de san Francisco Javier, elevar un Trisagio a la Santísima Trinidad, lanzar preces al Sagrado Corazón de Jesús, entonar juntos un Vía Crucis: iremos por la tercera estación, cuando Jesús cae la primera vez, y acaso cantaremos mejor, o nos dormiremos; iremos por la sexta estación, cuando la Verónica enjuga el rostro de Jesús, y acaso seamos felices, o infelices, y más infelices en la séptima, cuando Jesús cae la segunda vez, y en la duodécima moriremos con Jesús muriendo en la cruz, y después, para agradecer todo el sufrimiento, adoraremos las cinco llagas de Jesús sacrificado, cantaremos a la llaga del pie izquierdo, a la llaga del pie derecho, a la llaga de la mano izquierda, a la llaga de la mano derecha, a la herida en el costado, y seguiremos con una oración a Jesús azotado en la columna, Jesús coronado de espinas, y lanzaremos los lamentos de las benditas almas del purgatorio, y luego un responso, y lloraremos de infelicidad.

Hubo un silencio rotundo, desde el cielo.

—¿Queremos llorar? —dijo el padre incorporándose. Y se respondió de inmediato—: nunca. Nunca otro sufrimiento. Ya no queremos sufrir más.

También de inmediato se desplomó más que se sentó. Parecía morirse por el esfuerzo.

—Descanse usted, padre —le dijeron las Lilias, rodeándolo.

Sólo una de las señoras pareció alarmarse ante las palabras de San José. No solamente se alarmó con su gesto, la blanca y arrugada mano en la frente, sino que se desmayó. Hubo un revuelo de faldas en torno a ella. Por fin la vieron despertar, recuperarse, sus ojos parpadeando.

—Por Dios —dijo—, si yo estoy bien. El que necesita ayuda es el padre San José, bendito sea.

Ante ese desmayo y su desenlace, Tancredo elevó los ojos, resignado. Vio la dorada cúpula de la iglesia, siempre distante, siempre ajena. Y, sin proponérselo, entrevió la puerta del aposento de Almida, en el segundo piso, que daba al jardín. La puerta estaba abierta. Podía verla, abierta, desde el jardín. De inmediato se dirigió a las escaleras, Sabina detrás. Subieron corriendo. Así era: la puerta seguía abierta. Avanzaron, en punta de pies. «¿Padre Almida?» La persiana, cerrada, creaba una suerte de noche, una dolorosa penumbra. Se asomaron al rostro. La boca tiesa y torcida, desesperada, convertida en un grito mudo. Un vómito verde manchaba la almohada de plumas.

Sabina corrió al cuarto siguiente, el de Machado. En pocos segundos se oyó su grito, breve, opaco.

Se encontraron en el pasillo.

Era como si Sabina levitara, desconocida, sus ojos iluminados, porque todavía en el espejo de la incredulidad se sonreía. Se sonreía, y enlazaba las manos. Ahora tenía puestos los esperanzados ojos en el cielo.

En eso llegaron las Lilias, intempestivas. Fue como si los enfrentaran, en el segundo piso de la parroquia, en el pasillo reverdecido de helechos, ante las demás señoras que aguardaban en el jardín. Mudas y enrojecidas las Lilias se asomaron a las puertas abiertas de par en par. Y se oyó la voz de cualquiera de ellas:

—Si no despiertan —dijo como si dictaminara una orden— tendremos que llorar mucho y rezar toda la vida. Así llegaron de casa de don Justiniano. Así los trajo Dios de vuelta. Nosotros ni nos dimos cuenta, que Dios nos perdone, tendremos que llorar y rezar toda la vida.

Y volvieron a escabullirse en las profundas escaleras.

Reaparecieron en el jardín, los brazos en jarra, ante el grupo de abuelas que rodeaba al reverendo San José: dormía como las piedras. Las siete o nueve señoras les abrieron paso con un respeto rayano en la veneración. Hacía sol, el cielo esplendía, pero de las oscuras figuras que se aglomeraban en torno a la fuente irradiaba el frío, un presagio de lluvia, una atmósfera azul, una íntima nube de hielo que ennegrecía los sauces. «Háganse cargo», les dijeron las Lilias, «nosotras ya vendremos con ustedes, pero sólo cuando el padre Matamoros haya reposado, ¿es que no lo ven?, hoy cantó demasiado». Desde el segundo piso Tancredo y Sabina escuchaban.

Y las vieron llevarse a Matamoros, ¿lo cargaban de nuevo?, no lo distinguían, oculto en mitad de las viejas, de sus brazos abiertos y sus chales negros como alas.

Barcelona, 1999 – Bogotá, 2000