II

Desde que Tancredo recuerde, ésa fue la noche que alumbró sobre todas sus noches, noche distinta y demoledora, inicio o final de su vida, agonía o resurrección, sólo Dios sabe. Noche solemne, su pasión y extrañeza superaron incluso a la primera noche que Sabina y él se enredaron por fin en un sombrío rincón del patio, después de años de inocente escarceo, y pecaron hora tras hora hasta la madrugada como si se resarcieran de un siglo de distancia.

La garrafa de licor seguía todavía en la mesa cuando Almida y Machado corrieron al patio, bajo la lluvia, para abordar el volkswagen. Las tres Lilias los escoltaban, armadas de sendos paraguas. Los dos máximos representantes de la parroquia parecían fugarse, las cabezas dobladas en el nicho protector de los paraguas, los cuerpos engabardinados y oscuros huyendo a su destino indescifrable.

El padre Matamoros, inesperado reemplazo de Almida, se quedó esperando de pie en el gabinete; tan pronto vio regresar a Tancredo se derrumbó en la primera silla: «Todavía hay cinco minutos para esta devota garganta», dijo, «deme algo de eso», y señalaba mientras tanto la garrafa, «¿qué es?» preguntó, «ah, licor de avellanas. Muy dulce». Para estupor de Sabina, que acababa de entrar, se tomó el resto de la botella —con veinticinco grados de alcohol, según las discretas palabras de Almida, y usó para ello una de las tazas de café recién usadas: sus ojillos, negros y hundidos, se incendiaron un instante. «Es bueno contra el frío», dijo refregándose las manos mojadas.

De una edad indefinible, el padre Matamoros —el reverendo padre San José Matamoros del Palacio— resultaba de verdad un raro pájaro en la parroquia, gris y desplumado, venido de Dios sabe qué cielos. Vestía de paño oscuro y en lugar de alzacuellos usaba un suéter gris, de cuello de tortuga; su chaqueta parecía prestada, le quedaba grande; sus redondos zapatos casi negros, de colegial, tenían el cuero rajado y las suelas desaparecidas; los cordones eran blancos; usaba anteojos cuadrados: una lente partida por la mitad, una pata remendada con una sucia tira de esparadrapo.

Acabado el licor se fue corriendo con Tancredo a la sacristía (la lluvia arreciaba y se aposentaba en los sifones del jardín, desbordándose por sobre el pasillo de piedra) y, ya en la sacristía, acezante, pasó revista a cada ámbito, haciendo hincapié en los devotos lienzos que ornaban las paredes. Se persignó ante una virgen de Botticelli, y pareció orar con los ojos, maravillado; tiempo que Tancredo aprovechó para buscar una toalla y secarle el rostro y cabello, las empapadas manos, el pescuezo de pájaro. Matamoros se dejó hacer, sin quitar los ojos de la piadosa Madona del magníficat. Por fin suspiró, y echó otra mirada en derredor, asintiendo con la cabeza. Reparó con alguna ironía en el teléfono, negro y antiguo, sobre una mesita. Lo sorprendió ese lejano rincón del teléfono donde, además, se divisaba una silla vacía, escueta, rodeada de una muchedumbre de ángeles de yeso, vírgenes y santos consternados, especie de tropa vencida, con las narices rotas, sin brazos, la mitad de las alas desaparecidas o descoloridas, los ojos blancos, los rostros raspados, las manos partidas y los dedos agrietados, extraño gentío que sin duda esperaba ser trasladado al artesano resucitador, o al basurero. Y se sonrió: «Teléfono para llamar a Dios», dijo. De su bolsillo sacó un diminuto peine amarillo, con el que apaciguó la revoltosa melena, usando a modo de espejo el inmenso copón de oro que Almida jamás quiso usar en sus misas, Dios sabe por qué. Del mismo bolsillo sacó un frasco de enjuague bucal, y —para bochorno del jorobado— hizo dos o tres buches que arrojó sin misericordia dentro del mismo copón. «Habrá que limpiar esto», dijo, y sólo entonces miró a Tancredo con fijeza de ave de rapiña. «Es usted mi acólito, ¿cierto?» preguntó, ofrendando la inevitable ojeada a su joroba. Sonrió sin maldad. «Ponga esto», ordenó, «en el altar». Se lo dijo mientras entregaba una luminosa y bien labrada vinajera de cristal, llena de agua. «Con esto decanto el vino», dijo, y, enseguida, los ojos puestos en un crucifijo de bronce, igual que si rindiera una explicación al Altísimo: «Prefiero beber mi propia agua en mis misas». Después se dejó ayudar a vestir los atuendos sagrados, sin apartar los encendidos ojos del solícito jorobado, de su elevada joroba, que soslayó de abajo arriba con franqueza: «Otra catedral», dijo señalándola.

En el momento crucial del ingreso al santuario, se volvió hacia Tancredo como si hubiese olvidado algo: «Yo no leeré el Evangelio», dijo con un susurro, «eso lo hará usted. Supongo que ya sabrá en qué día estamos». Y avanzó con parsimonia hacia la albura del altar, que parecía flotar en la niebla, avanzó inmerso en el incienso de los cirios perfumados, rodeado por el ruido respetuoso de los cuerpos de los feligreses incorporándose. Besó el centro del altar, un largo rato, doblando una rodilla, los brazos extendidos como alas, la espalda fulgiendo bajo la gran cruz bordada en oro de su túnica, y se irguió majestuoso, paseando los ojos por los demás ojos que lo invocaban, y dio inicio a su misa: peculiar inicio, consideró Tancredo, escalofriado, porque después de santiguarse y saludar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y antes de iniciar el acto penitencial, no dijo amadísimos hermanos sino amantísimos.

No puso el jorobado mayor atención al desenvolvimiento del saludo: poco antes de ubicarse a un lado del altar descubrió que los ojos de Sabina lo vigilaban desde el interior de la sacristía. Estaría pendiente de él hasta que finalizara la misa, y seguiría pendiente hasta que el padre Matamoros marchara. Entonces arremetería y se saldría con la suya, a no ser que Tancredo se rodeara de las Lilias, como un deplorable escudo.

La misa del padre San José no fue una misa rezada.

Para sorpresa y jolgorio de los nocturnos feligreses, resultó una misa cantada. ¿Quién podía suponer que el padre Matamoros, además de llevar su propia agua al altar, era un perfecto Misacantano? En los ámbitos fríos y abovedados su voz pareció que venía del cielo. Repitió su invitación al arrepentimiento, pero cantando: Amantísimos hermanos, antes de celebrar estos sagrados misterios, reconozcamos nuestros pecados. Era como si el órgano sonara. Tancredo levantó los ojos hacia la bóveda de mármol y miró como si huyera la bandada de ángeles pintados volando entre las nubes, los vio devolver su mirada, y todavía no sabía si sentirse aterrado o conmovido. Hacía cuánto, pensó, que la misa no se cantaba. La pureza de la voz era el aire que respiraban. Nadie entendía nada, pero la voz cantaba. Eso sí, ninguno de los feligreses se atrevió a replicar cantando, y así dijeron el Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión, tímidamente, como corderos, y se golpearon el pecho susurrando al unísono por mi culpa por mi culpa por mi gran culpa, y después del golpe de pechos que resonó igual que un tambor ultraterreno, y que los admiró de sí mismos, enalteciéndolos, como si al fin comprendieran que sus propios cuerpos pudieran sonar y cantar, siguieron rogando a santa María siempre Virgen a los ángeles a los apóstoles y a vosotros hermanos que intercedáis por mí ante Dios nuestro Señor… Hubo un silencio infinito, y el padre Matamoros concluyó cantando Dios Todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna, y entonces por primera vez como una comunión el pueblo entero se atrevió a responder cantando: Amén.

En primera fila —porque asistían inquebrantables a primera y última misa— se encontraban las tres Lilias, tan distintas pero tan parecidas, uncidas al mismo nombre desde que empezaron a servir al padre Almida, viejas y de negro, por segunda vez vestidas como de fiesta, las tres con pulcro sombrerito ornamentado, velo y misal, zapatos de charol, pero las manos olorosas a cebolla, los alientos idénticos al paladeo de cada plato, en los ojos todavía la llama de las estufas, la fatiga de cortar carne y ajo en pedacitos, exprimir limones, cocinar hasta perder el hambre. Esa noche, sin embargo, sus ojos se aguaron no por la sangre de las cebollas ni por más rábanos heridos sino por algo como un licor sacro que se desbordó en sus oídos y tocó sus almas y las hizo al fin llorar en silencio. Sonreían como una sola Lilia. Eran una isla entre los fieles, que ya las distinguían por el olor y preferían cederles una banca entera, sólo para ellas, sin vecinos atrás y a los lados, privilegio o soledad que ellas en su inocencia casi azul entendían como una respetuosa deferencia de los devotos para con las mujeres que cuidaban del padre Almida, de su desayuno, de su alma inmaculada y su camisa limpia.

También Sabina, oculta en la sacristía, no dejaba de inmiscuirse con toda su vida al canto que nadie esperaba. Por unos instantes de gracia aquel sacerdote aparecido le hizo olvidar que ella y Tancredo quedarían solos en la parroquia, sin Almida ni Machado; veía la espalda corpulenta, la afilada joroba de Tancredo, la cabeza elevada, pero por fin no lo veía, no le importaba, sólo escuchaba embebida al padre San José invitando a los fieles al arrepentimiento. El cántico del misacantano, que al principio casi los hizo reír de pánico, ahora los hacía llorar de alegría. Cuando llegaron las Invocaciones los feligreses se desmandaron a cantar al Señor que tuviese piedad, Cristo ten piedad, Señor ten piedad, y se sintieron levitar con el Gloria a Dios en el cielo, que Matamoros repitió cantando a solas, y en latín. Lo atendían, arrebatados: Glória in excélsis Deo et in terra pax homínibus bonae voluntátis. Laudámus te, benedícimus te, adorámus te, glorificámus te… y todos, al final de la oración, se decidieron y cantaron un Amén pletórico de entusiasmo que acarició las paredes, palpitó en cada ámbito, desde el altar hasta la calle.

Pues uno que otro transeúnte había detenido su camino al oír esa misa imposible a las siete de la noche, pensando seguramente en la presencia de un respetable muerto a la vera del altar, la memoria de un obispo, por lo menos; pero no había muerto por ninguna parte, y la misa era cantada. Todavía sin muerto, los intempestivos feligreses de la calle se aglomeraban cautivos en las puertas. Además, llovía, y una misa cantada era una buena excusa para escampar.

De nuevo Tancredo miró al cielo del templo, como si huyera; la misa del padre San José —pensó— era un híbrido, una vivisección; usaba pasajes de misas antepasadas, de convenciones desaparecidas, y los enlazaba con otros de misa actual, que, sin embargo, se atrevía a repetir, cantando, en latín. Inmediatamente después del ofertorio, antes del sanctus, ocurrió algo que Tancredo pensó que podía espeluznar al mismo reverendo Almida y sus cuarenta años de sacerdocio: Matamoros, de pie, los brazos extendidos, recostó la cabeza en mitad del altar y se hundió en la Oración Secreta, que para sorpresa del mundo no fue la oración breve que se acostumbra sino que duró sus buenos cinco minutos, y puso a Tancredo a considerar maravillado que a lo mejor el padre Matamoros dormitaba.

Lo asombró peor, y ese asombro se podía extender a los gamines y a los ciegos que frecuentan los Almuerzos, a los ancianos y a las prostitutas, al lejanísimo Papa, lo pasmó, al ayudar al padre con los utensilios sagrados y extender la vinajera para que revolviera el agua con el vino, al destapar la vinajera y ofrecerla —siendo ésta raptada por las ansiosas manos esqueléticas que la demandaban—, lo petrificó oler en el aire de ese rincón —el más sagrado de la iglesia, el altar—, lo erizó al espanto, lo indignó oler, por entre el incienso, el afilado, el áspero anís, más incisivo que el clavo y la canela, el olor del país, pensó, aguardiente —descubrió—, y vio todavía que el padre Matamoros se resolvía y vertía más de la mitad en el sagrado cáliz, y bebía con sed. Era la transubstanciación, y Tancredo no podía y no quería creer que para el cambio del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo se usara aguardiente. Por primera vez en su vida —el acólito, el jorobado— se escandalizó. San José Matamoros —pensó— no sólo era un padre misacantano, sino más bien uno de los que llaman de misa y olla, un redondo padrecito borracho. Todavía, después de la genuflexión, vio hacer a Matamoros algo terrible: se limpió los labios con la estola. Pero Tancredo se repuso. Otros deslices de sacerdotes había conocido, por sí mismo y de oídas; también los sacerdotes —pensó, como tantas veces le enseñó a pensar Almida— eran carne expuesta al pecado, hombres al fin, con todos los huesos contados, hombres comunes que hacen lo imposible: pronunciar la palabra de Dios, la palabra antigua.

De cualquier manera el reverendo San José se redimía. No era justo interpretarlo como un simple padrecito. Así por ejemplo su sermón: cuando Tancredo leyó el evangelio, San José lo escuchó sentado en el sillón de mármol a un lado del altar, repantigado en el ancho espaldar acojinado, de brazos imponentes y dorados, con el rostro descansando en una mano, los ojos cerrados: exactamente como si durmiera. De hecho, después de finalizar Tancredo su lectura, transcurrieron eternos tres y cuatro minutos antes de que San José resucitara y acudiera al púlpito para dar inicio al sermón. Sermón que poco o nada tuvo que ver con el Evangelio, ¿cuál Evangelio?, ¿Mateo, Lucas, Marcos, Juan?, su lectura la deshizo el cielo, pero cómo no, se gritaba Tancredo, si fue un sermón cantado, la misa rediviva de los que ya murieron. Un sermón insólito además por lo breve, pleno de gracia, que a Tancredo se le antojó más un poema cantado que un sermón al derecho y al revés, pero una plegaria al fin del camino, pensó, una plegaria al amor de los hombres, sin razas ni credos, la única vía todavía desdeñada que Cristo propuso a la humanidad para alcanzar el cielo como si se estirara la mano. Fue la misa de la transparencia. Al terminar los feligreses de decir el Padrenuestro aguardaron esperanzados a que Matamoros lo repitiera cantado, como repitió el Gloria y el Credo, y así ocurrió, para gracia de todos: en latín exquisitamente cantado el Pater noster, qui es in caelis: sanctifecétur nomen tuum; advéniat regnum tuum; fiat volúntas tua, sicut in caelo, et in terra… los remontó a los cielos. Pero de los cielos cayeron a tierra extrañados a la hora del rito de la comunión. El padre San José se acercó a la fila de fieles que aguardaba y demandó con un gesto de hombre de carne y hueso preocupado la ayuda del acólito para que sostuviera el dorado copón con el cuerpo de Cristo que esplendía. Los comulgantes se pavorizaban del temblor de sus manos. En más de una ocasión todos temieron que las hostias resbalaran de sus dedos. Los comulgantes optaron por achacar el temblor a la misma emoción que los embargaba a ellos, la plenitud de aquella música cantada que hizo de la misa una apoteosis de paz. Aguardaron en un hilo a oírlo acabar de cantar la Oración después de la comunión, y cuando llegó al fin la última ocasión de responder y despedirse todos cantaron Amén como uno solo. Se oyeron los corazones.

Exhausto —como nunca Tancredo vio jamás a un oficiante al acabar la misa—, el reverendo San José Matamoros repartió su temblorosa bendición en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y después entró en la sacristía, casi empujándose a sí mismo; así de fatigado se veía. Tancredo lo siguió, desesperanzado. Ya era una realidad que la misa había terminado: ya en el techo abovedado de la iglesia los ángeles sólo eran ángeles pintados, y los ojos de los ángeles eran sólo ojos de Sabina convocándolo: en todas las nubes un ángel con ojos de Sabina lo contemplaba. Era la terrena caricia de la carne que aguardaba por él, caliente, mojada. De ahora en adelante la noche era de Sabina, pensó, pero también suya, de sus miedos, la desolación de los Almuerzos, los días idénticos que ya veía venir.

La misa había terminado, pero las fieles ancianas de la Asociación Cívica del Barrio todavía continuaban pétreas en sus sitios, piedras de Iglesia, compenetradas en un cántico mudo, silencio de siglos.

Era como si nadie se quisiera ir.

Las tres Lilias fueron las primeras en reaccionar para lanzarse en punta de pies detrás de Matamoros, a quien encontraron ya sin los atuendos sagrados, jadeante, sentado en el único sillón de la sacristía, junto al teléfono, rodeado de ángeles y apóstoles, limpiándose la frente con una toalla. Se acercaron como si temieran que no existiera y también como si no dieran crédito a que existiera, y lo rodearon, cuidadosas, igual que a una aparición.

En el silencio sólo se oía la lluvia, inalterable, como una desazón, y el ir y venir del jorobado, que doblaba cuidadosamente los atuendos sacerdotales y los organizaba uno encima de otro en el interior de un gran cofre de madera. La luz de una bombilla resultaba insuficiente y la noche devoraba los rincones; los cuerpos de las tres Lilias no se veían: bultos partidos, desaparecían en la negrura; sólo sus rostros flotaban, amarillos, ajados y peludos, y esplendían como asomados a lo maravilloso.

—Dios lo bendiga, padre —dijo por fin una de ellas—. No habíamos cantado hacía una eternidad.

Las palabras se fundieron con el silencio, la lluvia arreció.

—Hay que cantar —les dijo el padre—. Hay que cantar.

Se volvió a mirarlas con dificultad. Estaba afónico, pero sonrió y les dijo:

—Bueno. Cansa cantar. A veces cansa cantar.

—Tiene que ser así, padre, porque se ve. Su cara lo dice, su voz se resintió.

No se supo cuál de las tres Lilias había hablado.

—Nosotras quisiéramos invitarlo a una refacción, padre.

Y otra, corrigiendo:

—Nosotras no, padre. La parroquia, los corazones felices que hoy escuchamos su misa.

San José Matamoros resopló y meneó la cabeza. Nadie supo qué quiso decir con eso, ¿lo disgustaban, acaso, las zalamerías? Y se petrificó, rodeado de arcángeles de yeso: otro ángel. Una Lilia insistió:

—Padre: la palabra de Dios canta. Pero así como usted la canta, nosotras no la escuchábamos desde niñas.

Y otra:

—Descanse con nosotras. Repose. Claro que si quiere cantar otra vez, nosotras seguiríamos orando…

Y la tercera:

—Hasta que nos llame Dios.

El padre pareció terminar de entender quiénes eran ellas, y sonrió más.

—Por favor —dijo—, necesito por ahora una copa de vino, sólo una copa de vino, por favor.

Y era sincero:

—El frío mata.

Una de las Lilias se atrevió a proponer:

—¿No sería mejor una copita de brandy?

Y otra:

—El brandy calienta más, padre. Y ayuda más a cantar.

San José resplandeció.

Las tres Lilias hicieron amague, al tiempo, de ir por la copa de brandy. Se miraron dudando. «¿Quién va?», dijo cualquiera de ellas. Y salieron al fin las tres, diligentes, como una sola.

—No queremos entretenerlo mucho tiempo, padre. Usted tiene que descansar. —Ni Tancredo ni el padre supieron de dónde se había aparecido Sabina. Acaso brotó oscura y afilada como su voz de entre las estatuas de vírgenes y santos que poblaban ese rincón de la sacristía. Se había quitado la pañoleta azul; su pelo cenizo revuelto disimulaba su cara. La siguieron escuchando, sin atreverse a interrumpirla—: Si usted quiere puede marcharse. Le llamaremos un taxi, no se mojará. No vamos a detenerlo, nadie quiere importunarlo.

La boca de Sabina se apretó. Parecía arrepentida de sus palabras. Afuera, en el mundo, la lluvia amainó.

Tancredo acabó de guardar los atuendos. Quería irse de allí, y no sabía por dónde empezar para lograr despedirse y huir a su cuarto y tenderse en el lecho como si se acabara de morir. Por una parte sabía que Matamoros se encontraba borracho, o más que borracho: pasmado. Era posible que se derrumbara dormido en cualquier momento, y él tendría que hacerse cargo; por la otra, la sola cercanía de Sabina lo hacía sufrir de sus miedos horribles de ser un animal, pero un libre animal, volando en la carne, y ese miedo, el más terrible de los miedos, resultaba ahora mucho más terrible que en los Almuerzos, cuando lidiaba con los ancianos que se fingen muertos, o, peor aún, con los ancianos muertos.

—En la cocina —dijo Tancredo, decidiéndose—. Comeremos algo en la cocina, padre. Allá hace calor. No nos demoraremos.

—Como ustedes decidan —repuso Matamoros, conciliador. Iba a añadir algo definitivo, pero se quedó mirándolos fija y alternativamente, los ojos de ave de rapiña indagándolos, exhumando uno por uno los días de su vida, su memoria, descubriéndolos. Sabina no pudo resistir a esa mirada; apartó sus ojos. Ahora parecía una muchachita cogida en falta, ruborizada. A Tancredo le pareció desnuda, que Sabina se ruborizaba como si la sorprendieran desnuda, como cuando él la sorprendió alguna vez, hace años, en la ducha, metiéndose tras ella mientras el reverendo Juan Pablo Almida oficiaba misa en compañía de Celeste Machado.

En eso llegaron las tres Lilias, una de ellas con una bandeja primorosamente cubierta con un mantelito, y en la bandeja una copa de reborde dorado, colaciones, y una botella de brandy.

Matamoros, que había estado a punto de decir algo, se contuvo, fulgurante, y se abrió de brazos.

—Por favor —dijo—. No voy a beber solo.

Los cinco habitantes de la parroquia se contemplaron unos a otros, atónitos.

—Es cierto —dijo una Lilia, condescendiente—. Bebamos todos. Hace frío.

—Yo no bebo —dijo otra Lilia, sonriendo. Con su sonrisa parecía esperar que le rogaran que bebiera, para beber, y que se lo rogaran una vez, sin necesidad de más insistencias. La tercera Lilia meneó la cabeza:

—Yo no sé —dijo. Y, al encogerse de hombros, pareció añadir: «Yo no, pero ustedes sí».

—Tampoco yo —dijo Tancredo—, y eso no tiene importancia, padre, nosotros lo acompañaremos.

—A nosotros, padre —dijo Sabina—, no nos está permitido beber; y aunque lo permitieran, ningún habitante de esta parroquia desearía beber, ni ahora ni nunca. La botella que han traído ellas la usa el reverendo Almida muy de vez en cuando…

—No es la misma botella, señorita —interrumpió dulcemente una Lilia como si explicara la mejor manera de hacer pan. Y se echó a reír, suave, bondadosa—: De estas botellas hay muchas, muchísimas, todas iguales. Siempre, antes de dormir, el padre Almida y su padrino, señorita, el sacristán Celeste Machado, se beben un buen vaso de leche caliente con una todavía más buena copa de brandy. Nos dicen que es bueno para dormir. Nosotras se los creemos.

Sabina enrojeció.

—¿Sí? —preguntó a todas las Lilias como una amenaza—. ¿También ustedes duermen con brandy?

—A veces —respondió la Lilia que antes había dicho «Yo no sé». Y dijo, pensativa—: Aunque es mejor una agüita de yerbabuena.

Sabina la enfrentó, mordiéndose los labios:

—El reverendo Almida se enterará de esto, sin duda. Veremos cuál es su parecer.

Matamoros se incorporó. Parecía lo más probable que se despediría. Se abotonó la chaqueta demasiado grande, de grandes bolsillos, donde ya tenía guardada su vinajera vacía, y se refregó las manos. «Hace frío», sonrió. Pero sonreía para él mismo, o para nadie, igual que si estuviese en otra parte, a un millón de años luz, participando de un coro de ángeles, acordándose de bromas felices, antepasadas, que sólo concernían a él; como si no hubiese estado con ellos jamás, todo ese tiempo, desde que llegó debajo del aguacero a la parroquia y ofició la misa y cantó; como si no hubiese escuchado nada de la punzante charla entre Sabina y las viejas. Volvió a acomodarse la chaqueta, subiéndose el cuello por encima del cuello de tortuga de su suéter. Ahora lo vieron flaco y viejo y triste, como los que no quieren despedirse y se despiden. Se oyó el suspiro de Sabina: descansaba de un peso; al fin el misacantano se marcharía. Pero el padre Matamoros se dirigió tranquilamente hasta la Lilia que sostenía la bandeja y, reverenciándola, recogió copa y botella y echó a andar.

Se detuvo en la puerta.

—Bueno —dijo—. Si voy a beber solo, no será sentado solo, en esa silla sola, rodeado de apóstoles y arcángeles, mientras ustedes me miran de pie. Vamos a la mesa.

Y abandonó la sacristía, dirigiéndose seguramente al gabinete. Tan pronto quedaron solos, los cinco habitantes de la parroquia recuperaron sus rostros.

—Esto es inadmisible —dijo Sabina—. El padre Almida se enfadará, y con todo el derecho. ¿Quién les pidió a ustedes una… refacción? ¿Es así como respondemos al padre, la primera noche que nos da su confianza y nos deja solos, encomendándonos su iglesia? Debemos dormir. Mañana es Almuerzo de familia…

—¿Dormir? —preguntó maliciosa una de las Lilias, mirando con el rabillo del ojo a Sabina. Las otras dos inclinaron la cabeza, atentas, igual que si oyeran misa. Sabina retrocedió, como si físicamente alguien la empujara. También Tancredo retrocedió, por instinto, y abrió la boca, como si se dispusiera a hablar. «Las Lilias lo saben todo», comprendió, «nos descubrieron». Y luego: «Nos han descubierto, quién sabe desde hace cuánto. A lo mejor desde el primer día». Y, por un segundo, se aterró, se vio sin la protección del padre Almida, sin el techo de la parroquia, hundido en esa perpetua noche sin día que es Bogotá. Se arrepintió de sus noches con Sabina. Sí. Era posible que también Almida lo supiera, y hasta el sacristán. Debido a eso no confiaban en él, negándole sus estudios universitarios, confinándolo a esa labor de criado de los Almuerzos. «Eso es», se repitió. Y examinó a las tres viejas una por una, como si las viera por primera vez. Ninguna se sintió aludida ante su examen; más bien parecían sentir por él cierta lástima, como si él sólo fuese un niño, un juguete, y no tuviese culpa del juego.

—Oímos una misa que hay que agradecer —dijo alguna de ellas, o lo dijeron todas al tiempo, porque la voz sonó igual que un reproche cantado, vibrante, que opacó la lluvia—: No fue una misa cualquiera.

No se sabía cuál era más vieja. Aunque las tres eran pequeñas, dos de ellas eran más grandes y parecidas; la tercera parecía su muñeca. Habían adquirido, con los años, las mismas costumbres y gestos; era como si actuaran al tiempo, sin premeditarlo, y que lo que una decía había sido pensado por las dos otras, de modo que lo que iniciaba una era casi terminado por la otra, que, sin percatarse, como si compartiera un pan, dejaba tiempo para que la tercera acabara. Machado dijo alguna vez que las Lilias iban a morirse el mismo día, y del mismo achaque, y que también era posible que resucitaran al tiempo. Almida no celebró la broma: dijo que el día de la resurrección no podría haber primero ni último. Dijo que la felicidad de la resurrección ocurriría al mismo tiempo, y así le dio otro giro a la conversación sobre las Lilias. Nunca permitió que se bromeara con ellas. Por algo las respetaba, pensó Tancredo, no solamente por su cocina. ¿O les tenía miedo? A veces, era como si Almida huyera de ellas, en medio de un pánico indefinible, un presentimiento.

—En cuanto a la refacción —dijo otra de ellas—, no es decisión nuestra. El mismo Juan Pablo Almida, antes de irse, nos recomendó que diéramos de comer al padre cuando acabara su misa.

—Pues entonces sirvan y acaben —dijo Sabina—. No podemos perder más tiempo.

Tancredo miró fugazmente la puerta. Lo molestaba, de manera creciente, cada palabra de Sabina, su imprudencia. Si las Lilias lo sabían todo, no valía la pena importunarlas. De hecho, una de ellas replicó a Sabina:

—Perder tiempo, señorita. ¿Tiempo de qué?

Sabina estalló, acorralada:

—Ah, basta —dijo—. Ya no tolero sus cuchicheos, sus groserías. Es horrible escuchar sus misterios, sus invenciones, sus falsedades, pero es más horrible escucharlas a ustedes, sólo sus voces, y todavía peor saber que están por ahí, a espaldas de uno, espiando. Si quieren decirme algo, díganlo ya, sin rodeos.

—Qué dice usted, señorita. Yo no la entiendo —repuso una Lilia, conciliadora—. Qué quiere que le digamos. Qué quiere escuchar.

Y otra:

—No es usted la misma Sabinita que conocimos. De unos años para acá es sólo una señorita maleducada. No parece la ahijada del sacristán. Es como si no hubiese leído la Biblia. Nos entristece a las tres, que la vimos crecer desde niña, que fuimos sus madres y abuelas y amigas, sus servidoras.

Sabina empezó a golpear con su zapato en el piso, tensa, los puños apretados, su boca afilada. A la luz de la única bombilla se veía más que dorada, inmersa en las llamas de su cabellera, en la luna de fuego de su cara trastornada. No podía hablar de la física ira. Tancredo se apresuró a intervenir:

—Preparen esa comida —repitió—. Yo debo cerrar la iglesia.

—La iglesia —se asustaron las Lilias—, la iglesia de Dios abierta, Dios. ¿Cómo se olvidó usted, Tancredito, de las puertas de la iglesia? Puede entrar un ladrón en cualquier momento, y…

—¿Y robarse a Dios? —se oyó la voz del padre Matamoros. Lo descubrieron asomado a la puerta—. ¿Van a dejarme solo? —preguntó—. A mí también pueden robarme. Charlemos en paz unos minutos, y me iré. Llueve menos. Vaya usted… Tancredito… y cierre esas puertas. Nosotros lo esperaremos.

Las tres Lilias avanzaron de inmediato hacia el padre.

—La refacción está preparada —explicaron—. Sólo hay que dejar que se caliente.

—Vengan conmigo —repuso Matamoros, permitiendo que lo rodearan. Sabina se les acercó; quería decir algo, tenía que decir algo, la última palabra, pero no sabía qué.

Tancredo se apresuró a regresar a la iglesia. Atravesó el templo vacío. Iba, mientras tanto, verificando que no hubiese nadie en las naves. Incluso se asomó a la capilla de santa Gertrudis, lo absorbió la imagen azul, de ojos como si volaran en un río, se persignó, quiso decir alguna oración, no supo cuál, siguió abstraído, ahora recordaba el picante olor del aguardiente en el altar y todavía no lograba creerlo; parecía rezar en silencio, pero pensaba en la inquisición: sólo por ese detalle a San José Matamoros podían quemarlo vivo. Lo imaginó en la mitad de una pira, en esta misma iglesia, y sonrió: antes del fuego pediría otro aguardiente por favor. Sonrió más, mientras se dedicaba a revisar uno por uno el interior de los confesonarios, por si algún ladrón se había refugiado en su interior. No era raro. Los robos a la iglesia aumentaban día por día; y no solamente se robaban los objetos de valor, los más sagrados, como el cáliz, o los lienzos, sino simples estatuas de yeso, velas y velones, cirios, astillas de palosanto, incensarios, alcancías —un día un reclinatorio, otro día una banca, un pedazo de alfombra, incluso las mismas tinajas de piedra donde reposaba el agua bendita, la empobrecida cartelera de la entrada, el bote de basura, y, lo que era el colmo, un día las dos primeras gradas de la angosta escalinata, bruñidas y labradas, que en su larga ascensión en forma de caracol hasta el cimborio representaban diferentes escenas del Vía Crucis. Por más que el reverendo Almida increpó públicamente al ladrón para que devolviera a Dios lo que era de Dios, explicando que aquella escalinata era un regalo de una compañía religiosa florentina y había sido además bendecida por el papa Pablo VI, las dos gradas no fueron devueltas; peor aún, desaparecieron una tercera y una cuarta, en sólo tres domingos, y eso ya no parecía de un ladrón sino de un bromista o un fanático de las bendiciones del Papa. Un coleccionista. Bogotá, en todo caso. El padre Almida ordenó guardar el resto de la escalinata y reemplazarla por una común y corriente, de mala madera, que se deshacía por la carcoma.

Ya iba a cerrar Tancredo las puertas cuando percibió que la última banca de la iglesia, en la nave central, estaba ocupada en su totalidad por mujeres inmóviles; siete o nueve devotas de la parroquia, la mayoría abúlicas, desconcertantes abuelas, integrantes de la Asociación Cívica del Barrio. Lo habían estado observando todo ese tiempo, desde que se puso a inspeccionar los confesonarios, a indagar presencias, alinear bancas y enderezar reclinatorios.

—Se esmera usted —dijo una de las mujeres.

Tancredo fingió no sorprenderse:

—Y ya tengo que cerrar las puertas —dijo.

—Las puertas que deberían permanecer abiertas —repuso la misma mujer—. Pero qué le vamos a hacer, Tancredito, si en este país ni siquiera respetan a Dios.

Se pusieron de pie al tiempo y avanzaron hacia Tancredo.

—Ha sido una misa hermosa —dijeron—. Por un momento pensamos que no era una misa terrena. El reverendo que la ofreció tiene que ser… un ser especial. Cantamos de nuevo, gracias a él. Cantamos con él y lloramos de alegría. Si doña Cecilia estuviese viva habría sido feliz.

Y todas se hicieron la señal de la cruz.

—Que en paz descanse —dijeron al unísono. Parecían seguir cantando. Y avanzaron detrás de Tancredo hasta las puertas, como en procesión. La lluvia había decrecido, pero una llovizna persistente, incisiva, resultaba todavía peor en la calle.

—No importa esta lluvia —dijo una de las mujeres—, no fue una misa perdida, gracias a Dios.

Las demás asintieron a estas palabras con tristeza:

—Porque las hay, las hay.

Esperaban que Tancredo dijera algo, pero guardó silencio.

—Quisiéramos hablar con el padre —le dijeron para sacarlo del apuro.

—Cuando ustedes lo soliciten —repuso Tancredo—. Concertarán la cita, como siempre.

—Usted no nos entiende, Tancredito, queremos hablar con el ave que cantó hoy, frente a nosotras, ¿sería eso posible?

Tancredo ya lo suponía.

—El padre San José se dispone a una refacción —dijo.

—Entonces se llama San José —se asombraron.

Y una de ellas, con un suspiro:

—Sólo así podía llamarse alguien que cante de esa manera.

Y luego, consultándose:

—No lo moleste. Algún día lo encontraremos. Cuánta falta nos hace un padre como él, ¿cierto?

—Cierto —repuso otra—. Porque, con el perdón de Dios, si este padre encabezara esta parroquia estaríamos vivas. —Dijo eso y se ruborizó de inmediato; ninguna de sus comadres quiso o pudo contradecirla.

—Las Lilias —dijeron—, las Lilias amigas, las leales y consagradas Lilias sabrán hablarnos del padre San José y su paradero, con todas las minucias. No se preocupe, Tancredito, ya hablaremos con ellas.

Satisfechas, empezaron a salir de la iglesia, divididas en grupos, tomadas del brazo. Todas abrieron los paraguas; eran como viejos pájaros oscuros elevando las alas, a la luz de las bombillas de la calle, en las infinitas rayas centelleantes de la lluvia. «Es llovizna pero llueve», decían.

Puso las pesadas trancas y selló los inmensos candados. Después atravesó de vuelta la iglesia, rápidamente, y apagó los cirios del altar, lo primero que debió hacer al terminar la misa, ¿cómo olvidó apagarlos?, y se respondió: «Matamoros, su canto, su agua». La sola presencia de aquel padre en la parroquia era un suceso todavía latente, imprevisible, ¿qué iría a pasar? Se dirigió a un rincón, cerca del altar, y, detrás de un lienzo enorme que representaba a Adán y Eva huyendo del paraíso, pudo encontrar el obturador con que apagó el resto de luces eléctricas. La oscuridad se lo tragó por entero en el frío del santuario todavía oloroso a incienso, pero también a tenues ramalazos de aguardiente que hostigaban, que lo hacían seguir en misa y oír los cantos del misacantano y verlo tambalearse sin ninguna fuerza a la hora de la comunión. Sólo el lejano hueco cuadrado de la puerta que llevaba a la sacristía se veía escasamente iluminado. Un leve eco de quién sabe qué voces y quién sabe de dónde retumbó lento desde la cúpula; era un tañido de almas en desamparo, un tañido lejano, pero presente, como si tampoco de noche la iglesia estuviera vacía, y otros comulgantes esperaran, sentados, de pie, enfermos y sanos, dormidos y despiertos. Eran los ecos de la noche en la iglesia vacía, la misa de noche —decía Tancredo, en sus desolaciones, cuando la noche lo sorprendía solo, en la iglesia.

Entonces sintió las manos de Sabina en sus manos, las manos como aves asustadizas que iban a su cuello y se colgaban, el beso frío, veloz, que lo estrujaba en un instante desesperado. Todo ese tiempo ella lo había seguido. «Sabina», le dijo apartando el rostro, «es el altar». «El altar», le dijo ella, «el altar de mi amor por ti». Le parecía enfurecida, de tanto amor. Estupefacto, trastabilló, signado por la fuerza del pequeño cuerpo, flaco pero empecinado, que se colgaba de su cuello, que, al contrario de su beso, ardía, que lo empujó al borde de mármol del mismo altar, la mesa larga y de hielo que fulgía sobre una base como un triángulo invertido. Allí cayeron, ella encima de él, lenta y silenciosamente, porque Tancredo se dedicó a ablandar la caída, y ella, voraz, a besarlo. De pronto ella apartó los labios y puso su aliento mojado como otra caricia certera encima del rostro del jorobado y le dijo no te vayas de aquí o yo me quedaré debajo del altar y tendrá que venir a sacarme el padre Almida y me preguntará que por qué estoy aquí y yo le diré que por tu causa, sólo por tu causa. Pareció que lloraba cuando el jorobado la levantó en vilo y la depositó a un lado, como una brizna; ambos quedaron sentados, debajo del triángulo de mármol que a Tancredo se le antojó el ojo de Dios al revés contemplándolos. «El ojo de Dios al revés», se repitió y sonrió a su pesar y se dijo qué me está pasando me estoy riendo, y se recordó él mismo sonriendo no hacía mucho en la iglesia, varias veces había sonreído en mitad del santuario, qué me está pasando, se repitió, y trataba de mirarse las manos, perplejo, como si las supiera mojadas en sangre. En ese momento no pensaba para nada en Sabina, sólo en sus manos —que a él se le antojaban criminales— y el ojo de Dios al revés, espiándolos, y entonces sonrió más.

—Te ríes, te estás riendo —le dijo Sabina, y volvió a arremeter, confiada—: Esta iglesia parece un bazar —dijo—. Lilias abusadoras, aprovechan la ausencia de Almida. Se pasean como las dueñas de la parroquia, infladas como pavos, pero se tienden como alfombras en el piso para que ese padrecito pase sobre ellas.

Por un instante, una suerte de lástima y ternura sobrecogió a Tancredo. Allí estaba Sabina, su tempestuoso espíritu encerrado en su cuerpo frágil y rubio, sus labios enrojecidos que se apretaban, los dientes que los mordían hasta la sangre.

—Huyamos de aquí, Tancredo —la oyó decir, estupefacto—. Hoy mismo, ahora, sin despedirnos de nadie. Nos deben un dinero, lo he planeado todo, sé adónde ir, en dónde viviremos para siempre. No nos seguirán, ¿por qué? Hemos trabajado toda la vida para ellos. Era justo que un día nos cansáramos.

Se imaginó huyendo en compañía de Sabina. No pudo evitarlo y sonrió de nuevo.

Ella confiaba en él cuando él reía. Esta vez no sería distinto. Resopló, era una llama que se consumía, el único cirio encendido de la misa. Tancredo la sintió despojarse de un tirón de su blusa, adivinó el gesto avasallador en la penumbra, los brazos alzados, la prenda que caía. Como por una llama negra el templo se hizo cálido, se incendió el aire, que olía al cuerpo pálido de Sabina, al escalofrío de sus pechos recién descubiertos, al sudor de sus axilas, al miedo y la alegría de toda su carne dispuesta, que se atrevía.

Años atrás estuvieron allí, una sola vez, en el hueco mismo del altar, niños jugando con el placer del miedo, el mismo miedo de ser descubiertos debajo del más sagrado rincón de la parroquia, el peligro de la aparición del sacristán, del padre Almida, o de las Lilias, el mismo peligro de hoy, esta noche, pensó Tancredo, no hemos cambiado en nada: el mismo miedo. Sonrió de nuevo, y de nuevo ya estaba ardiendo Sabina sobre él; a él le pareció que humeaba, que su carne debía estar hecha de tizones, de emanaciones dulces y agrias que lo envolvían. Pero respondió a su beso —un instante— más por conmiseración que por deseo, y volvió a separarla de sí, como una pluma, y le dijo, mientras se incorporaba de un salto: «Cúbrete», y después, más ruego que orden: «Ven con nosotros al gabinete. Las Lilias esperan». «Nunca», repuso ella, retrocediendo y arrodillándose bajo el nicho de mármol, «no voy a irme nunca si no vienes aquí por mí a las horas que sean, hoy o mañana o pasado mañana, y no me importa que en tu lugar lleguen Almida y mi padrino o todos los hombres del mundo y hagan fila en esta iglesia para verme y preguntar que por qué estoy aquí, yo te juro que a todos les responderé que por tu culpa, por tu grandísima culpa, amén, Tancredo, no lo olvides, no voy a irme nunca». La amenaza venía revuelta con tristeza y decepción. Tancredo dudó. Ya a punto de cruzar la puerta de la sacristía se volvió a mirarla, buscándola en las sombras del altar; apenas la adivinaba; era una mancha palpitante, oía su jadeo, sus ojos se vislumbraban como llamas azules —Tancredo creyó padecerlos, gélidos, dos piedras de granizo azul que flotaban hacia él y lo envolvían—, y sintió un revuelto de compasión indignada. «Te esperaremos» volvió a decirle, y le dio la espalda como si huyera, y en realidad huía, huía de ella, de su amenaza, un grito amortajado debajo del altar: «Yo también esperaré, vida, te lo juro».

Irritado, creyó al pasar que la sacristía olía a brandy, y salió al jardín: tenía que pensar un minuto, resolverse. Había dejado de llover. Avanzó a tientas entre los sauces. La puerta del gabinete, iluminada, se veía amarilla. No se oían voces. Sonaban las gotas de agua cayendo de las hojas de los árboles; se las oía chocar contra el lomo de otras grandes hojas marchitas, contra dispersos latones que nadie nunca descubría, se oía el rumor de un sifón que tragaba agua, era como si todavía lloviera, sin lluvia, «No hablan» se dijo Tancredo, «no hablan», y se acercó hasta lograr contemplar el interior del gabinete. Amarillas como la luz las tres Lilias parecían yacer de pie en torno a Matamoros, sentado a la cabecera. Y, sin embargo, a pesar del silencio, hablaban; sus labios se movían; sus gestos indagaban; las cabezas, interrogadoras, respondían. Tancredo avanzó más. Susurraban. Eran voces como secretos, una confesión. Lento, mientras se acercaba, pudo entenderlos.

—Entonces ustedes no son hermanas —suspiraba Matamoros. Su rostro se inclinaba hacia ellas; su mano, mientras tanto, iba por fin a la botella. Llenó su copa, pero no bebió—. No son hermanas —repitió—. Y lo parecen.

—Paisanas, padre.

—Éramos comadres.

Las voces de las Lilias se erguían en la noche igual que murmullos afligidos, idénticos; presurosos. Querían hablar al tiempo, decir las mismas cosas.

—Éramos cocineras, y todavía seguimos siéndolo.

—¿Y la familia? ¿Dónde están sus familias?

—A nuestros maridos los mataron el mismo día en el pueblo, y no se supo quiénes los mataron. Los unos decían que los otros, y los otros que los unos. Pero mataron a todos los hombres, al fin. Y eran muchos. Quedamos solamente las mujeres, porque a los niños también se los llevaron. Y fuimos a preguntar por ellos, los buscamos. Fíjese, un montón de madres preguntando por un montón de hijos. Quién sabía de ellos, quién los tenía. Los unos que los otros, los otros que los unos. Muertos o vivos, quién sabe. Gracias a la infinita misericordia del Señor dimos con el padre Almida, que acababa de asumir la iglesia de Ricaurte. Nos salvamos de llorar aquí y allá. Al padre lo seguimos, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. ¿Para qué regresábamos a las casas? Las casas seguían vacías, el pueblo moriría vacío, allá no estaban ellos, y ellos tampoco iban a regresar. Sin ellos quedamos solas, sin maíz para moler. Pero Dios es grande, Dios es Dios; el reverendo padre Juan Pablo Almida apareció, y por eso Dios bendiga al padre Almida, aunque…

—Dios lo bendiga —interrumpió Matamoros, y añadió—: No voy a brindar solo.

Ellas sonrieron con otro murmullo. El padre se impacientó.

—Busquen, busquen ustedes sus copas y siéntense conmigo, y brinden conmigo, antes de despedirnos. Yo no quiero refacciones; sólo un momento con ustedes, para distraer el mal tiempo, y me iré. Pero si ya la lluvia se fue; Dios sabe cuándo la pone y cuándo la quita. No será necesario un taxi.

—No diga usted eso, padre, no hable usted de marcharse sin probar lo que sólo nosotras hacemos. Si por primera vez en años cocinamos porque queremos, porque tenemos todas las ganas de hacerlo, y eso nos hace felices. A usted sí queremos servirle. Pero sentarnos a beber con usted, es difícil. No estamos acostumbradas a eso. Cocinamos únicamente, padre, y aguardamos el sueño de los justos.

Cuando decían esto se acercaron todavía más al padre. El murmullo se hizo más delgado, casi inaudible. La confesión.

—Pero usted no se imagina lo cansadas que estamos de esto, padre.

—Por eso les digo, siéntense.

—No padre, no se moleste —dijo una.

—También estamos acostumbradas a estar de pie, después de todo —dijo otra.

—Sufrimos de varices, pero qué le podemos hacer. —La tercera levantó con dificultad la pierna y sin ningún titubeo se arremangó la falda y mostró al padre la pantorrilla y una gran parte del muslo, hinchados como vejigas, las venas azules ramificándose, gruesas y triturantes; las venas que Tancredo ya conocía.

—Es un trabajo que cansa —dijo otra—. Sobre todo los Almuerzos de Piedad. Si fueran solamente los almuerzos de quienes viven en la parroquia, pues vaya y venga. Pero los de Piedad son almuerzos de tortura para nosotras. Ninguna piedad, padre. Debemos ir de un lado a otro; hay sillas en la cocina pero nosotras tenemos que andar de aquí para allá, vigilando. Disponiendo platos y llenándolos, mientras hierve el aceite y cuidado se queman las papas, mientras hierve la sopa y cuidado las papas se deshacen, todo al tiempo, debemos volar, y eso que cocinamos únicamente con papas, sólo de vez en cuando carne de puerco, quién sabe qué sucedería si fritáramos yucas y plátanos, y todo al tiempo, no hay un día, un domingo señalado por Dios, no hay una sola mañana de descanso, porque los hombres de Dios comen todos los días y nosotras debemos preparar la comida, es simple, si no cocinamos se mueren. Quién sabe cuántos kilómetros corremos en un solo día.

La más pequeña de las Lilias tomó la palabra:

—Y no sólo las varices —dijo—. Por lidiar con la estufa de carbón, de fierros que ya están viejos como nosotras, fierros que se destemplan, fierros que se sueltan, fierros que sobresalen como púas, a veces nos quemamos. —Y mostró el brazo arrugado cruzado por la llaga de una quemadura al rojo.

Era la noche de los lamentos, pensó Tancredo. La noche que también él vivió, en su propio cuarto, cuando las tres Lilias entraron silenciosas, cada una con su silla, y se sentaron frente a él y comenzaron a explicarle su cansancio, a mostrarle sus quemaduras, ¿no era posible que Tancredito hablara con el padre y revelara que ellas vivían enfermas y necesitaban de dos o tres fuertes muchachas que las ayudaran en la parroquia? Ellas solas no daban abasto.

Los lamentos aumentaron de tres años para acá, cuando empezaron los Almuerzos de Piedad; en cualquier lugar acorralaban al jorobado y suplicaban que intercediera por ellas ante Almida; ellas habían empezado a morir, decían, a enfermarse de la peor manera, cansancio y aburrimiento por lo mismo. Con tanto almuerzo por preparar. Si bien no eran almuerzos especiales, sólo sopa de papa, papa majada, papa frita, papa en salsa, rellena y chorreada, papas en mil y unas vestiduras, eran muchos almuerzos, muchísimos, demasiados; ya quisieran ellas ser gigantes y repartir papas al mundo, pero son mujeres viejas, mujeres pequeñas, y ese trote todos los días cansa; y además tenían que ocuparse del almuerzo del padre, exclusivo, del sacristán, de ellas mismas, y también de los almuerzos de los gatos, y todo al mismo tiempo, todos los días: o estaban realmente viejas o de un momento a otro la vida se les puso aburrida. Esa noche Tancredo no atendió sus quejas, casi no las escuchó; lo asombraba verlas enfrente, sentadas en las tres diminutas sillas, alrededor de su cama, las tres envueltas en sus cobijas negras, al pedazo de luz de luna que entraba por la ventana, los rostros ansiosos, temerosos, acaso, del mismo Tancredo. «No queremos creer», decían, «que sea Celeste Machado, Dios nos perdone, quien hace que el padre Almida nos tenga en el olvido.» «¿Por qué no hablan ustedes con él?», les dijo. Y ellas: «¿Con el reverendo?». «Sí, con el padre Almida.» «Dios nos bendiga, eso es imposible, no seríamos capaces. ¿Cómo rechistar a quien nos da el pan y el vestido? Acaso él mismo debería darse cuenta de lo que realmente nos pasa a nosotras, pero también él tiene sus ocupaciones, es responsable espiritual de esta parroquia, sabemos de su labor indeclinable, ¿cómo exigirle que nos tenga en cuenta?, y, sin embargo, al pasar él por la cocina y mirarnos y saludar, tendría que darse cuenta de que estamos viejas desde hace más de muchos años, debería entender que ya no somos las mismas, y suponer que por lo menos una robusta muchacha nos ayudaría con las labores más duras, lavar platos, por ejemplo, todas somos artríticas, después del calor de las estufas no se puede mojar una con agua fría, eso nos dañó los dedos, fíjese, casi no podemos moverlos, es un martirio pelar papas, no porque seamos perezosas sino porque ya no podemos con ese martirio, así de simple.»

—A mí me falta un dedo —se atrevió a decir una Lilia. Lo mismo le dijo esa noche a Tancredo, y ahora se lo repetía a Matamoros—: Fue culpa mía. Picaba cebolla y quise acordarme de un sueño que tuve esa mañana. Cuando desayuné todavía me acordaba, y me sentí feliz porque el sueño era feliz, de los que hacen que una se ría a solas como tonta, y quise reírme a la hora de picar cebolla, pero ya no me acordaba del sueño… no podía; creo que soñé que alguien decía dentro de mi cabeza dos palabras, sólo dos sabias palabras que no recordaba, dos palabras que por tratar de recordarlas me hicieron de pronto rebanarme un dedo, este mismo, padre. —Y extendió los dedos de una mano; le faltaba el índice.

—Por supuesto —dijo Matamoros—, no lo veo.

—No molestes al padre con tu dedo —dijo otra Lilia.

—Sí —dijo la otra—. Ya dijiste que fue culpa tuya, ¿para qué hablar?

—¿Culpa mía, o culpa del sueño? No sé. Lo cuento para que el padre sepa que no es vana nuestra invitación a comer. Si queremos es porque queremos. Para él no estamos cansadas. Para él no me importaría perder otro dedo. No es una formalidad. Aquí nadie quiere que se vaya.

—Samaritanas, meditar Juan 4, 7-30 —dijo el padre.

—Así se dice, padre. No se arrepentirá.

Las tres Lilias salieron del gabinete. Y las tres, signadas y dirigidas por un mismo radar, se detuvieron de sopetón en el umbral. Pusieron al tiempo los brazos en jarra.

—Tancredito —le hablaron a la oscuridad—. Hágale compañía al padre. Ya los llamaremos para ir a la cocina.

Todo ese tiempo supieron de la presencia del jorobado, todo ese tiempo lo adivinaron, oculto en el patio.

Ya con Tancredo en el gabinete, Matamoros pudo llevarse la copa a los labios. Bebió sin pausa y volvió a servirse. Bebió de nuevo, más sosegado, y llenó la copa otra vez. Parecía que Tancredo esperara a verlo beber por tercera vez, pero Matamoros no lo complació.

Nunc dimittis —dijo.

Nihil obstat —repuso Tancredo.

Hubo un silencio, y se oyó entrar el raudal de la voz de Sabina:

—No debería usted ejercer el sacerdocio —dijo con repugnancia.

Avanzó y encaró a Matamoros. Había también una gran curiosidad en su cara trastornada.

—¿Por qué no pide la dispensa sacerdotal? —preguntó. Y añadió, mientras ojeaba la botella, que iba por la mitad—: Bebe como un jornalero. ¿Es que olvidó dónde estamos? ¿Así de borracho se encuentra? ¿Es así como aprovecha la confianza del padre Almida? No me importa que se aproveche de las Lilias, yo sólo espero no verlo por aquí, jamás. No compartiré la mesa con usted. Diga a las Lilias que hoy no comeré, que me he ido a donde sólo Dios podrá encontrarme. Allí esperaré, hasta que me muera.

—O hasta que la encuentre Dios —dijo Matamoros, sin mirar a nadie.

Sabina salió como había aparecido, fugaz, inflamada por la ira. No dirigió a Tancredo una sola mirada. Desapareció en el jardín. «Sin duda corre al sitio donde sólo Dios podrá encontrarla», dijo el padre Matamoros. Se incorporó con la copa en la mano, y, mientras bebía, se asomó a la noche.

—Es mejor que me vaya —dijo.

—Eso nunca, padre. —Llegaron las tres Lilias.

Y lo asieron por los brazos con gran delicadeza. Parecía que lo iban a cargar.

—Usted vendrá a la cocina —dijeron—, como lo manda Dios.

Y se lo llevaron. Él se dejó llevar, resignado:

—Tancredito, traiga usted la botella —alcanzó a suplicar sin volver la cara—, hágame ese favor.