Capítulo 7
Se acercaba el anochecer y Falaich se removía inquieta en su establo. El mozo con el que Azarien la había dejado se encargó perfectamente de ella, cepillándola, dándole agua fresca y comida, pero su mano no era la del príncipe y esa era la que añoraba.
De camino al palacio, el elfo le había contado su intención de hablar con Epona para romper lo que él pensaba que era un hechizo para castigarla por algo y también la de averiguar algo más con respecto al bosque, además de dormir para poder pasar la noche con ella, de modo que no lo vería hasta que estuviera próximo el momento de convertirse de nuevo en Eriel. Y el momento estaba llegando. Se movía inquieta en el establo, resoplando y pateando el suelo. Necesitaba poder abrazarlo, decirle que ahora ya no importaba nada, pero sobre todo, besarlo.
Cuando Azarien entró a buscarla, la mirada del animal brilló y sus patas golpearon el suelo con alegría. Ni siquiera la ensilló, simplemente montó sobre ella y salieron al galope en dirección al bosque. El príncipe dejó que el animal marcará el camino, Falaich conocía bien el lugar.
Poco después, llegaron al lago donde la había visto de nuevo unos días atrás, en aquel en el que hicieron el amor por primera vez cuando eran más inocentes y jóvenes. En cuanto el sol terminó de brillar en el cielo, Azarien se apartó de Falaich, ansioso por verla de nuevo. La luz blanca envolvió de nuevo el cuerpo de la yegua y al disiparse, su Eriel estaba allí, mirándolo con amor.
Ninguno dijo nada, no les dio tiempo. En cuanto ella apareció frente a él, tomó su rostro con las manos y la besó con tanta hambre y pasión que parecía un condenado a muerte ante su último deseo.
Las manos de Azarien se deslizaron por su cuello, su corazón latía con más fuerza que nunca mientras acariciaba los hombros desnudos, bajando por sus pechos. Eriel se estremeció al sentir su caricia, una que no había sentido en un siglo. Temblaba, tanto por la emoción de volver a tenerlo como por el temor de no estar a la altura. No pudo seguir pensando en eso mucho más pues las manos del príncipe bajaron por sus costillas hasta su cintura y, rodeando sus caderas, se pararon en su trasero, masajeándolo a conciencia.
Buscaba con ansia las aberturas en la vaporosa falda de su túnica para llegar al lugar en el que ansiaba enterrarse. Logró encontrar el punto de unión de las livianas telas que cubrían su cuerpo y se deshizo de ellas, para dejarla desnuda frente a él. Dio un paso atrás para admirarla. Sus ojos se movieron sobre su rostro, viendo demasiado en ella. Era tan hermosa como recordaba y su cuerpo reaccionaba igual que entonces, o incluso más, dado que llevaba un siglo tratando de sacarla de su alma sin éxito. Azarien sonrió al ver como sus mejillas se sonrojaban ligeramente al verlo relamerse. El príncipe se deshizo de sus ropas, inútiles para lo que pensaba hacer.
La cogió de la nuca y la besó de nuevo, usando la otra mano para atrapar su firme trasero y apretar sus caderas contra su erección, que clamaba por ella. Al sentirla de nuevo, piel contra piel, gimió y, como recompensa, escuchó también uno de boca de ella. La necesitaba como nunca lo hizo, ansiaba disculparse incluso con su cuerpo, tomándolo de nuevo, haciéndolo suyo. Después de calmar el deseo de ambos, sanarían sus almas.
Se separó de ella y miró sus labios enrojecidos y los ojos vidriosos de placer. Era lo más hermoso que había visto en décadas. Y se dejó llevar. Clavó los dedos en su nalga al tiempo que enredaba la larga melena de Eriel en la mano y, de un tirón, la obligó a echar atrás la cabeza. Lamió su cuello y la mordió, como habría hecho Darach para marcar a su compañera.
Eriel gritó, pero de placer. El deseo la inundó de inmediato, su cuerpo estaba caliente y necesitado. Le dolían los pechos y su entrepierna palpitaba por la necesidad de ser llenada. Aquella posesividad le resultó tan erótica que sintió que su cuerpo se humedecía aún más, si es que aquello era posible.
Azarien, reconociendo su disfrute, la tumbó en el suelo, sujetándole ambas manos por encima de la cabeza y le separó los muslos con firmeza. No fue delicado, más bien brusco al penetrarla, sin embargo, el gemido que escapó de la garganta de Eriel fue de absoluto deleite. Sin soltarle las muñecas, comenzó a embestirla sin piedad llegando a lo más profundo de su interior, llenándola por completo, sintiendo como la ensanchaba con cada envite.
Eriel trató de soltarse para tocarlo, pero el agarre de Azarien fue más fuerte, inmovilizándola aún más. Se acercó a su rostro y la besó con fiereza, con la misma que la tomaba, antes de succionar uno de sus pezones, duros como pequeños y sonrosados guijarros. Aquello hizo que Eriel explotara, arrastrando al príncipe con ella.
Azarien soltó sus muñecas, marcadas con la fuerza de sus dedos, acarició su rostro y la besó.
―Mi preciosa Eriel… Dime que no es un sueño.
Ella sonrió, pasando las manos por su espalda, recreándose en cada pedacito de piel. Estaba mucho más fuerte de lo que recordaba.
―Estaba pensando lo mismo. He soñado tantas veces con esto que casi temo que sea otro más.
Azarien acarició su nariz con la suya y se tumbó a su lado. La abrazó contra su cuerpo, sintiendo cómo el aroma a lilas lo envolvían.
―Esto es real, mi pequeña. Y apenas soy capaz de creerlo. Te debo una disculpa tan grande que no sé cómo empezar.
Eriel lo miró. Pasó los dedos, delgados y elegantes, por la sombra de barba que poblaba su mandíbula. Sonrió con amor y pareció como si el tiempo no hubiera pasado. Sin embargo lo había hecho y Azarien ya no era el hombre que solía ser. Un aura de peligro lo cubría como una segunda piel. Se veía salvaje y ella supo que la protegería siempre.
―Ya te has disculpado. Olvidemos el dolor que nos ha acompañado desde entonces, hasta hoy. Solo quiero recuperar lo que perdimos, ¿es eso posible?
―Espero que sí porque no soportaría volver a perderte, más aún después de saber que todo lo que creí era mentira ―dijo con pesar.
―Eso te enseñará a creerme, cabezota de orejas puntiagudas. Nunca podría apartarme de ti, te amo demasiado.
Azarien la besó de nuevo, queriendo transmitir con aquello que él sentía lo mismo.
―Yo también te amo, mi dulce elfa ―susurró contra sus labios―. Nunca volveré a dudar.
A ese beso lo siguió otro, y después, otro más hasta que acabaron de nuevo enredando sus cuerpos desnudos.
Tras hacer el amor dos veces más y no queriendo desperdiciar ni un minuto de la noche, Azarien le preguntó por lo ocurrido aquella ceremonia de Imbolc. Necesitaban cerrar heridas y saber la verdad ayudaría a hacerlo.
Eriel relató cómo había salido de la casa que había compartido con su padre, que había fallecido años atrás. Quería agradecer a la gran Dana por permitir que el destino los uniera. Ella era una pobre huérfana sin sangre azul, una moza de cuadras y él un príncipe heredero del trono de Bhaile. De modo que había ordeñado una oveja para ofrecer un regalo a la Tierra. Fue hasta el corazón del Bosque para rezar a la Diosa y verter allí el sacrificio. Cogió su máscara ritual y salió corriendo de vuelta a Bhaile, no quería llegar tarde. Sin embargo, el golpe de un garrote salido de ninguna parte la tiró contra un árbol con tal violencia que escuchó como crujían los huesos de su brazo al romperse.
Tras aquel primer golpe, llegaron más. La impactaban por todas partes, con fuerza. Se hizo un ovillo, tratando de protegerse, pero fue inútil cuando una criatura horrible, uno de los troles, la levantó del suelo cogiéndola por un tobillo y la zarandeó boca abajo. Sujetándola de aquella manera, la estrelló contra varios árboles, antes de que perdiera el conocimiento.
Aún así, en el momento antes de hacerlo, sintió el dolor de todos los huesos rotos de su cuerpo, de algunos de ellos cortándola por dentro, del calor de la sangre bañando su cuerpo o el sabor de esta en su boca. Cuando la consciencia la abandonó, supo que no volvería a despertar, que nunca vería de nuevo a Azarien. Su vida se acababa allí.
Sin embargo, una mano amable la acarició, susurrándole palabras de aliento, pidiéndole que se quedara porque alguien la necesitaba para vivir, igual que ella lo necesitaba también.
Cuando al fin abrió los ojos, lo hizo en el cuerpo de Falich, y ya habían pasado varios días desde el ritual. Frente a ella, estaba la dueña de la dulce voz: Epona, que la miraba con infinita pena en los ojos.
Enloquecida por su situación, por haberse convertido en un animal, había echado a correr de vuelta a Bhaile, necesitaba encontrar a Azarien, pero cuando llegaba a los límites de la aldea, Úras gritaba furioso al enterarse de la muerte de su amigo y la escasa cordura que le quedaba, desapareció. Durante años, el dolor de la pérdida del hombre al que amaba le había impedido transformarse en Eriel. Tardó mucho en saber que era capaz de hacerlo y, para entonces, no le interesaba volver a caminar por el mundo de los elfos.
Azarien estaba muerto, sus amigos la creían una traidora y su padre hacía mucho que había dejado su mundo. Nada la ataba a aquel lugar.
Sin embargo, Epona le había pedido que se quedara allí y viera que ocurría, prometiéndole que, algún día, curaría su corazón. No podía negar que la Diosa había cumplido su palabra.
Azarien, por su parte, le contó los años al lado de Darach, el entrenamiento al que se sometió a su lado. La amistad que nació entre ellos. También le habló de la bruja y las criaturas que sembraron el terror en la comarca del Cuervo. O como una joven, tan dulce como decidida, salvó al vampiro y a todos allí.
Hablaron, rieron, volvieron a hacer el amor varias veces, abrazados el uno al otro hasta que el amanecer los alcanzó. Los rayos de sol bañaron el cuerpo desnudo de Eriel y se la llevaron de nuevo, dejando a Azarien solo con su yegua. Ella seguía allí, era cierto, pero no podía besarla o compartir confidencias y risas como si podía con Eriel. En realidad había mil cosas que no podían hacer mientras el hechizo se mantuviera y que habían evitado decirse aquella primera noche pero que, tarde o temprano, tendrán que discutir. Debía encontrar el modo de revertir aquella condena, de que Eriel y él no volvieran a separarse nunca. Le podría costar años, o solo un segundo si aquella maldita mujer regresaba.