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Bartholdi sabía que no dormiría. Y en lugar de irse a casa, se dirigió a la comisaría y sentóse en su despacho, en la oscuridad, rota sólo por un rayo de luz procedente de una grieta de la puerta.
Tenía el cerebro como si le hubieran inyectado un afrodisíaco cerebral. Ya le había ocurrido antes, y en tales ocasiones siempre prefería sentarse a oscuras. A veces, se entregaba a inocentes fantasías. Sus pensamientos eran impulsos irrefrenables que surgían de su cabeza y se esparcían con un abandono embarazoso. En consecuencia, a fin de asegurar una intimidad decente, sólo fantaseaba a solas.
Mas esta vez, sus impulsos liberados eran inquietantes y coléricos. Estaba convencido de que un asesino se reía de él en aquellos instantes. Estaba seguro de muchas cosas, asimismo. Estaba seguro, por ejemplo, de que el culpable sabía que la policía estaba enterada de la muerte de Terry Miles; sabía, a pesar de esto, que aquella noche habían cumplido, a medias, las órdenes del secuestrador dadas por teléfono.
Sus pensamientos se lo imaginaban así.
El secuestrador sabía que Jay Miles había acudido a la policía. Ea cuyo caso, ¿por qué ignoraba que había sido hallado el cadáver de la muchacha? Manteniendo a Jay en estrecha vigilancia, siguiéndole por lo visto desde su casa hasta la comisaría, el secuestrador debía de haber abandonado a su presa justo a tiempo de permanecer ignorante de la subsiguiente visita a la casa Skully. Era concebible, concediendo que se tratara de un egomaníaco con delirios de grandeza e inmunidad, pero no era probable. No, no lo era.
En segundo lugar, el secuestrador era meramente una teoría. La evidencia de su existencia real era sólo de oídas. Bartholdi sólo tenía la palabra de Jay Miles respecto a la llamada telefónica. No existía ningún testigo.
Era necesario aceptar todo el caso de buena fe, y esto era algo que no se contaba entre las virtudes del capitán. Y no obstante, creía en una especie de rapto.
Sabía quién era el asesino. Habría apostado toda su pensión y su alma a que lo conocía, Pero no podía detenerle, sin demostrar lo que sabia. Necesitaba confirmar un punto crítico.
Por entre sus ideas, se concentró en tres detalles que eran los culpables de su presente estado mental.
Un periódico.
Una joven que dormía profundamente… demasiado.
Y más importante, aún, un ragout con demasiadas cebollas.