12
Les retrasaba una gran desdicha.
Jay carecía de experiencia con la policía, y no estaba seguro del protocolo a seguir en el caso presente. Había un agente de uniforme detrás de un mostrador de madera, por lo que Jay se dirigió directamente hacia él. Pensaba que debía existir un Departamento de Personas Desaparecidas o algo por el estilo, especializado en encontrar a la gente extraviada o amnésica, pero ignoraba dónde estaba situado. En la comisaría, por otra parte, seguramente sólo le pedirían unos datos, el nombre y otras particularidades, y le despedirían sonriendo, como dando a entender que la desaparición de Terry se debía sólo a causas voluntarias.
—Buenas noches —les saludó el agente—. ¿En qué puedo servirles?
El principio era favorable, cortés y hasta deferente, y Jay sintióse al punto tranquilizado.
—Deseo dar parte de una persona desaparecida —repuso.
—¿Nombre?
—Jay Miles. El señor es Farley Moran, vecino mío.
—¿Dónde viven?
—En el edificio Cornish Arms, Soy profesor de economía de la universidad de Handclasp. Bien, creo que me ha confundido. Usted necesita saber el nombre de mi esposa, que es precisamente quien ha desaparecido.
El policía permitióse una leve sonrisa.
—¿Cómo se llama su esposa?
—Terry Miles.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?
—Unas cuarenta y ocho horas. Desde el viernes por la tarde.
El agente tomaba notas en una libreta. Luego, dejó el bolígrafo a un lado y arrancó la hoja.
—Aguarden un instante…
—Salió, dejando la puerta abierta, y Jay y Farley le vieron recorrer un pasillo. Unos minutos más tarde reapareció, llamándoles a ambos.
—Pasen. El capitán Bartholdi desea hablar con ustedes.
Jay se asombró por aquello. No esperaba que aquel asunto tan simple atrajese la atención de un capitán. También se sorprendió ante la personalidad de la persona que se levantó para saludarles. El capitán Bartholdi era delgado, de cabellos grises, bien parecido, cortés y celta. Tenía más aspecto de saber llevar una espada al costado que una pistola.
—Siéntense, caballeros —el capitán indicó las sillas—. ¿Quién de ustedes es el señor Miles?
—Yo soy Jay Miles.
—Y yo Farley Moran.
Bartholdi miró a Farley, pero al momento trasladó su atención a Jay. Es decir, estudió al profesor mientras se dirigía exclusivamente a él. Sin embargo, parecía abstraído. Sus grises pupilas tenían una expresión ausente, como si escuchase un distante fragmento musical o una voz lejana.
—Tengo entendido que su esposa ha desaparecido, profesor Miles.
—Así es, en efecto.
—¿Desde hace dos días?
—Sí, desde el viernes por la tarde.
—¿Tiene algún motivo para creer que se trata de un asunto para la policía?
—No lo sé. Por esto acudo a ustedes, para que lo averigüen.
—¿Por qué ha aguardado dos días antes de pedir nuestra ayuda?
—No es ésta la primera vez que mi esposa se ausenta inesperadamente, y pensé que no tardaría en regresar.
—Entiendo —asintió el capitán Bartholdi, como si así fuese—. Y ahora, usted está ansioso.
—Sí.
—¿Tiene alguna noción de dónde pudo irse su esposa? ¿Dejó la casa con algún destino específico? ¿Tenía una cita con alguien, por ejemplo?
—Creo que mencionó una cita, aunque sin decir con quién. El señor Moran, podrá contárselo mejor.
Farley, así nombrado, abrió la boca para hablar. Pero se lo impidió un gesto del capitán, el cual empujó su silla giratoria hacia atrás.
—Después, señor Moran. Ahora prefiero que me acompañen.
—¿Adonde? —inquirió Jay, poniéndose de pie y sintiendo, paradójicamente, que se hundía—. ¿Por qué?
—Síganme, por favor.
Dio la vuelta a la mesa escritorio y salió de la estancia, seguido por Jay y Farley. El profesor se daba cuenta de la gracia de movimientos de Bartholdi. Sus pies, como sus manos, eran pequeños y delgados. Al fondo del pasillo se hallaba el ascensor. El capitán oprimió un botón con un elegante pulgar, y la jaula descendió. Llegaron al corredor del sótano. Allí hacía frío. Las bombillas ardían con un tinte pálido, como si hasta la luz tuviese frío. Jay comprendió con toda certeza adonde se dirigían y lo que vería al llegar a su destino. Bartholdi se detuvo en el pasillo, contemplándole atentamente.
—Profesor Miles… —vaciló.
—Se trata de Terry, ¿verdad? Está… está muerta.
La voz de Jay estaba desprovista de vida y excitación. Bartholdi contestó como si dictara unos datos mortuorios para el archivo.
—Tenemos un cadáver. No ha sido identificado, porque no tiene documentos encima. Usted me dirá si es el de su esposa.
Penetraron en el depósito, y Jay contempló el cuerpo de su esposa. Era Terry, o lo que quedaba de ella. A pesar de la angustia y el terror ante la muerte violenta, parecía descansar en paz. Quizá se debía a que estaba vacía. Tenía la garganta con señales causadas por sus propias uñas, al haber intentado liberarse de quien la estranguló; era un milagro que aún pareciera algo hermosa. Llevaba muerta bastante tiempo. La mente de Jay se aferró a una idea estúpida.
«Afortunadamente, hace bastante frío.»
—Sí —exclamó en voz alta—, es Terry.
Habló bruscamente, como si tuviera impaciencia por concluir cuanto antes aquella penosa tarea. Bartholdi, sin dejar de vigilarle estrechamente, reconoció la última defensa contra el histerismo. Cogió a Jay por el brazo y lo sacó de la estancia, volviendo la cabeza hacia la puerta cuando su mirada tropezó con la máscara del rostro de Farley, situado detrás del profesor. Ya en el pasillo, los tres hombres se detuvieron, Jay exhaló un largo suspiro, como el de una válvula de escape.
—¿Se encuentra bien, profesor Miles? —se interesó el capitán.
—¿Dónde la encontraron?
—Es mejor que volvamos al despacho.
—¡Pobre Terry! ¡Pobrecita Terry!
—Lo siento pero era necesario.
En el ascensor, volvieron al despacho de Bartholdi. Jay experimentaba una extraña sensación, como si temiera violar la ley de la gravedad a cada paso; levantaba un pie después del otro con singular cuidado. Sintió un gran alivio cuando llegó a la seguridad de una butaca. De pronto, se dio cuenta de que en la otra butaca estaba sentado Farley. Se había olvidado del joven. No experimentaba el mismo sentimiento positivo hacia Bartholdi, instalado ya en su mesa. Aunque el capitán era un factor desagradable, parecía amable y simpático y había que responder a sus preguntas.
—¿Quiere un vaso de agua? —inquirió el capitán.
—No, gracias.
—¿Un cigarrillo?
Bartholdi los repartió, siendo aceptados por Jay y Farley. Una vez encendidos los tres pitillos, Bartholdi se retrepó en su asiento como resguardándose tras una nube de humo.
—Esta mañana, poco antes del mediodía, recibimos una llamada procedente de un tipo que vive en el extremo este de la población, en Wildwood Road. Ese individuo tiene un hijo llamado Charles. Por lo visto, éste y un amiguito suyo llamado Vernon decidieron el domingo entrar a registrar una casa vacía del barrio. La casa se llama Skully, al parecer. Por lo visto, Charles sentía curiosidad porque afirma que el viernes por la noche distinguió una luz movible en una ventana superior del edificio. Mejor dicho, el hecho ocurrió la madrugada del sábado al domingo. Los dos chicos entraron en la casa por una ventana del sótano. Ya arriba, en la misma habitación donde Charles afirma haber visto la luz, encontraron el cadáver de su esposa, profesor Miles. Los chiquillos huyeron despavoridos, y se lo contaron todo al padre de Charles, el cual nos avisó por teléfono. Envié a un par de agentes de patrulla a investigar, y hallaron el cuerpo, tal como lo habían descrito los muchachos.
La mirada de Bartholdi volvía a ser soñadora. Parecía estar escuchando algo remoto, tal vez un lejano acompañamiento a su propia voz.
—Y ahí entro yo —continuó al cabo de un instante—. A la media hora ya estaba allí. Y éstas son las conclusiones a que he llegado, aunque naturalmente sujetas a revisión: la víctima fue asesinada hace cierto tiempo. Después de lo que usted me ha contado, probablemente la mataron el viernes por la noche, no mucho después de haber desaparecido. No fue atacada, y hay que descontar un intento de violación. Además, estaba completamente vestida. Fue estrangulada o por una cuerda resistente o un fragmento de tejido fuerte, posiblemente una media o una corbata.
—Pero ¿por qué allí? —la voz de Jay contenía una nota ronca, como si él mismo estuviese siendo estrangulado por unas manos invisibles—. ¿Qué hacía en una casa deshabitada? Con toda seguridad, no iría allí para reunirse con otra persona.
—No es probable —asintió Bartholdi, haciendo otra pausa y contemplando un punto de la pared—. Fue llevada allí antes o después de muerta. Tal vez se trate de un rapto.
—¿Un rapto?
—Sólo es una teoría. Las víctimas de los raptos o secuestros han de ser ricas para que el asunto sea beneficioso. ¿Es usted un hombre acaudalado, señor Miles?
Jay meneó la cabeza.
—Vivo de mi sueldo. Pero el padre de mi esposa le dejó una pequeña fortuna.
—¡Ah! —Bartholdi se inclinó hacia delante—. ¿Ha recibido alguna nota de rescate?
—No.
—Aún podría llegar —murmuró el capitán—. Sí —añadió lentamente—, podría ser éste el caso. Es muy sugestivo que el cadáver fuese dejado en un lugar donde, a no ser por la curiosidad de un par de chiquillos, hubiese podido pasar inadvertido durante meses enteros. Lo cual le daría a un secuestrador bastante tiempo para negociar el rescate.
El capitán hizo otra pausa.
—Tal vez le interese saber —prosiguió luego—, que por si acaso he tomado algunas precauciones para impedir que el secuestrador, si existe, no se entere de que conocemos la muerte de su víctima. He amenazado a los dos niños y a sus padres, comprometiéndoles a guardar silencio, lo mismo que a todos los agentes implicados en el caso. Si es posible, guardaremos el asunto lejos de la Prensa, al menos durante veinticuatro horas más. Claro que no albergo muchas esperanzas. Es probable, naturalmente, que un secuestrador hubiese mantenido la casa Skully bajo observación. En buyo caso, ya sabría que hemos descubierto el cadáver.
Jay sacudió la cabeza.
—No creo mucho en un rapto. Mi esposa no controlaba el dinero de la herencia. No podía entrar en posesión del mismo hasta dentro de un año. Sólo percibía una modesta pensión extraída de los intereses del capital.
—¿Quién administra la herencia?
—Un abogado de Los Ángeles llamado Maurice Feldman.
—¿Y éste no pagaría un rescate para salvar la vida de su esposa?
—Claro que sí. De esto no hay duda. Pero el secuestrador tendría que estar al corriente de las circunstancias, lo cual es algo improbable. Terry y yo nunca hablábamos de su herencia. Estoy seguro de que no lo sabía nadie de Handclasp.
—¿Cómo está tan seguro? Las mujeres no saben guardar un secreto. Por ejemplo, señor Moran, ¿oyó alguna vez a la señora Miles mencionar su herencia?
—Nunca.
—¿Seguro?
—Del todo. Jay me lo contó ayer, después de haber desaparecido Terry. Fue ésta la primera vez que supe que la señora Miles era una heredera.
—A propósito, señor Moran, creo que usted iba a contarme algo referente a una cita.
—No hay mucho que contar, en realidad. Terry estuvo en nuestro apartamento el viernes por la tarde, y fue entonces cuando mencionó que tenía una cita a las tres. Nada más.
—¿No mencionó ningún nombre ni el lugar?
—No, En realidad, se negó a dar más detalles.
—Ya. Muy interesante. Ha dicho usted «nuestro» apartamento, señor Moran.
—De Ben y mío, Ben Green. Estudia para doctorarse en la universidad. Yo estudio leyes.
—¿Por qué estuvo Terry, la señora Miles, en su apartamento? ¿Por algún motivo especial?
—Necesitaba unas zanahorias.
—¿Zanahorias? —el capitán enarcó las cejas—. ¿Ha dicho zanahorias?
—Sí, para un ragout. Iba a ponerlo al fuego mientras estaba fuera. De este modo, la cena estaría lista cuando llegara Jay más tarde.
Bartholdi trasladó su mirada al profesor.
—¿Estaba lista la cena, señor Miles?
—Sí. El ragout se cocía a fuego lento.
—Un hombre debe de hallar muy satisfactorio llegar a casa y encontrar la cena a punto. Lo sé porque yo soy un solterón —después de esta irrelevante observación, Bartholdi volvió a fijar su atención en Farley—. ¿Cuánto tiempo estuvo la señora Miles en su apartamento?
—No mucho. Se marchó poco después de irse Ben.
—¿Adonde fue ese Ben… Green, verdad?
—No lo sé. Ben también se mostró misterioso respecto a su fin de semana. Claro que no es la primera vez que se comporta así. Opino que quiso procurarse un poco de diversión personal, si es que me entiende.
—Ya. ¿Cuándo volvió?
—No volvió. Bueno, al menos no había vuelto cuando Jay y yo salimos hacia aquí. Tal vez haya regresado ya. Aseguró que volvería esta noche.
—Interesante.
—Oh, si piensa que existe alguna relación entre Ben y Terry, carece de toda base. Estoy seguro de que no había nada entre ellos.
—Naturalmente, casi todas las probabilidades indican que está usted en lo cierto. Uno de mis defectos —explicó Bartholdi— es un exceso de imaginación. Bien, tendremos que procurar que el señor Green nos cuente sus actividades de este fin de semana.
—Creo que sería mucho mejor saber quién insertó el anuncio.
—¿El anuncio? ¿Qué anuncio?
—Había uno en The Journal del jueves. Iba dirigido a «T. M.», y firmaba «O». Concertaba una cita para las tres de la tarde del viernes. Por algunos términos empleados, deducimos que el lugar de la cita era la biblioteca de la universidad.
Si la imaginación de Bartholdi estaba de nuevo desbocada, sus ojos no lo dieron a entender. Eran más soñadores que nunca al posarlos suavemente en Jay.
—¿Cuándo tuvo usted conocimiento de este anuncio?
—El viernes por la noche —repuso el profesor—. Farley y yo acabábamos de comernos el ragout, y Farley y Fanny empezaron a registrar mi apartamento por si Terry había dejado alguna nota relativa a su cita. Fuiste tú quien descubrió el anuncio, ¿verdad, Farley?
—Sí, ahora que lo dices —asintió el joven—. Fanny estaba hojeando unas revistas en busca de una nota marginal o alguna referencia a la cita, y yo cogí el The Journal, y allí estaba el anuncio en la columna de Personales.
—¿Quién es Fanny? —se interesó el capitán.
—Fanny Moran —explicó Jay—, la hermanastra de Farley.
—Vive arriba —detalló el muchacho.
—¿Y cómo fue, señor Moran, sólo por curiosidad —preguntó el policía—, que estaba usted a aquella hora con el profesor Miles en su apartamento?
—Terry me había invitado a cenar el ragout a las seis. Y Fanny, no sé por qué, también se presentó. Fanny siempre aparece en los momentos más impensados.
—Bien, podemos empezar con el anuncio —declaró el capitán, suspirando y poniéndose de pie—. Sé que esto ha sido un deber muy penoso para ustedes. Me gustaría enviarles en coche a casa, pero antes deseo llevarles adonde encontramos el cuerpo.
—¿Para qué? ¿Para espiar mis reacciones?
—¿Sarcasmo, profesor Miles? No es necesario.
Jay se puso de pie mediante un gran esfuerzo, pensando que le sería imposible efectuar otro.
—¿No es siempre el marido el principal sospechoso? Empiezo a tener la impresión de que, a partir de ahora, usted y yo nos veremos a menudo, capitán. Entonces, ¿por qué no me tutea? En realidad, todo el mundo lo hace, incluso los estudiantes. No me gustan los formulismos innecesarios.