Capítulo 10
“Los hombres pueden sentirse violentamente atraídos por atributos que no son evidentes de inmediato”.
Aunque nunca he sido muy aficionada a las momias, en el curso de mi carrera profesional he aprendido a lidiar con las cosas desagradables de manera eficiente y sin emoción. Me retiré de esa con considerable rapidez. Ya era tarde cuando regresamos al Amelia, pero admití la necesidad de un debate y unas libaciones reconstituyentes. Era imposible ir mansamente a la cama después de tal experiencia.
Todos lo habíamos visto, excepto Evelyn, quien afirmó que nuestras descripciones eran suficientes para ella. Emerson, que se siente atraído por las momias, se hubiera arrastrado sobre carbones encendidos para llegar a ésta. Con la ayuda de Abdullah se las arregló para ampliar el espacio lo suficiente para poder pasar y estuvo allí mucho tiempo. Lamenté no haberle atado con una cuerda. No fue hasta que me arrastré hasta la mitad en el túnel y amenacé con sacarlo a la fuerza que aceptó volver. Emerson no es especialmente sensible a la atmósfera, y fue eso más que el aspecto horrible de la momia lo que me afectó, la débil luz y las sombras cambiantes, el hedor nauseabundo y el hecho de que el sencillo ataúd con su terrible habitante hubiera protegido la cámara mortuoria de una reina. Aunque mi retirada fue apresurada, había observado la puerta detrás del ataúd, una puerta bloqueada con enormes piedras.
Contemplando con desdén el vaso de leche tibia que había ordenado que le sirvieran, Ramsés comentó:
—La razón de la negativa de los gatos a entrar en la tumba, se explica ahora. Su sentido del olfato, mucho más agudo que el nuestro, debe haber captado una bocanada de ese olor asqueroso.
—Estás siendo demasiado fantasioso, Ramsés —respondí—. La noción de un gato de lo que constituye un olor asqueroso no es la misma que la nuestra. Pero sospecho que tenemos que dar las gracias a la momia, por el hecho de que los ladrones no entraran en la cámara funeraria.
—Me pregunto —exclamó Walter—. Radcliffe, ¿recuerdas la historia que escuchamos hace algunos años en Gurneh? ¿Sobre la tumba perdida en la que tres hombres habían desaparecido y no habían salido nunca?
—Cuentos populares —dijo Emerson con impaciencia.
—Esto ocurrió dentro de la memoria reciente —insistió Walter—. El tipo que nos lo contó decía ser el hermano de uno de los hombres que habían desaparecido.
—El típico cuento, sin duda —dijo Ramsés, pensativo—. Pero sería interesante, ¿verdad?, si alguno de los huesos triturados bajo los pies en la antesala resultaran ser de fecha reciente.
—Tonterías —dijo Emerson—. La primera visión de lo atroz, podría haber hecho que salieran gritando, pero los saqueadores de tumbas están acostumbrados a las vistas horribles.
—Nunca he visto una tan espeluznante como esa —murmuré.
Emerson vertió más whisky en mi vaso.
—Sin embargo, yo sí. Provenía del alijo de momias reales de Deir el Bahri.
—Emerson, ¡ese pobre hombre fue enterrado vivo!
—Por una vez, Peabody, tu interpretación melodramática es probablemente correcta. Esta momia muestra las mismas características que la otra, la que se me permitió estudiar hace algunos años. De hecho, los paralelismos visibles son tan exactos que puedo adivinar lo que vamos a encontrar cuando termine el examen que no se me permitió hacer esta noche.
Ignoré ese comentario provocativo y la mirada que lo acompañó. Él solo estaba bromeando.
—Sí, me acuerdo del espécimen de Deir el Bahri —exclamó Walter—. Sus manos y pies también estaban atados.
—En lugar de estar envuelto con vendas, había sido cosido a una piel de oveja —dijo Emerson—. Los órganos internos estaban aún en su lugar y no había evidencia alguna de que el proceso de momificación hubiera ocurrido. Parece ser lo mismo en nuestra momia. He encontrado la piel de oveja, retirada para exponer el cuerpo, y no pude ver ninguna señal de incisión a través de la cual, por lo general, se extraían las vísceras. La expresión de intensa agonía es como la del otro ejemplo, y sin duda sugiere que ambos individuos murieron... de manera desagradable.
—Su crimen debe haber sido atroz, para justificar ese destino —dijo Nefret.
Me preguntaba si alguna vez me acostumbraría a ello, el contraste entre su delicada palidez inglesa y la placidez de ese bello rostro cuando hablaba de asuntos sobre los que el mero hecho de pensar en ellos habría hecho temblar o desmayarse a cualquier doncella inglesa.
—Un buen punto —dijo Emerson—. No solo fue un método de ejecución, porque eso debe haber sido, particularmente cruel, sino que el hombre fue despojado de su nombre e identidad y envuelto en la piel de un animal que se consideraba ritualmente impuro. Sin embargo, el cuerpo no estaba destruido, sino que fue sepultado con un muerto real, como al parecer, fue esta persona. Confieso que la explicación se me escapa.
—Hay un misterio para ti, Amelia —dijo Walter—. No creo que hayas tenido un asesinato en esta temporada, ¿por qué no emplear esos talentos detectivescos tuyos con este pobre hombre?
—Dudo que ni siquiera los talentos de los detectives de ficción favoritos de Ramsés pudieran resolver un caso como el presente —contesté en el mismo tono de broma—. Hace tanto tiempo que...
—Ja —dijo Emerson—. Creo que una vez te oí decir que ningún misterio es insoluble. Dijiste que era simplemente una cuestión de cuánto tiempo y energía esté uno dispuesto a gastar.
—Estaba alardeando un poco —admití—. Sin embargo...
—Oh, tienes una teoría, ¿verdad?
—Todavía no. ¿Cómo podría cuando la evidencia está incompleta? —La sonrisa de Emerson se hizo más grande. Era imposible resistirse al desafío de esos burlones ojos azules así que continué—. Lo que quería decir, antes de que me interrumpieras, era que en esta etapa no se puede afirmar que se pueda llegar a la solución. Se me han ocurrido una o dos ideas.
Observando que Ramsés, que nunca se quedaba sin ideas, estaba a punto de lanzarse a un discurso, Emerson dijo rápidamente:
—Ya es tarde. A la cama, ¿eh? Ni una palabra de esto a nadie, claro está. Si O'Connell se entera alargará la vieja tontería sobre maldiciones y no me fío de que la señorita Marmaduke se resista a su maldito encanto.
—Entonces encuentras al señor O'Connell encantador, ¿verdad? —pregunté, mientras salíamos del salón.
—No, en absoluto —dijo Emerson con frialdad—. Me estaba refiriendo a su efecto sobre las mujeres susceptibles, como he tenido ocasión de observar.
* * *
El temperamento de Emerson fue puesto a prueba duramente los días siguientes, ya que el Mirror llegó a tiempo y el Times le siguió pronto, la agencia Cook nos añadió a su itinerario (vapores dos veces por semana durante el apogeo de la temporada). La cara de Emerson cuando vio por primera vez a la tropa de turistas montados en burro trotando sobre nosotros fue un espectáculo memorable. Las almas tímidas se retiraron ante su primer bramido, pero algunos fueron muy persistentes y no se fueron hasta que cargó contra ellos blandiendo una tabla.
No solo estábamos asediados por los periodistas y los turistas, sino que el ataque arqueológico que Emerson había predicho también ocurrió. El primero en llegar fue Cyrus Vandergelt, nuestro rico amigo americano. Quibell y Newberry se dejaron caer. Howard Carter pasó tanto tiempo con nosotros como pudo robar a sus otros deberes, y tuvimos incluso el honor de una breve visita de M. Maspero, a pesar de los esfuerzos de Emerson por evitarle.
Los únicos de nuestros amigos que no se presentaron fueron el reverendo Sayce, quien, lamenté escuchar, estaba sufriendo un ataque de reuma (Emerson no lo sintió), y el señor Petrie. Los Petrie estaban en Abydos ese año, lo que hizo su incapacidad para llegar aún más sorprendente. Howard lo atribuyó a los hábitos de trabajo compulsivo de Petrie. Emerson lo atribuyó a rencor y celos.
—Al menos —comentó con amargura—, no tenemos que temer interrupciones de los ladrones locales. No podrían acercarse a este lugar sin tropezar con un periodista o un arqueólogo.
Había una singular falta de interés por parte de nuestros enemigos conocidos y desconocidos. No habíamos oído nada más sobre Riccetti; la noche transcurrió tranquila en la tumba y en la dahabbiya. Este fue, en mi opinión, un signo ominoso, pero Emerson se negó absolutamente a estar de acuerdo conmigo (o a discutir el asunto). Qué cierto es el dicho de que ¡no hay peor ciego que el que no quiere ver! Tengo que compartir una pequeña parte de la culpa. Nuestro trabajo me absorbió. Me convertí en complaciente y negligente. Y a su debido tiempo pagué un precio terrible por esa complacencia.
Sin embargo, ¡qué egiptólogo podía resistirse el encanto de la tumba! Los relieves pintados eran extraordinarios, los colores apenas estaban desteñidos con los contornos seguros y nítidos. Emerson y Walter pasaron una buena cantidad de tiempo discutiendo acerca de las implicaciones históricas de estas escenas y las traducciones de las inscripciones jeroglíficas, pero voy a ahorrar los detalles al Lector desinformado. (El Lector que desee ser informado encontrará los detalles en nuestra próxima publicación, La Tumba de Tetisheri en Tebas, cuatro volúmenes, y un quinto de tamaño folio con láminas en color)
Limpiar la antecámara costó menos tiempo de lo que esperaba. Los ladrones modernos habían estado ocupados, apartando los restos a un lado en su búsqueda de objetos comercializables, y fastidiando la estratigrafía hasta tal punto que incluso Emerson admitió que no había esperanza de reconstruir el arreglo original. La mayoría de los objetos restantes eran más tardíos que la época de Tetisheri y de mala calidad. Los ladrones de tumbas habían dejado muy poco de ellos, desmembrando a las momias en busca de amuletos y rompiendo los endebles ataúdes de madera. Provenían de los enterramientos de una familia de sacerdotes de la dinastía XXI, que había utilizado la antecámara de Tetisheri como tumba de su familia antes de que un alud o un terremoto ocultara la entrada.
Nosotros encontrábamos el trabajo fascinante, pero los periodistas no. Después de un intervalo durante el cual no salieron de la tumba ninguna momia, joyas o vasijas de oro, se retiraron a los hoteles de Luxor, donde pasaron la mayor parte de su tiempo bebiendo y escuchando las mentiras de los habitantes locales. Nuestros amigos arqueólogos también se dispersaron, tenían responsabilidades propias, y como el señor Quibell comentó con una sonrisa triste, Emerson tardaba incluso más que Petrie en limpiar una tumba.
Ni siquiera ante nuestros colegas arqueólogos admitió Emerson que hubiéramos ido más allá de la antecámara. Había cerrado la abertura de la puerta y se negó a abrirla de nuevo, incluso a petición directa del Director de Antigüedades.
Fue divertido ver cómo se iluminó la cara de M. Maspero cuando vio nuestras agradables escaleras de madera. Al igual que Hamed, estaba un poco grueso y escaso de aliento. Después de inspeccionar los relieves, interrumpió la conferencia de Emerson sobre los artefactos que habíamos encontrado hasta el momento.
—Mon cher colega, estoy seguro de que está llevando a cabo las excavaciones de la forma más irreprochable. Pero ¿qué sucede con la momia de la reina?
La cara de Emerson adquirió la expresión que a menudo precede a un comentario sin tacto, y dije con dulzura:
—Todavía no hemos investigado la cámara funeraria, monsieur. Conoce los métodos de mi marido.
Maspero asintió con la cabeza y se enjugó la frente sudorosa. Con cualquier otro excavador podría haber insistido en que despejara el paso, pero conocía a Emerson muy bien.
—¿Me lo notificará antes de entrar en la cámara funeraria? —preguntó con nostalgia.
—Claro, monsieur —respondió Emerson con su fluido, pero horroroso acento francés—. ¿Cómo podría suponer que lo haría de otra manera?
—Hmm —dijo Maspero, y se fue resoplando por las escaleras.
El único visitante que se quedó fue Cyrus. Su oferta de ayudar había sido firmemente rechazada por Emerson, así que empezó sus propias excavaciones en el Valle de los Reyes, pero dado que su casa de Luxor se encuentra cerca de la entrada del Valle, fue capaz de “mantenerse detrás de nosotros día y noche” como Emerson lo expresó con amargura. La casa, que los residentes locales llaman el Castillo, era una gran residencia elegante equipada con todas las comodidades modernas. Cyrus nos invitó a tomar el té, el desayuno, el almuerzo y cena, y se ofreció a contribuir con cualquier cosa.
—El señor y señora Walter Emerson, por lo menos —insistió—. Ellos no están acostumbrados a las incomodidades como nosotros, señora Amelia, y la dahabiyya debe estar abarrotada con seis personas.
No acepté la invitación, pero la mantuve en la mente. El Castillo estaba completamente provisto de personal y sus paredes eran tan robustas como las de una fortaleza. Podría llegar un momento...
Cenamos con Cyrus en el hotel Luxor la tarde en que la engañosa tranquilidad de nuestra existencia fue rota por la primera ola ominosa, que indicaba la presencia de vida debajo de la superficie. Emerson había aceptado ir a cenar de mala gana, movido más por el hecho de que al día siguiente era viernes, y por lo tanto un día de fiesta para los hombres, que por mi insistencia en que todos necesitábamos un cambio de escena. Pensé que Evelyn tenía aspecto cansado, e incluso Nefret parecía más silenciosa y preocupada que de costumbre.
Con su acostumbrada generosidad Cyrus había invitado a todo nuestro personal, así como al joven egiptólogo que él había contratado para supervisar su propio trabajo. Formábamos un gran grupo y el rostro surcado de arrugas de Cyrus se rompió en una sonrisa mientras observaba la mesa desde su puesto a la cabeza.
—¿No está todo perfecto? —Me preguntó. Yo estaba sentada, por supuesto, a su derecha—. Cuantos más, mejor, ese es mi lema. Y mucho más atractivo también, si exceptuamos al viejo presente.
Me vi obligada a estar de acuerdo. Nadie adorna una mesa (o cualquier otro ambiente) mejor que mi querido Emerson, bronceado y en forma como siempre, sus bien cortados labios curvados en una sonrisa afectuosa mientras observaba a Nefret fingiendo ser cortés con Ramsés. Ella había desarrollado un gran talento para el sarcasmo suave, que, por supuesto, pasaba por encima de la cabeza de Emerson. No pasaba por encima de la cabeza de Ramsés, pero él no había decidido qué hacer al respecto.
Sir Edward, jugando a lo seguro, había rechazado vestirse de noche en favor de un traje de color ceniza que iluminaba sus ojos azules y su cabello rubio. Kevin... bien, ni siquiera su mejor amigo podría llamarlo guapo, pero su cara pecosa brillaba con satisfacción al verse en tal compañía. La molestia del Times, el Mirror y el Daily Mail, en una mesa distante, sin duda, se añadía a su disfrute. Walter parecía diez años más joven que cuando llegó, su rostro estaba bronceado y saludable, había ganado al menos seis kilos.
El señor Amherst, el nuevo asistente de Cyrus, era un joven bien parecido, con el pelo rubio y un bigote bien recortado. Ninguno de nosotros lo había visto antes, ya que acababa de llegar de Oxford, donde había estado estudiando los clásicos. Estaba conversando con Evelyn, que nunca se había visto más hermosa.
La cara más feliz de todas, sin embargo, pertenecía a la señorita Marmaduke. Como la única soltera presente, obviamente se consideraba la reina de la ocasión y floreció bajo la atención de los caballeros. Su vestido negro había sido alterado para mostrar los brazos, la garganta y los hombros, y con algún dispositivo que no me era evidente había logrado recogerse el pelo en lo alto y mantenerlo allí. Sus delgadas mejillas estaban rojas, o tal vez era pintura. La transformación era tan grande que me pregunté si sir Edward...
—Hay un buen número de turistas en Luxor este año —dijo Cyrus, interrumpiendo una línea de pensamiento que probablemente no me daba ningún crédito—. Me pregunto cuántos se han visto atraídos por la noticia de la tumba.
—En todo caso, algunos han tratado de verla —contesté, reconociendo varias caras conocidas—. Lord Lowry-Corry, y su esposa amenazaron con despedir a Emerson cuando se negó a dejarles subir las escaleras.
—¿Despedirle de qué? —preguntó Cyrus con una sonrisa perpleja.
—Solo el cielo lo sabe. Supongo que creen que los arqueólogos deben ser empleados del gobierno británico. —Asentí de manera distante con la cabeza a lady Lowry-Corry, quien procedió a ignorarme por completo.
Cyrus, que había observado el intercambio, se echó a reír a carcajadas.
—Espero que me perdone por decirlo, señora Amelia, pero hay ventajas en una forma democrática de gobierno. La aristocracia puede ser una molestia.
—Emerson estaría de acuerdo con usted, pero me perdonará por decirlo, Cyrus, algunos americanos también adulan a los aristócratas, no solo a los nuestros, sino a la rica aristocracia americana. Deduzco, por la forma en que las damas le adulan, que ese caballero de la mesa es un miembro de ese grupo, ya que su apariencia no es tan atractiva como para inspirar tal grado de admiración.
—Correcto de nuevo, señora Amelia. —Cyrus frunció el ceño al pequeño hombre de los bigotes enormes, que tenía un fuerte acento americano—. Es un neoyorquino y un viejo rival de negocios. Al parecer, se ha visto bastante fascinado con Egipto, porque tuvo el supremo descaro de visitarme y bombardearme sobre mis excavaciones. Cuidado con él. Lo siguiente será tratar de intimidar para conseguir entrar en su tumba, yo no confiaría en él más que a la distancia a la que puedo arrojarlo.
—Probablemente podría arrojarlo a bastante distancia, Cyrus.
—Y Emerson podría arrojarle aún más lejos. —La cara de Cyrus se relajó en una sonrisa de anticipación—. Solo espero estar cerca si intenta esos trucos con su marido.
Me llamó la atención otro caballero que de inmediato se levantó y se acercó a nuestra mesa.
—¿Cómo está su hijo, señora Emerson? Puesto que no me ha llamado de nuevo supongo que no hubo complicaciones.
—Como puede ver, es la imagen de la salud. —Girándome hacia Cyrus, dije—: Recuerda al doctor Willoughby, Cyrus. Me alegro de poder darle las gracias una vez más, doctor, no solo por su pronta atención al pequeño accidente de Ramsés, sino por cuidar de mi marido el pasado invierno.
—Ciertamente parece haberse recuperado por completo —dijo Willoughby, mirando a Emerson, quien, a juzgar por sus gestos apasionados, estaba discutiendo sobre filología con Walter.
—Fue tal como predijo —respondí—. A medida que su salud física mejoraba, el... esto... trastorno nervioso desapareció.
—Estoy encantado de escucharlo. Y también mis pacientes —añadió con una sonrisa—, si yo fuera tan poco profesional como para hablar de mis otros casos con cualquiera excepto el paciente y su familia. Pero puedo decirle, señora Emerson, que el caso de su marido despertó mi interés en... eh... los trastornos nerviosos, y he podido ayudar a varias personas que me han consultado con problemas similares. Mi práctica está aumentando constantemente.
—Luxor está siendo conocido como un centro de salud —estuve de acuerdo—, y la presencia de un médico de su reputación debe atraer a muchos enfermos a la ciudad.
Tras un nuevo intercambio de elogios el médico regresó a su mesa, y Cyrus, que me estaba estudiando curiosamente, comentó:
—Así que Ramsés ha tenido otro pequeño accidente, y uno lo suficientemente grave como para requerir la atención de un cirujano.
—El instinto maternal con bastante frecuencia inspira una respuesta exagerada —le contesté, y, con la esperanza de cambiar de tema, seguí sin detenerme—. Me pregunto si las otras personas de la mesa del doctor son pacientes. Algunas no parecen estar sufriendo de nada más serio que excesos.
—Ese tipo con el fez rojo sin duda podría beneficiarse de unas pocas semanas a pan y agua —coincidió Cyrus con una sonrisa—. Es holandés, señora Amelia, y un vividor. La dama de negro junto a él es súbdita del emperador de Austria. Perdió a su marido no hace mucho tiempo en un trágico accidente, era un ardiente deportista que tropezó con una raíz y se disparó a sí mismo en lugar de al ciervo que estaba persiguiendo. La pobre señora parece ser muy frágil, la mujer adusta a su izquierda es una enfermera del hospital, que la acompaña a todas partes.
—Es usted una mina de información, Cyrus. ¿Conoce a todo el mundo en Luxor?
—No estoy familiarizado con las otras damas de la mesa de Willoughby. Sin embargo, no me importaría que me presentaran. No hay nada malo en ellas por lo que puedo ver.
—Demasiado dinero y poco cerebro, sin duda. ¿Cuál le gusta, Cyrus? ¿La dama morena o la del cabello Tiziano? Dudo que sea su color original.
—Cualquiera. No tengo reparos acerca de mi admiración por el bello sexo, señora Amelia, y ya que usted no está disponible, debo buscar consuelo en otra parte.
Estoy segura que no necesito explicar al Lector que la curiosidad vulgar no era la causa de mis indagaciones. En los últimos días no había visto ninguna señal de buitres, pero no tenía ninguna duda que estaban revoloteando, intentando hacerse con el control del imperio que Sethos había dejado sin líder. El problema con los enemigos desconocidos, es que son difíciles de identificar. Cualquiera o todos de estos turistas aparentemente inocentes podía ser un enemigo.
Después de cenar nos retiramos a los jardines para tomar un café. Las lámparas colgantes en los árboles emitían un suave resplandor sobre el exuberante verdor y las flores, el aire fresco era bienvenido después del ambiente cargado del comedor. Rápidamente Emerson procedió a contaminar el aire con su pipa y Cyrus, después de pedir cortésmente mi permiso, encendió uno de sus puros.
—Entonces —dijo éste último yendo directamente al grano—, ¿cuándo espera llegar a la cámara funeraria?
Con una mirada a Kevin, sentado en una mesa contigua, Emerson dijo:
—Uno casi puede ver como le pican las orejas, ¿verdad? No se moleste en forzar el cuello, O'Connell. La respuesta a la pregunta del señor Vandergelt es un inequívoco “¿cómo diablos voy a saberlo?” Pasarán varios días antes de que termine con la antecámara, y luego hay que despejar un pasaje de longitud desconocida. Tendremos suerte de llegar a la cámara funeraria, donde quiera que esté, antes de marzo.
—¿Otro mes? —exclamó Kevin, acercando la silla.
—Por lo menos.
—¡Pero no puedo perder tanto tiempo en Luxor! Mi editor no lo tolerará.
—Tampoco, creo yo, podrá el Times y el Mirror —dijo Emerson con una sonrisa siniestra—. Tiene mi permiso para pasarles la información, O'Connell. Ahora, Vandergelt, estaba preguntando sobre el siguiente volumen de mi Historia. Tengo la intención de discutir en detalle el desarrollo del poder temporal de los sacerdotes de Amón y su efecto...
Con un murmurado ¡Por Dios! Kevin se levantó y se alejó. La treta había sido un éxito. Él y sus lectores no estaban interesados en las teorías de Emerson sobre el sacerdocio de Amón. Por supuesto, yo sí, hasta tal punto que no fue sino hasta después de que termináramos una pequeña discusión refrescante sobre Akhenaton, que me di cuenta que varias personas de nuestro grupo habían desaparecido.
—¡Maldita sea! —Exclamé—. ¿Dónde está Nefret? Si esa chica se ha ido con...
—Con Ramsés, espero —dijo Emerson ingenuamente—. Es noche de luna, Amelia, y los jóvenes son demasiado inquietos para permanecer sentados mucho tiempo.
—¿Walter y Evelyn se han ido a pasear bajo la luna también?
—Eso parece. Siéntate, Peabody, ¿de qué va todo esto?
—Es su instinto maternal —declaró Cyrus serio—. Simpatizo con usted, señora Amelia, la responsabilidad de dos jóvenes debe ser enorme. Con esa propensión de Ramsés a los accidentes y la cara bonita de la señorita Nefret... pronto va a estar hasta el cuello de pretendientes enamorados, Emerson.
—Oh, por Dios —dijo Emerson, con una mirada de angustia hacia mí—. Peabody, tal vez es mejor que vayas a buscarla... a ellos.
Era típico de él haber ignorado todas las señales obvias, incluyendo mis advertencias, hasta que un comentario casual de otro hombre le llamó la atención. Le dije con frialdad:
—Pretendía hacer precisamente eso, Emerson. Por favor, no te molestes.
Cogí la sombrilla (roja, a juego con mi vestido) y seguí el camino que conducía hacia los arbustos.
Había otros que disfrutaban de la belleza tropical de la noche, formas oscuras en la oscuridad, muchos de ellos tomados del brazo. Mientras avanzaba, empecé a lamentar que ese momentáneo resentimiento me hubiera impedido insistir en que Emerson me acompañara. Las noches egipcias están hechas para encuentros románticos: estrellas, la brisa suave, el aroma lánguido del jazmín y las rosas en el aire. La luna, acercándose al máximo, lanzaba rayos plateados sobre el camino. ¿Cómo podría yo, que había sido y seguía siendo susceptible a los sentimientos de esa naturaleza, condenar totalmente a una joven que se rendía a sus exquisitas sensaciones?
Porque ella tenía quince años, no... no tan madura como lo había sido yo cuando fui conquistada por la luz de la luna y Emerson.
Fue la luz de la luna lo que les traicionó, al brillar sobre su pelo rubio. La forma de ella era una sombra más oscura, medio oculta por una enredadera de flores. Una brisa agitaba las ramas, el sonido debió haber escondido el roce suave de mis faldas sobre la hierba. Me detuve, y entonces oí una voz de mujer.
—¿Qué es lo que dicen aquí? ¿Palabra de un inglés?
No era la voz de Nefret. De hecho, era difícil de identificar, ya que habló en un susurro y un toque de risa coloreó el tono. Sabía que debía ser Gertrude, antes incluso de que la respuesta llegara de la voz igualmente suave pero inconfundible de sir Edward Washington.
—La tienes. ¿Dudas de mí?
—Dame tu mano, entonces... ¿cómo hacen los caballeros cuando llegan a un acuerdo?
La única respuesta fue una inhalación. El brillo de los cabellos rubios se desvaneció cuando se movió, y como yo no sabía si se estaba moviendo hacia adelante o hacia mí, me retiré de inmediato.
Volviendo a la mesa, me sentí aliviada de encontrar que los vagabundos habían regresado.
—Fuimos a dar un pequeño paseo —explicó Evelyn—. La vista a través del río es hermosa.
—¿Has visto a los otros? —Le pregunté a la ligera.
—Nos encontramos con el señor O'Connell y Amherst —contestó Walter—. Estaban buscando tabaco. Las tiendas están abiertas la mitad de la noche durante el Ramadán, ya sabes.
—¿Sir Edward y la señorita Marmaduke no estaban con vosotros? —Bien, sabía que no, al menos no todo el tiempo, pero un investigador adecuado no da nada por sentado.
—¿Qué te importa? —preguntó Emerson—. No eres responsable de ellos, ni ellos responden ante ti por lo que hacen en su tiempo libre. —Sacó su reloj—. Ya es tarde. Debemos regresar.
—¿Qué prisa hay? —Cyrus hizo un gesto a un camarero—. Las damas tienen el mismo derecho a un día de fiesta que los trabajadores. Si usted no va a tomarse un día libre, yo estaría encantado de actuar como escolta. Templos, tumbas o tiendas, señoras... para lo que les plazca, Cyrus Vandergelt, estadounidense, es su hombre. ¿Qué tal el Valle de los Reyes? Creo que puedo afirmar que es mi dominio particular, y la señorita Nefret me dice que no lo ha visto.
No llevábamos mucho tiempo debatiendo la cuestión cuando los otros regresaron. Estaban los tres juntos. O'Connell ofrecía a Gertrude sonrisas y cumplidos irlandeses. ¿Había logrado ella llegar hasta él? Decidí que sería mejor tener una pequeña charla con Gertrude.
Con toda justicia para mí misma, debo dejar claro que mi preocupación estaba dictada por simple deber. Emerson siempre se queja de mi debilidad por los jóvenes amantes, como él lo denomina, y yo sería la última en negar que me interesa animar alianzas de carácter romántico. (Alianzas matrimoniales, claro está.) En este caso no podía existir la cuestión del matrimonio, pero podría haber una cuestión de conspiración. Le debía a mi familia saber si sir Edward y Gertrudis estaban en connivencia, como Cyrus podría decir, o si el caballero solo estaba divirtiéndose. Y en este último caso, mi sentido de la responsabilidad moral exigía que expresara una amable advertencia a una mujer que, evidentemente, no tenía mi experiencia con el sexo masculino.
Se lo expliqué a Emerson más tarde, después de haber regresado al Amelia. Siento tener que decir que él respondió con observaciones de la naturaleza más frívola, y propuso otra teoría que prefiero no citar literalmente. Por emplear términos menos vulgares que los que usó: Gertrude no era tan inexperta como parecía. Sir Edward (preparado como los hombres siempre están para creerse irresistibles) había sido seducido por una astuta aventurera. Emerson añadió... déjeme pensar cómo decirlo... que los hombres pueden sentirse violentamente atraídos por atributos que no son inmediatamente evidentes.
Es difícil negar la verdad de esto. Me las arreglé para rebatirle con bastante pulcritud, creo.
—Estoy totalmente de acuerdo, Emerson. De hecho, fui yo, si recuerdas, la primera en señalar que Gertrude no es lo que parece. Puede no ser más que una simple aventurera. ¡Puede ser una espía y una criminal! De hecho, sí, ¡los fragmentos de conversación que escuché sugieren fuertemente que ella estaba tratando de alistarle en la conspiración!
—Sugieren fuertemente la clase de juegos verbales idiotas a los que hombres y mujeres juegan cuando están estableciendo una... eh... relación romántica.
—Posiblemente —dije, magnánima—. Pero tenemos el deber de averiguar la verdad y advertir al pobre sir Edward si ha sido engañado.
—No te lo agradecerá —murmuró Emerson—. Oh, maldición. No sé por qué pierdo el tiempo discutiendo contigo, Peabody, lo harás a tu manera diga lo que diga. Acosa a la señorita Marmaduke con té y simpatía y hurga en sus sentimientos más íntimos. Intentaría impedírtelo si pensara que hay la más mínima posibilidad de que ella sea otra cosa más que una mujer sentimental y estúpida que se desmayaría si alguna vez se encontrara con un criminal o un espía.
Estaba equivocado, por supuesto. No había oído la voz de la mujer, segura de sí misma, divertida, seductora, la voz de una mujer de mundo experimentada.
* * *
Habíamos planificado nuestra excursión al Valle de los Reyes para el día siguiente. Emerson había accedido a unirse a nosotros, aunque se quejó de los malditos turistas y de perder un día de trabajo.
—Por lo menos el Ramadán casi ha terminado —le dije para consolarlo—. Uno no puede esperar que los hombres trabajen bien cuando ayunan durante todo el día.
—Y se hartan toda la noche —gruñó Emerson—. Entonces tenemos que soportar tres días de indulgencia y distracción, mientras se celebra el fin del Ramadán. ¡La religión es una maldita molestia!
Por supuesto, insistió en detenerse en la primera tumba. El resto de nosotros cabalgó directamente hasta el Castillo, donde íbamos a desayunar con Cyrus antes de comenzar nuestra excursión. El grupo era el mismo de la noche anterior, ya que Cyrus había incluido amablemente a todos en su invitación. Nos guió en un recorrido por el lugar mientras esperábamos a que Emerson se nos uniera. El recorrido terminó en la biblioteca, mientras miraba como el señor Amherst sacaba un enorme volumen de la estantería para que Nefret pudiera examinarlo, llevé a Cyrus a un lado.
—¿Está seguro que el señor Amherst es quien dice ser, Cyrus?
—¡Mi querida señora Amelia! Debe superar ese hábito de pensar que todas las personas a las que conoce llevan disfraz.
—Parece muy interesado en Nefret.
—¿Qué joven no lo estaría? Está presumiendo, señora Amelia, solo está sosteniendo ese volumen de Lepsius a la manera que otro muchacho podría levantar pesas, para impresionar a una joven bonita. Ah, pero aquí está su marido. Vamos a desayunar.
La comida fue excelente, como siempre lo era la cocina de Cyrus. Inmerso en los elogios, reiteró su invitación.
—Hay un montón de habitaciones aquí, amigos. ¿Y usted, señorita Marmaduke? ¿Y sir Edward?
—Por favor permíteme hacer los arreglos para mi personal, Vandergelt —gruñó Emerson.
—No hay necesidad de pagar un buen dinero al hotel —insistió Cyrus—. Y les ahorraría hacer ese viaje a través del río dos veces al día. Willy y yo merodeamos por este lugar grande y viejo y yo no soy buena compañía para un joven enérgico. ¿No es cierto, Willy?
Amherst sonrió cortésmente.
—Su compañía, señor Vandergelt, nunca puede ser aburrida. Es asunto suyo, señor, por supuesto.
—Equivocado —dijo Emerson—. También es mío. ¡Oh, diablos! Haz lo que quieras. Todo el mundo lo hace.
Yo esperaba que Gertrude se apuntara a la oferta. No solo porque la proximidad le haría más fácil espiarnos, sino que las habitaciones, que había visto antes, eran tan elegantes como las que cualquier mujer podría desear. Sin embargo vaciló, y cuando sir Edward expresó su renuencia a aprovecharse de Cyrus, pensé que sabía por qué. Ambos aceptarían o no lo haría ninguno. Querían consultarse en privado antes de decidir.
—Piensen en eso, entonces —dijo Cyrus con buen humor—. La oferta sigue en pie, solo háganmelo saber.
Pronto nos encontramos en marcha, siguiendo un camino a través del wadi. Por supuesto, había visitado el Valle en innumerables ocasiones, pero nunca dejaba de lanzarme su hechizo. Mientras cabalgábamos, el desfiladero fue estrechándose gradualmente entre las paredes de roca desnuda de color amarillo dorado a la luz del sol y careciendo por completo de vida, solo los buitres planeaban perezosamente por encima de nuestras cabezas y alguna serpiente se deslizaba por las laderas rocosas, y, por supuesto, las moscas. Parecían molestar en su mayor parte a Gertrude. Ella se veía ridícula, saltando arriba y abajo en su silla de montar y agitando el aire con su abanico. De nuevo me pregunté: ¿Podría esta mujer tonta ser una aventurera o una espía?
La respuesta, por supuesto, fue: Sí, podría. Un talento para actuar y para el disfraz es esencial en ambas profesiones.
Cuando el camino se dividió, seguimos el ramal de la izquierda a través de una puerta natural de roca y vimos el valle delante de nosotros. Como Emerson había predicho, el lugar estaba lleno de turistas.
Solo unas pocas de las tumbas reales fueron consideradas por Baedeker como dignas de entrar en ellas y era alrededor de esas tumbas donde se habían reunido los turistas. Desdeñando las turbas vulgares, Cyrus nos guió al lugar que había elegido para trabajar esta temporada. Ninguno de los hombres estaba trabajando ese día, pero la evidencia de su trabajo era visible en los agujeros y montones de arena.
—Imagino que tiene que haber una tumba aquí en alguna parte —declaró Cyrus.
La señorita Marmaduke estudió el suelo árido y los montones de escombros con asombro evidente, y Emerson dijo con un resoplido:
—Estaría mejor ocupado, Vandergelt, dirigiendo una excavación adecuada de una de las tumbas que nunca han sido completamente exploradas, la número 5, por ejemplo. El plano incompleto de Burton tiene varias características interesantes.
—El lugar está lleno de malditos escombros —se opuso Cyrus—. Se necesitarían meses para cavar. De todos modos, no es una tumba real.
—Típico —murmuró Emerson—. Eso es todo lo que les importa, a usted y a los demás. Tumbas reales
Con lo cual se marchó, dejándonos permanecer allí o seguirlo, como elegimos.
—¿Adónde vas, Emerson? —pregunté, trotando detrás de él.
Cortés como siempre (cuando se lo recordé), redujo su ritmo.
—Quiero echar un vistazo a una de las tumbas que Loret encontró el año pasado.
—¿Amenhotep II? Estará llena de turistas, Emerson, sabes que el vulgo se siente atraído por las momias.
—No —dijo Emerson.
La tumba que buscaba había sido excavada en la ladera del valle. Como la mayoría de las otras, estaba abierta y sin vigilancia. Reflexioné, mientras bajaba las escaleras, que Howard tenía mucho trabajo por hacer si esperaba proteger las tumbas.
Habíamos traído, por supuesto, nuestras propias velas. En esa época ninguna de las tumbas estaba iluminada por electricidad, y los escalones eran empinados y estaban rotos. Gertrude, con la galante ayuda de Cyrus, dejó escapar pequeños chillidos de alarma cuando tropezó por ellos.
La escalera terminaba en una habitación cuadrada, sin adornos. Una segunda escalera cortada en la piedra descendía a la cámara que había sido el lugar de descanso final del rey. Un sarcófago de piedra arenisca roja, adornado con imágenes de dioses y diosas protectoras, se abría vacío.
—Humm —dijo Emerson de manera enigmática. Se acercó a la pared de la derecha y comenzó a examinarla.
Yo no necesitaba que él me informara sobre por qué había ido allí. La tumba pertenecía a Tutmosis I, padre de la reina Hatshepsut, pero no era esa conexión lo que interesaba a Emerson. Esta fue la primera tumba real del Valle, varias generaciones después que nuestra tumba, pero más cerca en el tiempo que cualquier otra. Era mucho más pequeña que los grandes y elaborados sepulcros de épocas posteriores, y vi lo que había en la mente de Emerson. Ya que nuestra tumba era más temprana incluso que esta, podría ser tan simple. Si era así, la puerta bloqueada en la base de las escaleras que habíamos visto podría conducir directamente a la cámara funeraria.
Los demás se habían reunido en torno al sarcófago. Gertrude se quedó a la cabecera, con la cabeza inclinada y las manos juntas. Observé que la diosa representada en esa parte del sarcófago era Neftis, no más velada que Isis, ya que ambas damas se representaban llevando generalmente una vestimenta escasa y muy ajustada.
Después de examinar el sarcófago y la traducción de las inscripciones (aunque nadie se lo había pedido), Ramsés se unió a su padre en la pared.
—Estaba decorado con estuco pintado —comentó dogmáticamente.
—Humm —dijo Emerson, caminando por el lateral y sosteniendo la vela cerca de la superficie.
—Dañado por el agua —dijo Ramsés a Nefret, que se había acercado a ver lo que estaban haciendo—. La cámara se ha inundado a menudo. Esa es la dificultad de estas tumbas situadas a los pies de los acantilados, uno habría supuesto...
—Humm —dijo Nefret, después de Emerson.
—¿Han visto lo suficiente? —preguntó Cyrus, impaciente—. No hay nada interesante aquí.
Tuve que tocar a Gertrude en el hombro para que despertara de su ensoñación, meditación o rezo, lo que fuera. Se volvió hacia mí con una mirada extrañamente tonta.
—Es maravilloso —susurró—. Verla aquí, en este contexto, el aire está impregnado de Su presencia, con la intensidad de la creencia.
—Si por Ella se refiere a Isis —comenté—, ha escogido a la diosa equivocada. Esa es Neftis. Isis se encuentra al pie del sarcófago.
Gertrude no se ofendió.
—Ella se manifiesta de muchas formas. Todas son Ella. Ella son todas.
—¿En serio? Vamos, Gertrude, o nos quedaremos atrás.
—No por mí —declaró Cyrus—. Tengo un brazo para cada una de ustedes, señoras.
—Eso le dejaría sin ninguna mano para la vela —repliqué—. Encárguese de la señorita Marmaduke, Cyrus. Iré detrás con... ¿Evelyn...?
Ella ya se había ido, no había visto con quien, pero no con su marido.
—Con Walter —terminé—. ¿Puedo tomar tu brazo, querido?
No es que yo lo necesitara. Sin embargo, su mirada de perro apaleado indicó que su frágil ego masculino requería un poco de impulso, y yo estaba feliz de proporcionárselo. Fuimos los últimos en subir las escaleras, dejando que la oscuridad llenara la cámara desierta abandonada una vez más.
A sugerencia de Ramsés, que compartía el interés de su padre por las momias (en un grado exagerado, debo añadir), fuimos a la tumba siguiente, la de Amenhotep II, que había sido descubierta el año anterior. Al igual que el alijo de Deir el Bahri, había contenido los restos de los faraones y reinas transferidos de sus tumbas para protegerlas. Los restos reales habían sido recientemente trasladados al Museo de El Cairo, a excepción del cuerpo del propietario de la tumba. Todavía yacía en el sarcófago abierto, y, naturalmente, atraía a los visitantes más macabros. Era un espectáculo indecoroso, la dignidad de la forma envuelta, una corona de flores marchitas sobre el pecho, rodeado por curiosos que parloteaban, sudaban y jadeaban. Algunos humoristas hacían bromas groseras, y algunos goteaban cera de las velas en la momia. Me vi obligada a llevarme a Emerson.
Nos retiramos a la sala contigua, desde donde se veía una de las vistas más curiosas del Valle. Además del muerto real envuelto y dejado en su sarcófago, la tumba contenía otras tres momias. Yacían dónde habían sido encontradas, desnudas y sin nombre. Dos de ellas habían sido lamentablemente maltratadas por los antiguos ladrones de tumbas y no tenían un aspecto muy agradable, aunque el efecto no era tan espantoso como el de nuestra momia no identificada. Una de ellas, la de una mujer, conservaba su antigua belleza. Su largo cabello negro caía alrededor de su cabeza.
Por supuesto, encontramos a Ramsés allí, inclinado sobre las momias. Nefret estaba con él, y cuando entramos oímos la observación de Ramsés:
—La técnica de momificación es ciertamente de la dinastía XVIII. Observa la incisión.
Algo que Nefret hacía, con el rostro cera de la superficie desagradable de la momia. Emerson se rió entre dientes. (La cosa más extraña le ponía de un humor agradable.)
—Me alegra veros a los dos trabajando duro en vuestros estudios —dijo—. ¿Has llegado a alguna conclusión, Ramsés?
—¿Quiere decir en cuanto a la posible identidad de estas personas? —Ramsés se tocó la barbilla, pensativo—. Creo que se ha sugerido que la mujer anciana es la gran Hatshepsut.
Nefret dejó escapar una pequeña exclamación de interés y se arrodilló para examinar el cuerpo más de cerca.
—¿Podrían ser los individuos más jóvenes sus hijos?
—Imposible de determinar —dijo Ramsés—. Y no hay más razones para suponer que se trata de Hatshepsut que cualquier otra mujer real de la época cuya momia es aún desconocida.
Un fuerte ¡Pardon, madame! detrás de mí me hizo apartarme. Entraron dos turistas, seguidos por sir Edward, cuya expresiva ceja se levantó ante la vista de Ramsés y Nefret en cuclillas al lado de las momias.
—Una jovencita increíble —murmuró—. La mayoría de las chicas saldrían corriendo ante esa vista.
—La mayoría de las chicas han sido educadas para comportarse como idiotas —le contesté.
—Estoy totalmente de acuerdo, señora Emerson. Después de las damas a quienes he tenido la fortuna de conocer esta temporada, la jovencita inglesa normal me parecerá insulsa e infantil.
Acepté el cumplido implícito con una sonrisa.
Los turistas eran, como el Lector sin duda ha deducido, franceses. Además, deduje que era su viaje nupcial. (Eran jóvenes, sus ropas era nuevas y a la última moda, y ella se aferraba a su brazo de la manera típica de las novias). La arrogancia del joven y su tono de voz alto y las risitas con las que ella respondía a sus débiles ocurrencias también eran indicativas.
Emerson ya estaba hirviendo de rabia, había protestado en voz alta a Maspero por dejar sin protección las momias. Los comentarios groseros del joven no hicieron nada por calmarlo. Cuando este último pinchó a uno de los lamentables cadáveres con su bastón de cabeza de oro, Emerson no pudo contenerse por más tiempo.
—¡Sacrebleu! -gritó—. ¡Que le diable vous emporte! ¡Ane maudit!
Y otras expresiones, aún más enfáticas, de desaprobación.
Los turistas se alejaron rápidamente. Me agarré al brazo de Emerson y le impedí perseguirlos. Sir Edward se echó a reír.
—Muy elocuente el Profesor.
Los brazos rígidos de Emerson se relajaron.
—Oh, maldita sea. No sé por qué me molesto. Es una maravilla que algún coleccionista no se haya marchado con estos pobres cadáveres. Tengo que hablar con Carter acerca de esto.
Escalar por las difíciles escaleras llenas de escombros era aún más difícil de lo que lo había sido el descenso, con solo una cuerda de pasamanos para ofrecer ayuda. Nos detuvimos a mitad de camino para ver otra momia peculiar que aún permanecía en la tumba, la cual por supuesto, Ramsés insistió en inspeccionar. Después de despojarla de sus envolturas y amuletos, los antiguos ladrones la habían arrojado descuidadamente en un barco de madera, donde se había pegado rápidamente (al haber estado todavía húmeda con los aceites y ungüentos de unción). Ante esa vista Emerson explotó de nuevo.
—¡Tela metálica! ¿Esa es la noción de Maspero de protección adecuada? Maldición...
Me perdonará el lector si no escribo una repetición de sus observaciones.
Ni siquiera el excelente almuerzo que los sirvientes de Cyrus cocinaron alivió sus sentimientos. Todavía estaba malhumorado cuando terminamos de comer y se negó a unirse a nosotros para una inspección de la tumba de Belzoni, tal y como se la llama por el nombre de su descubridor.
—La he visto una docena de veces. No me necesita, Walter y Ramsés pueden informarle sobre los relieves tan bien como yo. Y Peabody, por supuesto.
En la tumba (la del rey Seti I, para ser precisos) —es una de las más bellamente decoradas de todas— todavía había numerosos malditos turistas merodeando, pero no estropeó el disfrute de mis compañeros. Un estremecimiento de afecto me recorrió el cuerpo cuando contemplé a Evelyn, con la cara extasiada, examinar las escenas bellamente pintadas. Su primera y única visita a Egipto había terminado en matrimonio y maternidad persistente, todo era nuevo para ella y tan fascinante como el arte puede ser para un verdadero artista. Gertrude encontró diosas suficientes para mantenerla feliz, y Ramsés conferenció hasta quedarse ronco.
Cuando salimos a la luz del sol una vez más, todo el mundo estaba listo para un descanso y un refrigerio líquido. El aire, sobre todo en tumbas profundas como la de Seti, es muy seco. Cómodamente sentados a la sombra, terminamos el té y la limonada que los criados trajeron.
La mayoría de los turistas habían desaparecido; las sombras púrpuras se alargaban mientras el sol se hundía hacia los acantilados.
—¿Dónde se ha metido mi viejo amigo Emerson? -preguntó Cyrus.
—En lo profundo de una tumba, espero —respondió Walter con una sonrisa—. Pierde la noción del tiempo cuando la arqueología lo absorbe. No tenemos que esperarle si estás cansada, Evelyn. Encontrará el camino de vuelta cuando esté listo.
Yo me levanté y sacudí mis faldas.
—El resto seguid.
—Si quiere esperar al Profesor, me quedaré con usted —dijo sir Edward, galante como siempre.
—No tengo la intención de esperar. Sé a dónde ha ido, y voy en la misma dirección. Me reuniré con ustedes en la dahabbiya. Gracias, Cyrus, por un día tan agradable.
Cyrus se dio una palmada en la rodilla.
—¡Por los clavos de Cristo, soy una vieja cabra estúpida! Debería haber sabido que no podría permanecer lejos de su tumba. Espere, señora Amelia, es una caminata larga y difícil desde aquí. No puede ir a pie.
—Emerson ha ido a pie —contesté.
—¿Va a ir por el camino de la montaña? —Sir Edward negó con la cabeza y sonrió—. Un día, señora Emerson, aprenderé a no sorprenderme por nada de lo que intente. La acompañaré, por supuesto, si no puedo disuadirla. Y estoy casi seguro que no puedo.
Realmente tenía una sonrisa encantadora. Antes de que pudiera asegurarle que era bienvenido, Ramsés, ya de pie, dijo secamente:
—Eso no es necesario, señor. Yo acompañaré a mi madre.
Yo estaba ansiosa por partir así que corté la agitada discusión que siguió. Todo el mundo se ofreció a ir; seleccioné a los que sabía que podrían mantener mi ritmo.
—Ramsés, Nefret y Sir Edward. Buen día al resto de vosotros.
La vista desde la cima del acantilado era gloriosa en ese momento del día, pero no nos quedamos para disfrutarla. A medida que el sol se hundía más, mi inquietud aumentaba. Ya deberíamos habernos encontrado con Emerson regresando. Él no habría permanecido fuera tanto tiempo sin avisarme de sus intenciones.
En lugar de seguir el camino bien marcado que se dirigía a Deir el Bahri, emprendí el camino hacia el norte siguiendo la ruta que consideraba más rápida. El sendero en algunos sitios era casi demasiado difícil para los pies humanos, y probablemente había sido realizado por cabras. Como tenía algo de prisa, acepté la mano de sir Edward en las partes más difíciles. Ramsés y Nefret me seguían y lamento decir que escuché una buena cantidad de malas palabras provenientes de esta última mientras luchaba con los intentos de Ramsés de ayudarla de la misma forma. Algunas de las palabras eran árabes (aprendidas, no lo dudo, de Ramsés), y sir Edward tuvo problemas para controlar su boca. Sin embargo, me hizo la cortesía de fingir que no las había escuchado.
Lamentablemente estaba sin aliento, agitada así como agotada, cuando vi ante mí, enmarcada en rojo por la luz del atardecer, una forma inmóvil y monolítica. Emerson, sentado en una roca.
—Ah —dijo, cuando nos acercamos jadeando—. Aquí estás, Peabody. Había esperado que aparecieras antes, aunque me aferré a la vana esperanza de que tendrías el suficiente sentido común como para volver con Vandergelt.
Los reproches que se cernían sobre mis labios, en espera de aliento para pronunciarlos, no llegué a expresarlos. Pocas veces había visto a Emerson en tal estado de desorden. Sus manos estaban sangrando y su camisa estaba desgarrada por la mitad.
—Maldita sea, Emerson, ¿qué demonios has estado haciendo? —jadeé.
—Ese lenguaje, Peabody. Siéntate y recupera el aliento.
—Disculpe, señor, pero ¿es prudente permanecer aquí? —preguntó sir Edward—. Parece que ha tenido algunos problemas.
—¿Problemas? No, en absoluto. Me golpeé un poco descendiendo la escalera demasiado de prisa. Por desgracia, no fui lo bastante rápido. Escaparon.
—¿Escalera? —Empecé a levantarme.
Emerson puso su mano sobre mi hombro y me mantuvo quieta.
—Lo verás muy pronto, querida, a menos que decidas dar un rodeo por el camino largo. Eso en cuanto a tus misteriosos pasadizos secretos, ¿eh? Es una gran escalera de cuerda bien construida, y probablemente ha sido utilizada varias veces para una cosa, para poner la estatua de hipopótamo en la tumba.
—Pero dijiste que no había necesidad de proteger la entrada superior.
—Hmm, sí, bien, parece que estaba equivocado. Lo que no tuve en cuenta fue el maldito elemento religioso. Durante el Ramadán, incluso nuestros hombres están cansados y menos alerta al final del día. Tan pronto como se pone el sol empiezan a comer, a beber y se relajan. Los pequeños sonidos hechos por alguien al descender no serían oídos o los tomarían por ruidos naturales.
Ramsés volvió del borde de la pendiente.
—Lo dispusieron de manera muy ingeniosa, ¿no le parece, padre? Los apoyos son apenas visibles pero fuertes, la escalera podía colocarse y retirarse rápidamente.
Me hizo gracia observar que sir Edward, normalmente tan frío e imperturbable, estaba empezando a mostrar signos de preocupación.
—Señor, con todo respeto, se está haciendo de noche, y el viaje de regreso a través de la meseta será difícil para las damas...
—¿Qué damas? —Emerson me sonrió y rodeó con un brazo de manera cariñosa a Nefret, que estaba sentada junto a él al otro lado—. Pero tal vez tenga razón, debemos regresar. ¿Tú primero, Peabody?
—Si me lo permite, padre... —Ramsés ya estaba en la escalera.
—La galantería no es necesaria, Ramsés —dijo su padre, con una sonrisa—. Los ladrones hace tiempo que se fueron y no hay nadie abajo excepto nuestros hombres. Pero ve delante. Dejé una vela encendida en la entrada de la tumba, donde termina la escalera. Puedes esperar allí a Nefret.
Una vez más exigí explicaciones, y mientras esperábamos a que los niños bajaran, Emerson se dignó a darme una breve explicación.
—Se me ocurrió que tal vez debería echar un vistazo por aquí, así que vine por este camino para bajar, ya sabes, por uno de los caminos que hay un poco más allá. Habían apostado un vigía. Me vio llegar, el primer aviso que tuve de su presencia fue cuando gritó una advertencia. Estaba en la escalera y ya bajando antes de que yo llegara y aunque fui tras él inmediatamente, era demasiado tarde. Los otros debieron salir deprisa de la tumba y bajaron a todo correr las escaleras; había los suficientes para avasallar a nuestros guardias y saltaron. Bloquearon al pobre Abdullah y cortaron un poco a Daoud.
—¿Estás seguro que estás bien? —pregunté con ansiedad.
—Oh, sí. Solo que muy avergonzado. He estado arriba y abajo varias veces, lo que explica mi aspecto inadecuado. Bien, Peabody, ahora vas tú.
Me ayudó en la escalera y se dirigió a sir Edward.
—No quiero dejar la escalera aquí. Desengánchela y llévesela con usted.
Sir Edward debió haber expresado una objeción leve o alguna pregunta, la respuesta de Emerson, expresada en su tono de voz normal, fue audible a pesar de que yo estaba a unos metros más abajo en la escalera.
—¡Por supuesto que no puede descender por una escalera mientras se la está llevando! Vuelva por donde ha venido o siga el camino hacia el norte y el este, donde la pendiente no es tan empinada.
—En realidad —añadió, después de reunirse conmigo en la plataforma en el exterior de la entrada de la tumba—, lo que se llama la educación superior en Inglaterra se ha deteriorado aún más de lo que había creído. ¿Te imaginas a un graduado de la Universidad de Oxford hacer una observación tan idiota?
—Será un viaje difícil en la oscuridad, sin importar por donde vaya —dije.
—Debería conocer los senderos, estuvo aquí la temporada pasada con Northampton, ¿no? De todos modos —continuó Emerson—, no supondrás que iba a dejarte a ti y a Nefret a solas con él.
—Casi solas, Emerson. Realmente, tú... Oh, no importa. ¿Han causado algún daño? Porque presumo que has estado en la tumba.
—Sí.
Había caído la noche. Casi no hay crepúsculo en Egipto, solo una transformación repentina de la luz del día a la oscuridad. Emerson retiró la vela de su entorno rocoso. La llama iluminó su rostro grave, sin sonreír.
—Querían entrar en la cámara funeraria esta noche, Peabody. Y podrían haberlo hecho, si yo no los hubiera sorprendido.
—Sin embargo, optaron por enfrentarse a todos nuestros hombres en vez de a ti. —Le apreté el brazo cariñosamente.
—Es posible que hayan creído que estabas conmigo —dijo Emerson con una sonrisa—. Tú y tu sombrilla. —Pero no había humor en su voz cuando continuó—. La situación es más grave de lo que me he permitido admitir, Peabody. Un intento como éste, a plena luz del día y por la fuerza, no es característico de los gurnawis. Alguien sabe que ahora estamos cerca de la cámara funeraria y tiene la intención de llegar allí antes que nosotros. El próximo intento podría ser más violento, uno de los hombres, o uno de nosotros, podría ser herido de gravedad. Va en contra de todos mis principios, pero no veo ningún modo de evitarlo. Iremos directamente a por el sarcófago y la momia de la reina.