XIII

o se desvaneció ni lloró. No era mujer muy dada ni a lo uno ni a lo otro. Sin embargo, permaneció largamente sentada en el lecho de Cutredo, con el rostro pálidamente contraído y los ojos perdidos en la distancia, como si su mirada pudiera atravesar el muro de piedra que tenía delante. Nadie supo ni oyó las palabras cuidadosamente mesuradas del abad o los inquietos balbuceos de Astley, ofreciéndole alternativamente galantes palabras de consuelo que ella no apreciaba ni necesitaba y recordándole que aquel crimen dejaba todas las preguntas sin respuesta y en cierta absurda manera venía a demostrar que el ermitaño era efectivamente un sacerdote y el matrimonio era por tanto válido. Sea como fuere, ella no prestó atención a ninguna de las dos cosas. Estaba por encima de aquellas consideraciones. Todos sus antiguos planes carecían ahora de importancia. Había contemplado de cerca la repentina muerte de un ser inconfeso y no quería tener la menor parte en ella. Cadfael lo leyó en sus ojos cuando salió de la capilla tras haber hecho lo humanamente posible por conferir al cuerpo de Cutredo una apariencia decorosa y haber leído en él todo lo que tenía que decirle. A través de aquella muerte, Dionisia se estaba enfrentando con la suya propia y no tenía intención de ir a su encuentro con el peso de todos sus pecados. Aunque faltaran todavía muchos años, había comprendido con toda claridad que, por mucho que ella estuviera dispuesta a esperar, tal vez la muerte no lo estuviera.
Al final, preguntó con naturalidad aunque quizá en un tono algo más suave del que solía emplear con sus servidores o arrendatarios, sin moverse ni apartar los ojos de su enemiga definitiva:
—¿Dónde está el señor gobernador?
—Ha ido en busca de un grupo de hombres para que saquen de aquí al ermitaño —contestó el abad—. Y lo lleve a Eaton si vos queréis, pues erais su protectora. O, si queréis ahorraros dolorosos recuerdos, a la abadía. Allí será debidamente recibido.
—Me haríais un favor si lo aceptarais —dijo lentamente doña Dionisia—. Ya no sé lo que pensar. Fulke me ha contado lo que dice mi nieto. Ahora el ermitaño no puede responder por sí mismo ni yo puedo hacerlo en su nombre. Creí de buena fe que era un sacerdote.
—Eso, señora, jamás lo dudé —dijo Radulfo.
La mirada de Dionisia se había concentrado en algo más cercano y su pálido rostro había recuperado ligeramente el color. Ya estaba regresando y pronto se movería y haría acopio de valor para contemplar el mundo real que la rodeaba y no las sombrías distancias del día del juicio. Y se enfrentaría con lo que tuviera que enfrentarse echando mano del mismo fiero valor y la misma obstinación con los cuales había combatido siempre sus batallas.
—Padre —añadió, mirando al abad con repentina decisión—, si vengo a la abadía esta noche, ¿accederéis a oírme en confesión? Dormiré mejor cuando me haya despojado de mis pecados.
—Lo haré —contestó el abad.
Dionisia ya estaba preparada para regresar a casa y Fulke por su parte estaba deseando acompañarla. Sin duda él, que apenas tenía nada que decir allí en su presencia, se mostraría extremadamente locuaz con ella en privado. No era tan inteligente ni mucho menos tan perspicaz como ella. Si la muerte de Cutredo había arrojado alguna sombra sobre él, era simplemente la del enojo de no poder demostrar la validez del matrimonio de su hija, y no la sensación de una huesuda mano sobre su hombro. O eso por lo menos pensó Cadfael mientras le observaba acompañando apresuradamente a Dionisia al lugar donde ésta tenía atada su jaca, deseoso de alejarse con ella y librarse cuanto antes de la temible presencia del abad.
En el último momento, ya con las riendas en la mano, Dionisia se volvió súbitamente. Su rostro ya había recuperado toda su orgullosa tensión y su fuerza y ella volvía a ser la de antes.
—Acabo de recordar que el señor gobernador parecía tener ciertas dudas sobre el cofre del altar. Pertenecía a Cutredo. Lo trajo consigo.
Cuando el abad, los portadores de las parihuelas y Hugo iniciaron lentamente el triste camino de regreso a la abadía, Cadfael se volvió para contemplar por última vez la desierta capilla con tanta más atención cuanto que estaba solo y sin nada que lo distrajera. No había ni una sola mancha de sangre sobre las baldosas del suelo donde el cuerpo había permanecido tendido, sólo una o dos gotas dejadas por la punta de la daga de Cutredo. Ciertamente había alcanzado a su adversario, aunque la herida no debía de ser muy profunda. Cadfael vio unas ligeras huellas desde el altar hasta la puerta y las siguió sosteniendo en la mano una vela recién encendida. En la capilla no descubrió nada más y en la habitación exterior el suelo era de tierra batida, por lo que las leves trazas apenas se distinguirían con el paso de las horas. Sin embargo, en el umbral vio claramente los vestigios ya secos de unas gotas de sangre que alguien se había sacudido y, en la madera nueva con la cual se había reparado la jamba izquierda de la puerta, observó una borrosa mancha de sangre a la altura de su propio hombro en el lugar donde una manga desgarrada y ensangrentada la había rozado.
O sea que era un hombre aproximadamente de su misma estatura y la daga de Cutredo lo había alcanzado en el hombro o la parte superior del brazo izquierdo, en un probable y fallido intento de traspasarle el corazón.
Cadfael tenía intención de acercarse a la casita de Eilmundo, pero cambió bruscamente de idea, pues le pareció que no podía permitirse el lujo de perderse lo que tal vez ocurriría cuando el cuerpo de Cutredo fuera conducido al interior del patio de la abadía en medio de la consternación general, del alivio de algunos y tal vez del peligro de uno en particular. En lugar de tomar los atajos del bosque, montó en su cabalgadura y regresó a toda prisa a Shrewsbury para dar alcance a la fúnebre procesión.
En cuanto llegaron a la barbacana, acompañados por el inquisitivo séquito de los niños y los perros, hasta los más respetables ciudadanos empezaron a seguirles con discreta curiosidad desde una prudencial distancia, atemorizados por la presencia del abad y del gobernador, pero ávidos de información y criando rumores con la misma rapidez con que se crían moscas en los estercoleros estivales. Incluso cuando el cortejo entró en la caseta de vigilancia las buenas gentes del mercado, la herrería y la taberna se congregaron en el exterior para mirar expectantes hacia el interior sin interrumpir sus animadas conjeturas.
Mientras un catafalco entraba en el gran patio, otra fúnebre comitiva se disponía a salir. El ataúd sellado de Drogo Bosiet había sido colocado en un carro ligero contratado en la ciudad junto con su carretero para aquel primer día del viaje a través de un buen camino. Warin sujetaba dos de los caballos ensillados mientras que el mozo más joven estaba equilibrando el contenido de una abultada alforja antes de cargarla en el animal. A la vista de toda aquella actividad, Cadfael lanzó un profundo suspiro de gratitud, sabiendo que, por lo menos, uno de los peligros se estaba desvaneciendo antes de lo que él se había atrevido a esperar. Al final, Aymer se había decidido. Regresaba a casa para asegurarse la herencia.
Los acompañantes de uno de los muertos no pudieron por menos que interrumpir lo que estaban haciendo para mirar a los acompañantes del otro. Aymer, saliendo de la hospedería con fray Dionisio, el cual quería despedirle y desearle un buen viaje, se detuvo en lo alto de los peldaños para contemplar la escena con inquisitivo asombro mientras sus ojos se posaban en la forma y el rostro cubiertos. Inmediatamente bajó para acercarse al lugar donde Hugo estaba desmontando.
—¿Qué es eso, mi señor? ¿Otra muerte? ¿Acaso habéis encontrado a mi presa, pero muerta?
No sabía si lamentar o alegrarse de que el cadáver fuera el de su siervo perdido. El dinero y los favores que le reportaban las habilidades de Jacinto eran muy valiosos, pero la venganza también sería satisfactoria, precisamente cuando ya desesperaba de conseguir alguna de aquellas dos cosas y se disponía a regresar a casa.
El abad Radulfo también había desmontado y miraba a su alrededor con semblante impenetrable, pues ambos grupos evocaban la curiosa e inquietante imagen de un espejo en la que las escenas del muerto que se iba y del que llegaba parecían ser una sola. Los mozos de la abadía que se habían acercado para tomar las bridas de las monturas del gobernador y del abad esperaban a cierta distancia sin querer alejarse.
—No —contestó Hugo—, este hombre no es vuestro. Eso siempre y cuando el mozo que hemos estado buscando sea el vuestro. A él no le hemos visto, tanto si es vuestro como si no. Entonces, ¿regresáis a casa?
—Ya he perdido demasiado tiempo y esfuerzo, no quiero perder más aunque lamento tener que dejarlo. Sí, ya nos vamos. Me necesitan en casa, tengo cosas que hacer. ¿Quién es ése que traéis?
—El ermitaño que se estableció no hace mucho tiempo en el bosque de Eyton. Vuestro padre fue a visitarlo —explicó Hugo—, pensando que el criado que tenía podía ser el joven al que buscabais, pero el muchacho ya no estaba y, por consiguiente, jamás se pudo demostrar nada.
—Lo recuerdo, me lo dijo el señor abad… ¡Conque ése es el hombre! Yo no acudí a verlo, ¿de qué hubiera servido si el chico ya no estaba? —Aymer estudió con curiosidad la cubierta figura. Los portadores habían depositado su carga, esperando a que les indicaran adonde conducir al muerto. Aymer se inclinó y retiró la manta que cubría el rostro de Cutredo. Le habían apartado el enmarañado cabello de las sienes y le habían peinado la poblada barba, por lo que la luz del mediodía caía de lleno sobre el enjuto rostro, los hundidos ojos, los párpados levemente magullados y azulados, la larga y recta nariz aristocrática y los carnosos labios enmarcados por la barba oscura. La enfurecida mirada de los ojos entornados estaba un tanto vidriosa y los labios entreabiertos habían sido cuidadosamente alisados para devolverle su áspera apostura. Aymer se inclinó un poco más con sobresaltada expresión de incredulidad—. ¡Pero si yo conozco a este hombre! Bueno, eso es decir demasiado, pues no me dijo cómo se llamaba. Pero lo he visto y he hablado con él. ¿Ése un ermitaño? ¡No me pareció que lo fuera! Llevaba el cabello corto al estilo normando y una breve y cuidada barba, no esta enredada maraña, e iba muy bien vestido y con un excelente atuendo de montar, no con este deslucido hábito y estas sandalias. Y, por si fuera poco, llevaba espada y daga al cinto y daba la impresión de estar muy acostumbrado a usarlas —añadió Aymer.
Hasta que no volvió a levantar los ojos, Aymer no se percató plenamente del significado de lo que había dicho. El rostro de Hugo y la inmediata pregunta que éste le dirigió le hicieron comprender que había tocado un punto más vital de lo que él imaginaba.
—¿Estáis seguro? —dijo Hugo.
—Absolutamente, mi señor. Pernoctamos juntos una sola noche en el mismo sitio, pero me aposté la cena a los dados con él y estuve presente cuando mi padre jugó una partida de ajedrez con él. ¡Estoy seguro!
—¿Y eso dónde fue? ¿Y cuándo?
—En Thame, cuando nos dirigíamos a Londres en busca de Brand. Pernoctamos una noche en la nueva abadía, que tienen los monjes allí. Este hombre ya estaba cuando nosotros llegamos bien entrada la noche para reanudar nuestro camino hacia el sur a la mañana siguiente. No puedo precisar el día exacto, pero fue a finales de septiembre.
—Entonces, si vos le habéis reconocido a pesar del cambio de aspecto, ¿creéis que vuestro padre le pudo reconocer también al verle?
—Por supuesto que sí, mi señor. Su mirada era más perspicaz que la mía y, además, estuvo jugando cara a cara al ajedrez con él. Por fuerza tuvo que reconocerlo.
Y lo había reconocido, pensó Cadfael, cuando acudió a la ermita del bosque en busca de su siervo y se encontró cara a cara con el ermitaño Cutredo, que no era tal hacía apenas un mes. Y no regresó con vida a la abadía para revelar lo que sabía. ¿Y si no hubiera sabido nada grave a propósito de aquel transformado ser? Aun así, hubiera podido dejar caer con indiferencia en ciertos oídos algunas palabras que significaran para ellos más de lo que habían significado para él, empujando de este modo a la ermita del bosque de Eyton a alguien que tal vez buscara algo más que un siervo de la gleba y sin duda algo mucho peor que un falso sacerdote. Pero sólo consiguió llegar a una arboleda lo suficientemente alejada de la ermita como para librar de cualquier sospecha a un santo de quien se decía que jamás abandonaba su ermita.
La evidencia de las circunstancias no constituye una prueba definitiva, pero a Cadfael ya no le quedaba ninguna duda. El cuerpo encerrado en el ataúd y el nuevo cadáver descansaron unos instantes el uno al lado del otro antes de que el prior Roberto ordenara a los portadores dirigirse a la capilla mortuoria y Aymer Bosiet cubriera de nuevo el rostro de Cutredo y reanudara los preparativos para su partida. Sus pensamientos estaban en otras cosas, ¿por qué distraerse y demorarse ahora? Sin embargo, a Cadfael se le ocurrió de repente hacer una curiosa pregunta.
—¿Qué clase de caballo montaba cuando se detuvo para pernoctar en Thame?
Aymer interrumpió su tarea de ajustar las alforjas con distante expresión de asombro, abrió la boca para contestar y frunció el ceño perplejo, tratando de recordar los acontecimientos de aquella noche.
—Ya estaba allí cuando nosotros llegamos. Había dos caballos en las cuadras del priorato. Y él se fue antes que nosotros a la mañana siguiente. Pero, ahora que lo preguntáis, cuando fuimos a buscar nuestras monturas, los mismos dos caballos que habíamos visto la víspera se encontraban todavía en sus casillas. ¡Es curioso! Qué iba a hacer un caballero tan distinguido y elegantemente ataviado… ¿qué iba a hacer sin un caballo?
—Bueno, a lo mejor, lo dejó en una cuadra de otro lugar —dijo Cadfael, abandonando aquel intrascendente acertijo.
Pero no era intrascendente sino que era la llave capaz de abrir una extraña puerta de la mente. Allí, ante los ojos de todos, yacían el asesino y el asesinado el uno al lado del otro, por lo que la justicia ya se había cumplido.
Pero ¿quién había asesinado entonces al asesino?
Ya todos se habían ido, Aymer a lomos del hermoso caballo roano de su padre, Warin sujetando por la brida la montura que había utilizado Aymer a la ida y el mozo más joven con el carro y el carretero. Tras cubrir las primeras etapas del viaje, Aymer se adelantaría probablemente para que los mozos condujeran el ataúd más despacio y enviaría seguramente a otros hombres para que los relevaran una vez de vuelta a casa. En la capilla mortuoria, Cadfael vio depositar el cuerpo de Cutredo con el cabello y la barba decorosamente peinados y recortados, tal vez no tanto como los del caballero de Thame, pero lo suficiente como para que, en la austera serenidad de la muerte, su rostro fuera el propio de un respetable religioso. No era justo que un asesino pareciera tan noble en su muerte como cualquiera de los paladines de la emperatriz.
Hugo estaba conversando con el abad y aún no le había dicho a Cadfael ni una sola palabra sobre lo que pensaba a propósito del testimonio de Aymer, pero, por las preguntas que había hecho, estaba claro que había atado los mismos cabos que Cadfael y no podía por menos que haber llegado a la misma conclusión. Primero se lo comentaría a Radulfo. Mi papel ahora, pensó Cadfael, es sacar a Jacinto de su escondrijo para que se vea libre de toda sospecha. Aparte, por supuesto, algún que otro robo ocasional para llenar el vientre mientras anduvo perdido y alguna que otra mentira para salvar el pellejo. Hugo no se los echará en cara. Así se resolvería la cuestión de la ordenación de Cutredo de una vez por todas, en caso de que todavía quedara alguna duda. Una súbita conversión puede convertir a un soldado en un ermitaño, por supuesto, pero hace falta mucho más tiempo para que se convierta en sacerdote.
Esperó a Hugo en su cabaña del herbario, sabiendo que allí le buscaría el gobernador en cuanto terminara de hablar con el abad. Allí dentro todo estaba muy tranquilo y perfumado y Cadfael apenas había estado por allí en los últimos días. Pronto tendría que empezar a pensar en reponer los suministros de los habituales remedios invernales, antes de que comenzaran las toses y los resfriados y las articulaciones de los viejos comenzaran a crujir y gruñir. Podía confiar plenamente en fray Winfrido para que se encargara de las tareas del huerto, cavando, arrancando malas hierbas y plantando, pero allí dentro el joven tenía todavía muchas cosas que aprender. Una visita más, pensó Cadfael, para ver cómo progresa Eilmundo y comunicarle a Jacinto que ya puede y debe presentarse para dar las correspondientes explicaciones, y me alegraré de reanudar mis ocupaciones aquí en casa.
Hugo cruzó el huerto y se sentó al lado de su amigo con una sonrisa ligeramente preocupada.
—Lo que yo no entiendo —dijo tras una breve pausa de silencio— es el porqué. Cualquier cosa que fuera y cualquier cosa que hubiera hecho antes, aquí vivía honradamente y observaba una conducta sin tacha. ¿Qué pudo inducirle a hacer callar la boca de Bosiet? Cambiar de vestido, de aspecto y de forma de vida puede ser sospechoso, pero no es un crimen. ¿Qué pudo justificar el asesinato? ¿Qué pudo haber peor que un asesinato sino el propio asesinato?
—¡Ah! —exclamó Cadfael, lanzando un suspiro de alivio—. Sí, ya pensaba que habíais visto todo lo que yo he visto. Pero, no, no creo que quisiera ocultar un asesinato en la oscuridad de un hábito de ermitaño y de una ermita del bosque. Eso fue lo primero que se me ocurrió. Pero no es tan sencillo.
—Como de costumbre —dijo Hugo, esbozando una súbita sonrisa torcida—, creo que sabéis algo que yo no sé. ¿Qué es eso del caballo de Thame? ¿Qué tiene que ver el caballo?
—No el caballo sino el hecho de que no lo tuviera. ¿Cómo puede un soldado o un caballero viajar a pie? Un peregrino sí puede hacerlo sin llamar la atención. En cuanto a lo que yo sé, os lo hubiera dicho si me hubieran dado permiso… sí, Hugo, sé algo. Sé dónde está Jacinto. En contra de mi voluntad prometí no decir nada hasta que Aymer Bosiet hubiera abandonado la búsqueda y hubiera regresado a casa. Como ahora ya se ha ido, el chico puede salir y justificarse, tal como yo confío que podrá hacer.
—Conque es eso —dijo Hugo, mirando a su amigo sin sorprenderse demasiado—. Y bien, ¿quién puede reprocharle que me tenga miedo? ¿Qué sabe de mí? Por lo que yo sabía, hubiera podido ser el asesino de Bosiet, pues tenía una buena razón para ello. Ahora ya no es necesario que diga nada a este respecto, la deuda ya está saldada. En cuanto a su libertad, no debe temer nada de mí. Tengo ya bastantes cosas que hacer como para que encima me convierta en el chico de los recados del condado de Northampton. Que venga cuando quiera. A lo mejor, podrá arrojar alguna luz sobre ciertas cosas que no sabemos.
Eso pensaba también Cadfael, recordando lo poco que había dicho Jacinto acerca de sus relaciones con su amo. Era sincero con sus amigos y había revelado candorosamente sus vagabundeos y fechorías en el bosque de Eilmundo, pero se había abstenido de arrojar la menor sombra de duda sobre Cutredo. Sin embargo, ahora que Cutredo había muerto y se había descubierto su condición de asesino, tal vez Jacinto se mostraría dispuesto a ampliar su sinceridad, aunque estaba claro que ignoraba las presuntas malas obras de su compañero de viaje y tanto menos le creía un asesino.
—¿Dónde está? —preguntó Hugo—. Me imagino que no muy lejos si fue él quien le comunicó al joven Ricardo que podía someterse tranquilamente a aquella ceremonia matrimonial. ¿Quién mejor que él podía saber que Cutredo era un impostor?
—No más allá de la casa de Eilmundo donde ha sido muy bien recibido tanto por el padre como por la hija. Ahora precisamente voy para allá para ver que tal sigue Eilmundo. ¿Queréis que os traiga al chico?
—Mejor todavía —contestó jovialmente Hugo—, yo os acompañaré. Mejor que lo saque de su escondrijo antes de que me ordenen oficialmente interrumpir la búsqueda para que se sepa que no tiene nada de que responder y es libre de ir a la ciudad y buscar trabajo como cualquier otro hombre.
En el patio de los establos cuando fue a ensillar su montura, Cadfael descubrió que el hermoso caballo zaino de la blanca estrella en la frente semejaba una lustrosa estatua bajo los amorosos cuidados de las manos de su amo, confiado y tranquilo al término de un ligero ejercicio y estaba tan reluciente como si fuera de cobre pulido. Rafe de Coventry se volvió para ver quién se acercaba y esbozó la serena y cautelosa sonrisa a la que ya estaba acostumbrado Cadfael.
—¿Volvéis a salir, hermano? Estáis teniendo un día muy ajetreado.
—Lo es para todos —dijo Cadfael tomando la silla de su montura—, pero confiemos en que ya haya pasado lo peor. ¿Y vos? ¿Habéis culminado con éxito vuestra misión?
—¡En efecto, muchas gracias! Mañana por la mañana después de prima —añadió Rafe con voz comedidamente mesurada, volviéndose del todo para mirar cara a cara a Cadfael— me iré. Ya se lo he comunicado a fray Dionisio.
Cadfael siguió haciendo sus preparativos en silenció durante uno o dos minutos. En la conversación con Rafe de Coventry los silencios eran aceptables.
—Si viajáis muy lejos el primer día, puede que necesitéis mis servicios antes de iros. Perdisteis sangre —dijo a modo de explicación. Al ver que Rafe tardaba en responder añadió—: Una parte de mis deberes consiste en atender las enfermedades y las heridas. Mi arte no lleva el sello de la confesión, pero observa una cierta discreción.
—Ya he sangrado otras veces —dijo Rafe, esbozando una sonrisa más amplia de lo que en él era habitual.
—Como gustéis. Pero estoy aquí. Si me necesitáis, venid a verme. No es prudente descuidar una herida ni someterla a un esfuerzo excesivo sobre una silla de montar —dijo, comprobando la colocación de la cincha y tomando las riendas para montar.
El caballo se agitó y se movió juguetonamente, ansioso de entrar en acción.
—Lo tendré en cuenta —dijo Rafe— y os doy las gracias. No vais a impedir que me vaya —subrayó en tono de amable, pero solemne advertencia.
—¿Acaso he intentado yo tal cosa? —replicó Cadfael, encaramándose a la silla y dirigiéndose hacia el patio.
—No revelé toda la verdad —dijo Jacinto, sentado junto a la chimenea en la casa de Eilmundo mientras el resplandor de las llamas arrancaba reflejos cobrizos de sus pómulos, su mandíbula y sus sienes—, ni siquiera a Annet. Por lo que a mí respecta, ella ya sabe lo peor que puedo contar. Pero nada sobre Cutredo. Sabía que era un bribón y un vagabundo, pero también lo era yo y, como ignoraba que hubieran ocurrido cosas peores, mantuve la boca cerrada. Un bribón que se esconde no traiciona a otro. Pero ahora me decís que era un asesino. ¡Y que ha muerto!
—Y está libre de otros daños —dijo razonablemente Hugo—, por lo menos en este mundo. Necesito saber todo lo que puedas decirme. ¿Dónde uniste tu suerte a la suya?
—En Northampton, en el priorato cluniacense, tal como ya les dije a Annet y Eilmundo, aunque no en la forma en que se lo conté a ellos. Entonces no iba de peregrino sino que vestía unas excelentes prendas oscuras con capa y capuchón y llevaba armas, aunque ocultaba la espada. Trabamos conversación casi por casualidad, o eso pensé yo por lo menos. Debió de adivinar que huía de algo, no me ocultó que él también huía y me propuso viajar con él, pues de este modo estaríamos más seguros y pasaríamos inadvertidos. Ambos nos dirigíamos al norte y al oeste. Se hacía pasar por peregrino y lo parecía. Bueno, vos ya le visteis y lo sabéis. Robé un hábito para él en el almacén del priorato. La venera fue más fácil de conseguir. Puede que la medalla de Santiago que llevaba fuera efectivamente suya, ¿quién sabe? Cuando llegamos a Buildwas, ya se había aprendido su papel de memoria y llevaba el cabello y la barba muy crecidos. A la señora de Eaton le fue muy útil para sus propios fines. Sólo sabía de él que estaba dispuesto a ganarse el sustento en sus tierras. Dijo que era sacerdote y ella lo creyó. Yo sabía que no, pues él mismo me lo había confesado en privado entre risas. Pero poseía el don de lenguas y podía hacerse pasar por lo que no era.
Ella le cedió la ermita junto al bosque de la abadía para que cometiera todas las fechorías que pudiera para fastidiar al abad. Yo dije que todo había sido obra mía y que él no sabía nada, pero mentí. Como él no se había ido de la lengua con respecto a mí, yo tampoco quería hacerlo con respecto a él.
—Te abandonó en cuanto supo que te buscaban —dijo Hugo—. No tengas reparo en revelar lo que sepas.
—Bueno, yo estoy vivo y él ha muerto —dijo Jacinto—. No tengo ninguna razón para sentirme agraviado. ¿Sabéis lo de Ricardo? Sólo había hablado con él una vez, pero él depositó en mí su confianza y por nada del mundo hubiera querido que me atraparan y me arrastraran de nuevo a la servidumbre de la gleba. Eso me ayudó a recuperar el respeto de mí mismo. No supe hasta más tarde que lo habían apresado durante el camino de vuelta, pero me vi obligado a escapar o esconderme y opté por esconderme hasta que tuviera ocasión de encontrarlo… De no haber sido por la bondad de Eilmundo, a pesar del daño que le había causado, vuestros hombres hubieran podido atraparme una docena de veces. Pero ahora ya sabéis que no le puse las manos encima a Bosiet. Eilmundo y Annet os podrán decir que no me he alejado de aquí desde que regresé de Leighton. En cuanto a lo que pudo ocurrirle a Cutredo, sé tan poco como vos.
—Yo creo que menos —dijo Hugo, mirando con una sonrisa a Cadfael, sentado al otro lado del fuego—. En fin, creo que al final, podrás considerarte afortunado. A partir de mañana, ya no correrás ningún peligro a manos de mis hombres, puedes ir a la ciudad y buscarte un amo. ¿Cuál de los dos nombres eliges para iniciar tu nueva vida? Mejor que uses uno solo, de esta manera, todos sabremos con quién tratamos.
—El que más le guste a Annet —contestó Jacinto—. Ella será quien me llame por él a partir de ahora y durante toda la vida.
—Creo que yo tendría que decir algo a este respecto —gruñó Eilmundo desde su rincón al otro lado del hogar—. No seas descarado si no quieres que te dé tu merecido.
No obstante, Eilmundo hablaba en un tono notablemente complacido, como si ambos ya hubieran llegado a un entendimiento y aquel gruñido de amonestación no fuera más que un áspero contrapunto.
—Fue Jacinto el nombre que me gustó al principio —dijo Annet, la cual se había mantenido fuera del círculo hasta aquel momento como una hija obediente que se limitara a llenar las copas de los presentes, pero no quisiera ni necesitara intervenir en los asuntos de los hombres. No por modestia o sumisión, pensó Cadfael, sino porque ya tenía lo que ambicionaba y estaba segura de que nadie, ni su padre, ni el gobernador ni el señor feudal tendrían poder o voluntad de arrebatárselo—. Te seguirás llamando Jacinto —añadió serenamente— y te olvidarás de Brand.
Su actitud era muy juiciosa, pues no hubiera tenido ningún sentido volver atrás y tanto menos mirar hacia atrás. Brand había sido un siervo de la gleba sin tierras en el condado de Northampton, Jacinto sería un artesano libre de Shrewsbury.
—Dentro de un año y un día —anunció Jacinto—, a partir del día en que encuentre a un amo que me tome a su servicio, vendré y os pediré vuestro permiso, maese Eilmundo. ¡No antes!
—Y, si yo creo que te lo has merecido —contestó Eilmundo—, lo tendrás.
Regresaron juntos en medio de las crecientes sombras del crepúsculo, tal como tantas veces hicieran desde la primera vez que se habían conocido y se habían mirado con recelo, ingenio contra ingenio en una cautelosa contienda, hasta que al término de la partida, se habían convertido en íntimos amigos. La silenciosa noche era muy tibia y la mañana volvería a amanecer envuelta en la bruma, convirtiendo los fértiles campos del valle en un translúcido mar azulado. El bosque olía a otoño y a la húmeda tierra rebosante de setas y la dulce podredumbre de las hojas.
—He cometido transgresiones contra mi vocación, lo sé —dijo Cadfael, consolado y entristecido a la vez por la estación del año y la hora del día—. Abracé la vida monástica, pero ahora no estoy seguro de que pudiera soportarla sin vos y sin estas excursiones robadas fuera de las murallas de la abadía. Pues no son más que eso en realidad. Cierto que a menudo me envían a cumplir misiones legítimas aquí afuera, pero también robo, pues tomo más de lo que por derecho me corresponde. ¡Y lo peor, Hugo, es que no me arrepiento! ¿Suponéis que hay espacio dentro de los confines de la gracia para alguien que ha puesto la mano en el arado y de vez en cuando abandona el surco para regresar junto a las ovejas y los corderos?
—Creo que las ovejas y los corderos pensarían que sí —contestó Hugo, esbozando una solemne sonrisa—. Contaría con sus oraciones. Incluso con las de las ovejas negras y las grises, como algunas en favor de las cuales os habéis batido más de una vez ante Dios y ante mí.
—Hay unas cuantas que son muy negras —dijo Cadfael—. Tal vez moteadas como esta salvaje bestia torda que tanto apreciáis. Casi todos nosotros tenemos el pelaje algo moteado. En fin, eso nos ayuda quizá a ser más tolerantes en nuestros juicios sobre las demás criaturas de Dios. Pero yo he pecado y lo peor es que me he complacido en mis culpas. Cumpliré mi penitencia permaneciendo dentro de los muros de la abadía durante el invierno, a no ser que me envíen a algún recado, en cuyo caso me apresuraré a cumplir mi tarea y regresaré en seguida.
—Hasta que otro niño extraviado se cruce por vuestro camino. ¿Cuándo empezaréis la penitencia?
—En cuanto este asunto termine como es debido.
—¡Eso es como la profecía de un oráculo! —exclamó Hugo, riéndose—. ¿Y cuándo será?
—Mañana —contestó Cadfael—. Mañana, si Dios quiere.
Mientras se dirigía al patio de los establos conduciendo su caballo por la brida cuando faltaba casi una hora para completas, Cadfael vio a doña Dionisia saliendo de los aposentos del abad y avanzando con decoroso paso y la cabeza recatadamente cubierta hacia la hospedería. Mantenía la espalda tan erguida como siempre y sus andares eran tan firmes y altaneros como de costumbre, aunque algo más lentos quizá. Su cabeza cubierta aparecía inclinada y con los ojos mirando al suelo en lugar de desafiar la distancia que tenían delante. Jamás se diría una palabra sobre su confesión, aunque Cadfael estaba seguro de que no habría omitido nada. No era mujer que hiciera las cosas a medias. Ya no habría más intentos de arrancar a Ricardo de la custodia del abad. Dionisia había sufrido un revés demasiado grande como para correr nuevos riesgos hasta que el tiempo borrara en parte el recuerdo de una súbita muerte inconfesa saliendo a su encuentro.
Al parecer, tenía intención de pernoctar allí, tal vez, para hacer las paces a su arbitraria manera con un nielo que a aquellas horas ya estaba profundamente dormido en su cama, por fortuna todavía soltero y de vuelta al lugar donde él prefería estar. Los niños dormirían bien aquella noche, absueltos de sus pecados y nuevamente en compañía del amigo perdido. Era algo digno de una acción de gracias. El difunto de la capilla mortuoria, cuyo nombre probablemente no era el suyo, no arrojaba la menor sombra sobre el mundo de los niños.
Cadfael condujo su caballo al patio de los establos iluminado por las dos antorchas de la entrada, lo desensilló y lo almohazó. Allí sólo se escuchaba el leve suspiro de la brisa que se había levantado al anochecer y el ocasional movimiento de los cascos de los caballos en sus casillas. Dejó a su montura en la cuadra, colgó las guarniciones y dio media vuelta para retirarse.
Había alguien, bloqueando con su compacta figura la entrada.
—¡Buenas noches, hermano! —dijo Rafe de Coventry.
—¿Sois vos? ¿Me estabais buscando? Lamento haberos hecho esperar hasta tan tarde, teniendo que emprender mañana vuestro viaje.
—Os vi cruzar el patio. Me hicisteis un ofrecimiento —dijo la serena voz—. Si todavía sigue en pie, quisiera aprovecharlo. No me resulta muy fácil curar una herida con una sola mano.
—¡Venid! —dijo Cadfael—. Vamos a mi cabaña del huerto, allí estaremos solos.
Las sombras del crepúsculo eran ya muy profundas, pero aún no había anochecido del todo. Las últimas rosas del huerto destacaban sobre los larguiruchos tallos casi enteramente despojados de sus hojas, cual si fueran unos pálidos espectros flotando en la oscuridad. Dentro de los altos y protectores muros del huerto aún perduraba la templada temperatura diurna.
—Esperad a que encienda la luz —dijo Cadfael.
Tardó unos minutos en conseguir una chispa que pudiera transformarse lentamente en una llama capaz de encender el pabilo de la lámpara. Rafe esperó sin moverse ni decir nada hasta que la lámpara estuvo encendida. Entonces entró en la cabaña y contempló con interés el vasto surtido de jarras y tarros, balanzas y morteros, y los susurrantes manojos de hierbas colgados de las vigas y suavemente agitados por la corriente que penetraba a través de la puerta. Se quitó la chaqueta y se apartó la camisa del hombro para sacar el brazo de la manga. Cadfael tomó la lámpara y la posó en el lugar donde mejor pudiera iluminar la manchada y arrugada venda que cubría la herida. Rafe permaneció pacientemente sentado en el banco adosado a la pared, contemplando sin pestañear el rostro curtido por la intemperie que en aquel momento se inclinaba hacia él.
—Hermano —dijo en tono mesurado—, creo que os debo un nombre.
—Yo ya tengo un nombre para vos —replicó Cadfael—. Rafe me basta.
—A vos tal vez, pero no a mí. Si alguien me ofrece generosamente ayuda yo me siento obligado a corresponder con la verdad. Mi verdadero nombre es Rafe de Genville…
—Estaos quieto un momento —dijo Cadfael—, esto está muy pegado y os dolerá.
La manchada venda se desprendió por medio de un tirón, pero Genville soportó el dolor con la misma indiferencia con que habría soportado las molestias anteriores. La herida era larga y discurría desde el hombro a la parte superior del brazo, aunque carecía de profundidad; sin embargo, la carne estaba tan rajada que los bordes aparecían abiertos y una sola mano no había logrado juntarlos.
—¡No os mováis! Eso se puede arreglar, de lo contrario, os quedaría una cicatriz muy fea. No obstante, necesitaréis ayuda cuando haya que cambiar nuevamente el vendaje.
—Una vez fuera de aquí, conseguiré ayuda. ¿Quién podrá saber cómo me hice este corte? Pero vos lo sabéis, hermano. Dijisteis que perdí sangre. No hay muchas cosas que vos no sepáis, pero quizá yo os pueda decir algo todavía. Mi nombre es Rafe de Genville, soy un vasallo y amigo de Brian FitzCount y soy leal a mi señora la emperatriz. Mientras Dios me dé vida, no permitiré que ninguno de ellos sufra graves injurias. Bien, él ya no le hará perder sangre a nadie más, ni a los hombres leales al rey ni a los que prestan servicio a Godofredo de Anjou al otro lado del mar… lo cual debía de ser su propósito final cuando llegara el momento.
Cadfael empezó a aplicar una venda limpia alrededor del alargado corte.
—Colocad la mano derecha aquí y apretad fuerte para que se cierre la herida. Ya no sangraréis más o muy poco, y en seguida se cicatrizará. Pero procurad descansar todo lo que podáis por el camino.
—Así lo haré —el vendaje cubría el hombro y rodeaba limpiamente el brazo—. Tenéis muy buena mano, hermano. Si pudiera, os llevaría conmigo como trofeo de guerra.
—Me temo que en Oxford necesitarán muchos médicos y cirujanos —reconoció tristemente Cadfael.
—No creo, por lo menos esta vez. No podrán entrar en Oxford hasta que llegue el conde con su ejército. Y dudo que entonces lo consigan. No, primero me reuniré de nuevo con Brian de Wallingford para devolverle lo que es suyo.
Cadfael le aseguró la venda por encima del codo y sostuvo cuidadosamente la manga de la camisa mientras Rafe introducía de nuevo el brazo en ella. Ya estaba listo. Cadfael se sentó a su lado y le miró a los ojos. El silencio que cayó sobre ellos fue tan suave, tranquilo y melancólico como la noche.
—Fue una noble pelea —dijo Rafe tras una prolongada pausa, mirando a través de los ojos de Cadfael como si viera de nuevo la capilla de piedra del bosque—. Dejé mi espada al ver que él no tenía ninguna. La daga, en cambio, la conservaba.
—Y la usó —dijo Cadfael— contra el hombre que le había visto tal cual era en Thame y hubiera podido poner en entredicho su vocación. Tal como hizo el hijo cuando Cutredo ya había muerto sin saber que estaba contemplando al asesino de su padre.
—Ah, conque fue eso. Tenía mis dudas.
—¿Encontrasteis lo que habíais venido a buscar?
—Vine a buscarle a él —contestó sombríamente Rafe—. Pero, sí, ya os entiendo. Sí, lo encontré en el relicario del altar. No todo eran monedas. Las piedras preciosas no ocupan mucho lugar. Eran las joyas de la emperatriz que ella tanto apreciaba. Pero todavía apreciaba más al hombre a quien se las envió.
—Dijeron que también había una carta.
—Hay una carta. La tengo en mi poder. ¿Visteis el breviario?
—Lo vi. Un libro digno de un príncipe.
—De una emperatriz. Hay un pliegue secreto en la encuadernación, en el cual se puede ocultar una pequeña hoja. Cuando quedaron aislados, el breviario iba arriba y abajo entre ellos a través de un mensajero de confianza. Sabe Dios la de cosas que ella le habrá escrito en estos momentos en que la suerte le es tan adversa, separada de él apenas unas leguas que, sin embargo, parecen toda la extensión del mundo y casi estrangulada por el ejército del rey junto con los suyos. Cuando alguien se encuentra en una situación desesperada, ¿es de extrañar que olvide la prudencia y no vigile la lengua y la pluma? Yo no he intentado saberlo. La carta la tendrá y la recibirá aquél para cuyo consuelo fue escrita. Alguien más la leyó y puede que hubiera intentado utilizarla —dijo ásperamente Rafe—, pero ahora ya no importa.
Su voz había adquirido una pasión que no rompió el férreo dominio que él ejercía sobre sus emociones, aunque su disciplinado cuerpo se estremeció como una flecha disparada, vibrando con la fuerza de su lealtad y de su implacable odio. Jamás desdoblaría la carta que llevaba y cuyo sello roto era testimonio de una fría y aborrecible traición; el contenido era para él tan sagrado como un confesionario y todo quedaría entre la mujer que la había escrito y el hombre para quien había sido escrita. Cutredo había hollado incluso aquel sagrado territorio, pero Cutredo estaba muerto. A Cadfael no le pareció que el castigo fuera demasiado severo habida cuenta del mal cometido.
—Decidme, hermano —añadió Rafe de Genville mientras la oleada de pasión cedía el lugar a su habitual serenidad—, ¿os parece que he cometido pecado?
—¿Qué queréis de mí? —dijo Cadfael—. Preguntádselo a vuestro confesor cuando lleguéis sano y salvo a Wallingford. Yo sólo sé que hubo un tiempo en que yo hubiera hecho lo mismo que habéis hecho vos.
No hubo necesidad de preguntar si el secreto de Genville se conservaría intacto, pues la respuesta ya estaba claramente implícita entre ambos.
—Mejor ahora que mañana —dijo Rafe, levantándose—. No quiero interrumpir vuestro horario por la mañana. Saldré temprano y lo dejaré todo limpio y ordenado para que pueda ocuparlo otro huésped, y viajaré más tranquilo porque no me voy sin un testigo imparcial. Me despediré de vos aquí. ¡Id con Dios, hermano!
—Que él os acompañe —contestó Cadfael.
Se fue envuelto por la creciente oscuridad, pisando con firmeza la grava del sendero hasta que todo quedó en silencio cuando pisó la hierba de más allá. Justo cuando se estaba apagando el leve rumor de sus pisadas, empezó a sonar a lo lejos la campana de completas.
Cadfael bajó a los establos antes de prima. La mañana era seca y soleada, pero fría, lo cual significaba que sería un buen día para cabalgar. El lustroso zaino de la blanca estrella en la frente ya no estaba en su casilla. Todo parecía allí profundamente vacío y silencioso, de no haber sido por los murmullos y las risas procedentes de la última casilla adonde Ricardo había bajado temprano para acariciar a su jaca y agradecerle que se hubiera portado tan bien, acompañado por su leal amigo y compañero de juegos Edwin. Ambos niños estaban armando tanto alboroto como una nidada de golondrinas hasta que oyeron acercarse a Cadfael, en cuyo momento empezaron a conversar en tono sumamente comedido. Al asomar la cabeza, vieron que no era ni fray Jerónimo ni el prior Roberto. A modo de disculpa, lo saludaron con la más radiante de sus sonrisas y regresaron a la casilla para seguir acariciando y admirando a la jaca.
Cadfael no pudo por menos que preguntarse si doña Dionisia ya habría visitado a su nieto, tratando de restablecer las buenas relaciones con él en toda la medida que le permitiera su dominante carácter. Ciertamente no habría humillación. Más bien pronunciaría una homilía para justificarse: «Ricardo, he estado estudiando tu futuro con el abad y he accedido a dejarte de momento bajo su custodia. Fui ignominiosamente engañada por Cutredo, el cual no era sacerdote tal como decía. Este episodio ha terminado y será mejor que lo olvidemos». Después, finalizaría sin duda con unas palabras del estilo de: «Si te quedas aquí, mi señor, procura que me envíen buenos informes sobre ti. Sé obediente con tus maestros y apréndete las lecciones de los libros…».
Al despedirse, quizá le daría un beso algo más cariñoso que de costumbre o, por lo menos, cautamente respetuoso, consciente de todo lo que él hubiera podido revelar de ella si hubiera querido. Sin embargo, Ricardo, triunfalmente liberado de todas las inquietudes que pesaban sobre él y sobre las personas a las que apreciaba, no guardaría el menor rencor a nadie. A aquella hora, Rafe de Genville, vasallo y amigo de Brian FitzCount y leal servidor de la emperatriz Matilde, ya debía de estar muy lejos de Shrewsbury en su largo camino hacia el sur. Era un hombre tan discreto que su presencia había pasado casi inadvertida durante su estancia allí, por lo cual prontamente sería olvidado.
—Se ha ido —dijo Cadfael—. No he querido traspasaros la carga de la decisión aunque me parece que ya sé lo que vos hubierais hecho. Lo he hecho por vos. Se ha ido y yo le he dejado ir.
Ambos amigos estaban sentados juntos, tal como tantas veces habían hecho al término de algún conflicto, en el banco adosado al muro norte del herbario donde todavía perduraba el calor del mediodía y no se percibía el menor soplo de viento. En cuestión de una o dos semanas, haría demasiado frío para sentarse allí fuera. Aquel benigno otoño tan prolongado ya no podía durar mucho y los expertos del tiempo ya habían empezado a olfatear el aire y a vaticinar las primeras heladas y abundantes nevadas en diciembre.
—No he olvidado —dijo Hugo— que hoy es el mañana en que me prometisteis un final apropiado. ¡O sea que se ha ido! ¡Y vos habéis dejado que se fuera! Me estáis hablando no de Bosiet sino de otro. Estabais deseando que desistiera de vengarse y se marchara y seguramente le instasteis a que se fuera en lugar de In tentar impedirlo. Hablad, os escucho.
Hugo siempre había sabido escuchar, no era dado a las exclamaciones ni a las preguntas innecesarias y podía permanecer sentado con aire meditabundo en aquel rincón del huerto sin molestar a su compañero ni siquiera con una mirada, aunque sin perderse ni una sola palabra y sin que fueran necesarias demasiadas palabras para que ambos se entendieran.
—Necesito un confesionario si vos accedéis a ser mi sacerdote —dijo Cadfael.
—Y a guardar en secreto vuestras confidencias… ¡lo sé! Mi respuesta es sí. Nunca ha sido necesario que os diera la absolución. ¿Quién es ése que se ha ido?
—Su nombre —contestó Cadfael— es Rafe de Genville, aunque aquí se hacía llamar Rafe de Coventry, halconero del conde de Warwick.
—¿Aquel hombre tan discreto del caballo zaino? Creo que sólo le vi una vez —dijo Hugo—. Era un huésped que no tenía nada que preguntarme y yo se lo agradecí, pues estaba enteramente ocupado con los Bosiet. ¿Qué ha hecho Rafe de Coventry para que vos o yo tuviéramos algún reparo en dejarle marchar?
—Mató a Cutredo. En noble pelea. Prescindió de la espada porque Cutredo no tenía ninguna. Daga contra daga, luchó con él y lo mató —Hugo no dijo ni una sola palabra, simplemente volvió la cabeza un instante hacia su amigo, estudió con penetrante atención el rostro de Cadfael, y esperó—. Por una buena razón —añadió Cadfael—. No habréis olvidado lo que supimos sobre el mensajero que la emperatriz envió desde Oxford mientras el rey Esteban cercaba el castillo.
—Lo envió con dinero, joyas y una carta para Brian FitzCount, el cual se encontraba separado de ella en Wallingford. Recordaréis que encontraron su caballo perdido en el bosque con los arneses manchados de sangre y las alforjas vacías. El cuerpo jamás fue encontrado. El Támesis discurre muy cerca de allí. Hay espacio en el bosque para cavar una tumba. De este modo, el señor de Wallingford se vio despojado del tesoro que le enviaba la emperatriz. Lleva mucho tiempo pasando privaciones por ella sin quejarse, y los hombres de su guarnición tienen que comer. Y Rafe de Genville es vasallo y fiel amigo de Brian FitzCount y leal servidor de la emperatriz, por lo que no estaba dispuesto a que el delito quedara impune.
—No sé cómo consiguió seguir las huellas del traidor y él no me lo dijo, pero el caso es que las encontró y lo condujeron hasta aquí. El día de su llegada coincidí con él en las cuadras y por casualidad le comenté que Drogo Bosiet yacía en la capilla mortuoria. Recuerdo que no mencioné el nombre, pero tal vez, si lo hubiera mencionado, él hubiera hecho lo mismo que hizo, pues los nombres se pueden cambiar. Se fue directamente a ver al muerto, pero, en cuanto le vio, perdió todo interés por él. Estaba buscando a alguien, un desconocido, un viajero, pero ése no era Bosiet. No mostró el menor interés por un joven de veinte años como Jacinto. Él buscaba a un hombre de su edad y condición. Debió de enterarse de la presencia en estos parajes del santo ermitaño de doña Dionisia, pero no le debió de inspirar la menor sospecha por tratarse de un sacerdote y peregrino. Hasta que oyó, como todos oímos, el grito del pequeño Ricardo, afirmando que el ermitaño no era un sacerdote un embaucador. Busqué a Rafe después, pero tanto él como su caballo habían desaparecido. Él buscaba a un traidor y un impostor. Y aquella noche lo encontró en la ermita, Hugo. Lo encontró, luchó con él y lo mató, Y después se llevó todo lo que el otro había robado, las joyas y las monedas del cofre del altar y el breviario de la emperatriz que se utilizaba para enviar las cartas entre ella y FitzCount cuando ambos quedaron aislados. Recordaréis que la daga de Cutredo estaba ensangrentada. He curado la herida de Rafe de Genville, él me ha hecho las confidencias que ahora os acabo de revelar y le he deseado buen viaje a Wallingford.
Cadfael reclinó la espalda contra la pared con un profundo suspiro de alivio y apoyó la cabeza contra las duras piedras del muro mientras ambos guardaban un prolongado pero sereno silencio. Al final, Hugo se movió y preguntó:
—¿Cómo supisteis lo que pretendía hacer? Tuvo que haber algo más en aquel primer encuentro. Apenas hablaba y era un cazador solitario. ¿Qué otra cosa ocurrió para que os hicierais tan amigos?
—Estaba con él cuando arrojó unas monedas en nuestro cepillo de las limosnas. Una de ellas cayó sobre las baldosas y yo la recogí. Un penique de plata de la emperatriz, acuñado recientemente en Oxford. No trató de disimular. Le extrañaba, me dijo, que no le preguntara qué estaría haciendo un leal servidor de la emperatriz tan lejos de la batalla. Yo me atreví a apuntar que, a lo mejor, buscaba al asesino que había robado y matado a Reinaldo Bourchier en el camino de Wallingford.
—¿Y él reconoció que efectivamente era así? —preguntó Hugo.
—No. Dijo que no era así. Era una buena idea, comentó, y ojalá fuera cierta, pero no lo era. Entonces me dijo la verdad. Todo lo que me dijo era verdad y yo lo sabía. No, Cutredo no era un asesino entonces, no lo fue hasta que Drogo Bosiet entró en la ermita a preguntar por el siervo que se le había escapado y se encontró cara a cara con un hombre al que había visto y con quien había hablado y jugado al ajedrez en Thame unas semanas antes, vestido de muy diferente guisa. Entonces Cutredo era un hombre que iba armado y parecía un caballero, pero recorría los caminos a pie, pues no tenía ningún caballo en las cuadras de Thame, no lo llevaba al llegar ni lo llevaba cuando se fue. Eso ocurrió a principios de octubre. Nos lo contó Aymer, pues su padre ya había callado para siempre.
—Empiezo a descifrar el enigma —dijo Hugo lentamente, entornando los ojos para mirar en la distancia a través de las ramas medio desnudas de los árboles que asomaban por encima del muro sur del huerto—. ¿Cuándo habéis hecho vos una pregunta que no tenga un propósito? Me hubiera tenido que llamar la atención que preguntarais por el caballo. Un jinete sin caballo en Thame y un caballo sin jinete vagando por los bosques cerca del camino de Wallingford tienen un significado cuando se juntan. ¡No! —exclamó Hugo en consternada e indignada protesta, contemplando aterrado la imagen que había creado—. ¿Adónde me habéis llevado? ¿Es eso cierto o es que yo me he vuelto loco? ¿El mismísimo Bourchier?
El primer estremecimiento del frío de la noche agitó las soñolientas hierbas con unas ráfagas de viento más frías y Hugo se estremeció con ellas en una convulsión de incrédula repugnancia.
—¿Qué pudo merecer tan monstruosa traición?, eso fue peor que un asesinato.
—Así lo creía Rafe de Genville. Y se ha tomado la correspondiente venganza. Ahora se ha ido y yo le he deseado buen viaje.
—Lo mismo hubiera hecho yo. ¡Lo mismo le deseo yo! —dijo Hugo, torciendo desdeñosamente los labios con la mirada perdida en el otro extremo del huerto, como si estuviera contemplando la enormidad de aquella deshonra libremente elegida—. No hay nada, no puede haber nada que merezca comprarse a este precio.
—Reinaldo Bourchier no pensaba lo mismo, pues él tenía otros valores. Primero se aseguró la vida y la libertad —dijo Cadfael, señalando cada cosa con un dedo extendido mientras movía la cabeza como si las contara—. Enviándole fuera de Oxford antes de que el cerco de hierro se cerrara, la emperatriz lo dejó suelto. No creo que tuviera la excusa de ser un simple cobarde. Creo más bien que prefirió alejarse fríamente del peligro de la muerte o la captura que en Oxford acecha a los ejércitos de la emperatriz más de lo que jamás lo haya hecho en otro lugar. Con toda frialdad cortó los vínculos que lo obligaban a guardar lealtad y se ocultó, esperando que se le presentara la siguiente oportunidad. Segundo, con el robo del tesoro que ella le había confiado, disponía de amplios medios para vivir dondequiera que fuera. Y tercero, tenía una poderosa arma que podía utilizar para asegurarse un nuevo servicio como soldado, tierra, favores y una nueva y fructífera carrera en sustitución de la que había abandonado. La carta que la emperatriz le había escrito a Brian FitzCount.
—En el breviario que desapareció —dijo Hugo—. No sabía cómo explicar su desaparición, aunque el libro tuviera en sí un elevado valor.
—Más valor tenía su contenido. Rafe me lo dijo. Una fina hoja de pergamino se puede ocultar en la encuadernación. Reparad en la situación de la emperatriz cuando escribió la carta, Hugo. Había perdido la ciudad, sólo conservaba el castillo y los ejércitos del rey la cercaban. Brian, que era su mano derecha, su escudo y su espada y que ocupaba el segundo lugar después del hermano de la emperatriz, se encontraba aislado de ella por unas pocas leguas que, dadas las circunstancias, eran como un océano. Sólo Dios sabe si son ciertos los rumores según los cuales ambos son amantes —dijo Cadfael—, ¡pero no cabe duda de que se aprecian! En aquel extremo peligro en el que podía morir de hambre, acabar en la cárcel o incluso morir, tal vez le gritó sin disimulo la verdad definitiva, revelándole cosas que no hubiera debido de poner por escrito, cosas que nadie más hubiera tenido que leer. Semejante carta hubiera tenido un enorme valor en manos de un hombre sin escrúpulos que pretendía iniciar una nueva vida y necesitaba ganarse el favor de los príncipes. La emperatriz tiene un esposo mucho más joven que ella, el cual no la quiere, de la misma manera que ella no lo quiere a él, y este verano no le envió ni un solo hombre para que acudiera en su ayuda. ¿Y si algún día a Godofredo le conviniera repudiar a su esposa y contraer unas segundas nupcias más provechosas? En manos de alguien como Bourchier, esta carta escrita de puño y letra por la emperatriz podría proporcionar un pretexto a su marido y vos ya sabéis que los príncipes siempre encuentran los medios. A cambio, el informador podría ganarse un lugar, un puesto de mando e incluso tierras en Normandía. Godofredo tiene allí castillos recién conquistados que puede otorgar a quienes le resulte más útiles. No digo que el conde de Anjou sea un hombre capaz de hacer eso, lo que digo es que un traidor tan calculador como Bourchier pudo pensar en esta posibilidad y conservar la carta por si se le ofreciera una ocasión. No sé qué conocimientos o qué sospechas indujeron a Rafe de Genville a dudar de que hubiera habido una muerte en el camino de Wallingford, pues no se lo pregunté. Lo cierto es que, una vez encendida la chispa, nada hubiera sido capaz de impedirle perseguir y castigar, no a un presunto asesino, en eso también me dijo la verdad, sino al ladrón y traidor, es decir, al propio Reinaldo Bourchier.
El viento soplaba ahora con más fuerza, el cielo se estaba despejando y los rotos fragmentos de nubes que todavía perduraban se estaban alejando, empujados por el viento. Por primera vez, el prolongado otoño estaba dando paso a las primeras señales del invierno.
—Yo hubiera hecho lo que hizo Rafe —dijo decididamente Hugo, levantándose bruscamente como si quisiera librarse de los últimos vestigios de repugnancia.
—Cuando llevaba armas, yo también lo hubiera hecho. Está empezando a refrescar —dijo Cadfael, levantándose a su vez—. ¿Queréis que entremos?
Los últimos días de noviembre arrancarían con sus heladas y sus ventarrones las pocas hojas que todavía temblaban en los árboles. La desierta ermita del bosque de Eyton se convertiría en el refugio invernal de las pequeñas criaturas del bosque, y el huerto, cubierto nuevamente por la maleza, acogería a los erizos durante su letargo invernal. No era probable que doña Dionisia volviera a recibir a otro ermitaño en aquella ermita. Las criaturas salvajes la ocuparían con toda inocencia.
—Bueno —dijo Cadfael encabezando la marcha hacia su cabaña—, ya todo terminó. Tarde, pero al final, lo que ella haya escrito en su carta llegará hasta el hombre para cuyo consuelo la escribió. ¡Y yo me alegro! Tanto si el afecto que ambos se profesan es bueno como si es malo, cuando alguien se encuentra al borde del peligro y la desesperación, el amor tiene derecho a manifestarse y los demás tienen que estar ciegos y sordos. Excepto Dios, que puede leer las líneas y entre líneas y que, en lo tocante a la pasión y la justicia, es el que dirá la última palabra.