XI

na vez convencida, fue ella la que elaboró los planes. Conocía la casa y a los criados y, puesto que nadie sospechaba de su obediencia, la joven tenía libre acceso a todas partes y podía dar órdenes a los mozos y a las criadas a su antojo.

—Será mejor esperar a que te sirvan la cena y retiren el plato. De esta manera, tardarán un buen rato en volver a entrar. Hay una puerta posterior a través de la empalizada que permite salir desde la cuadra a la dehesa. Le podría decir a Jehan que sacara tu jaca a pastar, pues ya lleva demasiado rato encerrada. En el campo hay algunos arbustos detrás de la cuadra, cerca del portillo. Me encargaré de esconder allí tu silla y los jaeces antes del mediodía. Te podré sacar de aquí a través del sótano mientras ellos estén ocupados en la sala y en las cocinas.

—Pero entonces tu padre ya habrá regresado a casa —protestó Ricardo en tono dubitativo.

—Después de comer, mi padre se pone a roncar. Si quiere verte, lo hará antes de sentarse a la mesa para cerciorarse de que estás a salvo en tu jaula. Para mí también será mejor, pues, tras haberme pasado toda la mañana charlando amistosamente contigo, ¿quién podrá imaginar que he cambiado de parecer? Puede que incluso me divierta —dijo Hiltrudis, animándose al pensar en su benévola travesura—, cuando vengan a servirte la cena y vean que la ventana sigue cerrada y atrancada, pero el pájaro ha volado.

—Entonces soltarán improperios y maldiciones y les echarán la culpa a todos —dijo Ricardo—, porque alguien habrá tenido que dejar la puerta abierta.

—Y todos lo negaremos y yo salvaré al que parezca más sospechoso, diciendo que no lo he perdido de vista ni un momento y no tocó la puerta desde que te sirvieron la comida. Si ocurre lo peor —añadió Hiltrudis con insólita determinación—, diré que debí de olvidar correr el pestillo tras mi última visita. ¿Qué podrá hacer mi padre? Seguirá pensando que te tiene atrapado con este matrimonio dondequiera que vayas. Mejor todavía —gritó, batiendo palmas—, yo seré la que te traiga la comida y te sirva y después retire el plato… de esta manera, no podrán culpar a nadie de haber dejado la puerta abierta. Como una esposa tiene que empezar en seguida a servir a su esposo, a todo el mundo le parecerá bien.

—¿No temes a tu padre? —preguntó tímidamente Ricardo, mirándola con sorprendido respeto e incluso con admiración sin querer que ella interpretara el papel más peligroso.

—¡Le temo… y le temía! Pero, cualquier cosa que ocurra, merecerá la pena. Ahora tengo que irme, Ricardo, aprovechando que no hay nadie en la cuadra. Espera, confía en mí y levanta el ánimo. ¡Tú has levantado el mío!

Ya estaba en la puerta cuando Ricardo, contemplando con aire pensativo sus alegres andares, tan impropios de la sumisa y amargada criatura cuya mano había sostenido en la suya la víspera, le dijo impulsivamente:

—Hiltrudis… creo que, en el fondo, casarme contigo no hubiera sido lo peor que pudiera ocurrirme. ¡Pero todavía no! —se apresuró a añadir en pudoroso tono.

La joven cumplió lo que había prometido. Le sirvió la comida, se sentó a conversar intrascendentemente con él mientras comía, haciendo gala de una comprensible timidez ante un extraño que, por si fuera poco, era un niño al que se había visto obligada a aceptar contra su voluntad, pero con el cual ya no tenía motivos para mostrarse resentida. Ricardo le contestó con gruñidos en lugar de palabras, pero no para disimular sino más bien porque estaba hambriento y se hallaba ocupado con la comida. Si alguien les hubiera escuchado, hubiera descubierto que la conversación entre ambos era deprimentemente adecuada.

Hiltrudis llevó de nuevo el plato a la cocina y regresó junto a Ricardo tras cerciorarse de que todos los de la casa estaban ocupados. La angosta escalera de madera que bajaba al sótano estaba convenientemente oculta detrás de una tapia, por lo que no resultaba visible desde el pasadizo que conducía a la cocina y ambos no tuvieron la menor dificultad en descender a toda prisa y emerger por la entrada del sótano en la que Jacinto había permanecido escondido. Desde allí, sólo se tenía que hacer una peligrosa carrerilla a través del patio hasta el portillo de la valla, medio oculto por la mole de la cuadra. Junto con la silla y la brida, Hiltrudis había dejado los arneses ocultos detrás de los arbustos. La jaca negra se acercó alegremente a su dueño. Pegado al muro posterior de la cuadra, el niño la ensilló a toda prisa, y la guio fuera de la dehesa hacia el río donde la arboleda le ofrecería protección y allí se atrevió a apretar la cincha y a montar. Si todo saliera bien, no descubrirían su ausencia hasta las primeras horas del anochecer.

Hiltrudis subió de nuevo a la sala desde el sótano y se pasó inocentemente toda la tarde en compañía de las mujeres de la casa a la vista de todo el mundo, ocupada en los quehaceres propios de la señora de la mansión. Había corrido el pestillo de la puerta de Ricardo, pues era evidente que, si lo hubiera dejado descorrido inadvertidamente y el prisionero se hubiera aprovechado del descuido, hasta un niño de diez años hubiera tenido la astucia de correrlo de nuevo para conservar las apariencias. Cuando se descubriera la fuga, ella podría alegar que no recordaba haber dejado la puerta abierta, aunque al final reconociera que probablemente lo había hecho. Pero, para entonces, si todo fuera bien, Ricardo ya se encontraría en la abadía donde trataría de presentarse como una víctima inocente y de enterrar el recuerdo del diablillo que se había escapado sin permiso, provocando tanto revuelo y tantas inquietudes. Bueno, aquello sería asunto de Ricardo. Ella ya había cumplido su papel.

Fue una lástima que el mozo que había sacado a pastar la jaca de Ricardo decidiera sacar otro caballo a la dehesa a media tarde tras haber observado que cojeaba levemente. El mozo no pudo por menos que descubrir la desaparición de la jaca. Pensando en la más lógica aunque poco probable posibilidad, corrió al patio gritando que habían entrado ladrones en la dehesa, pero inmediatamente regresó a la cuadra y buscó la silla y los arneses. Aquello ya era otra cosa. Además, ¿por qué llevarse el animal menos valioso? ¿Y por qué correr el riesgo de hacerlo de día? Las noches oscuras eran más favorables.

Después se dirigió a la sala y anunció casi sin resuello que la jaca del joven esposo había desaparecido con la silla y todo y que su señor haría bien en comprobar si el chico se encontraba todavía encerrado en la habitación. Fulke se levantó apresuradamente sin apenas poder creerlo y encontró la puerta cerrada, pero la estancia vacía. Su rugido de cólera hizo que Hiltrudis pegara un respingo sobre el tambor de bordar aunque la joven mantuvo los ojos clavados sobre su labor y siguió dando puntadas como si tal cosa hasta que la tormenta estalló en la puerta e invadió toda la sala.

—¿Quién de vosotros ha sido? ¿Quién le sirvió la última vez? ¿Qué insensato entre todos los insensatos que hay aquí dejó el pestillo de la puerta descorrido? ¿O acaso alguien le ha soltado deliberadamente para fastidiarme? Le arrancaré el pellejo al traidor, quienquiera que sea. ¡Hablad! ¿Quién le sirvió la comida a este escurridizo bribonzuelo?

Los criados retrocedieron para ponerse fuera de su alcance inmediato, manifestando entre tartamudeos su inocencia. Las criadas se miraron unas a otras de reojo sin atreverse a delatar a su señora. Pero Hiltrudis, haciendo acopio de valor y creciéndose ante la prueba que se avecinaba, apartó a un lado su labor y dijo con valentía y sin dar muestras de inquietud:

—Pero, padre, sabes muy bien que fui yo. Me viste retirar el plato. Por supuesto que corrí el pestillo… estoy segura. Nadie ha vuelto a entrar en la habitación desde entonces a menos que le hayas visitado tú, mi señor. ¿Quién hubiera entrado a no ser que se lo ordenaran? Y yo no le ordené a nadie que entrara.

—¿Estás segura? —rugió Fulke—. Ahora igual me dices que el chico no se ha ido sino que se encuentra sentado donde le corresponde. Si tú fuiste la última que entró, la culpa de que se haya largado la tienes tú. Debiste de dejar la puerta abierta. ¿Cómo si no se hubiera escapado? ¿Cómo pudiste ser tan necia?

—Yo no la dejé abierta —repitió Hiltrudis, esta vez con menos firmeza—. Y, aunque hubiera tenido un descuido, cosa que no creo —añadió a la defensiva—, aunque lo hubiera tenido, ¿tanto importa eso ahora? Ni él ni nadie puede alterar lo que ya se ha hecho. No veo a qué viene tanto alboroto.

—No ves, no ves… ¡tú no ves más allá de la punta de tu nariz! Habrá regresado junto al abad, y a saber qué le contará.

—Pero más tarde o más temprano, no tendría más remedio que salir a la luz —dijo recatadamente la joven—. No podías mantenerle constantemente encerrado.

—Por supuesto que tendría que salir, todos lo sabemos, pero no antes de que pusiera su marca… ¡mejor dicho, su nombre, pues sabe escribir!… en los acuerdos matrimoniales y le hiciéramos comprender la necesidad de adaptar su versión de los hechos a la nuestra y de aceptar lo que ha ocurrido. Dentro de unos días, todo se hubiera podido hacer debidamente y a nuestra manera. Pero no permitiré que se escape tranquilamente —juró vengativamente Fulke, volviéndose para rugirles a sus petrificados mozos—: ¡Ensillad mi caballo y daos prisa! Voy tras él. Irá directamente a la abadía y procurará no acercarse a Eaton. ¡Aún le voy a traer de nuevo aquí cogido de la oreja!

En medio de la radiante luz de la tarde Ricardo no se atrevió a tomar el camino, ni siquiera dando un amplio rodeo alrededor de la aldea. Hubiera podido adelantar mucho más, pero también hubiera llamado fácilmente la atención a los arrendatarios y los criados, los cuales servirían a los intereses de Astley por su propio bien y le arrastrarían de nuevo a su cautiverio. Además, el camino le hubiera obligado a pasar demasiado cerca de Eaton. Por consiguiente, prefirió cabalgar por la franja de bosque que se extendía hacia el oeste a lo largo de un cuarto de legua por encima del nivel del río y se iba estrechando progresivamente hasta convertirse en un simple cinturón de robles dispersos a la orilla del río. Más allá, unos esmeraldinos prados ocupaban un gran meandro del Severn. Allí Ricardo cabalgó entre los pocos arbustos que crecían en las franjas sin cultivar de los campos de labranza de Leighton. Corriente arriba el valle se ensanchaba formando unos extensos prados en los que sólo crecían algunos árboles aislados, pero la orilla norte que él estaba bordeando se adentraba media legua más en el bosque de Eyton donde podría cubrir más de la mitad de la distancia que mediaba hasta Wroxeter. Tendría que cabalgar más despacio, pero él no temía en aquellos momentos que le persiguieran sino que lo reconocieran y lo interceptaran por el camino. Tenía que evitar a toda costa pasar por Wroxeter y el único medio que conocía para evitarlo consistía en vadear el Severn antes de llegar a la aldea, lejos del alcance de la vista de la mansión, para pasar al lado sur del camino y, una vez allí, cabalgar al galope hasta la ciudad.

Cabalgó a una velocidad excesiva a través del bosque donde su conocimiento del territorio le permitió tomar un atajo entre los senderos, pero lo pagó con una caída cuando la jaca pisó el suave borde de la madriguera de un tejón. Cayó sobre la mullida alfombra de hojas y sólo sufrió unas magulladuras. La jaca, espantadiza, pero dócil, regresó obedientemente a él una vez superado el susto inicial. A partir de aquel momento, el niño comprendió que la prisa no equivalía necesariamente a la rapidez y tuvo más cuidado. No había reflexionado acerca de los pormenores de la fuga sino que había salido sin pensar, dispuesto a regresar a la abadía y hacer las paces con aquel lugar, por muchos castigos y reproches que lo esperaran en cuanto se desvaneciera la inquietud suscitada por su desaparición. Conocía lo bastante a los mayores, por muy diferentes que pudieran ser en otros aspectos, como para comprender que todos compartían el mismo instinto cuando recuperaban a un niño perdido, abrazándolo primero para propinarle una paliza inmediatamente después. ¡Eso siempre y cuando la paliza no viniera primero! No le importaría. Tras haber sido arrancado a la fuerza de la escuela, de fray Pablo y de sus compañeros de estudios e incluso de la impresionante presencia del padre abad, lo único que deseaba era regresar junto a ellos y sentir que las recias murallas y el tranquilizador horario de la vida monástica lo envolvían como una abrigada y protectora capa. De haberlo pensado, hubiera podido cabalgar hasta el molino que se levantaba a la orilla del río en Eyton o incluso hasta la casa del guardabosque y encontrar allí seguro refugio, pues todas las moradas de aquel territorio pertenecían a la abadía, pero no se le había ocurrido aquella posibilidad. Había tomado el camino de la abadía cual un pájaro que regresara a su nido. En aquellos momentos, no tenía otro hogar, por muy señor de Eaton que fuera.

Una vez fuera del bosque, un ancho sendero llegaba casi hasta el vado situado al sur de la aldea de Wroxeter. Recorrió la legua escasa de distancia a buen paso, pero sin darse demasiada prisa para no llamar la atención, pues hubiera podido cruzarse con algunas personas ocupadas en las cotidianas labores de los campos o recorriendo el sendero que comunicaba las aldeas. No vio a ningún conocido y respondió brevemente a los saludos sin entretenerse.

De pronto, apareció el cinturón de árboles del lado más cercano del vado, los pocos sauces que se inclinaban hacia el agua, el pináculo de la torre de la colegiata asomando entre las ramas y la esquina de un tejado. El resto de la aldea y las tierras quedaba más allá. Ricardo se acercó cautelosamente a los árboles y desmontó para contemplar las someras aguas que rodeaban una pequeña isla y el sendero que bajaba desde la aldea hasta el vado. Oyó muchas voces y se detuvo para prestar atención, confiando en que aquella gente se dirigiera hacia la aldea y le dejara el sendero expedito. Las voces de dos mujeres charlando y riéndose mientras chapoteaban junto a la orilla y la voz de un hombre, burlándose de las chicas. Se acercó un poco más para ver y se detuvo, lanzando un suspiro de irritación y consternación.

Las dos mujeres habían estado lavando ropa y habían tendido la colada a secar en las ramas de unos arbustos y, como el día era muy templado y un apuesto joven se había reunido con ellas, no tenían ninguna prisa en marcharse. Ricardo no conocía a las mujeres, pero al mozo sí lo conocía, aunque no por su nombre. Aquel pelirrojo y presumido gallito de pelea era el capataz de la granja de Astley, uno de los dos hombres que habían encontrado y reconocido a Ricardo cuando regresaba a toda prisa a la abadía a través del bosque y habían aprovechado la hora y la soledad del lugar para hacerle un favor a su amo. Los musculosos brazos que en aquellos momentos estaban forcejeando con una de las sonrientes lavanderas habían levantado ignominiosamente a Ricardo de su silla de montar y lo habían sostenido sobre unas poderosas espaldas que igual hubieran podido ser de roble macizo a juzgar por el poco efecto que les hicieron los puñetazos que él descargó sobre ellas hasta que, al final, el otro malvado acalló sus gritos, cubriéndole la cabeza con su propio capuchón, y le inmovilizó los brazos con sus propias riendas. Aquella misma noche, pasadas las doce y cuando todas las gentes honradas ya estaban en sus camas, los fieles servidores lo llevaron atado a un feudo más distante. Ricardo recordaba amargamente todas aquellas humillaciones. Y ahora allí estaba aquel mismo sujeto interponiéndose de nuevo en su camino, pues no podía salir de su escondrijo y dirigirse al vado sin pasar cerca de él, ser reconocido y casi con toda certeza vuelto a capturar.

Sólo podía retroceder hacia la espesura y esperar a que regresaran a la aldea y la mansión. No tenía ninguna posibilidad de rodear Wroxeter por un camino más amplio y seguir avanzando por la orilla norte del río, pues ya estaba demasiado cerca de las afueras de la aldea y todos los accesos resultaban visibles. Además, estaba perdiendo el tiempo y, sin comprender el porqué, intuía que el tiempo era vital para él. Perdió una hora allí, mordiéndose los nudillos presa de la desesperación. Al final, las mujeres decidieron recoger la colada y regresar a casa, aunque no parecía que tuvieran demasiada prisa, pues subieron por el sendero muy despacio, bromeando entre risas con el joven que las acompañaba. Sólo cuando sus voces se perdieron en el silencio y no hubo nadie más en las inmediaciones del vado se atrevió Ricardo a salir de su escondrijo y espolear su jaca para cruzar los bajíos.

El vado era muy superficial y arenoso al principio; después el sendero se podía cubrir a pie enjuto sobre la punta de la isla para bajar posteriormente al largo pasadizo formado por un vasto archipiélago de pequeños y arenosos bajíos cuya superficie brillaba y se rizaba, siguiendo el sinuoso movimiento del agua. A medio cruzar el vado, Ricardo se detuvo un instante para volver la vista, pues la vasta e inocente extensión de los verdes prados lo inquietaba, produciéndole una sensación de vulnerable desnudez. Allí le podían ver desde casi media legua a la redonda, una menuda e indefensa figura a caballo, recortándose contra un húmedo paisaje de pálidos colores nacarados.

Avanzando al galope hacia el vado por el mismo sendero que él había tomado, todavía minúsculo y lejano, pero acercándose decididamente a él, vio a un solitario jinete a lomos de un vigoroso caballo tordo. Era Fulke Astley persiguiendo con determinación a su fugado yerno.

Ricardo atravesó los bajíos en medio de un gran chapoteo y se lanzó a una desesperada velocidad por los húmedos prados hacia el sendero del oeste que lo conduciría a lo largo de algo más de una legua a San Gil y el último tramo del camino hasta la caseta de vigilancia de la abadía. Tendría que recorrer más de un cuarto de legua antes de alcanzar la protección de la ondulada tierra y las dispersas arboledas, pero ni siquiera entonces estaría a salvo de la persecución, pues seguramente ya habría sido avistado. Además, su jaca no se podía comparar con aquella tremenda bestia torda que lo perseguía. Aun así, la velocidad era la única esperanza que le quedaba. Llevaba todavía una buena ventaja, a pesar del tiempo que había perdido antes de poder cruzar el vado. Espoleó su montura y apretó los dientes, galopando hacia Shrewsbury como si lo persiguiera una manada de lobos.

El terreno se elevó y empezó a replegarse en suaves lomas salpicadas de árboles, ocultando entre sí a perseguidor y a perseguido, pero la distancia entre ambos se debía de estar acortando y, en un punto en que el sendero discurría sobre terreno llano y desprotegido a lo largo de un breve trecho, Ricardo se volvió a mirar fugazmente por encima del hombro, vio a su enemigo ya más cerca y pagó su momentánea distracción con otra caída, si bien esta vez se agarró a las riendas y evitó el sobresalto y el esfuerzo de tener que recuperar de nuevo a su jaca. Por suerte la jaca de raza galesa era muy resistente y llevaba varios días sin hacer ejercicio, pero, aun así, la velocidad era excesiva para ella y Ricardo estaba preocupado, pero no podía aminorar la marcha. Cuando apareció ante su vista la valla de San Gil y el sendero se convirtió en un ancho camino, el niño oyó los cascos de la otra cabalgadura resonando a su espalda. Hubiera podido buscar cobijo en la leprosería de la abadía, pues fray Oswin no le hubiera entregado a nadie a no ser que se lo ordenara el abad. Pero ya no tenía tiempo de detenerse o desviarse.

Ricardo se inclinó sobre el cuello de su montura y galopó por la barbacana, esperando ver de un momento a otro la gigantesca sombra de Fulke Astley cerniéndose sobre él mientras una manaza se extendía para agarrar su brida. Ahora había doblado la esquina de la muralla de la abadía y galopaba por el recto tramo que conducía a la caseta de vigilancia de la abadía, dispersando a los artesanos y granjeros que regresaban a casa al término de su jornada laboral y a los niños y los perros que jugaban en el camino.

Mediaban apenas unos cinco metros entre ellos cuando Ricardo entró precipitadamente en la caseta de vigilancia.

Varios huéspedes de la abadía habían acudido a la iglesia para asistir al rezo de vísperas según pudo observar Cadfael desde su sitial del coro. Estaba presente Rafe de Coventry tan taciturno y discreto como siempre e incluso Aymer Bosiet tras haberse pasado el día buscando infructuosamente a su escurridizo servidor, tal vez para suplicar en sus oraciones que el cielo lo guiara en su búsqueda. Debía de estar sumamente preocupado, pues se pasó todo el rato con el ceño fruncido como si tratara de tomar una decisión.

Con toda seguridad, pensó Cadfael, la necesidad de estar a bien con los poderosos parientes de su madre le obligaba a regresar a casa de inmediato con el cuerpo de Drogo, dando una afligida muestra de duelo familiar. Tal vez la idea de un astuto hermano menor plenamente capaz de cometer cualquier trapacería en su propio beneficio le inducía a abandonar aquella vana persecución y a dedicarse por entero a su herencia.

Cualesquiera que fueran sus inquietudes, el hecho de encontrarse allí le permitió ser un testigo más de la escena que se ofreció a la vista de los monjes y los huéspedes cuando terminó el oficio y éstos emergieron por el pórtico sur, avanzando en procesión por el pasillo oeste del claustro para salir al gran patio y dispersarse a sus distintas ocupaciones antes de cenar. El abad Radulfo estaba saliendo al patio en compañía del prior Roberto y seguido de toda la procesión de los monjes cuando la quietud del anochecer fue interrumpida por el rumor de los cascos de una cabalgadura retumbando por la tierra batida del camino del exterior y por un brusco y metálico matraqueo sobre los adoquines del interior mientras una vigorosa jaca negra cruzaba la caseta de vigilancia sin detenerse, resbalando y piafando sobre las piedras, seguida por un alto caballo tordo. El jinete del tordo era un corpulento y barbudo sujeto cuyo rostro mostraba un subido color carmesí a causa de la cólera o de la prisa o de ambas cosas a la vez, y cuya mano se hallaba extendida hacia adelante para asir la brida del muchacho que montaba la jaca. Ambos habían avanzado unos veinte metros hacía el centro del patio cuando la mano extendida asió la rienda y obligó a ambas monturas a detenerse, temblando y espumajeando. El hombre retenía a la jaca, pero no al niño, el cual lanzó un grito de alarma y, soltando las riendas, cayó más que desmontó por el otro lado, huyendo cual una paloma mensajera que regresara a su hogar hasta tropezar y caer a los pies del abad mientras sus brazos le rodeaban desesperadamente los tobillos y su boca emitía una confusa súplica contra los faldones del negro hábito, medio esperando que lo arrancaran de allí a la fuerza, en la certeza de que nadie podría impedirlo sino aquella enhiesta y sólida roca a la cual permanecía aferrado.

El silencio que tan bruscamente se había roto en el gran patio volvió a recomponerse con sorprendente rapidez. Radulfo levantó la austera mirada de la pequeña figura abrazada a sus pies para posarla en el fornido y confiado hombre que había dejado a las temblorosas monturas sudando la una al lado de la otra y se estaba acercando a él en modo alguno intimidado por su monástica autoridad.

—Mi señor, todo esto me parece muy poco ceremonioso. Aquí no estamos acostumbrados a tan bruscas visitas —dijo Radulfo.

—Mi señor abad, lamento verme obligado a molestaros. Si nuestra entrada fue descortés, os pido perdón. Por Ricardo más que por mí —dijo Fulke en deliberado tono de desafío—. Su locura ha sido la causa. Esperaba evitaros este desagradable trastorno, alcanzándole antes y llevándolo de nuevo sano y salvo a casa. Adonde ahora lo llevaré y cuidaré de que no vuelva a molestaros.

Daba la impresión de estar muy seguro de sí mismo aunque no dio otro paso ni se inclinó para agarrar al chico por el cuello de la chaqueta. Estaba mirando al abad a los ojos sin pestañear. Detrás del prior Roberto, los monjes rompieron la fila y se adelantaron formando un discreto semicírculo, mientras contemplaban consternados al niño que, acurrucado en el suelo, estaba musitando incoherentes protestas y súplicas apenas audibles, pues no quería levantar la cabeza ni aflojar la frenética presa de sus brazos. Detrás de los monjes estaban los huéspedes, no menos interesados que ellos por tan insólito espectáculo. Cadfael, desplazándose metódicamente hacia una posición desde la cual pudiera verlo todo con claridad, observó la fría, pero atenta mirada de Rafe de Coventry y la fugaz sonrisa de los labios del halconero, enmarcados por la barba.

En lugar de responder a Astley, el abad volvió a mirar con el ceño fruncido al niño agachado a sus pies y dijo severamente:

—Deja de gritar, muchacho y suéltame. No corres ningún peligro. ¡Levántate!

Ricardo aflojó la presa a regañadientes y levantó un rostro manchado de barro y del verde de las hojas al caer, del sudor de la prisa y el temor y de unas lágrimas de alivio tras experimentar un terror que ahora no le parecía demasiado razonable.

—¡Padre, no permitáis que se me lleve! No quiero regresar, quiero estar aquí con fray Pablo, quiero aprender. ¡No me rechacéis! Jamás quise marcharme, ¡jamás! Estaba regresando cuando me apresaron. ¡Estaba regresando aquí, de veras!

—Al parecer —dijo secamente el abad— hay cierta discrepancia a propósito de la ubicación de tu hogar, pues el señor Fulke te ofrece un salvoconducto hasta allí mientras que tú consideras que ya has llegado. Las explicaciones que tengas que dar sobre tu persona pueden esperar a otra ocasión. Pero parece ser que el lugar al que perteneces no puede esperar. Levántate inmediatamente, Ricardo, y quédate de pie tal como te corresponde —añadió el abad, extendiendo hacia abajo una musculosa y delgada mano para tomar el antebrazo de Ricardo y ayudarle a levantarse.

Por primera vez, Ricardo miró a su alrededor, incómodamente consciente de los ojos que lo rodeaban y un poco molesto por el hecho de haberse presentado tan sucio y desgreñado ante los monjes, por no decir nada de la vergüenza que sentía por las lágrimas que le surcaban las mejillas cual si fueran los babosos regueros de un caracol. Enderezó la espalda y se frotó apresuradamente el tiznado rostro con una manga. Buscó brevemente a fray Pablo entre el círculo de hábitos que lo rodeaba, lo encontró y se consoló un poco. Fray Pablo, obligado a reprimir su impulso de correr hacia su corderillo extraviado, depositó su confianza en el abad Radulfo y mantuvo la boca cerrada. —Ya habéis oído, señor, cuáles son las preferencias de Ricardo —dijo el abad—. Sin duda sabéis que su padre lo colocó aquí bajo mi custodia y manifestó su deseo de que permaneciera aquí y estudiara hasta su mayoría de edad. Tengo derecho a la custodia de este niño, tal como consta en un documento autenticado por testigos, y hace unos días desapareció de aquí. Hasta ahora no he oído qué derecho podéis alegar para reclamarle.

—Ricardo cambia a diario de idea —dijo Fulke, levantando confiadamente la voz—, pues justo anoche siguió voluntariamente una dirección muy distinta. Por otra parte, no me parece oportuno que un niño de su edad pueda decidir a su antojo lo que quiere hacer, pues los mayores saben mejor lo que le conviene. En cuanto a mi derecho a su custodia, ahora mismo lo conoceréis. Ricardo es mi yerno con el pleno consentimiento de su abuela. Anoche contrajo matrimonio con mi hija.

El estremecimiento de consternación se propagó por el círculo de asombrados observadores hasta ceder el lugar a un profundo silencio. El abad Radulfo no se alteró exteriormente, pero Cadfael vio que su enjuto rostro se contraía y comprendió que el dardo había dado en el blanco. Dionisia llevaba mucho tiempo conspirando para tal fin y aquel vecino, por muy importante que fuera, no era más que su instrumento. Lo que Astley decía podía ser cierto en caso de que el niño hubiera permanecido en su poder desde el momento de su desaparición. Ricardo, que había contraído los músculos y había echado la cabeza hacia atrás para gritar que aquello era falso, tropezó con la severa mirada del abad y se sintió absolutamente confuso, temía mentir en presencia de aquel ilustre personaje al que admiraba tanto como respetaba y, además, no quería mentir y, ante una afirmación tan contundente, se sentía trastornado y ya no sabía lo que era verdad. Pues ciertamente lo habían casado con Hiltrudis y la simple negativa no era suficiente. De pronto, experimentó un estremecimiento de terror que lo dejó sin respiración. ¿Y si Jacinto se hubiera equivocado y las promesas que humildemente había repetido lo hubieran atado de por vida?

—¿Es eso cierto, Ricardo? —preguntó Radulfo.

Su voz era serena y tranquila, pero, en aquellas circunstancias, a Ricardo se le antojó terrible. Se tragó las palabras que no hubieran servido de nada y Fulke respondió impacientemente por él:

—Es cierto y no puede negarlo. ¿Dudáis de mi palabra, mi señor?

—¡Silencio! —dijo perentoriamente el abad aunque sin levantar la voz—. Exijo la respuesta de Ricardo. ¡Habla, muchacho! ¿Tuvo efectivamente lugar esta boda?

—Sí, padre —balbuceó Ricardo—, pero no es…

—¿Dónde? ¿En presencia de qué testigos?

—En Leighton, padre, anoche, eso es cierto, pero, aún así, yo no estoy…

Aquí Ricardo interrumpió de nuevo su respuesta, rompió en sollozos y se vino abajo, presa de una creciente indignación.

—¿Y pronunciaste libremente las palabras del sacramento por tu propia voluntad? ¿No te obligaron? ¿Te azotaron acaso? ¿Te amenazaron?

—No, padre, no me azotaron, pero yo tenía mucho miedo. Me lo machacaron tanto que…

—Razonamos con él y lo convencimos —explicó lacónicamente Fulke—. Ahora se desdice de lo que ayer afirmó. Dijo lo que le correspondía sin que nadie le pusiera la mano encima. ¡Y por su propia voluntad!

—¿Y el sacerdote bendijo voluntariamente la unión? ¿Se cercioró de que ambas partes dieran libremente su consentimiento? ¿Es un hombre bueno y de honesta reputación?

—Un hombre de reconocida virtud, mi señor abad —contestó triunfalmente Fulke—. Las gentes del lugar lo tienen por santo. ¡Es el santo ermitaño Cutredo!

—Pero, padre —terció Ricardo con el valor que le infundía la desesperación, dispuesto a revelar finalmente la pura y escueta verdad—, hice lo que hice para que me dejaran en libertad y yo pudiera regresar junto a vos. Pronuncié las promesas, pero sólo porque sabía que no podrían ser vinculantes. ¡No estoy casado! No fue una boda porque…

Tanto el abad como Fulke se enzarzaron en una discusión, interrumpiendo severamente su arrebato y ordenándole que guardara silencio, pero a Ricardo le hervía la sangre en las venas. Si no tenía más remedio que decirlo allí delante de todo el mundo, lo diría. Cerró fuertemente las manos en puño y gritó con voz lo suficientemente alta como para que el pétreo eco resonara desde los muros del claustro:

—… ¡porque Cutredo no es un sacerdote!