La época

 

Cuando la segunda mitad del siglo XIX inicia su andadura y el Romanticismo experimenta su declive, nace doña Emilia Pardo Bazán (1852), que muere el mismo año en que el jefe del Gobierno, Eduardo Dato, es asesinado por unos anarcosindicalistas (1921).


Resumen
de una
época
En 1843, cuando contaba trece años de edad, se inicia el reinado de Isabel II (1843-1868). Tres etapas jalonan su reinado: la «década moderada» (1844-1854), caracterizada por la represión y la inestabilidad social, a la que pone fin la revolución de 1854, capitaneada por O’Donnell y Cánovas del Castillo, que da lugar al «bienio progresista» (1854-1856) presidido por el general Espartero. Durante el «bienio progresista» se elabora una nueva constitución, que no llegó a ser promulgada, y se lleva a cabo la segunda desamortización (1855), dirigida por Pascual Madoz.

Las discrepancias entre Espartero y O’Donnell, que se saldan a favor del segundo, ponen fin al «bienio progresista», dando paso al «Gobierno de la Unión Liberal» (1856-1868). La revolución de septiembre de 1868 acaba con el reinado de Isabel II, que tan bien noveló Valle Inclán en El ruedo ibérico.

Con la llamada «Gloriosa» se abre el «sexenio revolucionario» (1868-1874), durante el cual se promulgó la soberanía popular y el sufragio universal, en el que se suceden un Gobierno provisional, la regencia de Serrano, la monarquía de Amadeo I y la primera república española (1873-1874), clausurada por el golpe de Pavía el 2 de enero de 1874.

Con el golpe de estado del 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos restaura la monarquía en la figura de Alfonso XII (1875-1885), cuyo reinado estuvo marcado políticamente por el turno pacífico en el gobierno del partido conservador y del partido liberal, aglutinados en las figuras de Cánovas y Práxedes Mateo Sagasta.


La
Restauración
El sistema político de la Restauración se basó en la constitución de 1873, que dio al traste con los principios de soberanía popular y sufragio universal que había propugnado el «sexenio revolucionario». En consecuencia, marginó a la mayoría de las fuerzas políticas y sociales de la nación: la burguesía urbana periférica, los sectores organizados del proletariado (el movimiento obrero de las ciudades y el proletariado rural), provocando que el obrerismo catalán y el campesinado del Sur no tuviesen más opción política que el anarquismo. Paralelamente, el auge de las culturas regionales va a producir en Cataluña una corriente política contraria al centralismo y partidaria de la autonomía administrativa y cultural de las regiones.


La clase
obrera
La clase obrera empieza a encuadrarse en organizaciones propias: una de tendencia anarquista (Federación de Trabajadores de la Región Española) y otras de tendencia socialista (PSOE, fundado en 1875, y la UGT, en 1888). Mediante estas organizaciones, las clases obreras se liberan de la tutela política de la oligarquía terrateniente que constituía la clase dirigente.


La
novela
La novela en la segunda mitad del siglo XIX va abandonando los «tipos» costumbristas y objetivando cada vez más la realidad hasta llegar a ser «la reproducción exacta, completa, sincera, del ambiente social y de la época» con la generación realista del 68, que representa la ideología de la sociedad burguesa. Sus figuras capitales son: Alarcón, que con El escándalo (1875) hunde sus raíces en el Romanticismo, y José María de Pereda, cultivador del costumbrismo regionalista. Ambos constituyen el puente entre el prerrealismo de Fernán Caballero y el realismo pleno de Galdós, «Clarín», Valera —de matiz esteticista— y Emilia Pardo Bazán (difusora de las tesis naturalistas de Zola en España, aunque su religiosidad y su pertenencia a la aristocracia condicionaron que su naturalismo se restringiese a lo técnico), y el naturalismo pleno, cuya única figura importante es Blasco Ibáñez.


La situación
teatral
Benito Pérez Galdós, en Nuevo Teatro ofrece una aguda visión de la situación teatral de la segunda mitad del siglo XIX: «Los asuntos se iban reduciendo a tres o cuatro fábulas: la fábula del adulterio, la del desprecio de las riquezas, la de los novios que no pueden casarse porque los padres se odian, y nada más. Siempre ha de haber, para que la burguesía se entusiasme, un gran conflicto entre novio y novia; y el ignorar si al fin se casan o no, mantiene el interés y lo gradúa hasta que se pronuncia la palabra sacramental del matrimonio. Los caracteres han quedado reducidos al marido engañado, que siempre es el mismo y ha venido a ser un muñeco de cartón, a la esposa infiel, al padre intransigente y entrometido. Estas figuras obran y hablan con arreglo a una ley de humanidad puramente teatral. Las acciones responden a una moral que solo existe de telón adentro».


Dos
tendencias
Estas palabras de Galdós son aplicables a las dos tendencias fundamentales del teatro: la «alta comedia», que planteaba conflictos psicológicos y morales en el marco contemporáneo de la alta burguesía (Rodríguez Rubí, Tamayo y Baus y Adelardo López de Ayala), y el drama histórico de resonancias románticas (Tamayo y Baus y López de Ayala). Estas dos tendencias se aúnan en el teatro hueco y retórico del Nobel Echegaray, el más aplaudido de los dramaturgos de esta segunda mitad.

Paralelamente al teatro de Echegaray, existe un tipo de teatro que pretende plasmar conflictos políticos y socioeconómicos, sin que ninguno de sus cultivadores —Eugenio Selles, Joaquín Dicenta, Enrique Gaspar, etcétera— superasen el segundo orden.

Galdós intenta con sus obras teatrales renovar la técnica teatral y la visión dramática del hombre y del mundo, sin que ninguno de sus dramas alcanzase la altura de su novelística.

Mención aparte merece el género chico (sainetes acompañados de música, que reproducen cuadros de un artesanado tópico desde la óptica de la clase media (La verbena de la Paloma o La Gran Vía).


Tres
corrientes
poéticas
A partir de 1850 se perfila nítidamente la existencia de tres corrientes poéticas: La primera, basada en la supervivencia del Romanticismo en su vertiente narrativo-historicista, tendencia cultivada por Manuel Cano y Cueto, Alfonso García Tejero, etc., y los supervivientes del Romanticismo, Zorrilla y el Duque de Rivas. Una segunda tendencia, catalizada en las figuras de Campoamor y Núñez de Arce, que intentan, sin éxito, una renovación poética, bien a través de una poesía conceptual y racional no exenta de ingenio o a través de una proyección extrapoética del poema como instrumento cívico-político, aunque cayendo en la grandilocuencia y el vacío declamatorio. La tercera tendencia, que se inscribe en lo que Dámaso Alonso denomina «ambiente prebecqueriano», se resume en la fusión paulatina de la tradición popular y las influencias de Heine. Augusto Ferrán y Trueba son los eslabones hacia la renovación lírica intimista y subjetiva que llevarán a cabo Bécquer y Rosalía de Castro.



El arte
En cuanto al arte, el eclecticismo de los primeros veinticinco años de la segunda mitad del siglo XIX es fiel reflejo de la mentalidad de la burguesía. En arquitectura, la Biblioteca Nacional (1866) constituye un claro ejemplo de la arquitectura ecléctica. Se vuelve, también, a formas arquitectónicas pasadas: neogóticas con Francisco de Cubas, con la inacabada catedral de la Almudena de Madrid, Aparici y Soriano y Fernando Arbós; arabistas y mudejares como las escuelas de Aguirre de Madrid, y el plateresco del Banco de España de Eduardo Aro. En el último tercio del siglo, la arquitectura camina hacia el modernismo, que dio espléndidas muestras en Cataluña.

En escultura el romanticismo perduró hasta muy avanzado el siglo XIX. Dentro del eclecticismo escultórico cabe destacar a Querol, que decoró el «frontón» de la Biblioteca Nacional, y Ricardo Bellver con su Ángel Caído. Durante el último tercio, la figura capital es el naturalista Benlliure.

En pintura, dentro del romanticismo académico, destaca Federico de Madrazo, que fundó e ilustró la revista romántica El Artista. En cuanto al género del cuadro de historia, ocupan un lugar destacado el madrileño Eduardo Rosales y el catalán Fortuny, que se distingue por la perfección técnica y el colorido.

En cuanto al paisaje, Carlos Haes, influido por el paisajismo francés, sienta las bases del «preimpresionismo».

En el último tercio de siglo, Martí Alsina crea el paisaje impresionista en España, Paisajes de Olot; el valenciano Sorolla fusionó el impresionismo francés con la tradición pictórica española, y con las ilustraciones de la España Negra de Regoyos, triunfa el tremendismo.

La regencia
de María
Cristina


En lo político, el último tercio del siglo XIX está marcado por la regencia de María Cristina, que abarca desde 1885 a 1902, año de la mayoría de edad de su hijo Alfonso XIII.

El turno bipartidista continúa de forma inalterada durante la regencia, y, en política interior, se agudizan los problemas, que ya habían estado presentes a lo largo de la Restauración: agudización del conflicto de autonomía catalana, a partir de las Bases de Manresa (1892); conflictividad social plasmada en las dos direcciones de organización del proletariado español, una anarquista (Federación de Trabajadores de la Región Española) y otra socialista (PSOE, 1879, y UGT, 1888), y, sobre todo, el paulatino enfrentamiento de un gran sector de intelectuales con la cultura oficial marcada por el eclecticismo que ofrecía a la burguesía una ilusión de estabilidad.

La Institución
Libre de
Enseñanza
La Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876 por Francisco Giner de los Ríos, catalizaría estas aspiraciones de los intelectuales, cuyo propósito era la renovación pedagógica y el intento de asimilar la cultura española a las corrientes científicas europeas. El soporte ideológico de estos intelectuales fue la filosofía krausista, cuyo método de investigación, claramente intuitivo, estaba orientado hacia el campo de la pedagogía. Continuador de Krause, Giner de los Ríos ideó un proyecto de reforma de la sociedad española a partir de la educación: «Exige del discípulo que piense y reflexione por sí… que investigue, que arguya, que cuestione, que invente, que dude…».

La influencia de la ILE sobre la intelectualidad española fue enorme y se canalizó a través de tres instituciones: Museo Pedagógico Nacional (1882), Junta para ampliación de estudios (1907) y Residencia de estudiantes (1910). Así, las ideas revisionistas de los miembros de la Generación del 98 proceden de los principios de la Institución.


La crisis
colonial
El problema más grave de política exterior con el que se enfrentó el gobierno de la regencia fue el de Cuba, a pesar de la visión acertada del proyecto autonómico de Antonio Maura. La estulticia del Congreso, que desestimó este proyecto, acusando a su autor de separatista, fue el detonante de la crisis colonial, que cierra el siglo XIX y que aglutinó a toda una generación en la reflexión sobre la necesidad de regeneración material y espiritual de España. Este intento regeneracionista fue entendido desde dos puntos de vista opuestos: por una parte, se plasmó en el regeneracionismo oficial, limitado en su alcance por los intereses de la oligarquía, y, por otra parte, el regeneracionismo intelectual se centró en las ideas de Joaquín Costa, que influyeron decisivamente en la juventud del 98, lo que se puede corroborar en Memorias, juventud, egolatría de Pío Baroja. Los escritores del 98, al meditar sobre el problema de España, se enraízan en la polémica casticismo-aperturismo. Frente a los intentos de europeización del país, incorporándolo a la civilización industrial europea, que demuestran los escritos de Unamuno (En torno al casticismo), de Baroja (El árbol de la ciencia), de Ramiro de Maeztu (Hacia otra España) y los ensayos de Ángel Ganivet; Menéndez Pelayo se erigió en baluarte del casticismo al considerar al español superior en el plano ético, humano y artístico, lo que generó una especie de xenofobia que impidió la incorporación de España a Europa.


Alfonso XIII
En este panorama de auge cultural, denominado «Edad de Plata», Alfonso XIII, el 17 de mayo de 1902, juró la Constitución de 1876 y presidió su primer Consejo de Ministros. Desde el primer momento, el rey manifestó su voluntad de adoptar decisiones políticas, para lo que necesitaba el apoyo del ejército y de la oligarquía. Esta postura autoritaria del monarca y la marginación de la clase obrera provocaron una serie de revueltas que conducen a la Semana Trágica de Barcelona y culminan con la huelga general, que se inserta en la crisis de 1917, en la que participaron, desde sus posiciones, la burguesía y el ejército con el denominador común de conseguir un cambio general en la línea política del país y una nueva constitución. La imposibilidad de convivencia política desencadenó el golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, que instauró la dictadura (1923) bajo los auspicios de Alfonso XIII.


«La Edad
de Plata»
Los años del reinado de Alfonso XIII, aunque agitados en el plano social y político, fueron muy fecundos en el plano económico-cultural, y se conoce, en el plano artístico, con el nombre de «auge de la Edad de Plata».


«Literatura
del desastre»
La «literatura del desastre» (1898-1914) generó una aproximación a la cultura europea, que se llevó a cabo trabajando por una mayor comprensión y desarrollo de la cultura nacional. Sobresalen en este empeño, en cuanto a la investigación: Ortega y Gasset, Bonilla y San Martín, Gregorio Marañón, Manuel Azaña, Américo Castro, Salvador de Madariaga y Eugenio D’Ors. El carácter intelectual de este grupo se extiende al ámbito literario, la llamada Generación del 14 o Novecentista, en la que se insertan: Pérez de Ayala, Gabriel Miró, Gómez de la Serna, Fernández Flórez y el poeta Juan Ramón Jiménez, que coincide cronológicamente con ellos, pero cuya figura escapa a todo encasillamiento.


Las artes
plásticas
Las artes plásticas se caracterizan por la multiplicidad de tendencias y el alejamiento de la realidad social. En arquitectura, la estética modernista impone la línea ondulante y asimétrica como reacción frente a la rigidez del academicismo. El movimiento modernista en arquitectura se ciñó casi exclusivamente a Cataluña, y de ello son buena muestra el Palau de la música catalana, de Lluís Domènech y Montaner, y las obras de Antoni Gaudí (Casa Milá, Parque Güell, La Sagrada Familia en Barcelona y el Palacio Episcopal de Astorga).

La escultura tiene primordialmente una finalidad decorativa, y se caracteriza por la idealización, tanto temática como de tratamiento, para conseguir el buen gusto de tono burgués. Sobresalen Manuel Hugué y Pablo Gargallo.

El auge de los regionalismos se traduce en pintura en una corriente de regionalismo crítico, que tiene como máximos exponentes en Galicia a Castelao, en Asturia a Evaristo Valle y en Euskadi a Ignacio Zuloaga, y en otra de regionalismo utópico, como el andalucismo de J. Romero de Torres o la visión idílica del campesinado vasco de Valentín de Zubiaurre.

En Cataluña, se sientan las bases de toda la pintura de vanguardia. El núcleo fundamental era la tertulia Els quatre gats a la que se asistía Nonell, de tendencia expresionista, y Ramón Casas, de matiz impresionista. A esta tertulia llega, en 1896, Pablo Picasso todavía desconocido, pero que, a la muerte de la Pardo Bazán (1921), estaba en la plenitud de su madurez creativa.


 

La autora

 


«Apuntes
autobiográficos»
Hasta 1886, los Apuntes autobiográficos, publicados al frente de la primera edición de Los Pazos de Ulloa, constituyen una primera aproximación a la trayectoria biográfica de Emilia Pardo Bazán. Sin embargo, trazar un perfil biográfico con un mínimo de rigor, implica extraer los datos concretos entretejidos en este relato, a veces anecdótico, a veces de filiación literaria y cronológica de su obra, y, en algunas ocasiones, cercano a la prosa poética.

A partir de esta fecha y hasta su muerte en 1921, el carácter público de una escritora va consagrada y la fijación de su residencia en la madrileña calle de la Princesa facilitan la labor de rastreo biográfico.

En la calle Riego de Agua, situada en el «barrio alto» de La Coruña —hoy «Ciudad vieja»—, nace, el 16 de septiembre de 1852, doña Emilia Pardo Bazán, hija de José Pardo Bazán y doña Amalia de la Rúa, luego condes de Pardo Bazán. En el acta de bautismo, celebrado en la iglesia de Santiago o en la de San Nicolás[1], se le impusieron los nombres de Emilia Amalia Vicenta.


Aficiones
literarias
Sus aficiones literarias se manifiestan muy pronto, plasmadas en un manojo de versos —seguramente pésimos desde el punto de vista literario, siguiendo el juicio que de ellos tiene su propia autora: «garrapateé mis primeros versos»[2]— inflamados de espíritu patriótico —rasgo que conservará toda su vida— y compuestos «cuando regresaban victoriosas las tropas de la guerra de África» en 1858.


Hija única
y noble
Estas aficiones fueron, en parte, potenciadas por la soledad inherente a una hija única de cuna noble, que encontraba en los libros la alternativa a la ausencia de compañeros de juego que el estatus social le negaba y, en parte, por el talante liberal de su padre —suscriptor del periódico progresista La Iberia—, que permitía que, en la educación de su hija, se armonizasen las inclinaciones intelectuales con el aprendizaje de labores de aguja y piano —estudio que no pudo doña Emilia sustituir por el del latín, como era su deseo—, actividades que primaban en la formación de una señorita aristócrata de la segunda mitad del siglo XIX.

Primer
contacto
con los
libros
Su primer contacto con los libros tuvo lugar un verano, de forma fortuita, en una casa alquilada en la Plaza Mayor de Sanjenjo (Pontevedra), residencia provisional de la familia, mientras se realizaban las reparaciones necesarias en la villa de verano que habían alquilado al pie de la Torre Miraflores. Sus primeras lecturas fueron El Quijote, la Biblia y la Ilíada. Dibujó, una a una, las cabezas de los héroes de esta última, con lo que manifiesta, no solo su gusto por la pintura, sino una tendencia al retrato, dentro del más puro realismo de la escuela española, que va a reflejarse en la proliferación de retratos de la mayoría de sus obras en prosa.

Entre
Galicia
y Madrid
Durante tres años (1858-1860) la familia Pardo Bazán alterna los veranos en Galicia con los inviernos en Madrid. En esta época, Emilia asistió en situación de medio pensionista a clases en «cierto colegio francés, muy protegido de la Real Casa, y flor y nata, a la sazón, de los colegios elegantes». Emilia va a quejarse tanto del carácter de la directora, madame Lévy, profesora de francés de la infanta Isabel, como de la comida —sus aficiones de «gourmet» son otro rasgo de carácter a tener en cuenta— y, sobre todo, del tipo de educación, considerando el aprendizaje del francés, en un tono irónico, muy gallego, como lo único positivo de su estancia en el colegio. En el rechazo de la educación femenina tradicional del siglo XIX, coincide con Concepción Arenal[3], uno de cuyos ensayos penitenciarios, al que ya aludiremos por extenso más adelante, va a constituir la base ideológica de la novela que nos ocupa.

En su primera época madrileña, Emilia alternaba sus estudios con los paseos por el Prado y el Retiro, alguna representación teatral acorde con su edad y la asistencia al Teatro Real a sesiones vespertinas de ópera.


Versos y
lecturas
De regreso a La Coruña, a la par que publicaba algunos poemas en los Almanaques, que dirigía Soto Freire, y en La Soberanía de Madrid, siguiendo, posiblemente, la poética del único literato que conoció las tertulias de su casa, el fabulista Pascual Fernández Beza, que criticaba el preceptivismo de Hermosilla y defendía la poesía sin reglas, enriquecía su cultura leyendo en la biblioteca de su casa. Entre 1861-1867 Emilia lee La conquista de Méjico de Solís; Varones ilustres de Plutarco; Novelas ejemplares de Cervantes; Historia de los Cien Años de César Cantú y otras obras sobre la Revolución francesa.

También leyó con indiferencia a Fernán Caballero[4] y leyó, a escondidas, Nuestra Señora de París de Victor Hugo. De la influencia de estas lecturas en su posterior formación novelesca trataremos en el comentario de su obra.


Dos rasgos
fundamentales
En esta etapa de su vida se van a configurar dos rasgos fundamentales de carácter que van a proyectarse inevitablemente en su quehacer literario, ambos basados en la figura de su padre, «un hombre ilustrado que tiene aficiones de político, jurisconsulto y agrónomo, a quien interesaban más las cuestiones sociales que la literatura». Don José Pardo Bazán y Mosquera unía su militancia en el liberalismo con un sincero catolicismo. Estas ideas se catalizaban en el partido progresista de Olózaga, al que pertenecía, y cuyo propósito era la unión de los intereses religiosos con la libertad constitucional.

Esta especie de sustrato genético va a producir en Emilia el profundo catolicismo, que hizo a Walter Pattison calificarla de «naturalista de guante blanco», y el eclecticismo que le hizo sobreponerse a ideologías políticas y tendencias literarias.

Tres
acontecimientos
cruciales
A los dieciséis años, enumera en sus Apuntes tres acontecimientos cruciales en su vida y en su obra: «Me vestí de largo, me casé y estalló la Revolución de 1868». Los dos primeros datos, mayoría de edad social y matrimonio, enunciados de forma telegráfica, sin apasionamientos, dejan entrever el resultado negativo de su experiencia matrimonial con José Quiroga Pérez Pinal, que conduciría años más tardes a una separación amistosa, culminación de una ruptura que ya se había iniciado en los primeros tiempos del matrimonio, motivada tanto por la desigualdad intelectual como por la divergencia absoluta en aficiones e ideales.

Una
aristócrata
en Madrid
Estas circunstancias íntimas, junto con el resultado inmediato del tercero de los acontecimientos enumerados, la Revolución del 68, que llevó a su padre al Parlamento y motivó el traslado familiar a Madrid, son recordados literariamente en Un viaje de novios (1881) e Insolación (1889). Esta última nos da una visión de la vida de una aristócrata en Madrid, similar a la que ella describe en sus Apuntes: «Pasaba las mañanas en el picadero practicando la equitación, o de visitas; las tardes paseando en coche por la Castellana; las noches en teatros y saraos; en primavera conciertos de Monasterio[5], y a ver matar al Tato[6] en verano. Retiro por la noche; a caballo a la Casa de Campo y Ronda, con alguna gira al Escorial y a Aranjuez».

Esta vida «cortesana» que eclipsaba su actividad literaria se correspondía en los veranos con las vacaciones en Galicia: «Durante los veranos no me quedaba tiempo de recogerme y orientarme, pues los ocupaba en diversiones, fiestas y paseos a caballo, en coche y a pie a través de Galicia».

Tras este paréntesis, une la autorreflexión, en la que disoció definitivamente el sentimiento amoroso, abocado al fracaso, de la vocación literaria y erudita, con la actividad literaria, y escribió dos o tres dramas, «imitaciones del teatro antiguo», que nunca llegó a publicar.


La Revolución
de 1868
La Revolución del 68 no solo produce el inmediato traslado espacial de su familia, al ser elegido su padre diputado en las elecciones constituyentes de 1869, sino que produjo la consolidación de una idea propia sobre lo que se denominó «cuestión religiosa», oponiéndose a la «demagogia clerófoba y a la guerra sistemática al catolicismo». Esta toma de postura ratifica uno de los rasgos de carácter enumerados más arriba; sin embargo, su confesión de que no fue totalmente ajena a la conspiración de los salones contra Amadeo de Saboya y a la gestación del espíritu de insurrección carlista parecen desmentir el eclecticismo liberal por el que la hemos caracterizado, si bien sus pequeñas incursiones en política fueron siempre superficiales y pasajeras.



Viajes
La marcha de Amadeo de Saboya trajo el fin del partido progresista, y, en 1871, la familia viajó a Francia, huyendo de la inseguridad derivada de la revolución. Desde Francia continúan su viaje por Italia y Austria: «Aquel mismo año pude saborear a las orillas del Po y en el canal de Venecia poesías de Alfieri y Ugo Fóscolo, prosa de Manzoni y Silvio Pellico, y ver en Verona el balcón de Julieta y en Trieste el palacio de Miramar, y en la gran exposición de Viena los adelantos de la industria, que miré con algo de romántico desdén, y en el cual resurgió mi vocación llamándome con dulce imperio»[7].


La mística y
el krausismo
Al regresar a España (1872), se siente atraída por la mística —nuevo brote de su catolicismo— y lee a fray Luis de Granada y a Santa Teresa de Jesús. En 1873, don Francisco Giner de los Ríos, amigo allegado a la familia, le hace interesarse por el krausismo. Krause y el armonismo le sirvieron de cauce para el estudio de la identidad de Schelling, del «yo que se opone a sí mismo» de Fichte, de la «razón pura» de Kant y también para la vuelta a Santo Tomás, Descartes, Platón y Aristóteles. Emilia Pardo Bazán no se planteó el conflicto unamuniano entre fe y razón, sino que «la foi du charbonnier», arraigada desde la infancia en su catolicismo, no fue obstáculo para el desarrollo del criticismo.

Conocedora del francés, estudia ahora alemán, como en 1874 aprenderá inglés y leerá a Shakespeare. Sus conocimientos de alemán le harán abandonar el estudio de la filosofía para leer a Goethe, Schiller, Bürger y Heine en su idioma original.

La raíz
del supuesto
feminismo
Su carácter autodidacta, condicionado por la moda educativa femenina de su época, la llevan a quejarse de las preeminencias sociales del varón. Esta es la raíz del supuesto feminismo de doña Emilia. Sin embargo, su vena feminista es más intelectual que política, ya que, aunque traduce La mujer ante el socialismo en el pasado, presente y el porvenir de F. Augusto Beber, si bien expurgándola para adaptarla a su pensamiento católico conservador, las heroínas de sus novelas caen víctimas de su propia debilidad. En aras de su feminismo, personalista y reticente, salva a algunas como a la marquesa de Insolación, por su liberación de prejuicios, o a la muchacha intelectual de El solterón, a quien concede un amor de índole superior. Hasta el feminismo de La Tribuna, asociado con la idea política del federalismo, novela por la que le llovieron críticas, tanto de izquierdas como de derechas (Montalvo y Pi y Margali), aunque basada en la figura de una obrera real, se tiñe de tintes personales al presentar una heroína que triunfa, como ella misma, gracias al valor y a la autoseguridad que presenta ante circunstancias sociales o personales adversas.



Jaime
Entre 1874-1875, el estudio le hace desviarse de nuevo de su vocación literaria. No obstante, en el constante ir y venir de Madrid a Galicia, toma contacto con Campoamor y Núñez de Arce, que promete y olvida prologarle unos poemas que ella le envió ordenados desde Galicia. Indulgente con este olvido y, a pesar de él, en 1881 publica Jaime, libro de poemas surgidos como consecuencia del nacimiento de su hijo Jaime (1876), en una edición de trescientos ejemplares que Giner de los Ríos ofreció como regalo a la poetisa. Más tarde, en París, Leopoldo García Ramón lo reeditó con gran lujo tipográfico.

San
Francisco
de Asís
En 1876, se estableció la familia en La Coruña y la escritora no publica nada, salvo unos artículos sobre el darwinismo y los poetas épicos cristianos en La Ciencia Cristiana, revista de Madrid, dirigida por Juan Manuel Ortí. La introducción en el mundo de la mística y de la filosofía cristiana, que le supusieron estos pequeños artículos, le impulsaron a comenzar San Francisco de Asís, terminado en Meirás en el verano de 1882. El capítulo sobre la filosofía franciscana, contenido en este libro, la enemistó definitivamente con el tomista Ortí.

Una
oda y
un ensayo
En el verano de 1876, y apenas repuesta del nacimiento de su hijo Jaime, comienza un ensayo crítico para concurrir al certamen convocado en Orense para honrar la memoria del Padre Feijoo. A este certamen envió también una «Oda al Padre Feijoo», que ganó la rosa de oro. El ensayo crítico empató a votos con un trabajo de Concepción Arenal, para la que la escritora tiene palabras elogiosas, a pesar de que el claustro de Oviedo deshizo el empate a favor de doña Emilia.


«Vientecillos
realistas»
Hacia 1879, en frase suya, «corrían vientecillos realistas». Esto significaba que comenzaban a dar sus primeros frutos los autores herederos del movimiento revolucionario del 68. El ambiente literario se veía influido por el positivismo y la filosofía francesa, desterrando la metafísica alemana. La novela era el género de más auge, frente al gusto romántico por la lírica y el drama. L'Assommoir de Zola, una de las escasas novelas naturalistas que circulaban, producía una curiosidad escandalosa.

Tras la lectura de los Episodios Nacionales de Galdós, Pepita Jiménez de Valera y del Sombrero de tres picos de Alarcón, descubrió que «los actuales noveladores» eran herederos de Cervantes, Espinel y Hurtado de Mendoza y se convenció de su habilidad de retratista, desterrando su viejo prejuicio, nacido de la lectura de las novelas de Victor Hugo, de que la novela requería una capacidad de fabulación extraordinaria y comenzó su andadura realista que culmina, en 1887, con La Madre Naturaleza.


Divorcio y
balneario
Influida por el concepto de «realismo» escribió en 1879 Pascual López, con lo que la crítica la situó en las filas del realismo que entroncaba con la picaresca y la incluyó en la tendencia restauradora del habla castellana, filiación que no agradó a doña Emilia. Una década después, y antes de reflexionar sobre la función de la novela y exponer su poética, dos acontecimientos importantes se sucedieron en su vida: la ruptura definitiva de su matrimonio y la declaración de una dolencia hepática que la llevó al balneario de Vichy. Estas dos circunstancias tienen, como casi siempre que se trata de situaciones íntimas, un carácter telegráfico en sus Apuntes: «Salí para Francia. Iba sola. Tenía treinta y siete años».

Las bases
de su teoría
novelesca
Durante su estancia en Francia, se entrevista con Victor Hugo, conoce a Balzac, Flaubert, Goncourt y Daudet y sienta las bases de lo que va a ser su teoría novelesca: vivir y reflejar la naturaleza y la sociedad sin escamotear la verdad sustituyéndola por ficciones literarias: «Deduje que cada país debía cultivar su tradición novelesca (realismo español), sin perjuicio de aceptar los métodos modernos (naturalismo técnico)». Estas reflexiones se traducen en el prólogo a Un viaje de novios (1881).


La cuestión
palpitante
En el invierno del año 1882, en Santiago, en un despacho que le habilitó el rector, en la biblioteca de la Universidad, entre las lecturas de Juan Francisco Masdeu y del Cancionero de Baena escribe La cuestión palpitante. Durante 1882-1883, los artículos salían semanalmente en La Época, y su propósito inicial era informar de manera clara y amena sobre realismo y naturalismo.

Publicados en libro (1883), estos artículos suscitaron polémicas y adhesiones. Valera protesta cortésmente en aras del aticismo, la autora mantiene un epistolario polémico con Alarcón y Pereda. Campoamor y Núñez de Arce se adhieren a sus ideas. Menéndez Pelayo estudia las analogías de Zola con los escritores españoles de los siglos XVIXVII, y Zola y sus discípulos le reconocen originalidad a esta «rama española de la escuela», basada en fundar un naturalismo católico que entroncase con la tradición literaria de su patria.


Todos los
géneros
Para que ninguna faceta falte en la actividad intelectual de esta escritora, se inició como oradora en La Coruña, a instancias de Emilio Castelar, en una velada que el Círculo de Artesanos dedicaba a la memoria de Rosalía de Castro. Llega a su madurez habiendo cultivado todos los géneros y siendo una novelista de fama reconocida internacionalmente. En París, frecuenta las tertulias del «lindo desván de Goncourt», a la que acudían los maestros Zola, Goncourt, Daudet y los jóvenes Huyssman, Rod, Maupassant y Alexis. En esta tertulia, Emilia interviene dando muestras del patriotismo que ya había demostrado de pequeña y al que sus contertulios dan el apodo cariñoso de «calvinismo».


Últimos
años
En sus últimos años, alterna los viajes con las residencias de Madrid, La Coruña, el Pazo de Meirás y el Castillo de Santa Cruz, antigua fortaleza militar del puerto coruñés. A pesar de que los prejuicios de sus contemporáneos le impidieron ocupar un sillón en la RAE (su candidatura fue rechazada en 1889), presidió la Sección de literatura del Ateneo de Madrid, del que fue la primera socia de número y también la primera profesora de estudios superiores. Fue también primera socia de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País y formó parte de la comisión organizadora del Congreso Pedagógico hispano-portugués-americano, en el que leyó su memoria sobre La educación del hombre y la mujer; sus diferencias, donde plasma sus ideas feministas, y bajo su dirección comienza a publicarse La Biblioteca de la Mujer (1892).



Honores
Antes de su muerte (12 de mayo de 1921), recibe multitud de honores: el rey le concede la Banda de la Orden de María Luisa y el papa Benedicto XV la Cruz Pro Ecclesia et Pontifice en 1914; en 1916 se le concede la cátedra de literaturas contemporáneas en la Universidad Central y asiste en La Coruña a la inauguración de una estatua en su honor en el parque de Méndez Núñez, obra de Lorenzo Coullaut Valera. En 1918 el rey le da permiso para utilizar el título de condesa en España.

Muere en Madrid rodeada del afecto de sus hijos Jaime, Blanca y Carmen, y es sepultada en la cripta de la iglesia de la Concepción. En 1926, en la calle de la Princesa, donde murió, se le erigió una estatua, obra de R. Vela del Castillo.


 

Obra

 

La extensa producción novelística de Emilia Pardo Bazán, que se extiende cronológicamente a lo largo de cuarenta años, nos ofrece un abanico de posibilidades temáticas y técnicas que obligan, metodológicamente, a una esquematización. Intentaremos, pues, establecer una trayectoria de tendencias en las que se puedan encuadrar grupos de novelas y, analizando los ejemplos más sobresalientes de cada grupo, ofrecer una visión global de su evolución en el concepto de novela.


La primera
novela
El cultivo de la narración extensa se inicia, en 1879, con la publicación de Pascual López, autobiografía de un estudiante de medicina, novela cuyos protagonistas tienen resonancias arcaicas de don Illán de Toledo, y El mágico prodigioso de Calderón, primer y único intento de doña Emilia de realizar «retratos de golilla». Esta novela es importante como proyección de las tesis de la Pardo Bazán sobre la novela: la ausencia de novelas hasta la publicación de Pascual López tiene su explicación en un prejuicio técnico derivado de sus lecturas de novelas románticas francesas (recuérdese Notre Dame de París de Victor Hugo), al considerar que la cualidad necesaria para un novelista era la habilidad en la construcción de intrigas fabulosas, ya que sus únicas aptitudes eran las de retratista, apuntadas ya en los dibujos que realizó de los héroes de la Ilíada. La lectura de los novelistas del 68, Galdós, Valera, Alarcón, le mostraron «la realidad», «la vida» como fuente de inspiración. El «novelador actual», entroncando con los autores realistas del siglo XVI, «copiaba la realidad, no la inventaba» y esto la animó a escribir.


Realismo
prealarconiano
Sin embargo, en esta primera novela, se mezclan elementos románticos con elementos realistas que la sitúan en la esfera del «realismo prealarconiano». Este procedimiento se incrementa en Un viaje de novios (1881), novela descriptiva y de tesis, plagada de resonancias personales —matrimonio equivocado por la juventud de la protagonista y conflicto religioso ante el pesimismo ateo de su hipotético amante— y, también, en El Cisne de Vilamorta (1885), novela técnicamente híbrida, que oscila entre el realismo costumbrista y un tímido conato de naturalismo.

Adscripción
a la nueva
estética
El prólogo a Un viaje de novios supone la adscripción a la nueva estética naturalista, conocida en España a partir de L’Assommoir de Zola. Alabando la novela francesa, doña Emilia rechaza el idealismo, situando la observación y el análisis por encima de la imaginación creadora. Parafraseando a Zola («la novela tiene que ser la realidad vista por un temperamento particular»), Emilia Pardo Bazán afirma que «la novela es el traslado de la vida y lo único que el autor pone en ella es su modo peculiar de ver las cosas reales». En 1882, después de la primera traducción de Zola al español, comienza en La Época los artículos de La cuestión palpitante, publicada en 1883 en forma de libro con un prólogo de Clarín. La cuestión palpitante se puede sintetizar en cuatro aspectos importantes:

1.º Ataque del idealismo.

2.º Exposición y crítica del naturalismo. Este punto es la clave de su personalidad literaria y de su posterior evolución como novelista, ya que implica el tercer aspecto.


Defensa
del realismo
3.º La calificación del naturalismo de «seudocientifismo», puesto que Pardo Bazán rechaza el determinismo biológico, surgido de los presupuestos de Zola de rigor científico y observación impersonal y objetiva de seres y ambientes. Por otra parte, desde una postura aristocrática, acusa al naturalismo de recrearse en lo sórdido, feo y proletario. Como contrapartida al naturalismo, establece una defensa del realismo, considerado como una teoría «más ancha, completa y perfecta que el naturalismo». El realismo supone, en su opinión, el equilibrio entre los excesos del naturalismo y la embellecida artificialidad del idealismo, es decir, lo que ella denomina «refinamiento».

4.º El cuarto aspecto se deriva naturalmente del anterior. La Pardo Bazán defiende el carácter «castizo y propio» de la literatura española. Galdós y Pereda se sitúan, desde su óptica, por encima de los excesos desagradables y de la degradación de La terre de Zola. Este, por su parte, se separó definitivamente de lo que él mismo denominó «la rama española de la escuela».


Pardo Bazán
y Paretto
Como ha notado la biógrafa Elvira Martín[8], Emilia Pardo Bazán sigue en literatura la misma línea que su contemporáneo el sociólogo italiano Vilfredo Paretto[9] en sus concepciones de orden científico. Podrán aplicarse a su novelística las mismas palabras que un crítico moderno utiliza para la definición de la sociología científica de este autor:

«Una ciencia (una técnica novelística) lógico-experimental, basada exclusivamente en la observación de los hechos. No hay razonamientos ni especulación, ni moralización, nada que vaya más allá de los hechos, o no describa sus cualidades… ningún elemento o principio se admite a priori… no es sino una descripción de los hechos… Así nunca es (la novelística) absoluto, sino relativo, sujeto a cambios tan pronto como hechos nuevos demuestran su inexactitud».

Los conceptos de «necesario», «inevitable», «verdad absoluta» o «determinismo absoluto» quedan fuera, tanto de la sociología de Paretto como de la técnica novelesca de doña Emilia. Como el sociólogo, la Pardo Bazán rechaza las «reacciones verbales» o ideologías, entendiéndolas como meras derivaciones y prefiere que las reacciones de sus personajes dependan de los «impulsos» —los «residuos» de Paretto—, lo que Emilia Pardo Bazán llama «móviles» y, popularmente, «complejos». De esta manera, en sus novelas no moraliza, únicamente «pinta lo que ve», dejando que el lector saque sus conclusiones.



La Tribuna
Bajo estos presupuestos que acabamos de delimitar, la especial tendencia naturalista de la autora se inicia con La Tribuna (1883), cuyas connotaciones políticas federalistas, que también influyeron en la autora ya que abandona su carlismo para unirse al partido conservador de Cánovas, ya comentamos en el epígrafe dedicado a la Vida. El naturalismo técnico se basa en la observación real y objetiva del quehacer de las obreras en la Fábrica de Tabacos de La Coruña. Esta observación detallada de la vida del proletariado urbano se une en la novela con un débil sustrato de crítica social, pero carece del determinismo darwinista, determinante esencial del naturalismo. La estructura interna se reduce a una intriga folletinesca —seducción de la protagonista de clase baja por un señorito—, aunque la novela fue tachada, por el crítico idealista Luis Alfonso, de atea, por sus ambientes sórdidos y expresiones bajas. Una crítica sin apasionamientos deja entrever una postura aristocrática que pinta de forma ficticia y con paternalismo los supuestos esquemas mentales de la clase trabajadora.


Los pazos
de Ulloa
En 1886-1887 publica sucesivamente Los pazos de Ulloa, ejemplo del dominio de la técnica dramática en novela, y su segunda parte La madre Naturaleza. Los pazos de Ulloa adquieren su verdadera dimensión al compararlos con El sabor de la tierruca de Pereda. A la mentalidad ilustrada de Pereda, que hacía convivir pacíficamente propietarios y campesinos, la Pardo Bazán opone el proceso social de desintegración de las clases dominantes: oligarquía, caciquismo, embrutecimiento de don Pedro y vida semisalvaje de Perucho, componentes similares a los de la pintura de la aristocracia gallega de las Comedias bárbaras de Valle-Inclán. El carácter de víctima de Nucha, la mujer de don Pedro, contradice la hipótesis de que el noble sea trasunto del esposo de doña Emilia. Los personajes, tanto Primitivo, el administrador que usurpa el poder a un noble brutal e ignorante, como don Julián, el joven sacerdote heredero del seminarista de Valera, e incluso los caciques pertenecientes al estamento eclesiástico, son personajes genéricos y simbólicos. La afirmación de la Pardo Bazán, que constituye el núcleo central de la tesis de Los pazos de Ulloa, «la aldea cuando se cría uno en ella y no sale de ella jamás, envilece, empobrece y embrutece», parece contradecirse aparentemente con una afirmación paralela en La Tribuna. Para doña Emilia, el verdadero infierno social es la fábrica y no la pobreza del mundo rural campesino: «Compadeced al niño preso en el tugurio urbano, no al que se baña en sol y en lluvia y come oxígeno». Esta paradoja solo se explica ante el desconocimiento profundo de una aristócrata de ambos medios, de los que solo posee apuntes superficiales y anecdóticos que ratifican el estudio sobre su especial naturalismo de páginas precedentes.


La madre
Naturaleza
La madre Naturaleza presenta un proceso natural que sitúa a la autora en la esfera rousseauniana, a pesar de ser condenado por la sociedad: el amor de Perucho por su hermanastra Manolita, hija de la Nucha de Los pazos de Ulloa, teniendo como escenario una naturaleza vitalista y exuberante, cuya pintura muestra las dotes de Emilia Pardo Bazán como paisajista. Compartimos la tesis de Donald Shaw[10]: «el simbolismo del episodio central del libro (tomado del Génesis por medio de La faute de l’abbé Mouret de Zola) revela la fría impasibilidad que la naturaleza esconde detrás de su invitación a seguir el instinto sexual. Perucho y Manolita consuman su amor en una total “inocencia natural” bajo un simbólico “árbol de la ciencia” para encontrarse luego arrojados de un Edén imposible ante su tragedia humana. Pero si la naturaleza, inocente o irónicamente, es culpable de su situación, la sociedad comparte el crimen, relegando a Manolita a expiar su falta en un convento y a Perucho a la desesperación».


La década de
los 80
En la década de los 80 —central en su producción novelesca— un especial realismo se teje en Morriña y se ensaya una técnica innovadora en Insolación (ambas de 1889), con un singular juego del tiempo y la utilización del monólogo interior, más de medio siglo antes de que Joyce escribiese el Ulysses. Ambas novelas tienen como tema el estudio de la conducta sexual humana y el escenario se sitúa en Madrid.

MorriñaMorriña trata de la lucha de una sirvienta gallega —llamada Esclavitud simbólicamente— contra su nacimiento ilegítimo y contra las imposiciones sociales. Esta lucha desigual conduce inevitablemente al suicidio[11].

InsolaciónAunque Galdós había intentado introducir a nuestra autora en la vida de la clase obrera, el marco de las dos novelas sigue siendo burgués. En Insolación solo la fugaz escapada del mundo aristocrático hace a la marquesa Asís de Taboada, bajo el influjo del sol (elemento justificador igual que el filtro mágico de Celestina), componente activo de la verbena de San Isidro, fundiendo su mundo con el del pueblo. Sin embargo, un decoroso final moral cierra la novela de forma poco convincente.


La última
fase
La laxitud de la aristocracia madrileña sigue retratándose en La Quimera (1905), pero en esta última fase de la novelística de Pardo Bazán las tendencias modernistas impresionistas y la acumulación de elementos oníricos (La sirena negra, 1908) se superponen a una intención ideológica. Una cristiana y La prueba (1890) idealizan la realidad provinciana madrileña; La piedra angular (1891) propone una tesis sobre la pena de muerte que culmina la tendencia naturalista; Doña Milagros (1894) y Memorias de un solterón (1896) muestran un cambio en sus perspectivas e ideas y su feminismo peculiar y su intelectualismo se refuerzan ante la inminencia de la crisis del 98. En este sentido, hay que señalar que el cuento «La despedida», incluido en el último número del Teatro Crítico, hasta ahora poco estudiado por la crítica, es un documento importante de la ideología de Pardo Bazán antes del 98.

La Quimera
y La sirena
negra
La Quimera y La sirena negra coinciden en parte con las tesis del 98 sobre la situación de los intelectuales y el problema de España, y son, por otra parte, un curioso documento sobre el intento de adaptación al modo de pensar de una generación más joven. La Quimera, cuyo protagonista Silvio Lago es un trasunto del pintor gallego Joaquín Vaamonde, muerto en el pazo de Meirás en 1900, interesó a Unamuno por el estudio psicológico de un artista que busca la inmortalidad. Gaspar de Montenegro, protagonista de La sirena negra, que desarrolla rasgos ya anunciados en el Gabriel de la Lange de La madre Naturaleza, se parece superficialmente al Fernando Ossorio de Camino de Perfección de Baroja o a Antonio Azorín de La Voluntad. Sin embargo, la seguridad económica y la posición social de Pardo Bazán apartaban, como en el caso de Galdós, la sensibilidad de sus personajes del pesimismo existencial de los héroes del 98.


Los cuentos
Dentro de su producción narrativa la cantidad de quinientos ochenta cuentos, recogidos por Juan Paredes Núñez en Los cuentos de Emilia Pardo Bazán, avalan las palabras de Walter Pattison de que «Doña Emilia es el cuentista más prolífico del siglo XIX, y posiblemente de toda nuestra literatura». Pero, sin duda alguna, si se revisaran todas las revistas y periódicos de la época, este número se vería sensiblemente incrementado. Recuérdese que Vicente Diez de Tejada, en el prólogo a sus cuentos de «Blanco y Negro», opina que los relatos de nuestra autora pasan de mil.

Reflejo de
su época
y su
ideología
Se inició en el cuento desde muy joven, alcanzando el éxito con El indulto (1883) y ya nunca dejó de cultivar este género, a través del que se refleja su época y su propia ideología como se desprende de las palabras de Paredes Núñez: «Sus numerosos cuentos de marco gallego, sitúan a la autora en el entorno de su tierra natal, definiendo claramente su sentido regionalista. Sus también numerosos cuentos religiosos, con la enorme polvareda que levantaron algunos de ellos, evidencian las contradicciones internas de una época, dominada por el llamado “problema religioso”, dejando al descubierto el verdadero sentido de la religiosidad de doña Emilia y su postura ante las grandes corrientes filosóficas y científicas del momento. Sus inquietudes políticas y sociales quedan perfectamente delimitadas, tal vez más claramente que en ningún otro aspecto de su producción, e incluso muchas veces por encima de las propias manifestaciones de la autora, en los cuentos dedicados a esta temática. Su feminismo inquieto y combativo, su actitud ante el amor, la maternidad, o sus ideas sobre temas tan actuales como la huelga, el indulto, el divorcio, etc., resurgen una y otra vez en muchos de sus cuentos psicológicos, de amor, trágicos, dramáticos, etc.».

Este género nos parece el más apto para las habilidades de doña Emilia como retratista.

Finalmente hay que destacar la importancia de la autora como divulgadora en España de las tesis naturalistas de Zola y de la vertiente psicologista del realismo ruso.


 

La piedra angular

 


Título
simbólico
El título simbólico de La piedra angular (1891) contiene una tesis, ya expresada por Sainz de Robles: la piedra angular sobre la que descansa toda sociedad legítimamente organizada es la pena de muerte. Suprimirla sería lo mismo que suprimir los cimientos de la sociedad moderna.


Enfrentamiento
dialéctico
La novela se resuelve en un enfrentamiento dialéctico entre las principales tendencias penalistas del siglo XIX: la tendencia clásica está representada por el abogado Arturo Cáñamo, cuyas afirmaciones dan pie al desarrollo del núcleo temático a través del diálogo al modo socrático entre el abogado Lucio Febrero, de tendencia positivista, que contempla al reo como un ser condicionado biológicamente y sujeto al medio, y el médico Pelayo Moragas, de tendencia correccionalista o redentorista, para el que el delincuente es un enfermo.


Fuentes
Para construir esta obra, la propia autora confiesa en el Nuevo Teatro Crítico: «Solicité tantos datos y libros de personas que cultivaban la antropología jurídica; tuvieron la bondad de facilitármelos, yo procuré servirme de ellos como Dios me dio a entender para fines artísticos…, y no hubo más». Entre las fuentes manejadas tenemos a Grocio que con su De iuri belli ac pacis (1625), Pufendorf con sus obras: Elementos de jurisprudencia universal (1660) y Del derecho de la naturaleza y de las gentes (1671), y Meléndez Valdés con sus Discursos forenses (1821), ilustran los argumentos del abogado Cáñamo y del fiscal Nozales, ambos juristas clásicos. El reformismo de Moragas y de Lucio Febrero se basa en las ideas de Filangieri y de Luis Silvela. El positivismo de Lucio Febrero se deriva del Tratado del delito y de las penas (1764) de Beccaria; y las ideas correccionalistas de Moragas provienen de La locura en relación con la responsabilidad criminal de Maudsley.

De modo genérico influye la trilogía de estudios penitenciarios de Concepción Arenal: Estudios penitenciarios (1876), Cartas a los delincuentes (1865), y El visitador del preso (1880), basada en el amor al delincuente enfermo, que necesita curación más bien que castigo e intenta crear un sentimiento social a favor del preso.

A pesar de que estas fuentes actúan como sustrato, la fuente fundamental de esta novela es: El reo, el pueblo y el verdugo (1867) de Concepción Arenal.

TemáticaEsta temática ya había sido tratada por Pardo Bazán en su cuentística, como ejemplo: El indulto (1883).

Todas las teorías criminalistas fundidas con la obra de Concepción Arenal, van a incidir en la figura del verdugo, víctima y símbolo del salvajismo de una sociedad, paradójicamente civilizada. La exposición dialéctica de estas teorías criminalistas tiene como base las contradicciones ideológicas de la autora. Doña Emilia oscila entre las nuevas teorías penales, representadas por Febrero y Moragas, que se conciliaban perfectamente con su catolicismo, con la herencia ilustrada del nec nimis (recuérdese que W. Pattison califica de «guante blanco» su naturalismo, por rehuir todo lo que de «negro» hay en el naturalismo de Zola) y con los presupuestos de la filosofía krausista y las teorías criminalistas clásicas, defendidas por los juristas oficialistas, arraigados en la tradición y en el proverbial conservadurismo de la aristocracia, clase a la que ella pertenecía, sin que la balanza se incline de forma patente hacia ninguna de las teorías.

La actualidad de estos planteamientos reside, esencialmente, en la consideración del delincuente como un sujeto susceptible de rehabilitación y reinserción social, juntamente con la negación de la tortura. Planteamientos plenamente vigentes, ya que las sociedades modernas no siempre han sido capaces de lograr en la práctica ambos presupuestos.

Influida por la idea de transmisión hereditaria, hará también del hijo del verdugo una víctima social. Todas las clases sociales desprecian al verdugo y, con un paralelismo casi matemático, a su hijo: la clase alta, representada por los socios del Casino de la Amistad, rechaza al verdugo como representantes de una sociedad que mantiene la institución, pero rechaza al vehículo de la ley. Telmo, hijo del verdugo, no es admitido en la escuela por el alcalde. Las clases populares y las marginales desprecian a ambos por un anquilosado concepto del honor que se resume en las expresiones del episodio de la pedrea: «Cuanto más se le apretase, más se cumpliría la ley de la justicia, que infama a su propio ejecutor hasta pasada la cuarta generación —mejor dicho, eternamente— (…) llevaban (los niños) el germen de ellas (estas ideas) en el corazón y en el cerebro y a su impulso obedecían».

MarinedaAl igual que Clarín denominó «Vetusta» a Oviedo o Pérez de Ayala «Regium» a Gijón, doña Emilia llama «Marineda» a La Coruña, quizás por su afición a la descripción de las «mariñas».

La pirámideSi Baroja en La Busca estratificaba Madrid en círculos concéntricos (Barrio de Salamanca, clase alta; el centro de la ciudad, clases medias y proletariado urbano; y cinturón de Madrid, subproletariado y clases marginales) la Pardo Bazán estratifica Marineda en forma de pirámide: la cúspide (Ciudad Vieja o Barrio alto) es el hábitat de la aristocracia; en el Barrio bajo (Pescadería) habita la burguesía; en la zona sur, la clase trabajadora; y en los aledaños del cementerio y San Amaro las clases marginadas.

Correspondencia
entre lugares
geográficos
y novelescos

Los lugares geográficos novelescos tienen su correspondencia real y, según Varela Jácome: El «Páramo de Solares» separa los dos núcleos urbanos de la Ciudad Vieja y la Pescadería. El «Páramo de Solares», también llamado en la novela «Plaza de Maripérez», se corresponde con la Plaza de María Pita, construida una vez derribadas en 1840 las murallas que rodeaban la ciudad vieja y desmontado el peñascal en que se asentaban.

El «Campo de Belona» se corresponde con el Campo de la Estrada, antiguo campo volante y denominado actualmente, desde 1929, Parque de Marte. El «Campo de la Horca», Rastro en el tiempo de la novela, corresponde al Campo de la Leña, hoy Plaza de España, y recibía ese nombre por ser el lugar donde se ajusticiaba públicamente a los reos. El Instituto de Segunda Enseñanza estaba en la calle de su nombre, hoy Herrerías.

En el Barrio bajo, la «Calle Mayor» corresponde a la actual calle Real. La Marina con sus soportales figura con su verdadero nombre. El Mercado está localizado en el mismo lugar.

En la zona sur, el barrio de la «Olmeda» corresponde a la Palloza. Las clases marginales se mueven en varios itinerarios: los alrededores del cementerio, San Amaro, la actual calle del Faro; la vereda del Polvorín; la Ronda del Monte Alto; el camino de la Torre de Hércules, desde el Campo de Marte a Las Lagoas, denominado avenida de Hércules desde 1929. Al lado de la torre, se abre el «Arenal de las Ánimas», que se corresponde con la ensenada de La Lagoa. Las andanzas de los alumnos del Instituto le sirven para mostrarnos lugares históricos de la Ciudad Vieja: la escollera del Parrochal, la poterna donde atracó Carlos V y el castillo de San Wintila, fortín de la costa de La Coruña, cuya descripción recuerda la de la antigua batería destruida, pero que es un claro caso, en su descripción arquitectónica, de «contaminado» con el castillo de San Antón.

Por último, la situación de la vivienda de Moragas en la calle del «Arroyal», que se corresponde con la actual Riego de Agua, da la pincelada subjetiva a la descripción de La Coruña.

El ámbito
rural
El ámbito rural de la novela está representado por la quinta que Moragas posee en la Erbeda, cuya descripción se realiza a través de sugerencia (procedimiento de «contaminatio») de sus fincas de veraneo en Sada y en Meirás. Aprovechando materiales literarios de los Apuntes autobiográficos (1886), Emilia Pardo Bazán traslada los juegos de sus hijas en los jardines de Meirás a la novela, a través de los juegos de Nené en el jardín de su casa de campo.


El paisaje
En el tratamiento del paisaje, sigue la misma técnica que en Los pazos de Ulloa y en La madre Naturaleza. La naturaleza aparece impasible ante la tragedia humana. Este tratamiento le sirve como recurso de estilo para realizar un distanciamiento similar al de Baroja en sus novelas. Sin embargo, la descripción del mar que abre el «Epílogo», denota resabios románticos, ya que los tintes naturalistas reflejan el estado anímico del verdugo y envuelve al lector en la atmósfera agobiante que precede a un desenlace inevitable: «Amaneció el cielo cubierto de nubes de plomo (…) la bahía (…) adquirió bajo aquel siniestro celaje tonos de estaño (…) estremecieron la pesada atmósfera bocanadas abrasadoras».

Habilidad
de retratista
La habilidad de retratista de Emilia Pardo Bazán entronca esta novela con la escuela realista española del siglo XVII, tanto literaria como pictórica. La descripción de Telmo, de los pilluelos de la Erbeda o de los niños del Instituto y de sus juegos, además de basarse en la observación directa del natural, nos remiten a la tradición del Lazarillo con pinceladas de los «pilletes» de Murillo.

Tradición
realista y
naturalismo
Telmo se nos presenta como un pícaro («arrapiezo» le llama Moragas), al mismo tiempo que las reminiscencias idealistas de la autora nos lo proyectan, en el plano onírico, con la frescura del príncipe Baltasar Carlos de Velázquez. Una infanta de Velázquez parece Nené; sin embargo, esta tradición realista se ve mediatizada por algunos presupuestos del naturalismo: en Telmo, se advierte cierto determinismo social que Moragas, trasunto del médico y escritor republicano Ramón Pérez Costales, va a romper llevado por su manía redentorista, que se justifica por el catolicismo de la autora. Nené, por su parte, de tez clorótica, manifiesta una debilidad física que le hace imprescindible el oxígeno y la vida del campo. Esta necesidad de «rusticación» avala las repetidas afirmaciones de doña Emilia de que el verdadero infierno es «el tugurio urbano».

El naturalismo se proyecta en una serie de retratos entre los que destaca el del verdugo, en los que la herencia biológica, caracteres físicos, condicionan las actitudes morales y de comportamiento.


El verdugo
El personaje del verdugo le sirve a la autora para rendir culto al gusto naturalista por los seres patológicos física y moralmente. La unidireccionalidad del carácter de Rojo, oficial público que se atiene a una «noción escueta y coercitiva del literalismo, de la obediencia a los poderes constituidos», le hacen sujeto de un vago determinismo que resulta ser únicamente un condicionante social. Sus complejos —los residuos de Paretto—, abandono de su mujer a la que se califica de «buena» y «generosa», la muerte de su hija, van a aflorar bajo el escalpelo de Moragas, de psicología más compleja, que, ante este «caso de anomalía regresiva», como le califica Lucio Febrero, va a oscilar entre la repugnancia que le produce este «insecto», y su redentorismo, al proyectar su odio contra el sistema, posibilitando así el desenlace.

Técnicas
naturalistas
Estas técnicas naturalistas se extienden a la descripción de las taras sociales y morales: la degradación que produce el alcoholismo, reflejando personajes y ambientes influidos por La taberna de Zola, la descripción de la cárcel, del instrumento penal del garrote o del salvajismo de la muerte de la hija de Antiojos, a la que se pinta como un ser anómalo condicionado genéticamente. A pesar de estos rasgos naturalistas el desarrollo del psicologismo de los personajes principales se acerca más a la novela rusa de Dostoievsky o Gorki, que la autora conocía bien por ser su difusora en España (La revolución y la novela en Rusia, 1887).


Las
descripciones
Aunque mantiene cierto distanciamiento en las descripciones —cediendo la voz al personaje o adoptando una perspectiva irónica de altura— el uso de adjetivación le hace implicarse emocionalmente, y en su descripción y ambientes se acerca al realismo español, al convertirse las descripciones en un cúmulo de pinceladas costumbristas y tópicas, sin menosprecio de la minuciosidad y detallismo en la observación, basados en el análisis científico, pero no en el determinismo absoluto. En este sentido, es interesante la descripción del despertar de la ciudad, similar al que desde Galdós llegó a Cela pasando por Baroja: «aquella mañana, con la primera luz diurna; con las primeras devotas que madrugaron a oír las misas de los jesuitas; con los primeros barrenderos que, mal despiertos aún, comenzaron a adecentar las calles y expulsar de ellas a canes y gatos errabundos; con las primeras mujerucas de las cercanías, de cesta en ruedo, que despertaron a los vigilantes de Consumos para abonarles la alcabela, con las primeras criadas o amas hacendosas que salieron a aprovechar la comprita de temprano; con los primeros lulos que desatracaron para inquietar a la sardina y a la merluza; con las primeras cigarreras que entraron en la fábrica…».


Simbolismo
religioso
Su especial proyección del naturalismo no le hace prescindir del simbolismo religioso: Telmo y su padre son considerados mártires sociales. A Telmo, al ser apedreado por los muchachos del Instituto, se le califica, en voz de «la Marinera», de crucificado. Por su parte, Juan Rojo, al ir a buscar a Telmo al castillo de San Wintila, une con la mirada la cruz del cementerio y la linterna del faro y realiza una especie de súplica. Esta unión es una especie de presentimiento, de premonición (rasgo romántico, recuérdese Don Álvaro del Duque de Rivas) de su suicidio en el faro. No puede considerarse el final de Juan Rojo como un rasgo del determinismo, porque el paralelismo observado con su hijo hace esta hipótesis inviable, ya que hemos visto que Moragas «redime» a Telmo, rompiendo los condicionantes sociales.

El sentimiento religioso también aparece en la apreciación de Moragas de que el mástil de la draga del puerto simboliza la unión de Dios y el progreso humano. Doña Emilia «sacraliza» en cierta medida el suicidio de Juan Rojo al hacer que antes visite una capilla.


Atmósfera de
premonición
Esta atmósfera de premonición se patentiza de forma especial en el simbolismo del color rojo, que impregna toda la novela y que comienza ya con el apellido del verdugo. La casa en la que vive Juan Rojo está pintada de almazarrón (óxido rojo); el «bulto rojo» que ve Moragas en el carro que transporta el cadáver de la Erbeda, el tono bermejo que rodea muebles y tapices del «templo de la ley», que a Rojo se le figura un charco de sangre; los tonos rojos en la descripción del paisaje del «Epílogo» y finalmente la luz roja del faro, que alumbra la «ensenada de las ánimas» (nombre con ecos de superstición popular) último espacio vital de Juan Rojo.


El manejo
del tiempo
Frente al acierto en la pintura de los espacios geográficos, Emilia Pardo Bazán muestra una falta de destreza en el manejo del tiempo. El tiempo global de la novela es lineal; sin embargo, parcialmente resulta ficticio, ya que la autora no acierta a articular secuencias simultáneas, produciéndose así un desfase tiempo-espacio.

Aunque Emilia Pardo Bazán afirma que ninguno de sus personajes se corresponde fielmente con un ser real, lo cierto es que en sus novelas personajes y ambientes recuerdan a seres y lugares unidos a la autora. Ya vimos el caso del doctor Moragas y la recreación literaria de sus hijas en el personaje Nené, también Telmo y la quinta de Erbeda sugerían a los muchachos y las casas de verano de Sada y Meirás. Por otra parte, en esta novela, se siente el influjo de las primeras lecturas de la autora: la alusión al Quijote, a la batalla de Lepanto, en la que participó Cervantes, y a Homero «la mayor y más homérica pedrea que han presenciado los siglos», y reminiscencias de la picaresca.

Los apodosDe la índole físico-moral de los personajes, brotan sus apodos —«la Marinera», «Antiojos»—, y especialmente «Cartucho», de raigambre literaria y utilizado por Martín Santos en Tiempo de Silencio para definir un personaje adulto de rasgos similares, y «Edison», de claras connotaciones científicas.

Registros
lingüísticos
Siguiendo la técnica realista, los personajes utilizan diferentes registros lingüísticos según la edad, la clase social y la instrucción recibida.

Nené reproduce el lenguaje infantil, plagado de incorrecciones sintácticas y fonéticas como: «nino selo» por niño del cielo, y «amendas» por almendras, «tayamelos» por caramelos, etc.

Los personajes populares emplean el lenguaje popular, diferenciándose los unos de los otros por algunos matices. El criado urbano de Moragas intenta aproximarse al nivel culto con su amo: «si pudiera entrar lo estimaría mucho; que ya vino antes, y como había tanta familia…». Las «mujerucas» emplean un castellano popular plagado de galleguismos: «lambones» por «golfillos», «hemos de ir al juez que vos eche al presidio» por «iremos al juez para que os encarcele».

Los niños del Instituto usan el lenguaje popular, pero acuden a la jerga en el juego, por ejemplo: «¿Que quién es, barajas? El cachorro del buchí (…) ¡Déjalo, barajas!, que ya tenemos pandote (…) pues andando. ¡Liscaaaa!».

El señor Jacinto, hortelano de Moragas, utiliza el lenguaje vulgar: «tronzó una pola de la cacia de flor… y que un vidro de la galería está hecho pedazos».

Los personajes de clase elevada se sirven del lenguaje culto, cambiando de registro cuando la situación lo requiere, así, el juez Priego recurre al registro coloquial en su charla con Moragas: «¡Una friolera! ¿La ha visto usted tan… así…, que parece que no rompe un plato?».

De este somero análisis se desprende que doña Emilia Pardo Bazán es uno de los escritores del siglo XIX con mayor conocimiento de la lengua castellana. Ensancha los límites del castellano con términos gallegos marineros, aunque alguna vez inserta galleguismos innecesarios.

BEGOÑA GONZÁLEZ y CONSTANTINO QUINTELA