El diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes

Eusebio Leal Spengler

Permítanme comenzar agradeciendo este homenaje, que es poder iniciar el ciclo con la piedra angular del arco, quiere decir Céspedes; también, por la dicha de hacerlo aquí, en el lugar donde Lilia Esteban trabajó, y donde años antes su fraterno Alejo Carpentier, recorriendo las calles de La Habana, pudo imaginar los personajes de su obra portentosa.

Confieso que en las últimas horas, leyendo apasionadamente el diario de Carlos Manuel de Céspedes, recordaba a Alice Dana, la viuda de José de la Luz León,1 quien puso en mis manos el inquietante legado. Fue en su casa, allá junto al Convento de Las Carmelitas, en El Vedado, en el propio despacho en que todavía reposaban el balón de oxígeno y la mesa utilizados por el autor de una bella semblanza de Ramón Emeterio Betances,2 donde me entregó el sobre de manila con una dedicatoria: «Estos papeles son de mi Patria».

Alice me contó que unas semanas antes había ocurrido una agria discusión entre José de la Luz y un familiar. Al parecer, esta persona le reclamaba la entrega de ciertos documentos. Quizás con esa presunción, antes de partir yo a un largo viaje, él me pidió un encargo: «Si yo muero, por favor, y si es posible, haga publicar una nota en la prensa para que mis amigos lo sepan; que se escriba simple y sencillamente que José de la Luz León ha muerto en su Patria».

Había acudido muchas veces a conversar con él, porque estaba entregado a la reivindicación de ciertas mujeres en la historia de Cuba que habían sido calumniadas o subordinadas a un plano secundario. En esa coyuntura, me habló de Ana de Quesada, la joven esposa de Céspedes, y los embustes que sobre ella habían caído durante su exilio en Nueva York, y, más tarde, en París. Escribía sobre este asunto, pero su muerte interrumpió el propósito.

Los papeles estaban ahora en aquel sobre sellado, que no abrí sino en mi casa, y encontré las dos libretas del diario que Hortensia Pichardo y Fernando Portuondo, entrañables maestros y amigos míos, buscaron ansiosamente durante años.

Recuerdo que un día, tiempo antes, alguien me obsequió un viejo libro —aquí comienza la historia— y dentro había un pequeño pedazo de papel, fragmento de una carta de Céspedes que, como curiosidad, el propietario del volumen había colocado en su interior y que parecía apuntar al contenido esencial del diario:

Bien pueden esos enemigos de Cuba (que no míos) aullar como lobos a vista de una presa codiciada. Mi conciencia está tranquila. Mi consagración a la causa, mis servicios, mis sacrificios están a la vista de todos los cubanos: los malos me atacarán; pero los buenos me defenderán...3

Aquel hallazgo fue como una profética anticipación. Corrí con ese papel a casa de Hortensia y de Fernando, quienes llenos de alegría lo incorporaron como un donativo personal al texto que preparaban sobre los papeles y documentos cespedianos.4

Como el epicentro de nuestros diálogos había sido muchas veces el destino de los manuscritos que conformaban el diario, Hortensia me había recomendado marchar a Santiago de Cuba, para tratar de localizar al doctor Angel Andrés Cué Ibadá, un historiador que consagró todo su tiempo a reivindicar la memoria del Mayor General Vicente García. Por un tiempo consideramos probable que él lo tuviese entre la valiosa documentación que llegó a acumular para escribir una biografía, por cierto, inconclusa, del hombre de Santa Rita y Lagunas de Varona. Pero él no tenía el diario, y así me lo hizo saber en mi visita a El Caney en la primavera de 1973.

Conocíamos que inicialmente estuvo en poder de Julio Sanguily, que lo había comprado a los españoles y entregado más tarde a su hermano Manuel, A la muerte de este último, muchos investigadores se acercaron a la viuda de su hijo, Sarah Cuervo, pidiéndole documentos prestados con la condición de devolverlos luego, promesa que nunca se cumplía: los papeles quedaban siempre del otro lado.

De esa manera, muchos historiadores lograron terminar obras de investigación, y algunos muy generosamente depositaron luego los materiales en el archivo de la Oficina del Historiador. Es obvio que por esa vía cayó el diario en manos de José de la Luz León.

Así fueron llegando las cosas lentamente. Ahora tenía frente a mí lo inesperado, y el círculo se iba cerrando.

Empecemos con algunos elementos del diario.

La primera libreta mide 15,5 centímetros de largo por 9,2 de ancho, con sesenta y ocho folios, y la segunda, 22,5 centímetros de largo por 17 de ancho, con cuarenta y cinco folios. Una es la típica libreta de bolsillo y la otra, una libreta de escuela de pasta dura. En ambas, Céspedes escribió en letra cursiva, pequeña y con tinta, pero muchas de sus páginas aparecen sobrescritas a lápiz, lo cual, sumado a los efectos de la vejez del documento, dificulta y a veces imposibilita la legibilidad. Solo falta el folio correspondiente a los días 23 y 24 de noviembre de 1873, aunque, siguiendo la intensidad del escrito, no parece haber contenido ningún elemento esencial cuya ausencia pueda motivar especulaciones.

El Diario Perdido es impreso por vez primera en Zamora, España, en 1992. Debo admitir que si se intentaba publicar íntegro en Cuba en ese momento, muchos no habrían aceptado con variados pretextos. Fue un riesgo. Cuando la edición llegó, sin nota alguna, se convirtió en un acontecimiento realmente relevante.

Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo nació en San Salvador de Bayamo el 18 de abril de 1819, y cayó en San Lorenzo el 27 de febrero de 1874, a la edad de 54 años.

Hay que insistir en que se trata del líder de la Revolución. Él se adelanta a los demás y plantea que las conspiraciones largamente acariciadas se conocen en todo el mundo. ¡Hay que alzarse! Esa determinación crea fricciones, porque muchos consideran que otros tendrían un mérito mayor, y algunos lo afirman. Sin embargo, no cabe duda según la biografía, que quien estaba signado por el destino y quien tenía la capacidad, el don personal y los atributos para serlo, era él.

De esta manera, el día del cumpleaños de la reina Isabel II, el 10 de octubre de 1868, se precipita el levantamiento. Estoy convencido, siguiendo la psicología de aquel hombre de pequeña estatura, fuerte como para soportar lo que le esperaba por un largo tiempo —casi cinco años—, que entra en la lucha armada cuando está ya en lo alto de su edad madura (le faltaban seis meses para cumplir 50 años, dato clave en el tema que nos ocupa).

¿Cómo lo describió en el diario en 1873, al conmemorarse un lustro de aquella fecha gloriosa? Dice:

Les hablé de las emociones que nos agitaban en las vísperas de 10 de Octubre de 1868 y de la resolución final que tomamos en ese gran día, cuando consideramos que a pesar de todo ello de ella iba a brotar la libertad de más de un millón de esclavos blancos y negros, concluyendo con los gritos que nos guiaban, al lanzarnos a la revolución: ¡Viva Cuba! ¡Muera España! Estos fueron contestados en medio de estruendosos aplausos y bajé de la tribuna a las voces de: «¡Viva el Presidente de la República!, ¡Viva Carlos Manuel de Céspedes!» Me dominaba un sentimiento de gratitud completo.

Aquel día en La Demajagua, cuando asisten a la vista del Golfo de Guacanayabo los que han sido previamente convocados, se va a plantar la semilla del que es sin duda el monumento más hermoso de Cuba construido por la naturaleza: el jagüey que fue levantando del suelo, años después, las ruedas y el eje del trapiche del ingenio, como aparece en las radiantes monedas de plata de la República de Cuba, acuñadas en 1952.

El 10 de octubre es por tanto el punto de partida, la ruptura de la coyunda. Como Alejandro Magno, Céspedes no se entretiene en cómo desatar el nudo; sencillamente lo corta de un golpe y anda.

En varios pasajes del diario evoca la revolución gloriosa de Yara. Hortensia siempre afirmaba que debía llamarse la revolución de La Demajagua, o el levantamiento de La Demajagua. Efectivamente, así fue. Pero es Céspedes el que explica. Dice que allí en Yara fue donde lanzamos el guante al rostro del opresor, donde por vez primera aparece la determinación de prevalecer en la lucha, cuando todo es confusión bajo la lluvia repentina, y el primer temor que inspira enfrentarse cara a cara a un adversario poderoso. Este suceso marcará, a mi juicio, el nombre del pronunciamiento, el modo de calificar el acto justiciero.

Carlos Manuel es el líder, y pasará algún tiempo sin que ocurran los acontecimientos medulares que van a lanzar a las armas —ya convencidos de lo que está ocurriendo en el extremo oriental— a camagüeyanos y villareños, quienes también se habían unido en fraternidades en las cuales conspiraron.

Pero el 10 de octubre tiene otro antecedente. Céspedes estaba prisionero a bordo de los restos del navio Soberano, perdido en la batalla de Trafalgar y traído como una ruina histórica al puerto de Santiago de Cuba, que se había convertido en un presidio. Según él mismo relata, Baracoa, Manzanillo y Santiago fueron escenarios de sus exilios dentro de la Isla, cuando regresa del largo periplo por Europa, y se da cuenta —así lo expone en su poema autobiográfico «Contestación»— que no le juega la realidad de su país después de su visión del mundo, que ambiciona y sueña con un cambio trascendental para una sociedad menos armoniosa y resignada que la sociedad bayamesa o la cubana.

El día 20 de octubre se rinde finalmente la guarnición de Bayamo. A las puertas de la iglesia, hoy catedral, bajo palio, entra el Capitán General del Ejército Libertador de Cuba, y con él la bandera para recibir allí el tributo.

Muchos consideraron que todo eso era parte del esquema prudente de la actuación cespediana, y trataron de encontrar un ala conservadora y una revolucionaria dentro de la revolución misma. En realidad, el núcleo más radical era el que Céspedes mismo representaba. Él, que había sido el actor del levantamiento y el principal en la toma de la capital de la Revolución, donde por primera vez un ayuntamiento fue integrado por hombres de la raza negra, a pie de igualdad.

También fue este el lugar donde se escuchó el himno patriótico que había compuesto su íntimo amigo, Pedro Figueredo, cuya hija, Candelaria, había ingresado a Bayamo llevando el traje de Cuba, similar al de Mariana, la heroína de la Revolución Francesa: el gorro frigio, la estrella solitaria, el pelo suelto —que era el símbolo de la rebeldía de las mujeres—, atado con las cintas de los colores republicanos... Y el pueblo, según la tradición, recibió en octavillas o en papeles, manuscritos o impresos, el texto que con el tiempo se liberaría de su antecedente formidable, La Marsellesa francesa, y se convertiría en el Himno Nacional de los cubanos.

Lo que ocurre desde ese momento hasta la deposición, es el camino azaroso para encontrar cómo llevar adelante el liderazgo de la Revolución, atado —como explicaría Martí en su magnífico elogio de Céspedes y de Agramonte— a la Constitución de Guáimaro, como un sueño democrático que sin embargo no podía aplicarse a un país donde el ejército y el gobierno que iban a constituirse no eran dueños más que del espacio que pisaban sus caballos.

El 10 de abril de 1869, en la Asamblea de Guáimaro, Céspedes se sometió al voto general. Escuchó allí las palabras de Ana Betancourt en nombre de las mujeres y profetizó que ella se había adelantado a su época.5

¿Cuál era esa época que imaginaba? Él también se anticipa al tiempo, sueña con una república democrática y liberal. Sus conceptos, afianzados en ideas que entonces, más aún en Cuba, se consideraban profundamente revolucionarias y radicales, tenían el toque romántico que distinguió a los hombres de aquella centuria.

Pero, ungido a la Constitución, el Presidente se convertirá en un empleado de la Cámara de Representantes, en un funcionario, y el liderazgo será necesariamente limitado.

Ese espacio chocará con la designación que hace Céspedes del mayor general Manuel de Quesada como jefe del Ejército. Él va a ser su cuñado, pues contrae matrimonio con una joven vehemente y bella que se llamaba Ana de Quesada, hermana de los generales de la gesta restauradora en México que contaban con amplias relaciones en el continente americano.

Tanto Manuel como Rafael de Quesada estaban profundamente convencidos de que él era el hombre, en el momento en que desiste del título que va unido al cargo de Comandante en Jefe o Capitán General del Ejército Libertador. Con una gran oposición por parte de algunos de sus principales jefes y colaboradores, nombrará a Manuel, y surgirá un cisma que terminará con la sistemática oposición a lo que este traía como experiencia vivida en la lucha contra los ejércitos de la intervención extranjera y la reacción mexicana.

La deposición de Quesada es el primer aviso. Cuando la Cámara lo impone y Céspedes le encomienda partir en comisión extraordinaria a los Estados Unidos, se habrá creado una escisión que a lo largo del diario aparece representada como el duelo entre dos facciones en el exilio cubano: los que seguían al rico magnate cubano Miguel Aldama y Alfonso —unido a toda la élite del pensar y del poder cubanos asentada en La Habana, y cuyo palacio frente al Campo de Marte era el símbolo del poderío material del criollato—, y el grupo que apoyará a Manuel de Quesada. Esta situación se irá acentuando en el tiempo. La agencia cubana en Nueva York se convertirá en un verdadero campo de batalla, y uno tras otro serán sustituidos los representantes legales de la Revolución, para que finalmente la Cámara acuerde sancionar a favor de Aldama el título de «Benemérito de la Patria».

Céspedes queda agraviado y Quesada no podrá regresar a Cuba con la expedición que debía conducir. Tampoco pudo volver el Vicepresidente de la República, Mayor General Francisco Vicente Aguilera, que en una dramática foto que se conserva en la Biblioteca Nacional, luce escuálido, lacerado por el cáncer, en un féretro envuelto en la bandera cubana. Aguilera, a quien un biógrafo llamó «El Precursor sin Gloria»,6 estará también involucrado, queriéndolo o no, en esta lucha faccionaria que surge en el exterior y que se proyecta hacia Cuba.

La Cámara heroica será mermada además por los rigores de la contienda. Unas tras otras irán cayendo las figuras que intelectualmente tenían un mayor peso en el cenáculo de la dirección de la guerra, que se democratiza cuando se va derrumbando, lenta e inexorablemente, el poder, o aquella vanguardia económica que la había convocado; es decir, «los patricios que vivían en la inocencia culpable de sus posiciones sociales», como señaló Martí.

En las citas, se ve cómo el propio autor no está exento de esos prejuicios y enfrenta todavía los viejos conceptos del señor que fue, con el bastón de puño de oro, la caña forrada en carey puro, los ojales para el mando, el gran diamante en el anillo, el traje elegante, el pelo largo y peinado, cual aparece en el hermoso retrato que su nieta Alba de Céspedes donó a la casa natal en Bayamo, y en otro que fue expuesto en Nueva York durante los funerales de Céspedes y que tuve el honor de traer a Cuba.

Al mismo tiempo se verifica a lo largo de toda la narración su certeza de que lo espera la muerte después de la deposición, que había tenido lugar el 27 de octubre de 1873 por voluntad de la Cámara de Representantes en un acto jurídicamente válido. A partir de ese momento, permanece por espacio de dos meses a expensas de la determinación del gobierno sobre su destino, como vulgar rehén, sin poder explicarse la razón por la cual era detenido.

Asistimos a un choque de caracteres y a un país sometido a una guerra bárbara que no se ha contado suficientemente todavía. Antonio Pirala, cuyos libros7 nunca he terminado de leer, narra el paso de las tropas españolas por lo alto de los montes, y aparecen, como rastro de su paso, los ahorcamientos de familias completas, el macheteo a las mujeres, el llevarse a las niñas..., toda la tragedia que ocurre en el país. Por otra parte, los cubanos, en represalias terribles, como el propio Céspedes dice, hacen lo mismo.

En el campamento de Bijagual los prisioneros ven con alegría cómo se desmorona el poder revolucionario y son capaces de mostrar regocijo ante la deposición del que sería llamado luego Padre de la Patria, puesto que sacrificó a su hijo, a su hermano, a su sobrino, a su familia toda.

Por otra parte, la caída de Ignacio Agramonte, el 11 de mayo de 1873, va a significar también el ocaso del Abel de esta historia.

Todo su desencanto aflora en las cartas que logra enviar a Ana de Quesada, al describir dramáticamente cómo existe en su entorno una conspiración que terminará con su vida por puñal o por envenenamiento. Ello explica también por qué en el diario es severo en extremo al enjuiciar a los miembros de la Cámara. Solamente alguno —después— pudo reivindicarse de aquellos dictados terribles, y con iguales o parecidos sacrificios a los de Céspedes, enfrentar el juicio de la historia.

Ciertamente, las opiniones que emite Céspedes sobre sus contemporáneos son dramáticas, pero al mismo tiempo nos hablan de su humanidad, una humanidad que a veces puede ser polémica, como lo somos nosotros mismos. Y es que el Presidente es un ser humano que ha sido exaltado a una posición de tal responsabilidad, que se verá acosado en su talento, en su ingenio y en su amplia visión del mundo.

El diario refleja parte de su conocimiento, de su dominio de los idiomas, de su capacidad de estar informado de lo que pasa en el exterior. Es posible rastrear cuándo los botes llegan furtivos a las costas de Oriente y entregan, a un correo que espera, los periódicos de Nueva York o de Madrid; Céspedes refiere lo que ha leído en ellos y, entre letra y letra, entre pensamiento y pensamiento, da cuenta de los precios del oro, del valor de las libras esterlinas, de cómo se derrumba la moneda española, de la situación precaria de la primera República española. También de cuando es apresada la gran expedición del Virginius, que llegaría a Cuba trayendo a un grupo de jefes y oficiales, entre ellos a su hermano, el mayor general Pedro de Céspedes, gobernador de Oriente, los cuales fueron sacrificados, casi todos, en Santiago de Cuba, el 4 de noviembre de 1873.

Aquel día dan muerte también al General Bernabé Varona, uno de los héroes camagüeyanos; fusilan al Coronel canadiense William Ryan, al Coronel Jesús del Sol... El sargento del Morro de Santiago pregunta en voz alta en la galera: «¿Hay entre ustedes algún Céspedes o algún Quesada?». Un veinteañero grita: «Yo soy Herminio de Quesada, hijo de Manuel de Quesada». Y lo fusilan también. Es su sobrino político.

Esas noticias van llegando, y están dispersas en las anotaciones de varios días.

Martes 28 de octubre. Se le comunica su deposición:

La Historia proferirá su fallo. A todos he recomendado la prudencia y que sigan sirviendo a Cuba, como yo lo haré mientras pueda. Los prisioneros enemigos presenciaron la escena de la deposición con mal encubierto regocijo... Nada de esto necesita comentarios. ¡Pobre Cuba! En cuanto a mí, solo diré que estreché la mano del que me trajo la deposición, [José Cabrera] diciéndole: «¡Gracias, amigo mío. Me ha traído usted la libertad!».

Los días 14, 15 y 16 de noviembre de 1873 se tienen las primeras noticias del desastre del Virginius, pero son inciertas.

Domingo 16 de noviembre. «Como a las cuatro y cuarto de la tarde, a pesar de estar malo de la cabeza, fui al entierro de

Maceo...». Está hablando de Francisco Maceo Osorio, rico terrateniente que tenía sus posesiones cerca de La Demajagua y que va a lanzarse temprano a la lucha. Será uno de los principales detractores de Céspedes. Sin embargo, véase cómo describe el final de este hombre, que muere de fiebres y de hambre:

Estaba algo alterado de facciones y se le había prolongado la nariz, lo habían vestido con decencia, atándole un pañuelo de la cabeza a la barba, y lo habían puesto dentro de una especie de caja larga, sin tapa, hecha de varitas verdes. Asistieron varias otras personas y presidimos el duelo Jesús Rodríguez y Fernando Figueredo; a mí me incorporaron a ellos, como Venerable maestro de la logia, cargándole cuatro libertos semidesnudos y por una veredita estrecha y tortuosa bajamos, cerca del río Guamá, a un llanito donde estaba cavada la fosa bastante baja. Fue preciso ensancharla un poco para que entrara la caja. Aunque sin ceremonias, los masones le echamos un puñado de tierra: luego se le cubrió enteramente y por último se le pusieron encima muchas piedras sueltas; ordinario túmulo de los mambises. Allá despedimos el duelo y volvimos a la casa mortuoria, en la que nos dieron a cada uno una taza de café, y finalmente en dispersión regresamos a nuestros ranchos... ahora yace en una tumba oscura, lamida por las aguas de un río desconocido y acompañado solamente por los aullidos de los perros jíbaros.

Por otra parte. Céspedes se queja en el diario de que su esposa haya tenido que embarcarse de Cuba. Y es que, deseoso de alejarla de los riesgos que corría, determinó su salida, por cierto, en compañía del poeta Juan Clemente Zenea, quien había aceptado la discreta misión que desde su bufete, cerca de aquí,8 le había tramitado con el gobierno español de Salmerón una de las figuras más honorables de esa época: don Nicolás de Azcárate. Dicha misión suponía un pasaporte para que Zenea ingresara en las líneas mambisas, llegara a Céspedes y le transmitiera un mensaje: «Los españoles quieren, en este momento, una negociación favorable para usted».

A estas alturas el hombre de La Demajagua ha sufrido no solo penurias, también desconcertantes situaciones y daños en su familia, destrucción de sus bienes, persecución de sus amigos... Ya la guerra se ha convertido en sangrienta y asoladora; se vive el drama de la mujer, de los niños; aparecen las violaciones, los degollamientos, el relajamiento de las costumbres tanto en la parte cubana como en el accionar de los españoles, lo mismo en tropas regulares que en guerrillas.

Empero, el emisario se sorprende con su entusiasmo, con su confianza en la victoria a pesar de las circunstancias. Y es cierto, en muchas partes del diario, en momentos harto difíciles, estampa al final: «¡Viva Cuba!», como reafirmación de su fe profunda.

Céspedes lo escucha, pero Zenea no tiene el valor de explicar el motivo de su viaje. Al final, su interlocutor le entrega correspondencia, y también a Anita, embarazada, para que buscaran un punto en la costa en que un bote los recogería. Pero hubo una delación, y estando allí, a la expectativa, llegan las tropas españolas y se apoderan de los que estaban.

Ana de Quesada es traída a La Habana para una entrevista directa con el General conde de Valmaseda, el que había entrado en Bayamo incendiado y había encontrado, en medio del pueblo en ruinas, en la que fuera Plaza de Armas, una placa que rezaba: «Plaza de la Revolución».

Según se dice —y así apareció en su foto en la prensa norteamericana—, Anita, vestida severamente de negro, no aceptó tramitar las palabras de Valmaseda. Ante su negativa, el primer voluntario de Cuba, el chacal de Oriente, replicó: «No se ocupe, señora. Qué orgullosas sois vosotras, las cubanas. No se ocupe, un cubano me lo entregará».

Eso, amargamente, al parecer, se cumplió.

Juan Clemente Zenea tuvo otro destino. Recluido en la Fortaleza de La Cabaña, pacientemente el gobierno esperó a que se derrumbase el ministerio Salmerón, y una vez que había perdido respaldo político la misión que el Capitán General desconocía, un proceso sumario lo llevó al paredón de fusilamiento. El, que no tuvo el valor de decir a Céspedes lo que le habían encomendado, sabiéndolo alejado —como dice Martí— del teatro de la guerra y de sus complejidades, quedaría como traidor para españoles y cubanos. Quedó el poeta en medio de las dos aguas, y despertó una batalla gigantesca y enconada a lo largo de la historia, aunque, afortunadamente, en un maravilloso ensayo,9 Cintio Vitier contribuyó a esclarecer su drama.

Vuelvo a los apuntes. Martes 18 de noviembre:

El niñito a quien di la moneda, y que se llama Manuel como el de C... me mandó un pedacito de jutía y se la correspondí con una güirita de miel [...]

Hay una pobreza extrema en la Sierra y él no sabe nada de «C», de Candelaria Acosta, Cambuta, la muchacha que bordó la bandera. Ese niño de que habla es su hijo. Manuel y Caridad van a ser frutos de la relación de Céspedes con ella.

Estaba casado con Anita, pero se lamenta de que ella, quien dará a luz en Nueva York en agosto de 1871 a los gemelos Gloria de los Dolores y Carlos Manuel, lo persigue desde la distancia con sus celos, y le escribe cartas duras y rispidas ¡pero fundadas! El diario no es más que una síntesis de lo que él le escribirá a ella, en un intercambio epistolar que a veces encuentra no solamente una demoledora respuesta, sino un silencio. Y es que chismosos y laborantistas se encargan en su exilio de decirle que Céspedes, antes y después, había tenido amores. Y él se lamenta de que «yo soy de aquellos que, cuando encuentra una piedra, tropieza con ella». [!!!]

Viernes 21 de noviembre:

[...] la pérdida se confirma totalmente de la expedición que venía en el Virginius. Echaron los cubanos al agua casi todo el cargamento, pero fueron apresados cerca de Punta Morante, sin salvarse ninguno. Ya ha sido fusilado un número espantoso, siendo de los primeros mi pobre hermano Pedro, como me lo sospechaba. Su entusiasmo por la causa de Cuba, a quien sacrificaba su familia numerosa, indigente e inútil, lo trajo otra vez a estas playas contra mi parecer, gozoso, sin duda, de traer esos recursos a sus hermanos, los patriotas combatientes. Alcanzó una muerte honrosa, mártir de sus opiniones, y yo quedo en la tierra para llorarlo, socorrer a sus hijos y vengarlo, antes que me llegue el turno de abrazarlo en los dominios de la nada.

La temperatura en la Sierra se tomaba espantosa; era un año particularmente frío y terriblemente húmedo. Llueve todos los días, hay aguaceros torrenciales. Muy pocos son los días de bonanza; si no llueve, al menos llovizna.

El sábado 6 de diciembre, dice:

Anoche estuve con dolorcillo de cabeza. Hizo frío. Me quejaba antes de la escasez de hombres decentes que quedaban en el campo insurrecto y ahora estamos peor. Separados de los destinos los que tenían más educación y moralidad y más nociones de gobierno... El amor de la patria, el deseo de su libertad e independencia para muchos no son sino palabras que han aprendido como la cotorra!

Sábado 13 de diciembre:

Cumplen tres años justos que me separé de mi Anita. Estábamos en Camagüey, cerca de San Jerónimo, en casa de una familia de apellido Placeres, a quien luego capturaron los españoles. Nunca he estado tanto tiempo separado de una persona amada. De mi primera esposa [Carmen, que muere poco antes del levantamiento] solamente lo estuve dos años, cuando fui a concluir mis estudios en España.

En cuanto a mí, haciendo la vida del salvaje, estoy perseguido por los españoles que ansian mi muerte, y lo que es más sensible, estoy rodeado de enemigos políticos en los mismos cubanos envidiosos de mi gloria y que desean anonadarme, aun antes de saber cuál será el éxito de nuestra contienda y qué lugar nos asignará la historia en sus páginas. No conozco a mis propios hijos nacidos en el destierro y es muy probable que jamás vea a esos objetos tan queridos. Resignado estoy a mi suerte y aquí como en la hora de mi último suspiro, para nada contaré mis sufrimientos y únicamente rogaré al Gran

Arquitecto del Universo que conceda algunos días risueños en la tierra a los seres que me han amado, y a estos que me perdonen los dolores que por mi causa han sufrido.

Ahora se referirá a Juan Bautista Spotorno, autor después de la Ley Spotorno, que consideraba como traidores y fusilables a todos aquellos que presentasen concordia con el enemigo; luego de la Guerra de los Diez Años, este hombre se convertirá en destacado dirigente autonomista.

Vamos a pensar que lo que apunta Céspedes aquí se dirige a juzgar un crimen intelectual, no una opción personal.

Lunes 22 de diciembre:

Parece que en un periódico español se dice que yo soy muerto y como le argüían de embustero, dijo Spotorno con su voz atiplada, aunque es un hombrón de seis pies: «¿Qué más muerto lo quieren?» Dios te lo premie, ¡maricón!

Sábado 10 de enero de 1874:

[...] una mujer me trajo una hermosa biajaca y di dos naranjas de china a su hijita. Me mandó Manuelita la ropa lavada y planchada.

En otras páginas, dirá:

La ropa apesta a moho... Ya no hay quien lave ni planche, tengo la ropa arrugada, sin botones; he perdido el último pantalón que traía antes del alzamiento.

Domingo 11:

Pocos días antes de empezar la revolución, estando a la mesa conmigo en mi ingenio Demajagua, me preguntó Francisco Agüero Arteaga con qué armas nos habíamos de levantar contra los españoles. «¡Ellos las tienen!», le contesté al momento [...]

Ahora (lunes 12) viene una segunda evocación íntima:

La vista de mi portamonedas me produjo un disgusto que me duró todo el día. Recordé que había pertenecido a C... desde antes de la revolución. Me trajo a la memoria aquellos días. En ellos tenía penas ciertamente ¿pero qué eran en comparación de las que ahora me atormentan? En recompensa, ¡cuántos días felices! ¿Y su antigua dueña [del portamonedas] qué es de ella? ¿Vive o ha muerto? [no lo sabe] ¿Observa buena o mala conducta? ¿Es feliz o desgraciada? ¿Se acuerda de mí y me perdona? Cualquiera que sea su situación, no le deseo más que consuelo y ventura, y que pueda ver a sus hijitos buenos y dichosos. En cuanto a mí, soy una sombra que vaga pesarosa en las tinieblas. Para mí, ni un día de sol!

Hay que tener en cuenta que este diario lo va a comprar Julio Sanguily a los soldados españoles que asaltan el campamento. Su hermano Manuel, heredero de ese documento, le afirmará a Anita años después que se trata de un legítimo botín de guerra, y ella rechaza ese término arguyendo: «¿Cómo puede haber un cubano que en suelo de Cuba considere un botín de guerra el diario de Céspedes?». No le faltaba razón, y más cuando, en la primera página de una de las libretas, el autor estampó la dirección de ella en Nueva York, porque era a quien debía entregarse el diario. Por eso aparece «C» con tres puntos suspensivos, imaginando que su esposa no sabía, aunque en realidad lo sabía todo.

Lunes 2 de febrero:

La morena Brígida me trajo unos cuantos matahambres, especie de dulce hecho de catibía, coco y miel. No puedo menos que traer hoy a C... fuertemente a mi memoria. Me temo que se halle enferma y pobre, viendo padecer necesidades a sus hijos. Cuando pienso en que de tantas personas interesadas en denigrar su conducta, ninguna me da de ella malos informes, creo que se comporta bien y no da lugar a ellos, a pesar de sus cortos años y más cortos alcances. Si es así, Dios la premie y me perdonen a mí el haber corrompido un corazón de que pudo haber brotado una buena esposa y una buena madre. En reparación y sin embargo de que la amo tanto, juro que en adelante la respetaré como a una hermana y me esforzaré en labrar su dicha y la de sus inocentes hijitos. Seré feliz, si puedo hacerlo.

Mi familia y amigos se portan dignamente con la patria y conmigo. Mi Anita, aunque todavía no ha abandonado por completo sus celosas impertinencias [subrayado en el original], se ha colocado a la altura de sus deberes y de la nobleza de sus sentimientos. Ahora lo que deseo es saber el juicio de los contemporáneos imparciales acerca de mi conducta. Miro con igual recelo al de mis enemigos y amigos.

Martes 3:

Duró el tango hasta las diez de la noche. Aunque produce un ruido tan desapacible, siempre lo he soportado con paciencia en atención a los gustos de esta pobre gente. Ayer bailaron también los congos, cuya danza es bastante obscena en los pasajes amorosos; pero también figuran los lances de la caza, la pesca y la guerra. En esta última parte, además de la poesía africana, figuraba el estribillo en castellano: «Viva Caro Manuel y muela España». Aquí hizo falta el Marqués con un buen garrote.

La situación se pone peor, respecto a los alimentos. Jueves 15 de enero:

Anoche mató Beola una lechuza para Servanda y este me mandó hoy un plato que partí con C. Cosme, el cual acababa de llegar. La encontré algo desabrida; pero no sé si sería natural o por falta de condimento. Se repitieron las biajaquitas y me destrozaron la lengua y el cielo de la boca.

No hay qué comer. Biajacas, en este caso, y un caldo de lechuza.

Viernes 6 de febrero:

Al llegar me sirvieron café con torticas de ñame y habiéndome acostado a poco, dormí hasta pasadas las siete y media de la mañana de hoy. Luego que tomamos el desayuno compuesto de morcilla de caballo, café y ñame amarillo, salimos [...]

Sábado 7:

Hoy al salir para el baño, noté que se había podrido y roto el cordón de seda negro con que traigo al cuello la medalla de la Caridad que mi Anita me mandó de Nueva York.

Martes 10:

He hecho poner a las pantuflas que me hicieron en Barajagua, unas sobre suelas de majagua para caminar por las lomas y encima de las piedras, como se acostumbra en estas montañas y habiéndolas probado, creo que me surtirán buen efecto... Desde muy temprano estoy encerrado en el cuarto, así como he pasado todo el día; porque no puedo leer ni escribir; porque no tengo más que un cabo de vela de cera.

Llegada la noche, que llega temprano en el monte, no puede leer; además, lo asaltan los mosquitos, los roedores, las pulgas... Es consciente de ese estado. Ya no es el dandy de los retratos primorosos de antaño; ahora va a cortarse el cabello y le han preparado un bote en el que con certeza van a llevar a sus hijos en los Estados Unidos el pelo de la cabeza y de la barba.

Pero la embarcación se pierde y, por tanto, no llega a su destino el envío. Sin embargo, en otra ocasión podrá mandar su bandera, la que presidía la Cámara, la que él levantó el 10 de octubre.

El preciado símbolo permanecerá a buen resguardo con Ana. Con ella regresará, y estará en el hotel Pasaje, en el Paseo del Prado, en el año 1902. Allí será reconocida su autenticidad en un acta, suscrita, entre otros, por el hombre más controversial del diario, que es Salvador Cisneros Betancourt, al que atribuyo, y lo creo firmemente, la rectificación.

Yo encontré una foto, que coloqué como reparación en todas las ediciones del diario: es el testimonio de la peregrinación que hace Cisneros hasta el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, y donde aparece circunspecto, de luto, con un ramo de flores, junto a la tumba de Carlos Manuel de Céspedes.

El marqués había perdido a todos sus hijos en la guerra, y también a su esposa. Murió solo, casado en segundas nupcias con una mujer joven que lo acompañó, siendo los testigos de su boda, entre otros, Máximo Gómez y un puñado de libertadores.10 No cabe la menor duda de que fue aquel que esperó, en la frontera del río Jobabo, el paso de Gómez, enfermo, con los que venían de Oriente con Martí, y que detrás de él marchó la juventud camagüeyana porque, muerto Agramonte y otros jefes, era el líder natural de aquel pueblo.

Esta reflexión no puede convertirse en un escándalo. Hay que decirles a los cubanos qué somos a pesar de todo esto, y que donde ocurrió la deposición de Céspedes en Bijagual de Jiguaní, una suerte de Jordán, al triunfo de la Revolución se construyó una presa que lleva el nombre del Padre de la Patria, y el mar de aguas puras cubrió todo, borrando ese sitio geográfico nefasto de la historia de Cuba, y con este, la acción de los que apoyaron un acto constitucional jurídicamente válido, pero que desconocía un principio fundamental: el liderazgo de la Revolución, que el presidente encamaba.

El diario recoge también detalles de los épicos combates que se libran en el campo de batalla. Es Céspedes personalmente quien impone los grados de general de brigada a Antonio Maceo y encarga a Máximo Gómez la riesgosa tarea de avanzar al occidente. Y Gómez testimonia en su diario que fue él, no otra persona, el que le dijo que ni un millón de hombres sobre las armas en Oriente les darían la victoria si no pasaban al Occidente de Cuba.

Esa idea del presidente quedó en su memoria, independientemente de que, cascarrabias como siempre lo fue, en el propio diario evoque a «un fantasmón de aquello que llamábamos gobierno».

Céspedes es un intelectual, es también un poeta, un hombre sensible capaz de reflejar el mundo que le rodea. En estas páginas hay espacios de poesía cuando se recrea en el palmar, se baña en el río de San Lorenzo entre los lirios que bordean la charca, cuando describe el monte, la visión del horizonte usando los binoculares o un telescopio para vencer la imaginación, lo que le hace creer que las nubes, a larga distancia, son como edificios o ciudades imaginarias.

El baile es, quizás, la página literaria más bella que hay en el diario.

Jueves 19 de febrero:

Se efectuó el baile en la enramada construida por los libertos; pero se alargó algo y mejoró en su construcción el edificio. Se le añadió una tumbandera para la orquesta que quedó completa con una botella rascada con un cuchillo. Sendas varas largas y gruesas, sin descortezar, colocadas sobre travesaños puestos en estacas clavadas en el suelo, a los costados y testeros de la enramada, con una anchura proporcionada, hacían funciones de asientos. El alumbrado, de velas de cera pegadas a las horquetas de la enramada, se resistió muchas veces a prestar servicio a causa del viento y dejó a oscuras a los amantes de Terpsícore. Estos escaseaban en la especie barbuda; pero abundaban en la de faldas; (casi todas las mujeres traían vestidos de colas) —algo insólito en el monte— diferencia ocasionada a indigestiones de pavo, como sucedió. Era notable lo abigarrado de la concurrencia femenina: en los colores (desde el más puro caucásico hasta el más retinto africano) había para todos los gustos: en las modas ninguna podía quejarse; todas estaban debida y legítimamente representadas, merced a los saqueos que no distinguen de épocas. El baile empezó y se sostuvo con cinco parejas en que alternaban las damas con parsimonia; para algunas creo que no cataron ni un cedazito. Esto, según me cuentan, contribuyó al fin a alterar su genial amabilidad; es preciso confesar que tenían razón. Yo entré en el salón antes de empezar la danza y saludé a todos, quitándome la gorra con cortés respetuosidad: luego recorrí la fila de señoras, que me recibieron sentadas con mucho aplomo: a todas, una por una, le estreché la mano, y me informé de su salud y la de su familia; atención que demostraron haberles agradado sobremanera. Por último, me senté entre dos etíopes y entablé con ellas una amena conversación: lo mismo hice por turno con todas las demás concurrentes. Recuerdo con particularidad que una me dijo que era bayamesa y me trajo a la memoria escenas de 16 años atrás, cuando yo era calavera. Vi bailar con mucha animación danzas, valses y fandangos en que debo confesar que reinó bastante orden y decencia, y me hubiera pasado así toda la noche, si no hubiese apretado la jaqueca en términos que me obligó a coger la hamaca con muchos dolores y náuseas. Los libertos tenían otro baile en un rancho lejano y con este motivo me pasó una escena chistosa y asaz significativa. Estaba yo sentado junto a una de las niñas más bellas, cuando la liberta Brígida, negra francesa de gran jeta y formas hercúleas nada afeminadas, se asomó por una de las aberturas que hacían las pencas de la glorieta y me dijo en su jerga con voz un tanto doliente: «Presidente, (estos malvados no han venido en apearme el tratamiento) hágame el favor de salir a oírme una palabra.» Yo salí muy risueño con la concurrencia, cuando ella tomándome las manos, me dijo: «Mi Presidente, mi amo, nosotros venimos aquí a bailar siempre para divertirlo a usted con quien únicamente queremos tener que hacer, y esta noche porque están aquí estas gentes, nos manda el Prefecto a bailar lejos, donde estamos con mucha molestia. Yo sé bailar danza y vals; (efectivamente baila muy bien) pero nosotras nos conformamos con que nos dejen poner nuestro baile en la cocina». Hija, le contesté: yo no soy tu amo, sino tu amigo, tu hermano, y veré con el Prefecto qué es lo que pasa [...]

Asistimos a la transformación del hombre: el señor se ha convertido en el hermano. Ya no era Presidente, la Cámara le ha arrebatado el título; pero para mucha gente continúa siéndolo, y vienen mujeres a verlo, y él, hombre de detalles, les obsequia agujas y botones de colores, un pañuelo, una jicarita...

Llegamos al final. Todos los días sufre de dolor de cabeza. Evidentemente, a pesar de que le han traído unos anteojos, no ve bien; es posible que tenga cataratas. Le duele la cabeza, le duele el ojo durante la noche, cuando tiene que forzar la vista frente al cabo de vela. El miércoles 25 aparece algo sobrecogedor:

Pasé una noche agitada por sensaciones que germinan de la pobre naturaleza humana y se sobreponen a los más firmes propósitos de la voluntad y el juicio. Tuve ensueños extravagantes, entre ellos uno que me explico de esta manera. Casi todos me dicen que llevo una vida muy triste y poco en armonía con nuestra situación excepcional, insegura e indefinida: que a nadie debo miramientos [quiere decir, no le importa lo que se comente; le dicen los que están más cerca que haga lo que tiene que hacer] que carecen de razón de ser; y que me hace falta una mujer que me cuide y entretenga. A estos razonamientos más o menos serios, contesto siempre de una manera jocosa; porque aunque momentáneamente no dejan de preocuparme luego, siquiera mientras los analizo y destruyo. Resultado de este trabajo mental debe haber sido el ensueño a que me refiero. Soñé que nos encontrábamos en el período revolucionario y que contra mi gusto me casaban con una mujer de que no puedo darme cuenta, es decir, no recuerdo quién fuera. Había el edificio, el cura, la concurrencia haciendo comentarios. Se efectuó la ceremonia y cuando yo estaba más confuso y apurado, se abrió una puerta y entró mi difunta Carmen, tan seria como ella era, y seguida de otra mujer que no tengo presente si era una hermana suya. Ello es que aquí crecieron de punto mis apuros y los murmullos de los circunstantes, y no tuve más remedio que arrodillarme muy contrito a los pies de la aparición (si lo era) pidiéndole perdón de lo que estaba pasando. Por mi suerte desperté entonces y me evité el resto de la desagradable escena.

Ultima anotación, el día fatal, por la mañana:

A causa de mucha lluvia resolvimos no ir hoy a casa de Millán [un amigo]. Debo consignar por lo que importar pueda en adelante que Tomás Estrada Palma, antes de la revolución, estaba cargado de deudas y era tan inmoral en sus costumbres privadas como hipócrita en sus manifestaciones públicas. Después de exigir en las mujeres una pureza ideal, seducía y hacía madres a las hijas de sus mayorales, y por último lo hizo con una joven de buena familia que vivía en casa de él en compañía de su anciana madre. Al estallar la Revolución fue tan opuesto a ella que se comisionó para hacer desistir a los jefes principales como creo haberlo dicho en otra parte. Fernando Fornaris y Céspedes (Antúnez, mejor dicho) también fue opuesto al levantamiento; estaba empeñado y pobre; y después de la revolución se ha desacreditado con varios pedidos de dinero y otras cosas. En Bayamo se metió en la cama de una joven el año pasado y trató de abusar de ella contra su voluntad. El marqués tenía en Camagüey pésima opinión. Ignorante, amainado, petardista, vicioso, puerco, no gozaba de más consideración que la que le daba su título. Aunque mezclado en la conspiración revolucionaria, no salió al campo insurrecto sino cuando fueron los españoles a prenderlo. Después se ha distinguido por su crasa ignorancia, bajeza de miras y solapada ambición personal, y encenagado en la crápula con mujercillas de baja ralea, no abandonó al parecer sus vicios, hasta que no comprendió que no le hacían gracias para sus aspiraciones. Betancourt (Luis V.[ictoriano]) no se ocupaba de sus funciones en la Cámara desde 1870: nunca ha tenido opinión propia; siempre ha sido eco de otros. Ramón Pérez Trujillo (no se está muy seguro acerca de sus apellidos) fue en La Habana un píllete sin figura ninguna: entró en la revolución por medrar y nada sacrificó. Ignorante, presuntuoso, cobarde y sanguinario, se sació en las vidas de porción de infelices en Sibanicú, lo mismo que Betancourt, como miembro de la Corte Marcial en 1869, carnicería a que yo puse término. De aquí y de su envidia contra todo lo que sobresale, su odio en mi contra. Inmoral y miserable, se ha echado queridas para que otros se las mantengan. Desafiado a muerte, por su carácter grosero, con el Comandante S. Rosado, se ha fingido ciego para aplazar el desafío y pretende embarcarse para Jamaica. No es digno este sujeto de las muchas páginas que me consumiría la relación de sus ruindades. La historia de Marcos García ha ido apareciendo en este libro a relámpagos. Apellidado Zabulón por sus contemporáneos, estos fueron los más opuestos en la Cámara a que se le confirmara el grado de General de Brigada que él mismo había asumido y no quería quitarle el Ejecutivo por su influencia en la División de Sancti Spíritus como agitador. Jamás se encontró en una acción; pero se aprovechaba de las hazañas de los otros e intrigaba siempre para coger el primer puesto. Por fin fue necesario sumariarlo en 1870 y no apareció más hasta ahora que vino a atacarme con desvergüenza para que la Cámara le reconociera su grado. Enemigo del General Quesada; porque este le mandó formar causa, es un hombre cínico, charlatán, descarado e intrigante, que lo mismo se le da de Cuba que de España en consiguiendo medrar. Eduardo Machado, que se distingue por su miedo a los españoles, también tiene en este Diario algunos rasgos de su vida que le hacen poco favor. De poco ha servido en la revolución; pues la mayor parte del tiempo lo ha pasado en los ranchos, huyendo y consumiendo los recursos de las familias. Jesús Rodríguez es un hombre de pocas luces, pero sin opinión propia, que hasta el último momento estuvo sosteniendo mi administración: no se atrevió, sin embargo, a aislarse en su parecer. De este no puedo decir con certeza sino que lo creo ambicioso, habiendo oído decir que antes de la revolución se manejaba con escasa probidad. Falta el necio Juan [Bautista] Spotorno, que en teniendo de quién hablar mal está satisfecho. Ligero, imprudente, ignorante de los negocios públicos y poco amigo de hallarse en contacto con el soldado (español) no obstante ser un Coronel del ejército, tiene todas las malas cualidades de los hombres que hablan con dos voces y harán de él los demás todo lo que quieran, siempre que le arrojen alguna presa en que hincar el diente. Abrazado ahora en conjunto a todos estos Legisladores, concluiré asegurando que ninguno sabe lo que es Ley. [Fin del día 27].

Al mediodía se hacen sentir los primeros disparos. Céspedes está solo en el bohío. Extrañamente ha abierto el arcón y sacado su última ropa, que no usaba en mucho tiempo: la chaqueta, el pantalón blanco; y ha estado en lo que él llama la casa de las viudas, en contacto con esa familia, donde tiene también un amor. Hortensia Pichardo encontró la razón de ser de esa muchacha, Panchita, la cual queda embarazada de este amador sin reposo.

Ahora bien, los españoles llegan directamente al campamento. Hay una nota de Manuel Sanguily, donde expresa que es probable que un esclavo que había pertenecido a la dotación del marqués de Santa Lucía sirviera de guía al Batallón de San Quintín, hasta desembarcar por la costa y subir a buscar el sitio de San Lorenzo.

Los demás han salido. Está solo en casa de esta familia y, tratando de protegerla, sale empuñando el arma. No desciende, sino que asciende al farallón. Es perseguido y acechado. Calixto Acosta Nariño, alias Leónidas Raquín, su informante en Santiago de Cuba, le escribe a Ana de Quesada que los españoles, después de rescatarlo del barranco adonde había caído, exhibieron su cuerpo en el viejo hospital, con el cráneo hundido y varios signos de fuerza.

Cuando Carlos Manuel, su primogénito, regresa en compañía de algunos amigos a San Lorenzo, atraído por las detonaciones, va a toparse con el caballo de su padre, Telémaco, herido, revolcándose sobre la charca, y muy cerca, restos de sangre, de cabello y fragmentos del cráneo.

¿Qué decir cuando uno lee un manuscrito iluminador? Primero, vale destacar la humanidad de la historia: el héroe es sobre todo un hombre de carne y hueso. A la hora de hacer el balance, lo que conviene equilibradamente es pensar qué se aportó en verdad a la historia. Si es así, pienso que en este caso la contribución es fundamental.

Ya se vio que, como hombre de pasiones, algunos de sus juicios son demasiado severos. Si todo lo que dice fue además cierto, es la historia de la evolución de las ideas, del carácter y de las personas.

Cuando leemos el diario, nos percatamos de que la vieja sociedad se está derrumbando; se viene abajo con ellos, y él, como un atlante, trata de recomponer los pedazos que se desprenden del templo.

En este sentido, no puedo olvidar una escena memorable, que como se sabe, nada tiene que ver con el epílogo de la historia del hombre que nos convoca: Gómez llega a la todavía confortable residencia, en un bohío, y Céspedes lo recibe bien vestido, con sus ayudantes, llevando el cigarro sostenido con unas tenacillas de oro. Máximo está polvoriento, rodeado de los que le acompañan, y Carlos Manuel le pregunta: «¿Y a usted qué le ha pasado, General?». Y este responde: «Que vengo de la guerra, Presidente».

Muy pronto, la guerra también llegaría al Presidente; muy pronto, sus secuelas abatirían, sin rendir, a aquella gran personalidad del hombre de La Demajagua, del alumno destacado del colegio San Gerónimo, del aventajado de las clases en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio, del estudiante de abogacía en el Colegio Universitario en Barcelona. El viajero, el hombre de mundo, el impecable caballero, es convertido ahora en el escombro de su propia obra. Pero por encima de las pasiones, de los odios, de los rencores, de la venganza, de los defectos y de las glorias, esta es nuestra historia. Y como tal, acudo a este relato quitándome el sombrero que no llevo, como pedía Fidel Castro en su histórico discurso del 15 de marzo de 1978, por el centenario de la Protesta en Mangos de Baraguá: «...seamos cuidadosos al hacer la valoración moral de aquellos hombres. Entremos en la historia, pero primero quitémonos el sombrero antes de entrar en la historia de nuestros patriotas».

¿Quién soy yo para entrar en la historia sin la cabeza descubierta? ¿Quién soy yo para llorar otra lágrima que no sea la suya, o la de ellos, por sus hijos muertos? ¿Quién soy yo, desde mi condición humana, para no hacer otra cosa que analizar, llorar y tener la misma esperanza que a él no le faltó nunca por Cuba y para Cuba?