Capítulo 13

Capítulo 13

Los policías del condado de Elsinore ignoraban que habían encontrado la cuarta víctima en el tándem de casos que eran investigados conjuntamente por Midtown South y la 87. Los policías del condado de Elsinore pensaban que su cadáver era la primera víctima. Encontraron el cuerpo ese jueves por la noche a las 10:00. El hombre muerto se llamaba Wilbur Matthews. Antes de su muerte, había sido un cerrajero que vivía en la parte trasera de la tienda que tenía en el pueblo de Fox Hill, conocido anteriormente como Vauxhall, un nombre tomado prestado del distrito metropolitano de Lambeth, en Londres. En la costa este de los Estados Unidos se encontraba por todas partes la influencia colonial de Gran Bretaña.

Fox Hill había sido una tranquila aldea de pescadores hasta hacía unos treinta años, cuando un hombre de negocios de Los Ángeles vino al este a abrir lo que se llamó el Fox Hill Inn, un enorme hotel costero de construcción irregular que, desde entonces, había pasado a otras manos y rebautizado como Fox Hill Arms. La construcción del hotel había sido responsable también de la construcción de un pueblo a su alrededor, del modo en que los fuertes de la frontera condujeron finalmente a asentamientos de población en sus alrededores. Ahora Fox Hill era una comunidad de unas cuarenta mil personas, treinta mil de ellas residentes permanentes, y las otras diez mil conocidas alternativamente como «gente de verano» o, menos afectivamente, como las «Gaviotas». El cerrajero Wilbur Matthews había sido un residente permanente. Un rápido vistazo a las meticulosas fichas que guardaba en sus archivos cerrados con llave, reveló que había instalado alrededor de tres mil cerraduras en los últimos cinco años (sus archivos sólo recogían esa época) y había reparado otras mil doscientas durante ese tiempo, algunas de ellas cerraduras de coches, pero la mayoría cerraduras de casas particulares.

Wilbur Matthews era un hombre muy querido en la comunidad. Si te quedabas fuera de tu coche o de tu casa a las dos de la mañana, sólo tenías que llamar al viejo Wilbur, y él se vestiría y vendría a darte una mano, como solían hacerlo los médicos en otra época. La esposa de Wilbur había muerto durante el último huracán, no a causa del mismo, no ahogada ni nada por el estilo, sino de muerte natural en su cama, durmiendo como un bebé. Desde entonces Wilbur había vivido solo. Era un hombre muy religioso (la Primera Iglesia Presbiteriana, en Oceanview y la Tercera) y un hombre temeroso de Dios, y no había una sola persona en Fox Hill que hubiera dicho una palabra contra él. Pero alguien le había disparado dos veces a la cabeza y los policías del condado de Elsinore no podían imaginarse la razón.

Los policías de esa zona eran, de alguna manera, más paramilitares que los policías de la ciudad; incluso los detectives tenían rangos como sargento y cabo. Los dos hombres asignados al homicidio de Wilbur Matthews eran el detective-sargento Andrew (Buddy) Budd, y el detective-cabo Louis Dellarosa. Los dos estaban en cuclillas debajo de la lluvia y junto a la ventana del dormitorio de la casa del viejo buscando casquillos de bala. Los técnicos del laboratorio aún no habían llegado; los técnicos del laboratorio tenían que recorrer todo el camino desde la central del condado en Elsinore. Budd y Dellarosa buscaron pero no hallaron absolutamente nada. En el interior de la casa, un hombre de la oficina del Forense estaba examinando al muerto, que yacía en su cama. Había dos orificios de bala en la pared detrás de la cama y otro en la almohada justo a la izquierda de la cabeza de Wilbur Matthews, y dos más en la cabeza de Wilbur Matthews, una había entrado por el ojo izquierdo y la otra por la frente. El ayudante del forense se volvió para echar un vistazo a la ventana porque le parecía que la trayectoria de la bala se había originado allí, pero no era un experto de Balística, y a los tíos de Balística les llevaría casi el mismo tiempo que a los de Laboratorio llegar hasta el lugar del crimen, ya que todos debían trasladarse desde el cuartel general en Elsinore. El ayudante del Forense imaginó que lo mejor sería declarar muerto al hombre, y pensó, asimismo, que no cometía ningún error si afirmaba que la causa de la muerte había sido múltiples heridas provocadas por arma de fuego. Estaba empezando a escribir su informe cuando un relámpago iluminó la ventana que él había estado mirando hasta hacía un instante, seguido de un trueno que le asustó del mismo modo que le había asustado durante una operación de limpieza en una aldea vietnamita. Salió rápidamente al corredor y le preguntó a un policía uniformado si podía usar el cuarto de baño.

—No, éste es el escenario del crimen.

Después de cuarenta y ocho horas, comienzas a sentirte un poco desesperado. Después de setenta y dos, empiezas a implorar una tregua; es asombroso cuantos policías abrazan la religión después de pasarse setenta y dos horas en un caso de homicidio en la vía muerta. Después de cuatro días, estás seguro de que jamás llegarás a resolver el jodido caso. Cuando alcanzas la marca de los seis días, vuelves a sentirte desesperado. Es una clase diferente de desesperación. Es una desesperación que raya en la obsesión; comienzas a ver asesinos debajo de las piedras. Si tu abuela te mira torcido, comienzas a sospechar de ella. Escribes tus informes a máquina una y otra vez, estudias los dibujos que has hecho en el lugar de los hechos, lees informes de homicidios cometidos en otros distritos, buscas en los archivos aquellos casos de homicidio en los cuales el arma ha sido un .38 o la víctima ha sido una prostituta o un cantante o un agente musical, repasas casos de homicidio que incluyen a estafadores o semiestafadores como Harry Caine y su sello discográfico para incautos, vuelves a revisar casos de homicidio en los que hay personas secuestradas o desaparecidas… y finalmente te conviertes en un verdadero experto en todos los homicidios de esas características cometidos en la maldita ciudad en los últimos diez años, pero todavía no sabes quién demonios asesinó a tres personas en el pasado inmediato, no ya hace diez años.

Ahora eran las 9:40 de la mañana del viernes 22 de septiembre, catorce horas antes de las 11:40 de la noche, cuando exactamente una semana antes un preocupado ciudadano llamó al 911 de Emergencia para informar que había dos hombres desangrándose sobre la acera en Culver y la Once Sur. Catorce horas para que se cumpliera una semana desde entonces. Apenas catorce horas. Esta noche, a las doce menos veinte, George C. Chadderton llevaría muerto una semana exactamente. A las 3:30 de la madrugada de mañana, Clara Jean Hawkins llevaría, también, una semana ausente del mundo de los vivos. Ambrose Harding, quien yacía ahora en un ataúd en la Funeraria Monroe en la Avenida St. Sebastian, sería enterrado mañana a las 9:00, momento en el cual ya llevaría muerto casi cuatro días. Y el caso continuaba sobre el escritorio como un salmón sin pan.

Esa mañana, a las 9:40, Carella fue a ver a Chloe Chadderton en su apartamento de Diamondback. Primero la había llamado por teléfono desde su casa y, por tanto, le sorprendió que llevara la misma bata larga de color rosa que tenía aquella noche, hacía ahora casi una semana, cuando él y Meyer habían llamado a su puerta a las dos de la mañana. Cuando ella le hizo pasar al apartamento, pensó que nunca había visto a Chloe en ropa de calle. Ella siempre estaba vestida con un camisón y una bata, como ahora, o bien semidesnuda encima de una barra, o bien sentada a una mesa vestida sólo con una fina bata de nilón sobre su atuendo de baile. Podía entender por qué George Chadderton deseaba que su esposa dejara el «mundo del espectáculo», considerando lo que ella intentaba mostrar noche y día a cualquier espectador interesado. Sentado frente a ella en la sala de estar, Carella contempló la larga porción de pierna que revelaba la abertura de la bata y reconoció en silencio que él también era un espectador interesado. Incómodo, y recordando la exposición total de Chloe sobre la barra del Flamingo sacó rápidamente su libreta y comenzó a revisar las páginas.

—¿Le gustaría tomar un poco de café? —preguntó ella—. Tengo una jarra en la cocina.

—No, gracias —dijo Carella—. Sólo quiero hacerle algunas preguntas y luego me marcharé.

—No hay prisa —dijo ella y sonrió.

—Señora Chadderton —dijo él—, he tratado de ponerla en antecedentes por teléfono de lo que pensamos que es la conexión entre su esposo y C. J. Hawkins, el hecho de que estuviesen hablando de la posibilidad de grabar un álbum juntos.

—Sí, pero George nunca me dijo nada —dijo Chloe.

—Algo llamado «En la vida». Recuerda que en su cuaderno…

—Sí…

—La noche que estuvimos aquí…

—Sí, lo recuerdo.

—Pensamos que ése sería el título del álbum que pensaban grabar.

—Mm-huh —dijo Chloe.

—Pero él nunca le habló de ese álbum.

—No.

—O de la señorita Hawkins. Él nunca mencionó a nadie llamado Clara Jean Hawkins o C. J. Hawkins.

—Nunca —dijo Chloe y cambió de posición en el sofá.

Carella volvió a mirar su libreta.

—Señora Chadderton… —dijo.

—Me gustaría que me llamase Chloe —dijo ella.

—Bien… este… sí, muy bien —dijo él, pero eludió pronunciar ese nombre del mismo modo en que habría evitado un charco en la acera—. En la agenda que usted permitió que me llevara, el nombre Hawkins y las iniciales C. J. aparecen en las siguientes fechas: diez de agosto, veinticuatro de agosto, treinta y uno de agosto, y siete de septiembre. Todos jueves. Sabemos que el día libre de la señorita Hawkins era el jueves…

—Igual que una mujer de la limpieza —dijo Chloe, sonriendo.

—¿Qué? —preguntó Carella.

—Los jueves y cada dos domingos —dijo ella.

—Oh. Bien, no había establecido esa conexión —dijo Carella.

—No se preocupe, no pienso iniciar otra disputa racial —dijo Chloe.

—No pensé que lo haría.

—Estaba equivocada con usted aquella noche —dijo ella—. Aquella primera noche.

—Bueno —dijo él—, eso es…

—¿Sabe cuándo me di cuenta de que usted me gustaba?

—No, ¿cuándo fue eso?

—En el Flamingo. Usted estaba comprobando nombres y fechas en su pequeña libreta, igual que está haciendo ahora, y me preguntó quién era Lou Davis y yo le dije que era el dueño del local donde mi esposo…

—Sí, lo recuerdo.

—Y usted dijo, «Qué estúpido» o algo por el estilo. De usted mismo, quiero decir. Se estaba llamando estúpido a usted mismo.

—Y también tenía razón —dijo Carella y sonrió.

—De modo que decidí que usted me gustaba.

—Bueno… me alegro de oírle decir eso.

—De hecho, me sentí muy feliz cuando me llamó esta mañana —dijo Chloe.

—Bueno… este… bien —dijo él y sonrió—. Le estaba diciendo que los encuentros de su esposo con C. J. Hawkins…

—Era una prostituta, ¿verdad?

—Sí, siempre se encontraban un jueves, que era el día que ella libraba, el jueves. Tenemos razones para creer, sin embargo, que todos los miércoles por la noche se celebraba una especie de fiesta en algún lugar de la playa y me pregunto si su esposo le mencionó alguna vez esas fiestas.

—¿Una fiesta en la playa?

—Bueno, no sabemos si se trataba de una fiesta en la playa. Sólo sabemos que C. J. viajaba a algún lugar en la playa.

—¿Qué playa?

—No lo sabemos, y le pagaban por los servicios que prestaba en esas fiestas.

—Oh.

—Sí, pensamos que se trataba, ya sabe, de una especie de servicio regular de prostitución en algún sitio fuera de la ciudad.

—¿Con George, quiere decir?

—No, no es eso lo que estoy sugiriendo. Sé que el de ustedes era un buen matrimonio. Sé que no había problemas…

—Mentira —dijo Chloe.

Carella la miró.

—Sé que eso fue lo que le dije —dijo ella.

—Sí, y más de una vez, señora Chadderton.

—Más de dos veces, en realidad —dijo ella y sonrió—. Y es Chloe. Me gustaría que me llamase Chloe.

—¿Me está diciendo ahora que las cosas no iban bien en su matrimonio?

—Las cosas estaban podridas —dijo ella.

—¿Otras mujeres?

—No le quepa duda.

—¿Prostitutas?

—Era capaz de todo, a pesar de su «Hermana mujer» y todo ese rollo.

—¿Entonces usted no descarta la posibilidad de que haya existido una relación sexual entre su esposo y la señorita Hawkins?

—Yo no descarto nada.

—¿Se ausentaba él del apartamento los miércoles por la noche?

—Él se marchaba de este apartamento casi todas las noches.

—Estoy tratando de averiguar…

—Está tratando de averiguar si él y esa chica estaban juntos los miércoles por la noche…

—Sí, señora Chadderton, porque…

—Chloe —dijo ella.

—Chloe, de acuerdo. Porque si puedo establecer que había algo más que este absurdo álbum entre ellos, si puedo demostrar que se estaban viendo regularmente, y tal vez alguien se puso furioso por esas relaciones…

—Yo no —dijo Chloe.

—No estaba sugiriendo eso.

—¿Por qué no? Acabo de decirle que no éramos felices. Acabo de decirle que él tenía otras mujeres. ¿No es esa suficiente razón…?

—Bueno, tal vez —dijo Carella—, pero la logística no coincide. Estuvimos aquí hasta casi las tres de la mañana del jueves de la semana pasada, y C. J. fue asesinada a las tres y media. Es imposible que usted pudiera vestirse, hacer todo el trayecto hasta el centro de la ciudad y encontrarla en la calle en tan poco tiempo.

—¿Entonces usted consideró esa posibilidad?

—Sí, la consideré —dijo Carella y sonrió—. He estado considerando todo en estos últimos días. Es por eso que apreciaría cualquier ayuda que pudiera darme. Lo que busco es una conexión entre ellos dos.

—¿Entre los dos? ¿Qué me dice de Ame?

—No, creo que a Harding le mataron porque el asesino tenía miedo que pudiera identificarle. Incluso fue advertido previamente…

—¿Advertido?

—Advertido. Con una orquídea rosa llamada Calypso bulbosa. Creo que el asesino quiere que le atrapemos. Creo que es como aquel tío que, hace algunos años, hacía garabatos en el espejo con una barra de labios. Esa orquídea es lo mismo. Si no, ¿por qué esa advertencia? ¿Por qué no matarle sin más? Quiere que le detengamos, quienquiera que sea. De modo que si puede recordar cualquier cosa sobre cualquiera de esos miércoles en que su esposo se ausentaba del apartamento…

—Creo que no lo entiende —dijo Chloe—. Estaba fuera más tiempo del que pasaba en casa. Había momentos, sobre todo en este último tiempo, en que me quedaba sola y hablando con las paredes. Me encontraba deseando volver al club. Llegaba aquí a las ocho y media o nueve de la noche y tenía que comer sola, George no estaba, y yo me sentaba aquí preguntándome qué demonios estaba haciendo en este apartamento, por qué no cogía mis cosas y volvía al club. Para hablar con las chicas, para hablar con alguien. Bailar para los hombres, que alguien me mirase como si supiera que yo estaba viva, ¿lo entiende? George estaba tan metido adentro de su maldito ombligo, él nunca… bien, míreme, soy una mujer bonita, al menos yo creo que soy una mujer bonita, y él era… ¿cree que soy bonita?

—Sí —dijo Carella—, creo que es una mujer bonita.

—Seguro, pero no para George. George estaba tan enamorado de sí mismo, tan completamente metido dentro de sus proyectos, sus álbumes que nunca grababa, sus grandes sueños como cantante de calipsos, su búsqueda de su maldito hermano que probablemente se largó y le abandonó porque no podía soportarle más de lo que nadie podía. George, George, George, era todo George, George, George, él mismo se bautizó muy bien el muy bastardo, King George, eso era exactamente lo que creía ser, ¡un jodido rey! ¿Sabe lo que me dijo cuando quiso que yo dejara el Flamingo? Me dijo que mi baile perjudicaba su imagen como cantante popular. ¡Su imagen! Yo le avergonzaba a él, ¿lo entiende? Jamás se le ocurrió pensar que yo también me avergonzaba de mí misma. Quiero decir, amigo, que es degradante, ¿verdad? ¿Abrirme de piernas sobre la barra de un bar y exhibirme delante de la cara de un hombre? Parece nervioso —dijo de pronto—. ¿Le estoy poniendo nervioso?

—Un poco.

—¿Por qué? ¿Porque me ha visto desnuda?

—Tal vez.

—Bienvenido al club —dijo ella frívolamente y agitó el brazo lánguidamente por encima de la cabeza—. Aun así, ¿entiende lo que le estoy diciendo?

—Creo que sí.

—Ya no había nada entre nosotros, eso es lo que estoy diciendo. Aquella noche, cuando usted me trajo la noticia, cuando vino a decirme que a George le habían matado, comencé a llorar porque… porque pensé, diablos, a George le habían matado hacía mucho tiempo. Al George que yo amaba y con el que me había casado le habían matado hacía mucho más tiempo del que yo puedo recordar. Todo lo que quedaba era alguien que daba vueltas tratando de convertirse en la gran estrella que jamás llegaría a ser. Por eso lloré aquella noche. Lloré porque comprendí, súbitamente, cuánto tiempo hacía que estaba muerto. Cuánto tiempo hacía que los dos estábamos muertos, en realidad.

Carella asintió y no dijo nada.

—He estado sola mucho mucho tiempo —dijo ella y luego, suavemente, tan suavemente que parecía parte del susurro de la lluvia contra las ventanas, dijo—. Steve.

La habitación estaba en silencio. En la cocina, él podía oír el siseo uniforme del quemador de gas debajo de la cafetera. En alguna parte, lejos de ahí, se oyó el ruido sordo de un trueno. Él la miró, miró la larga extensión de la pierna cobriza y del muslo cobrizo en la abertura de la bata rosa, miró el delgado tobillo y el pie oscilante y la recordó bailando sobre la barra del Flamingo.

—Si… si no hay nada más que pueda decirme —dijo Carella—, será mejor que me marche.

—Quédate —dijo ella.

—Chloe… —dijo él.

—Quédate. Te agradó lo que viste aquel día, ¿verdad?

—Sí, me agradó lo que vi —dijo Carella.

—Entonces quédate —susurró ella—. La lluvia es más suave en la otra habitación.

Él la miró y deseó poder decirle que no quería hacer el amor con ella sin tener que decírselo crudamente. Él conocía a cien policías en el departamento —bueno, cincuenta— que afirmaban haberse ido a la cama con cada víctima de un asalto, atraco, o robo que habían conocido, y tal vez fuese verdad, Carella suponía que quizá lo habían hecho. Suponía que Cotton Hawes lo había hecho, aunque no estaba totalmente seguro, y suponía que Hal Willis lo había hecho, y sabía que Andy Parker lo había hecho o, si no, estaba mintiendo cuando fanfarroneaba sobre todas sus conquistas de dormitorio. Pero sabía que Meyer nunca lo había hecho, y sabía que él mismo prefería cortarse el brazo derecho antes de serle infiel a Teddy, aunque había muchas veces —como este maldito minuto con Chloe Chadderton sentada delante de él, la sonrisa ausente ahora de su rostro, los ojos entrecerrados, el pie oscilando, la bata abierta e invitante— en las que nada le hubiese gustado más que pasar un viernes lluvioso en la cama con una cálida desconocida en otra habitación donde la lluvia era más suave. Él la miró. Sus ojos se encontraron.

—Chloe —dijo—, eres una mujer hermosa, excitante, pero yo soy un policía de servicio y con tres homicidios que resolver.

—¿Supón que no tuvieras esos tres homicidios que resolver? —dijo ella.

—También estoy casado —dijo él.

El perro estaba sentado dentro de la habitación, junto a las puertas dobles cerradas con llave, y las llaves colgaban del collar, donde ella las había colocado. Se había retrasado en traerle a Santo el desayuno, pero parecía feliz y excitada esta mañana, y esa alegría le atemorizaba un poco. Mientras se llevaba la cuchara llena de cereales a la boca, él la observaba caminar por la habitación, y recordaba que ella había tenido ese mismo estado de ánimo antes de hacerle cosas. Aquella vez con las agujas, y cuando le quemó el cuerpo con los cigarrillos y cuando ella… cuando él se despertó aquel día y… y el… el dedo meñique de su mano derecha había desaparecido, ella le… le había drogado primero y luego… luego le había cortado el dedo mientras… mientras…

—Come tu desayuno —dijo ella.

Ella casi nunca le drogaba por la mañana, habitualmente lo hacía durante la cena, acostumbraba a poner algo en la comida por la noche y luego… hacía… hacía lo que ella… ella… pero esta mañana estaba más excitada de lo que nunca le había visto, caminando arriba y abajo de la habitación, desde la puerta cerrada con llave hasta la puerta del cuarto de baño, pasando junto a Santo donde él se hallaba sentado comiendo de la bandeja que estaba encima de la pequeña mesa delante del sofá.

—Bebe el café también —dijo ella—, bébelo mientras aún está caliente. Te he preparado café caliente. ¿Por qué nunca aprecias ninguna de las cosas que hago por ti?

—Aprecio todo lo que haces por mí —dijo Santo.

—Oh, sí, seguro —dijo ella y se echó a reír—. Y por eso trataste de huir. —Volvió a reírse—. Y huiste, no vengas ahora a hablarme de gratitud.

—¿Que yo huí?

—Bueno, ya no volverás a escapar nunca más, no te preocupes por ello.

—Estás hablando de aquella vez en que Clarence

—No, no, no, no —exclamó ella y se echó a reír con demasiado entusiasmo y él sintió un escalofrío que le recorría la columna vertebral—. No el querido Clarence —no, quieto, Clarence—, no tu buen amigo Clarence que te inmovilizó contra la tierra aquella vez, ¿te acuerdas de aquella vez, es a aquella vez a la que refieres? No, aquella vez no, yo hablo de la primera vez, no creas que yo no sabía que querías dejarme, no creas que no me di cuenta de tus intenciones.

—Te dije que quería marcharme.

—¡Cállate! —dijo ella—. Bebe el café. He preparado café caliente para ti. ¡Bébelo!

—¿Le has puesto algo? —preguntó él.

—¿Por qué? ¿Acaso temes lo que puedo hacerte mientras duermes? —preguntó ella y volvió a reírse—. ¿Sabes lo que le pasó anoche al viejo mientras dormía?

—¿Qué viejo? —preguntó Santo.

—El que tenía las llaves —dijo ella—, el hombre que instaló las cerraduras, ¿recuerdas al hombre que instaló las cerraduras?

—Nunca le vi —dijo Santo.

—Exacto, estabas inconsciente, ¿verdad? Alguien puso algo en tu comida. Nunca llegaste a conocer a ese pobre hombre, ¿verdad? Sin embargo, Clarence sí le conoció, ¿verdad, Clarence?

El perro, al oír su nombre, comenzó a golpear el suelo con la cola.

—Sí, Clarence —dijo ella—, buen perro, ahora tú eres el único que lo sabe. Tú y Santo. Los únicos que lo saben.

—¿Saber qué? —preguntó Santo.

Ella volvió a reírse y, súbitamente, la risa se cortó en su garganta como si se estuviese ahogando, y su rostro se serenó, le señaló con un dedo al tiempo que decía:

—No deberías haberme abandonado, Robert.

—¿Robert? —dijo él—. Eh, vamos, yo soy…

—¡Te dije que cerraras la boca! Debería haber escondido tu ropa. No podrías haberte marchado sin tu ropa. No podrías haber huido de aquí desnudo, ¿verdad, Robert?

—Escucha, yo soy… yo soy Santo. Corta el rollo, estás…

—¡Silencio, he dicho!

Él cerró la boca. El perro gruñó junto a la puerta.

—Quítate la ropa —dijo ella.

—Escucha, realmente no tengo ganas de…

—Haz lo que te digo. ¿O quieres que el perro te ayude? ¿Te gustaría ayudarle a quitarse la ropa, Clarence?

Las orejas del perro se irguieron súbitamente.

—¿Te gustaría ayudar a Robert a quitarse la ropa? —preguntó—. ¿Te gustaría, cariño? ¿O esperaremos a que esté inconsciente?

—Has puesto algo en el café, ¿verdad? —dijo él.

—Oh, sí, —dijo ella, riendo alegremente, odiaba esa jodida risita jovial de ella—. Algo en el café, y en la leche, y en el zumo de naranja, algo en todo lo que te he traído esta mañana.

—¿Por qué? —preguntó él y se levantó del sofá. Todavía no sentía nada, tal vez ella estaba mintiendo. En las otras ocasiones, en todas las otras ocasiones, él se había sentido mareado casi instantáneamente, pero esta vez no sentía nada.

—¿Por qué? —repitió ella—. Porque tú lo sabes, ¿verdad?

—¿Qué demonios es lo que se supone que sé? —preguntó él.

—Que estás aquí. Que estás donde se supone que debes estar, en lugar de escaparte abandonando a una recién casada, maldito bastardo, ¡esta vez te arrancaré el corazón!

—Escucha, creo que me confundes con…

—No hables, ¿no puedes quedarte callado? —dijo ella y se cubrió los oídos con las manos.

—No has puesto nada en la comida, ¿verdad?

—He dicho que sí, ¿por qué no crees nada de lo que digo o hago por ti, estoy tratando de salvarte, no lo comprendes?

—¿Salvarme de qué?

—De abandonar este lugar. De que desaparezcas. No debes abandonar este lugar, Robert. Desaparecerás si te marchas.

—Está bien, no me iré. Sólo prométeme que si has puesto algo en la comida…

—Sí, lo hice.

—Está bien, entonces prométeme que tú… que tú no… no me harás nada mientras yo…

—Oh, sí —dijo ella—. Lo haré.

—¿Me lo prometes?

—¿Prometer? —dijo ella—. Oh, no, Robert, no debes marcharte —dijo ella—. Ahora no. Mira —dijo y buscó su bolso y sacó la pistola, la misma pistola que le había mostrado hacía mucho tiempo, tanto tiempo que apenas podía recordarlo, los cereales y el zumo de naranja había dicho ella, la enorme pistola negra en su mano—. Mira —dijo ella—, voy a matar al perro —dijo—, mira, Robert, porque el perro sabe que tú estás aquí, él se los contará a ellos, Robert, y ellos vendrán a llevarte de aquí, Robert, voy a matar al perro —la habitación se salió de foco cuando él se levantó del sofá con la mano extendida hacia ella—, y luego voy a quitarte la ropa, toda la ropa, quedarás desnudo —dijo ella alzando la pistola—. Ves el arma, Clarence —la cola del perro golpeaba contra el suelo—, desnudarte hasta la piel —dijo ella, moviéndose hacia él, su mano extendiéndose, extendiéndose, su boca abriéndose y cerrándose alrededor de palabras que no podía formar—, te despojaré de la piel —dijo ella—, completamente desnudo —dijo ella y la pistola disparó una vez dos veces, y él vio que la parte posterior de la cabeza del perro estallaba contra el suelo de madera en una lluvia de cartílagos, huesos y sangre antes de quedar aplastado contra el suelo, tratando de decir no me hieras no me quemes no me hagas daño no lo hagas por favor no lo hagas por favor.

Pasaban unos minutos de las doce del mediodía cuando llegaron al apartamento de Dorothy Hawkins. Esta vez llevaban una orden de registro. Y, en esta oportunidad, Dorothy Hawkins no estaba en casa. El portero del edificio les dijo que la señora Hawkins estaba trabajando en una fábrica de Bethtown que hacían transistores, algo que los detectives ya sabían, y algo que debían haber recordado si el caso no hubiese alcanzado una fase de absoluta desesperación. Desesperadamente, Carella y Meyer enseñaron al portero la orden de registro, y le explicaron que Bethtown estaba endiabladamente lejos de Diamondback, y que encontrar a la señora Hawkins exigiría un viaje en coche hasta Land’s End, donde tendrían que coger un transbordador hasta la isla, o bien cruzar el puente nuevo, pero esto les llevaría al centro de Village East, en el corazón de Bethtown, y entonces tendrían que viajar hasta el otro extremo de la isla, donde se encontraban la mayoría de las fábricas, y si tenían que traer a la señora Hawkins hasta aquí para que les abriese la puerta, ella perdería un día de trabajo, ¿quería el portero que la pobre mujer perdiera un día de trabajo? El portero dijo que, naturalmente, él no quería que una agradable mujer como la señora Hawkins perdiese un día de trabajo.

—¿Entonces por qué no nos abre usted la puerta? —dijo Meyer.

—Supongo que puedo hacerlo —dijo el portero, indeciso.

Bajo la atenta mirada del portero, Carella y Meyer revisaron el apartamento de arriba abajo durante casi dos horas, pero no pudieron hallar ninguna pista sobre el lugar adonde Clara Jean Hawkins había acudido todos y cada uno de los miércoles durante las últimas trece semanas.

La chica que abrió la puerta del apartamento de Joey Peace en el centro de la ciudad era una pelirroja alta que sólo llevaba puestas unas bragas minúsculas de color rojo. Tenía piernas muy largas y senos exuberantes con pezones que se miraban entre ellos como si necesitaran visitar al oftalmólogo. También tenía ojos verdes y la cabellera rizada y parecía bastante alocada.

—Eh, hola —dijo, abriendo la puerta y echando un vistazo al corredor—. ¿Sólo sois vosotros dos?

—Sólo nosotros dos —dijo Carella y le enseñó la placa.

—Eh, guau —dijo ella—, tranquilos. ¿De dónde has sacado eso?

—Somos oficiales de policía —dijo Carella—. Tenemos una orden judicial para registrar este apartamento y le agradeceríamos que nos dejase entrar.

—Sí, eh, guau —dijo ella—, ¿qué estáis buscando?

—No lo sabemos —dijo Meyer, lo cual se acercaba mucho a la verdad, e hizo que la pelirroja estallara en unas carcajadas paroxísticas que sacudieron sus exuberantes pechos e hicieron que los pezones parecieran aún más bizcos que un momento antes.

El juez que había otorgado la orden se había mostrado reacio a entregarles lo que llamó «una licencia a ciegas para que buscaran una quimera» hasta que Carella le indicó que él había mencionado muy específicamente lo que pensaban buscar, Su Señoría —si usted tiene la bondad de fijarse en el segundo encabezamiento— es arena, su Señoría, para compararla con la arena que encontramos en el apartamento de la víctima de un homicidio y ya en poder del Departamento de Policía y bajo la custodia del Laboratorio, esperando que el resultado sea positivo, su Señoría. El juez le había mirado con desconfianza; él sabía que la premisa carecía totalmente de fundamento. Pero también sabía que estos hombres estaban investigando un triple homicidio, y sospechaba que no se vulnerarían los derechos de nadie si estos hombres efectuaban un registro de los apartamentos que una de las víctimas había habitado con frecuencia, de modo que había concedido una orden de registro para el apartamento de la señora Hawkins y otra para el más suntuoso apartamento de Joey Peace en la Avenida Laramie.

La pelirroja miró la orden que Carella sostenía delante de su cara. Permaneció estudiando el documento y asintiendo con la cabeza. Meyer, observándola, comprendió que sus ojos estaban incluso más desenfocados que sus caprichosos pechos, y decidió que la natural extravagancia de la muchacha contaba con la ayuda de algo que la hacía flotar cerca del techo.

—¿Te has inyectado algo? —preguntó.

—Sí, un tigre —dijo la chica y se echó a reír tontamente.

—¿Qué has tomado, cariño? —preguntó Meyer.

—¿Quién, yo? —dijo la chica—. Recta como una flecha, amigo, me llaman Flecha Recta, amigo, sí señor. —Echó un vistazo hacia el corredor—. Pensé que seríais más —dijo.

—¿Cuántos? —preguntó Carella.

—Diez —dijo la chica y se encogió de hombros.

—Un millón —dijo Meyer.

—No, sólo diez —dijo la chica.

—¿Cuál de ellas eres tú? —preguntó Carella—. ¿Lakie o Sarah?

—Sarah. Eh, ¿cómo es que sabéis mi nombre?

—Mi esposa se llama Sarah —dijo Meyer.

—¿Dónde está Nancy Elliot?

—Se largó. Tenía miedo de que Joey le hiciera daño. Eh, ¿cómo es que conocéis a Nancy?

—El nombre de mi abuela es Nancy —dijo Meyer.

—¿Sí? No me tomes el pelo.

—No te estoy tomando el pelo —dijo Meyer. Su abuela se llamaba Rose.

—¿Dónde está Lakie? —preguntó Carella.

—Salió a comprar un poco de licor. Se supone que hoy habrá una gran fiesta, amigo —dijo y volvió a mirar hacia el corredor.

—¿A la una de la tarde? —dijo Carella.

—Seguro, ¿por qué no? —dijo Sarah y se encogió de hombros—. Está lloviendo. —Cada vez que se encogía de hombros, sus pezones pedían gafas correctoras.

—Ya has visto la orden —dijo Carella—. ¿Qué te parece si nos dejas entrar?

—Seguro, adelante —dijo Sarah y salió al corredor para echar un vistazo hacia el ascensor.

—Será mejor que entres —dijo Meyer—, antes de que te constipes.

—Ya deberían estar aquí —dijo ella y se encogió de hombros.

—Entra —dijo Meyer.

Sarah volvió a encogerse de hombros y entró en el apartamento delante de él. Meyer cerró la puerta con llave y colocó la cadena de seguridad.

—Tú eres la chica de Joey Peace, ¿verdad? —dijo.

—No, él es mi abuelito —dijo Sarah y sonrió.

—Ve a ponerte algo de ropa —dijo Meyer.

—¿Para qué?

—Somos hombres casados.

—¿Quién no lo es? —dijo Sarah.

—¿Dónde dormía C. J.? —preguntó Carella.

—En todas partes —dijo Sarah.

—Quiero decir, ¿dónde está su dormitorio?

—El segundo siguiendo por el pasillo. —En ese momento se oyó el timbre eléctrico de la puerta. Sarah se volvió hacia la entrada y dijo—. Han llegado. ¿Qué debo decirles?

—Diles que estás ocupada —dijo Carella.

—Pero no estoy ocupada.

—Diles que está la policía —dijo Meyer—. Tal vez decidan marcharse por las buenas.

—¿Quiénes, los policías?

—No, el millón.

—Le he dicho que un millón no —dijo la chica—. Sólo diez.

—Ve a abrir la puerta —dijo Carella.

Sarah fue hasta la puerta y la abrió. Una muchacha alta y rubia, con un impermeable empapado y un chal de plástico sobre la cabeza, entró llevando una gran bolsa de papel marrón. Dejó la bolsa sobre la mesilla que había junto a la puerta, dijo: —¿Por qué has tardado tanto en abrir?— y luego vio a Carella y a Meyer y dijo—: Hola, muchachos.

—Hola, Lakie —dijo Carella.

—Son de la bofia —dijo Sarah tristemente.

—Mierda —dijo Lakie, se quitó el chal de plástico y agitó su larga cabellera rubia—. ¿Se trata de un arresto? —preguntó.

—Tienen una orden de registro —dijo Sarah.

—Mierda —volvió a decir Lakie.

Apenas habían comenzado a abrir cajones en el dormitorio de C. J. cuando volvió a sonar el timbre eléctrico. Unos minutos después, oyeron gritos en la entrada del apartamento. Carella salió del dormitorio y se dirigió a la puerta. Encontró a seis hombres mojados y obviamente molestos que discutían con Sarah, quien seguía vestida con sus minúsculas bragas rojas.

—¿Cuál es el problema, amigos? —preguntó Carella.

—¿Quién diablos es usted? —preguntó uno de ellos.

—Policía —dijo Carella y les enseñó la placa.

Los hombres la observaron en silencio.

—¿Es verdadera? —preguntó uno de ellos.

—De oro macizo —dijo Carella.

—Al diablo con nuestra fiesta, ¿verdad? —dijo Sarah.

—Bien dicho —dijo Carella.

—Oh, chico —dijo uno de los hombres sacudiendo la cabeza.

Meyer le llamó desde el dormitorio.

—¡Steve! Ven a ver esto.

—Cerrad la puerta cuando salgáis, muchachos —dijo Carella y les indicó que se marcharan.

—Era una gran idea, Jimmy —dijo uno de los hombres.

—Cierra esa maldita boca, ¿quieres? —dijo Jimmy y cerró la puerta violentamente detrás de él. Carella hizo girar la llave y colocó la cadena de seguridad.

—¿Y ahora qué voy a hacer durante toda la tarde? —preguntó Sarah.

—Lee un libro —dijo Carella.

—¿Un qué? —preguntó ella.

—¡Steve! —llamó Meyer.

—Vosotros entráis aquí —dijo Sarah, siguiendo a Carella a través del corredor—, y nosotras perdemos una pasta, lo que hubiésemos ganado con esa fiesta.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Carella.

—Esto —dijo Meyer.

—El horario de trenes de C. J. —dijo Sarah—, fantástico. ¿Para qué demonios sirve ahora? Ella está muerta, ya no tomará más trenes a ninguna parte —dijo, agitando vigorosamente la cabeza y los pechos de lado a lado.

—Ve a ponerte algo —dijo Meyer—, me estoy mareando.

—Mucha gente dice lo mismo —dijo Sarah, mirándose los pechos—. Me pregunto por qué.

—Ve a ponerte un sujetador, ¿quieres?

—No tengo ningún sujetador —dijo Sarah y cruzó los brazos delante de los pechos.

—¿La viste alguna vez consultando esto? —preguntó Carella.

—Sólo una vez por semana —dijo Sarah.

—¿Cuándo?

—Todos los miércoles.

—Mira lo que había marcado —dijo Meyer.

En un lado del horario figuraban todos los trenes que hacían el recorrido desde Isola hasta Tarkington, que era la última parada en la línea a Sands Spit. El otro lado del horario incluía a todos los trenes que llegaban a la ciudad desde la dirección opuesta. C. J. había trazado un círculo alrededor de un pueblo en el lado del horario que correspondía al regreso: Fox Hill.

—Escuchad —dijo Sarah—, ¿queréis un trago o alguna cosa? Quiero servir, detesto desperdiciar la jodida tarde, de verdad.

—La salida del próximo tren es a las 3:07 —dijo Carella y miró su reloj.

—Quiero decir —dijo Sarah dirigiéndose a Meyer—, a ti parece gustarte la acción, ¿qué me dices?

—¿Qué es esto? —dijo Carella.

—¿Dónde? —preguntó Meyer.

—Aquí mismo —dijo Sarah—. Mi dormitorio está al final del corredor.

—Aquí, en la parte inferior del horario —dijo Carella.

—¿Qué me dices, Peladito?

—En otro momento —dijo Meyer.

¿Cuándo? —preguntó Sarah.

Garabateados en la parte inferior del horario de trenes se leían los números 346 87 11. A menos que los dos detectives estuvieran completamente equivocados, estaban mirando un número de teléfono.

El policía costero que les llevaba a la isla en la lancha de la policía del condado de Elsinore era un hombre llamado Sonny Gardner. Lo que había sino una lluvia insistente cuando abandonaron la ciudad una hora antes, se había convertido aquí, en Sands Spit, en una fina llovizna que era algo más que neblina pero menos que una verdadera lluvia, un baño helado y brumoso que parecía surgir del agua y penetraba la piel como si lo hiciera por osmosis.

—Habéis elegido un día espantoso para viajar a Hawkhurst —dijo Sonny—. Puedo recordar días mejores.

—¿Es ese el nombre de la isla? —preguntó Carella—. ¿Hawkhurst?

—No, es el nombre de la casa. La isla se llama Kent. Pero los nombres están relacionados, si sabéis a qué me refiero. El tío que construyó la casa acostumbraba a pasar los veranos en Kent. Esto queda en Inglaterra, en un condado de Inglaterra. Cuando los británicos estuvieron en Spit, el comandante del fuerte que había en una de las islas era de Kent. Bautizó a las islas como Kent Mayor —donde estaba el fuerte— y Kent Menor, que es adonde vamos ahora. De cualquier modo, el tío que posteriormente compró la Kent Menor estaba familiarizado con Inglaterra y, cuando construyó la casa, la bautizó Hawkhurst, que es un pueblo de Kent.

—El hombre se llamaba Parker, ¿verdad? —dijo Carella.

—No, señor, no que yo sepa.

—En la compañía telefónica nos dijeron que el teléfono estaba a nombre de L. Parker.

—Ésa es la hija.

—¿Cuál es el nombre de pila?

—Lily. El viejo construyó la casa para ella cuando hizo los dieciséis años.

—¿Cómo se llamaba él?

—Frank Peterson. Peterson Lumber, ¿les suena?

—No.

—Un tío muy importante en esta zona. Comenzó sus negocios en Jackson Cove, oh, después de la I Guerra Mundial y llegó a tener una empresa de varios millones de dólares. Hizo construir la casa para su hija cuando ella cumplió los dieciséis. Hija única. Un regalo de cumpleaños. ¿Os gustaría tener un padre así? —preguntó Sonny.

—Sí —dijo Meyer, pensando en que lo único que su padre le había dado era un nombre doble.

—¿Aunque quién sabe? —dijo Sonny—. La gente dice que la chica está chiflada, de modo que quién sabe lo que pasa con esas cosas, ¿eh?

—¿La chica? —dijo Meyer.

—Sí, la hija. Bueno, ya no es una niña, debe andar cerca de los cuarenta.

—Supongo que está casada —dijo Carella.

Estuvo casada —dijo Sonny—. Su esposo la abandonó prácticamente el día de la boda. Fue cuando se volvió loca.

—¿Está muy mal? —preguntó Carella.

—Bueno, no debía estar muy mal —dijo Sonny—, porque no la internaron ni nada por el estilo. Cuidaban de ella en la isla. Yo solía ver al viejo en la estación de ferrocarril esperando a las enfermeras cuando cambiaban los turnos.

—Pero la gente sigue diciendo que está loca, ¿eh? —dijo Meyer.

—Bueno, excéntrica —dijo Sonny—. Puede ponerlo así. Excéntrica.

—¿Dónde está el viejo ahora?

—Muerto —dijo Sonny—. Ya debe hacer seis o siete años que murió. Sí, eso es, en julio se cumplirán siete años. Fue entonces cuando murió. Dejó a la hija sola en el mundo.

La lancha estaba llegando a una pequeña cala de arena en el extremo meridional de la pequeña isla. En la bahía apenas se veía el muelle envuelto en la niebla, sus pilotes irguiéndose como fantasmales centinelas en la bruma. Más allá, en la parte de la isla que miraba al océano, el oleaje golpeaba contra una extensa playa de arena blanca.

—Es la única casa que hay en la isla —dijo Sonny—. Hawkhurst. Es una isla privada. Ésta y Kent Mayor. Las dos son islas privadas. —Maniobró con la lancha acercándola al muelle y Carella saltó a tierra y cogió el cabo que Meyer le arrojó. Lo ató a uno de los pilotes, extendió la mano para ayudar a Meyer y luego dijo—: ¿Puede esperarnos?

—¿Cómo iban a regresar a tierra si no? —dijo Sonny—. No hay servicio de transbordador, ya les he dicho que se trata de una isla privada.

—Tal vez demoremos un poco —dijo Carella.

—No hay prisa —dijo Sonny.

La casa se alzaba gris y desolada contra un cielo gris y desapacible. Meyer y Carella recorrieron una senda de pizarra hasta llegar a la puerta principal. No había timbre y tampoco ninguna placa con nombre, pero en la puerta colgaba un pesado llamador de bronce oxidado y Carella llamó varias veces golpeándolo contra la madera gastada. Los detectives esperaron. Un viento frío y húmedo llegaba desde el océano. Carella se levantó el cuello de su impermeable y luego volvió a accionar el llamador.

La puerta se abrió apenas, frenada abruptamente por una cadena de seguridad. Detrás de la puerta, detrás del resquicio de la puerta sólo había oscuridad. En la oscuridad, distinguieron vagamente un pálido óvalo que parecía ser el rostro de una mujer flotando en el espacio detrás de la puerta.

—¿Señora Parker? —dijo Carella.

—¿Sí?

—Policía de Isola —dijo y le enseñó la placa.

—¿Sí?

—¿Podemos entrar?

—¿Para qué?

—Estamos investigando unos homicidios cometidos en la ciudad —empezó a decir Meyer—, y quisiéramos…

—¿Homicidios? ¿Qué puedo saber yo sobre…?

—Por favor, ¿podemos entrar, señora Parker? —dijo Carella—. Aquí afuera hace frío y está lloviendo, y creo que sería mejor que hablásemos…

—No —dijo ella—, estoy ocupada —y comenzó a cerrar la puerta. Carella colocó el pie entre la puerta y el quicio de la misma.

—Quite su pie —dijo ella.

—No, señora —dijo él—. Mi pie se queda donde está ahora. Nos deja entrar o…

—No, no les dejaré entrar.

—Muy bien, hablaremos aquí entonces. Pero usted no va a cerrar esta puerta, señora.

—No tengo nada que decirles.

—Estamos aquí porque encontramos su número de teléfono en un horario de trenes que pertenecía a una de las víctimas de esos homicidios —dijo Carella—. ¿Su número de teléfono es el 346 87 11?

Los ojos de la mujer centellearon en la oscuridad como pinchazos de luz. Silencio. Luego:

—Sí, es mi número de teléfono.

—¿Conoce a una persona llamada C. J. Hawkins?

—No.

Una larga cabellera rubia, Carella pudo distinguirla en la oscuridad. Los ojos brillaban intensamente en el rostro pálido y delgado, detrás del resquicio que dejaba la puerta apenas entreabierta.

—¿Qué me dice de George Chadderton?

—No.

—¿Ambrose Harding?

—No.

—Señora Parker, sabemos que C. J. Hawkins viajaba a Sands Spit todos los miércoles y alguien que conducía un coche la recogía en la estación de Fox Hill. —Carella hizo una pausa—. ¿Ese alguien era usted?

—No.

—Señora, si abriera la puerta, podríamos…

—No, no lo haré. Quite su pie. ¡Quítelo, maldito sea!

—No, señora —dijo Carella—. ¿Conoce a alguien llamado Santo Chadderton?

Nuevamente, los ojos relampaguearon en la oscuridad detrás de la puerta. Una breve vacilación. Luego:

—Ya me ha preguntado por él, ¿verdad?

—Ése era George Chadderton. Ahora le hablo de su hermano Santo.

—No conozco a ninguno de los dos.

—¿Tiene usted una pistola?

—No.

—¿Ha abandonado la isla en los últimos días?

—No.

—¿Estaba usted aquí en la noche del 15 de septiembre a las 11 de la noche aproximadamente?

—Sí.

—¿Y a las 3:30 de la mañana de esa misma noche?

—Estaba aquí.

—¿Había alguien con usted?

—No.

—Señora Parker —dijo Carella—, le agradecería que quitara la cadena…

—No.

—Esto no la ayuda a…

—Márchense de aquí.

—Nos obliga a regresar con una orden judicial para registrar la casa.

—Dejadme sola.

—Muy bien, eso es lo que tendremos que hacer —dijo Carella y quitó el pie de la puerta. Se cerró violentamente. Le dolía el maldito pie.

—Maldita puta —dijo y echó a andar por la senda de pizarra en dirección a la lancha.

—¿Realmente iremos a buscar una orden de registro? —preguntó Meyer, que caminaba junto a él.

—¿En el condado de Elsinore? —dijo Carella—. Nos llevaría un mes.

—¿Estás pensando lo que yo pienso?

—Estoy pensando en entrar de todos modos.

—Bien —dijo Meyer.

Sonny Gardner les esperaba en el muelle.

—Nos quedaremos un rato —dijo Carella—. Me gustaría que se dirigiera a tierra firme sin nosotros. Haga todo el ruido que pueda, haga sonar la sirena y fuerce los motores a tope, asegúrese de que ella se entera de que la lancha se aleja de la isla. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Sonny—. ¿Cuándo vuelvo a recogerles?

Carella miró a Meyer. Meyer se encogió de hombros.

—Dentro de una hora —dijo Carella.

—¿Qué demonios hay en esa casa? —preguntó Sonny.

—Fantasmas, tal vez —dijo Carella.

—No me extrañaría que los hubiera —dijo Sonny haciendo girar los ojos. Estaba poniendo en marcha el motor cuando oyeron el primer grito. Era un grito de terror y dolor que atravesó la niebla y les puso los pelos de punta. Carella y Meyer sacaron sus armas. En el mismo momento, Sonny apagó los motores y sacó su arma, pero no se movió de la lancha. Los dos detectives subieron a la carrera la senda que llevaba a la puerta principal. Carella la abrió de un violento puntapié y ambos irrumpieron en el vestíbulo que ahora estaba iluminado por una lámpara Tiffany que colgaba encima de una mesa esquinera sobre la que había revistas, periódicos y correspondencia. Agazapados, escudriñaron el vestíbulo vacío con las armas a punto, y oyeron el segundo alarido que provenía desde abajo y a la derecha.

—El sótano —dijo Carella y corrió hacia una puerta situada en el extremo de un corredor que conducía a la cocina. Abrió la puerta y volvió a oír un alarido, esta vez sostenido, esta vez no sosegado, esta vez un alarido uniforme y penetrante que sólo se interrumpió el tiempo suficiente para que la víctima pudiera tomar aliento, y luego continuó. Bajó la escalera que llevaba al sótano con Meyer detrás de él. Juntos, atravesaron una habitación con una mesa de pool en su centro, y luego junto a un horno empotrado, y se detuvieron justo fuera de una sólida puerta de roble con fuertes goznes que estaba abierta en el corredor. Los gritos provenían del interior de la habitación que estaba detrás de la puerta, una pausa, el jadeo buscando aire nuevamente, y luego el alarido, uniforme, terrorífico, agonizante. Más allá de la primera puerta había una segunda, abierta también y formando un ángulo con respecto a la habitación. Carella entró en la habitación y estuvo a punto de tropezar con el cuerpo inerte de un perro pastor alemán que yacía junto a la entrada. La parte posterior de la cabeza del animal había sido volada y había un charco de sangre seca en el suelo. Carella se estaba desplazando alrededor del perro y de la sangre cuando ella vino hacia él.

Sonny Gardner les había dicho que la mujer que vivía en esa casa sólo tenía cuarenta años, pero la mujer que se acercaba a Carella era indudablemente mayor. Oh, sí, era alta y delgada, y sí, su cuerpo parecía joven con ese largo vestido negro que lo cubría, su pelo rubio agrisándose sólo ligeramente aquí y allá. Pero su rostro era el rostro de una mujer de sesenta años, arrugado y consumido, empañado por una palidez cadavérica, los ojos hundidos, los labios fuertemente apretados. Carella comprendió súbitamente que estaba contemplando el rostro devastado de una mujer loca, y sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con los incesantes gritos que provenían del otro lado de la habitación.

Lily Parker tenía un cuchillo en la mano, y del cuchillo goteaba sangre, y su largo vestido negro estaba cubierto de sangre, y su largo pelo rubio estaba manchado de sangre y había sangre salpicada en sus manos y en su rostro. Mientras ella se acercaba —él aún no había visto lo que había en la cama—, él se preguntó si la sangre era la causa de que ella no abriera la puerta; ¿acaso había permanecido detrás de la puerta, en el vestíbulo, toda cubierta de sangre? Los ojos de la mujer estaban muy abiertos y le miraban fijamente a medida que se acercaba a él —él aún no había visto al hombre que yacía sobre la cama—, el cuchillo extendido y agitándose en el aire. El primer disparo lo hizo hacia abajo, a las piernas, a la envoltura negra del vestido cubierto de sangre, y falló, y ella siguió acercándose, y esta vez él levantó la pistola y disparó dos veces en rápida sucesión, haciendo impacto en el hombro izquierdo de la mujer, lanzándola sobre la alfombra después de hacerla girar violentamente.

Él todavía no había visto el horror que le esperaba sobre la cama.

Había sangre por toda la alfombra que rodeaba la cama. Había sangre empapando la ropa de cama. En la cama, sobre su espalda, yacía un hombre con los bazos y las piernas atados a los cuatro pilares. El hombre seguía gritando aunque Lily Parker yacía herida en el suelo, donde ya no podría hacerle ningún daño. El hombre sólo tenía piel en el rostro. El resto de su piel había sido desprendida de su cuerpo, de modo que yacía sobre la cama como una masa desnuda y sangrante de músculos y nervios expuestos.

Carella se volvió inmediatamente, colisionando casi con Meyer que se encontraba detrás de él.

—Necesitaremos… —dijo, y no pudo continuar. Buscó un teléfono, no encontró ninguno en la habitación, y cruzó rápidamente el sótano y subió la escalera hacia la cocina, donde encontró un teléfono en la pared. Entonces marcó el número de la policía local, se identificó y les contó lo que había encontrado y pidió que enviasen una ambulancia lo antes posible.

—Es horrible —dijo—. Nunca había visto algo semejante en toda mi vida.

No cesó de llover hasta la mañana del domingo 24 de septiembre. La lluvia cesó de golpe; las nubes no se disiparían hasta varias horas después pero ahora, al menos, ya no llovía. Los primeros y tentativos rayos de sol se filtraron a través de la cubierta de nubes a las 2:00 de la tarde y a las 2:15 el pavimento húmedo reflejaba la luz del sol. A las 3:30 de esa misma tarde, Santo Chadderton moría en la Unidad de Vigilancia Intensiva del hospital de Fox Hill. Ese mismo día, en la Unidad de Psiquiatría en la sexta planta del Hospital Buena Vista de Isola, un equipo de psiquiatras estaba entrevistando a Lily Parker para determinar si estaba o no lo bastante cuerda como para presentarse a juicio. Una transcripción de esa entrevista llegó más tarde al escritorio de Carella. Estaba redactada en forma de preguntas y respuestas. Mientras la leía, sólo podía recordar el cuerpo despellejado de Santo Chadderton en el sótano de Hawkhurst.

P: Señora Parker, ¿puede decirnos por qué mató a George Chadderton?

R: Porque él lo sabía

P: ¿Qué era lo que sabía?

R: Que Robert estaba conmigo en la isla.

P: ¿Robert?

R: Mi esposo.

P: ¿Estaba con usted en la isla?

R: En la habitación del sótano donde solían encerrarme.

P: ¿Quién solía encerrarla?

R: Robert y mi padre.

P: Señora Parker, su esposo la abandonó hace más de veinte años. ¿No es así?

R: Bueno, sí, pero regresó.

P: Si la abandonó hace tanto tiempo…

R: Sí, pero él regresó, acabo de decírselo.

P: Entonces hubiese sido imposible que él la encerrara en esa habitación del sótano.

R: Sí, pero no para mi padre.

P: ¿Fue su padre quien la encerró en esta habitación?

R: Había una enfermera sentada al otro lado de la puerta. Me ponía inyecciones todo el tiempo.

P: ¿Y su padre le hacía eso?

R: Y Robert. Por causa de Robert, ¿no lo entiende?

P: ¿Porque Robert la abandonó?

R: Sí. Fue entonces cuando enfermé. Cuando Robert se marchó. Fue entonces cuando mi padre instaló las puertas dobles y me encerró en la habitación.

P: Señora Parker, ¿cuándo murió su padre?

R: Hace siete años.

P: ¿En qué mes, lo recuerda?

R: En julio.

P: ¿Y cuándo conoció a Santo Chadderton?

R: No sé quién es ese hombre.

P: Señora Parker, tenemos una lista de los invitados a una fiesta llamada el Baile de Blondie, un baile de beneficencia que tuvo lugar un 11 de septiembre de hace siete años.

R: ¿Sí?

P: Su nombre aparece en esta lista —suponemos que es su nombre— L. Parker. ¿Es usted?

R: Sí, Lily Parker.

P: Santo Chadderton era uno de los músicos que tocaba esa noche.

R: No conozco a nadie llamado Santo Chadderton.

P: ¿No era Santo Chadderton el hombre con el que usted estaba viviendo en la isla?

R: No, no.

P: ¿Quién era ese hombre entonces?

R: Robert. Mi esposo. Él regresó. Después de que papá murió. Robert volvió a mí.

P: ¿Dónde volvió a encontrar a Robert, señora Parker?

R: En el baile en septiembre, una princesa de cuento de hadas, toda vestida de blanco, con una máscara en mi rostro, él ni siquiera supo quién era yo al principio. Estúpido Robert, tocando música en una banda.

P: ¿Cuándo le llevó a la isla?

R: Por la mañana. Pasamos la noche en el hotel, él se deshizo en disculpas, hicimos el amor maravillosamente.

P: Y por la mañana se fueron a la isla.

R: Sí.

P: ¿Y él se quedó con usted desde aquel día?

R: Oh, sí, ¿por que habría de querer marcharse? Yo cuidaba muy bien de él. Él lo sabía. Finalmente, comprendió cuánto me amaba.

P: Señora Parker, ¿por qué mató a Clara Jean Hawkins?

R: Ella fue quien lo contó.

P: ¿Contó qué?

R: Sobre nosotros en la isla. Una noche, yo la llevé a casa para que estuviera con Robert, para que se sintiera estimulado por una tercera persona. No era justo, él nunca quería abandonar la isla, y pensé que sería una buena idea traerle a alguien que le estimulara un poco. La conocí un día en la calle, en el centro de la ciudad, cerca de la estación de ferrocarril, parecía joven y vivaz, le pregunté si le gustaría acompañarme a Hawkhurst. Y, naturalmente, ella aceptó porque vio que yo era una mujer hermosa y de buena familia, él siempre solía decirme lo hermosa que yo era, mi padre, me regaló Hawkhurst cuando hice los dieciséis años, y C. J. también reconoció mi belleza, lamió mi coño, saboreó mi coño, fue una lástima que tuviera que matarla.

P: Cuando usted dice que ella contó…

R: Se lo contó al hermano de él, ¿no lo entiende?

P: ¿Al hermano de Santo?

R: Lo descubrí el jueves pasado cuando la llevaba en el coche a la estación. Me contó que pensaba hacer un álbum con él. ¡Canciones! Iban a escribir canciones sobre sus experiencias, ¿podéis imaginaros eso? ¡Canciones sobre nosotros! ¡Canciones sobre lo que hacíamos los tres en la isla!

P: ¿Ella le dijo eso? ¿Que las canciones se referían a ustedes tres?

R: Bueno, ¿de qué otra cosa iban a hablar?

P: De modo que usted la mató.

R: Por supuesto. Para salvar a Robert.

P: ¿Para salvarle?

R: Sí, para salvarle, para tenerle.

P: Entonces… señora Parker… ¿por qué le mató?

R: No lo hice.

P: Está muerto, señora Parker. Nos han comunicado que está muerto.

R: No, no. Él volverá, ya lo veréis. Yo también pensé que estaba muerto, durante mucho tiempo, pero él volvió, ¿verdad? Sólo que esta vez yo no fui tan tolerante. No les quepa ninguna duda. Le quité toda la ropa. Le dejé completamente desnudo. Para que no pudiese volver a escapar. Pero esta vez, cuando vuelva seré más dura con él. En una oportunidad le clavé agujas en el pene para que se mantuviera erecto. Eso fue antes de que C. J. comenzara a visitarnos. También le corté un dedo. Pero lo hice porque su pene no estaba erecto. Un hombre tiene que tener el pene erecto, si no, ¿para qué sirve? Yo siempre se lo decía. Esta vez… cuando vuelva esta vez… bueno, ya verá, eso seguro.

P: ¿Qué hará esta vez, señora Parker?

R: Oh, él ya lo verá.

Cuando el informe llegó al escritorio de Carella ya estaban casi en octubre. Lily Parker había sido puesta nuevamente bajo custodia en los Servicios de Riverhead para Dementes. Para esa época, los cielos de la ciudad eran claros y azules y el aire era tonificante. Las máquinas de escribir tecleaban en los escritorios y los teléfonos sonaban. Carella se levantó de su escritorio y fue hasta los archivadores, y encontró la carpeta de Chadderton bajo la letra C y archivó el informe dentro de la carpeta. El caso estaba cerrado, todo había quedado bien atado con un bonito lazo. Todas las piezas en su lugar, como en una falsa novela de misterio.

Pero el teléfono de su escritorio volvía a sonar.