Capítulo 11
Capítulo 11
Carella no se acostumbraba a pensar en Sam Grossman como en el capitán Sam Grossman, no después de que hubiese sido el teniente Sam Grossman durante tanto tiempo. En lo alto de una torre situada hacia el este —o mejor dicho, en la planta destinada a laboratorio policial en el nuevo edificio del Cuartel General de la Policía, construido en cristal, acero y hormigón en High Street, en el centro de la ciudad—, Grossman estaba medio sentado, medio inclinado sobre una gran mesa blanca donde se veían numerosos microscopios negros. Llevaba una bata de laboratorio encima de un traje gris, y sus gafas reflejaban una lluvia también gris que se escurría por los cristales de las ventanas, un cielo gris que se extendía a través de un horizonte opaco, puentes que parecían trazos de lápiz negro y que unían la isla con los distantes contornos grises de la ciudad. El efecto era rigurosamente moderno, casi monocromático; los blancos, negros y grises sólo interrumpidos por los fríos azul y verde de la caja con el dibujo de las flores de lis y el cálido rosa de la orquídea sobre la mesa del laboratorio.
—¿Qué informe quieres primero? —preguntó Grossman—. ¿El de la caja o el de la flor?
En su voz había una amabilidad que contrastaba con la frialdad del conocimiento científico que se esperaba de él. Escuchar hablar a Grossman sobre los resultados de sus pruebas de laboratorio era como escuchar a un recogedor de nabos de Nueva Inglaterra explicar que, a diferencia de los conceptos de Galileo o Newton, el tiempo y el espacio debían ser considerados como pertenecientes a sistemas o marcos de referencia en movimiento.
—Comencemos por la caja —dijo Carella.
—Tengo entendido que no reconoces el diseño.
—Lo conozco, pero no lo reconozco.
—B. Reanaud, de la Avenida Hall.
—Exacto, eso es.
—Es su caja de regalo estándar. Cambian el color de vez en cuando, pero el dibujo de la flor de lis es siempre el mismo. Podrías averiguar cuándo fue la última vez que cambiaron los colores.
—Lo haré. ¿Alguna otra cosa que debiera saber?
—No hemos encontrado una sola huella en la caja, nada salvo polvo.
—¿Algo especial en cuanto al polvo?
—Esta vez, no. Lo siento, Steve.
—¿Qué hay de esa flor?
—Bueno, se trata de una orquídea, como seguramente habrás supuesto.
—Sí, me imaginé que sería una orquídea —dijo Carella sonriendo.
—Se trata de una variedad común originaria de zonas templadas septentrionales —dijo Grossman—, caracterizada por su flor rosada y su labio en forma de pantufla. Puedes comprarla en cualquier floristería de la ciudad. Sólo tienes que entrar y pedir una Calypso bulbosa.
—Está bromeando —dijo Carella.
—¿Sí? —dijo Grossman, sorprendido.
—¿Calypso bulbosa? ¿Calypso?
—Ése es su nombre. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?
Carella sacudió la cabeza.
—Estoy seguro de que Harding ignoraba el nombre de esa maldita flor pero, aun así, estaba aterrorizado. Calypso bulbosa. El asesino le estaba diciendo «Mira esta flor tan bonita… significa muerte». Y Harding lo supo instintivamente. —Volvió a sacudir la cabeza.
—Significados dentro de otros significados —dijo Grossman.
—Ruedas dentro de otras ruedas —dijo Carella.
—Girando —dijo Grossman.
La persona con la que Carella habló en B. Reanaud era una mujer llamada Betty Ungar. Por teléfono, su voz sonaba precisa pero agradable, casi como la voz de un robot lubrificado con melaza.
—Sí —dijo ella—, el dibujo de la flor de lis es exclusivamente nuestro. Aparece en todos nuestros anuncios en la prensa y la televisión, en nuestras facturas y en nuestras bolsas de compra y, por supuesto, en nuestras cajas de regalo.
—Tengo entendido que los colores cambian de vez en cuando.
—Cada Navidad, sí —dijo la señorita Ungar.
—La caja que tengo sobre mi escritorio —dijo Carella—, tiene un diseño de flores de lis color azul sobre un campo verde. Me pregunto si…
—Oh ¡Dios mío! —exclamó la señorita Ungar.
—¿Hay algún problema?
—Azul y verde. Oh, Dios mío, me temo que ese diseño es muy anterior a mi llegada a la tienda.
—¿Quiere decir que se trata de una caja antigua?
—Llevo trabajando aquí seis años —dijo la señorita Ungar—, y recuerdo cada variación de color que hemos utilizado; el rojo sobre rosa la última Navidad, por ejemplo, el negro sobre blanco la Navidad anterior, el marrón sobre beis en la Navidad de hace dos años…
—Uh-huh —dijo Carella—. Pero este modelo azul sobre verde…
—Es anterior a mi llegada a la tienda.
—Hace más de seis años, ¿verdad?
—Sí.
—¿Podría decirme exactamente de cuándo es este modelo?
—Bueno… ¿es muy importante para usted?
—Podría serlo —dijo Carella—. No hay forma de decir si una pieza de información nueva es importante, hasta que, de pronto, se vuelve importante.
—Um —dijo la señorita Ungar, tratando de transmitir con ese gruñido monosilábico una sincera falta de convicción en cuanto a la urgencia de la misión de Carella, y una sospecha añadida acerca de su filosofía casera en cuanto a la importancia relativa de las pistas y la teoría de la celebridad espontánea—. Aguarde un momento, por favor —dijo.
Carella esperó. Mientras esperaba, la música que sonaba en la tienda se filtró a través del auricular. Carella escuchó la música y se preguntó por qué los norteamericanos pensaban que era necesario llenar cada silencio con alguna clase de sonido. Era virtualmente imposible entrar en un taxi, un ascensor o incluso en una funeraria en los Estados Unidos sin que hubiesen altoparlantes que propagaran sonidos de una u otra clase. ¿Qué había pasado con las silenciosas colinas cubiertas de hierba? Recordaba haber visitado una vez la granja de su tío en el estado al otro lado del río, y haberse sentado en la cima de una colina cubierta de hierba, viendo como el mundo se extendía en completo silencio a sus pies. Ocupado en pensamientos tan bucólicos, y con la música enlatada que reproducía los acordes de «Sunrise, Sunset» junto a su oreja derecha, Carella casi se quedó dormido. La voz vagamente mecánica de la señorita Ungar le devolvió a la realidad.
—¿Señor Coppola? —dijo.
—Carella —dijo él.
—Um —dijo ella, ingeniándoselas en esta oportunidad para transmitir sus dudas de que Carella conociera su propio nombre—. He hablado con una persona que lleva trabajando aquí mucho tiempo —dijo ella—, y ese diseño en azul y verde se utilizó la Navidad anterior a mi llegada a la tienda.
—O sea en las Navidades de hace siete años.
—Sí —dijo la señorita Ungar—. Si yo comencé a trabajar aquí hace ahora seis años, y ese diseño se utilizó en la Navidad anterior a que yo comenzara a trabajar aquí, entonces sí, eso fue hace siete años.
Carella tuvo la sensación de que acababan de llamarle imbécil. Agradeció a la señorita Ungar el tiempo que le había dedicado y colgó. Siete años, pensó. Miró la caja; con todas las teorías del trabajo policíaco actuando en contra, la nueva pieza de información se negaba a volverse súbitamente importante.
El equipo de técnicos del laboratorio que acudieron al apartamento de Ambrose Harding no buscaba necesariamente pistas que pudieran relacionar ese asesinato con los de George Chadderton y Clara Jean Hawkins. Los proyectiles encontrados —uno de ellos en el alféizar de la ventana que había encima de la pileta y el otro extraído del cráneo de Harding por el médico ayudante que practicaba la autopsia del cadáver— dirían a Balística si era la misma pistola la que se había utilizado en los tres asesinatos, y en caso afirmativo sería una conexión suficiente. Los técnicos del laboratorio, en cambio, estaban buscando cualquier pista, cualquier cosa que pudiese sacar el caso de las tinieblas para situarlo en el terreno de la especulación significativa.
Ya existía, incluso antes de que el Departamento de Balística enviase su informe sobre los proyectiles encontrados, una sensación de continuidad rayando en la publicación por entregas; un asesinato más y las cadenas de televisión cobrarían nuevas fuerzas para la siguiente temporada. En una ciudad como ésta, un solo asesinato no servía para atraer a las masas. Se podía conseguir una variedad única de asesinato de jardín cualquier día de la semana, de modo que ¿dónde estaba la novedad? Dos asesinatos cometidos con la misma arma, sin embargo, o incluso dos asesinatos cometidos en la misma zona de la ciudad dentro de un espacio de tiempo relativamente corto, o dos víctimas de asesinato que se parecían vagamente en edad, ocupación o color del pelo, eran suficientes para hacer que algunos de los periodistas más creativos de la ciudad comenzaran a especular ociosamente y en alta voz si acaso no habría otro asesino chiflado vagando por las calles mientras la policía estaba tranquilamente sentada sobre sus gordos culos. ¿Pero tres asesinatos? ¿Tres asesinatos en un lapso de cinco días? ¿Tres asesinatos que, casi con toda probabilidad, habían sido cometidos con la misma arma? Tres asesinatos de tres personas de color, una de ellas habitante de, si no el submundo, al menos la suave parte inferior blanca del submundo, ese mundo nocturno de invitaciones susurrada y promesas discretamente cumplidas.
No había nada que estimulara más la imaginación de la gente que el asesinato de una prostituta. Proporcionaba a los virtuosos una sensación de extremada gratificación, siendo castigada la culpable, si no por la mano de Dios, sí al menos por la mano de alguien que conocía perfectamente los peligros que entrañaba la prostitución en una sociedad donde los hombres se paseaban con sus braguetas abiertas. Para muchos otros —aquellos hombres y mujeres que en algún momento fantasearon con la idea de utilizar servicios de una prostituta o bien de brindar los servicios de una prostituta (una fantasía femenina bastante común)— el asesinato era una prueba, en caso de que se necesitara alguna, de que en esta ciudad existía realmente un numeroso ejército de mujeres preparadas y decididas a ofrecer sus servicios a cualquiera, independientemente de su raza, credo, color, género o secta. Que el servicio en cuestión estaba, ocasionalmente, lleno de peligros era una hecho indudablemente apoyado por el asesinato. La muerte es el fruto del pecado, hermano… pero, Jesús, aun así sonaba muy excitante. Y para aquellos que efectivamente habían flirteado aquí o allá en este o aquel sórdido cuarto de hotel, o en moteles clasificados con dos rombos al otro lado del río donde uno podía visionar una película porno al tiempo que interpretaba su propia película sobre una cama de agua, o en cualquiera de los salones de masaje que se alineaban en los suburbios de la ciudad, al norte, sur, este y oeste, para aquellos, en resumen, que habían superado la línea que separaba el sexo por diversión y placer (¿tu apartamento o el mío, cariño?) del sexo por dinero, el sexo como pecado, el sexo como el negocio más practicado en la historia de la raza humana (¿tu raza o la mía, cariño?) para aquellas personas simples también, había cierta fascinación en el asesinato de una prostituta porque se preguntaban a) si un fulano como ellos la había matado, o b) si la había asesinado uno de esos chulos de aspecto terrible con sus sombreros de chulo de ala ancha, o c) si la chica que había sido asesinada era alguien que, quizá, les había hecho pasar un buen momento la noche anterior… después de un rato todas parecían iguales. De modo que, sí, había toda clase de excitantes posibilidades para considerar cuando una prostituta era asesinada. Mate a su cantante de calipso, mate a su agente de cantante de calipso, y nadie se muestra demasiado excitado, aun cuando hubiese una continuidad en los asesinatos. Pero ¿matar a una prostituta? Una peluca rubia caída sobre la acera, ¡por el amor de Dios! ¡Con la falda levantada y el culo al aire! ¡Una bala en el corazón y otras dos en la cabeza! Eso sí era inusual e interesante.
Y también lo era la arena.
Lo que los técnicos del laboratorio encontraron en el apartamento de Ambrose Harding fue arena.
—Arena —le dijo Grossman a Carella por teléfono.
—¿Qué quiere decir con arena?
—Arena, Steve.
—¿Como en la playa?
—Sí, como en la playa.
—Me siento muy feliz de oír eso —dijo Carella—, especialmente si tenemos en cuenta que en Diamondback no hay playas.
—Sin embargo, hay algunas playas en Riverhead —dijo Grossman.
—Sí, y un montón de playas en Sands Spit.
—Y aún más playas en las islas Iodine.
—¿Cuánta arena encontraron sus muchachos en el apartamento? —preguntó Carella.
—No tanta como para hacer una playa con ella.
—¿Suficiente para pavimentar una acera?
—Una cantidad minúscula, Steve. La recogimos con la aspiradora. Sin embargo, me pareció lo bastante inusual como para informar de su hallazgo. ¿Arena en un apartamento de Diamondback? Yo diría que es bastante inusual.
—E interesante —dijo Carella.
—Inusual e interesante, sí.
—Arena —dijo Carella.
Un vistazo al mapa de la ciudad revelaba cinco secciones diferentes, algunas de las cuales estaban separadas por canales navegables y unidas como si fuesen gemelos siameses por puentes en la cadera o el hombro, otras con límites comunes que, sin embargo, definían entidades políticas y geográficas, una era una isla en sí misma, completamente rodeada de agua y —en los corazones y mentes de sus habitantes— completamente rodeada también de enemigos. No era una ciudad tan paranoide como Nápoles, que ostenta el récord de esa enfermedad, pero igualmente era una ciudad claramente sospechosa, una ciudad que sentía que todas las demás ciudades sobre la faz de la tierra estaban pudriéndose por su ruina fiscal, sólo porque se trataba de la primera ciudad del mundo. El maldito problema que implicaba semejante suposición paranoide residía en que era verdad. Ésta no era solamente una ciudad, era la ciudad. Según Carella lo veía, si uno debía preguntar qué clase de ciudad era, entonces uno no vivía en una ciudad, o sólo pensaba que estaba viviendo en una ciudad. Esta ciudad era la ciudad más jodidamente maldita del mundo, y Carella compartía con cada uno de sus habitantes —ya fuesen trotamundos o reclusos de apartamento— la certeza de que no existía un lugar como éste en ninguna parte. Era, simplemente, el único lugar donde se podía vivir.
Mirando el mapa de la ciudad, buscando sus zonas de arena en ella y a su alrededor, Carella estudió el largo dedo de arena que no era realmente parte de la ciudad pero que sin embargo, y a pesar del hecho de que pertenecía al condado vecino, era considerado como un campo de juegos por cualquiera que viviera en la ciudad propiamente dicha. El condado de Elsinore, bautizado así por un colonizador inglés versado en los trabajos de sus más ilustres compatriotas, consistía en una ocho comunidades establecidas sobre la costa oriental, todas ellas protegidas de la erosión y los ocasionales vientos huracanados por Sands Spit que —y con todo el debido respeto por la actitud chovinista de la ciudad— tenía algunas de las playas más bellas del mundo. Sands Spit se extendía prístinamente de norte a sur, formando un rompeolas natural que servía de protección para el territorio continental pero no para sí misma ni para las numerosas islas más pequeñas que formaban un racimo alrededor de ella como un pez piloto alrededor de un tiburón. Estas islas recibían el nombre de Iodines.
En total, las Iodines eran seis islas, dos de ellas de propiedad privada, una tercera había sido reservada como parque estatal abierto al público, mientras que las tres restantes era un poco más grandes que sus hermanas y se habían desarrollado más o menos llamativamente con condominios de edificios de varios pisos y hoteles y sus osados habitantes aparentemente estaban decididos a hacer frente a los huracanes que, con bastante frecuencia, asolaban Sands Spit, las Iodines y, en ocasiones, la propia ciudad. Las Iodines[18] habían sido bautizadas con un nombre bastante extravagante, pero casi todo en la ciudad y sus alrededores tenía nombres extravagantes. Era un hecho bien conocido, por ejemplo, que no había ríos con sus fuentes (o incluso sus desembocaduras) en esa sección de la ciudad llamada Riverhead[19]. Había un arroyo en esa zona, pero se llamaba Estanque de las Cinco Millas, y no tenía cinco millas de largo y tampoco las tenía de ancho, y tampoco se encontraba a cinco millas de ningún punto geográfico característico, y, no obstante, había un arroyo llamado Estanque de las Cinco Millas en un lugar llamado Riverhead donde no había ningún río. De hecho, y raramente era apreciado por aquellos habitantes de Riverhead que constantemente preguntaban, «¿Eh, cómo es que no hay ríos en Riverhead?», ese lugar había sido llamado originariamente Granjas de Ryerhurt por el protector holandés que entonces era propietario de una importante cantidad de tierras en la zona y, finalmente, llegó a ser conocido simplemente como Ryerhurt, nombre que en 1919 fue cambiado por Riverhead porque la memoria de la gente parecía recordar sólo vagamente que Ryerhurt había sido un holandés, y durante e inmediatamente después de la I Guerra Mundial, un holandés significaba un alemán y no alguien que había llegado al país procedente de su Rotterdam natal. Era una ciudad ciertamente peculiar.
Las islas Iodine no contenían una pizca de yodo —y tampoco lechos de salitre ni algas marinas ni pozos de aguas salobres— y afortunadamente era así ya que el descubrimiento de ese halógeno en las islas hubiese provocado el saqueo indiscriminado por parte de toda clase de compañías dedicadas a la fabricación de suministros farmacéuticos, fotográficos o tinturas de yodo. Por tanto, las islas Iodines eran virtualmente vírgenes. Nadie sabía a ciencia cierta el origen de su nombre, aunque estaba fuera de toda duda que nunca habían sido propiedad privada de ningún holandés llamado Iodine, y tampoco de ningún inglés llamado Iodine, que era probablemente una posibilidad más probable ya que había una evidencia histórica, escrita y física, de que un fuerte inglés había ocupado en una época lejana una posición clave en una de las islas más grandes, controlando el acceso desde el océano a las entonces ricas granjas del condado de Elsinore que se agrupaban detrás de Sands Spit. La isla más pequeñas había sido propiedad de un capitalista que, en 1904, había llevado allí a su flamante esposa. Desde entonces, la isla había cambiado de manos una docena de veces. La otra isla de propiedad privada sólo tenía una casa. Era una casa gris y curtida por la intemperie. Alzándose severamente contra el horizonte, parecía una prisión.
Oyó que la lancha regresaba, era uno de los pocos sonidos que lograba superar las puertas dobles, el agudo rugido de los dos motores, los cambiantes sonidos mientras ella maniobraba para acercarse al muelle. Conducía esa lancha del mismo modo en que la gente corriente conduce un coche o una bicicleta, era realmente increíble como lo hacía. El primer día que ella le trajo a la isla, después de que hubieron pasado la noche en el hotel, le llevó muy lejos a algún lugar en Sands Spit, un lugar que él sólo había visitado para disfrutar de la playa, una playa maravillosa en Smithy’s Cove, adonde solía ir con su hermano y con Irene, se preguntaba cómo estaría su hermano, su preguntaba si él e Irene tendrían niños, se preguntaba si…
Ella le llevó a ese lugar en un Jaguar, un coche impresionante, pequeño, de color blanco, se preguntaba qué coche tendría ahora. Dejó el coche en el muelle, tenía esta motora amarrada en el muelle, parecía malditamente grande para que una mujer pudiera maniobrar con ella, incluso una mujer como ella, que conducía el Jaguar como si estuviese disputando una carrera en un circuito, increíble, ella era terriblemente excitante, lo había sido entonces, hacía mucho tiempo. Debía tratarse de la misma lancha. Había alcanzado a verla aquella vez, cuando casi logró escapar, cuando casi lo consiguió, casi logró fugarse de ese lugar. Ya nunca más pensó en escaparse. Sólo pensaba en morir.
Esta vez ella le había dejado comida suficiente, él no estaba preocupado por la posibilidad de morir de hambre, esta vez no. Ella había bajado a verle antes de marcharse a la ciudad, le había dicho que tenía que encargarse de un trabajo, una pequeña diligencia, con esa extraña sonrisa en el rostro. Llevaba una pequeña caja en las manos, le preguntó si recordaba la caja. Espera que él recordara cada maldita cosa, cada pequeño regalo que ella le había hecho. Le dijo que el agua de colonia había venido en esa caja, ¿no recordaba la colonia? ¿El primer regalo que ella le había hecho en Navidad, hacía siete años? Él le dijo que sí, recordaba la colonia, pero no se acordaba en absoluto de esa jodida colonia. Le trajo suficiente comida para toda una maldita semana, sin embargo; él se preguntó cuánto tiempo pensaba estar ausente esta vez, pero no se lo preguntó a ella. Ella tenía una costumbre, cada vez que le preguntaba algo, se lo hacía pagar más tarde. Hasta la cosa más simple. Como el reloj. El simple hecho de pedirle un reloj. Las cosas que le hizo hacer antes de acceder a traerle el jodido reloj. Aprendió a no pedirle nada nunca más. Permanecía callado la mayor parte del tiempo. Hacía todo lo que ella deseaba. Sabía que ella podía meter droga en su comida cuando se le antojase, tenía que comer lo que ella le trajera o morirse de hambre. Sabía que ella podía mantenerle sin sentido durante días, si sentía deseos de hacerlo, y luego hacerle todo lo que le apeteciera mientras él estaba sin sentido. Aquella vez que ella le hizo eso… con las agujas. Aún hoy temblaba al recordarlo. Se despertó y tenía todas esas malditas agujas clavadas en el cuerpo. El dolor más espantoso que jamás había conocido en su vida, una docena de agujas, él… él había visto las agujas y casi se desmaya con sólo verlas. Ella le dijo que esas agujas eran un castigo. Esa noche volvió a drogarle. Había períodos en los que permanecía más tiempo drogado que consciente. Al día siguiente, cuando recuperó el conocimiento, ella le había quitado las agujas. Le dijo que las heridas cicatrizarían en poco tiempo y que, cuando se encontrara mejor, esperaba que volviese a actuar como antes. Era una palabra que empleaba con mucha frecuencia. Actuar. Como si él fuese aún un músico, tocando para divertirla, actuando del modo en que lo había hecho aquella lejana noche, bailando con ella mientras tocaba la otra banda, con su cuerpo estrechado al de ella, contra el delicado vestido blanco, la piel desnuda debajo, estrechándola en sus brazos, estrechándola muy fuerte entre sus brazos, el dolor de las agujas en su pene.
Oyó la llave que giraba en la cerradura de la puerta interior. Nunca oía la cerradura de la puerta exterior, la madera era demasiado gruesa, sólo oía la cerradura interior, y luego la puerta se abría, como se estaba abriendo ahora, y ahí estaba ella, sonriendo, con la correa del perro en una mano.
—Buenas noches —dijo ella.
—Hola —dijo él.
El perro le miró. Comenzaba a temblar cada vez que veía el perro. En una oportunidad, ella le dijo que si volvía a portarse mal, si hacía algo para disgustarla, volvería a drogarle y luego dejaría que el perro se encargara de él mientras estuviese inconsciente. No dijo qué era lo que le dejaría hacer al jodido perro. Él… él seguía recordando las agujas. Seguía pensado que ella tal vez permitiría que el perro le mordiese mientras estuviera inconsciente. Dejaría que el perro le hiriera, se despertaría más tarde para descubrir que estaba… que estaba hecho pedazos o algo por el estilo. El perro le aterrorizaba. Pero ella le aterrorizaba más que el perro.
—¿Me has echado de menos? —preguntó ella.
Él no le contestó.
—Veo que no te has terminado la comida —dijo ella.
—Había demasiada —dijo él.
—Sí, pero estaría fuera toda la noche. Por eso te dejé suficiente comida. ¿Hubieses preferido que te dejara menos cantidad?
—No, no, es sólo que…
—¿Entonces por qué no te has comido todo lo que te dejé?
—Lo comeré ahora si quieres.
—Sí, creo que me gustaría eso. Me gustaría que te comieras toda tu comida. Me preocupo para que estés bien alimentado y…
—Si me dejas ir, ya no tendrás que alimentarme más.
—No —dijo ella—. No pienso dejar que te marches.
—¿Por qué me quieres aquí?
—Disfruto contigo aquí. Come tu comida. Dijiste que ibas a comer toda la comida.
Él fue hasta el sofá, se sentó y comenzó a comer la comida que había en la bandeja. No tenía hambre, realmente había comido suficiente. Pero ella le estaba observando.
—¿Te gustaría saber por qué he ido a la ciudad tan a menudo? —preguntó ella.
Él la miró con expresión cansada. Ella le tendía trampas con demasiada frecuencia, y él lo lamentaba más tarde.
—¿Te gustaría saberlo? —volvió a preguntarle.
—Si quieres contármelo —dijo él cautelosamente y hundió el tenedor en la comida.
—Para protegerte.
—¿Protegerme cómo?
—Para salvarte la vida —dijo ella.
—Seguro —dijo él—, para salvarme la vida.
—Come tu comida, Santo.
—La estoy comiendo.
—¿O acaso no te gusta lo que he preparado para ti?
—Sí, me gusta.
—No parece gustarte demasiado.
—La comeré. Dije que la comería y lo haré.
—Ahora —dijo ella—. Mientras yo estoy aquí.
—Está bien, mientras tú estás aquí.
—No quiero que la arrojes por el retrete como hiciste aquella vez con el hígado.
—No me gusta el hígado.
—Sí, pero yo no lo sabía cuando te lo estaba preparando…
—Lo sabías. Te dije que no me gustaba el hígado. Lo hiciste expresamente. Lo hiciste porque…
—Si lo hice fue porque tú me irritaste por algún motivo.
—Siempre parezco irritarte.
—No, eso no es verdad. Me gustas muchísimo. ¿Por qué te mantendría aquí conmigo si no me gustaras?
—Para torturarme, esa es la razón.
—¿Acaso te he torturado alguna vez?
—Sí.
—Eso es mentira, Santo.
—Las agujas…
—Eso fue un castigo. Y tú estabas dormido, recuérdalo.
—¡Las tenía clavadas cuando desperté!
—Sí, para fortalecerte.
—¿Cómo esperabas que esas agujas…?
—No me agrada hablar de temas sexuales —dijo ella.
—Eres una maldita ninfómana, pero no te agrada hablar de esas cosas.
—Ciertamente no me agrada hablar de lo que se estaba convirtiendo en tu incapacidad para…
—Mi incapacidad, ¡mierda! Me golpeas, me torturas, me drogas, y luego esperas que tenga una erección cada vez que entras en esta habitación.
—Sí —dijo ella y sonrió—. Eso es lo que espero, es verdad. Come tu comida, Santo.
—No quiero más —dijo él y alejó la bandeja—. Estoy lleno.
—Está bien —dijo ella.
Su voz era extrañamente tranquila y le asustó. La observó. Ella estaba de pie junto a la puerta interior, sosteniendo en una mano la correa del perro. Estaba vestida de negro de los pies a la cabeza, pantalones negros, una blusa negra y botas negras.
—Le daré la comida al perro, ¿te gustaría eso, Santo? ¿Que le diera tu comida a Clarence?
—Si no tengo hambre…
—Mañana entonces preparé comida para el perro. Prepararé tu comida para Clarence, ¿te agradaría eso, Santo?
—Escucha, realmente me gusta lo que me preparas, de verdad. Pero no tengo más hambre, no puedes pretender que…
—Sí, Santo, puedo. Yo puedo pretender que lo hagas.
Dejó caer la correa del perro y fue hasta la pequeña mesa. Cogió la bandeja, la llevó hasta la puerta y la colocó en el suelo delante del animal. El perro olisqueó la comida pero no la tocó hasta que ella dijo. «Está bien, Clarence», y entonces el perro comenzó a comer.
—Está mejor entrenado que tú —dijo ella.
—Yo no soy un animal —dijo Santo.
—Debería dejarte morir —dijo ella—. En lugar de meterme en todos estos problemas.
—¿Qué problemas?
—En la ciudad —dijo ella vagamente—. Aquí. Todo este problema para tratar de salvarte. —Observó al perro mientras comía—. ¿Qué dirías si C. J. ya no viniera a visitarte más? —preguntó.
—Me gusta C. J. —dijo él.
—Oh, sí, sé cómo te gusta C. J. —dijo ella, y rió entre dientes.
—¿Por qué dejará de venir?
—Tal vez no quiere hacerlo.
—Pensé que…
—Sí, ella parecía disfrutar mucho en sus visitas, ¿verdad? Pero quizá se estaba cansando de tu comportamiento. No todo el mundo tiene mi paciencia, sabes.
—¿Mi comportamiento? Tú fuiste quien…
—De todos modos, no quiero hablar de sexo. Sabes que odio hablar de sexo. Pensé que podía confiar en C. J. ¿Has acabado? —le preguntó al perro—. ¿Has acabado, cariño?
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no puedes confiar en ella?
—Ella era muy joven, demasiado joven, en realidad. Los jóvenes no parecen comprender que…
—¿Era joven? ¿Qué quieres decir con que era joven?
—Te lo explicaré, Santo. Ven aquí, ven a desvestirme.
—No, no quiero hacerlo. Ahora no.
—Sí, ahora. Haz lo que te digo.
—Acabo de comer. No tengo ganas de…
—No, tú no acabaste de comer. Clarence acabó la comida por ti, ¿no es así, cariño? Y estoy segura de que no deseas molestar más a Clarence no haciendo lo que yo te mando. No me gustaría hacer que Clarence…
—Está bien —dijo él—. Está bien, ¡maldita sea!
—Especialmente si tenemos en cuenta que pareces ser muy sensible a las heridas y las contusiones en tu glorioso cuerpo.
—Sí, muy sensible.
—Incluso cuando son por tu propio bien.
—Sí, por mi propio bien, seguro.
—Desabróchame la blusa —dijo ella—. Sí, eso es.
—Las quemaduras de cigarrillo…
—Despacio, Santo. Un botón por vez. Sí, eso es.
—¿Eran por mi propio bien?
—Sí, para que dejaras de fumar. ¿Te gusto sin sujetador, Santo?
—Me gustaba fumar.
—Sí, pero los cigarrillos eran malos para tu salud. ¿Te gustan mis pechos, Santo? Bésame los pechos, Santo. Bésame los pezones.
—Me quemaste por todo el cuerpo.
—Sí.
—Me drogaste y luego…
—¿Acaso no es mejor que hayas dejado de fumar? No hablemos de las cosas que tuve que hacer para convertirte en una persona mejor, Santo. Eres una persona mejor desde que dejaste de fumar. Estás más saludable, estás…
—¡No tenías que quemarme con esos jodidos cigarrillos! Soy tu prisionero, no tenías más que…
—No, no.
—… dejar de traerme cigarrillos, ¡eso era todo lo que tenías que hacer! ¡Mira las cicatrices que tengo por todo el cuerpo! ¡En todo el cuerpo!
—No, no te quemé todo el cuerpo —dijo ella, y sonrió—. Termina de desnudarme. Santo. Te deseo terriblemente.
—¿Cuándo no me deseas?
—Ahora cállate. Llévame a la cama.
—Maldita ninfómana —dijo él.
—No digas eso.
—Es lo que eres. Una maldita violadora.
—No —susurró ella—, no, de verdad, no lo soy. Quiero que hagas lo que a C. J. le encantaba hacer.
—A C. J. no le encanta hacer nada. Es una puta a quien le pagan por lo que hace.
—Sí, ella no era más que una puta. Ella no entendía, Santo. Si lo hubiese entendido, no lo habría contado.
—¿Contado? ¿Contar qué?
—Al principio, nadie lo sabía. Ni siquiera el hombre que vino a cambiar las cerraduras de las puertas. Le dije que quería encerrar a mi perro en este lugar. Le dije que tenía un perro muy malo.
—Tienes un perro muy malo.
—Con suavidad, Santo, disfrutas, ¿verdad? Dime que te gusta.
—¿Qué fue lo que ella dijo? ¿Qué fue lo que contó C. J. ?
—Sobre nosotros, estoy segura. Sus experiencias, dijo ella. ¿Puedes imaginarlo? Me lo dijo en la lancha cuando regresábamos el jueves pasado. Las experiencias de una puta. Mmmm, sí, Santo, eso está muy bien. Ni siquiera estoy segura del hombre que cambió las cerraduras. ¿Crees que hablará como lo hizo ella? No lo sé, Santo, oh Dios, eso es delicioso. No quiero que nadie más vuelva a saber de ti nunca más. No volveré a cometer ese error.
—¿A quién se lo dijo C. J.?
—A alguien que ya no nos molestará.
—¿Quién?
—Házmelo, Santo, hazlo.
—¿Quién?
—Sí, eso es, sí. Oh, Jesús, sí.