Sha’angh’sei
Ni siquiera cuando el rikkagin T’ien le miró directamente al rostro estuvo seguro de lo que estaba pensando el hombre de la barba rala.
—¿Té?
Como ahora.
—Por favor.
¿Qué lo gobierna?, se preguntó Ronin, no por primera vez. El rikkagin T’ien era un hombre sólido, construido con los pies en el suelo. Sus amplios hombros, sus musculosos brazos y sus cortas piernas casi le hacían parecer de otro mundo. Luego estaba el hecho de que carecía completamente de pelo.
—Es tan agradable relajarse de tanto en tanto, ¿verdad? —Alzó el pequeño pote, lacado en un dibujo de círculos multicolores—. Tienes que disculpar la falta de una dama —continuó mientras hacía girar delicadamente las pequeñas tazas—. Es muy poco habitual que un rikkagin ejerza esta función. —Sirvió el líquido color miel. Humeó en el aire. Inclinó la cabeza—. Sin embargo, la guerra nos obliga a hacer tantas cosas que normalmente consideraríamos detestables. —Se encogió de hombros como si estuviera hablando con un viejo amigo. Su amarillenta piel relucía a la baja luz de la lámpara, su amplia cabeza ovalada con sus pequeñas orejas, sus almendrados ojos negros y su sonriente boca parecían casi regios en aquella atmósfera. Los distantes sonidos del barco resonaban a su alrededor como una fragancia, dominados por el rítmico cantar. El rikkagin T’ien tendió ceremoniosamente a Ronin una taza llena. Exhibió una sonrisa deslumbrante y dio un sorbo a su té. Suspiró ampliamente.
—El té —dijo— es ciertamente el regalo de los dioses. —Entonces su rostro se hundió. Aquello le hizo adquirir un aspecto extrañamente infantil—. Qué extraño que tu pueblo ignore su existencia. —Dio otro sorbo a su taza—. Qué trágico.
Estaban sentados con las piernas cruzadas a los lados opuestos de una baja mesa de madera lacada a cuadros verdes y grises.
—¿Estás cómodo en tus nuevas ropas?
Ronin apoyó una mano sobre su camisa suelta, contempló sus ligeros pantalones.
—Sí —dijo—. Mucho. Pero este material es nuevo para mí.
—Ah, es seda. Fresco cuando hace calor, cálido cuando hace frío. —El rikkagin T’ien dio otro sorbo a su té—. Algunas cosas no cambian nunca, ¿sabes? —Depositó su taza exactamente en el centro de un cuadrado verde—. Ahora que estás cómodo, por favor cuéntame de nuevo de dónde procedes y por qué estás aquí.
Algo tiró de sus pies. Su descenso se vio frenado. Fue sujetado, el mar se agitó a su alrededor. Luego fue izado hacia el ondulante charco esmeralda de luz, ascendiendo de las profundidades, del horrible silencio líquido, de la flotabilidad de la muerte, al limpio y dulce aire, al agitar de las olas. Atrapado de nuevo por la gravedad, tosió y escupió agua de mar, sus pulmones trabajaron como fuelles, independientes automáticamente de su cerebro, que todavía estaba como entumecido en medio de la fulgurante quietud del océano, no preparado todavía para aceptar su regreso a la vida. Luego se vio alzado en el aire, un jadeante fénix herido.
—Así que te llamas a ti mismo espadachín —dijo el rikkagin T’ien con un asentimiento. Miró fijamente a Ronin; su rostro, los músculos de sus brazos, su recio pecho—. Un soldado, un táctico. Bien. Estás enfermo, y la herida de tu espalda es seria. Mi médico me informa que llevarás esas cicatrices todo el resto de tu vida. —Se puso en pie, plantó sus pies muy separados en el suelo, inclinando ligeramente las rodillas. Tres hombres entraron en la habitación, rápidos, silenciosos, todos armados, y si había hecho algún movimiento para llamarlos Ronin no lo apreció—. Pero un soldado sabe una cosa. Sabe cómo luchar, ¿no? —Hizo un gesto a Ronin para que se pusiera en pie—. Ven —dijo con un tono ligero que no tenía armónicos, ningún rencor—. Ven contra mí.
Una canción en su cerebro. Una canción. Dominaba sus sentidos, llenaba el aire con un aroma humoso, lo lavaba como el mar. Era una marea melódica de voces, rítmica, soñolienta, y muscular al mismo tiempo.
Lentamente, ateridamente, volvió en sí. Confuso. Se había estado ahogando, girando sobre sí mismo mar abajo, arrastrado por las corrientes. Tendió los brazos. ¿Y ahora?
Estaba mirando hacia abajo a través de la legamosa malla de una red en cuyo interior yacía. Debajo de él, el agitar y sorber del mar contra largas planchas de madera. Curvadas. Sus ojos viajaron hacia arriba y una palabra se abrió camino al interior de su cerebro. Un barco, pensó confusamente.
Empapado y chorreante, colgaba quizá a treinta metros por encima del agua. Encima de él, el barco se alzaba otros cuarenta metros. Su inmenso costado se inclinaba hacia fuera cerca del fondo. El casco estaba pintado de verde profundo desde la regala hasta quizá unos quince metros de la superficie del mar. Desde allí hacia abajo era rojo. En el costado de la embarcación habían sido practicadas una miríada de portillas cuadradas y de ellas asomaban largas y esbeltas varas, le pareció a Ronin, que penetraban en el agua en un ángulo oblicuo. Un bosque de varas; a niveles distintos. ¿Dos? ¿Tres? Miró hacia arriba; el sol golpeó sus ojos, y vomitó el resto del agua de mar antes de desvanecerse.
—«Rikkagin» —dijo el rikkagin T'ien después de que Ronin le contara por primera vez la historia del Feudofranco— es un título no muy distinto al de saardin, ¿no?
Aquello había sorprendido a Ronin porque en ningún momento desde que había sido izado a bordo había sido desarmado, ni siquiera cuando se hallaba en presencia del rikkagin T’ien. Lentamente había llegado a la conclusión que era porque no le temían.
El rikkagin T’ien le hizo un gesto y esos pensamientos volaron de su mente como palomas huyendo ante un viento helado. Lo que le decía el hombrecillo era cierto; todavía no estaba en condiciones. Buena parte de sus fuerzas se habían visto minadas por su prueba, y transcurrirían muchos días antes de que recuperara su buena salud. Pero era un espadachín, y T’ien estaba de nuevo en lo cierto: tenía que probarse a sí mismo.
Se puso en pie y el rikkagin T’ien le hizo una inclinación de cabeza, un curioso gesto solemne que tuvo el buen sentido de devolver. Dos de los hombres avanzaron e, inclinándose, retiraron la mesita baja de entre ellos.
El rikkagin T’ien extrajo lentamente su espada, y la luz destelló a lo largo del ligeramente curvado filo. Ronin extrajo también su hoja.
—Ah —dijo el rikkagin T’ien como si hubiera estado conteniendo el aliento.
Calor. Lo sintió antes incluso de abrir los ojos. Los olores le golpearon entonces en toda su variedad: sudor y agua salada, brea calentándose al sol y resina aromática, pescado fresco agitándose al calor. El canto estaba en sus oídos y la cubierta se agitaba suavemente bajo él a su rítmico compás. Calor. Contra su pecho y su mejilla.
Estaba tendido sobre la cubierta. El ardor a lo largo de su espalda había disminuido de alguna forma. Captó movimiento a su alrededor. Una sombra cruzó su rostro y el calor disminuyó. Intentó levantarse. Una mano, suave, firme, le detuvo y obedeció, comprendiendo ahora que alguien estaba trabajando en su espalda. Se sentía débil y vacío, ni siquiera seguro de que las reservas de energía siguieran en su interior. La situación era confusa. No tenía ni idea de dónde estaba. En una nave. Simplemente una nave. Con aquello le llegó el pensamiento del mástil en su embarcación. Dóblate, se dijo a sí mismo. Dóblate o te romperás. Así, se obligó a relajarse en medio de lo desconocido. Así sobrevivió.
Cerró los ojos y dejó que el aliento fluyera completamente fuera de él hasta que sus pulmones sorbieron el aire por voluntad propia. Repitió esto, limpiando su sistema respiratorio y energizándose por el simple procedimiento de oxigenar su sangre. Abrió los ojos. Miró al rikkagin T’ien. Forzó toda especulación fuera de su mente.
La curvada espada se convirtió en algo confuso que llameó hacia arriba, y simultáneamente el rikkagin T’ien gritó. Ronin paró el golpe, justo a tiempo. El intenso sonido lo había sorprendido. El resonar de las hojas creó ecos en las mamparas de la cabina. El rikkagin giró y su espada zumbó de nuevo en el aire, y la fuerza del golpe hormigueó en las muñecas de Ronin.
Con la espalda ardiendo de nuevo, Ronin alzó su hoja; era tan pesada como el cadáver de un ahogado. El dolor llameó en su pecho, haciéndole jadear, y su guardia cayó. A través del velo de la agonía vio avanzar al rikkagin T’ien y, con el sudor resbalando por su cabeza y torso, intentó defenderse. Su espada se alzó lentamente, temblando. Es el final, pensó.
Pero, en vez de golpear, el rikkagin T’ien se detuvo tan inmóvil como una estatua, bajó su espada, la envainó. La cubierta osciló y pareció ascender hacia Ronin, y entonces estuvo en los poderosos brazos de los dos hombres que se habían situado tras él. Lo depositaron suavemente sobre una esterilla de juncos, envainaron cuidadosamente su espada.
El ovalado rostro del rikkagin T’ien flotó en la línea de visión de Ronin. Sonrió tranquilizadoramente. Ronin hizo un esfuerzo por levantarse.
—Quédate quieto —dijo T’ien—. Ya he averiguado lo que necesitaba saber. —Se encogió de hombros, un gesto absolutamente pragmático, libre de toda teatralidad—. No lamentes tu dolor, espadachín. —Su rostro era una gran luna plateada plantada en el cielo—. ¿Sabes?, vimos tu barco hacerse pedazos y tu historia era de lo más convincente, en especial con la evidencia de tu espalda. Pero de todos modos —la luna desapareció delante de sus ojos, la sangre golpeó sus sienes— estamos en guerra, y debo decirte que mis enemigos harían cualquier cosa por descubrir mis planes. Por favor, no pienses que soy melodramático; es totalmente cierto. Y, francamente, surgió la clara posibilidad de que tú estuvieras a su servicio. —El dolor ondulaba en su pecho, haciendo que el respirar fuera un esfuerzo. La luna sonrió benévola en el cielo sin nubes—. Ahora descansa; has probado tu historia; eres quien afirmas ser. Sólo toda una vida de entrenamiento te hubiera permitido enfrentarte a mí con tres costillas rotas. —La luna osciló y pareció descomponerse. Se tensó para seguir viéndola—. Aquí está mi médico. Te dará un líquido. Trágalo. Tiene que poner en su lugar las costillas. —Entonces la luna desapareció definitivamente y Ronin cayó, cayó.
El paso de los días y de las noches fue para él como bocanadas de humo, floreciendo brevemente, evaporándose en un viento de jazmín como si nunca hubieran existido; eran reemplazadas por otras, una progresión efímera que se fundía en una tela de colores tonales, retazos de sonidos, susurros acuosos de palabras casi oídas. La mayor parte del tiempo dormía profundamente, sin sueños.
Cuando finalmente se sentó pudo sentir la constricción de los vendajes presionando fuertemente su pecho. Inmediatamente, uno de los hombres de la cabina salió. El otro se inclinó hacia adelante y sirvió té de un pote de arcilla a una pequeña taza situada sobre una bandeja lacada. La sostuvo para Ronin, que sorbió agradecido hasta que su sed se calmó. Se sentó hacia atrás y contempló al marinero. Tenía una afilada nariz aquilina y una boca ancha y delgada. Sus ojos muy hundidos eran azules. Llevaba una camisa abierta y unos pantalones de perneras anchas. La vaina de una espada colgaba de su cadera derecha. La puerta de la cabina se abrió y entró el médico.
—Ah —exclamó con una sonrisa—, veo que has bebido algo de té. Muy bien. —Se arrodilló y empujó suavemente a Ronin para que volviera a tenderse de espaldas, y sus dedos se movieron diestramente sobre los contornos de los vendajes. Tenía la piel tan amarilla como T’ien, con unos ojos almendrados y una nariz ancha. Rió quedamente para sí mismo, luego miró a Ronin—. Era una fractura muy mala, sí. Fuiste golpeado con una gran fuerza. —Sacudió la cabeza mientras sus dedos seguían sondeando. En un momento determinado Ronin hizo una mueca, y el médico dijo—: Ah —muy suavemente.
—¿Está mejor? —preguntó el rikkagin T’ien a sus espaldas. Ronin no lo había visto entrar.
—Oh, sí —asintió el médico—. Mucho mejor. Las costillas están soldándose más rápido de lo que había anticipado. Un cuerpo realmente espléndido. En cuanto a la espalda… —se encogió de hombros como disculpándose—, curará, pero las cicatrices le quedarán para siempre. —Su rostro de iluminó—. Pero de todos modos no es tan malo como eso, ¿verdad?
—Verdad —dijo el rikkagin T’ien, dirigiéndose a Ronin—. Cuando te sientas lo suficientemente bien saldrás a cubierta. Entonces hablaremos. —Se dio la vuelta y se marchó.
—Dadle todo el té que quiera. Y pasteles de arroz —dejó sus instrucciones el médico a los dos hombres antes de marcharse. Y Ronin fue dejado a su cuidado. Pronto volvió a dormirse.
Ascendía por las colinas como una densa y humosa maraña. Se extendía hacia arriba y hacia fuera a partir del amplio puerto, las orillas del amarillo y lodoso mar, en una jungla de edificios de una y dos plantas de madera, pintura oscura, pardo ladrillo. En muchos lugares parecían estar tan juntos que no se podía decir dónde terminaba uno y empezaba el siguiente.
—Sha’angh'sei —dijo el rikkagin T'ien.
Ronin pudo captar movimiento a lo largo del vasto frente de muelles y embarcaderos que se proyectaban hacia las suaves olas. Oscuras masas se agitaban como hormigas sobre un montículo de tierra, pero todavía estaban demasiado distantes para que pudiera captar individualidades. Una bruma peculiar flotaba sobre la inmensa ciudad, un componente de su apiñada extensión, oscureciendo sus partes más elevadas de modo que no podía hacerse una idea clara de hasta cuán alto se extendían las casas.
—Bienvenido al continente del hombre. —Había un filo cortante en la risa.
Ronin consiguió apartar los ojos de la ciudad y miró al hombre que se alzaba en cubierta al lado del rikkagin T’ien. Era alto y musculoso, con unos ojos cerúleos y una mata de denso pelo rubio cortado muy corto. Una varilla de marfil atravesaba el lóbulo de una de sus orejas. Llevaba una camisa de seda de color claro muy amplia metida en unos ajustados pantalones negros. Una larga espada curva colgaba enfundada en una maltratada vaina de cuero de una de sus caderas. Una daga de ominoso aspecto y extraordinaria longitud, con la empuñadura incrustada con esmeraldas toscamente talladas, una indiferente afirmación de su valor, estaba metida en su cinto azul cielo. T’ien lo había presentado como su segundo al mando: Tuolin.
—Yo fui quien te pescó del mar —dijo el hombre rubio—. En realidad fue un reflejo. La mayoría de los hombres creían que ya te habías ahogado; estuviste mucho tiempo bajo el agua.
Ronin sacudió la cabeza.
—Recuerdo hundirme, contener la respiración, luego la oscuridad y un latente silencio, y después…
El rikkagin T’ien dio una orden y media docena de hombres brotaron de cubierta y treparon por el cordaje. Se volvió y observó a los dos hombres.
—¿Qué le ocurrió a tu espalda? —preguntó Tuolin.
—¿Has estado en el norte?
Tuolin agitó la cabeza, no.
—En el mar del hielo —dijo Ronin suavemente—, lo suficientemente al sur como para que el agua empiece a dominar el hielo, volviéndolo delgado. Un… algún tipo de criatura rompió el hielo y nos atacó. —Los ojos de Tuolin se entrecerraron; miró rápidamente a T’ien, luego de nuevo a Ronin.
—¿Qué tipo de criatura?
Ronin se encogió de hombros.
—En realidad no puedo decirlo. Al parecer, el mundo está lleno de extrañas y monstruosas cosas. En cualquier caso, la luz ya casi se había ido. Nos tomó totalmente por sorpresa. No hubo tiempo para nada excepto para la muerte. —Los hombres en las cuerdas habían alcanzado las vergas más altas y empezaban a arriar las velas superiores con rápidos movimientos—. Partió a mi amigo en dos; devoró sus piernas.
Permanecieron allí de pie en la alta cubierta de popa. Una suave brisa rozó sus rostros, el tentativo roce de un amante.
—Tienes que comprender —dijo el rikkagin T’ien— que la muerte significa poco para nosotros aquí en Sha'angh'sei; es nuestra forma de vida. —Alzó brevemente la vista. Los hombres estaban bajando de nuevo a cubierta—. La guerra, Ronin. Eso es todo lo que hemos conocido; todo lo que conoceremos nunca. La muerte nos aguarda detrás de cada puerta, debajo de cada cama, al final de cada callejón oscuro de Sha’angh'sei. —El barco empezó a reducir su marcha cuando fue dada la orden a los remeros de que espaciaran su ritmo—. No existe otra forma.
—Hemos perdido la costumbre de llorar a nuestros muertos —dijo Tuolin con pesar—. De todos modos, me gustaría mucho saber más de esta criatura del mar de hielo.
—Estoy seguro de que puedo deciros muy poco más —murmuró Ronin—. De todos modos, siento una tremenda curiosidad hacia el modo de impulsar esta embarcación. Si pudiera ver…
—¿Los remeros? —dijo Tuolin—. No creo que tú…
—Tuolin —interrumpió el rikkagin T’ien—, no creo que bajo las circunstancias tengamos mucha elección. Es un simple intercambio de información. —Sus ojos destellaron—. Condúcenos abajo con los remeros.
El rostro de Tuolin se había convertido en duras líneas y ángulos, y Ronin se preguntó qué se estaba perdiendo de aquel diálogo. Comprendía tan sólo que era mejor no interrumpir.
Parecía como si no hubiera aire, y uno tenía que efectuar cortas inspiraciones debido al concentrado hedor, pero en general todo estaba más limpio de lo que hubiera esperado. Los hombres se sentaban en largos bancos de madera, tres en cada remo. Iban desnudos hasta la cintura, y sus músculos a lo largo de hombros y espaldas relucían a la baja luz. Se movían en un perfecto unísono a la cadencia de un tambor y un rítmico canto. Tres niveles de hombres a lo largo de tres cuartos de la longitud de la embarcación. Dejó de contar al llegar a cien. Eran de pelo oscuro y recios, bajos y de huesos duros, de piel clara y pelo claro, de tez amarilla y ojos almendrados; una mezcolanza de humanidad, los habitantes del continente del hombre.
—Como puedes ver —dijo T’ien expansivamente—, nos negamos a confiar únicamente en las inconsistencias del tiempo. Las velas son buenas cuando hay viento, pero de otro modo… —Se encogió de hombros.
Recorrieron lentamente un estrecho pasillo central entre los remeros.
—Siempre hay remeros aquí —continuó T’ien—. Los hombres trabajan en tumos.
—¿No les importa este trabajo? —preguntó Ronin.
—¿Importarles? —dijo Tuolin, incrédulo—. Son soldados, se han unido al rikkagin T’ien. Es su deber. Como es su deber luchar y morir si es necesario por la seguridad del rikkagin. —Dejó escapar un bufido—. ¿De dónde es este hombre que no comprende eso? A buen seguro que no puede ser civilizado.
El rikkagin T’ien sonrió de una forma un tanto ausente, como si estuviera gozando de un chiste privado.
—Proviene de un lugar muy lejano, Tuolin. No lo juzgues tan duramente. —Los ojos de Tuolin llamearon, y por un instante Ronin creyó que iba a revolverse contra su rikkagin—. Enséñale si no comprende nuestras costumbres —dijo T’ien plácidamente.
—Sí —dijo Tuolin, y la fría luz se alejó de sus ojos—, la paciencia es su propia recompensa, ¿no?
T'ien siguió caminando y le siguieron, uno o dos pasos más atrás.
—Entiéndelo —dijo Tuolin—, tenemos con nosotros muchas obligaciones morales que nos han enseñado a honrar virtualmente desde el nacimiento. —Un oscuro movimiento en un ángulo de la visión de Ronin—. Estar unido a un rikkagin tiene muchos beneficios. —Una aproximación oblicua, furtiva—. Uno come bien, es vestido, tiene dinero; es entrenado… —Y Tuolin lo había visto también porque incluso mientras seguía avanzando la larga daga ya no estaba en su cinto. Hubo un grito, alterando el pesado aire como una brisa repentina abriendo una cortina de terciopelo, y la figura estaba encima de ellos. Tuolin dio un salto adelante, su daga llameó en un salvaje golpe. El cuerpo, alto y delgado, empapado en sudor, esgrimía una espada curva de un solo filo. El rostro estaba crispado, la boca gritaba, los labios fruncidos en un rictus sobre los podridos muñones de los dientes, los ojos velados y fanáticamente desorbitados. Luego la figura fue ensartada por la rápida arma del hombre rubio. Las piernas patearon violentamente y los ojos rodaron cuando la hoja desgarró el desnudo pecho, escupiendo sangre y fragmentos de hueso. La espada del hombre resonó inútil sobre las tablas de madera. El rikkagin T’ien observó impasible mientras Tuolin retiraba su daga y con una gran economía de movimientos le cortaba al hombre la garganta. Ronin observó que T’ien ni siquiera había desenvainado su espada.
Ahora el rikkagin suspiró y, sin mirar a ninguno de los dos, dijo:
—Será mejor que regresemos a cubierta. —Y pasó por encima del derrumbado cuerpo.
Sha’angh'sei gravitaba sobre ellos mientras maniobraban por entre una confusión de embarcaciones grandes y pequeñas y penetraban en el puerto. El barco surcó lentamente el denso mar pardo amarillento por entre barcas de pesca y naves de carga de alta popa. A estribor, Ronin creyó poder discernir la amplia boca de un río derramando sus aguas en el mar.
Permaneció en la alta popa empapándose de la ciudad mientras a todo su alrededor no cesaba el movimiento y los hombres recorrían el aparejo recogiendo la última de las velas, asegurando vergas y cabos, el bosque de remos alto en el aire, chorreando y brillantes, mientras los remeros se preparaban para meterlos. Se extendía ante él en el oscuro atardecer como una enorme joya, polvorienta y deslustrada por la edad, ardiendo sin llama, surgiendo de la espuma y los efluvios de la tierra.
Los bajos edificios más cercanos a él parecían estar construidos sobre un delta, y miró de nuevo hacia la desembocadura del río para confirmarlo, pero estaba perdido detrás de un denso amasijo de edificios. Más allá de la llanura del delta la ciudad se elevaba como el arqueado lomo de un animal asustado, y muchas de las moradas de esta zona parecían necesitar la ayuda de columnas de madera hundidas en la ladera de la colina para sostener sus sobresalientes balcones, acanalados y encolumnados, oscuras maderas duras que brillaron a la grasienta luz cuando fueron encendidas bruscamente lámparas y antorchas por toda la ciudad como a alguna señal predispuesta. La oscura bruma, zafiro y malva, ablandaba el parpadeo de las llamas, de tal modo que las fuentes individuales de luz se fundían y mezclaban y la ciudad parecía arder con una etérea incandescencia.
El pulso de Ronin se aceleró. Había llegado por casualidad a Sha’angh'sei, y evidentemente se trataba de un puerto importante en el continente del hombre. Aquí estuvo seguro de que hallaría a alguien que podría desentrañar el enigma del pergamino de dor-Sefrith. La oleada de luz pareció tenderse hacia él mientras el barco maniobraba hacia el muelle. Quizá, meditó, el rikkagin T’ien conociera a alguien.
Los hombres hormigueaban por el largo brazo del muelle en anticipación a su llegada y Ronin, observando el frenesí de actividad, sintió los músculos de su estómago contraerse momentáneamente mientras su espíritu se elevaba. El continente del hombre: Borros había tenido razón todo el tiempo. Tanta gente aquí, un mundo tan hormigueante; incluso ahora, pese a que lo tenía ante sus ojos, era un shock; había hablado tanto de él, era un mundo de ensueño que se había convertido en un ingrediente integral de la fantasía que los había mantenido con vida tras una meta mientras huían a través de la inmensa extensión de hielo de color platino durante incontables días y noches sin nada más que el cortante viento y el frío como toda realidad. Este sueño había mantenido a Borros vivo hasta el final, Ronin estaba seguro de ello; su cuerpo estaba quebrantado y, excepto aquella tierra que le llamaba haciéndole señas, la mente de Borros hubiera cedido en mitad de la tortura de Freidal dentro de los confines del Feudofranco. Y ahora: ahora yo penetro en la atestada orilla del continente del hombre. Ya no es un sueño.
Hubo una breve orden y el barco tocó los crujientes maderos del largo muelle.
Había como un zumbido eléctrico, la abrasiva intensidad de cuerpos rozándose, la cacófona atonalidad de las voces discutiendo, las risas, las órdenes, el constante resonar de las mercancías siendo cargadas en los barcos listos para partir hacia otros puertos, la descarga de embarcaciones recién arribadas, el breve restallar de puertas al abrirse y cerrarse, los gritos invitadores de los vendedores, la cadencia de las roncas y monótonas canciones de trabajo, la rítmica cadencia de los pies calzados con botas de los soldados, el resonar de las armas, el repicar de lejanas campanas, el eco de misteriosos cantos y, por debajo de todo ello, el pesado agitar del mar amarillo lamiendo el vientre de la ciudad, acariciándolo, lavando su suelo, devorando su lecho de roca.
Permaneció de pie en el muelle, una isla alienígena en un océano de cuerpos en movimiento. Los soldados que desembarcaban pasaron junto a él en formación, apartando con los codos a los apresurados trabajadores, descalzos y con el pecho desnudo, con los andrajosos pantalones enrollados hasta por encima de sus rodillas, el sudor resbalando por sus agobiadas espaldas, algunos doblados bajo sus inmensas cargas, otros trotando en parejas con cajas de comida suspendidas de pértigas de bambú equilibradas sobre sus hombros. Capataces gritando sus instrucciones, ladridos de órdenes, vendedores vociferando sus mercancías, cuerpos chocando contra él como la resaca, sonidos como olas golpeando las orillas de sus oídos, envolviéndole. Inspiró profundamente, y las aletas de su nariz se estremecieron al pungente aire cargado con las fragancias del hombre, el aroma de especias frescas y densos aceites, la mezcla de exóticos perfumes y acre sudor, el salino aroma del mar, rico con la miríada de olores animales de vida y muerte.
Tuolin lo encontró al fin.
—El rikkagin te verá mañana por la mañana. —Caftanes de seda y algodón, ajustadas blusas sobre firmes pechos, largos pendientes que resonaban suavemente—. Está muy ansioso de hablar largo y tendido contigo. —Los anillos de oro destellando, una pierna de madera con un gastado zapato metido en su extremo, faldas de colores girando, brazaletes destellando brevemente, atisbos de plumas amarillas—. Ahora tiene que hacer varios preparativos; mientras tanto, podemos comer y beber un poco. —Carretas rebotando sobre el irregular suelo, ojos verdes llameantes, extraños carruajes de dos ruedas tirados por hombres a la carrera, negro pelo flotando en la suave brisa aromática, el ondular de la música—. Especialmente beber, ¿eh? —Rostros ocultos por velos, rostros cubiertos por largas barbas, rizadas y abrillantadas, el perfume que hacía la boca agua de carne asándose, la negra y terriblemente vacía órbita de un ojo, risas, bocas muy abiertas, dientes negros, ojos llameantes, el destello de una daga—. Y después, un lugar muy especial, Ronin. Oh, sí.
La multitud se redujo momentáneamente a lo largo del muelle, y Ronin se asombró ante una constelación de oscilantes luces a lo largo de la línea del agua. Bajos y anchos botes, algunos con cabinas improvisadas, la mayoría sin ellas, se balanceaban suavemente a la marea del atardecer. Había linternas colgadas en ellos, iluminando a sus ocupantes. Familias enteras atestaban las embarcaciones, hombres, mujeres, juguetones niños y llorosos bebés, viejos inmóviles como estatuas, todos reunidos ahora para la comida al final del día; sentados con cuarteados y pocos profundos cuencos de arroz cerca de sus rostros, comiendo con largos palillos, sus gargantas agitándose como si estuvieran muertos de hambre.
—Es el hogar de mucha gente —dijo Tuolin—. Generaciones enteras han trabajado en tierra y han vivido en los tasstans. —Los cuerpos formaban una marea viviente, ocultándolo todo excepto las linternas marinas, móviles reflejos en la ondulante agua. Empezaron a caminar de nuevo—. No hay sitio para ellos en Sha’angh'sei. —Gritos, y el sonido de pies corriendo—. Nunca lo hubo.
—Pero trabajan aquí, ¿no?
—Oh, sí. —Un alboroto a su lado; roncas maldiciones que se alejaban, ahogadas por el mar de cuerpos—. Siempre hay trabajo desde el amanecer hasta el anochecer; por una moneda de cobre que los mercaderes entregan al final del día, por el mohoso arroz que comen. Siempre hay trabajo en Sha’angh'sei para una espalda fuerte, día o noche. Pero ningún lugar donde vivir. —Tuolin se echó a reír bruscamente y palmeó a Ronin en la espalda—. Pero no hablemos más. He estado demasiado tiempo lejos de esta ciudad. —Le guió hábilmente a través de la abigarrada multitud, moviéndose a ritmo creciente—. Ven —llamó sin dejar de avanzar—. Iremos a la calle del Hierro.
Las luces nocturnas iluminaban todas las calles que tomaron; negras linternas de hierro forjado, con llamas en su interior que lamían humeantes la oscuridad. Las concurridas calles estaban adoquinadas, flanqueadas con edificios asignados heterogéneamente como apartamentos o tiendas sin ningún esquema discernible. Hombres, delgados y gordos, haraganeaban en los abiertos portales, escarbándose los dientes o fumando pipas de largos y curvados tubos y pequeñas cazoletas, acuclillados contra sucias paredes de madera y descascarillados ladrillos, hablando o dormitando. Más allá de esas arterias había ubicuos callejones estrechos y retorcidos, más negros que la noche, por los cuales a veces se aventuraba la gente, desapareciendo al instante en su interior, dejando atrás tan sólo un aliento de humo perfumado que se disipaba rápidamente.
Se cruzaron con muchos soldados, de tipos diferentes y evidentemente unidos a distintos rikkagins. Ellos dos parecían ser las únicas personas en las concurridas calles que no iban con prisa. Ronin se sintió complacido de poder caminar; le daba la posibilidad de comprobar su cuerpo. La espalda había dejado de dolerle hacía días y la herida de su hombro estaba casi curada, pero sabía que sus costillas iban a necesitar más tiempo para soldarse. Notaba el pecho rígido y dolorido, pero la mayor parte del dolor más agudo le había abandonado, y aquel ejercicio era vigorizante, no agotador.
En la calle del Hierro dos hombres arrojaban un conjunto de cinco dados contra una pared lateral, hablando suavemente entre sí, atentos a las caras de los dados. Una mujer de sucias ropas estaba sentada en el polvo de la calle, con un lloriqueante bebé en brazos. Tendió una mugrienta mano, de uñas rotas y negras de tierra, la palma hacia arriba.
—Por favor —suplicó con una voz débil y lastimosa—. Por favor.
Sus tristes ojos captaron los de Ronin y se llenaron de dolor.
—Ignórala —dijo Tuolin, viendo la dirección de la mirada de Ronin.
—Pero seguramente puedes prescindir de alguna moneda para ella.
Tuolin sacudió negativamente la cabeza.
—Por favor —gimió la mujer.
—El bebé está llorando —dijo Ronin—. Tiene hambre.
Tuolin cruzó rápidamente la concurrida calle y, echando a un lado los pliegues de la ropa de la mujer, agarró su oculta muñeca, y Ronin vio que sujetaba una daga con la que había estado pinchando a su bebé para hacerle llorar. Los almendrados ojos de la mujer llamearon furiosos mientras arrancaba su muñeca de la presa e intentaba pincharle con la punta de la hoja. Tuolin retrocedió fuera del alcance del brazo y reanudaron su camino a lo largo de la calle del Hierro.
—Una lección de Sha’angh'sei —dijo.
Ronin miró hacia atrás por entre la gente. La mujer seguía sentada, con la palma extendida, la otra mano oculta. Sus labios se movían; sus ojos escrutaban los rostros que pasaban. El bebé lloraba.
—La guerra es la razón por la cual fue construida Sha’angh'sei, y fue construida en un día.
—Seguro que no hablas en serio.
—Bueno, quizás exagere un poco. Pero muy poco.
—¿Cuánto tiempo?
—¿Para construir la ciudad?
—No. ¿Cuánto tiempo hace que dura la guerra?
—Es interminable. No lo recuerdo. Nadie puede.
—¿Quién lucha contra quién?
—Todo el mundo contra todo el mundo.
—Eso no es una respuesta.
—Pero es la verdad.
Estaban sentados en una taberna de techo bajo, ante una mesa de tablas de madera situada a lo largo de la pared de atrás y que ocupaba casi toda la anchura del establecimiento. Una amplia escalera de madera que conducía al segundo piso ocupaba el resto de la pared.
El aire era denso con el humo de la grasa y el sebo ardiendo. Ante ellos tenían bandejas de carne asada y pescado al vapor, verduras crudas y el inevitable arroz. Tazas de transparente vino de arroz, caliente y fuerte, eran rellenadas constantemente mientras comían usando los largos palillos. Los hombres a bordo del barco habían enseñado a Ronin cómo utilizar aquellos peculiares utensilios de comer.
—Todas las razas del hombre están representadas aquí, creo —dijo Tuolin entre bocados—, en diferente número. Y ninguna ha tenido éxito sobre las demás.
—Borros, el hombre con el que viajé por el mar de hielo, creía que las guerras de hechicería habían terminado con todos los conflictos.
Tuolin sonrió mientras tragaba, pero sus ojos mostraron que aquello no le divertía; eran tan fríamente azules como el hielo.
—El hombre nunca aprenderá, Ronin. Se halla eternamente en guerra consigo mismo. —Se encogió de hombros—. Me temo que es algo inevitable.
Seis soldados con polvorientos uniformes entraron en la taberna y ocuparon sillas alrededor de una mesa cerca de la puerta. Pidieron vino y empezaron a beber, riendo con voz fuerte y dando puñetazos sobre la mesa. Sus largas espadas raspaban las tablas del suelo.
—Esta ciudad está compuesta por facciones —dijo Tuolin—, y todas ellas desconfían de las otras porque la guerra te permite ganar mucho dinero si eres listo.
En el extremo más alejado dos hombres embozados, altos y de pelo claro, permanecían sentados rodeando con sus brazos a un par de mujeres de ojos negros, esbeltas y de altos pómulos y nariz chata, con su largo pelo negro cayendo liso hasta media espalda.
—La ciudad está llena con muchos, muchos hongs, comerciantes extranjeros que se han vuelto ricos y gordos con la guerra.
—¿Viven aquí?
Una de las parejas se estaban besando ahora, un abrazo largo y apasionado.
—Oh, no —bufó Tuolin. Dio un buen sorbo a su vino—. Viven arriba. —Volvió a llenar su taza—. En la ciudad amurallada.
—¿Otra ciudad?
—Sí y no. —Tomó más carne con sus palillos—. Todavía es Sha’angh'sei.
En la pared opuesta una mujer de largos ojos y un rostro curiosamente simiesco susurró algo a tres hombres con capas oscuras. Llevaba su brillante pelo recogido en la parte superior de su estrecha cabeza, y unos largos pendientes de piedra verde se agitaron cuando movió la cabeza.
—¿Qué hay de la guerra?
—Está en todas partes. Por eso hemos regresado a Sha’angh'sei. Un ejército de bandidos se ha congregado al norte y al oeste. —Tres muchachos entraron corriendo desde la calle, delgados y sucios y de ojos hundidos. El tabernero los llamó mientras empezaban a subir la escalera. A su grito el más alto de los tres se volvió y depositó un cierto número de mugrientas monedas en la mano del hombre. El tabernero abofeteó al muchacho tan fuerte que todo su cuerpo se estremeció. El muchacho metió una sucia mano en un bolsillo y extrajo varias monedas más, luego echó a correr escaleras arriba tras los otros—. Los hongs nos pagan para proteger sus intereses antes de que los bandidos se conviertan en un problema cayendo sobre la ciudad.
Incluso para Ronin, con tan poco tiempo entre aquella gente, le parecía una historia implausible; de todos modos, no podía pensar en por qué Tuolin debería mentirle.
—Entonces, ¿abandonaréis Sha’angh'sei? —quiso saber.
La mujer del rostro simiesco estaba haciendo gestos con unas finas y huesudas manos. Sus largas uñas estaban lacadas de verde, y con cierta sorpresa Ronin vio que sus dientes eran negros.
—Sí. Pasado mañana. Son tres días de marcha hasta Kamado, la fortaleza en el norte.
Uno de los hombres se puso en pie y salió del establecimiento. Los dos restantes siguieron hablando con la mujer de rostro simiesco con creciente animación. Los dientes de la mujer brillaban oscuros.
Ronin estaba a punto de decir algo, pero la mano de Tuolin en su brazo lo detuvo. Siguió la mirada del hombre rubio.
Había dos hombres de pie en la puerta de entrada. Llevaban oscuros pantalones anchos y capas negras sobre sus camisas de seda. Sus ojos eran almendrados y sus rostros anchos y planos. Su largo pelo estaba encerado y atado en sendas colas. Una ráfaga errante de viento agitó sus capas, y Ronin captó un atisbo de hachas de mango corto metidas en sus fundas.
—Estáte quieto —susurró Tuolin, mientras sus ojos se apartaban lentamente de las altas figuras. Su voz tuvo una nota peculiar, ¿miedo quizá? Miró a Ronin y dijo en un tono más normal—: El rikkagin te quiere ver mañana a una hora específica. Hasta aquel momento, me ha pedido que sea tu guía por la ciudad. —Ronin se le quedó mirando—. Sha’angh'sei es una ciudad compleja y a veces desconcertante. El rikkagin no quiere que te pierdas.
Los hombres estaban inmóviles en la puerta, y sus negros ojos escrutaban la estancia. El tabernero alzó la vista de la mesa que estaba sirviendo y, secándose las manos en su delantal, se apresuró hacia ellos. Extrajo de algún bolsillo interior una pequeña bolsita de piel, que tendió a uno de los hombres. El otro le dijo algo y se echó a reír. El tabernero inclinó la cabeza en una ligera reverencia. Al momento siguiente los dos hombres habían desaparecido sin el menor ruido.
—¿Quiénes eran? —preguntó Ronin.
—Los Verdes —dijo Tuolin, como si aquello fuera toda la respuesta que necesitaba. Apuró el resto de su vino—. Ya he tenido bastante de este lugar. ¿Qué dices tú, Ronin, nos vamos?
Tuolin pagó la comida. Los pendientes de piedra verde de la mujer de rostro simiesco danzaban al compás de sus palabras.
Fuera en el fragante aire parecía haber menos gente que antes. Tuolin miró a ambos lados de la calle, luego pareció relajarse.
—Ahora empieza la velada —dijo.
La placa dorada decía «Tenchó». Estaba fijada con clavos dorados a los ladrillos pardos de la pared a la izquierda de las altas dobles puertas amarillas en el arranque de una curvada escalera de hierro en la calle Okan.
Dos veces había sorprendido a Tuolin mirando hacia atrás como si pensara que estaban siendo seguidos. Sin embargo, parecía completamente imposible decirlo entre todos los cuerpos que iban en todas direcciones.
Tuolin llamó a las puertas amarillas y, tras un momento, se abrieron hacia dentro.
—Matsu —dijo en un susurro, sonriendo.
Ella apareció de pie entre los dos hombres armados, con su esbelto cuerpo empequeñecido por la presencia de los dos hombres. Tenía un rostro ovalado con largos ojos almendrados y un denso pelo negro que llevaba liso y suelto, de tal modo que un ojo quedaba constantemente cubierto por su cascada. Llevaba una túnica plateada de cuello alto y mangas anchas, bordada con palomas grises. Su piel era muy blanca; sus labios no estaban pintados. El broche ovalado de lapislázuli en su garganta era la única nota de color en el conjunto negro, gris y blanco.
Le sonrió a Tuolin, luego miró durante un largo momento a Ronin. Después murmuró algo a los guardias, que se relajaron un tanto.
Los condujo sin una palabra a través de un estrecho vestíbulo. Tiras de delgadas alfombras cubrían los suelos de madera; un alto espejo con marco de oro reflejó brevemente la pequeña procesión. Cruzaron unas puertas abiertas a la izquierda a través de las cuales oscilaba y danzaba una luz amarilla.
Entraron en una amplia y profunda estancia con paneles de madera color miel a lo largo de las paredes hasta la altura de la cintura de un hombre de estatura media. Por encima de esto, las paredes estaban pintadas de un amarillo suave. El alto techo era blanco hueso. De su centro colgaba una inmensa lámpara ovalada elaborada con topacios facetados; quizás quinientos cristales habían sido artísticamente montados de modo que la miríada de pequeñas llamas de la lámpara, situadas en su centro, brillaban a través de las facetas. Era esta luz singular la que proporcionaba a la estancia su aspecto leonado.
Dispersos sobre el suelo de madera lacada había pequeños divanes íntimos y grupos de mullidas sillas sobre las que se sentaba el más diverso surtido de mujeres que Ronin hubiera visto nunca. Algunas estaban con hombres, bebiendo y fumando, otras formaban pequeños grupos que hablaban lánguidamente entre sí, volviendo sus exquisitos rostros a los hombres que merodeaban por el lugar como los pétalos de una flor siguiendo el camino del sol. Muchachas jóvenes con casacas acolchadas y amplios pantalones de seda color pastel se movían entre esos grupos, naves en los indeterminados vacíos que separaban aquellas temblorosas constelaciones.
Matsu les dejó, cruzando la estancia hacia un grupo de dos hombres y una mujer. Tras varios momentos la mujer se separó y se dirigió hacia ellos. Llevaba un vestido de seda color azafrán largo hasta los pies, abierto por un lado de modo que a cada paso que daba Ronin podía ver toda la longitud de una pierna desnuda. El vestido estaba bordado con dibujos de fantásticas flores en el verde más pálido. Como el de Matsu, el vestido tenía mangas anchas y cuello alto, y su estilo conseguía de alguna forma realzar su figura.
Pero lo más extraordinario era su rostro. Tenía unos largos ojos oscuros, con los párpados superiores oscuros y sensuales sin que parecieran estar pintados. Su rostro se estrechaba en la barbilla, acentuando sus altos pómulos. Sus labios estaban pintados de un escarlata profundo; brillantes, entreabiertos. Su pelo era tan violentamente oscuro que parecía negroazulado; lo llevaba muy largo y peinado de modo que caía delicadamente sobre su hombro izquierdo y su pecho.
Sonrió con unos pequeños dientes blancos y alzó las manos y las apretó juntas.
—Ah, Tuolin —dijo—. Que bueno verte de nuevo. —Su voz tenía la tonalidad de una campana que repiqueteara desde muy lejos. Dejó caer sus manos. Eran pequeñas y blancas, con delicados dedos y largas uñas lacadas de amarillo. Llevaba pendientes de topacio con la forma de una flor.
Su cabeza se volvió lentamente, miró a Ronin, y en ese preciso momento él tuvo la peculiar sensación de ver doble.
—Kiri, éste es Ronin —dijo Tuolin—. Es un guerrero de una tierra muy lejana al norte. Ésta es su primera noche en Sha’angh'sei.
—Y tú lo has traído aquí —dijo ella con una risa musical—. Qué halagador.
Una muchacha joven con un casaca acolchada azul claro y pantalones se acercó a ellos.
—Lily os llevará a los baños. Y cuando regreséis decidiréis. —Los oscuros ojos les miraron fijamente.
La muchacha los condujo a través de la estancia de luz topacio, cruzando una amplia puerta de teca y a un corto pasillo de piedra desbastada. El contraste era absoluto.
Descendieron una estrecha escalera iluminada por humeantes braseros instalados altos a lo largo de las paredes. Los escalones de piedra eran húmedos y en alguna parte, no muy lejos, Ronin creyó captar el suave chapoteo del agua. Las escaleras dieron paso a una amplia y cálida habitación con paredes de roca y un bajo techo de madera iluminada con lámparas. En una pared había tallada una inmensa chimenea dentro de la cual colgaba un igualmente enorme caldero que humeaba mientras el fuego hacía hervir su contenido.
La habitación en sí estaba dominada por dos grandes bañeras cuadradas colocadas sobre tablas de madera elevadas; una de las bañeras estaba llena hasta la mitad con agua. Cuatro mujeres, de pelo oscuro y ojos almendrados, desnudas hasta la cintura, parecían estar aguardando su llegada. El agua humeaba y gorgoteaba.
—Ven —dijo Tuolin alegremente, despojándose de sus sucias ropas del mar y colgando sus armas en una de una línea de clavijas de madera colocadas en una pared. Ronin le imitó, y la mujeres les dirigieron a la bañera vacía. Mientras se metían a ella, las mujeres empezaron a echar cubos de agua caliente, llenándola. Luego también se metieron dentro y, tomando suaves cepillos y fragante jabón, empezaron a bañar atentamente a los dos hombres.
Tuolin bufó y echó agua por la boca.
—Bien, Ronin, ¿qué piensas de esto? ¿Fue alguna vez tu hogar tan agradable?
Las manos eran suaves y gentiles, y la caliente agua jabonosa era deliciosa contra su piel. Las mujeres murmuraron entre sí cuando vieron su espalda, las cicatrices largas y lívidas y recién curadas, y tomaron mucho cuidado en lavar esta parte de él de modo que no sintiera ninguna incomodidad, sólo placer. Restregaron su pecho, masajeando suavemente sus músculos casi como si supieran de sus recientemente rotas costillas. Le murmuraron algo, y él y Tuolin se trasladaron, creadores ahora de sus propias olas, dueños de mareas y corrientes, a la segunda bañera, a la que se había añadido agua caliente y limpia. Dos de las mujeres empezaron a limpiar la primera bañera mientras las otras dos recogían las ropas sucias de la pareja y se marchaban.
Ronin se echó hacia atrás, estirando sus piernas, dejando que el calor empapara lentamente su cuerpo. Sus músculos se fueron relajando gradualmente, y buena parte de la tensión salió de él. Cerró los ojos.
Qué inesperado era todo aquello. Qué absolutamente distintas eran las circunstancias de lo que Borros había imaginado. Cómo… Bruscamente se dio cuenta de que no había tenido la menor idea de adonde podía encaminarse o siquiera si podía sobrevivir cuando había ascendido a la superficie desde la escotilla de acceso prohibida del Feudofranco. Había seguido ciegamente a Borros, sin importarle nada, deseando escapar del Feudofranco tanto como había deseado resolver el misterio del pergamino de dor-Sefrith. El calor trepó en él como la presencia de una mujer desnuda muy cerca a su lado.
Y con ello las barreras que había erigido tan cuidadosamente se doblaron sobre sí mismas y cayeron y pensó en ella. Oh. K’reen, cómo debiste ser torturada. Te destruyó día a día con los venenos con los que te alimentó. ¡Las mentiras!
El agua onduló y Ronin alzó la vista al presente. Una de las mujeres se había metido en la bañera al lado de Tuolin.
—¿Quieres la otra? Tienes perfectamente derecho pero has de pedirlo.
Ronin sonrió débilmente.
—No en este momento. El agua es suficiente.
El hombre rubio se encogió de hombros y salpicó a la mujer usando su mano en forma de copa. Ella se echó a reír.
Es extraño. El Feudofranco parece tan distante en el tiempo; tanto como si fuera otra vida. Pero no es así. Todavía está conmigo y esto no es nada. El Helor se lo lleve, lo que puede hacer la Salamandra sobre eso.
Miró su gran espada, que osciló en un pequeño arco, rozada por una de las mujeres al salir de la estancia. Dentro estaba el pergamino y quizá, si Borros tenía razón al respecto, la clave para la supervivencia del hombre. Y ya no podía dudar del mago. Ya se había enfrentado al makkon; había sentido su abrumador poder. E instintivamente había sabido que esa criatura no era de este mundo: éste tenía su propia clase de monstruos.
De esto estaba seguro: al menos un makkon estaba ya aquí. Si el pergamino no era descifrado en el momento en que convergieran los cuatro, llamarían al Dolman, y la humanidad estaría condenada con toda seguridad.
—¿Estás listo? —preguntó Tuolin.
Ambos se pusieron en pie, chorreantes.
—Déjame echarte una mirada.
Los labios escarlata se abrieron. La diminuta lengua rosada rozó los regulares dientes blancos.
Se echó a reír.
—Siempre es tan hábil acerca de estas cosas.
Llevaba una bata de seda de un color que podría haber sido verde claro o marrón o azul o cualquiera de otra docena de colores. Sin embargo no era ninguno de ellos, sino quizás una sutil mezcla que hacía que la tela pareciera incolora. A lo largo del cuerpo y brazos había fieros dragones, rampantes, los ojos brillantes, las garras inquisitivas, bordados con hilo de oro de modo que sus pieles parecían fundidas. Tuolin iba vestido con una bata azul oscuro con garzas blancas delante y detrás.
—Ah, Tuolin, debes de haberme traído un hombre notable. —Kiri dirigió sus ojos hacia Ronin—. ¿Sabes?, no le digo esto a todos los que vienen a Tenchó, pero Matsu elige la ropa que encaja con cada persona que entra aquí. Raras veces se equivoca en su elección.
—¿Y qué significa esto, entonces? —preguntó Ronin, contemplando los resplandecientes dragones.
—Oh, estoy segura de que todavía no lo sé —dijo la mujer con una pequeña sonrisa—. Nunca antes había visto este dibujo en particular.
Entonces se volvió a Tuolin y tomó su brazo. Su perfume llegó hasta Ronin, intenso y sutil, almizcleño y ligero. Los tres cruzaron la estancia de luz topacio, deteniéndose momentáneamente cuando una de las muchachas les ofreció té y vino de arroz, y Kiri les presentó una a una a las mujeres que no estaban emparejadas con ningún hombre. Todas eran hermosas; todas eran diferentes. Sonrieron y agitaron el aire con sus abanicos ornamentales de papel. Finalmente Tuolin hizo su elección, una mujer alta y esbelta de ojos y pelo claro y boca generosa.
Kiri asintió y se volvió hacia Ronin.
—Y tú —dijo suavemente—, ¿a quién deseas?
Ronin miró de nuevo a todas las mujeres, el impresionante paisaje de feminidad, y volvió su vista a aquellos ojos profundamente negros.
—A ti —dijo lentamente— es a quien quiero.
Cuando el organismo no comprende, la vista y el oído carecen de significado. En consecuencia, la mujer de pelo claro le pareció extraña cuando abrió mucho la boca y emitió un sonido.
Jadeó, luego medio dejó escapar una risita, que reprimió tragando saliva mientras las otras tres mujeres permanecían completamente inmóviles observándola. A su alrededor los movimientos continuaron, el lánguido abanicar, los destellos de piernas desnudas, el dulce aroma de las volutas de humo, el vapor del té caliente y el vino especiado de arroz, como la lenta e inmensa rueda de las estrellas.
Luego se produjo el clinc de una taza al ser depositada sobre una bandeja lacada, un sonido tan separado y distinto como el crepitar de un trueno en una noche lluviosa.
—Pero eso es im… —empezó a decir Tuolin.
La mano delicadamente alzada de Kiri lo detuvo a media frase.
—Es de otras tierras —dijo—. Eso es lo que me dijiste, Tuolin, ¿no? —Las uñas amarillas era como esbeltas antorchas a la luz—. Yo pregunté, y él respondió lo que deseaba. —Ahora miraba directamente a los ojos de Ronin, pero siguió hablándole al hombre rubio—. Tú has seleccionado a Sa, como tú deseabas. Tómala.
—Pero…
—No pienses más en ello, si no quieres que tu armonía se vea rota y esta casa se convierta en algo sin valor. No me siento ofendida. —Las amarillas uñas se movieron una fracción, destellando luz—. Yo me ocuparé de Ronin. Y él se ocupará de mí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ronin después de que Tuolin y Sa se hubieran ido.
Ella tomó su brazo y rió suavemente. Echaron a andar por la estancia de luz topacio.
—La muerte —dijo con voz ligera y sin la menor huella de afectación—. Es la muerte pedirme a mí, extranjero.
Una muchacha muy joven con una casaca acolchada rosa se acercó a ellos para ofrecerles vino de arroz.
—Sírvete —dijo Kiri, y él le tendió una taza, tomó otra para ella. Dio un sorbo al vino; era completamente distinto al vino de arroz de la taberna. Las especias le añadían un aroma y un dulzor que apreció.
—Entonces elegiré a otra.
Hubo una risa sofocada y el sinuoso rozar de la tela contra perfumada piel. El dulce humo era más intenso ahora.
—¿Es eso lo que deseas?
—No.
—Me dijiste lo que deseabas.
Él se detuvo y la miró.
—Sí, pero…
—¿Hmmm? —Los labios escarlata se abrieron y se fruncieron en una sonrisa.
—También quiero someterme a las reglas de tu pueblo.
Ella le animó a seguir caminando.
—Lo que debes recordar acerca de Sha’angh'sei, la única cosa que vale la pena recordar, es que aquí no hay leyes.
—Pero acabas de decirme…
—Que es la muerte pedirme a mí, sí.
Las uñas amarillas siguieron el rastro de los dragones dorados de su bata, las distendidas fosas nasales, la boca abierta, la lengua bífida, descendiendo por el serpentino cuerpo, cruzando las rampantes garras, siguiendo la sinuosa cola.
—Pero todo es tuyo para que lo tomes. Las facciones de esta ciudad se unen según códigos y reglas no escritos. —Sus ojos eran grandes y misteriosos; sintió la presión de sus uñas a través de la tela. Su voz era ahora un susurro—: ¿Quién vive en Sha’angh'sei excepto los dominadores y los dominados? —Él se acercó a ella—. Pero la ley es desconocida aquí.
Las cosas se volvieron menos densas en la estancia de la luz topacio cuando las parejas empezaron a dispersarse. Las muchacha se marcharon en perfecto silencio, y pronto su leonado esplendor quedó sólo para ellos.
—No —dijo ella, y cuando sacudió la cabeza su pelo fue como un bosque en la noche—, tú no eres de Sha’angh'sei o de ningún otro lugar cercano. Te hallas totalmente intocado por la ciudad.
—¿Es eso tan importante?
—Sí —susurró ella—. Oh, sí.
—Cuéntame de nuevo por qué has venido a Sha’angh'sei.
—Ya lo has oído antes.
—Sí, pero esta vez quiero que Tuolin lo oiga también.
—Nunca había oído hablar de la ciudad hasta que tú me hablaste de ella.
—Por supuesto —dijo el hombre con amabilidad.
El rikkagin T’ien estaba sentado con las piernas cruzadas detrás de una mesa verde lacada en la cual había una tetera de barro cocido, una taza que mostraba el poso de haber sido llenada muchas veces, un tintero y una pluma de ave. Puso a un lado el fajo de hojas de papel de arroz sobre las que había estado escribiendo una lista vertical de cifras.
—Empieza, por favor.
Ronin contó la historia del pergamino de dor-Sefrith, la reunión de los makkons, la llegada del Dolman.
Cuando hubo terminado se produjo un silencio en la habitación. La luz amarilla penetraba oblicuamente a través de los paneles de cristal emplomado tras los cuales, un piso más abajo, se extendía la calle del Doble Bajo, donde tenían su cuartel general el rikkagin y sus hombres y desde donde partirían al amanecer del día siguiente para la larga marcha hasta Kamado.
Vio a T’ien mirando a Tuolin, que permanecía de pie con las manos unidas detrás, de espaldas a las ventanas. Con la luz tras él, su rostro estaba sumido en una profunda sombra. Se le ocurrió entonces que no le creían; que, pese a las palabras del rikkagin T’ien de lo contrario, quizá lo consideraban todavía un enemigo. Tenía que preguntarlo.
—Quizá podáis ayudarme.
—¿Qué? —T’ien pareció salir de algún profundo pensamiento—. ¿Ayudar en qué?
—En descifrar el pergamino.
El rikkagin sonrió un tanto tristemente.
—Me temo que eso es totalmente imposible.
—Quizás el Concejo pudiera ayudarle —dijo Tuolin.
El rikkagin T’ien pareció desconcertado por un momento, y miró al hombre rubio como si fuera una estatua que de repente acababa de hablar. Luego dijo:
—Sí, ahora que lo dices, eso quizá sea la respuesta. —Pareció sumirse de nuevo en sus pensamientos.
—¿Sabes? —le dijo Tuolin a Ronin—, la ciudad está gobernada por un Concejo Municipal: nueve miembros con las principales facciones representadas y las menores mendigando favores mediante taels de plata y otros bienes. Si alguien en esta ciudad posee el conocimiento que buscas, son ellos.
—¿Dónde se reúne el Concejo?
—En la ciudad amurallada, en la montaña encima de nosotros. Pero tendrás que aguardar hasta mañana; no creo que haya sesión del Concejo hoy. ¿No es así, rikkagin? —Tuolin sonrió.
—¿Hmmm? Oh, sí, cierto —dijo T’ien, pero su mente parecía preocupada todavía por otros asuntos.
En el pequeño silencio que siguió, el suave resonar de los hombres del rikkagin haciendo sus preparativos derivó perezosamente a través de las abiertas ventanas.
Hubo una llamada a la puerta, y Tuolin cruzó la habitación antes de que T’ien tuviera oportunidad de decir nada. Un soldado entró haciendo una inclinación de cabeza y tendió a Tuolin una hoja doblada de papel de arroz. El hombre rubio la abrió y leyó su contenido, con las cejas fruncidas en concentración o ansiedad. Hizo un gesto con la cabeza al soldado, que se marchó inmediatamente. Luego Tuolin cruzó la habitación y colocó el papel abierto delante del rikkagin. Mientras T’ien lo leía, le dijo a Ronin:
—Me temo que han surgido un cierto número de problemas administrativos de último minuto que requerirán la atención del rikkagin y la mía durante todo el resto del día. Por favor, siéntete libre de echarle un vistazo a la ciudad, pero nos gustaría que volvieras aquí y cenaras con nosotros. —La sonrisa afloró de nuevo.
Alzó la vista.
—Pídele a alguno de los hombres de abajo direcciones de interés. Han recibido instrucciones de entregarte una bolsa de monedas. No puedes ir a ninguna parte en Sha’angh'sei sin pagar por ello.
Fuera, giró a la izquierda y luego a la derecha, caminando hacia abajo por una calle ligeramente inclinada. El día estaba nublado y se estaba alzando una bruma amarillenta. Se descubrió pensando en T’ien y en Tuolin. Tuvo de nuevo la sensación de que había olvidado algo vital respecto a ellos, pero la respuesta se le resistía. Se encogió de hombros y expulsó el problema de su mente.
Tras varios minutos llegó a una amplia avenida, y el ruido de la ciudad le inundó. Hileras de tenderetes flanqueaban la concurrida calle. Uno vendía aves de corral. Colgaban de sus cuellos, cocidas y barnizadas con una brillante salsa bermellón, de modo que parecían irreales, como de madera. Mientras miraba, la gente se detenía y depositaba algunas monedas. El propietario del puesto sacaba cuencos de arroz y palillos y cortaba trozos de ave cocida sobre el arroz. La gente comía de pie. Por otra moneda recibían una taza pequeña de té verde con el que acompañar la comida.
En otro lugar, un sastre especializado en piel hacía botas y capas. Y en una concurrida intersección un hombre gordo con un delgado bigote caído permanecía sentado dentro de una jaula cuadrada de metal, prestando dinero al interés del día, que, supuso Ronin, sería algo más alto que el del día de ayer.
Oyó la cadencia de unas botas y apareció un grupo de soldados andando con paso enérgico, avanzando desdeñosos por entre los grupos de gente.
Recorrió las serpenteantes y fluidas calles de la ciudad, atrapado en su rápido pulsar, repetitivo y cambiante, destellos de color, una amalgama de sonido, el olor de especias aromáticas flotando a lo largo de su sinuoso camino.
Observó transacciones de todo tipo, manejadas en rápidos y secos movimientos; vio a gente que parecía no hacer nada excepto observar a otra gente, de pie junto a los escaparates de las tiendas o sentada a lo largo de las fachadas de los edificios.
Estaba contemplando una hilera de seis pájaros con pechugas como barriles sobre una gruesa percha de madera, atusándose sus largas plumas color azafrán, cuando llegó hasta él, tenso por entre la miríada de sonidos de la ciudad, pero perfectamente claro mientras flotaba en el viento. Siguiendo su oído, con el sonido tirando de él como una red a través de los giros de las irregulares calles y los húmedos callejones, llegó al final ante un muro de piedra y escuchó el repicar de las campanas que coloreaba el aire. Había una antigua puerta de madera encajada en el muro de piedra. Sin pensar, la abrió y la cruzó.
El fondo tonal de la ciudad se desvaneció cuando cruzó el umbral, y ahora oyó las campanas más claramente, aunque su origen parecía estar todavía muy lejos.
Por encima de un repentino fondo de brumoso silencio oyó una sola vez el sonido de un cuerno.
Las campanas repiquetearon dulcemente una vez más, en el jardín, claras, precisas, hermosas. Resplandecientes flores blancas y amarillas y rosas formaban parterres entre las rocas y el musgo y plumosos helechos creaban dibujos exquisitos.
El agua burbujeaba y resonaba en una diminuta cascada, y el estanque al que desembocaba estaba lleno con pequeños peces gordos de largas aletas plateadas que surcaban como velas la verde agua. Recorrió un sendero pavimentado con brillante grava blanca.
Las campanas cesaron su repicar y el cuerno sonó de nuevo. Se inició un relajado cántico, ondulante, agradable al oído, que derivó soñoliento en el quieto aire. Ronin tendió el oído pero no pudo discernir ningún sonido de la ciudad más allá del muro de piedra.
En el centro del jardín había una gran urna de metal, de bronce quizá. A su lado estaba sentado un anciano vestido con un ropaje pardo. Su arrugado rostro era sereno, sus ojos estaban cerrados. Su escaso pelo era blanco, su barba larga y fina. Estaba sentado tan inmóvil como una piedra.
Ronin adelantó una mano y tocó los abultados lados de metal y sintió… nada. Una nada tan pura que era tangible. Un espacio inmutable bostezó, con los años cayendo como hojas secas, los siglos pasando como silenciosas gotas de lluvia, los eones emergiendo, mezclándose, separándose. Y una inmensa quietud penetró en él: el tronar de la eternidad.
Se estremeció.
Se dio cuenta de que había cerrado los ojos. Cuando los abrió, las campanas estaban repicando de nuevo, altas en el aire. Cruzó sobre rígidas piernas una puerta de madera, y fue como si una ráfaga de melodía lo hubiera transportado a otro mundo. El aire era húmedo y olía a incienso, la luz era tenue y parda como si fuera muy antigua. Paredes de piedra y columnas de mármol, un cielo indistinguible en la penumbra.
En la distancia había encendidas masas de gruesas y cortas velas, y sus diminutas llamas oscilaban como un coro de danzarines preparándose para una actuación. El incienso y el sebo hacían que el aire adquiriera una tercera dimensión. Siguió avanzando, sintiéndose como el pez en el estanque de fuera, tan lentamente como en el agua. Los siglos colgaban sobre él como taels de plata, densos y hermosos.
Entonces, desde alguna parte, creyó oír una tos, baja e interrogante. Una presencia animal. Quizás una voz, tan distante que sólo oyó su eco, dijo: Encuéntralo. El suave sonido de unas patas, un raspar tan bajo como el rumor del follaje en otoño. Tienes que encontrarlo. El eco de unos ecos. Muy lejano.
Miró soñadoramente a su alrededor. Le llegó de nuevo el canto, diáfano, pacífico, aromatizando el aire. Lanzas de luz leonada caían oblicuamente desde las altas y estrechas ventanas, lacando el suelo de piedra y las esterillas de cañas. Estaba solo.
Pensó en la urna de bronce y en el hombre que permanecía sentado tan inmóvil a su lado.
Estaba allí cuando Ronin regresó al exquisito jardín. Con los ojos cerrados. Una estatua. Los peces nadaban perezosamente. El agua gorgoteaba roncamente. Las campanas guardaban silencio.
Se acercó al muro de piedra, cruzó la puerta de madera, y cuando la cerró tras de sí los discordantes ruidos de la ciudad, frenéticos y desesperados, cayeron sobre él como una horda de langostas en el calor del verano.
Caminó al azar, aún medio aturdido, hasta que se dio cuenta por la intensidad de la luz que el día ya estaba acabando. Preguntó a un corpulento comerciante que permanecía recostado indolentemente a la puerta de su tienda, aguardando clientes, sudoroso y con la boca llena de huecos de dientes, una orientación para volver al cuartel general del rikkagin. El hombre le miró, miró sus ropas, la espada a su costado, la bolsa de monedas en su cinturón.
—¿Vas a cenar, caballero? —Su aliento era fétido.
—Sí, pero…
—Entonces una oca quizás. O un espléndido cochinillo recién sacrificado para tu anfitrión. —Su voz adquirió un tono seductor—. Un magnífico regalo, muy generoso y a un precio realmente modesto. Sólo veinte cobres.
—Por favor, dime dónde…
El comerciante frunció el ceño.
—Si estás pensando en Farrah, su carne no es ni una décima parte tan buena como la mía. —Unió sus gruesas manos como angustiado—. ¡Y los precios que cobra! Debería informar de ello a los Verdes.
—La calle del Doble Bajo, ¿está cerca de aquí?
—Debería hacerlo, ¿sabes?, pero no soy una persona vengativa, pregúntale a cualquiera en el camino del Oso Pardo. Sólo soy un honesto comerciante. Me ocupo de mis propios asuntos. No me preguntes, como hacen muchos, lo que ocurre detrás de la esquina o —hizo rodar los ojos— en el piso de arriba. Si te contara…
—Por favor —dijo Ronin—. La calle del Doble Bajo. ¿Está muy lejos?
—Si quieren hacer todas esas cosas horribles, bueno, ¿quién soy yo para decir…?
Ronin lo dejó y echó a andar calle abajo.
—¡Ve a Farrah entonces, como habías pensado hacer desde un principio! —dijo el gordo comerciante a sus espaldas, con un agudo gemido—. ¡Os merecéis el uno al otro!
Pasó junto a una tienda de alfombras en la calle de los Tres Picos. Estaba llena de clientes y un ejército de empleados que parecía como si fueran todos de una misma familia. La siguiente puerta era la de un boticario, con una enorme jarra de piedra colgando sobre la puerta de antiguas y crujientes cadenas y un polvoriento escaparate lleno con pequeños paquetes de colores, frascos de granulosos polvos, líquidos en altas jarras tubulares. En el centro de toda la exhibición había un cuenco de cristal transparente con tapa lleno con un líquido ligeramente amarillento en cuyo interior había suspendida una razón con una forma singularmente parecida a la de un hombre. Era de un color pardo anaranjado y de ella brotaban muchos zarcillos como hilos. La cosa despertó su curiosidad y entró en la tienda.
Era larga y estrecha, polvorienta y de aspecto cansado. Una alta vitrina de madera y cristal recorría toda la longitud de la pared derecha de la tienda. Dentro de ella había nítidas hileras de líquidos en sus frascos y montones de saquitos de polvos, ciento y un artículos, supuso, para dolores de cabeza y retortijones de estómago, tirones musculares y pies hinchados. El propietario estaba de pie detrás de un mostrador a lo largo de la pared del fondo.
Era un hombre viejo y bajo y encorvado, como si llevara sus años como un peso tangible. Era un hombre triste, con ojos almendrados y piel amarilla tan delgada como el papel de arroz, casi translúcida. Largos mechones de pelo colgaban de la punta de su barbilla, pero aparte esto era completamente calvo. Estaba midiendo porciones de unos polvos color zafiro sobre una serie de cuadrados blancos de papel de arroz.
Alzó la vista cuando Ronin se acercó.
—¿Sí?
—¿Estoy cerca de la calle del Doble Bajo?
—Bueno, eso depende. —Las retorcidas manos amarillas siguieron con su trabajo.
—¿De qué?
—De qué camino quieras tomar para ir, naturalmente. —Tapó el frasco de los polvos, lo depositó cuidadosamente en uno de una serie de estantes que tenía detrás y que llegaban hasta el techo. Se volvió—. Si atajas por este callejón de aquí hasta el camino de la Montaña Azul, bien, entonces estás a cinco minutos de distancia. —Empezó a echar cada montoncito de polvo a una serie de frascos de cristal azul—. Sin embargo, si sigues caminando por la calle de los Tres Picos hasta que alcances la Nanking, entonces será infinitamente más seguro. —Ya había llenado dos—. Más largo pero más seguro. —Asintió con la cabeza—. Sin embargo —alzó la vista a Ronin—, no has entrado simplemente para preguntarme el camino a la calle del Doble Bajo. —Apuntó con un retorcido dedo—. Cualquiera ahí fuera hubiera podido decírtelo. No, creo que has entrado para preguntar sobre la raíz.
Ronin no ocultó su sorpresa.
—¿Cómo puedes haberlo sabido?
Todos los frascos estaban llenos ahora. Los fue tapando uno a uno.
—Tú no eres el primero que lo hace. No está ahí como decoración, aunque muchos de los que pasan por delante lo cree así.
Ronin empezaba a hartarse.
—¿Me lo dirás?
—La raíz —dijo el hombre, alineando los frascos en otro estante— es antigua. Y, como ocurre con todas las cosas antiguas, tiene su historia. ¡Oh, sí! Aunque me temo que no es una historia muy agradable. —Las aletas de su nariz se dilataron, y se agitó varias veces—. Acércate más. —Asintió con la cabeza—. Sí. Así que eras tú quien estaba en el templo. —Cerró los ojos, sólo por un momento—. Hay un rastro residual de incienso en ti.
—¿Pero qué…?
—Después de todo, oí sonar el cuerno.
—¿El cuerno?
—«Un visitante», decía. «Un visitante.»
—Eso es una estupidez. Era simplemente un templo de Sha’angh'sei.
El viejo sonrió de una forma extraña, y Ronin vio que sus dientes estaban lacados en negro, brillantes y cortados en cuadrados. Pensó en la mujer de rostro simiesco en la taberna: ¿qué misterios había estado vendiendo, y a qué precio?
—Ah, no. —El viejo sacudió la cabeza—. El templo estaba aquí mucho antes de que Sha’angh'sei naciera a la existencia. La ciudad creció a su alrededor. Es el templo de otra gente, seres que desaparecieron de este continente antes de la llegada del hombre. —Se encogió respetuosamente de hombros—. Al menos, eso dicen algunos.
—Pero había un hombre en el jardín del templo.
La sonrisa floreció de nuevo, oblicua e indiferente.
—Entonces quizá lo que dicen no sea la verdad. Ya sabes que a menudo la gente sólo te dice lo que quieren que sepas. —El viejo se llevó una mano a la cabeza como si le doliera—. Lo mismo que la casa en la calle del Doble Bajo.
Ronin se lo quedó mirando fijamente.
—¿Qué?
—Toma la Nanking.
—Pero ése es el camino más largo, has dicho.
—No importa. Tampoco servirá de nada que vayas allí.
Ronin sintió que se erizaba el pelo de la nuca.
—¿Por qué?
—Porque —dijo llanamente el viejo— no hay nadie dentro.
Ronin salió apresuradamente de la tienda sin molestarse en cerrar la puerta, serpenteando entre la gente, buscando con la mirada el callejón que conducía al camino de la Montaña Azul. Casi lo pasó de largo, tan estrecho y oscuro era. Los braseros y linternas de la ciudad apenas empezaban a ser encendidos, iluminando la bruma púrpura oscuro que parecía cubrir Sha’angh'sei cada anochecer.
La calle de los Tres Picos estaba aún oscura con los últimos restos del atardecer, de modo que no tuvo que detenerse ante la oscuridad del callejón para que su visión nocturna cobrara efectividad.
La oscuridad se hizo más profunda, y supo de inmediato que habría problemas. Tendría que haber al menos el resplandor de las linternas del camino de la Montaña Azul, al otro lado de la esquina justo delante de él. Deslizó su espada fuera de su vaina. Avanzó silencioso y mortal a lo largo de una húmeda pared, dobló la esquina.
Olor a pescado crudo y putrefacto; excrementos humanos. Hubo secos ruidos raspantes. Un jadeo. Un gruñido. Se inmovilizó y escuchó atentamente. Más de una persona; más de dos. Ésa era la máxima determinación que podía hacer. Pero era suficiente, porque la adrenalina estaba bombeando ya a través de su cuerpo; su espada llevaba demasiado tiempo envainada. Ansiaba batalla. No le preocupó cuántos hombres estuvieran aguardándole. Avanzó.
Los blancos de unos ojos se alzaron hacia él cuando se acercó a la carrera y contó rápidamente y con precisión porque sabía que había poco tiempo y tenía que preparar todo su cuerpo. El ansia de batalla no fue ningún impedimento porque su entrenamiento se hizo cargo automáticamente de su organismo. Seis.
Había un hombre tendido en el suelo, y los seis estaban sobre él. Un breve destello de una hoja curva, agitándose, luego la imagen desapareció de su vista, perdida en la noche. Pero algo persistió, y lo examinó porque podía ser importante. El destello no era plateado, sino negro sobre blanco, de aspecto húmedo. El rojo es negro con poca luz. Sangre.
Oyó el débil zumbido y dejó que eso le guiara porque ahora sabía lo que era y ellos no esperarían aquello.
Velocidad.
Golpeó con un rápido movimiento y hubo un grito penetrante. Una chispa en la piedra cuando el hacha golpeó el pavimento. Había apuntado deliberadamente bajo, para abrir las blandas visceras del estómago y los intestinos. Alzó la hoja al tiempo que la retiraba, retorciéndola, de modo que una fuente de negra sangre y empapados órganos se derramó hacia adelante mientras el hombre se derrumbaba.
Ya se estaba moviendo hacia adelante con un golpe con las dos manos cuando el segundo hombre saltó a por él, y la hoja silbó en el aire y hendió el cuerpo desde el hombro hasta el vientre. El cadáver danzó como ebrio, muerto antes de golpear el suelo, retorciéndose todavía.
La fiebre creció, y pareció como si todo a su alrededor se frenara mientras su propia velocidad se incrementaba. Vio periféricamente el hacha y supo que no podía alzar la espada a tiempo debido al ángulo, así que la dejó caer y permitió que la hoja en forma de media luna viniera a él, brillante, siseando como una guadaña. En el último instante alzó su mano protegida por el guantelete, la cerró sobre la hoja. La piel del makkon absorbió la fuerza del golpe. Hubo un jadeo, y vio el blanco de los ojos de su oponente abrirse con miedo y sorpresa.
Entonces se echó a reír, y su risa retumbó en el estrecho corredor del callejón, resonando en ecos amenazadores en las paredes de madera y ladrillo, húmedas y cubiertas de limo.
El sonido de pies corriendo, jadeos, voces murmuradas, maldiciones, y las luces del camino de la Montaña Azul brillaron al fin en el otro extremo del callejón. Ronin se frotó las escamas del guantelete mientras recuperaba su espada y la envainaba.
Se volvió entonces hacia el hombre que yacía encogido en el suelo. Se arrodilló a su lado, buscando el pulso en su garganta.
El hombre tosió. Pelo negro, ojos almendrados, pero había algo extraño en su rostro que, incluso a aquella débil e incierta luz, le pareció vagamente familiar a Ronin. Iba vestido con un traje ajustado de tela negra mate.
—Uk… uk… uk…
La sangre brotó de su boca, negra y abundante en la noche. Su mano se alzó convulsivamente y se aferró a su cuello. Tosió otra vez, sangre y algo más. Luego murió.
Ronin se puso en pie, luego se inclinó de nuevo impulsivamente y abrió la crispada mano del hombre. Un fino collar de plata con algo en él. Lo tomó del muerto sin ninguna razón en absoluto y lo deslizó al interior de su bota. Luego fue hasta el final del callejón y salió a la confusión y a la intensa luz el camino de la Montaña Azul.
Silencio.
La noche estaba relajada y tranquila.
El viejo había tenido razón. No había nadie en el cuartel general del rikkagin T’ien; ni T'ien, ni Tuolin, ni un soldado, ni un portero.
Ronin salió a la puerta y observó la calle. Estaba absolutamente solo. Todos se habían ido. A Kamado, supuso. A primera hora. No era una buena señal. Quizá la situación se había deteriorado en el norte. Si le habían dicho la verdad; y no estaba totalmente seguro de que lo hubieran hecho.
Bruscamente recordó la extraña raíz. En su prisa por llegar allí no había tenido tiempo de oír su historia. Se encogió de hombros. Bien, era demasiado tarde ahora, la tienda estaría cerrada. Podía pararse mañana antes de subir la montaña a la ciudad amurallada para ver al Concejo. Y en cualquier caso tenía hambre. No había comido nada desde la mañana, y entonces sólo arroz y té. Bajó las escaleras de la casa del rikkagin T’ien y recorrió la calle en busca de una taberna.
—Alguien vendrá a por ti.
—Pero…
—Nada de instrucciones.
—De acuerdo. ¿Y el pago?
—Ahora. En taels de plata.
—Un momento…
—¿Deseas estar allí? ¿Deseas verlo?
—Sí, pero…
—Entonces haz como digo.
La mujer de rostro simiesco iba envuelta en una capa verde. Un hombre completamente sin pelo estaba sentado a su lado esta noche: cráneo estrecho, rostro plano, un anillo brillante atravesando su nariz. Fumaba una pipa de largo tubo, ligeramente curvada hacia abajo y de cazoleta pequeña. La mujer de rostro simiesco hablaba con un hombre de pelo rojizo y ojos claros. Su piel era blanca lechosa, y se sentaba de una forma peculiar, como si no pudiera doblar una pierna.
—Es demasiado —dijo el hombre del pelo rojizo. El otro hombre permaneció impasible, fumando su pipa.
La mujer se inclinó hacia adelante y Ronin pudo ver el brillo de sus dientes lacados de negro.
—Piensa en lo que conseguirás a cambio de la plata. El Seercus no tiene lugar todos los días. —Rió tensamente—. Y no necesito recordarte las restricciones. Considérate afortunado. —Asintió con la cabeza, arriba, abajo—. Muy afortunado.
Estaban sentados en una mesa de un rincón, lo bastante cerca de Ronin como para que éste no tuviera dificultades en oír su conversación sobre el ruido general de la taberna.
Era una gran estancia llena de humo junto a la Nanking, una de las calles principales de Sha’angh'sei. Bajas vigas de madera cruzaban el techo; el aire era denso a causa de la cera y la grasa. En pocas palabras, era como cualquier otra taberna de la ciudad.
Ronin echó a un lado su cuenco de arroz, alzó sus palillos y se llevó un último pedazo de carne asada a la boca. Tendió la mano hacia el vino de arroz.
—Quizá pueda conseguir un precio mejor en otro lado —dijo el hombre del pelo rojizo, pero había poca convicción en su voz.
La mujer de rostro simiesco se echó a reír, un suave tintinear plateado, sorprendente en su delicadeza.
—Oh, sí, por supuesto. Y puedes contar con que los Verdes…
—No, no —dijo el hombre rápidamente—. Me has interpretado mal. Toma. —Sacó una bolsa de piel de debajo de su capa, contó cuarenta monedas de plata.
La mujer le miró solemnemente, no bajó la vista a los taels. El hombre sin pelo los barrió fuera de la mesa, su mano amarilla apenas una mancha a la luz, sólo un momento.
—Y diez más —dijo la mujer con voz llana.
El hombre de pelo rojizo se sobresaltó.
—Diez… Pero me diste un precio…
—Por esos diez, no informaré a los Verdes.
Se echó a reír mientras el hombre volvía a abrir la bolsa.
—El Seercus —susurró.
El hombre sin pelo tomó las monedas. Dio una nueva chupada a su pipa. Hubo una nube de humo. Se pusieron en pie y se fueron.
El hombre con el pelo rojizo se pasó una temblorosa mano por el rostro, tomó la pequeña jarra de vino de su mesa. Toda una serie de gotas perlaron la madera cuando se sirvió.
Entraron dos hombres y se sentaron a la mesa de Ronin. El propietario se acercó, y pidieron pescado al vapor y vino; Ronin pidió otra jarra de vino.
—¿Y cómo eran los campos, ahora que los has visto de primera mano? —preguntó uno.
—Las adormideras no están bien. —Éste tenía una gran nariz, venada de rojo y con anchas fosas nasales.
—Ah, los Rojos de nuevo. Esta vez deberíamos alistar a los Verdes para que…
—No los Rojos. —Todavía se estaba quitando el barro del viaje de su capa gris.
—¿Eh? —Miró suspicazmente al otro—. Éste no será otro de tus trucos, ¿verdad? Sabes que estoy de acuerdo con que lo que piden los Verdes es enorme, pero vamos a perder mucho más si la cosecha resulta arruinada. Creía que a estas alturas entenderías eso.
—No, digo la verdad.
—Bueno, ¿qué, entonces?
Llegó el propietario con una bandeja cargada con comida y vino, y guardaron silencio hasta que les hubo servido y se alejó de nuevo.
El hombre de la gran nariz suspiró y se sirvió vino.
—Me gustaría saberlo. De veras. —El pescado les miraba desde el centro de la mesa. Tomó uno con los palillos, mordió su cabeza—. Creo que en el norte los Rojos se han escindido.
El otro se echó a reír, intranquilo, sirviéndose vino.
—No creo que eso sea posible.
—Sin embargo, es lo que he oído. —Empezó a llevarse arroz a la boca, con los labios cerca del borde del cuenco—. Cada día desaparecen más kubarus, y las propias cosechas no están produciendo lo que deberían.
—Bueno, si no están convenientemente atendidas…
—Me temo que eso es sólo parte de ello. —Dio un sorbo a su vino, quizá para afirmar sus nervios—. Es como si la propia tierra hubiera cambiado, se hubiera vuelto menos fértil… —Empezó a toser fuertemente.
—¿Estás enfermo?
—No, sólo un resfriado. El clima es mucho más frío de lo que debería ser en esta época del año.
Al principio Ronin sólo había estado escuchando periféricamente. Deseaba comprender aquella compleja ciudad. Para conseguirlo tenía que comprender mejor a sus habitantes. Escuchar las conversaciones parecía una forma tan buena como cualquier otra de empezar. Era otra de las razones por las cuales había decidido ir a una taberna en vez de visitar uno de los muchos puestos callejeros que vendían una infinita variedad de comida. Pero su más bien casual escucha se hizo más intensa cuanto más se adentraba en la conversación. Quizás esto fuera el principio; tal vez tuviera menos tiempo del que pensaba. Si era así, era más imperativo que nunca conseguir ser admitido al Concejo de Sha’angh'sei; descubrir algo que pudiera descifrar el pergamino de dor-Sefrith.
Ahora los comerciantes hablaban de otras cosas, de precios y de las fluctuaciones del mercado. Ronin pagó su comida y se fue. En la Nanking preguntó a un muchacho el camino a la calle Okan, y tuvo que pagar por la información.
Ella no estaba allí, así que aguardó.
Ya era tarde. Pidió vino de arroz, y le fue traído por la pequeña muchacha con la casaca acolchada rosa. La recordaba.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó mientras saboreaba las especias.
Ella bajo sus pintados párpados.
—Once, señor. —Su voz era tan baja que tuvo que tensar el oído para oírla.
Abrió la boca de nuevo, y ella se marchó precipitadamente.
Intentó relajarse, abriendo los oídos a los suaves sonidos de la sala rozando satinados músculos, el verter del líquido, las charlas en voz baja que eran casi como el murmullo del mar. La suave luz. Cerró los ojos hasta reducirlos a meras rendijas, escuchando en su mente el sonar de un cuerno, muy lejano y solitario. Una suave risa se entrometió en sus pensamientos. Una pequeña risita ahogada. Los perfumes derivaban por el lánguido aire. Un efluvio de dulce humo procedente de alguna parte y el pensamiento de campos de adormideras. «Hay mucho miedo en el norte», había dicho el comerciante de la gran nariz. ¿Por qué?
—Ronin.
Abrió los ojos.
Era Matsu. La piel blanca como el hueso; los ojos como olivas. Su cuerpo pequeño y flexible.
—Ella vendrá muy tarde. —Su negro pelo caía sobre uno de sus ojos—. Por favor, déjame llevarte arriba.
Le ofreció su mano. Firme y cálida. Ronin se puso en pie, rozó la palma de ella con los dedos. La dominaba con su estatura mientras subían la amplia escalera de madera pulida hasta el segundo piso. Sin embargo notó su apoyo, fuerte y reconfortante. Uno de sus brazos rodeó los esbeltos hombros de ella. Acarició su mejilla mientras subían. La luz amarilla se hizo más brillante a medida que ascendían hacia la gran lámpara de cristal. Las pequeñas llamas en su interior se estremecían, destellantes puntas de luz que cruzaban sus rostros. Miró hacia abajo, ebrio de vino y fatiga, a la gran habitación vacía con sus divanes dorados y sus mesitas bajas lacadas. Incluso las sirvientas se habían ido ya a la cama. La estancia estaba inmaculadamente limpia, no se veía ninguna taza de té sucia, ni una mancha de vino, ni una pipa cargada con ceniza.
La luz leonada les siguió interminablemente, parecía, hasta que Matsu cerró la puerta de la habitación. No encendió la pequeña lámpara sobre la mesa lacada de negro al lado de la amplia cama. La habitación tenía un alto techo en forma de cúpula y en las pintadas paredes relucían flores empapadas por una lluvia de verano. Las cortinas no habían sido corridas, y a través de la ventana pudo ver que la luna estaba alta en el cielo, pálida y fantasmal pero perfectamente clara en el cielo nocturno.
Se sentó en la cama y miró fuera de la ventana, a la pulsante alfombra de puntos de luz, blancoazulados como raras gemas y sorprendentemente cercanos. Matsu se arrodilló y le quitó las botas. Una parte del cielo era más claro, como si se hubiera echado un pañuelo translúcido sobre la oscuridad de la noche; un puente de luz formado por la cercanía de las estrellas dentro de toda su anchura. Matsu le quitó la ropa y él se puso la bata con los dragones que ella sacó para él.
Le metió bajo las sábanas y luego se metió ella también en la cama, su desnudo cuerpo temblando por el frío de la noche que se filtraba por la abierta ventana, su suave piel erizada, y él apoyó su cabeza en el hueco de su hombro y acarició su pelo, con sus pensamientos sobre las colinas, muy lejos.
Ella fumó un poco, y el dulce aroma los envolvió a los dos mientras inhalaba profundamente con un relajado sisear. Los sonidos derivaban hasta ellos desde una ciudad que nunca dormía. Un perro ladró muy lejos, y un rítmico canto derivó a lo largo de los muelles. Algo metálico resonó cerca sobre los adoquines, y se oyó un breve rumor de pasos. Un grito ronco. El resonar de un carro y alguien silbando átonamente. Los ojos de Matsu se velaron, y la fría pipa cayó de sus dedos abiertos como los pétalos de una pequeña flor blanca sobre las oscuras sábanas.
Se quedó dormida contra él, cercana y cálida, y su suave y rítmica respiración era casi soporífera. Finalmente Ronin se relajó. Depositó cuidadosamente la pipa a un lado. La luna era enorme en el resplandeciente cuadrado negro de la ventana, plana y delgada como papel de arroz. Luego una nube la cubrió, y sus ojos se cerraron. Soñó con un campo de adormideras estremecidas por un helado viento.
Todavía era oscuro cuando ella le despertó.
—No vendrá esta noche.
La luna había desaparecido pero el cielo todavía no había empezado a iluminarse.
—Está bien.
—¿Quieres que me quede? —Su voz era aguda, como la de un niño.
La contempló al lado de la cama, con la ligera bata de seda pegada a su firme y esbelto cuerpo.
—Sí —dijo—. Quédate conmigo.
Un sinuoso rumor cuando la bata se deslizó por su cuerpo y ella se metió en la cama. Blanco y negro.
Hubo un silencio por un tiempo, y Ronin escuchó el temblar de las hojas en los árboles de la calle Okan. Ruido de pasos y voces ahogadas brevemente oídos. Matsu arrebujó las sábanas alrededor de sus cuerpos.
—Hace frío.
Ronin sintió su esbelto cuerpo contra el de él y lo mantuvo firmemente cerca.
Al cabo de un tiempo ella habló de nuevo.
—¿Conoces bien a Tuolin?
Ronin volvió la cabeza para mirarla.
—No, bien no.
Ella se encogió de hombros.
—No importa. Morirá en Kamado.
Él se alzó sobre un codo y la miró fijamente.
—¿Qué estás diciendo?
—Le dijo a Sa muchas cosas en los bajíos de la noche. Y he oído muchas otras. Historias de maldad.
—¿Qué es lo que has oído? —preguntó Ronin.
—Los ejércitos de los rikkagins ya no luchan contra los Rojos en el norte. He oído que ahora luchan lado a lado: la ley y los sin ley.
—¿Contra quién? —Pero ya lo sabía.
—Contra otros —dijo ella, dando a la palabra una extraña entonación, como si no fuera la palabra que deseaba usar—. Contra criaturas. Hombres que no son hombres.
—¿Quién te ha dicho esto?
—¿Importa?
—Quizá mucho.
—El esposo de mi amiga es soldado con el rikkagin Hsien-Do. Lo mismo que su hijo. Pasaron mucho tiempo en el norte, cerca de Kamado. Regresaron hace tres días. —Se aferró a él, y Ronin notó los temblores en su cuerpo, pensó en las verdes hojas de los árboles fuera—. Ahora el esposo de mi amiga está ciego. Tuvieron que llevar a su hijo de vuelta a Sha’angh'sei: tiene rota la espalda. —Su voz brotaba ahora en pequeños suspiros—. No lucharon contra los Rojos; no lucharon contra los bandidos. Lucharon… contra algo distinto. —Otro estremecimiento recorrió su cuerpo—. Incluso los Verdes hablan entre ellos sobre la situación en el norte.
Ahora había una delgada línea del más débil gris, visible tan sólo si miraba hacia otro lado porque de noche la visión es mejor en la periferia. Apretó contra sí el tembloroso cuerpo y, con la comisura del ojo, observó cómo la línea gris se ensanchaba con agónica lentitud, trayendo consigo el peso de otro día.
Ella seguía sollozando todavía, de modo que dijo:
—¿Quiénes son los Verdes? —Porque deseaba que ella dejara de llorar; y porque deseaba saberlo.
—Los Verdes —bufó ella—. Tienes que haber visto algunos de ellos.
Dos hombres de negro en la puerta de la taberna; con hachas al costado, exigiendo el pago.
—No estoy seguro.
—Son la ley —dijo ella.
Ronin se sorprendió.
—Había supuesto que los rikkagins eran la ley.
Ella sacudió la cabeza, y su pelo abanicó la mejilla de él, y sus últimas lágrimas cayeron de sus mejillas a la oscuridad de su brazo sobre las sábanas.
—No —dijo, más calmada ahora—. Tienes que comprender que los rikkagins no son nativos de Sha’angh'sei ni de esta tierra. Oh, ellos son la razón de que esto se haya desarrollado de esa forma y se haya convertido… en lo que es. Trajeron sus legiones hasta aquí para luchar por la riqueza de la tierra, los campos de adormideras, las granjas de seda, la playa y más. Retorcieron la tierra y su gente para sus propios fines.
Suspiró un poco, como si no estuviera acostumbrada a hablar tanto. Apoyó la cabeza contra el pecho de él; Ronin inhaló su fragancia, limpia y dulce. Los pies de ella se entrelazaron con los suyos, rozando delicadamente sus plantas. El calor de la fricción.
—Pero ésta es una tierra muy antigua —siguió—. Todavía hay muchos que no han olvidado las costumbres de sus antepasados, pasadas cuidadosamente de padre a hijo e hija. Un legado más precioso para nosotros que la tierra o la plata, incluso después de la llegada de los rikkagins, la vuelta de los hongs.
Su mano buscó la de él, ligera, un contacto como el de una pluma, que sin embargo le transmitió una sensación de lo más singular.
—Los Verdes y los Rojos han estado en guerra todo el tiempo, o eso se dice; desde el momento de su nacimiento hubo enemistad. Ahora cada cual busca conseguir el territorio del otro.
—¿Cuál es la naturaleza de la enemistad? —preguntó Ronin.
—No puedo decírtelo.
—¿Quieres decir que no piensas hacerlo?
Los ojos de ella se clavaron en su rostro, sorprendidos.
—No. No lo sé. Dudo de que ellos mismos lo sepan.
En la calle Okan, el cielo estaba perlando los tejados de Sha’angh'sei. Empezó a caer una fina lluvia, suspirando entre los árboles, empañando el cristal de la ventana, empujada por una suave brisa matutina. Un cuerno marítimo sonó en la distancia, ahogado y melancólico.
Ella besó su amplio pecho mientras le abría la bata y los dragones se estremecían.
—Son —susurró— los terroristas de la tradición. —Y le ofreció su boca, húmeda y jadeante.
Era el ángulo lo que lo hacía tan horrible.
Matsu se atragantó y volvió violentamente la cabeza, y él la sujetó mientras su cuerpo se convulsionaba.
No había nada allí, y era por eso por lo que la cabeza mostraba un ángulo tan inhumano; Ronin pudo imaginar su shock. Ahora parecía más calmada y se volvió, necesitaba mirar de nuevo, ayudar a disipar el shock. La cabeza permanecía unida a los hombros sólo por una tira de piel que relucía roja a la deprimente luz.
El grito había estallado sobre ellos como un ladrón en la noche, y él había desenvainado su espada y estaba fuera de la puerta antes de que se hubiera apagado por completo, con los dragones dorados agitándose en su estela. Había ruido en el amplio descansillo, procedente de detrás de la miríada de puertas cerradas; movimiento mientras los durmientes despertaban. El grito intentó brotar de nuevo, como el de un animal enjaulado, pero se vio ahogado, y oyó en su lugar un gorgoteo líquido.
Corrió pasillo abajo, hacia la cabecera de la escalera. Un sordo golpe, cargado de finalidad, y supo que acababa de pasar la puerta. Matsu iba tras él, atándose el cinto de su bata, cerrando ahora el hueco porque él se había detenido. Alzó la espada, abrió la puerta de golpe con el hombro y saltó dentro de la habitación.
Lo primero que vio fue la ventana porque estaba directamente en su línea de visión y porque sabía que era la única otra vía de salida de la habitación. Estaba abierta de par en par. A un lado las cortinas habían desaparecido por completo, en el otro sus jirones se agitaban inútilmente. Hubo un incremento de los ruidos en el pasillo, pero los ignoró. Inhaló el hedor.
La mujer estaba en la cama, con su cabeza en un ángulo imposible porque todo había sido desgarrado: garganta, laringe, musculatura del cuello. Sólo el jirón de piel y un gran charco de sangre. Miró finalmente su rostro. Sa.
Llevó a Matsu fuera de vuelta al pasillo, pensó que iba a tener que hacerlo por la fuerza, porque no había nada que ninguno de los dos pudiera hacer allí. Cerró la puerta tras ella.
—Nunca he visto una muerte así —dijo Matsu.
El pasillo estaba atestado ahora, principalmente con mujeres; los hombres preferían el anonimato.
—¿Alguien a visto a Kiri? —les preguntó Ronin. Ninguna la había visto.
Llevó a Matsu de vuelta a la sala de baile con las flores llorando, y una vez allí empezó a vestirse. Ella se apretó fuertemente la bata a su alrededor; un huerto de melocotoneros con helechos color verde pálido.
—¿Los Verdes? —preguntó él, porque quería estar completamente seguro.
Ella sacudió la cabeza, su pelo una densa bruma, negando.
—No, los Verdes usan hachas y… —se estremeció— no eso.
Él cerró la hebilla de su cinturón y fue hasta ella y la atrajo hacia sí. Sus pálidas manos eran como hielo.
—Es importante que me vaya; y debo hacerlo ahora. ¿Entiendes? —Porque sus ojos estaban nublados como el cielo al amanecer de un día de tormenta—. ¿Estarás bien? —Aferró sus hombros con los dedos—. ¿Estarás con los guardias? —Quería asegurarse.
Ella alzó la vista a sus incoloros ojos.
—Sí —dijo, y él la creyó—. Kiri volverá pronto.
—Dile que estuve aquí.
El fantasma de una sonrisa.
—Sí —asintió—. Lo haré.
La puerta se cerró suavemente tras él.
Era un día alarmante; cubierto, con la lluvia cayendo más intensa ahora, golpeando contra los techos de los tenderetes en las calles; se embozó con la capa. Estaba algo más despejado directamente sobre su cabeza, pero oscuras nubes cubrían el cielo en la distancia.
Sin embargo, el tiempo no había hecho disminuir la afluencia de gente. Los paraguas de papel de arroz aceitado y las gruesas capas para mantener fuera la humedad eran muy evidentes.
Se detuvo en un puesto en la calle Bendición por un poco de arroz y té y para inquirir acerca de la mejor ruta a la ciudad amurallada. Pero algo se arrastraba en la boca de su estómago y descubrió que tenía poco apetito. Bebió su té verde y escuchó el desolado gotear de la lluvia en el parco techo de lona del puesto.
Siguió por la calle Bendición hasta la calle Cuchillo Real, que serpenteaba de tal modo que creyó varias veces que se alejaba de la ladera de la montaña.
En una ocasión vio a un mendigo, despatarrado en la calle, sucio, inmóvil. No fue hasta después de pasar junto a él que se dio cuenta de que no había vida en aquel cuerpo. La muerte era ignorada en Sha’angh'sei, como le había dicho T’ien; al menos en la mayoría de sus formas. Lo cual lo llevó de vuelta a la muerte de Sa.
Había sabido antes de preguntárselo a Matsu que no había sido obra de los Verdes. El hedor estaba todavía en sus fosas nasales. Pero había un factor tiempo; aunque hubiera llegado más tarde y el olor se hubiera disipado, lo hubiera sabido por la forma en que había sido muerta. Era la misma forma en la que había muerto G’fand en la Ciudad de los Diez Mil Senderos. El makkon.
Pero ¿por qué había matado a Sa? Tenía la sensación de que era importante para él averiguarlo, pero la respuesta le eludía.
Cuando la calle del Cuchillo Real empezó a serpentear hacia arriba, las viejas y polvorientas tiendas menguaron y los huecos entre los edificios se hicieron más frecuentes. Al principio eran meros callejones sucios en los que se había ido acumulando la basura y los desechos. Pero gradualmente, a medida que seguía ascendiendo, estaban llenos con plantas silvestres y bosquecillos de abetos, altos y esbeltos, con sus afiladas puntas verde oscuro oscilando a la sesgada lluvia.
A medida que se incrementaba la pendiente el aspecto de las casas junto a las que pasaba se fue transformando. Había más obra de ladrillo aquí, bien conservada y artísticamente adornada. Diferentes estilos de arquitectura dejaban sentir su presencia.
La calle estaba bien pavimentada ahora pero casi desprovista de gente, y se le ocurrió que aquel lugar, camino de la ciudad amurallada, era la única zona de Sha’angh'sei que había visto hasta entonces que no estaba repleta de gente.
Estaba extrañamente silenciosa. Inmediatamente echó en falta el rumor y el movimiento de la multitud, el denso girar de los aromas entremezclados, la suciedad, la vida y la muerte, la vasta y misteriosa panoplia de humanidad.
En ausencia de gente, se vio sorprendido por la artificialidad de las casas y las palabras recordadas de Matsu. Retorcieron la tierra. Porque éste parecía un Sha’angh'sei completamente distinto, a la vez más limpio y más tosco. Tuvo la impresión de que aquí, entre las encolumnadas casas, con su enlucido y su hierro forjado, los tonos y las inclinaciones naturales de la tierra habían sido echados atrás, mantenidos a raya a lo largo de las laderas, y que la marca de las legiones de rikkagins procedentes de tierras muy lejanas, engordando con las riquezas de la tierra de Sha’angh'sei, era muy evidente.
Alcanzó la última elevación de la calle del Cuchillo Real y llegó a la helada sombra de la ciudad amurallada. La muralla en sí tenía como seis metros y medio de alto, y estaba construida con enormes bloques amarillos de piedra unidos tan perfectamente que apenas podían distinguirse las uniones. Unas pesadas puertas de metal permanecían abiertas en el lado interior, pero una verja metálica barraba la entrada.
Hombres con casacas acolchadas color púrpura y amplios pantalones negros permanecían de pie justo dentro de la verja. Todos iban armados con curvadas espadas de un solo filo y hachas arrojadizas de mango corto. Tenían ojos almendrados, y su engrasado pelo estaba atado detrás de sus cabezas formando una cola.
Un hombre robusto de rostro plano y ancha nariz se acercó y abrió la verja.
—¿Para qué vienes a la ciudad amurallada? —preguntó—. ¿Eres el nuevo encargado de algún hong quizá?
Otro hombre se acercó en medio de una nube de humo dulzón. Se quitó la pipa de la boca y observó a Ronin con ojos de pesados párpados.
—No, pido audiencia con el Concejo Municipal.
El hombre del rostro plano soltó una risotada y se alejó.
—No te recibirán —dijo el segundo hombre, dando una calada a su pipa.
—¿Por qué no? Es muy urgente que les vea.
El humo trazó volutas en el aire y el hombre se volvió lánguidamente, señalando los árboles de la ciudad amurallada que formaban densas hileras alejándose de ellos, alineados en tranquilas avenidas, los grandes y señoriales edificios con techos planos y terrazas y cuidadosamente esculpidos jardines delanteros.
—Aquí los gordos hongs y los astutos funcionarios de Sha’angh'sei viven y acumulan sus fortunas, invisibles y, por un precio, seguros.
—¿De qué?
Los negros ojos estudiaron a Ronin con fija intensidad.
—De Sha’angh'sei —dijo.
Dio una chupada a su pipa, pero se había apagado. Golpeó la cazoleta contra la pared, empezó a llenarla de nuevo de una bolsa de piel que llevaba dentro de su casaca acolchada.
—Nadie ve al Concejo Municipal, amigo mío. —Sus ojos eran innaturalmente brillantes—. Nunca.
La lluvia seguía golpeteando. Las avenidas relucían húmedas y brillantes. Los árboles rumoreaban al viento, despidiendo humedad, y en alguna parte un pájaro cantaba dulcemente, envuelto en ramas pardas y hojas verdes.
—¿Dónde está el edificio del Concejo?
El hombre de ojos oscuros suspiró.
—Toma la avenida de la izquierda. Segunda esquina. —Volvió al amparo de un saliente.
Los ecos de mármol. Los suaves suspiros. Los prolongados susurros. El tranquilo cliquetear de las botas.
El vestíbulo era frío, sin columnas y carente de toda ornamentación. Su único mobiliario era una serie de bajos y anchos bancos sin respaldo, del mismo mármol rosa y negro.
El vestíbulo resonó con los mil ecos de sus pasos cuando cruzó el pulido suelo. Delante de él, el escritorio.
Pasó toda una serie de gente sentada inclinada sobre los bancos. Había un aire peculiar en ellos, como si la mayoría llevaran allí tanto tiempo que hubieran olvidado el motivo de venir. Las expectaciones habían muerto hacía mucho tiempo.
El escritorio también era de mármol, curvado y grueso, un pesado escudo para la mujer que se sentaba tras su imponente fachada. Aunque tenía el pelo negro y los ojos almendrados de la gente de la zona de Sha’angh'sei, su rostro era sin embargo menos delicado, con una estructura ósea más pronunciada, de modo que supo que había otra sangre en ella. Tenía los ojos claros y una mandíbula cuadrada que sabía que le proporcionaba una apariencia de fuerza. Habló en consonancia.
—Sí, señor. Exponga su asunto, por favor. —Tenía una larga lista de nombres ante ella, y estaba en el proceso de tachar con una línea horizontal el tercer nombre desde arriba con su pluma de ave.
—Solicito una audiencia con el Concejo Municipal de Sha’angh'sei.
Mojó la pluma en el tintero.
—¿Sí? —Un rasguear.
—Vengo por un asunto de la máxima urgencia.
Entonces alzó la vista.
—¿De veras? —Sonrió encantadoramente con unos pequeños dientes blancos—. Me temo que eso no le servirá de nada.
—Estoy seguro de que cuando el Concejo oiga…
—Perdóneme, pero no parece comprender. —Llevaba una casaca acolchada verde y oro muy ajustada que resaltaba sus sobresalientes pechos y su estrecha cintura de una forma que era severa y, debido a ello, sensual. Sus sorprendentes uñas color zafiro tiraron de la casaca—. Es preciso pedir cita previa para ver al Concejo. —Blandió la lista que tenía delante—. Con muchos días de antelación.
—No creo que aprecie usted la gravedad de la situación —dijo Ronin, pero ya empezaba a sentirse un poco ridículo.
La mujer suspiró y frunció los labios.
—Señor, todo el mundo que solicita audiencia con el Concejo tiene alguna misión urgente.
—Pero…
—Señor, se halla usted en el Edificio Municipal de Sha’angh'sei, la sede del gobierno no sólo de esta vasta ciudad sino de la enorme área que la rodea. La de mantenimiento es una de las tareas más complejas y llenas de problemas. ¿Puede comprender eso? —Se inclinó hacia adelante con rostro intenso. Un mechón de pelo se soltó de su peinado, rozando un lado de su rostro mientras hablaba—. En caso de que no lo comprenda, déjeme decirle que esta ciudad debe alimentar y alojar no sólo a sus numerosos habitantes sino también a muchas de las comunidades circundantes. También debemos ocuparnos del constante flujo de refugiados del norte. —Echó hacia atrás los hombros como si fuera un acto de desafío; tuvo un doble efecto. Conoce su trabajo, pensó Ronin—. Señor, a través del puerto de Sha’angh'sei llegan la mayoría de las materias primas que sostienen la economía de buena parte del continente del hombre. Es una tarea más que de tiempo completo en estos malos tiempos mantener esta ciudad en funcionamiento. —Finalmente alzó una mano, un destello de azul profundo, para sujetar el mechón extraviado sobre su oreja—. Ahora puede apreciar usted por qué no podemos permitir que el Concejo sea distraído de sus deberes. Si a todo el mundo que acude a este edificio se le concediera una audiencia inmediata, no puedo ni imaginar cómo podría funcionar esta ciudad. —Inspiró profundamente, reclinándose hacia atrás en su silla. Sus pechos se arquearon hacia él, una en absoluto sutil ofrenda de consolación.
Ronin se inclinó hacia adelante y la miró fijamente a los ojos.
—Debo ver al Concejo hoy. Ahora.
No esperaba que ella se sintiera intimidada, y así fue. Hizo chasquear sus uñas color zafiro y aparecieron dos hombres armados con hachas y curvados cuchillos.
—¿Quiere que añada su nombre a la lista? —preguntó dulcemente, sin apartar ni un momento sus ojos de los de Ronin. Los dos hombres rieron.
—Muy bien —dijo Ronin, y se lo dio.
—Ya está —dijo ella, manejando con viveza la pluma. Luego se echó hacia atrás y su rosada lengua asomó por un momento entre sus labios—. Esto es mucho más sensato.
La lluvia era más intensa ahora y todos se resguardaban debajo del alero del tejado, acuclillados alrededor de un somero pozo de ladrillo. Dentro del pozo las llamas chispeaban y crepitaban. Estaban bebiendo vino de arroz cuando llegó. El hombre de ojos oscuros le miró a través del humo de su pipa; los otros le ignoraron.
Ronin se salió de la lluvia, sacudió el agua de su capa.
—El Concejo no me verá.
—Sí —dijo el hombre—, algo predecible. —Se encogió de hombros—. Es lamentable, pero ¿qué puede hacer uno?
Ronin se acuclilló al lado del hombre. Ninguno le ofreció vino.
—Lo que quiero —dijo— es una forma de entrar.
El hombre del rostro plano alzó la vista hacia él.
—Échalo fuera, T’ung —dijo al hombre de ojos oscuros—. ¿Para qué malgastar tu tiempo?
—¿Porque no es de Sha’angh'sei —dijo T'ung—. ¿Porque no es civilizado? —Se volvió hacia Ronin—. ¿Qué piensas darme como pago? —El hombre del rostro plano gruñó intencionadamente.
Ronin alzó la bolsa de monedas de su cintura, dejando que el cliquetear de los cobres hablara por él.
T'ung miró la bolsa y frunció los labios.
—Mmm, me temo que es demasiado pequeña. —Su rostro adoptó una expresión triste—. No es suficiente.
—¿Qué es lo que quieres, entonces?
—¿Qué más tienes?
Ronin le miró fijamente.
—Nada.
—Eso es una desgracia. —Dio una chupada a su pipa, exhaló perezosamente el humo. Colgó en el húmedo aire, un dibujo translúcido, un glifo misterioso.
—Espera. Quizá tenga algo. —Ronin rebuscó en su bota—. Una cadena de plata.
Extrajo la cadena del hombre muerto. El pendiente de plata en forma de flor destelló a la difusa luz. Se la tendió a T’ung.
La lluvia caía melancólicamente, golpeando contra el saledizo, haciendo que las hojas de los árboles danzaran a su ritmo. T’ung se envaró, inmóvil, contemplando el pendiente de plata. Llameó naranja cuando giró en el aire y captó la luz del fuego. Dejó a un lado lentamente su pipa.
—¿Dónde conseguiste esto? —dijo en voz muy baja.
—¿Qué?
Un breve destello en la oscuridad.
—Dímelo.
Sangre negra. La hoja de la guadaña brillando plateada mientras avanzaba hacia él en el callejón.
—Quiero una respuesta. —La voz se volvió ronca y raspante. Las cabezas se volvieron. El hombre del rostro plano se levantó.
Demasiado tarde, pensó salvajemente Ronin. Se puso en pie, contemplando el hacha con hoja de guadaña que colgaba al costado de T’ung. Verdes.
El hombre del rostro plano vio la flor de plata y su mano fue al mango de su hacha. T’ung se puso en pie y los otros, alertados ahora, dejaron caer sus tazas y sus pipas y fueron hacia él.
Ronin retrocedió, pensando furiosamente: ¡El Helor se me lleve por estúpido! Los del callejón eran Verdes.
T'ung estaba entre él y la verja abierta detrás de la cual la hormigueante Sha'angh'sei le hacía señas como una dulce recompensa.
T'ung aferró la cadena y extrajo su hacha. Y los demás avanzaron.
—Mátalo —dijo el hombre del rostro plano.
Se acuclilló, jadeante, inspirando profundamente, tragando para hacer que la saliva volviera a su boca. Escuchó los sonidos que sabía que iban a llegar, aumentados por la lluvia. Pero todo lo que oyó fue el rumor del empapado follaje. El cielo había desaparecido. La lluvia golpeaba contra él, descendiendo por su rostro. Parpadeó, se pasó una mano por la frente para aclarar su visión. Entonces oyó los sonidos.
El brazo derecho decidió por él. Lo adelantó y alzó en el momento en que se iniciaba el mortífero descenso del hacha. Habían esperado que usara su espada y se retirara defensivamente. No hizo ninguna de las dos cosas. Se lanzó de cabeza contra T’ung, alzando su antebrazo y desviando a un lado la hoja del hacha mientras golpeaba contra el cuerpo. Tomado por sorpresa, T’ung se estrelló contra la pared, y el camino quedó despejado.
A los pocos momentos había cruzado la verja y corría en un errático zigzag a través de la lluvia, agudamente consciente de las hachas a sus espaldas, sabiendo que podían ser arrojadas además de esgrimidas.
Las botas resonaron tras él, y oyó gritar al hombre del rostro plano y, más atrás, la voz de T’ung, curiosamente tranquila y remota.
Oyó acercarse el jadear; el hombre del rostro plano estaba ganando terreno porque corría en línea recta, no tenía que eludir nada.
Entonces se volvió, clavando sus pies en el suelo y desenvainando su espada en un solo movimiento. El hombre del rostro plano era rápido y ágil, pero estaba furioso, y eso ayudaría. Ronin esgrimió primero su arma y su pie resbaló en el mojado pavimento. ¡Idiota!
Sonriendo ahora, el hombre del rostro plano hizo una finta eludiendo el golpe, se lanzó hacia adelante, y la hoja de su hacha fue una mancha en la lluvia. Ronin se estaba apartando cuando mordió su brazo con un terrible calor blanco. Ignórala. Esgrimió su propia hoja en un arco inverso y el Verde, no acostumbrado a las armas de doble filo, fue lento en reaccionar. La hoja de Ronin lo alcanzó debajo del brazo, hundiéndose profundamente en el sobaco. Lanzó un grito, su cuerpo se estremeció, y la ensangrentada hacha cayó de sus temblorosos dedos. Su abierta boca se llenó de agua. Ronin tiró de la empuñadura para librarla, y el brazo se desprendió. El hombre del rostro plano gritó y se dobló como un muñeco de papel. La lluvia lavó el reguero de sangre. Los otros se acercaban ya, y Ronin echó a correr por la calle del Cuchillo Real.
Oyó las botas y el eco de los gritos entre el batir de la lluvia; mantuvo su cuerpo bajo y los sonidos se vieron amplificados. Luego las voces llegaron hasta él arrastradas por el viento: preguntas, gritos de furia. Se arriesgó a mirar atrás para obtener una orientación visual. Conducidos por T’ung, los Verdes se habían abierto en abanico, buscándole. Uno de ellos avanzaba directamente hacia él.
Al final, la carreta lo salvó. Salió de un callejón a la calle del Cuchillo Real y casi estuvo a punto de derribar al propietario, pero pudo eludirlo a tiempo. Sin embargo, la carreta se situó entonces directamente en el camino de sus perseguidores. El retraso fue breve pero suficiente. Tras la siguiente esquina había hileras de casas y una explosiva maraña de maleza silvestre, entre la cual se perdió de inmediato.
Inmóvil y tranquilo, se mantuvo detrás de aquella pantalla de árboles y altos helechos. La lluvia goteaba por entre las hojas. Se estremecían delante de su rostro. Un pájaro aleteó en una rama encima de él. Un crujido. El sonido sonó muy cercano y sintió la presencia, separada tan sólo por la tenue cortina de verdor. Contuvo el aliento. Quizá… No, las ramas más bajas se agitaron y empezaron a separarse, no tenía otra elección. Dejó en silencio su espada en el suelo, luego se alejó del espejo de su superficie, con su reflejo distorsionado por la humedad.
Al cabo de un momento, con el antebrazo de Ronin clavado contra su tráquea, el Verde hizo girar los ojos y se derrumbó sin un sonido, el rostro blanco e inmóvil. Ronin se agachó y escuchó. Silencio. El ping ping de la lluvia. Arrastró al Verde detrás de una sección densa del follaje, volvió al lugar donde había dejado su espada. La secó y la envainó, luego se acurrucó de nuevo detrás del refugio de las hojas hasta que estuvo seguro de que habían vuelto a la puerta.
La lluvia había cesado cuando las tiendas de Sha’angh'sei le rodearon de nuevo en el terreno plano en la parte baja de la ciudad. Se abrió camino por entre la multitud, con el brazo izquierdo empapado en sangre y el dolor convertido en algo constante ahora que intentaba restañarla.
Pasó junto a un amplio grupo de gente, grandes sombreros de paja, retorcidos e irregulares, pies descalzos y negros por la suciedad de las calles, todos ellos llevando sacos y fardos apresuradamente atados. Los soldados los dirigían hacia un edificio un poco más allá en la calle.
—Refugiados —dijo un soldado en respuesta a la pregunta de Ronin—. Refugiados de la lucha en el norte.
—¿Ha empeorado?
—No veo cómo podría ser peor —suspiró el soldado.
—Por aquí —dijo secamente a unos rezagados, que se tambaleaban agotados. Uno de ellos, una frágil figura, cayó en un charco de salina agua. Nadie le prestó la menor atención.
Ronin se dirigió hacia la inmóvil forma.
—Está más allá de toda ayuda —dijo el soldado.
Ronin se arrodilló y dio la vuelta al cuerpo y limpió el negro lodo del demacrado rostro. La boca estaba fláccida, los ojos cerrados. Era una mujer, joven y todavía hermosa pese a los estragos del hambre extrema. Ronin echó hacia atrás su rígido sombrero de ala ancha, buscó el cuello. Abrió su boca y respiró en ella, lentamente, profundamente.
El soldado saltó por encima de él. La mayoría de los refugiados habían sido conducidos ya dentro.
—Ahórrate el trabajo —dijo el soldado, dando un gran mordisco a algo marrón prietamente enrollado—. Ya se ha ido.
—No —dijo Ronin—. Todavía hay vida en ella.
El soldado se echó a reír, un sonido duro y perverso.
—Vale menos que nada. —Carraspeó y escupió—. A menos que no tengas los cobres necesarios para una mujer. Y aún así parece una pobre…
Pero Ronin se había levantado y se había vuelto, con la mano en la empuñadura de su espada. La mandíbula encajada, los músculos rígidos, mirando fijamente a los ojos del soldado. Dijo algo, su voz como el silbido de una hoja de acero cuando ataca.
Hubo un largo momento en el que vio al soldado sopesar mentalmente las cosas. Miró a sus camaradas, no encontró ninguno.
—De acuerdo —dijo el soldado—. Haz lo que quieras. No es asunto mío. Deja que los Verdes se encarguen de ello. —Se dio la vuelta y se dirigió hacia el edificio por el que habían desaparecido los refugiados.
Ahora la mujer estaba respirando someramente pero sus ojos todavía seguían cerrados, y evidentemente estaba seriamente herida o enferma, quizás ambas cosas. No podía dejarla aquí y, puesto que iba camino del boticario, cargó cuidadosamente la frágil forma sobre su masivo hombro y desapareció por entre la apresurada masa de humanidad.
La enorme jarra colgaba suspendida, crujiendo en sus cadenas a la menguante luz, el metal bruñido. El polvo parecía más denso en la tienda, como si hubiera regresado a ella después de un siglo en vez de simplemente un día.
—Ah —exclamó el viejo sin mucha sorpresa—. Así que fuiste por el callejón después de todo. —Los largos pelos de su barbilla temblaron con los movimientos de su boca.
Ronin recorrió el estrecho pasillo, depositó a la mujer sobre un taburete. El boticario salió de detrás del mostrador. Llevaba una túnica de seda amarilla de mangas anchas y unos extraños zapatos que parecían plataformas de madera para sus pies. Miró a Ronin, luego a la postrada figura.
—No es de Sha’angh'sei…
—Sí, puedo ver eso. —Las manos se movieron diestramente.
—Es del norte, me dijo el soldado. Huye de la lucha.
La vieja cabeza se agitó de lado a lado. Tocó el rostro de la mujer, luego fue detrás del mostrador, tomó paquetes de polvos, rojos, grises, dorados, los mezcló con un líquido lechoso. Tendió el contenido a Ronin.
—Hazle beber esto. —Se volvió—. ¿Te la llevarás contigo?
—Sí. No puedo dejarla. Estoy seguro de que se ocuparán de ella en Tenchó.
Algo inexplicable brotó en los ojos del boticario; asintió.
Ronin hizo presión sobre la mandíbula de la mujer y su boca se abrió. Todavía estaba inconsciente. Sujetó su nuca, calculando el ángulo, y dejó que el denso líquido goteara entre sus labios. La mitad de él resbaló por su cuello, y tuvo que hacer presión sobre su lengua para impedir que se atragantara, pero consiguió que bebiera una buena cantidad.
El boticario regresó del mohoso interior de la tienda y empezó a trabajar sobre el brazo de Ronin, colocando una grasienta cataplasma cuadrada a lo largo de la herida, luego envolviéndola con una tela blanca. Vertió sobre ella un líquido transparente que empapó la tela y de ahí pasó a la herida. Por un momento el dolor fue exquisitamente agudo. Luego, casi inmediatamente, desapareció.
Ya era hora, pensó.
—Háblame de la raíz.
El boticario vertió más líquido, secó el que se escurría brazo abajo.
—Se dice que fue hallada por un guerrero. —La voz era seca y polvorienta como el viento de las eras—. El más grande guerrero de un pueblo ahora muerto hace mucho tiempo. El guerrero había salido a cabalgar, porque estaba aburrido. Su habilidad era tan grande que nadie podía enfrentarse a él, de modo que lo que más deseaba, la conquista de un poderoso enemigo, le era negado. —Envolvió el hombro con vendajes secos.
»Cuando la tarde se hizo noche —continuó el boticario—, llegó a un claro en el bosque alto de su tierra. Ninguna otra cosa crecía cerca de allí, y una pálida luna nueva, brillando suavemente en el cielo, iluminaba la raíz. El claro era muy grande, y cuando desmontó, descubrió que había toda una serie de losas de piedra cuarteadas y carcomidas por la intemperie clavadas en el suelo, como si aquel lugar fuera un antiguo emplazamiento sepulcral, pero fue incapaz de imaginar de qué pueblo, porque el tiempo había borrado hacía mucho cualquier cosa que pudiera haber escrita en las piedras.
El polvo de la tienda revoloteó, como si se hubiera levantado un viento de algún lugar inmencionable.
—El guerrero fue hasta la raíz y la arrancó del suelo. De pronto descubrió que sentía mucha hambre, y cortó un trozo de la raíz y lo comió. —El boticario estaba guardando de nuevo el último de los paquetes.
Ronin se lo quedó mirando.
—El guerrero, o eso dice la historia, se convirtió en más que un hombre.
—¿En un dios?
—Quizá. —El boticario se encogió de hombros—. Si tú quieres. Sólo es un mito.
—No agradable, me dijiste.
—Sí, eso es cierto. —Los ojos del viejo parpadearon, parecieron hacerse más grandes—. De hecho el guerrero se convirtió en más que un hombre, pero haciéndolo se convirtió en un peligro para las viejas leyes porque a buen seguro no había nadie que pudiera enfrentarse a él. Por ello fue desatado sobre él un terrible enemigo. El Dolman.
El vértigo fue tan severo que por un instante creyó que el embaldosado suelo de la tienda se había convertido en un río. Luchó por controlar su respiración. En alguna parte oyó el eco de una risa.
—¿Qué es el Dolman? —Sonó como la voz de otra persona, muy lejana e indistinta.
—El más antiguo de los antiguos —dijo suavemente el boticario—. Los miedos primigenios del hombre. Los terrores de un niño solo y asustado en medio de la noche. Las pesadillas desenfrenadas, encarnadas ahora, reales.
Un viento seco en lo más profundo de su ser, soplando.
—No parece posible. —Simplemente un susurro en el polvo de eones.
—Es una de las creaciones más monstruosas.
—¿De dónde vino?
—¿Quizás de la raíz?
—Entonces, ¿de dónde vino la raíz?
—Puede que ni siquiera los propios dioses lo sepan…
—Ella quiere verte.
—Bien, entonces ha regresado.
—Te pide que la esperes.
Miró a Matsu a la leonada luz. El agraciado rostro, con los planos y ángulos de una estructura hecha por un arista. Una boca pequeña de generosos labios, grandes ojos negros tan suaves como un aterciopelado anochecer junto al agua. Llevaba una bata azul pastel con cigarras de color pardo bordadas por todo el cuerpo y las anchas mangas. Tenía un ribete dorado, con un cinto del mismo color. Pensó…
—Espérala aquí, por favor. —Estudió el suelo a sus pies.
—¿Te quedarás conmigo esta noche?
—No puedo. —La voz apenas fue un susurro. Ronin intentó hallar sus ojos—. Yung se ocupará de que tengas vino.
Le hizo una inclinación de cabeza, un gesto curiosamente formal.
—¿Matsu?
Se apartó de él, cruzó la habitación de leonada luz, a través de las zumbantes conversaciones, las opulentas sedas, los exquisitos cuerpos, los perfectos rostros.
Esa gente todavía sigue siendo un misterio para mí después de todo, pensó.
Halló una silla vacía y se sentó cansadamente. Casi de inmediato apareció la pequeña Yung con su casaca acolchada rosa y una bandeja lacada con una jarra de vino y tazas. Se arrodilló a su lado y sirvió el vino, le tendió la taza.
Bebió, y ella se fue. Saboreó el calor del vino a lo largo de toda su garganta, captando todas las especias, y aquello le recordó que no había comido nada aquel día.
Después de curarle, el boticario había vuelto a la mujer mientras Ronin desenvainaba su espada. Retiró la empuñadura y sacó el pergamino de dor-Sefrith. Estudió una vez más su superficie cubierta de glifos. Tantas veces. Le devolvió una mirada vacía.
Se volvió. Evidentemente el viejo había hallado una herida en la mujer. Estaba atando una cataplasma en la parte interna de su muslo.
—No cambies los vendajes aunque se ensucien. Llevan una medicina debajo. —Entonces vio el pergamino y empezó a sacudir la cabeza.
—¿Sabes lo que es? —preguntó Ronin.
Apartó la vista.
—No puedo ayudarte en esto.
—Ni siquiera lo has mirado. —Ronin adelantó el pergamino hacia él.
—No importa.
Los ojos de Ronin llamearon.
—¡El Helor se te lleve, sí importa! Sabes del Dolman, sólo tú, de entre toda la gente que he conocido en Sha’angh'sei. Sabes que existe, de modo que debes de saber que está viniendo de nuevo al mundo del hombre.
Los viejos y cansados ojos le miraron sin expresión.
Desesperado, Ronin dijo:
—Sus esbirros ya están merodeando por las calles de la ciudad. El makkon mató esta mañana.
Un débil temblor se inició en la comisura de la boca del viejo, y pareció a punto de derrumbarse de desdicha y dolor.
—¿Por qué me hablas de estas cosas? —preguntó con voz quebradiza, aguda por el miedo y algo más—. No hay un día en mi vida que no haya sufrido, y he visto muchos días; ahora sólo deseo terminar con el sufrimiento.
—¿Deseas la muerte de la humanidad? —exclamó Ronin, repentinamente furioso—. No hablando de lo que sabes, te conviertes en un aliado del Dolman.
—Está naciendo una nueva era. El hombre tiene que velar por sí mismo.
—¿Tú no eres un hombre?
—Soy incapaz de ayudarte leyendo este pergamino.
—Entonces dime quién puede.
—Quizá nadie, ya no. Pero puedo decirte esto: De hecho, el Dolman viene, y esta vez el mundo puede verse reducido al olvido absoluto, lo cual será su victoria definitiva. Es el destructor de toda vida, guerrero, esgrime un poder más allá de toda imaginación. Sus cada vez más poderosas fuerzas se están congregando en el norte. Ah, veo que ya sospechabas esto. Bien. Ahora vete. Toma a la mujer y cuida bien de ella. Recuerda lo que te he dicho. He hecho todo lo que he podido por el momento.
¿Qué podía hacer ahora? El Concejo de Sha’angh'sei no le vería por muchos días, y ahora no podía regresar a la ciudad amurallada porque los Verdes nunca le dejarían cruzar la puerta. Kiri era su única esperanza. Conocía a mucha gente, un buen número de ella de extrema influencia, porque a través de las puertas color azafrán de Tenchó fluía cada noche la crema de la sociedad de Sha’angh'sei; Tenchó era para los ricos y los poderosos. Entre ellos debía de haber, sin duda, algunos miembros del propio Concejo. Podía aplicar una buena palanca, si consentía en ayudarle. Tenía que preguntárselo ahora. El tiempo se estaba acabando. Con cada día que pasaba la helada sombra del Dolman penetraba más en el continente del hombre a medida que sus legiones consolidaban su fuerza.
Así la esperó, como ella le había pedido, sentado en la mullida silla, su envainada espada rozando el pulido suelo, bebiendo el transparente vino —Yung había venido y se había ido ya dos veces más—, su mente derivando, sus ojos vigilando. Las mujeres que pasaban eran como cañas de color pastel, esbeltas, cimbreantes, su ropa cayendo en perfectos pliegues y susurrando al suave viento, sus abanicos y sus largas pestañas agitándose como nerviosos insectos a los oblicuos rayos del sol en el húmedo final de un día sobre unas tranquilas aguas. Plácidos rostros ovalados, cascos de fluido pelo, fabulosos capullos de imposibles flores, misteriosas y eróticas.
Dos cimbreantes muchachas con casacas acolchadas a juego vinieron a por él y le condujeron fuera de la estancia para ser bañado y vestido, y supo que aquella noche iba a ser especial.
—¿No valgo la espera? —dijo ella sin ninguna timidez.
Iba vestida con un atuendo formal de seda color púrpura intenso, como un morado atardecer con jirones del más pálido gris paloma entretejido en un dibujo de abiertas flores.
Sus labios y sus largas uñas eran púrpuras, y llevaba en el pelo un pasador de amatista con la forma de un fantástico animal alado. Sus extraordinarios ojos negros danzaban con destellos de punta de diamante.
De todos modos, parecía sutilmente distinta.
Lo habían bañado y vestido con unos pantalones de seda negra y una camisa de manga ancha bordada con hilo de platino que destellaba a la luz. Cuando estuvo preparado, lo condujeron a una pequeña habitación, y ella entró.
—¿Tienes hambre? —preguntó ahora.
—Sí, mucha.
Ella se echó a reír, y fue como el ardiente sol destellando en una hoja desnuda.
—Bien, ven entonces, mi hombre fuerte, y recuerda bien lo que has dicho.
Salieron a la noche de Sha’angh'sei, cubierta por húmedos jirones de bruma, lavanda y azul, llena con un millar de ojos, diez mil cuchillos y un millón de pies apresurados.
Bajando la amplias escaleras y al interior de un carruaje cuadrado cubierto que Kiri llamó rickshaw. Subieron, y el kubaru descalzo alzó sus andas y emprendió la marcha sin una palabra, de una forma mucho más suave de lo que Ronin hubiera imaginado porque contenía un peculiar movimiento balanceante unido a la forma de andar del corredor que halló relajante.
Las resplandecientes calles de la ciudad iluminadas por las oscilantes linternas, la multitud de la gente, los olores de comida asada y arroz hervido, marisco fresco y vino especiado, fluyeron por su lado en un interminable movimiento ondulado, una vasta y abigarrada tela sobre la cual parecía que hubieran sido pintados todos los acontecimientos de las eras del hombre con sutiles colores demasiado potentes para ser reales.
Inspiró el aroma de su perfume y miró dentro de sus ojos cuando pudo apartar su visión de la llameante ciudad. Eran tan enormes que imaginó que en sus profundidades residía todo un universo. Destellos platino temblaban en ellos, y vio con un sobresalto que sus ojos no eran negros sino del violeta más profundo que jamás hubiera visto.
Ascendieron, lejos del hormigueante delta del puerto, a las zonas superiores de la ciudad, donde los taels de plata habían hecho sitio a las casas con espiras, balcones adornados, paredes de piedra esculpida y cuidados jardines.
Los árboles susurraban sus misteriosos mensajes y la noche se hacía más profunda a medida que la intensa luz de la multitud de lámparas derivaba silenciosamente alejándose de ellos, ladera abajo, la orilla de una isla incandescente que se retiraba con rapidez, remota e irreal ahora, sólo un ligero chapoteo en el denso océano de la noche.
Sólo el jadear del kubaru, el slap-slap de sus pies, con las plantas duras como el cuero, los pequeños sonidos intermitentes de los insectos nocturnos, el ulular de un búho arriba en un árbol.
En un momento determinado fue a decirle algo, pero el pálido óvalo de su rostro hizo que sus palabras se atoraran en su garganta y no dijo nada, se limitó a seguir contemplando las motas platino.
El rickshaw se detuvo delante de una casa de dos pisos de ladrillo oscuro y madera dura tallada, encolumnada, llameante. Esbeltas lámparas como antorchas se alzaban a ambos lados de las amplias puertas adornadas con metal amarillo.
Ronin bajó del rickshaw y se volvió. Ayudó a descender a Kiri. Juntos subieron los escalones de piedra. Las puertas se abrieron hacia dentro cuando se acercaron. Una bienvenida abiertamente espectacular, pensó Ronin.
Dos hombres altos se alzaban ante él. Iban vestidos con camisas de algodón negro y pantalones, armados con espadas cortas de un solo filo que pendían sin vaina de gruesas cadenas de bronce a sus costados. Sus ojos eran como rendijas, sus bocas anchas y de labios finos, sus rostros peculiarmente caninos. Hicieron una inclinación de cabeza a Kiri y se apartaron impasibles de las puertas, permitiéndoles la entrada. Miraron curiosamente a Ronin cuando pasó por su lado.
Estaban en un inmenso vestíbulo con la altura de toda la estructura. Todo su extremo del fondo estaba ocupado por una escalera bifurcada que se curvaba hacia arriba hasta el segundo piso. A la izquierda había dos puertas cerradas. A la derecha se abrían unas puertas correderas de fragante madera aceitada a través de las cuales entraron a una amplia estancia, cálidamente amueblada con sillas tapizadas de satén y mullidos canapés sin patas. El suelo estaba cubierto por una enorme alfombra con ondulantes dibujos en tonos oscuros. Las paredes verde pálido estaban orladas en dorado. La habitación carecía de ventanas.
Había quizás unas diez personas en la habitación; menos de la mitad eran mujeres. Un hombre alto y esbelto se volvió cuando entraron, y una sonrisa curiosamente blanca hendió su largo rostro. Avanzó hacia ellos. Tenía unos ojos redondos azul pálido y un denso pelo canoso que llevaba muy largo. Suelto y cuidadosamente cepillado, enmarcaba su rostro de tal forma que le proporcionaba un sorprendente aspecto leonino. Iba vestido con un traje formal de Sha’angh'sei, pantalones y camisa suelta, con un dibujo de tonos dorados sobre dorado.
—Ah, Kiri.
Su voz era profunda, bien modulada. Sonrió de nuevo, y Ronin vio el arco semicircular del resalto de carne más blanca que empezaba en la comisura izquierda de su boca y terminaba en el lado de su nariz, cuya aleta izquierda se había visto cortada en alguna época anterior.
—Llowan —dijo Kiri—. Éste es Ronin, un guerrero del norte.
El hombre volvió sus ojos de hielo hacia Ronin e hizo una formal inclinación de cabeza.
—Me encanta que Kiri te haya traído.
—Llowan es el controlador del puerto de la ciudad. Supervisa las transacciones de todos los barcos que llegan, recauda los impuestos para Sha’angh'sei, controla todos los cargamentos que llegan y parten del puerto.
De nuevo aquella extraña sonrisa, innaturalmente ampliada por la lívida cicatriz.
—Me honras, mi dama. —Luego, a ambos—: Tomaréis un poco de vino. Hara —llamó a una sirvienta, que les entregó un burbujeante vino blanco en copas de cristal de tallo alto.
»¿Eres realmente de otra civilización? —preguntó a Ronin, conduciéndoles por entre el vórtice de figuras, empezando las presentaciones por encima de la respuesta de éste; luego, enfrascado en una conversación periférica, dejó a Kiri que continuara, y los nombres fueron cayendo como hojas en un viento de otoño, y Ronin se concentró en los rostros.
—Rikkagin —dijo el voluminoso hombre sin barbilla y con unos diminutos ojos como insectos—, uno se está alarmando mucho con esas historias que se cuentan de la lucha en el norte.
Estaban sentados sobre almohadones de seda en el suelo desnudo alrededor de una mesita baja de madera con el grano como un mar tormentoso, pulida hasta un brillo satinado, sobre la cual había jarras glaseadas de vino caliente y cuencos con comida cortada a pequeños trozos, como pescado desmenuzado y sumergido en aceite caliente, verduras al vapor, pequeños dados de carne adobada.
—¿Qué quieres decir con esto? —dijo el rikkagin con un tono de voz que indicaba claramente que no tenía deseos de discutir el asunto. Era un hombre de anchos hombros y complexión rojiza con una ancha nariz llena de venillas rojas. Exhibía una densa barba gris manchada de amarillo alrededor de sus rojos labios—. Ésta es una ciudad de historias, Chi’en. La mayoría de ellas, como estoy seguro de que eres muy consciente, son absolutamente falsas.
—Pero persisten —dijo Chi’en, con sus amarillentas mejillas temblando. Se reclinó en los almohadones, agitando un adornado abanico a un lado de su entristecido rostro.
—Las historias para asustar a los hongs como tú son fáciles de crear —dijo el rikkagin con cierto desdén—. No te comportes como una vieja dama.
El hombre se envaró.
—Pero la lucha no…
—Mi querido señor. —El rikkagin tenía ahora el ceño fruncido, con sus densas cejas muy unidas—. Sin la guerra, Sha’angh'sei todavía sería un lodoso pantano con casas primitivas derrumbándose al primer viento nocturno, y tú estarías con tu esposa en los campos de arroz ganando sólo lo suficiente para sobrevivir. No es una gran noticia para ninguno de los que estamos aquí que la guerra es lo que nos ha hecho ricos. Sin ella…
—Hablas de la guerra —dijo un hombre delgado de aspecto hosco, de ojos oscuros y pelo cortado muy corto— como si fuera un objeto que uno puede sujetar con una mano y usar como le plazca. —Ronin pensó por un momento, recordó su nombre: Mantu, un sacerdote de la Casa de Cantón—. Pero la guerra es la muerte para muchos miles, y la mutilación, el hambre y el sufrimiento para incontables otros.
—¿Y tú como lo sabes? —intervino una mujer de altos pómulos, otra hong—. Nunca te has aventurado lejos del refugio de tu región de Sha’angh'sei.
—No necesito hacerlo —dijo ácidamente el sacerdote—. Tengo suficiente con los refugiados que llegan cada día a la ciudad desde el norte, buscando refugio y alivio en la Casa.
—Tu piedad me pone enfermo, Mantu —dijo el rikkagin—. ¿Qué sería de la Casa de Cantón sin la guerra? Sin el gran sufrimiento, ¿quién acudiría a llenar tu catedral?
—La tradición haría…
—No hables de tu tradición. —La voz era dura, y todas las cabezas se volvieron. El hombre era esbelto y musculoso, con un rostro de huesos pronunciados dominado por unos ojos grandes como ventanas, negros como la noche. Tenía el pelo oscuro muy rizado y un largo bigote caído que le proporcionaba una apariencia siniestra. Sólo él en la mesa llevaba ropas sencillas y una capa de viaje—. Tu gente vino a esta tierra antes que los rikkagins, pero tan seguro como predicaron la fe de Cantón robasteis a mi pueblo tanto como los soldados. La Casa de Cantón. Mi lengua se hincha de rabia cada vez que me veo obligado a pronunciar este horrible nombre. La tuya no es la religión de Sha’angh'sei.
—Po —dijo Llowan amablemente—, tu pueblo son comerciantes, nómadas de oriente.
Los oscuros ojos llamearon como rayos negros.
—Te engañas a ti mismo si crees que hay alguna diferencia. ¿No son mis ojos iguales a los de Chi’en? ¿No tiene mi piel el mismo color que la de Li Su? Ellos son hongs ricos de Sha'angh'sei como lo fueron sus padres antes que ellos. Son del sur, sus orígenes están muy alejados de los de mi pueblo, ¿es eso lo que quieres hacerme creer? ¿Sí? —Su puño golpeó la mesa, y el sonido fue como el golpear de un martillo sobre un yunque en la habitación verde y dorada—. ¡Te digo que no! La nuestra es una tierra de ilimitadas riquezas, pero mi pueblo come cuencos sólo medio llenos de arroz si tienen suerte, cabezas de pescado de hace una semana que encuentran abandonadas en los montones de basura. Y durante todo el tiempo se afanan en destilar el fruto de la adormidera para los señores de Sha’angh'sei.
—La tradición de la Casa de Cantón es irreprochable —dijo Mantu algo didácticamente—. Ha permanecido durante muchos años…
—Creciendo y engordando como los rikkagins y los hongs gracias al sudor de nuestro trabajo —se burló Po.
—Evidentemente no comprendes las enseñanzas de Cantón y, como la mayoría, estás mal orientado —dijo Mantu—. Todos los hombres ansian la permanencia. —Alzó los brazos—. De modo que adquieren muchas como si en esas posesiones pudieran hallar realmente la creencia de que no van a morir. —Cruzó los brazos, comunicando de alguna forma lástima sin condescendencia—. Sin embargo toda vida es transitoria, y el hombre, deseando la permanencia, se ve inevitablemente derrotado y por ello sufre; y en este sufrimiento hace sufrir a aquéllos que tiene a su alrededor.
—La filosofía está muy bien para aquéllos con tiempo entre sus manos —dijo irritadamente Chi’en—, pero a mí me preocupa más lo que he estado oyendo, rikkagin, acerca de que la guerra ha cambiado.
—Oh, adelante con ello —dijo el rikkagin exasperado, secándose la barba—. Si debemos escuchar tu cháchara, mejor cuanto antes.
Chi’en ignoró el estallido.
—Las historias —dijo muy cuidadosamente— que se han filtrado hasta Sha’angh'sei dicen que los soldados en el norte ya no luchan contra hombres.
Se produjo entonces un pequeño e incómodo silencio en la estancia, como si un huésped no invitado y no bienvenido hubiera llegado inesperadamente con noticias que todo el mundo temía pero deseaba oír.
—Una historia que sólo pueden creer los estúpidos —dijo el rikkagin, disgustado—. Vamos, cuéntanos, Chi’en, a qué se parecen esos seres «distintos a los hombres». Sin duda tendrás descripciones detalladas para nosotros.
Las gruesas mejillas del hombre se estremecieron y sus ojos parpadearon varias veces, sorprendidos.
—No, te he dicho todo lo que he oído.
El rikkagin gruñó y se inclinó hacia adelante para tomar un trozo de pescado frito con sus palillos. Suspiró más bien satisfecho.
—Sí, siempre es muy iluminador oír cómo es retorcida la verdad para servir a las necesidades de algunos individuos…
Po se echó a reír ante aquello, un corto sonido inquietante como el brusco crujir de una rama seca al partirse en un bosque cuando uno está seguro de que no hay nadie más a su alrededor.
El rikkagin miró por encima de su nariz a Po y continuó:
—Los Rojos han alistado la ayuda de una tribu salvaje, un pueblo septentrional que, al parecer, es muy adicto al fruto de la adormidera. Por lo que tengo entendido, extraen el jarabe, lo congelan y luego lo mastican.
—¿Qué? —exclamó Li Su—. ¿Sin curar y sin cortar? ¡No puede ser! El efecto sería…
—De lo más extraordinario —dijo Llowan con su blanca sonrisa sesgada—. Creo que todos estaremos de acuerdo en ese punto, Godaigo.
—Un hábito realmente alarmante, estoy de acuerdo —dijo el rikkagin.
—Yo no dije eso —respondió Llowan, y todos se echaron a reír.
Godaigo se secó sus rojos labios con una servilleta de seda proporcionada por el anfitrión.
—Sea como sea, ésta es la inusual palanca que están usando los Rojos para inducir a la tribu a unirse a ellos contra nosotros. —Alzó las manos—. Y admito que hasta que lleguen refuerzos y se sitúen en su lugar tendremos algunos problemas. Pero eso es todo.
—Pero las historias existen —intervino Mantu—. Sería más apropiado si fueran ciertas.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó el rikkagin.
—Te estoy diciendo muy llanamente que daría la bienvenida a la veracidad de esas historias porque significaría muy probablemente el fin de la guerra. Esto es, al fin y al cabo, lo que busca la Casa de Cantón.
—La Casa busca el dominio del continente del hombre —dijo Po duramente—. Y en eso fracasará con toda seguridad.
—No buscamos el dominio sobre nadie; es la ignorancia la que te hace hablar.
—Sólo sobre sus almas.
El sacerdote sonrió benignamente.
—La vida, mi querido Po, carece de alma. La esencia de cada hombre sobrevive a la muerte para ser situada en, espera uno, un cuerpo más valioso, hasta alcanzar la Nada final.
—Sus mentes, entonces.
Mantu sonrió y se encogió de hombros.
—¿Debemos discutir sobre semántica, comerciante?
—Bueno —dijo Llowan, dando unas palmadas para llamar a las sirvientas y no deseoso de iniciar otra disputa—, creo que ya es hora de que nos dediquemos a los asuntos serios de la velada. Confío en que todos habrán traído lo necesario. —La sonrisa blanca.
Las sirvientas llenaron primero las copas de todo el mundo con un vino transparente frío, «para despejar el paladar», les dijo Llowan. Luego sirvieron una humeante sopa de pescado en grandes cuencos esmaltados.
A continuación trajeron nuevas copas en las que se sirvió un vino burbujeante mientras se disponían delante de los invitados varios platos de pescado crudo especiado.
Ronin estaba pensando todavía en lo que había dicho el sacerdote cuando entraron las sirvientas con enormes bandejas de carne asombrosamente surtida. Cada bandeja tenía la mitad de la carne desprendida en grandes lonchas de los blancos huesos. Con la carne se sirvió más vino transparente burbujeante.
—Mantu —dijo Ronin—, esta Nada de la que ha hablado. ¿Qué es exactamente?
El sacerdote se volvió hacia Ronin; pareció alegrarse por el interés.
—Es el estado al cual deben aspirar todos los hombres…
—¿También las mujeres?
Mantu no estuvo seguro de si se estaban burlando de él.
—Por supuesto. Los teólogos utilizan la palabra «hombre» como una forma abreviada de «humanidad». —Su pequeña boca relucía de grasa—. La Nada es, en esencia, la extinción total del ego.
Ronin se sintió algo sorprendido.
—¿Quiere decir que hay que renunciar a la individualidad de cada persona?
—¿Acaso es una posesión tan valiosa? —preguntó Mantu—. En resumidas cuentas, no es algo diferente a unas tierras, una casa, los taels de plata, una obra de arte o —miró a Ronin— una espada.
—Pero todo eso son cosas físicas.
—Sí, pero todas las posesiones son indistinguibles y deben de rendirse ante la Nada a fin de poder alcanzar la totalidad.
—¿Y entonces qué?
—Bueno, entonces la perfección —dijo el sacerdote, algo desconcertado.
—Pero yo no creo que el hombre esté destinado a la perfección.
Llowan se echó a reír y dio un puñetazo contra la mesa.
—Te ha cogido, Mantu.
El sacerdote no se unió al buen humor general.
La animada conversación continuó mientras las sirvientas retiraban en silencio los platos, sólo para reemplazarlos con otros nuevos en los cuales había amontonadas porciones de arroz al vapor y frito mezclado con carnes y verduras. Tan pronto como este plato fue devorado por los invitados fueron servidas más bandejas con langostas enteras hervidas acompañadas con tazas de vino de arroz.
Ronin pensó entonces en la observación anterior de Kiri y vio que le estaba sonriendo disimuladamente. Sí, estaba hambriento, pero esto…
Rompió el delgado caparazón. Ella había pasado la mayor parte de su tiempo hablando con Llowan y Li Su, y él empezó a preguntarse por qué lo había traído allí. Ahora se daba cuenta de que estaba celoso de sus suaves susurros y sus gentiles contactos porque iban dirigidos hacia su anfitrión. Bebió su vino de arroz.
Quizás ella no fuera propietaria de campos de adormidera o comerciara en el mercado de la plata, pero era una mujer poderosa, la principal comerciante de la ciudad de un artículo a veces más precioso que el humo o el metal o la seda. ¿Conocía realmente todos los secretos de Sha’angh'sei? Si era así, ella era su única forma de llegar al Concejo. Sin embargo, incluso mientras pensaba de nuevo en ello, sintió que la urgencia se tambaleaba. Mientras contemplaba su abrumadora belleza, imperfecta y por ello terriblemente excitante, mientras sentía la radiación de su aura, el único imperativo era su deseo de poseerla.
Las langostas, unos vacíos exoesqueletos rojos y verdes que languidecían ahora en sus propios jugos que se enfriaban, con fragmentos de carne blanca y rosada aún adherida a sus bordes, fueron retirados.
Trajeron paños calientes aromatizados para limpiar rostros y manos, y luego fueron depositados delante de cada invitado cuencos de budín, oscuro y cremoso, flanes, amarillos y bamboleantes, bandejas de pastas rellenas con frutas confitadas.
—Llowan te llamó guerrero —dijo Po, inclinándose de modo que Ronin pudiera oírle más claramente—. Hubo un tiempo en el que mi gente también lo fue.
Ronin mordió una pasta, la engulló con un poco de vino. No estaba realmente interesado en lo que tenía que decir aquel comerciante; sólo podía pensar en una cosa.
—¿Qué ocurrió?
—Muy poco provechoso. —Los negros ojos le miraron como los de un peligroso reptil agazapado debajo de una roca, repentinamente aumentado, irreconocible en los breves momentos antes de…
Ronin se dio cuenta demasiado tarde de que estaban echándole el anzuelo. Hundió dos dedos en un budín, frío y especiado. No pareció importar.
—Quizá no eran suficientemente adeptos.
Los oscuros ojos se abrieron mucho, miraron furiosos por un instante, y los dedos de Ronin se cerraron alrededor de la empuñadura de su espada. Luego el rostro se relajó y, como una tormenta tras una larga sequía, Po empezó a reír.
—Oh, sí —jadeó, dando un abundante sorbo a su vino—. Supongo que puede que incluso te guste. —Dio un mordisco a una pasta—. Pero dime, ¿cómo mi pueblo fracasó como guerreros?
—Ellos no gobiernan esta tierra —dijo Ronin suavemente.
La sonrisa desapareció y el rostro delante de él pareció incapaz ahora de expresar ninguna felicidad. La boca se abrió.
—Sí, guerrero. No puedo discutir eso. —Suspiró—. Pero no tuvieron otra elección, una mera pequeña tribu de oriente. —Sacudió la cabeza—. Carecíamos del número necesario.
—¿Hay muchas tribus en esta tierra?
—Muchas, sí, dispersas por todo el territorio.
—La unificación de muchas en una sola hubiera podido ser un principio.
Los ojos de ébano le miraron ahora con un agudo interés.
—¿Piensas que una tarea así es sencilla? ¡Palabras! Se necesita… —Se atragantó con la emoción, hirviendo por dentro, una tormenta desatada, y su mano aferró, blanca, su copa. Su voz era ahora un susurro silbante, controlado y venenoso—. Pero no había nadie. Llamamos a nuestros dioses pidiendo ayuda, sacrificamos a nuestros hijos, nos desgarramos en nuestra desesperación, ¿y qué respuesta obtuvimos? —La sonrisa desagradable regresó—. Ellos vinieron. El sacerdote extranjero y luego los rikkagins, y por aquel entonces ya era demasiado tarde; la esclavitud parecía algo casi agradable en comparación.
La ensalada llegó en grandes cuencos, acompañada por cuñas de queso amarillo y grandes rodajas de un pan denso y granulado.
—Sí, ahora es demasiado tarde —observó Mantu—, porque fracasasteis en conservar lo que hubiera podido ser vuestro. Ahora es nuestro, y no sirve de nada que culpéis a los demás de vuestras propias deficiencias.
—¡Silencio, tú! —gritó Po.
—¿Lo ves? —dijo el sacerdote blandamente, volviéndose a Ronin—. Una ilustración de las enseñanzas de Cantón. Los anhelos del hombre causan sufrimiento a todos a su alrededor.
—¡Palabras! —escupió Po.
—Mi querido amigo —Llowan alzó una mano en un signo de advertencia—. Realmente tienes que aprender a controlar…
Pero el comerciante ya estaba de pie, tambaleante. Una alta criatura oscura de la noche.
—Los extranjeros han saqueado nuestra tierra desde hace demasiado tiempo, han retorcido las ideologías de nuestro pueblo con taels de plata. ¿Demasiado tarde, dices? —Se echó a reír—. ¡Oh, vamos! ¡Ahora se acerca el momento de la retribución! ¡Ahora llegan los días de oscuridad, y todos los extranjeros deberán saborear la derrota antes de que se hundan en el lodo del delta de Sha’angh'sei! —Su capa ondeó como las alas de un ave depredadora cuando giró y salió a grandes zancadas de la estancia. Al cabo de un momento oyeron resonar la puerta.
—Un hombre amargado —dijo Mantu en medio del silencio.
—Espero que todos podamos olvidar este desafortunado estallido —dijo Llowan.
Pero Ronin estaba observando al rikkagin, y no le gustó la expresión que había en sus ojos.
Llowan dio una palmada y, a su conjuro, fue traído el último plato. Naranjas peladas y empapadas en vino, higos, uva blanca, y un surtido de frutos secos.
Cuando, finalmente, el último de los platos fue retirado, se distribuyeron pipas, blancas como el hueso, con largos tubos y pequeñas cazoletas. Se situaron pequeñas lámparas abiertas al lado de cada invitado, y Llowan empezó a cortar pedazos de un bloque de una sustancia amarronada.
Empezaron a fumar, y Ronin tuvo la impresión de que al cabo de un tiempo la luz de la habitación se hacía más tenue y difusa y había más mujeres que antes alrededor de la mesa. Absorbió poca cantidad de humo, pero vio que los demás se relajaban mientras inhalaban profundamente. El aire se volvió denso y dulzón. Kiri compartió una pipa con Llowan mientras seguían susurrando entre ellos. Se inclinó hacia adelante, inhalando el perfume de la mujer, con la furia creciendo en su interior. Aferró su fría muñeca y ella se volvió cuando tiró de ella, y cayó en sus brazos porque él esperaba resistencia y no ofreció ninguna.
Sus labios púrpura se posaron en su garganta, y sintió la presión de sus pechos cuando ella murmuró:
—Vámonos.
Sólo sintió sorpresa cuando la vio besar a Llowan suavemente en los labios.
Se levantó como en un sueño, sujetando la cimbreante forma de la mujer mientras se apartaban de los suaves almohadones y del dulce humo y cruzaban la estancia, sin hablar con nadie, sin que nadie reparara en su partida, más allá de los guardias y saliendo por las puertas a la sorprendentemente fría noche. Inspiró profundamente, liberando sus pulmones del pegajoso aroma, despejando su cabeza. Y la sudorosa espalda y los veloces pies los llevaron de vuelta montaña abajo, lejos de los altos abetos y los macizos de los jardines con el follaje lleno del chirriar de las cigarras, lejos de los redondos rostros brillantes, los labios llenos de pringue y de burbujeante vino y lujuria, lejos de los dorados y los guardias comprados con metales preciosos.
Ronin guardó silencio.
Ella lo observó durante un corto rato como si deseara imprimir en su mente la silueta de su perfil.
—Estás furioso conmigo. ¿Por qué? No te he hecho nada. —La llamada de un chotacabras.
—¿Por qué me has llevado ahí?
Luz en su frente y en su mejilla como una luna nueva.
—¿He de tener alguna razón?
—Sí.
—Deseaba estar contigo.
Él se rió secamente y ella se estremeció un poco.
—Hablaste con Llowan toda la velada.
—¿Y qué importa eso? Estoy contigo.
Él cerró los ojos por un momento, sintiendo que entre ellos se formaba una tensión que era a la vez desagradable y vagamente reconfortante en su familiaridad. K’reen, ¿por qué lloras? Sabes que odio eso. ¡Oh, maldito estúpido!
No otra vez.
Abrió los ojos, la descubrió mirándole, con las luces que pasaban por su lado reflejándose en sus ojos imposiblemente violeta. Sonrió.
—Sí, fue estúpido por mi parte. Mi mente estaba llena con pensamientos de otros tiempos. Olvidémoslo, ¿quieres?
Los labios de ella se entreabrieron y se inclinó hacia él, su calor lo envolvió, su «Sí» fue una vibración en sus bocas.
A la transparente noche, soplando una fresca brisa del mar, con el rumor de incontable gente, más allá de tenderetes que vendían arroz y pescado frito, sedas y algodones, cuchillos y espadas, más allá de brutales hombres pendencieros, borrachos y apestosos, más allá de mujeres con parasoles rosas y verdes, rostros blancos, labios rojos, piernas largas y cuerpos hermosos, más allá de vendedores de vinos y cambistas ocultos tras la barrera protectora de sus jaulas en las esquinas, más allá de soldados de patrulla y gritantes hongs, más allá de ladrones y carteristas acechando en la oscuridad de los callejones y vagabundos borrachos viviendo en los bordes de las calles, más allá de peleones chicos y ladrantes perros, más allá de montones de desechos sobre los que se arrastraban y dormían oscuras figuras, más allá de cadáveres pudriéndose pateados y apartados a un lado por las multitudes, hasta la Nanking, y detenidos ahora por las multitudes participantes en el festival, que convertía la amplia avenida en un tumulto de color y frenético movimiento.
Se vieron enfrentados a un gigantesco dragón tricolor, ondulando al movimiento de las figuras agachadas debajo de su piel de papel. Les miró con unos ojos burlonamente malévolos antes de girar hacia un lado y seguir la curva de la Nanking. Niños con raídas ropas danzaban junto a sus estremecidos flancos, animándolo a seguir adelante. Había una música discordante, percusiva, un staccato, y muchos gritos mientras la gente acompañaba su lento y ondulante paso.
Kiri, apretujada entre sus brazos, apoyó sus labios al oído de él de modo que pudiera oírla por encima del tumulto.
—El festival de la lamia está alcanzado su cénit esta noche. Esta criatura delante de nosotros es la efigie de la lamia, la mujer serpiente que vive en el mar al borde de Sha’angh'sei. Es ella la que vuelve amarillas las aguas con el agitar de su inmenso cuerpo enroscado que levanta el limo del fondo del mar. El festival la honra anualmente como guardiana de nuestras puertas.
—Esta tierra está llena de leyendas.
—Sí —dijo ella—. Así ha sido desde siempre.
Siguieron avanzando, sin que su kubaru pareciera cansarse mientras avanzaban bamboleándose suavemente por las interminables y retorcidas calles llenas con los dormidos y los muertos, familias acurrucadas y ancianos de ojos vacíos y mujeres solas en la cuarteada oscuridad.
Finalmente olió el mar cuando la oscuridad del barrio portuario los engulló, las calles resbaladizas por el agua de mar y la sangre de pescado, los grandes almacenes sin ventanas, reluciendo a la luz plateada de la luna que finalmente había conseguido deslizarse fuera de su cobertura de nubes, gravitando sobre ellos como vastos y misteriosos monumentos de piedra. El olor del mar era muy fuerte ahora y, cuando se detuvieron, Ronin creyó poder oír el lamer del mar contra los pilotes de madera.
Se deslizaron fuera del rickshaw y al interior de un silencioso edificio negro. Ronin cerró la puerta tras ellos y, en la absoluta oscuridad, Kiri se apartó de él. Oyó una serie de pequeños sonidos y, al cabo de un momento, una llama amarilla tembló cuando ella encendió una lámpara.
Lo condujo a través de las habitaciones, cuatro en aquel nivel.
—Éste es uno de los harrtin de Llowan —dijo—. Donde almacena su producto y donde normalmente vive su delegado.
—¿Llowan es también un hong?
Ella se echó a reír ligeramente.
—Oh, sí. Es dueño de muchos campos de adormidera en el norte. —Entraron en otra habitación—. Aquí —dijo en voz baja— hay almacenados sueños suficientes para diez mil vidas. Sueños de pasión. Sueños de desesperación.
—¿Qué?
Ella se sobresaltó.
—Nada.
Siguieron avanzando.
—Mira aquí —dijo ella—. La oficina del delegado. Es el enlace entre Llowan y los estibadores y kubarus. Se encarga de los embarques de cada día y supervisa el almacenaje. Un puesto de lo más lucrativo.
—¿Y dónde está esta noche?
Ella se volvió hacia él y sonrió.
—En Tenchó, mi guerrero. En Tenchó.
La habitación en el segundo piso ocupaba casi toda la longitud del edificio. La pared del fondo estaba formada por una puerta ventana de hojas de madera de láminas movibles, a otro lado de las cuales destellaba la noche.
A la izquierda había una enorme cama, baja, con muchos almohadones, que ocupaba la mayor parte de la anchura de la habitación. A la derecha las tablas de madera del suelo estaban cubiertas por alfombras. Un enorme escritorio llenaba la esquina del fondo. Sobre él había un gran espejo con un marco de madera tallada. El mobiliario se completaba con varias sillas bajas hechas de elástico y resistente mimbre.
Ronin cruzó la habitación y tiró de la puerta ventana. Se abrió doblándose hacia atrás sobre sí misma, y le sorprendió descubrir que podía salir a un amplio balcón.
Debajo de él estaba el mar: salpicado por la luz platino de la luna convertida en una lluvia de destellos en la ondulante superficie, tan claro en la noche que parecía un sendero fundido que le invitaba a trepar hasta las más lejanas regiones del cielo, hasta ilimitadas orillas. Deslumbrado hora, escuchó la quietud compuesta por el suave lamer del mar contra los pilotes de los muelles, el crujir de los oscuros barcos anclados, el agitar de las familias dormidas en la galaxia de embarcaciones vivienda que se agitaban en las olas, el chapoteo de un pez. Todos estos sonidos ahora familiares hacían más dolorosa para él la cualidad absolutamente alienígena de la cosmografía que formaba un arco como fragmentos de un mundo hecho pedazos sobre su cabeza.
Sintió la presencia de la mujer tras él justo antes de sentir el contacto de su cuerpo cuando se apretó contra él. Sorbió a través de la seda la calidez de su piel; los contornos de sus pechos y muslos, a la vez suaves y firmes, se definieron por sí mismos. El calor.
Se volvió y apretó su boca contra la de ella, y la pequeña lengua le lamió suavemente y la noche latió a su alrededor, el eterno lamer de las olas, el suave canto de los kubarus mientras se preparaban a izar velas con la primera luz, los distantes gritos del festival de la lamia. Las puntas de sus dedos trazaron las indentaciones de la espina dorsal, descendiendo lentamente por su espalda.
Ella lo atrajo dentro y la brisa del mar los siguió hasta el borde de la cama, suave y aterciopelada, sobre la que se dejaron caer como un solo cuerpo.
El pelo de ella azotó su rostro cuando él abrió su vestido y besó la carne opalescente. Su sed era enorme.
—Ah —gimió ella—. Ahh.
Y la marea lo arrebató.
Flotando en la pérdida de la tensión.
La puerta ventana plegada, de modo que mar y cielo estaban ante ellos.
—Hoy fuiste a ver al Concejo. —Su voz reflejó una nota de sorpresa.
—Sí, esta tarde.
—Y luchaste con los Verdes. Eso fue muy estúpido.
Él suspiró.
—No pude evitarlo.
—¿Mataste a uno?
—He matado a más de uno.
Ella dejó escapar un sonido seco.
La luna había desaparecido y habían tenido que encender la lámpara. Ronin escuchó por unos momentos el suave chapotear del mar.
—Ahora irán tras de ti.
—No tengo miedo.
La mano de ella acarició su pecho.
—No quiero que mueras.
Él se echó a reír.
—Entonces deberé permanecer con vida.
—Los Verdes no pueden tomarse a la ligera…
—No era mi intención. Quiero decir tan sólo que lo que está hecho no puede alterarse. Soy un guerrero. Si los Verdes vienen a por mí, entonces deberé destruirlos.
Ella le miró con ojos inescrutables. Él creyó poder oír el grito quejumbroso de un ave marina allá fuera sobre el agua.
—Sí —dijo ella al fin—, creo que lo harías. —Luego—: No puedo imaginar decirle eso a nadie más.
—¿Es un cumplido?
Ella se echó a reír, un claro sonido burbujeante, y él buscó su mano en la noche, sintió su calor, entrelazó los dedos con los suyos.
Ella raspó su piel con una uña.
—¿Por qué querías ver al Concejo?
Se lo dijo.
—Pero no puedes creer que esas historias sean ciertas.
—Eso es exactamente lo que creo, Kiri.
—Pero Godaigo…
—El rikkagin no estaba en Tenchó esta mañana.
Ella volvió la cabeza para poder examinarlo más atentamente.
—¿Qué tiene que ver la muerte de Sa con historias de seres que no son hombres luchando contra nuestros soldados en el norte? Mis hombres ya se han encargado del asesino.
—¿Asesino? —dijo Ronin con voz densa—. ¿Quién?
—Bueno, el último hombre que estuvo con ella, por supuesto, pero…
—Kiri, Sa no fue muerta por ningún hombre.
Sintió su estremecimiento, y la piel a lo largo de sus brazos se erizó. Podía ser una ráfaga de viento.
—¿Cómo puedes saber eso?
—Porque —dijo él— he luchado contra la criatura que la mató. Destruyó a un amigo mío exactamente de la misma manera.
Sintió que se apartaba de él.
—No puedo creerlo; como tampoco puedo creer que la guerra sea algo más que lo que siempre ha sido desde mucho antes que tú o yo naciéramos.
—De todos modos, te pido que me ayudes con el Concejo. No puedo verlos sin tu colaboración.
—¿Por qué crees que el Concejo puede ayudarte?
—Tuolin me habló de él.
Una nube cruzó aleteante el rostro de ella. Se encogió de hombros.
—No puedo entender por qué lo hizo. El Concejo será de muy poca…
Ronin aferró sus hombros.
—¡Kiri, debo verles!
—¿No hay otra forma?
—Ninguna.
Ella sacudió su pelo.
—Está bien, mi guerrero. Mañana estarás en la cámara del Concejo.
Él la atrajo hacia sí y la besó fuertemente, sintiéndola derretir mientras su sinuoso cuerpo empezaba a estremecerse lentamente contra él. El bosque de su pelo se alzó en el viento, un trémulo puente entre sus músculos enredados. La lámpara chispeó y se apagó.
Ella rebuscó debajo de una almohada y su mano se alzó, un poste señalizador, largo y blanco y esbelto, las uñas tan negras como la sangre seca a la casi luz. Entre el índice y el pulgar sostenía una pequeña forma negra, entre el índice y el medio su compañera. Llevó pulgar e índice a sus labios, inhaló, luego tendió el brazo hacia él, sus labios emitieron una llamada, la llamada del ave marina planeando solitaria sobre las agitadas olas. Unos dedos contra los labios de él. Una sensación fría.
—Toma esto.
Y después de que él hubiera abierto la boca:
—¿Confías en mí?
Pero aquella era una pregunta retórica, y él no sintió deseos de contestar.
El calor lo invadió, una fricción como un guante de satén frotando marfil amarillo.
Una y otra vez los abiertos labios de ella, húmedos y brillantes, pronunciaron una especie de letanía de sonido y movimiento y forma. Las palabras eran un concepto distante, oscuro y no recordado, desechado dentro de una cueva lejana de brillante luz y olores animales.
El viento murió y el aire se calmó y dejó de danzar. La oscuridad de la noche colgó como una negra cortina de terciopelo, conteniéndolos. La atmósfera hizo una pausa entre inspiraciones, y permaneció suspendido, escuchando el lamer de las olas, tan claro y poderoso como truenos, resonando contra sus oídos al mismo ritmo que el pulsar de su cuerpo.
Y su cuerpo cambió, se llenó ahora con un delicioso calor, un éxtasis sexual que invadió sus pies y ascendió por sus piernas y sus ingles y su torso y penetró en su cerebro, y en aquel momento la fuerza del cuerpo de Kiri moviéndose contra el suyo se convirtió en una exquisita sensación física. Vista, sonido, tacto, gusto, y las visiones en el teatro de su mente se convirtieron en una sola mientras se volvía de pronto consciente de ellas como sensaciones totalmente separadas, saboreándolas independiente y simultáneamente, con el tiempo extendiéndose ante él como un alegre amigo recién hallado, interminable y coincidente. Un conducto.
Aró los agitados mares en la proa de una poderosa nave llena de guerreros abocados a la venganza, con un sabor especial en la parte de atrás de su boca, dulce y caliente. Trepó el curvado cuello de la alta proa, tallado en forma de sinuosa cabeza de dragón, blandió una larga espada y le gritó al viento. Él era la nave, sentía el agua deslizarse por sus costados, su proa surcando el mar, enviando temblorosa espuma al brillante aire, dejando un camino blanco en su estela. Hombre y embarcación, era ambas cosas y más.
Se sumergió en el mar, amarillo y turgente, y sintió sus piernas aferrar las enroscadas vueltas de la escamosa piel. Tendió las manos hacia abajo e hizo alzarse triunfante la cabeza, inefablemente exquisita, los ojos profundamente violeta de Kiri, oscuros como las profundidades del mar, con destellos de platino como bancos de veloces peces, con un suave pelo de algas y un rostro tan blanco como la nieve. Las enroscadas vueltas de su cuerpo se estremecieron debajo de él, y cabalgó la lamia desde los bajíos del mar de Sha’angh'sei, más allá de los cremosos arrecifes, hormigueantes de vida, y fuera, lejos, lejos, sobre las grandes corrientes occidentales, hacia las profundidades.
Fue entonces cuando llegó el frío terror, una temida presencia, y fue barrido hacia arriba como un animal en el vórtice de un torbellino. Y por primera vez supo su nombre. Desde su mismo núcleo, que batía como una piedra incandescente y permanecía inmóvil en el flujo causado por lo que había devorado, llegó el sonido: el Dolman. Todo su cuerpo se abrió y se sintonizó ahora, lo sintió acercarse. Y era devastación; era aniquilación. Un observador sobrehumano, vio las cenizas del mundo, marchitas y sin vida, arrojadas a través del entramado del espacio por una tormenta de fuego de incalculable poder. El terror lo aferró con sus feroces garras, y sintió que su pecho se contraía hasta que el aire fue forzado fuera de sus ardientes pulmones. Luchó contra su llegada, sintiéndose impotente. Oyendo lo que no podía comprender. A ti, aullaba el Dolman, y el universo temblaba. A ti. ¡A ti!
Gritó y saltó de la cama, tambaleante, y se estrelló contra la pared. Las contraventanas de madera temblaron. Estaba empapado de sudor. O de agua de mar.
Kiri fue tras él, adorable y desnuda, marfil y carbón, y se agachó a su lado.
—Toda va bien —le dijo suavemente, interpretando mal su reacción—. Olvidé que no estás acostumbrado al humo; esto fue mucho más. Pensé que sólo te daría placer.
Él la rodeó con sus brazos, sintió el latigazo del helado aire nocturno procedente del agua. Alzó la vista al negro cielo e inspiró profundamente, oxigenando su cuerpo.
—No, no, Kiri —dijo, con voz aguda y tensa—. Lo sentí, más que verlo. Sea lo que sea lo que me diste, creó… una conexión de algún tipo. Sentí… que el Dolman está cerca, muy cerca. —Su voz era ahora un susurro metálico en las crecientes notas del viento—. Y viene a por mí.
Ella no les dejó descansar y él sintió el terror crecer dentro de ella, tan profundo como un manantial no cavado, aunque él estaba tranquilo ahora, con la intensidad aún dentro de sí pero formando una concha a su alrededor, una coraza protectora que le permitía volver a pensar.
Se vistieron y salieron a las estrechas y brillantes calles. Era el momento de la noche en que la luna se había puesto y el amanecer todavía no había empezado a rasgar los últimos jirones de oscuridad. Había empezado a llover, y el aire era denso, con un acre y activo olor.
Corrieron bajo la lluvia hasta el carruaje que aguardaba pacientemente y el kubaru echó a andar a su firme paso bamboleante, a través del pantanoso delta del puerto y hacia la parte interior de Sha’angh'sei.
Los relámpagos cebraban el cielo como las retorcidas ramas de un gran árbol antiguo, y los estallidos de los truenos resonando en las paredes de los edificios hacían que el corredor perdiera el paso de tanto en tanto.
A los pálidos destellos de la tormenta Ronin observó su encantador perfil, los ojos como pozos de sombra, las mejillas blancas y tersas, enfatizando la fuerza y la limpieza del rostro.
Estaban ahora en lo que parecía ser la sección más antigua de la ciudad, recorriendo estrechas calles no pavimentadas, con la tierra convertida en barro por la lluvia y el ligero paso de las plantas de los pies del kubaru, slap-slap, slap-slap, agua negra chapoteando en arqueadas salpicaduras, presagiando su avance.
Pequeñas casas de tablas y cañas crecían allí como surgidas del mismo suelo, dilapidadas pero con una peculiar y lastimosa dignidad que era imposible definir. Quizás era simplemente la congruencia de las miserables moradas a su alrededor lo que le hacía sentir de aquel modo. Sin embargo, comprendió sin que nadie se lo dijera que estaba viendo Sha’angh'sei tal como debía de ser antes de que los sacerdotes de Cantón y los rikkagins de ojos redondos llegaran allí.
El rickshaw se detuvo por propia iniciativa delante de las imponentes columnas de un templo de piedra, bajo y achaparrado, con la fachada reluciente ahora por la lluvia, agrietado y medio cubierto por plantas trepadoras.
Entraron en la estrecha calle, siguiendo al kubaru a través de las dobles puertas de bambú enmarcadas en negro hierro. Les llevó por entre una multitud de kubarus que se apiñaban en la entrada y que, sospechó Ronin, echarían a todos aquellos que no deseaban que entraran.
El suelo de piedra gris, las arqueadas paredes de piedra, captaban los murmullos y los susurros, resonando en su longitud y altura como la ocasional llama de una goteante vela. Aquel templo tenía un aspecto completamente distinto a aquel otro con el que había tropezado Ronin en mitad de sus vagabundeos.
—¿Qué es este lugar? —susurró.
Kiri volvió su rostro hacia el de él y Ronin vio que había sacado un pañuelo color ciruela de algún lugar y se había cubierto con él la cabeza como si no deseara ser reconocida, aunque no tenía ni la menor idea de quién podía llegar a conocerla allí.
—Kay-Iro De —dijo ella, utilizando una palabra que pertenecía a la antigua lengua del pueblo de Sha’angh'sei y que no tenía una traducción fácil en el habla moderna. Significaba alternativamente canción-del-mar, serpiente-de-jade, y ella-que-no-tiene-miembros, y quizá tenía otros significados de los que nadie hablaba.
»Te he dicho que esta noche es la culminación del festival de la lamia —dijo ella suavemente, con sus ojos violeta brillando—. Pero esta noche es algo más. Cada séptimo año, la última noche del festival, viene el Seercus de Sha’angh'sei. —Una mujer de rostro simiesco envuelta en una capa verde, un hombre completamente desprovisto de pelo a su lado recogiendo los taels, sus clandestinos susurros.
Ahora parecía que el tiempo era inmenso mientras seguían a su kubaru por un estrecho pasillo sin ventanas que parecía interminable. Las mojadas paredes de piedra, con cuentas de fría humedad, resonaban a su paso. A intervalos regulares había arcos de piedra, y de su parte superior colgaban braseros de hierro que lanzaban una débil y temblorosa luz. Finalmente alcanzaron una amplia escalera por la que descendieron. Observó con cierta curiosidad que el pasillo no parecía tener ninguna salida por aquel lado.
Descendieron cuidadosamente, con su camino iluminado ahora por llameantes antorchas encajadas en requemadas anillas de metal, incrustadas con los detritos de eras. Cincuenta escalones y luego un descansillo, poblado por kubarus que los escrutaron a su paso. Siguieron bajando y bajando, y el aire se fue haciendo progresivamente húmedo y helado, las escaleras resbaladizas con la humedad y el limo, hasta que dejó de contar el número de descansillos.
La atmósfera era densa con la sal y el azufre y el fósforo cuando alcanzaron el último descansillo y cruzaron la guardia del kubaru apostado allí. Su hombre hizo un gesto en silencio a los dos y se agacharon, medio arrastrándose, a través de un angosto pasadizo, absolutamente a oscuras, excavado en la roca viva. Pequeñas criaturas se escurrieron por entre sus pies en la humedad.
El túnel dio paso a una vasta gruta iluminada por inmensas antorchas goteantes, que crujían y humeaban en el húmedo aire. Grandes columnas naturales de piedra, estriadas con minerales que destellaban metálicamente a la luz, se alzaban del escabroso suelo hacia las oscuras regiones del invisible techo.
Había tanta gente en la caverna que al principio Ronin no vio lo que realmente dominaba el lugar. Luego, en un insondable movimiento, la multitud se abrió unos momentos y vio el estanque.
Se acercó, hipnotizado. Era un inmenso óvalo excavado en el suelo de la caverna por algún cataclísmico movimiento telúrico hacía eones, y el agua que lo llenaba era del color más notable que jamás hubiera visto. No podía verse ningún rastro de azul o de pardo en sus derivantes profundidades, aunque seguramente no podía existir ningún agua sin al menos un rastro de esas tonalidades. El agua que estaba contemplando ahora era del más extraordinario color verde, a medio camino entre un bosque de abetos en pleno verano y la translucencia del jade más exquisito. Su profundidad parecía no tener límites. Seguramente conducía hasta el vasto océano más allá de las orillas de Sha’angh'sei.
Pensó de nuevo en la mujer de rostro simiesco y en sus palabras siseadas, el Seercus, con sus inflexiones impartiendo un misterio que Ronin había supuesto que era simplemente un elemento más para llamar la atención. Ahora se encontraba en el Seercus y dudó.
Seguían entrando constantemente más kubarus a la gruta desde varias aberturas bajas en las paredes, similares a la que ellos habían usado. Ojos almendrados, brillante pelo negro echado hacia atrás en una cola, trajes sueltos de algodón oscuro o seda basta. Tuvo la sensación de que finalmente veía la auténtica Sha’angh'sei, desnuda en la arena de Kay-Iro De en la más sagrada de sus noches. Ahora estaban libres del inmenso peso de los campos y de la guerra, del intruso y del tiempo. Las traiciones quedaban suspendidas por el momento. Diez mil años habían transcurrido como otra tanta piel muerta para revelar…, ¿qué? Pronto la respuesta.
Oyó el canto, lejano y muy alto, y la penumbra cedió paso, reacia, a una cálida luz amarilla cuando los sacerdotes entraron en la gruta desde algún oculto portal, llevando ante ellos inmensas linternas construidas a partir de la piel entera de peces gigantes, secada, hinchada y lacada para darle rigidez. Se habían usado varios pigmentos para reproducir hábilmente y realzar el aspecto original, acentuar el carácter de cada criatura.
Los sacerdotes llevaban ondulantes capas verde mar que dejaban desnudos sus fuertes brazos. Tenían cráneos largos y piel amarilla, eran muy jóvenes y completamente lampiños.
Depositaron las lámparas-pez en los lugares prescritos y ahora pudo ver que, alzándose sobre el estanque, en la otra orilla, había una estatua. Era de oro macizo, tallada muy hábilmente con la forma de un enorme dragón, su enroscado cuerpo rodeando un regio trono también de oro. Pero donde había esperado una cabeza femenina había tallado un cráneo de estructura semicanina, con un largo hocico sonriente, afilados dientes y dilatadas fosas nasales, encima de las cuales destellaban a la brillante luz unos grandes ojos redondos de jade verde mar.
Kiri sujetó su mano con la de ella y su respiración se hizo afanosa cuando miró a los sacerdotes.
Todos se habían reunido ahora, y había kubarus estacionados en cada entrada, supuestamente para desalentar a los intrusos, aunque en toda la multitud no había visto el asomo de ningún arma excepto la suya.
Uno de los sacerdotes hizo ahora una señal, y fue arrojado incienso a un amplio brasero de bronce. Nubes de vapor amarillo ascendieron hacia las negras brumas de la gruta, y las especias llegaron hasta él en el húmedo aire. Apareció un muchacho joven conduciendo un animal que Ronin no pudo identificar fácilmente: quizás fuera un jabalí joven. Chillando, el animal fue depositado sobre una manchada losa de piedra, y el canto empezó de nuevo entre los sacerdotes, y esta vez fue coreado por la asamblea: «Kay-Iro De. Kay-Iro De.».
Uno de los sacerdotes rebuscó dentro de su capa y extrajo un cuchillo con una empuñadura de cristal amarillo. Alzándolo por encima de su cabeza, habló en la antigua lengua, palabras que ni Ronin ni, supuso, Kiri pudieron comprender. Sin embargo el significado parecía claro, y Ronin no se sorprendió cuando la destellante hoja cayó como un relámpago en un amplio arco y se hundió en la carne del animal. Un borbollón de cálida sangre brotó de la seccionada arteria, salpicando la ropa de los sacerdotes. Dejando caer el cuchillo, el sacerdote metió su mano en el aún tembloroso interior del animal y le arrancó el caliente corazón. Lo envolvió con recias cuerdas al cuchillo y arrojó éste al centro del estanque marino mientras los demás sacerdotes se ocupaban de recoger la sangre del animal en un cuenco amarillo esmaltado. Con el chapoteo se produjo una especie de suspiro entre la multitud, y el canto se reanudó.
Los sacerdotes recorrieron en silencio el perímetro del estanque hacia el dragón dorado al otro lado y, depositando el cuenco de sangre a los pies del trono, cada uno se inclinó por turno para hundir sus manos en el líquido carmesí. Luego, uno tras otro, subieron al enorme trono y untaron con sangre los ojos del dragón hasta que goteó por el hocico al interior de la boca, manchando los dientes de oscuro, y desde su puntas a las profundas aguas verdes.
Luego regresaron, y con ellos había una muchacha con un vestido blanco con peces de plata bordados en él. Sintió a Kiri apretarse contra él, cálida y temblorosa, cuando condujeron a la muchacha delante de la multitud. Tenía el rostro muy blanco y era hermosa, alta y esbelta, con negros ojos almendrados y pelo oscuro que descendía por su espalda hasta por debajo de su cintura. Parecía muy joven.
Los sacerdotes se lavaron ceremoniosamente las manos y, a otra señal, fue arrojado más incienso a los braseros, de modo que ahora una nube verde se alzó en el denso aire. Ronin sintió entonces el calor de la multitud y la densidad de la atmósfera, y se vio obligado a efectuar profundas inspiraciones para obtener suficiente oxígeno.
Con las manos aún mojadas, los sacerdotes se colocaron máscaras de cartón piedra que hicieron que adquirieran la apariencia de peces articulados de resplandecientes escamas, con las agallas claramente delineadas y redondos ojos que miraban sin parpadear. Se movieron lentamente en un semicírculo alrededor de la muchacha, y el canto de la multitud adquirió volumen y urgencia. Con una infinita lentitud, sus manos se alzaron y retiraron la ropa de la muchacha.
Desnuda quitaba el aliento, con sus amplias caderas y sus pesados pechos y sus firmes muslos. En aquel eléctrico instante, las ropas de los sacerdotes cayeron también y la muchacha se colapso al suelo de la gruta.
El canto era ahora un rugir, y Ronin se tensó junto con los demás para ver claramente mientras los sacerdotes seguían el descenso de la muchacha al suelo de la caverna. Durante muchos momentos los rítmicos movimientos de los musculosos cuerpos lo hicieron a la cadencia del canto, «Kay-Iro De, Kay-Iro De», y cuando los sacerdotes hubieron terminado se levantaron como uno solo y los sirvientes del templo los vistieron de nuevo y retiraron sus máscaras de pez. La muchacha permanecía tendida blanca, con sus pechos alzándose y descendiendo como olas en un agitado mar, los puños crispados entre sus piernas. Kiri gimió suavemente al lado de Ronin.
De un pequeño estanque lateral fue extraída una aleteante criatura marina de algún tipo, negra y lisa y brillante. A buen seguro no era un pez, porque cuando los sacerdotes la mataron, esta vez con un cuchillo del más puro jade verde, la cosa sangró roja como lo haría un animal que respira aire. De nuevo los sacerdotes recogieron la sangre en un cuenco, y con él se acercaron una vez más a la tendida muchacha.
Sujetaron sus brazos y la alzaron hasta que estuvo de pie, y echaron su cabeza hacia atrás y le hicieron beber la caliente sangre. Ahogándose y atragantándose, bebió, y cuando todo hubo terminado la llevaron al otro extremo del estanque marino y la empujaron rudamente hacia arriba al trono dorado, de modo que sus piernas se enredaron con las vueltas metálicas. Se aferró débilmente a la resbaladiza piel del dragón, con la cabeza colgando de tal modo que su rostro quedaba oculto por el negro bosque de su revuelto pelo. Y en un momento su cuerpo se convulsionó y vomitó el rojo líquido de tal modo que empapó la fiera cabeza de la estatua.
Se estremeció y su sujeción sobre la cosa se aflojó y los brazos de los sacerdotes se estaban retirando y, como la pegajosa espuma que brotaba ahora de la colmilluda boca del dragón de oro, se deslizó inexorablemente de su resbaladizo abrazo a las frías y verdes aguas del estanque marino, al mar salado manchado de sangre.
Hubo un jadeo colectivo de la multitud, y el canto empezó de nuevo en las bocas de los sacerdotes, «Kay-Iro De, Kay-Iro De.».
La muchacha chapoteó en el agua, ahogándose, al parecer incapaz de nadar. Su cabeza había desaparecido, luego volvió a la superficie, la boca abierta en un silencioso grito, y con un agitar descendió a las profundidades.
En aquel momento las aguas del estanque parecieron girar como sometidas a una rápida corriente pasajera, feroz e innatural, y el aire encima del agua pareció rielar como sometido a algún terrible calor.
La tensión se apoderó de la multitud como una incipiente tormenta, y todos parecieron presas a la vez de una urgencia de avanzar y un miedo instintivo a retroceder. Como resultado de ello, se agitaron caóticamente mientras el canto de los sacerdotes se elevaba hasta el aullar de un tornado y las paredes de roca de la gruta devolvían los sonidos a sus oídos.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Y entonces, aunque Ronin fue incapaz de creer lo que veían sus ojos, empezó a formarse un torbellino en el centro del estanque marino, y bruscamente las verdes aguas se oscurecieron. Las brumas esmeraldas se alzaron de los lados de la piscina y la salada espuma creó una fuente en su centro.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Y entonces rompió la superficie del agua, una elástica y reluctante barrera, a la fundida atmósfera de la caverna, pesada a causa del incienso y la recién derramada sangre, cálida con el calor corporal de la frenética gente. La espuma volaba de las enmarañadas algas de su pelo, sus almendrados ojos eran enormes y ominosos.
—Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Oh, seguro que no, pensó Ronin. Los negros ojos en la cabeza humana examinaron a la multitud, el cuerpo se arqueó hacia arriba de modo que dentro de la verdosa espuma y las blancas salpicaduras de su emersión podían verse el denso y sinuoso enroscar de su cuerpo, escamoso, incrustado con algas y amarillos percebes. Y dentro de ese retorcido enroscar, un atisbo de un torso blanco roto, unas esbeltas piernas.
Con un sonido como el derrumbarse de un edificio, la cosa se sumergió directamente, tan sólo una ondulación, oscura y remota ahora bajo las olas que lamían los bordes del estanque marino. Y luego nada, sólo el temblor del agua, límpida y profundamente verde de nuevo.
Por un instante cesó todo sonido, y de no ser por el pequeño slap-slap de las menguantes olas Ronin hubiera podido creer que el propio tiempo se había detenido.
Kiri se estremeció y sujetó su brazo.
—Mira —susurró roncamente—. Mira.
Y sus ojos se dirigieron al otro extremo del estanque, al inmóvil dragón. Allá, en vez de la cabeza canina chorreando oscura sangre, había la dorada cabeza de una exquisita mujer de ojos almendrados tallados en jade verde mar.
Cuando despertó, el sol había pasado ya su cénit. Permaneció tendido completamente inmóvil durante un momento, observando los brillantes rayos de luz solar ondular como plomo fundido en el suelo, escuchando los sonidos cercanos de cantos, roncos gritos, el frenético golpear de unos pies corriendo, el crujido de los barcos siendo aprestados, el metálico gruñir y el chapoteo del ancla de un barco.
Por un momento flotó por encima del abismo que se alejaba y de donde surgía su inconsciente…
Y se sentó. Las tablas de las contraventanas de madera de la puerta ventana a través de las que se filtraba la brisa salada y la luz le dijeron que estaba en el harrtin de Llowan, aunque por qué Kiri lo había llevado de vuelta allí en vez de a Tenchó era algo que no podía recordar. Estaba solo en la habitación. Se puso en pie y, desnudo hasta la cintura, salió a la luz del día.
El balcón estaba demasiado vacío, pero sintió los complejos jirones de la última noche aferrarse a los bordes como si fueran reales y agitarse al viento.
Miró al perezoso mar, atestado de embarcaciones grandes y pequeñas. Era un día brillante y claro, con tenues nubes altas cerca del borde del cielo, y frunció los ojos a la luz del sol. A sus pies, la actividad en los largos muelles de Sha’angh'sei era intensa, con cargas y descargas, los capataces llamando a los estibadores, que a su vez gritaban a los kubarus, que no dejaban de cantar ni un momento mientras iban arriba y abajo cargando balas y fardos y barriles llenos con la riqueza de la ciudad, los alimentos y los productos textiles del continente del hombre.
Sus ojos fueron de las blancas velas que se hinchaban al viento y que salpicaban las cercanas aguas al amarillo mar más allá y, como una salada ola fosforescente avanzando hacia él, los acontecimientos de la última noche lo inundaron.
Kay-Iro De, Kay-Iro De.
Sacudió la cabeza. Quizá sólo eran los efectos residuales de la sustancia que había tomado. ¿Cómo la había llamado Kiri? Las lágrimas de la lamia. Solamente una ilusión, alzándose y bajando como la marea. El sol danzando en la siempre moviente agua, jirones de oro líquido. Un recuerdo escurridizo y vago, como si formara parte de otra vida, lamía los bordes de su consciencia. ¿Qué? Una forma, oscura y vasta e inconstante y…
Oyó un sonido a sus espaldas y se volvió, regresó a la fresca habitación para encontrar a Matsu, la serena, esbelta Matsu, de pie en el centro, vestida con una bata de seda verde pálido orlada de color rojizo, con hojas del mismo color cayendo por su superficie. Sostenía una bandeja lacada de color azul profundo en la que había una jarra de arcilla barnizada gris y roja y varias tazas pequeñas pintadas con el mismo dibujo.
—He venido a llevarte al Concejo —dijo, arrodillándose y colocando la bandeja delante de ella. Alzó un torneado brazo—. Por favor, siéntate. Te he traído el desayuno. —Sus negros ojos se alzaron hacia él sin parpadear, y por un momento el estómago de Ronin se contrajo.
Se pasó una mano por el rostro y se dirigió hacia ella, se arrodilló, con la bandeja formando una baja barrera entre los dos. Se lavó cara y manos en un gran cuenco de agua que ella le tendió. Luego ella secó su rostro con un paño blanco limpio. Ronin se sentó sobre sus talones.
—Matsu, ¿dónde está…?
—Hoy tiene mucho que hacer, y ya ha pasado el mediodía.
—¿Cómo está la mujer que traje a Tenchó?
Ella no respondió sino que se concentró en la ceremonia del té, preparar la taza, remover la jarra, servir, todos los precisos movimientos que lo convertían en algo tan especial. Él permaneció sentado en silencio, contemplando sus diestras manos.
Finalmente el té humeó en la taza y la alzó, una oblicua ofrenda, diciendo, después de que él la hubiera aceptado:
—Ha despertado. Se llama Moeru, lo escribió para mí.
Él dio un sorbo a su té, y sabía mejor por la forma en que ella se lo había servido.
—¿Todavía tiene fiebre?
—Creo que no. El sudor ya no resbala de ella, y ahora come.
—Eso es bueno. —Los ojos de ella se ocultaban bajo sus negras cejas.
—Quería quitarse el vendaje.
—¿Qué vendaje?
—El de la parte superior de su muslo. Está sucio.
Ronin dejó la taza sobre la bandeja.
—Ah, no. El boticario me dijo que lo dejara. Hay una cataplasma curativa debajo de la tela.
—Pero ella dice que no siente ningún dolor allí.
—Entonces la cataplasma está haciendo su efecto.
Hubo un silencio. Él siguió bebiendo su té. Matsu le contemplaba, con sus pequeñas manos blancas dobladas sobre su regazo. Las hojas susurraban cuando respiraba. De los muelles llegaban olores de sudor y especias y pescado fresco. Gritos y roncas risas. Un rostro ovalado como el agua tranquila, mechones de pelo flotando en la brisa, la perfecta columna del cuello, esbelta y marfileña.
—El esposo de tu amiga —preguntó Ronin—. ¿Cómo es?
—Ah —suspiró Matsu, moviendo milimétricamente la cabeza de modo que un mechón de negro pelo cayó sobre uno de sus ojos y a través de su mejilla—. Es de lo más triste. Fue acuchillado la última noche, en una pelea en una taberna.
—Lo siento.
Ella sonrió débilmente.
—Es bueno que haya muerto. La guerra lo había cambiado. Mi amiga ya no lo reconocía. Tan sólo trajo pesar a aquellos que le amaban, incluso a su hijo que yace paralizado en una cama en la casa de mi amiga.
—No entiendo.
—Su espalda está rota pero aún tiene ojos para ver. Su padre se resentía de eso. —Se encogió de hombros—. Como he dicho, quizá sea mejor de esta forma.
—¿No tomas un poco de té?
Matsu negó con la cabeza.
—Es para ti.
Fuera, el sol llameaba en un cielo de un color cerúleo oscuro. Olía a pescado destripado secándose al calor, un asomo de canela, de clavo, de cilantro, y las fosas nasales de Ronin se dilataron por un momento como si recordaran por sí mismas un distante y odioso aroma.
Luego subieron al rickshaw y avanzaron por las estrechas y ardientes calles, más allá de las ciegas fachadas del harrtin que Ronin sabía ahora que abrían sus espléndidos y opulentos balcones a los muelles de Sha’angh'sei y al amarillo mar.
En las profundidades de la jungla de la ciudad, el corredor kubaru tropezó y cayó y el rickshaw se detuvo con una sacudida. Aunque Ronin estaba hablando con Matsu y tenía la cabeza vuelta hacia un lado, la brillante línea carmesí a lo largo del costado del corredor captó de inmediato su visión periférica, y en el momento en que los dos hombres saltaban al rickshaw todavía bamboleante había desenvainado ya la espada.
Era una acción equivocada en el confinado espacio, y el hombre que fue a por él tenía ventaja, la empuñadura de su sucio puñal golpeó contra la parte interior de la muñeca de Ronin en un gesto rápido, y la espada resonó en la lodosa calle. Un profesional, pensó Ronin, e hizo lo único que podía hacer, agarrarse, aprovechar el impulso para que ambos cayeran al suelo.
Inhaló el mal olor del cuerpo y lo hediondo de su aliento mientras el hombre daba un tajo contra su garganta con el puñal. Vio los amarillentos muñones de sus dientes, los agujeros en las encías grises, imágenes llameantes en su campo de visión mientras la cabeza giraba hacia un lado y los hombros se retorcían y la hoja se clavaba en la blanda tierra justo más allá de su cuello.
Los codos hacia dentro y hacia arriba, usando la pesada estructura ósea, y las mandíbulas del hombre chocaron la una contra la otra con un fuerte crac cuando Ronin le golpeó. Tuvo el buen sentido de retroceder para poder recobrar su ventaja.
Dejó que Ronin se levantara antes de lanzarse contra él, confiado porque Ronin estaba desarmado. Era bajo pero muy robusto, con anchos hombros y cintura estrecha y gruesos brazos musculosos. Tenía un rostro inteligente, ancho y plano, con oscuros ojos astutos. Era calvo excepto una larga cola de sucio pelo negroazulado. Le faltaba una oreja.
Era listo e ignorante al mismo tiempo. Hizo una finta, la hoja de su puñal pareció chasquear como un látigo hacia el cuello de Ronin, curvándose hacia abajo en el último instante, intentando rajar su estómago. Usando el impulso del hombre, Ronin se lanzó contra el golpe, agarró el brazo extendido y se inclinó hacia atrás, su cadera y sus ingles bajo las posaderas del hombre, una sólida base mientras plantaba sus pies y crispaba los músculos de sus piernas. Alzó su pie derecho, golpeando la suela de su bota contra la tendida articulación de la rodilla. La resistencia fue mínima. La rótula se hizo pedazos en una lluvia blanca y rosada y el vulnerable fémur crujió como si fuera una rama seca. El hombre gritó y se derrumbó, y Ronin fue en busca de su caído puñal.
—Quédate donde estás —dijo una voz.
Ronin se volvió y en aquel instante recordó al segundo hombre. Ahora estaba a varios pasos de él, con Matsu sujeta a su lado, su cuchillo apoyado en su pulsante garganta blanca, tan perfecta, como marfil. La hoja rozó su tráquea para dar mayor énfasis. Miró directamente a sus ojos, y en su oscuridad no vio miedo. ¿Qué entonces?
El segundo hombre sacudió tristemente la cabeza.
—No deberías de haber hecho esto. —Era corpulento, muy alto, con la cabeza canosa y un pelo largo y grasiento. Tenía una frente alta y los ojos de un animal. Ronin se inmovilizó.
—¿Qué debo decirle a esta mujer y a sus hijos? ¿Cómo comerán? Ahora tomaré tu dinero y la mujer. —Sus ferales ojos fueron al otro hombre, roto e inconsciente en el lodoso suelo, volvieron a Ronin—. Conseguiré un alto precio por ella en el Sha-rida. —Matsu jadeó de dolor cuando la hoja mordió su garganta.
—¿Sha-rida? —dijo Ronin, acercándose unos centímetros, deseoso de que el hombre siguiera hablando.
—Forastero. Tan estúpido como para recorrer estas calles en un rickshaw. El olor de tu dinero te precede. —Sonrió burlonamente—. Pero saludo tu estupidez porque es mi modo de vida. Que dure mucho tiempo. No te acerques más —restalló de pronto; su voz era ahora fría y dura— o la mujer estará respirando a través del agujero en su garganta. No eres tan estúpido, veo. —El hombre situó a Matsu delante de él y su hoja destelló a la luz del sol—. Vamos, no prolonguemos más este encuentro. Arroja tu dinero al suelo.
—Está bien —dijo Ronin—. No le hagas daño. —Porque ahora estaba lo bastante cerca y Matsu se hallaba en la posición correcta. Se había movido deliberadamente porque la deseaba delante del hombre, donde pudiera verla, leer su expresión. Necesitaba esta ventaja. Su espada quedaba descartada. Ella moriría antes de que él consiguiera recorrer la mitad de la distancia hasta donde estaba en el suelo.
Sus hombros se movieron unos milímetros, hundiéndose en actitud de derrota. Allá en las profundidades del Feudofranco y su senseii, la Salamandra estaba delante de él, diciendo: «Proporciona indicios a tu enemigo. Él estará entrenado para buscar la clave a la victoria a través de las pequeñas traiciones de tu cuerpo. Así que debes darle lo que desea hallar». Esos hombres eran suficientemente expertos.
Llevó sus manos a su cinto, desató lentamente el cordón de su bolsa de monedas. Miró a Matsu, y ella leyó lo que él deseaba que supiera, escrito en sus incoloros ojos.
La bolsa golpeó el blando suelo con un pesado clinc, y la mano del guantelete saltó el corto espacio sin advertencia previa. La vacilación, el más breve instante causado por la actitud de derrota de Ronin y la distracción visual y auditiva de la bolsa de monedas golpeando el suelo fueron suficientes. Ronin agarró la hoja justo en el momento en que iniciaba su golpe hacia dentro. La retorció y el metal restalló. Al mismo tiempo Matsu retorció su cuerpo, hizo girar su brazo, y su puño golpeó el estómago del hombre. Al momento siguiente estaba lejos de él, y Ronin se lanzaba contra el atacante.
Fue a la garganta y el hombre le bloqueó, girándose al hacerlo, tomando a Ronin por sorpresa. Hubo presión contra la tráquea de Ronin, y tuvo que forzar su respiración. El puño del hombre golpeó su sien, y la presa en su garganta se hizo más fuerte. Sintió la urgencia de la náusea mientras su cuerpo usaba rápidamente el último oxígeno en sus pulmones. Luchó por respirar, no pudo, así que dedicó su atención a alzar su mano derecha. Estaba atrapada entre sus cuerpos, y luchó por liberarla mientras empezaba a asfixiarse con el dióxido de carbono. La atención del hombre se enfocó mientras incrementaba la presión, y ahora la mano quedó libre; la alzó a través de la confusión. Tanteando, encontró el punto preciso en el lado del cuello, clavó fuertemente el pulgar.
El hombre ni siquiera pudo gritar y Ronin se alzó, inspirando grandes bocanadas de aire. Estaban de rodillas en el barro y el hombre se estaba recobrando, y no había tiempo de reconsiderar la situación. El puño de Ronin, sellado dentro de la piel del guantelete de makkon, se estrelló contra el extremo inferior del esternón del hombre. El hueso crujió, se astilló, mientras la fuerza del puño ascendía hasta el corazón. Sangre y viscera brotaron como una fuente, empapándole mientras el rostro delante de él, completamente blanco, oscilaba como una loca marioneta. Las mandíbulas se cerraron espasmódicamente, mordiendo la punta de la lengua.
Ronin acabó de ponerse en pie y pateó el cuerpo, mirando a su alrededor, pero sólo estaba Matsu contemplando el arruinado cadáver.
Luego le miró a él. Fue a recoger su espada y él la enfundó mientras ella se inclinaba para recoger la bolsa de monedas. Luego se dirigió al muerto kubaru y desgarró su mojada camisa, regresó a Ronin y secó la rosada espuma de su rostro y pecho y brazos. Adelantó la mano y tocó el extrañamente escamoso guantelete, córneo y mate, que ahora relucía con cuentas de fluidos oscuros.
—¿Qué es esto? —susurró, acariciando la piel.
—Un regalo —dijo Ronin, observando la delgada línea roja que cruzaba la garganta de ella allá donde el puñal había entrado en contacto con la delicada pie. Resaltaba como una lágrima en una mejilla. Se humedeció un dedo, lo pasó a lo largo de su cuello. Ella cerró los ojos y se estremeció—. Me lo dio un hombrecillo que camina cojeando y cuyo compañero es una criatura singular. Está hecho de la garra de la cosa que mató a Sa.
Ella pareció no haberle oído.
—No podía creer que ningún hombre pudiera hacer lo que acabas de hacer. ¿Fue el guantelete? —Sus dedos tenían ahora un aspecto oscuro a causa de los viscosos líquidos.
Ronin le secó la mano y se secó el guantelete con la empapada camisa, luego la arrojó lejos. Se encogió de hombros.
—Quizás, en parte. —Tendió la mano hacia ella—. Ahora debemos terminar nuestro viaje. El Concejo me espera.
Los oscuros ojos se alzaron, lo miraron de una forma extraña. Luego ella asintió, y echaron a andar a través del laberinto de calles, hallando finalmente la Nanking y luego, un poco después, una estrecha calle serpenteante sin ningún nombre que Ronin pudiera ver.
—Vine por un camino distinto la última vez.
—No lo dudo. Pero no es prudente tomar la calle del Cuchillo Real, fue ésa la que tomaste, ¿no?
Él se echó a reír.
—Sí, Matsu, realmente no sería prudente. ¿Pero qué hay de los Verdes y de la puerta?
Ella sonrió.
—Hay muchas entradas a la ciudad amurallada.
La subida era empinada por aquel camino. No había casas a lo largo del camino, sólo abetos gigantes y frondosos árboles de verdes hojas. El suelo estaba lleno de pequeñas plantas y macizos de flores silvestres.
Pronto la sombra de la gran muralla bloqueó el calor del sol, y se detuvieron en la fresca penumbra mientras Matsu hablaba en tonos bajos a los Verdes que guardaban aquella puerta. La puerta se metal se abrió, y pasaron. Los Verdes les ignoraron, absortos de nuevo en su partida de dados.
Dentro del perfectamente lineal corredor de árboles cuidadosamente atendidos él preguntó:
—El Sha-rida, Matsu. ¿Qué es?
Ella rió nerviosamente, con un sonido como cristales rompiéndose en la quietud, y él oyó el suspiro de los árboles antes de que ella respondiera.
—El Sha-rida es un cuento para asustar a los extranjeros —dijo. Pero vio la expresión en su rostro y no la creyó.
—Cuéntamelo entonces —insistió con voz ligera—. No me asusto fácilmente.
Los ojos de ella escrutaron su rostro e intentó sonreír, pero no lo consiguió.
—Es un mercado, un tipo especial de mercado que, se dice, se traslada de noche en noche por los oscuros callejones de Sha’angh'sei y abre tan sólo después de que la luna haya abandonado el cielo.
—Un mercado de carne —dijo Ronin—. Un mercado de esclavos.
Ella negó con la cabeza.
—No. Hay muchos de ésos en la ciudad. Realizan sus transacciones durante el día.
—¿Qué entonces?
—Es cierto que el Sha-rida trata con carne humana, pero sólo de las más hermosas mujeres y los más apuestos hombres, jóvenes y saludables.
—¿Con qué fin?
Caminaron en silencio durante un tiempo. Las cigarras cantaban entre los árboles y los pájaros se llamaban en un staccato por encima de sus cabezas. La avenida se extendía delante de ellos, blanca y vacía, como si fuera algún gigantesco juguete abandonado ahora por otro más nuevo y más elaborado.
—Se dice que con el de una horrible muerte. —Su voz era como el primer roce de un viento de otoño—. Los compradores sólo desean observar la muerte y el acto de morir, y cuanto más se dedican a ello, más se aburren y más monstruosas son las formas de morir que conjuran. —Le miró fijamente—. Incluso en una ciudad como ésta, tales cosas no parecen posibles.
—Es sólo un cuento.
—Sí —dijo ella—. Es sólo eso.
El sonido de sus pasos rompió el silencio del vestíbulo, y el inmóvil aire derivó débilmente tras ellos. La mujer de ojos claros y generosos pechos estaba en su puesto detrás del pesado escritorio de mármol. Dos Verdes, armados con hachas y puñales curvos, montaban guardia fuera de las pesadas puertas de madera con anillas de hierro en sus centros.
—¿Sí? —inquirió la mujer, alzando la cabeza. No pareció reconocer a Ronin. Éste estaba a punto de decir algo cuando Matsu apretó su brazo.
Le dijo algo a la mujer, que dejó escapar un suave «Ah» mientras escuchaba, sin apartar los ojos de Ronin.
—Ah. —Sus lacadas uñas se agitaron como insectos articulados sobre el escritorio—. No, me temo… —Pero Matsu cortó su preparado discurso y se miraron la una a la otra, una confrontación de poder que abarcaba más que meras voluntades. La mujer se lamió los labios con su brillante lengua—. Bueno, yo… —Matsu volvió a hablar, y el rostro de la mujer pareció descomponerse, algo sutil que Ronin observó con cierto asombro—. Sí. Sí, por supuesto. —Hizo una seña a los Verdes, que se volvieron y, tirando de las anillas de hierro, abrieron las puertas.
Al fin, pensó Ronin mientras cruzaban las puertas. Una audiencia con el Concejo Municipal de Sha’angh'sei. Entraron en la sala del Concejo. Estaba ya desenroscando la empuñadura de la espada. Una respuesta al largo acertijo. Un final a la incertidumbre. El camino abierto ahora a la derrota. El Dolman y sus hordas. Las puertas se cerraron tras ellos. Su mano se detuvo cuando iba a extraer el pergamino de dor-Sefrith.
Se volvió hacia Matsu.
—¿Qué loca broma es esto?
—No es ninguna broma. —Calmadamente. Los negros ojos fijos en él.
—Entonces a buen seguro ésta es la sala equivocada.
—Puedes ver por ti mismo que ésta es la sala del Concejo.
Era una estancia de techo alto, sin ventanas, dominada por una inmensa mesa adornada alrededor de la cual había situadas a intervalos regulares una serie de sillas de madera de respaldo alto, elaboradamente talladas, regias. Excepto ellos dos, la sala estaba vacía.
—¿Por qué me has traído un día en el que el Concejo no está en sesión? —preguntó.
—Si el Concejo no estuviera en sesión, el edificio estaría cerrado.
El temperamento de él estalló, y la sacudió por los hombros.
—Entonces, ¿son fantasmas a los que no puedo ver?
—No. —La voz en la estancia sonó tan clara como la llamada de un pájaro en pleno verano—. Es muy simple.
Las manos de Ronin se crisparon.
—Matsu, te romperé el cuello…
—El Concejo Municipal de Sha’angh'sei no existe.
El dragón le miraba con curiosidad. Desde la silla, sus dorados ojos destellaban a los últimos y oblicuos rayos de luz solar. Su cabeza estaba erguida pero su cuerpo estaba distorsionado, escorzado por los pliegues. Ronin cruzó la estancia y, quitándose la camisa y el cinturón con sus armas, se puso la ropa que Matsu le había indicado. La seda se agitó a la brisa de la abierta ventana y los dragones se agitaron.
El día casi había terminado. No habían hablado en el viaje de vuelta a Tenchó. Aunque él tenía hambre, y aunque habían pasado junto a muchos puestos callejeros llenos con una variedad de fragante comida, se había negado a sí mismo este placer, puesto que prefería no demorar la explicación. Había pasado demasiado tiempo buscando una repuesta sólo para hallar nuevos acertijos.
La había emprendido con Matsu, amenazando con hacer pedazos la estancia, destruir a los Verdes al otro lado de la puerta. Ella simplemente se le había quedado mirando y le había pedido que regresara a Tenchó con ella.
—La respuesta está ahí —fue todo lo que le dijo, y aguardó a que él saliera.
Finalmente había cedido. No tenía otra elección.
Las nubes se estaban acumulando al oeste, oscureciendo el sol poniente, convirtiéndolo de naranja a un profundo carmesí, un óvalo medio entrevisto, hinchado y velado por el inminente cambio de tiempo. Otra tormenta en ciernes, pensó Ronin, agitando los dragones sobre su torso. La seda era fría contra su piel.
Matsu se le acercó al lado de la ventana y ató su cinto de la manera formal. Se había cambiado a un atuendo carmesí también más formal, un color más vivido de lo que era normal en ella. Cañas de color pardo intenso en el cuerpo, las anchas mangas lisas, orladas de un rojo profundo.
La estudió por un momento a la luz del atardecer, con el sol que se ponía rápidamente convertido en un oscuro rubí que resplandecía entre los edificios de la calle Okan. Y la extraña luz, bruñida e intensa, extraía todo el color de su rostro, haciéndola parecer pálida, con las sombras acumulándose a capas alrededor de sus ojos, en los huecos debajo de sus mejillas. La piel era perfectamente tensa, sin una arruga, sin una imperfección que alterara su satinada superficie. Permaneció completamente inmóvil ante él, toda luz y oscuridad, y Ronin se sintió impulsado a adelantar una mano y tocar aquel rostro para asegurarse de que era realmente de carne y hueso, cálido y elástico, que no estaba contemplando alguna máscara fantásticamente concebida y elaborada. Sus pestañas descendieron por unos instantes y sus labios se entreabrieron como si estuviera a punto de decir algo. Luego sus párpados se alzaron y su esbelta mano se movió inesperadamente, cruzando la luz, luego las negras sombras, para tomar la mano de él. Y de alguna forma consiguió convertir aquel simple gesto en una tierna caricia mientras le conducía sin palabras fuera de la habitación, a un penumbroso corredor, con la gran lámpara sin derramar todavía su leonada luz.
Bajando la curvada escalera en un amplio arco y a la parte de atrás de la casa, donde nunca antes se había aventurado. Salieron, rápidamente, silenciosamente, a través de una pequeña puerta de madera con una gran cerradura de hierro y, en vez de la esperada y concurrida calle, Ronin se halló en un espacioso jardín, frondoso y verde con el plumaje del follaje maduro.
En medio de la artística jungla de verdor se alzaban un par de criaturas de cuatro patas, ensilladas y embridadas. Bufaron y patearon el suelo cuando Ronin y Matsu se les acercaron, de modo que sus cuidadores se vieron obligados a tirar de sus bocados y a hablarles tranquilizadoramente con palabras sin sentido.
—No son caballos —dijo Ronin, y Matsu sonrió.
—No. Son lumas. Monturas del lejano norte, muy poderosas y muy inteligentes. —Se encogió de hombros—. Los caballos son completamente estúpidos. Son buenos para la guerra, y para ella son usados principalmente. De todos modos, los lumas son muy raros. —Alzó un brazo—. Éste es un presente de Kiri para ti.
El animal era un macho de color pardo rojizo profundo, con una densa melena roja. Tenía una larga cabeza ahusada con aleteantes fosas nasales y erguidas orejas triangulares. Sus ojos, redondos y grandes, eran de un color azul profundo y, entre ellos, brotando del recio cráneo, había tres cortos y gruesos cuernos amarillos en una línea vertical, como un tridente en miniatura. Los lumas no tenían cola, pero la parte inferior de sus piernas estaba cubierta por un sedoso pelo rojo.
Ronin se acercó lentamente. Un gran ojo azul siguió su avance con curiosidad y, como le había dicho Matsu, inteligencia, y cuando adelantó una mano para acariciar su cabeza bufó y adelantó su hocico hacia ella.
Montó en el luma y Matsu saltó sobre el suyo, una hembra gris con una melena de un puro blanco. Ronin vio que la doble raja de su ropa le permitía montar a horcajadas sin ninguna dificultad.
Cabalgaron fuera del denso jardín, cuyas gruesas puertas de hierro abrieron los ayudantes, y los cascos de los lumas resonaron contra los adoquines y las cercanas paredes de las calles de la ciudad como martillos, y chispas blancoazuladas brotaron tras ellos.
Los dragones a lo largo de sus brazos ondularon al viento, pareciendo cobrar vida, danzando a través de su cuerpo a la música de su movimiento. Matsu, cabalgando justo por delante de él, lanzaba frecuentes gritos, guiando a su montura y advirtiendo a la gente que llenaba las calles. Oscuras figuras se apartaban apresuradamente de su camino, señalando y murmurando, sus palabras mezcladas y perdidas en su rápido paso.
Al oscuro laberinto del delta, la zona portuaria menos llena de gente pero con calles más estrechas y retorcidas. Luego, de pronto, salieron del confinamiento de las calles a la zona de los almacenes, púrpura y negro y rojo oscuro al último sol, ahora un pequeño creciente contra un liso horizonte que engullía su masa en el bienvenido abrazo del mar.
Recorrieron las tablas de madera de los muelles, con las canciones de los kubarus convertidas en una especia en el salino aire. Inhaló los aromas del mar, el punzante olor del pescado puesto a secar, el penetrante dulzor del jarabe de adormidera, y los rostros violeta de los harrtins con sus amplios balcones, observando impasibles el final de otro día, barrido junto a ellos en un mayestático fulgor.
Hasta que, bruscamente, estuvieron solos en la arena, con la curvada y oscura playa extendiéndose ante ellos en una exultante desolación, y el luma de Ronin alzó la cabeza en un inconfundible sonido de placer y triunfo, llamando, galopando, galopando, el mar a su izquierda de un sólido color cinabrio ahora en los últimos asomos de luz roja, y sintió una tremenda sacudida de adrenalina, como si estuviera yendo a una batalla, y su corazón martilleó en su pecho y, mientras su montura saltaba sobre una oscura duna, de cresta tan sinuosa como una serpiente, desenvainó su espada y la alzó hacia las frías cabezas de alfiler de luz que empezaban a hacerse visibles, y pensó: Dejemos que acuda el Dolman, ahora daré la bienvenida al helado abrazo de los makkons, porque seguro que soy su némesis, soy su matador.
Y siguió cabalgando en el cada vez más oscuro anochecer con Matsu a su lado, su sombrío rostro impasible, sumido en sus insondables pensamientos.
Cuando las brumosas luces doradas de Sha’angh'sei no fueron más que una mancha detrás de ellos, Matsu se detuvo y le llamó, por encima del canto del viento que rodaba sobre el turbulento mar, vivo con una fosforescencia verde y azul.
—Debo dejarte aquí, Ronin. Sigue cabalgando. El luma te llevará hasta tu destino.
—Pero…
Ella ya se había ido, ya había hecho dar media vuelta a su montura y sus cascos no eran más que un susurro contra la arena en la noche, y se encogió de hombros, clavó los talones en los flancos del luma como ella le había indicado, y el animal saltó hacia adelante. Se concentró en su energía, el acompasado movimiento de sus músculos, la delgada película de sudor que alisaba su intenso pelaje, y de pronto redujo su marcha, bufó y agitó la cabeza como si le indicara que había algo allá delante.
Miró a la oscuridad y oyó los elásticos pasos del luma antes de ver su silueta ante él. Al momento estaba lo bastante cerca como para ver que era de un color azafrán intenso con una melena negra.
A horcajadas en su silla estaba Kiri. Sus lustrosos ojos violeta le devolvieron la mirada. Agitó la cabeza, y Ronin pudo ver las inconfundibles arrugas en su orgulloso rostro. Llevaba su largo pelo oscuro suelto, agitado al viento. Lo mantenía apartado de su rostro con una estrecha banda de topacio amarillo. Llevaba un vestido amarillo pálido con flores doradas bordadas en él, formando el más intrincado de los dibujos. Era distinto de todos los otros que le había visto, pero no pudo decir por qué.
—Kiri —dijo casi sin aliento, con el viento gimiendo entre ellos—. Te agradezco este presente. Me proporciona gran placer cabalgarlo.
Ella sonrió.
—El luma encaja perfectamente contigo, y me han dicho que te ha aceptado inmediatamente; los lumas no resultan fáciles de domar.
—Sí, pero ¿cómo…?
—¡Ven! —llamó por encima de la derivante arena, tirando de sus riendas—. Cabalga conmigo, mi guerrero.
Y cabalgaron por encima de las ondulantes dunas, junto a la orilla del luminiscente mar, con la helada espuma blanca creando pequeños surtidores bajo los rápidos cascos de los lumas, salpicando su pelo y sus rostros. Kiri iba descalza, y clavaba sus talones en los flancos de su montura, espoleándola.
—Kiri —llamó—. ¿Qué tienes que decirme del Concejo? ¿Qué truco ha sido ése?
Ella sacudió la cabeza, y su pelo se convirtió en un amplio abanico.
—Ningún truco. Sólo la verdad. —Su pálido rostro se volvió hacia él—. Si te lo hubiera dicho, no me hubieras creído. —El mar lamía los pies de sus monturas mientras avanzaban por la amarilla resaca. Ronin podía oír el tintinear de los bocados, el crujir de sus sillas, muy claramente en el frío aire—. El Concejo es un elaborado mito. Es mejor para la gente creer que existe un cuerpo que dirige sus vidas y gobierna la ciudad. Pero la verdad es que un Concejo así no puede existir aquí y sobrevivir. Sha’angh'sei no lo toleraría.
—Hablas como si la ciudad estuviera viva.
Ella asintió.
—No hay ningún otro lugar en todo el mundo como ella. Sí, un Concejo de las facciones tiene sentido aquí tan sólo como idea. En la realidad se harían pedazos los unos a los otros.
—¿A quién ve la gente que solicita audiencia en la ciudad amurallada?
—Me ven a mí, cuando ven a alguien.
Él la miró fijamente, envarado, el pelo agitado, los ojos como profundos pozos de tiempo.
—¿Tú? Pero ¿por qué? ¿Lideras una facción dentro de Sha’angh'sei?
Ella se echó a reír, un sonido largo y profundo, un sonido delicioso; el viento arrastró su melodiosa voz a los más alejados rincones de la noche.
—No, mi guerrero, no una facción.
La resaca rociaba con su espuma los flancos de los lumas de tal modo que relucían en la fosforescencia. Ella clavó sus talones en su montura y ésta aceleró, por encima de las suspirantes dunas de derivantes crestas blancas, y él tomó la ruta del agua, acortando a través de una ensenada en media luna, con el mar abriendo surcos como alas en su estela. Las estrellas parecían estar muy cerca en aquel momento.
Salió de la resaca, con el pelaje de su montura de un color rojo fiero ahora, tan profundamente carmesí como una antorcha arrojada, oyendo aún su sorprendido grito:
—No una facción, oh, no. Sólo uno puede gobernar. El poder definitivo está siempre en manos de una sola persona. —Su rostro era de platino y su casco de ónice a la fría luz.
—Yo soy el Concejo, Ronin. Yo soy la emperatriz de Sha’angh'sei.
La noche era un experto sudario. En algún lugar el agua goteaba tristemente. Las lámparas estaban apagadas y nadie había acudido a encenderlas. Una estridente discusión brotaba de una abierta ventana en un segundo piso sobre su cabeza. Hubo una bofetada y un breve grito. Silencio. Se agazapó en un umbral, embozado en las sombras, inmóvil y vigilante. Un perro aulló, y oyó el suave rumor de sus patas. Un intenso olor a sudor cuando dos mujeres pasaron cerca, riendo, sujetando sus vestidos con manos inseguras; el momentáneo brillar de piel blanca. Luego la calle quedó completamente desierta.
Las puertas se abrieron cuando se acercó, e inhaló el húmedo perfume del aterciopelado jardín verde, negro ahora en la noche, porque sólo después de que hubieron desmontado y sus sudorosos lumas fueron conducidos a otro lado, bufando y pateando, se encendió una pequeña antorcha.
La frondosidad del jardín se reveló abrumadora después de la desolada belleza de la arena blanca y el cielo negro. Inhaló el jazmín en el aire, escuchó la miríada de susurros a su alrededor.
Insectos amarillos danzaron en la luz de las antorchas cuando ella avanzó hacia él. El silencio era sorprendente, y adelantó una mano para detener a Kiri. Al cabo de un momento los sonidos nocturnos se reanudaron.
Ella sacudió la cabeza, su rostro un pálido óvalo, enmarcado por el tembloroso bosque de su pelo, y cruzaron el césped, a través de un laberinto de setos que se elevaban muy por encima de sus cabezas, más allá de susurrantes abetos, aromáticos y enjoyados por el rocío, al otro lado del jardín. Ella dejó caer la antorcha y apagó la llama. Quedaron sumidos en una total oscuridad, y los pequeños sonidos se vieron repentinamente amplificados cuando la visión desapareció. Sus pupilas se expandieron. Estaban de pie delante de un liso edificio de piedra. Había una puerta abierta en él, y ella le hizo señas de que entrara. Él se volvió en el umbral.
—Kiri, ¿por qué Tuolin sugirió que fuera a ver al Concejo?
Ella se encogió de hombros.
—Quizá quería darte esperanzas.
—Pero no hay ningún Concejo.
—Dudo mucho que Tuolin supiera eso.
—¿Estás segura?
—Razonablemente. ¿Por qué?
—Yo…, no lo sé. Por un momento pensé…
—¿Sí?
—¿Por qué se marcharía tan inesperadamente?
—Los soldados son gobernados por su propio tiempo. Se marchó porque fue llamado antes de lo esperado.
—Por supuesto. Debes de tener razón.
Se volvió. Estaban en un oscuro corredor.
—Camina directamente hacia adelante —dijo ella a su espalda—. No hay giros.
De todos modos, él siguió adelante con ojos atentos.
—La mujer que trajiste está mucho mejor. Se ha levantado y quiere ayudar a las muchachas. Su recuperación ha sido sorprendentemente rápida.
—¿Qué te ha dicho?
—Nada.
—¿Nada en absoluto?
—Es muda.
—Me gustaría verla.
—Por supuesto. Matsu le ha hablado de ti. Quiere agradecerte…
Ronin tropezó y casi cayó, perdió el aliento, inspiró profundamente. Delante de él había luz, un brusco final a la oscuridad, y lo que vio fue una inmensa sala construida toda ella de mármol jaspeado, amarillo y rosa y negro, con el arqueado techo dorado sostenido por doce columnas, seis a cada lado. Las paredes recubiertas con murales eran melancólicas a la luz de los braseros dorados colgados a intervalos, pálidas y fluidas en su representación de extrañas y hermosas mujeres y apuestos hombres de piel dorada y pelo color zafiro, altos y delgados. Parpadeó y obligó a sus pulmones a inspirar aire.
—¿Qué ocurre? —Ella apoyó las manos en sus hombros.
—He visto este lugar antes. —Con voz densa y confusa.
—Oh, pero eso es imposible. Tú…
—He estado antes aquí, Kiri…
—Ronin…
—Y estaré aquí de nuevo, ahora lo sé. Créeme, conozco este lugar. En la Ciudad de los Diez Mil Senderos, en la casa de dor-Sefrith, el gran mago de Ama-no-mori…
Había aguardado el tiempo suficiente. Cruzó cautelosamente la calle, de sombra en sombra, y cuando se detuvo debajo de la jarra de piedra su espada estaba fuera de su vaina.
Entró rápida y silenciosamente, abriendo camino con su hombro derecho para presentar el blanco más pequeño. El penetrante olor de las pociones y polvos de la tienda flotaba pesado en el aire, y supo incluso antes de mirar que las botellas y frascos y redomas yacían rotos en el suelo, con su misterioso contenido oscuramente esparcido en pequeños montones y densos regueros, mezclados en arcanas combinaciones, derivando al viento nocturno.
Encontró al boticario contra el lado del mostrador de la parte de atrás, brazos y piernas abiertos, la hoja de un hacha asomando como una obscena excrecencia de su frágil pecho. Ronin intentó bajarlo hasta el suelo, pero la hoja lo había atravesado por entero, empalándolo a la madera. Ronin tiró del mango y el arma se desprendió, y el cuerpo se deslizó fláccidamente al suelo entre los ríos secos de polvos que lo sembraban.
Ronin miró el lugar donde había colgado el viejo. A lo largo de la madera había dos franjas oscuras en forma de V invertida, como si hubiera intentado escribir algún mensaje con su propia sangre mientras ésta brotaba de su cuerpo, arrebatándole la vida.
Desaparecida ahora toda esperanza, con el pergamino inútil y sin nada que detuviera al Dolman, la muerte del hombre asegurada, su hoja fue un arco de plata y sintió cómo mordía y oyó el grito al mismo instante. Tajó a través de ambas piernas, y un hacha cayó pesadamente al suelo. Hubo crujidos como de un peso cayendo bruscamente sobre las tablas del suelo y movimiento a todo su alrededor. Giró y golpeó oblicuamente, golpes cortos y tajantes, y la hoja mordió profundamente; luego, invirtiendo el impulso de su golpe, utilizó el filo opuesto para cortar la mano de otro hombre. Sangre caliente chorreó contra su rostro, y se apartó de los cuerpos que danzaban frenéticamente mientras morían.
Se lanzaron ahora contra él, buscando su brazo de la espada, y trazó molinetes, desmembró dedos, rebanó manos, pero eran demasiados, no corrían riesgos, y finalmente lo agarraron y lo derribaron sin aire al suelo. Antebrazos contra su garganta. Se debatió, pero sus manos y piernas estaban aferradas e, inspirando profundamente y no hallando oxígeno, empezó a caer por un interminable precipicio de arena a una tierra oscura donde hachas con hojas como guadañas brotaban como trigo sin cortar de los cadáveres carmesíes.
—No somos almas codiciosas.
Turmalina flotando en el humo.
—Somos lo que debemos ser.
Rojo verde pardo, con sus facetas parpadeando mates en el perlino resplandor.
—Somos lo que la historia ha decretado.
La bruma azul, helada, se alzó y cayó como el fluir y el refluir del mar.
—Peones.
Hubo un ronco estallido de risa burbujeante, como la liberación del agua bajo presión.
—Oh. Oh. —Una voz profunda y densa.
Turmalina danzando en un multicolor esplendor, un sol en miniatura sobre su superficie convexa.
—Sí. Solo el resultado de un pasado inflexible. Arrojados a este y ese lado por las necesidades de nuestra tierra. ¿Surgimos antes de la necesidad de que surgiéramos? ¿Es posible?
Un sol turmalina estremeciéndose contra su estremecido cielo.
Tenía gruesas mejillas y una gran papada que se agitaba cuando reía. Una ancha nariz plana, pómulos perdidos en carne envolviendo unos largos ojos almendrados azul cobalto. Sin cuello, su cabeza como una bola de billar se asomaba de sus enormes hombros y su desnudo pecho, con su ropa verde intenso abierta hasta la cintura. Su boca era pequeña y delicada.
—Fuimos formados de las mentes de nuestros dioses, en siglos demasiado distantes para calcularlos, para la protección de nuestro pueblo, para guardar la riqueza de la tierra.
Estaba sentado en una silla de mimbre, con su alto respaldo curvado hacia arriba y hacia fuera como los interrogantes cuellos de algunas monstruosas criaturas sin cabeza, insensatos gemelos.
—¡Para destruir a los Rojos!
Un enorme brazo se alzó, cayó sobre el mimbre con un seco restallar.
—Para minar el poder de los rikkagins. Para tomar venganza sobre todos aquellos que acuden al interior de nuestros recintos buscando sólo la riqueza. Ladrones y peor. Asesinos.
Los ojos cobalto desplazaron su enfoque.
—Nuestro precio es alto, sí; y se paga cada hora de cada día y de cada noche dentro de los límites de Sha’angh'sei. Se nos paga para proteger a aquellos que viven como hormigas asustadas dentro de la ciudad amurallada. Sin embargo, la ciudad amurallada es nuestra si lo deseamos. Los gordos hongs nos pagan las tarifas que les pedimos. Los rikkagins, que se hacen ricos con la guerra al norte, nos pagan taels de plata el último día de cada mes… —Los ojos llamearon—. ¡Cuánto les odio! Cómo trabajo para derrotarles. No es suficiente tomar su dinero, no, en absoluto. Infiltrarse, ¿no tengo razón?
Hubo un ruido. Los ojos descendieron delante de él.
—¿Crees que ha oído?
Hizo un movimiento con la mano, un asomo de movimiento, y Ronin se vio empapado en agua de mar, helada y fecunda con vida microscópica. La sal ardió en sus heridas pero despejó su cabeza. Gruñó de nuevo.
—Queremos que estés completamente consciente —dijo el inmenso hombre.
Ronin desprendió su turbia mirada de la turmalina alrededor del cuello del hombre. Estaba en una habitación de paredes de bambú, recubiertas con una laca transparente que hacía que brillaran a la baja luz de la lámpara. No había ventanas, sino un tragaluz sobre sus cabezas abierto a la clara noche.
—Nos has causado muchas muertes, has traído dolor a muchas mujeres y sus familias. —Suspiró—. Somos los Ching Pang. Los Verdes. —Su mano rebuscó debajo de su ropa. Algo destelló en el aire y cayó delante de Ronin—. Mira.
Era el collar de plata que había tomado del hombre muerto en el callejón y que T’ung le había arrebatado en la puerta de la ciudad amurallada. Contempló el pequeño pendiente de plata en forma de flor, enjuagándose el agua salada de los ojos, y por un momento creyó oír el tañer de lejanas campanas, la apagada llamada de un cuerno, vio de nuevo los perezosos peces en el perfecto jardín de aquel misterioso templo, perdido ahora dentro del laberinto de Sha’angh'sei. Eternidad.
—Dinos quién eres. ¿Quién te envió a Sha’angh'sei?
Ronin tosió, se llevó la mano a la garganta. Tragó experimentalmente saliva.
—No los Rojos, seguro. Saben menos del sakura que nosotros.
—No sé nada de este color.
—Eso es una mentira. Atacaste a unos Ching Pang en el callejón, intentando salvar a tu amigo.
—¿Quién?
—El hombre de negro. —La voz era paciente, un tío hablando a su travieso sobrino.
—Vi a alguien ser atacado por varios hombres. Acudí en su ayuda.
El inmenso hombre rió.
—No tengo la menor duda. Tan estúpido como para exponerte tan abiertamente a nosotros. Nos subestimas. ¿Por qué fuiste enviado aquí?
—Vine a Sha’angh'sei a buscar una respuesta a un acertijo.
—¿De dónde viniste?
—Del norte.
—Mentiroso. Sólo hay salvajes en el norte.
—No soy de esta tierra.
—Y el sakura.
—No sé qué es lo que deseas.
El inmenso hombre miró a Ronin con piedad y luego alzó los ojos.
—T’ung, es tiempo de que hagas lo que debes hacer.
—¿Debo matarlo primero?
—No, pero no te preocupes, eso vendrá más tarde.
—Lo quiero.
—Sí, por supuesto que sí. Pero primero lo llevarás contigo.
—Pero… yo…
—Dejemos que sea testigo.
Avanzaron subrepticiamente a través de los retorcidos callejones llenos de desechos de la ciudad, profundamente hundidos en las sombras allá donde no brillaba ninguna linterna nocturna, donde el dulce humo derivaba por el aire y el resonar de los dados de juego creaban un batir átono intermitente.
Fue con cuatro de ellos. T’ung y otros dos Verdes vestidos de azul profundo, con las hojas de sus hachas envueltas en tela negra para que no lanzaran reflejos. Llevaban con ellos a un hombre de piel mate y brillantes ojos ardientes, cuyo cuerpo temblaba de miedo y que imploraba incesantemente que le perdonaran la vida. Llevaba las manos atadas a una corta vara de bambú a su espalda.
T'ung, siempre al lado de Ronin, le había susurrado:
—Si intentas gritar, te meteré un trapo en la boca. Esto es orden de Du-Sing. Yo te destriparía ahora mismo, si pudiera. Pero soy un hombre paciente. Ya llegará mi momento cuando regresemos.
Las sombras eran interminables mientras avanzaban en silencio a través de las callejuelas en medio de la noche. Un perro ladró roncamente. Hubo el sonido de alguien orinando contra una pared cerca de ellos, curiosamente claro. Oyeron lejanas risas, el resonar de cascos nocturnos, un sonido tenso y enervante. Caminaron por encima de madrigueras de diminutos animales que chillaron brevemente a su paso.
—¿Adonde vamos? —preguntó Ronin, procurando mantener su voz baja.
T'ung le lanzó un golpe justo encima de la oreja.
Llamó suavemente al Verde que abría la marcha y giraron a la derecha, a una calle débilmente iluminada, residencial, una zona visiblemente rica.
Se acercaron a una casa y uno de los Verdes extrajo un cuenco de arroz de debajo de su capa. Los ojos del hombre que iba con ellos se desorbitaron al verlo, y el otro Verde se vio obligado a sujetarlo.
Cuidadosamente, ritualmente, el primer Verde depositó el cuenco de arroz en la calle, directamente delante de los escalones que conducían a la puerta delantera. Luego se levantó, extrajo un par de palillos, se inclinó de nuevo y los dejó al lado del cuenco. Se volvió y, haciendo una seña a T’ung con la cabeza, fue a situarse al lado de Ronin.
T'ung se colocó rápidamente al lado del hombre que se retorcía y clavó sus puños en la articulación de sus mandíbulas hasta que éstas se abrieron por reflejo. Su mano izquierda se metió en su boca, sus dedos agarraron expertamente la resbaladiza lengua mientras la mano derecha destellaba hacia arriba. El brillo del metal desnudo. El hombre estaba a punto de vomitar y la hoja ya había cortado su lengua. Brotó la sangre, negra en la semioscuridad de la calle, y la cabeza del hombre se agitó alocadamente. Terribles sonidos guturales brotaron de él, como un animal intentando patéticamente imitar el habla humana.
La daga se alzó de nuevo y destelló hacia adelante, y la cabeza del hombre retrocedió horriblemente y la boca redobló sus esfuerzos por gritar. El Verde agarró el chorreante pelo y la hoja se alzó por tercera y horrible vez. Entonces el Verde soltó la cabeza y ésta se agitó a uno y otro lado como impulsada por un muelle. El mutilado rostro se alzó y miró sin ver a Ronin, dos negros agujeros, húmedos y brillantes, chorreando sangre y tiras de visceras.
T'ung asintió y el Verde desenfundó su hacha y trazó un arco descendente con ella, cortando los tendones de la parte de atrás de las rodillas del hombre, de modo que el cuerpo se dobló sobre si mismo y se vio obligado a arrodillarse en el polvo de la calle. Cayó sobre su propia sangre.
T'ung se inclinó y dispuso la lengua y los ojos sobre su lecho de arroz como si fueran sabrosas exquisiteces para ser consumidas por el más delicado de los gourmets. Cuando hubo terminado, el Verde colocó el cuerpo del hombre al lado del cuenco y los palillos.
El Verde que estaba al lado de Ronin tendió a T’ung una inmaculada tela amarilla de seda cuando se levantó. T’ung se secó las manos.
—Sabía muchas cosas —le dijo a Ronin cuando se acercó a él. Tendió de vuelta la tela—. Pero se las dijo a la gente equivocada.
Empujó a Ronin, y todos desaparecieron en el callejón del que habían emergido unos momentos antes y fueron engullidos por la noche de Sha’angh'sei.
—Ya ves lo triste que es —dijo Du-Sing—. Nosotros que somos los protectores de Sha’angh'sei debemos gobernar por el miedo. Es un imperativo de esta ciudad, una regla establecida si quieres, que vemos simplemente como otro hecho de nuestra existencia. No hay dos caminos al respecto. El miedo atraviesa todas las fronteras. Si le dices a un kubaru: «Cuéntanos lo que deseamos saber o nos veremos obligados a cortarte los pies», lo hará, porque sin pies no puede trabajar en los campos de adormidera y con ello alimentar a su familia. De un modo similar, si le dices a un rikkagin: «Cuéntanoslo o te cortaremos la mano de la espada», ¿cuál imaginas que será su respuesta? —Se echó a reír, y su rostro temblequeó.
Luego el rostro de Du-Sing reflejó un asomo de pesar.
—Son los hongs y los rikkagins y los sacerdotes de Cantón difundiendo su basura sin conciencia quienes roban al pueblo de Sha’angh'sei. Sin embargo, son los Ching Pang quienes tienen la reputación de ladrones, asesinos y hombres malvados. —Sus gordezuelas manos dieron una palmada—. ¡Nada puede estar más lejos de la verdad!
—¿Es eso una justificación a lo que T’ung y esos otros acaban de hacer? —preguntó Ronin.
—¿Justificación? —exclamó Du-Sing—. No requerimos justificaciones aquí. Hacemos lo que debe hacerse. Nadie más lo hará. Y esta ciudad debe sobrevivir. Lo hace a través de nosotros. —Se instaló más confortablemente en su silla de mimbre—. Se te enseñó esto como una lección moral. Sigues respirando tan sólo bajo nuestro consentimiento. —Extrajo el collar de plata—. ¿Dónde está el tuyo? —restalló bruscamente.
—Sólo he visto ése —respondió Ronin.
—¿Lo enterraste, quizá?
—Sólo he visto ése.
—Tu misión en Sha’angh'sei, ¿es la misma que la de los demás?
—Nunca oí hablar de esta ciudad hasta que fui rescatado del mar.
—¿Es ahí donde conociste al hombre?
—Nunca lo había visto antes de…
—Hay muchas formas de hacerte decir la verdad, y T’ung las conoce todas. No necesito recordarte lo ansioso que está de que te dejemos en sus manos.
—Ya he dicho toda la verdad.
—Te has comportado como un auténtico héroe —dijo Du-Sing sarcásticamente—. ¿Eres tan estúpido como para creer que carecemos de las habilidades necesarias para romper tu voluntad?
—No. Finalmente descubrirás una forma, y entonces me veré obligado a decirte una mentira para que me mates.
—La verdad es todo lo que te pedimos.
Ronin rió secamente.
—Eso y mi vida. No soy un kubaru o un gordo hong al que puedan afectar tus amenazas. No soy de esta ciudad. No siento hacia ti o hacia los Ching Pang el temor reverencial que sienten en Sha’angh'sei. No eres nada para mí. —Lo miró fijamente a los profundos ojos azules, que no habían parpadeado desde hacía mucho rato—. Y además, todo esto es académico. El mañana está escrito ya en la pared. Todas vuestras redes de poder cuidadosamente construidas no serán nada si el Dolman no puede ser detenido.
T'ung se agitó tras él.
—Esta estupidez es…
Un gesto de la pesada mano de Du-Sing lo interrumpió. Los ojos azules parpadearon, y en aquel instante Ronin creyó que podía detectar el asomo de alguna emoción completamente extraña a Du-Sing aleteando incierta en aquellas profundidades.
—Conoce a los bujuns —dijo T’ung—. Lo sé. Puede decirnos…
—¡Silencio! —rugió Du-Sing—. ¡Estúpido! ¿Quieres que te arranquen la lengua de la boca? —Hizo un gran esfuerzo por calmarse—. Haz que Chei traiga a cuatro hombres —dijo al cabo de un rato.
T'ung se dirigió a la puerta y habló en voz baja a un Verde que estaba al otro lado. Cuando regresó, Du-Sing le miró y dijo:
—Ahora dale su espada.
Una ondulación como plata líquida. Una, dos a la luz de la lámpara. Fría y dura y afilada. El silbar de curvadas hojas agitándose en el aire, el ardiente olor del sudor y el miedo animal. Una ondulación en la periferia de su visión. La luz salpicando a lo largo del doble filo de su larga hoja y haciendo que su corazón se elevara, la adrenalina bombeara de nuevo, el cerebro pensara en rápidas ráfagas. Doble. Acometida y revés.
No comprendían, su estilo era distinto, y la adaptación toma tiempo. Y él no se lo dio. Una hoja curva se alzó hacia él y la desvió fuera y lejos, lanzando simultáneamente un revés, y su hoja mordió la carne del Verde que tenía detrás en su violento tajo descendente. El hombre lanzó un grito cuando la sangre brotó de su costado. Se tambaleó y cayó.
Ronin giró cuando sintió un hacha morder su hombro, desgarrando su ropa. Lanzó su espada hacia adelante, bloqueando la curvada hoja, y saltaron chispas azuladas. Paró otros dos golpes antes se agacharse bajo un mandoble oblicuo, lanzando la punta hacia adelante, ensartando a un Verde a la altura de la cintura. El hombre cayó de rodillas mientras Ronin se retiraba, sus temblorosas manos aferradas al surtidor de sangre, intentando en vano detenerlo. El hedor de la muerte espesó el aire.
Ahora estaba fuera de posición, y el tercer hombre golpeó su hoja contra la espada de Ronin y ésta estuvo a punto de salir volando de entre sus manos. El hacha se lanzó de nuevo contra él, y se dejó caer de rodillas mientras paraba el tremendo golpe. Su espada llameó una y otra vez, pero no pudo volver a ponerse en pie, tan abundantes eran los golpes que caían sobre él. Aguardó pacientemente una abertura y, cuando se produjo, en el instante en que su oponente se echaba hacia atrás para descargar el golpe asesino que rompería las defensas de Ronin, usó su hoja verticalmente, lanzándola hacia arriba con toda su fuerza. Alcanzó al hombre bajo la barbilla, y la punta mordió profundamente. Empujó hacia arriba, a través de la garganta y hasta el cerebro. El cuerpo se estremeció, los brazos se agitaron alocadamente como si el hombre intentara volar. La boca colgó abierta, y fragmentos rosas y grises brotaron por ella. El cadáver se convulsionó como si intentar arrojar un tremendo peso, y el hacha resonó contra el suelo.
Ronin arrancó su espada a través de la cabeza y se giró, retrocediendo en la estancia hasta que su espalda quedó apoyada contra una lacada pared de bambú. El cuatro hombre avanzó hacia él, pero T’ung lo agarró por el brazo y, mirando a Ronin, dijo:
—Es mío. Apártate.
T'ung avanzó entonces sobre Ronin, agazapado, haciendo girar la brillante hoja de su hacha. Avanzó lentamente, apuntando a las rodillas, deseando inutilizarlo primero, luego matarlo, y Ronin bajó su propia hoja apenas a tiempo. La guadaña de la hoja del hacha se alejó con un fragmento de piel y una película de sangre.
T'ung fintó hacia la derecha, atacó por la izquierda. El golpe fue engañosamente lento y penetró la guardia de Ronin, y el creciente de afilado metal se dirigió hacia la clavícula. Ronin no estaba en posición de bloquear el ataque, así que se protegió con el guantelete.
La hoja entró en contacto con el guantelete y los ojos de T’ung se abrieron enormemente cuando, en vez de cortar a través de la carne hasta el hueso, el arma fue desviada inofensivamente.
Ronin vio la expresión e inmediatamente dejó caer la espada, lanzándose hacia T’ung con el guantelete. La luz destelló en las escamas cuando su mano avanzó. Golpeó el brazo derecho para apartar el hacha de su camino y su puño golpeó la tráquea de T’ung. Los ojos se desorbitaron, la lengua asomó por su boca en un reflejo, y el hacha cayó.
T'ung intentó meter sus manos debajo de los brazos de Ronin para conseguir algo de palanca, pero Ronin no le dejó. El guantelete, cerrado en un puño, golpeó el rostro de T’ung, y su pómulo se hizo pedazos. Gritó y su cabeza giró hacia un lado. Sus manos tantearon el suelo en busca de su hacha. Los restantes Verdes se movieron hacia él pero fueron detenidos por un gesto de Du-Sing. Ronin le golpeó de nuevo, con visiones del callejón oscuro y el hombre suplicando, y los dientes rotos bajo la fuerza del golpe, la mandíbula inferior rota y colgante, las órbitas sin ojos como las puertas del infierno y una boca que jamás podría volver a hablar, y se lanzó de nuevo con una especie de oscura alegría, y la nariz se esparció, reducida a una masa pulposa, sobre el rostro carmesí.
Luego se volvió y agarró la empuñadura de su espada en un único movimiento, y avanzó hacia el último Verde, con el equilibrado peso en su mano derecha como si sujetara un rayo.
Y avanzó, con la hoja convertida en un zumbante instrumento de destrucción, y atacó a su oponente con la sangre cantando en sus oídos y su visión pulsado con la creciente energía que recorría sus brazos, su piel brillando con el sudor y la sal del mar, ondulando como si hubiera una serpiente agazapada bajo su piel.
Aterrado, el Verde retrocedió, y entonces tropezó, su hacha se alzó unos centímetros a la derecha de donde hubiera debido estar, y la hoja de Ronin, pulsando platino a todo lo largo, gritó en un movimiento descendente y hendió su cabeza en dos mitades. El cuerpo saltó en el húmedo aire como un pez atravesado por el arpón y se estremeció, con un halo de muerte rodeándolo.
Un paso, dos, el cadáver se agitó como si todavía estuviera con vida, y mientras se derrumbaba al resbaladizo suelo Ronin recogió el caído collar de plata. Corrió hacia la puerta y, aprovechando el impulso, estrelló su cuerpo contra el del Verde que había al otro lado, enviándolo al suelo.
Chei corrió tras él, el hacha sobre su cabeza.
Du-Sing hizo un breve gesto.
—Déjalo. —Y luego, al cabo de un momento—. Cierra la puerta y ven aquí.
Chei pasó por entre la carnicería, pisando cuidadosamente entre los cadáveres, pensando en aquel hombre peligroso. El carmesí resbalaba a lo largo del brillante bambú, formando cuentas como resplandecientes lágrimas de dolor.
Du-Sing se rotó los ojos con su gruesa mano, aguardando a Chei.
—Llama a un mensajero —dijo lentamente— y a una escolta de tres Ching Pang. Los mejores. Tú irás con ellos. —Miró al hombre que tenía delante—. Quiero que lleves un mensaje a Lui Wu.
—Pero Du-Sing, ahora no puedes…
—Sí. Eso es precisamente lo que pretendo hacer. Contactar con el tapian de los Hung Pang.
—Los Rojos —jadeó Chei, y sólo hubo desconcierto en su rostro mientras miraba los fríos ojos azules de Du-Sing.
No huía de los Verdes. No pertenecía a su naturaleza hacerlo y, además, tenía la sensación de que de algún modo en estos momentos no eran un peligro para él. No después de lo que había visto en los ojos de Du-Sing. El hombre sabía del Dolman, o al menos que la guerra en el norte ya no era lo que había sido durante muchos siglos.
Sin embargo, corrió por la adormecida noche de Sha’angh'sei, por calles laterales llenas de familias dormidas y vagabundeantes perros amarillos, con las sobresalientes costillas marcando su piel, cruzando amplias intersecciones donde juerguistas nocturnos se tambaleaban y gemían y vomitaban, empapados de bebida y de lujuria y del humo de las más conocidas casas de placer de la ciudad, tosiendo y estremeciéndose como con fiebre, besándose, sobándose contra sucias paredes de ladrillo y madera, peleándose con puños ensangrentados y costrosos cuchillos, enzarzados en los penúltimos estadios de discusiones cuyos principios ya habían sido olvidados. Una mujer gritó en alguna parte en la noche jazmín, un chillido penetrante que se cortó de repente, y finalmente supo que no importaba de dónde procedía el sonido.
Y siguió corriendo, los pulmones ardiendo, las piernas bombeando por voluntad propia, la desesperación inundándole mientras se encaminaba a la calle Okan. Su mente estaba llena con una sucesión de diminutos detalles, palabras y acontecimientos y alusiones que había ido absorbiendo pero que hasta entonces habían estado flotando en un rincón de su mente. Separados carecían de significado, pero como piezas de un conjunto formaban un terrible imperativo. Oh, Kiri, como una canción en su aturdido cerebro, mientras se deslizaba a través del concurrido laberinto de calles.
Y finalmente Sha’angh'sei cobró vida para él, una resplandeciente y pulsante entidad con una existencia corpórea propia. Mientras recorría sus sinuosas entrañas, llenas de desnudos muslos y ojos almendrados y generosos pechos y cimbreantes caderas que pasaban por su lado, labios fruncidos, niños adormilados y ladrones insignificantes compartiendo las mismas franjas oblicuas de sombra, confortables en la oscuridad, sintió su presencia como el cuerpo de una amante, caliente y húmedo, excitante y alarmante a la vez, posesivo e insaciable, y la mezcla de triunfo y terror fue abrumadora dentro de él.
La calle Okan estaba absolutamente silenciosa en la semioscuridad del preamanecer, los altos árboles silenciosos y tranquilos, los sonidos nocturnos de la ciudad aparentemente muy lejos, como si pertenecieran a otro tiempo, algún futuro confusamente percibido quizá, voces resonando en el lento cambio de los siglos.
Ascendió por la graciosamente curvada escalera, alcanzó la parte superior y llamó a las masivas puertas amarillas. Cuando se abrieron, aferró jadeante a la mujer de ojos muy abiertos.
—Kiri, ¿dónde está?
Ella le reconoció, por supuesto, y detuvo a los guardias que de otro modo hubieran intentado inmovilizarle, y lo llevó a la estancia de luz leonada, donde lo dejó apresuradamente.
Ronin caminó arriba y abajo por entre los divanes y las mesas, buscando ansioso algo de vino, pero como de costumbre todo había sido retirado. Se volvió cuando la mujer descendió por la escalera.
—En seguida estará contigo.
El alivio lo inundó, y se permitió relajarse un tanto y respirar profundamente para oxigenar su sistema.
Luego ella estuvo arriba en las escaleras, esbelta y flexible, con el negro pelo cayendo a su alrededor, y por un momento pareció ser alguien distinto. Entonces Ronin miró a sus ojos violeta, con destellos platino nadando en sus profundidades.
—¿Qué te ha ocurrido? —La mujer descendió rápidamente las escaleras, con una gran economía de movimientos—. ¿Estás herido?
Él bajó la vista a sus desgarradas y ensangrentadas ropas.
—¿Herido? No, creo que no. —Alzó la vista—. ¿Conoces a Du-Sing?
Ella le miró fijamente.
—¿Dónde has oído ese nombre?
—Los Verdes me estaban esperando en la tienda del boticario. Me llevaron a él.
—Pero no estás muerto. —Pareció sorprendida—. Pensó que tenías información. Pero ¿qué tipo…?
Ronin suspiró.
—En el callejón aquella noche cuando luché contra unos Verdes, ¿recuerdas? Te dije…
Ella agitó una mano, desprendiendo lavanda a lo largo de sus uñas.
—Sí, sigue.
—Tomé una cadena de plata del cuello del hombre muerto. Sólo fue un impulso. Ésa fue la base de mi altercado con los Verdes en la ciudad amurallada.
—Se la mostraste.
—Como un estúpido. Intentando comprar mi camino hasta el Concejo.
—Sería divertido si no fuera tan serio.
—Sí, bien…
—¿Cuál es la importancia de la cadena?
—Tiene un pendiente en forma de flor. El «sakura», lo llamó Du-Sing.
—Yo…
Ronin alzó una mano.
—Te lo mostraré cuando haya más tiempo. En estos momentos necesito ver a la mujer que te traje. Moeru.
—Pero ya es demasiado tarde. No quiero despertarla.
—Kiri…
Ella sonrió.
—Está bien, pero luego tienes que decirme lo que quería Du-Sing. Y respecto al hombre en el callejón…
—Vamos —dijo él.
Ella abrió camino escaleras arriba hasta una de las habitaciones a lo largo del poco iluminado corredor. Entraron y ella encendió la lámpara sobre la mesita de madera al lado de la amplia cama.
Ronin vio ahora que la mujer era muy hermosa. Despojada de la suciedad y el lodo y el dolor, con su melancólico rostro en reposo, con días y noches de comida y descanso a sus espaldas, Moeru era encantadora. Sus largos ojos ovalados y su amplia boca proporcionaban a su rostro la franqueza de la inocencia, una niña dormida en una distante tierra.
Kiri se inclinó sobre ella. Sus ojos se abrieron y miró a Ronin. Éste vio en ellos el salvaje mar abierto.
—Éste es el hombre que te salvó, Moeru. Matsu te habló de él.
La mujer asintió y tendió una delgada mano. Habían cortado y pulido sus rotas uñas y éstas habían empezado ya a crecer brillantes y tanslúcidas. Tocó la mano de Ronin, acarició su dorso. Él observó su boca, pero los labios coral no se movieron. Muda de nacimiento, pensó.
—Moeru, debo pedirte que hagas algo por mí. Es muy importante. ¿Lo harás?
Ella asintió.
—Bájate las sábanas —dijo.
Kiri le miró en silencio.
Moeru hizo lo que él le indicaba. Estaba desnuda. Su piel era como oro bruñido. Quizás un rastro oliváceo. Su cuerpo era tan hermoso como su rostro, firme y redondeado y sensual.
—¿Ha sido cambiado el vendaje?
—Le dijiste a Matsu que no lo hiciera —dijo Kiri.
—Moeru, ahora te quitaré el vendaje.
Los largos ojos verdeazulados le miraron plácidamente. Abrió las piernas.
Ronin adelantó las manos, apoyó los dedos sobre su cálido muslo. Un músculo se estremeció bajo su piel al contacto. Retiró cuidadosamente la sucia tela, un bulto contra la parte interior de su muslo. Observó sus piernas. Abiertas, formaban la configuración de una V invertida. Retiró el vendaje de su muslo. Debajo de él, alojada dentro de la tela, estaba la raíz con forma de hombre.
Moeru se frotó el muslo allá donde el vendaje había sido retirado, luego volvió a cubrirse.
—No había ninguna herida debajo de la cataplasma, Ronin —dijo Kiri.
—Sí, lo sé. El viejo boticario la usó como un truco para ocultar esto. —Le mostró la raíz.
—¿Qué es?
—La raíz de todo el bien —dijo con una risa—. O de todo el mal.
Entonces les llegó el grito, lleno de terror y de algo más, y Ronin abrió la puerta, con Kiri justo detrás de él. Corrió pasillo abajo, con sus oídos intentando captar sonidos de pasos. Luego olió el hedor y captó incluso a través de la puerta el inexpresable frío.
Se detuvo.
—No —gimió Kiri—. Oh, no.
Y él no comprendió hasta que hubo abierto la puerta y estuvo dentro de la habitación. Entonces le golpeó la enormidad de su error y maldijo en voz alta y, blandiendo su espada, cerró de golpe la puerta tras él. Kiri la puñeó desde el otro lado. La ignoró, concentrándose en la cosa que tenía delante.
Tenía más de tres metros de altura, con gruesas y poderosas patas posteriores, cortas, retorcidas, terminadas en cascos. Sus miembros anteriores eran mucho más largos, con manos de seis dedos rematadas con curvadas garras.
Su cabeza era monstruosa. Unos maléficos ojos alienígenas, cuyas pupilas naranjas no eran más que rajas verticales, debajo de los cuales asomaba obscenamente un corto pico curvado que se abría y cerraba espasmódicamente. La criatura pulsaba irregularmente, y su silueta oscilaba y fluía. Una larga cola azotaba tras ella.
Se volvió para mirarle, y un corto grito extraño brotó de su pico. Arrojó contra él los restos de lo que en su tiempo pudo haber sido un hombre, un roto cascarón rosa y blanco.
Ronin se apartó de su camino, pero tenía a Matsu, y su estómago se contrajo de nuevo porque hubiera debido saberlo. Había estado con Matsu, no con Kiri, la noche en que el makkon vino a Tenchó y mató a Sa. A ti, había dicho el Dolman en su mente. A ti. Y así hacía corrido de vuelta a Tenchó, menos preocupado por Du-Sing y los Verdes de lo que lo estaba con la revelación de que el makkon había estado buscándole esa noche y que probablemente regresaría pronto. Sólo había pensado en Kiri, con quien había estado tanto últimamente, y ahora vio la expresión en los ojos de Matsu y su corazón gritó con un repentino dolor.
Sus labios de movieron, pronunciando suavemente su nombre.
El makkon gritó de nuevo y su puño provisto de garras se abatió sobre su cadera, y ella gritó de dolor cuando su pelvis crujió y el blanco hueso se asomó a través de su suave piel.
—Matsu.
Ronin se lanzó contra el makkon, presa de náuseas ante su horrible hedor, con su desprotegido rostro empezando ya a entumecerse ante su frío ultraterreno. Gritó reflexivamente cuando el dolor le recorrió de pies a cabeza y su hoja resbaló por la escamosa piel.
El horrible pico se abrió y un sonido peculiar llenó la habitación, una terrible risa, y la cosa arrojó a Ronin a un lado con un movimiento como un rayo, avanzando hacia la abierta ventana y la insinuante luz del preamanecer.
Entonces llegó el silbido, agudo y penetrante; resonó en su mente, y el makkon guardó silencio. El sonido llegó de nuevo, insistente ahora. El makkon gritó furioso, retorció el brazo de Matsu, arrancándolo de su articulación, y mientras Ronin avanzaba, aún aturdido por el poderoso golpe, la cosa se irguió y lentamente, deliberadamente, desgarró su garganta, y toda la pálida piel de su cuerpo se volvió de pronto roja, y el makkon la arrojó finalmente contra él mientras salía rápido por la ventana.
Ronin se tambaleó cuando ella cayó en sus brazos. Demasiado tarde, pensó aturdido: ¿Por qué no pensé en el guantelete? Contempló el cadáver carmesí, sin darse cuenta del renovado puñear en la puerta, sin volverse siquiera cuando se astilló y se abrió de golpe.
Se arrodilló en el centro de la habitación, con un frío viento soplando sobre él, abrazando lo que quedaba de Matsu. Sólo cuando una sombra cayó sobre su rostro alzó la vista para ver a Kiri con un peto de cuero lacado amarillo intenso, altamente pulidas botas y pantalones de piel claros.
Se dirigió directamente a la ventana y miró fuera. Jadeó cuando vio a través de la profunda bruma del amanecer los horribles y pulsantes faros naranja, el restallante pico con su gruesa lengua gris.
El makkon gritó de nuevo.
Y Ronin, aferrando el helado cuerpo contra él como si con ello pudiera impedir que la vida escapara de Matsu, pensó en la noche que la había abrazado muy fuerte, sintiendo el delicioso calor infiltrarse en su cuerpo, escuchándola hablar mientras observaba la lenta rueda de las estrellas en el resplandeciente cielo. Una y otra vez, atado a un tortuoso círculo. ¿Tan bien ocultos están mis sentimientos? Ah, el Helor se me lleve.
Seguro, pensó, soy un hombre condenado.