El corazón de la oscuridad
—Extraño —dijo ella, tirando de las riendas de su montura.
A su derecha el cielo era de un lavanda perlino, el sol tan sólo un fantasma que ascendía detrás de la densa bruma matutina. Al norte y al oeste todavía no había luz.
Sus lumas bufaban y pateaban el suelo, ansiosos por galopar de nuevo ante el viento. Sha’angh'sei era una desparramada extensión a su espalda, una sucia mancha que se extendía enmarañada hasta el mar.
Estaban en una colina requemada por el sol que dominaba el amplio río serpenteante cuya desembocadura había divisado Ronin cuando entró en el puerto por primera vez a bordo del barco del rikkagin T’ien. Era profundo, turbulento en algunos lugares, tranquilo y remansado en otros. Se alejaba desde el borde de la ciudad en el mar orientado casi al norte. El makkon estaba siguiendo ese rumbo, y ellos también.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ronin.
Ella se volvió para mirarle, y su largo cabello cubrió parcialmente su rostro.
—Sopla el viento de otoño —dijo.
Ronin captó las fuertes ráfagas, frías y húmedas, que agitaban sus capas, haciendo estremecer las hileras de altos y esbeltos pinos.
—¿Y eso qué significa?
Había una curiosa expresión en el rostro de ella, causada quizá por la oblicua luz.
—Estamos en pleno verano —dijo suavemente.
—Vas a ir tras él y yo voy a ir contigo.
Él estuvo a punto de decir no pero vio en el rostro de ella el reflejo de tormentosas emociones. Estaba más allá del llanto, su rostro una blanca máscara de odio.
—Quiero decirte algo… —Su pecho le dolía como si hubiera recibido el más tremendo de los golpes.
—No es necesario. —El sonido de amargas lágrimas, el resonar de reluciente metal.
—No lo entiendo. Tú no puedes saber…
—Puedo y lo sé. —Se volvió hacia la ventana, con la naciente luz todavía extraña y espectral—. Matsu era más que una hermana para mí. Más que una hija.
—¿Qué entonces?
—Si te lo dijera, pensarías que estoy loca.
Avanzaron en el nuevo día, con la luz aumentando a su alrededor como metal fundido, los vientos de otoño azotando sus capas. El suelto pelo de Kiri se agitaba tras ella como la cola de alguna criatura mítica, medio animal, medio humana.
Avanzaron por el melancólico paisaje, más allá de los largos campos llanos de pantanosas plantas en perfectas hileras en las que trabajaban miríadas de hombres y mujeres kubarus con sombreros de paja de ala ancha, las faldas atadas alrededor de sus cinturas, doblados casi sobre sí mismos mientras arrancaban el arroz. A lo largo de las brillantes aguas del río avanzaban hacia el norte, hacia la muerte y la destrucción de la guerra, siguiendo sus orillas amplias y pardas por el lodo y el cieno, lleno de preciosos minerales arrastrados para alimentar los campos.
Iban tras el makkon, y Ronin, mirando a Kiri, su noble perfil con su firme nariz y sus altos pómulos, no se apercibió del movimiento a sus espaldas, mientras un luma perseguidor mantenía su paso tras ellos.
Al mediodía la tierra los había engullido y todo vestigio de civilización, todo asentamiento y morada humanos parecían cosa del pasado. Los restos del delta aluvial que era la fuente de buena parte de la riqueza material de Sha’angh'sei había quedado hacía tiempo a sus espaldas. El terreno se volvía progresivamente seco y rocoso, ondulando en olas cada vez más altas, como un océano agitado por la tormenta.
Ahora había poca vegetación. Plantas verdes y pardas, retorcidas y deformadas, crecían aquí y allá entre las irregulares rocas, aferrándose tenazmente a cualquier nutriente que pudieran encontrar. La tierra era más seca y áspera y avanzaba ante ellos en una suave inclinación, alzándose más y más a medida que se alejaban del mar.
En una ocasión, hacia el este, divisaron una larga línea de soldados avanzando hacia el norte, con un convoy de provisiones y de caballos en la parte de atrás, jinetes al frente, levantando grandes nubes de polvo. Espolearon sus monturas y pronto dejaron la columna muy atrás.
El sol seguía brillando al sur, pero sobre sus cabezas y al norte rodaban hinchadas nubes grises.
—Dime ahora lo que Du-Sing quería de ti.
Ronin se encogió de hombros.
—Deseaba algo que yo no podía darle. No sé nada del sakura.
—¿Y qué hay del hombre en el callejón?
—Fue atacado por Verdes, quizá cuatro de ellos, tal vez más. Fui en su ayuda.
—¿Qué aspecto tenía?
Ronin volvió la cabeza y pensó: Ah.
—¿Por qué preguntas eso?
—Es una pregunta natural.
Él negó con la cabeza.
—No necesariamente.
Ella sonrió.
—Está bien. Tengo una razón. ¿Me lo dirás ahora?
Él la contempló por unos instantes, observando cómo su pelo rozaba sus mejillas. Le recordó a Matsu. Su pelo habría…
—Él…, no se parecía a la gente de Sha’angh'sei, y tampoco se parecía a mi gente. Pero era difícil ver a causa de la luz…
—¿Su piel era amarilla?
—Sí.
—¿Y su rostro?
—Ojos negros. Pómulos altos.
—Déjame ver la cadena. —La tomó, vio la flor de plata del pendiente.
—Bujun. —Su aliento fue un sonido explosivo.
—El Verde, T’ung, mencionó esa palabra, y hubiera seguido si Du-Sing no le hubiera hecho callar secamente.
—Sí, imagino que debió de hacerlo. —Le devolvió el collar—. Los bujuns son la raza perdida del hombre, supuestamente los más grandes guerreros y los magos de elite durante las épocas en las que los elementos de hechicería formaron los elementos principales del mundo. El sakura es su símbolo. Es una flor que se dice que sólo crece en su isla.
—¿Qué les ocurrió?
—Nadie sabe si existen realmente. Las historias de los bujuns se perdieron en algún momento durante las guerras de la hechicería. Quizás Ama-no-mori fue destruida…
Ronin se sobresaltó.
—¿Su isla se llama Ama-no-mori?
—El reino flotante, sí.
—Kiri, el pergamino que tengo en mi poder está escrito por la mano de dor-Sefrith, el más poderoso mago de Ama-no-mori.
—¿Quién te dijo esto?
—Un mago del Feudofranco. Había estudiado antiguos códices que hablaban del pergamino. Fue confirmado más tarde por un hombre al que conocí en la Ciudad de los Diez Mil Senderos, Bonneduce el Ultimo. Dor-Sefrith es bujun, de ello no hay duda.
—Entonces el hombre en el callejón era también bujun. ¡Todavía viven! —Sus ojos violeta llamearon—. No me extraña que Du-Sing estuviera tan ansioso por averiguar tu implicación en ello. La presencia de un bujun en Sha’angh'sei indica que su interés en el continente del hombre hará que cambie el equilibrio de poder. Desea que los Ching Pang sigan por delante de los Hung Pang.
Ronin asintió.
—Sí, al principio. Ahora creo que tiene otras preocupaciones; las mismas que nosotros.
—¿Qué quieres decir?
—Du-Sing pudo hacerme matar en cualquier momento, pero no lo hizo. De acuerdo, es evidente que deseaba conseguir de mí información. Pero es un hombre astuto, y llegó un momento en el que se dio cuenta que yo no sabía nada del sakura…
—¿Por qué debería creer eso?
—No creo que tuviera elección, y él lo sabía. Le dije la verdad, y él se dio cuenta de que no mentía. Luego le hablé de la llegada del Dolman. ¡Y él lo sabía, Kiri! —Dio una palmadaenel pomo de su silla—. ¡El muy zorro lo sabía! Tú sabes mejor que nadie excepto el propio Du-Sing lo extensa que es su red. Todas las castas de Sha’angh'sei están implicadas con los Ching Pang. Tiene diez mil ojos y oídos dentro y fuera de la ciudad. Sabe que la guerra en el norte ya no es contra los Rojos; comprende la ansiedad de los rikkagins. Luchan con algo que no es humano. Ya has visto al makkon y lo que puede hacerle a la vida humana. Las líneas tradicionales de enemistad que han guiado los destinos de los Verdes y de los Rojos, y así del propio Sha’angh'sei, se han roto al fin. Las fuerzas del Dolman han llegado al continente del hombre.
Habían estado viajando por una alta meseta, y esto los condujo ahora a una garganta de roca roja y polvo seco, donde sus lumas dejaron un rastro de polvo derivando muy por encima de ellos mientras descendían. En la llanura a sus espaldas el luma azul cielo con su delgado pasajero se detuvo por unos instantes.
Ahora estaban bien metidos en la garganta. Lejos a la derecha, encima de un risco bajo más allá del perímetro del desfiladero rojo, una última hilera de verdes pinos oscilaba al creciente viento. Sobre ellos, una bandada de aves grises y pardas que volaban alto se alejaban rápidamente hacia el sur por delante de las nubes que avanzaban. Ronin creyó poder oírlas llamarse entre sí con agudos gritos, pero quizás era simplemente el viento estremeciendo los solitarios pinos. La desolación de esta tierra daba a su presencia la fuerza simbólica de eternos guardias de los puestos de avanzada del hombre.
Se abrieron camino por la garganta, alrededor de enormes peñas y estratificadas capas de esquisto carmesí hasta que finalmente su camino empezó a ascender de nuevo hacia otra meseta.
Tiraron de las riendas y Ronin desmontó, acariciando el largo cuello de su montura mientras daba vueltas en busca de huellas. Danzó impaciente mientras se arrodillaba, agitando los dedos en el polvo. Inconfundible. Las huellas de cualquier criatura menor se hubieran visto borradas al menos en parte por el polvo barrido por el viento. Pero los signos del paso del makkon no podían oscurecerse tan fácilmente. Al menos si deseaba dejar un rastro deliberado. A ti. Un eco en su mente. A ti.
—¿Vamos ganándole terreno?
Se encogió de hombros.
—Si él así lo quiere, sí.
Saltó sobre su luma y siguieron la marcha por la meseta, cabalgando con facilidad, dando rienda suelta a sus monturas de modo que cabalgaran a su aire. Los animales parecían infatigables, felices cuando avanzaban al límite.
—Esta vez yo elegiré el lugar de la lucha —dijo Ronin a Kiri, por encima del sonido del viento y el duro resonar de su equipo de monta.
—Puede que eso no sea posible.
—Lo sé mejor que nadie.
Se dieron cuenta de que el sol estaba a punto de ponerse sólo cuando la luz empezó a disminuir bruscamente. Había sido difusa durante la mayor parte del día, gris y viciada por las densas y tumultuosas capas de nubes que ahora envolvían todo el cielo hasta tan lejos como podían ver en todas direcciones.
La tierra era incolora y sin sombras, y durante algún tiempo habían tenido la peculiar e inquietante sensación de viajar a través de un interminable paisaje onírico, de que se movían no en kilómetros sino más bien en espíritu más y más lejos del mundo familiar del hombre, al reino de otro tipo de vida que era a la vez superior e inferior a la suya.
Ya estaba oscuro en el norte cuando alcanzaron el otro extremo de la meseta y descendieron a un enorme valle completamente sumido en las sombras. Llevaban descendido quizá la mitad del trayecto cuando Kiri jadeó y se tensó hacia adelante en su silla. Señaló al frente sin una palabra.
Allá abajo, acercándose a medida que descendían por la pedregosa ladera, había un campo de oscilantes flores, tan blancas como huesos blanqueados por el sol. Entonces el dulce olor los invadió como una pegajosa catarata, y estuvieron dentro del prado.
—¡Adormideras! —jadeó Kiri.
Los lumas sacudieron sus cabezas y se llamaron el uno al otro mientras alzaban mucho sus patas, con cuidado ahora porque no podían ver el suelo.
Se sumergieron en un mar, rumoroso con una infecciosa insistencia, crestas blancas y fondos azules causados por el ondular de las flores a medida que el viento soplaba sobre sus ilimitados rostros.
En aquel momento el sol se abrió paso en un desgarrón entre las nubes al borde del cielo al oeste, y el mar se vio teñido de un tenue púrpura. Aquella misma luz singular iluminó ante ellos una enorme forma que pareció brotar del fondo del océano, una terrible aparición de brillantes ojos anaranjados.
Su silueta pulsó mientras avanzaba pesadamente hacia ellos, agitando sus largos brazos, las garras cortando como guadañas el mar púrpura. Los luma gritaron asustados y retrocedieron, pateando con sus patas delanteras. Sus ojos giraron en sus órbitas, y Kiri le gritó a Ronin:
—¡Desmonta! ¡Desmonta antes de que te arroje de la silla!
Se dejaron caer entre las ondulantes adormideras, hundiéndose hasta la cintura, con la curvada espada de Kiri ya desenvainada. Ronin le indicó que retrocediera.
—Tu hoja no le hará más daño del que le hizo la mía.
Ella no le miró.
—Debo matarlo. —Su voz era como el hielo cuando avanzó hacia el makkon.
Ronin la sujetó, la retuvo fuertemente, su rostro muy cerca del de ella. Kiri se debatió.
—Escúchame, Kiri. Sé cómo te sientes. El makkon mató a mi amigo. He luchado antes contra él. El mero metal y el músculo son inútiles. No es de este mundo, y en consecuencia no está sujeto a sus leyes. —Ella seguía mirando por encima del hombro de él a la bamboleante monstruosidad que avanzaba hacia ellos—. Demasiados han perdido ya sus vidas. G’fand, Sa, luego Matsu. No querrás ser la próxima.
Sus ojos violeta eran ardientes brasas en la oscuridad cuando finalmente le miró.
—No es el momento de razonar; la razón ha huido para siempre. —Se soltó de él con un esfuerzo, pero él siguió entre ella y el makkon—. Ya estoy medio muerta —exclamó salvajemente—. ¡El olvido final será el cielo si puedo llevarme conmigo a esa cosa horrible!
Fue hacia él y entonces él la golpeó, rápido y firme y sin advertencia, alcanzándola en la mandíbula, todo en un solo y fluido movimiento. La sujetó mientras caía, pensando: Al menos tú no morirás, y la depositó suavemente entre las adormideras púrpura. Danzaron, susurrantes, encima de su forma inmóvil.
—Tú no puedes matarlo —le dijo tristemente—. Y también significas algo para mí.
La larga espada era un peso pesado en su cintura, que amenazaba con arrastrarlo al fondo del océano, y se volvió, observando el avance del makkon mientras se desabrochaba el cinto. La espada cayó al lado de Kiri.
La criatura gritó cuando le reconoció, y oyó a los lumas detrás de él llamarse nerviosamente el uno al otro mientras Ronin avanzaba a su encuentro, entrando en las profundidades del suspirante mar, con las flores acariciando sus piernas, el intenso y dulce aroma mezclado ahora con el asfixiante hedor de la cosa.
Avanzó bajo el rápido agitar de sus brazos, con la mano del guantelete tendida ante él como un escudo. Saltó en el último instante de modo que su puño cerrado se estrelló contra su cruelmente curvado pico. El makkon aulló, y por un momento creyó que iban a estallarle los tímpanos. Sus oídos ardieron y empezaron a sangrar a causa de las vibraciones, pero había abierto su pico y ahora estaba buscando una palanca a fin de hundir el guantelete en su garganta.
El aullido incrementó su intensidad y se vio obligado a cerrar los ojos ante las terribles ranuras verticales de aquellos orbes que colgaban delante de su rostro como odiosos crecientes de luna en un hostil cielo alienígena.
Pero ahora, mientras luchaba por conseguir una palanca sobre la escamosa piel, agujas de dolor lo atravesaron como esquirlas de cristal roto, y las lágrimas se acumularon en sus ojos y resbalaron por sus mejillas. El frío era tan profundo que sus piernas estaban ateridas mientras intentaba trepar por la musculatura alienígena. Empezó a estremecerse con el dolor y su resolución se debilitó. El pico estaba clavado contra el guantelete, y a menos que siguiera ejerciendo presión se deslizaría fuera de su mano y él simplemente estaría muerto. Lenta y deliberadamente había permanecido allí y había desgarrado la garganta de Matsu, una carne que él había besado y acariciado desgarrada ahora y cuya sangre roja y cuyos fragmentos habían volado a su rostro, el sabor de su sangre, salado y denso, espumoso como el agua del mar, ¿y qué somos de todos modos excepto sal y fósforo y agua como el océano? Y el odio ardió en lo más profundo de él y su calor ardió y creció mientras alimentaba el fuego con las imágenes, obligándose a sí mismo a recordar los detalles, la sangre de ella en su boca en un brusco salpicar, y gritó en silencio, reuniendo todas las energías asesinas dentro de él, y alzó su brazo, aunque el dolor lo sacudió y el agua estaba en sus ojos, forzando el guantelete más hacia dentro.
Entonces el makkon alzó los brazos tras su espalda, las garras buscando su carne, intentando arrancarlo de sus fauces. Ya no había aire en sus pulmones y subsistía de latido en latido, el tiempo perdido, moldeado como masilla por alguna monstruosa garra, pervertido y realineado de modo que ya no guardaba ningún parecido con el concepto que gobernaba este mundo. Su corazón latió fuertemente y estaba Fuera, su estómago ardiendo en náuseas, su espalda en llamas por el dolor, sus piernas colgando inútiles, un tullido, y sin embargo persistió, aunque el aterimiento lamía ahora su cerebro, una irrefrenable marea carmesí, y siguió empujando, mucho después de su última inhalación, los pulmones deshinchándose, el pulso latiendo vanamente… Y dio el último paso, todos los pensamientos desaparecidos menos uno, hasta lo profundo.
Desde su cadera y ascendiendo por sus masivos hombros y a lo largo de su brazo, tan inflexible ahora como una hoja forjada de metal, empujando sólo por instinto, olvidado todo razonamiento, ansia asesina hasta el fin, reducido a pura materia, elevado a pura materia. ¡Supervivencia! Aulló a través de su cerebro como una tormenta de fuego, golpeando detrás de sus ciegos ojos, y una cálida lluvia bañando ahora el revestimiento de su cuerpo, emanando desde su núcleo, cuyo vórtice central no tenía piadosamente comprensión, y los relámpagos azules resonando en el cielo sobre su cabeza, girando a través de los cielos abiertos, alimentándolo ahora de alguna forma, y aunque estaba más allá de saberlo, el tembloroso puño encerrado dentro de la santidad del guantelete de makkon, con las escamas brillando con saliva alienígena, se deslizó finalmente más allá de la espasmódicamente agitada lengua, rompiendo el paladar de la boca de la criatura, impulsado con una energía inhumana hacia arriba a su cavidad ocular.
Las vibraciones se hicieron intolerables, y entonces estalló en diez mil fragmentos, su ardiente carne roja derivó en un frío viento que soplaba hacia arriba en una tenaz espiral, un serpentín que desgarró las girantes nubes lavanda, lejos, lejos…
Primero fue el dulzor, luego la oscuridad.
Había caído la noche.
Intentó levantarse, pero parecía incapaz de cualquier movimiento. A todo su alrededor sólo había el silencio de las adormideras. Encima el asentir de las campanas de los pétalos.
Descansó, concentrándose en su respiración, enfocando su mente con curiosidad en cada uno de sus sentidos. Vista, oído, gusto, olfato, tacto: vida.
Finalmente fue capaz de mover los dedos, luego la mano, después el brazo. Intentó sentarse. Ningún movimiento. Exploró, descubrió que no podía sentir sus pies. Entonces era su espalda, allá donde el makkon lo había envuelto con su presa.
Llamó a Kiri, pero su voz fue un débil croar en la inquieta pradera. Su garganta estaba seca. Oyó movimiento, encima y detrás de él, y llamó de nuevo, tan fuerte como fue capaz, y hubo un bufido, vacilante, interrogador. Los sonidos de las adormideras abriéndose, los tallos susurrando. Deseó mirar pero no pudo.
Una cabeza larga y un hocico húmedo aparecieron bruscamente sobre él. Su luma. Sus ojos azules le miraron con inteligencia, y le susurró suavemente, sin palabras, un sonido canturreante como el que le había oído a su cuidador cantarle en el enjoyado jardín de Kiri. El luma se acercó más y alargó su hocico. Oyó sus cascos muy cerca y sintió las columnas de sus fuertes patas delanteras tocar casi su cabeza. Abrió su amplia boca y lamió su rostro, y luego la bajó para que pudiera beber su saliva. Luego descansó su cabeza contra él mientras le hablaba de nuevo, acariciando el lado de su cabeza, tranquilizándole.
Al cabo de un momento durmió, y el luma permaneció junto a él, vigilante en la noche, sus amplias fosas nasales dilatadas en busca de cualquier olor, sus triangulares orejas agitándose para captar cualquier movimiento. Varias veces llamó a la hembra que estaba a algunos metros de distancia, sobre la forma dormida de Kiri.
El luma le protegió durante toda la noche. Pero no vino nadie.
Y sólo Ronin oyó, muy profundo dentro de su ser, por debajo de los sueños que cruzaban su mente, la confusa mezcla de resonantes voces, llamando, llamando ahora con una cierta desesperación: ¿Lo has encontrado? Tienes que encontrarlo. Sí, lo haré. Pero ¿y si no lo tiene? Entonces estamos realmente perdidos. Aunque lo encuentre, el Kai-feng vendrá de todos modos. Entonces hay poco tiempo, incluso para nosotros…
Bruscamente, arrastradas por algún viento desolado, las voces se alejaron de él.
La luz azul de la mañana lo despertó. Por encima de él estaba el luma ruano, su pelaje rojo resplandeciente a los primeros rayos oblicuos del sol. Sacudió la cabeza y pisoteó las adormideras a su lado. El aliento que brotaba de sus fosas nasales formaba nubecillas blancas en el helado aire.
Ronin tendió la mano hacia arriba, sujetó el colgante estribo, se izó mano sobre mano hasta conseguir ponerse en pie, probando sus piernas y su espalda. El entumecimiento había desaparecido pero su coordinación fallaba, y se apoyó por unos momentos en el luma, reuniendo sus fuerzas. Caminó con su ayuda por el campo blanco y azul hasta donde estaba el luma dorado junto a Kiri.
Seguía profundamente dormida dentro del rumoreante mar. Un gran hematoma púrpura ocupaba el lado izquierdo de su frente.
Despertó cuando él se inclinó sobre ella y retrocedió rápidamente, medio esperando que desenvainara su hoja y cruzara espadas con él. Después de todo, era la emperatriz de Sha’angh'sei y él la había golpeado. Pero estaba completamente tranquila.
Tomó comida de las alforjas, y dio de comer al luma antes de comer ella. Le ofreció un poco a Ronin.
—Contra todos tus consejos, corrí hacia el makkon —dijo pesarosa—. Tú no me golpeaste tan fuerte. Cuando miré ya te tenía atrapado, y le golpeé con mi espada. —Le dirigió una pequeña sonrisa—. Supongo que no te creí. Pensé, bueno, tú eres un guerrero y…, los rikkagins no aprueban a las mujeres guerreras; creo que les tienen miedo.
Un sentimiento lógico, dijo algo dentro de él: nadie podía decir que una mujer no fuera el igual de un hombre como guerrero.
—Ahora sabes que te dije la verdad.
—¡Oh, sí! —Alzó una mano y se tocó cuidadosamente el hematoma—. Me golpeó, simplemente un revés con el dorso de su garra. Nunca he sentido tanto poder. Fui arrojada a una buena distancia. Eso es todo lo que recuerdo.
Ronin masticó su comida.
—Le herí —dijo.
—Pero ¿cómo?
Alzó el guantelete de modo que las extrañas escamas captaron la luz del amanecer.
—¡Con esto! Su propia piel. —Se echó a reír—. Gracias, Bonneduce el Último, allá donde estés ahora. No podías dejarme un mejor regalo.
Fue a recoger su espada y, mientras abrochaba la hebilla del cinto alrededor de su cintura, ella dijo:
—¿Y ahora qué? ¿Dónde ha ido?
—Es imposible decirlo. Ha transcurrido demasiado tiempo para que intentemos proseguir la persecución. ¿Conoces Kamado?
—Por supuesto.
—¿Puedes guiarnos hasta allí?
—Está al norte, a lo largo del río. No creo que tengamos ningún problema en encontrarla.
Cabalgaron hacia el norte, manteniendo el serpenteante río a su izquierda, y no transcurrió mucho tiempo antes de que encontraran soldados dirigiéndose al norte en largas hileras, columnas fuertemente armadas y arrastrando máquinas de guerra.
Se unieron a esta caravana para la última parte de su viaje, cabalgando rápidamente al lado de los soldados.
Las banderas ondeaban al viento, los hombres llevaban chaquetas de cuero y cascos de metal e iban armados con largas espadas curvas y brillantes lanzas de afiladas puntas. Había arqueros, con sus inmensos arcos largos sujetos verticalmente a sus espaldas, y caballería, actuando como exploradores y escoltas, protegiendo los flancos de la columna. El metal entrechocaba y resonaba en los carros de madera, cargados con comida y armas de repuesto, que crujían bajo sus pesadas cargas.
Avanzaron gradualmente hasta que alcanzaron a los jinetes del séquito del rikkagin que los dirigía a su comandante. Era un hombre de rostro afilado con el pelo recogido en una larga cola y muchas cicatrices en sus desecadas mejillas.
—¿Os dirigís a Kamado? —preguntó Ronin.
—Todo el mundo se dirige a Kamado estos días —dijo sombríamente el rikkagin—. O se aleja de allí.
—¿Conoces al rikkagin T’ien?
—Sólo de nombre. Hay muchos rikkagins.
—Hemos oído decir que está en Kamado.
El rikkagin asintió.
—Sí. Esto es lo que tengo entendido yo también. Podéis cabalgar con mis hombres, si queréis.
—Gracias.
Cabalgaron en silencio durante un tiempo, escuchando el viento y el crujir del cuero, el clop-clop de los cascos en el polvo, el resonar del metal.
—¿Has estado en Kamado antes? —preguntó Kiri.
El rikkagin volvió hacia ella su sombría mirada.
—Demasiado a menudo, mi dama. No teníamos que volver hasta dentro de una quincena, pero el enemigo se hace más fuerte cada día y debemos regresar ahora. Ignoro de dónde vienen. Como tampoco lo sabe nadie, aunque hemos hecho agotadores esfuerzos por descubrirlo.
—¿No habéis averiguado nada? —quiso saber Kiri.
—Nada en absoluto —respondió el rikkagin—. Porque ninguno de nuestros exploradores ha regresado.
Llegaron a la vista de Kamado justo pasado el mediodía, con sus murallas color tostado, gruesas y altas y almenadas, dominando la gran colina sobre la cual había sido construida hacía mucho tiempo. El ancho río lamía la parte izquierda de la fortaleza y, al norte, era posible distinguir la verde mancha de un bosque.
Hacía realmente frío ahora y el cielo se había ido mostrando cada vez más bajo a medida que avanzaban más al norte. Había empezado a caer una fina lluvia hacía poco pero era fría, convertida en aguanieve por el clima innatural, y martilleaba ahora contra los cascos de los soldados y alfombraba el pelaje de sus monturas.
Habían llegado a la cresta de una elevación y, al otro lado del último y suave valle, la silueta amarilla del gran fuerte había aparecido a la vista, alzándose como una ciudad espectral en el desolado paisaje.
Las murallas de piedra se alzaban como una extensión de la polvorienta colina, más anchas en la parte inferior. Era aproximadamente circular, con nuevas extensiones al este y al oeste, bultos rectangulares que le proporcionaban un aspecto peculiar.
Ante ellos se alzaban masivas puertas revestidas de metal, protegidas por amplios salientes de las paredes a lo largo de los cuales patrullaban constantemente soldados. Al oeste la colina descendía bruscamente hasta el agua. Un puente de madera con dos pilares de piedra cruzaba el puente en aquel punto. En la otra orilla podía verse una multitud de tiendas y pabellones entre los que se movían arriba y abajo muchos soldados, algunos de ellos conduciendo caballos. En varios lugares se estaban encendiendo ya algunas fogatas para cocinar.
El rikkagin detuvo la columna y envió a un jinete al frente para informar a la ciudadela de su llegada. El hombre espoleó su montura ladera arriba, a través del aguanieve cada vez más denso, llamando a los guardias en los baluartes.
Tras unos breves momento se volvió de su silla e hizo una seña al rikkagin que, espoleando su caballo, ordenó a la columna que siguiera avanzando.
Con un enorme resonar de armas y pies calzados con botas, los soldados marcharon a la guerra, avanzando en una cansada procesión a través de las enormes puertas de bronce, empequeñecidos por las imponentes murallas, hasta las oscuras y deprimentes profundidades de Kamado, la ciudadela de piedra.
Era una ciudad encerrada en sí misma, construida expresamente para las agonías de la guerra; no insignificantes incursiones o vengativos ataques, sino siglos de sostenido conflicto. No había forma de determinar esto observándolo desde fuera, donde todo lo que era visible eran las abrumadoras fortificaciones de piedra de cuatro metros y medio de grueso, de tal modo que los hombres podían caminar por su parte superior, seguros detrás de los almenajes de piedra. Y quizás esto era hábil también, porque no proporcionaba ningún indicio del interior de la ciudadela.
Kamado era tan vasta y tan compleja en su construcción que, sentado sobre su luma justo dentro de la puerta sur, Ronin no pudo distinguir los límites septentrionales de la fortaleza.
Largos edificios de dos plantas formaban el área inmediata meridional de la ciudadela. Los muros que miraban hacia fuera carecían de ventanas y estaban construidos de piedra de modo que no pudieran arder si algún invasor arrojaba fuego líquido a las calles de Kamado. Carecían de rasgos distintivos excepto las manchas y las cicatrices de los años.
Sin embargo, su apariencia cambiaba cuando uno pasaba por entre ellos, siguiendo las angostas calles. Sus caras interiores eran de madera, con anchas vigas talladas con las formas de los antiguos dioses de la guerra, feroces mujeres con altos yelmos curvados asistidas por enanos con rizadas barbas y anillos en la nariz, y de las cuales los guerreros de antaño extraían consejos y favores para asegurar la victoria.
Ciertamente, sólo según esta evidencia, Kamado era anterior a la construcción de Sha’angh'sei que, le habían dicho a Ronin, había surgido principalmente gracias a los rikkagins de otras tierras. ¿Quién había construido este fantástico monumento a la batalla? A buen seguro no la gente de Sha’angh'sei.
A todo su alrededor, mientras sus lumas caminaban cuidadosamente por las sucias calles, podía verse a las tropas del conflicto preparándose para la batalla. Gruñentes muelas de afilar afilaban hachas y espadas en forma de cimitarra en medio de una destellante cascada de chispas de un azul frío, los arqueros tensaban las cuerdas de sus arcos, los flecheros pegaban plumas a delgadas astas de madera que muy pronto, en sus diligentes manos, se convertirían en flechas. Soldados reconvertidos en mozos de cuadra daban de comer y beber a los caballos y cepillaban y secaban sus flancos. Un grupo de hombres trotó a su lado, relevo de los soldados que montaban guardia en las almenas. Subieron por estrechas escaleras de piedra hasta alcanzar los bastiones más altos.
A todo su alrededor había heridos, un mundo lleno de dolor y sangre y vendajes, de hombres con un solo brazo o una sola pierna, ojos vacíos y cicatrices. Permanecían con las espaldas apoyadas contra las columnas de madera o encogidos en el polvo frente a sus perdidos dioses de la guerra, que les miraban desde arriba, arrogantes e indiferentes. Quizá su rikkagin no había acudido a esas deidades con la suficiente humildad, o más probablemente la época de su poder había sido barrida hacía mucho tiempo de la faz del mundo. Solos y olvidados, seguían mirando sin embargo mudamente un dominio que ya no era el suyo.
Ronin se detuvo delante de un grupo de heridos y pidió indicaciones hacia los aposentos del rikkagin T’ien.
Siguieron avanzando, a través de puertas interiores y patios circulares, a lo largo de avenidas rectas y rodeando edificios de piedra, y finalmente desmontaron delante de una serie de barracones con fachada de madera. Se volvieron, escuchando voces y el pesado golpetear de botas.
Vieron primero a Tuolin, con su rubio pelo y su altura inconfundibles en medio de los soldados.
—De acuerdo, traedlo aquí.
Un grupo de soldados con las espadas desenvainadas emergieron de los barracones. Ronin se tensó para ver quién era el prisionero. Avanzó lentamente hacia los hombres, trazando un arco para conseguir un mejor ángulo. Se detuvo en seco.
El hombre al que escoltaban los soldados, con las manos atadas a la espalda, era el rikkagin T’ien. La luz se reflejó en su cabeza sin pelo. Miraba directamente al frente.
A una orden de Tuolin, T’ien y sus guardias se detuvieron.
—Eres un Ching Pang, ¿niegas esto?
—No. —Sus ojos miraban fijos al frente.
—Eres un espía.
—Soy un Ching Pang, eso es todo.
—¿Todo? —hizo eco sardónicamente Tuolin—. Los Ching Pang desean destruirnos.
—Sólo deseamos la libertad de la gente de Sha’angh'sei.
—¿Y qué pensáis hacer con su libertad? —dijo Tuolin despectivamente—. ¿Devolverlos al barro y a las chozas de bambú de sus antepasados?
—Nuestros antepasados fueron grandes en su tiempo. Más grandes de lo que vuestra gente jamás soñó en convertirse.
Tuolin se volvió bruscamente y, como si eso fuera una señal, los soldados que rodeaban a T’ien se lanzaron simultáneamente contra él con sus espadas, y en un instante era pura carne muerta.
—No comprendo esto —dijo Ronin a Kiri—. ¿El rikkagin T’ien un Verde?
—¿De que estás hablando? —Le lanzó una mirada—. El rikkagin T’ien viene hacia nosotros en estos momentos.
—Ése es Tuolin.
—Sí —asintió ella—. Y el rikkagin T’ien. —Observó la expresión de desconcierto en su rostro—. Todo rikkagin adopta un segundo nombre al final de su entrenamiento.
—Entonces, ¿quién era el hombre que Tuolin acaba de ejecutar?
—Lei’in, el consejero jefe del rikkagin. —Pareció divertida—. Y un Ching Pang; Tuolin debe de estar furioso.
Ronin estuvo a punto de contarle el engaño que T’ien había usado con él, pero se lo pensó mejor. Deseaba pensarlo un poco antes. Recordó los acontecimientos a bordo del barco del rikkagin. No había sido desarmado cuando fue llevado a bordo; había sido mantenido en libertad. Cuando juzgaron que se había recuperado lo suficiente, había sido entrevistado por Lei’in enmascarado como el rikkagin. Había sido probado. Sólo entonces se le había permitido subir a cubierta, a presencia de Tuolin. Sí, ahora tenía sentido; la guerra crea sus propias formas de paranoia. Todo encajaba ahora, el intento de asesinato en el barco, su noche fuera con Tuolin.
El gran hombre rubio los había visto, y pareció inseguro acerca de si fruncir el ceño o sonreír; finalmente optó por una expresión neutral.
—¿Conseguiste la ayuda del Concejo? —preguntó a Ronin.
—Yo…, nunca llegué a su presencia. —Ronin recordó la advertencia de Kiri de que Tuolin no sabía nada acerca del Concejo.
—Qué lástima —dijo sin mucha convicción. Se volvió hacia Kiri—. Casi no te reconocí. —Bajó la vista a la vaina de su espada en su cadera izquierda—. ¿Sabes usar realmente eso, o es como adorno?
—¿Qué piensas tú? —dijo Kiri.
—Creo que prefiero verte en Tenchó —dijo T’ien con voz muy calmada—. Desconfío de las mujeres en el campo de batalla.
—Oh, ¿y por qué? —Estaba luchando por controlar su furia.
—Nunca parecen saber qué camino tomar.
—No te entiendo.
Se encogió de hombros.
—No hay nada que entender. La lucha debería de ser dejada a aquéllos que pueden hacerlo mejor. Fin de la discusión.
Volvió su atención de nuevo a Ronin, como si ella no existiera.
—¿Por qué estás aquí? —Empezó a caminar hacia los barracones, y fueron con él.
—Eso depende.
—Oh, ¿de qué?
—De si crees que todavía puedes confiar en mí.
Tuolin echó la cabeza hacia atrás y se rió fuertemente.
—Sí, entiendo. —Se secó los ojos—. Creo que podemos decir con toda seguridad que tu período de prueba ha terminado.
Subieron los escalones de madera y entraron. El interior era frío y penumbroso. Los bajos techos estaban apuntalados con vigas y oscurecidos por los residuos de humo. El mobiliario era escaso y utilitario. En la habitación principal del primer piso ardía un fuego en un gran hogar de piedra.
Tuolin los condujo a través de aquel espacio, lleno de soldados, hasta una habitación trasera más pequeña, sin ventanas, con un escritorio de madera lleno de arañazos, varias sillas duras y un armario bajo contra la pared del fondo. En algún tiempo anterior habían sido retiradas las puertas. El rikkagin se sentó detrás del escritorio y buscó algo en el armario bajo. Les ofreció vino fresco. Bebieron.
Ronin se preguntó brevemente acerca del cambio de actitud del rikkagin para con Kiri, luego apartó aquello de su mente.
—Sa resultó muerta, luego Matsu, por una criatura con la que yo había luchado en mi propia tierra. Vino al norte desde Sha’angh'sei. Me estaba aguardando en los campos de adormideras a medio día de distancia hacia el sur de aquí. —Hizo una pausa—. No pareces sorprendido.
—Amigo mío, han ocurrido muchas cosas desde que nos vimos por primera vez. He visto muchos fenómenos, he luchado con enemigos que jamás hubiera soñado ni en mis peores pesadillas. —Hizo un gesto hacia las paredes—. Luchamos contra no hombres. —Suspiró—. No muchos aquí recuerdan las cosas que se desarrollaron en las guerras de hechicería.
—No creo que esas criaturas estén conectadas con ese tiempo.
Tuolin apuró su taza y se sirvió más vino sin ofrecerles más a ellos. Hizo un gesto con la taza.
—No importa. Esos hombres no son cobardes; para la mayoría, luchar es todo lo que saben. Pero están acostumbrados a enemigos que sangran cuando reciben un corte; dales un enemigo al que puedan ver y matar. Pero esto… —El vino chapoteó sobre el borde de la taza y al escritorio. Lo ignoró—. Estamos perdiendo esta batalla.
Ronin se inclinó hacia adelante.
—Tuolin, esta criatura, el makkon, es un emisario del Dolman. ¿Lo recuerdas? Te dije… —El rikkagin agitó la taza hacia él—. Hay cuatro makkons, es imperativo que mate al menos a uno antes de que puedan reunirse.
—¿Por qué?
—Porque cuando los cuatro se reúnan llamarán al Dolman y entonces, me temo, será demasiado tarde para todos nosotros.
—¿Ya has luchado contra uno de esos… makkons?
—Si, con más de uno. Pero esta última vez conseguí herirle. Con esto… —Alzó el guantelete de escamas—. Tuolin, no puede ser herido con armas ordinarias. Pero esto está hecho de su propia piel. Le hiere, pero casi me mató.
El rikkagin se pasó una mano por los ojos, y Ronin se dio cuenta de las nuevas arrugas de fatiga grabadas en su rostro.
—Entonces el makkon está probablemente aquí.
—Tengo que encontrarlo —dijo Ronin.
—Muy bien. —Tuolin tiró de la barra de marfil que perforaba uno de los lóbulos de sus orejas—. Debemos ir al campamento exterior. Allá tendremos más posibilidades de conseguir noticias de tu makkon.
—Me alegra que me creas.
El hombre alto suspiró.
—He pasado demasiado tiempo con los muertos y los moribundos para no hacerlo —dijo cansadamente.
Las polvorientas calles de Kamado estaban llenas con el resonar de roncos gritos, el clang del hierro contra el hierro calentado, los bufidos y el patear de los caballos de guerra, el pisotear de pies enfundados en botas.
Salieron por la puerta sur, escoltados por soldados hasta el puente.
Oscuras masas de cúmulos se estaban apelotonando en el noroeste, avanzando rápidamente hacia el sur. El viento había muerto y el aire estaba cargado y era frío. La húmeda tierra desprendía un vapor blanquecino.
Avanzaron tan rápidamente como pudieron cruzando las planchas de madera, sujetando con las manos las barandillas de cuerda. Ronin miró a la espumosa superficie del agua, lanzando alguna mirada ocasional a las brillantes rocas negras y los escurridizos peces.
Al sur la tierra era parda y árida, como requemada por un intenso calor. A su derecha, casi al norte, se extendía el campamento, con sus hileras de tiendas y brillantes pabellones, filas de caballos atados y brillantes fuegos parpadeantes, como silenciosos insectos, alrededor de los cuales se movían las sombras de los soldados.
El campamento estaba en el borde más cercano de un ondulante prado de alta hierba verde de quizás un tercio de kilómetro de ancho, más allá del cual empezaban los primeros arbustos bajos y amplios y los árboles del bosque que Ronin había visto cuando se aproximaron a la fortaleza. Ahora, mientras se acercaban a la otra orilla, pudo ver que el bosque era inmensamente denso, los troncos de los árboles tan altos y las numerosas ramas tan cargadas de hojas que parecía una pared sólida de verdor.
Los soldados acudieron a su encuentro cuando salieron del puente. Tuolin les ordenó que los llevaran al pabellón del rikkagin Wo. Avanzaron por la alta hierba. Las luciérnagas señalaban el atardecer con diminutos arcos de fría luz. El prado rumoreaba al viento y las cigarras cantaban. Todo estaba sumido en un profundo azul excepto el lejano bosque, envuelto en negras sombras, oscuro e impenetrable.
El pabellón lucía brillantes rayas amarillas y azules, sus paredes de lona estaban inmóviles ahora que la ligera brisa había muerto. Por todo el campamento se estaban encendiendo lámparas. El humo de la madera y el olor de la carne asada eran los aromas dominantes que llegaban hasta ellos.
El interior era cálido y brillante gracias a una multitud de lámparas. Las sombras danzaban a lo largo de las insustanciales paredes mientras los soldados iban y venían, preparándose para la batalla. Un flujo casi constante de mensajeros entraban y salían, depositando y recibiendo mensajes codificados en tiras de papel de arroz.
Tuolin les condujo siguiendo un enrevesado camino a través de la disciplinada confusión hasta un hombre alto que apareció bruscamente en su campo de visión. Tenía el pelo negro, que llevaba largo y suelto, y una boca delgada y fruncida. Su barbilla era prominente. Se volvió y miró a Tuolin cuando se acercaron.
—¡Ah, T’ien! ¿Ha llegado ya Hui con sus tropas?
—Sí, justo antes del anochecer.
—Estupendo. Vamos a necesitar a todos los hombres.
El rikkagin Wo tomó una tira de papel de un mensajero, se apartó unos pocos pasos, más cerca de una luz y más lejos de ellos. Leyó el mensaje, fue a su escritorio y escribió varios caracteres con su pluma de ave. Devolvió la tira de papel al mensajero, que se fue.
Se volvió de nuevo a Tuolin.
—Perdimos otra patrulla esta tarde.
—¿Dónde?
—Al norte. En el bosque.
—¿Cuántos?
—Trece. Sólo regresó uno. —Wo parecía disgustado—. Y no nos sirvió de nada. Deliraba como un lunático.
—¿Qué dijo?
Wo tomó otro mensaje. No alzó la vista.
—No puedo recordarlo. Pregunta a Le’ehu, si quieres. Aunque yo no me molestaría.
Tuolin, a instancias de Ronin, buscó a un individuo bajo y recio con el negro pelo atado en una cola, gruesas mejillas y largos ojos brillantes.
Le’ehu los llevó a un lado, contra la lona, por donde pasaba poca gente.
—Ya se ha ido, el último soldado. —Hizo una pausa, los ojos fijos en Ronin y Kiri.
T'ien le palmeó el brazo.
—Adelante, esos dos no dirán nada de lo que tú digas.
—De acuerdo, es sólo que… —Se frotó el labio superior, que había empezado a sudar—. Al final lo maté, ¿sabes? —Sus brillantes ojos miraron rápidamente a su alrededor—. Quiero decir, se estaba muriendo de todos modos, y me lo suplicó. No podía soportar vivir otro momento, después de lo que había visto…
—¿Qué atacó la patrulla? —preguntó Ronin.
Le’ehu pareció sobresaltarse.
—¿Cómo… cómo lo has sabido? ¿Cómo lo ha sabido, T’ien?
—¿Sabido el qué? —preguntó Tuolin.
—Que fue «algo» lo que atacó la patrulla.
—¿Lo describió el soldado? —preguntó pacientemente el hombre rubio.
—Sí, maldito sea. No dormiré esta noche. Era enorme, con grandes garras y un rostro de pesadilla. Rasgó sus gargantas, dijo.
—El makkon —murmuró Ronin, y Tuolin asintió.
—¿En el bosque?
—Sí. —El hombre intentó tragar saliva—. Sobre el risco del prado, quizás a un kilómetro en este maldito lugar…
Guardaron silencio, esperando a que continuara. Le’ehu miró por encima de sus hombros a las aleteantes sombras a lo largo del otro extremo del pabellón.
—¿Qué más? —dijo T’ien muy suavemente.
—No fue de esa criatura de lo que habló antes de morir. —Las palabras brotaron reluctantes ahora, como si diciéndolas en voz alta pudiera conjurar aterradoras criaturas—. Algo vino en la estela de esa cosa.
—¿Otra? —preguntó Ronin.
La cabeza de Le’ehu se giró con un movimiento brusco.
—¿Otra…? Oh, no. No, era, no sé, algo distinto. Había una girante bruma, dijo, y llovió sangre en la confusión. Sólo tuvo un atisbo…
—¿Y? —alentó Tuolin.
Le’ehu tragó de nuevo saliva.
—Rikkagin…, dijo que fue el Ciervo…
—Oh, vamos —bufó Tuolin.
—Rikkagin, me suplicó que lo matara —dijo el hombre bajo con voz miserable—. No creo que de otro modo…
—El Ciervo es sólo una leyenda, Le’ehu, una simple…
—¿Qué leyenda? —preguntó Ronin.
—Se cuentan muchas historias —dijo Tuolin— acerca del Ciervo. Que es mitad hombre y mitad bestia.
—¿Eso es todo?
Tuolin miró a Le’ehu, que se encogió ante sus palabras.
—Algunos dicen que es el diablo encarnado. Y otros sugieren que en su tiempo fue un hombre, mágicamente transformado, obligado ahora a servir a un cónclave de hechiceros, a luchar contra aquéllos que son realmente los suyos.
—Sea cual sea la verdad —dijo el hombre bajo—, ese soldado creyó haberlo visto —volvió la cabeza— ahí fuera. En el bosque.
Ronin se volvió hacia Tuolin.
—No me importan las leyendas. Mi única preocupación es el makkon. Debo ir a bosque con la primera luz y destruirlo…
Los ojos de Le’ehu se desorbitaron.
—Estás loco, seguro. El Ciervo…
—Cállate —restalló Tuolin—. Ya nos enfrentamos con suficientes monstruosidades reales sin tus pesadillas inventadas. —Volvió su vista hacia Ronin y su tono se ablandó—. No pretenderás ir solo. Te acompañaré.
Ronin negó con la cabeza.
—No podrás ayudarme. Sólo necesito dos hombres que conozcan esta zona. Cuando lo encuentre los enviaré de vuelta.
El hombre alto apoyó una mano en su hombro.
—Amigo mío, he hecho muchas cosas por ti. Te rescaté del mar cuando estabas medio muerto, te introduje en Tenchó. Ahora es hora de que me pagues lo que me debes. Quiero ver por mí mismo a este makkon. —Su presión sobre su hombro se hizo más fuerte—. Debo conocer al enemigo, ¿puedes comprender eso?
Ronin escrutó los ojos cerúleos y asintió.
—Sí, eso es algo que puedo aceptar.
Le’ehu miró del uno al otro y retrocedió unos pasos.
—¡Ambos estáis locos! No podéis…
Un grito ahogado. El resonar de metal contra metal.
Todos se volvieron ante el sonido. Se oyeron botas fuera, luego gritos confusos.
—Rápido —dijo Tuolin—. Fuera.
La profunda oscuridad del masivo bosque parecía haber permeado el prado. Las luciérnagas habían desaparecido. Encima de la ondulante hierba avanzaba una marea de negras sombras.
Avanzaban rápida y silenciosamente, sin el brillo delator del metal. De alguna forma habían atravesado el perímetro del campamento sin que sonara ninguna alarma.
Eran como troncos de árbol, oscuros, con amplios hombros y gruesas piernas. Sus largas barbas y su recio pelo estaban engrasados y aplastados. Sus rostros tenían forma de luna y eran perfectamente planos, como si la evolución hubiera decretado en sus antepasados que las protuberancias de nariz y mejillas y frente eran superfluas. Parecían más criaturas animadas de las pinturas murales del palacio de Kiri que auténticos hombres. Sin embargo eran reales, blandían anchas cimitarras de un metal que no arrojaba reflejos y que era casi negro, con guardas en forma de cazoleta en las empuñaduras.
Detrás de ellos avanzaban otras sombras que se iban solidificando lentamente en la oscuridad, imposiblemente altas y huesudas, con una piel gris pálido, unos rostros desecados y sin carne, unos cráneos brillantes en su desnudez. Esas criaturas avanzaban detrás de sus compañeros guerreros, esgrimiendo cortas y pesadas cadenas que terminaban en esferas de hierro con púas como colmillos. Ronin captó el sonido de su breve sisear en el aire.
Tuolin desenvainó su espada al mismo tiempo que Ronin y Kiri. Todo a su alrededor era confusión y caos mientras los soldados iban en busca de sus armas. Los fuegos oscilaron y se apagaron como bajo la acción de un fuerte viento, aunque el aire estaba tranquilo.
La bruma avanzó, barriendo el prado y penetrando en el campamento, y hubo un hedor asfixiante mientras el enemigo avanzaba, con la primera oleada más allá ya de las impotentes patrullas exteriores. Las cimitarras oscilaban oscuras en silbantes arcos, en una horrible cosecha de pleno verano de hechicería.
Todavía dentro de la larga hierba, los esqueléticos guerreros hacían girar sus cadenas, con sus mortíferas esferas siseando en la noche como langostas, aplastando indiscriminadamente carne y huesos, y los gemidos de los agonizantes se mezclaban con el húmedo golpear y el crujir de la espantosa siega.
Ronin saltó hacia adelante con un grito y su hoja barrió hacia uno y otro lado en poderosos tajos con ambas manos, desgarrando los torsos de los hombres de rostro plano más cercanos a él. Chillaron y retrocedieron, asombrados, y penetró entre ellos, usando ahora golpes oblicuos, cortando en la unión de cuello y clavícula a un guerrero, retirando la espada y, en el mismo movimiento, decapitando a otro.
A su lado llegaron Tuolin y Kiri, segando guerreros como si fueran follaje. Se concentró, avanzando lentamente, con su hoja cantando su feroz canción de muerte, brillando, chorreando sangre. Martilleó contra ellos sin descanso, con el corazón bombeando en su pecho, sus brazos electrificados por el poder de la destrucción que estaba ocasionando, ya no consciente de las visiones y sonidos periféricos de la noche; estaba concentrado, dedicado al ataque, segando cuerpos que se convulsionaban y chorreaban sus calientes líquidos sobre su oscilante forma. Sus músculos ondulaban y brillaban con una fina capa de sudor, salpicado por los chorros de sangre y entrañas de sus enemigos, y sonreía con salvaje deleite. Clavó la espada en un guerrero desde el hombro hasta la caja torácica en un arco descendente, partió la cintura de otro en el final del mismo arco hacia atrás.
Cerca de él, Kiri estuvo a punto de ser desventrada mientras miraba, horrorizada y fascinada. Paró el golpe en el último instante y apartó su rostro de él, dedicándose a su propia tarea.
A sus espaldas oyeron la voz del rikkagin Wo alzarse en una seca orden. Los hombres corrían por todas partes, intentando formar en líneas de defensa, pero parecía inútil; los guerreros avanzaban inexorablemente. La bruma rodó más allá de ellos y por encima de los soldados, haciendo que sus tobillos ardieran por el frío. Y aparecieron más de los cadavéricos guerreros mientras sus compatriotas más bajos caían bajo las espadas de los soldados. Éstos guerreros estaban destruyendo a los hombres del rikkagin con una terrible práctica. Llevaban escudos redondos de hierro además de sus armas, que parecían demasiado pesadas para que cualquier hombre pudiera manejarlas con efectividad, y sin embargo paraban la mayor parte de los golpes de los soldados mientras, con sus otras manos, las esferas llenas de colmillos describían sus prietas órbitas, estallando con terribles impactos.
Ronin se sintió sumergido en una marea oscura, ya no un individuo sino otra pieza a la deriva arrastrada por la corriente. Luchó, y los guerreros cayeron delante de su hoja como trigo ante una guadaña, pero siempre había otros para ocupar el lugar de los caídos, como si con la muerte de cada individuo fueran creados otros dos.
Siguió avanzando, el pie inseguro y resbaladizo a causa de las entrañas de los caídos mientras se encaminaba laboriosamente al prado para enfrentarse a los enjutos guerreros cabeza de muerto. Tuolin y Kiri estaban justo detrás de él. La gran hoja del rikkagin se alzaba y caía, y en su mano izquierda estaba el puñal con empuñadura de esmeralda con el que tajaba y paraba. Por su parte, la emperatriz estaba usando su espada con una consumada habilidad. Su peto brillaba, empapado de sangre y cuajarones, su negro pelo se había deslizado de sus sujeciones y caía ahora a su espalda, un oscuro manto.
Con un enorme arco que rasgó un pecho de barril, Ronin atravesó las últimas líneas de los guerreros de rostro plano y por primera vez en muchos momentos hubo espacio a su alrededor. El inmóvil aire estaba vivo con el siniestro susurro de las esferas. El último de los soldados cayó, la cabeza abierta como un fruto maduro, y miró a los sonrientes rostros en la rodante noche, tan blancos ahora a la semiapagada luz de los fuegos como las pálidas adormideras. Sus hundidos ojos eran agujeros vacíos sin rasgos discernibles de iris o pupila; sus cabezas giraban como engranajes sobre sus espinas dorsales cuando miraban a su alrededor.
Ronin alzó su hoja y atacó rápidamente, dejándola caer en un movimiento rápido a través de la clavícula de uno de los guerreros. El cuello fue seccionado y la cabeza voló de los huesudos hombros. No hubo sangre sino una lluvia de polvo gris que flotó momentáneamente, escupiendo fragmentos de vértebras de su periferia. El decapitado torso siguió avanzando hacia él, el brazo aún alzado, la colmilluda esfera girando, y se vio obligado a esquivar el golpe. Un siseo pasó por encima de él mientras se agachaba y la criatura, estremecida ahora, tropezó sobre sus pies sin nervios y se derrumbó.
En aquel momento sintió un titánico tirón y su hoja salió despedida, rodando al empapado suelo. Se inclinó hacia adelante y casi cayó encima del derrumbado cuerpo. Se volvió, vio a otro guerrero cabeza de muerto agitando hacia atrás la esfera con la que había golpeado su espada. Avanzó sobre él, con la mortífera esfera convertida en una amenazadora noria.
La criatura se echó hacia atrás y la esfera avanzó hacia él con tanta velocidad que sus colmillos rozaron su mejilla incluso pese a su movimiento de retroceso. Se arriesgó a bajar la mirada, vio que estaba demasiado lejos de su espada para arriesgarse a recuperarla, y que el esquelético guerrero estaba dando un rodeo de modo que ahora se hallaba entre Ronin y el arma.
Ronin giró su cuerpo de costado, aguardó el siguiente giro, contando para sí mismo a fin de que el cronometraje fuera perfecto. La esfera brilló cuando avanzó hacia él y la esquivó, contando de nuevo para estar seguro del ritmo. Cronometró su zambullida para que coincidiera con el momento en que su arco la alejaba más de él para concederse la máxima cantidad de tiempo.
Se dejó caer al suelo y rodó hasta el guerrero que acababa de matar, y sus dedos tantearon la húmeda tierra en busca de la cadena y la esfera. La larga hierba hacía difícil localizarla, pero su visión periférica había visto allá donde había caído cuando el guerrero se derrumbó, y ahora la agarró y siguió rodando. Se puso de nuevo en pie y se agachó inmediatamente para eludir la otra esfera.
Un zumbido. El arma del otro estaba trazando un nuevo círculo y Ronin esgrimió su propia esfera, ganando impulso, pero los colmillos se lanzaron contra él sin advertencia previa y sólo tuvo tiempo de alzar reflexivamente su esfera. Las cadenas chocaron, el impulso se apoderó de las esferas y las trabó mientras las cadenas se entrelazaban.
El esquelético guerrero tiró ferozmente y Ronin, desequilibrado, fue lanzado hacia adelante y chocó contra su adversario. La esquelética figura se agachó y lanzó su cabeza contra él, con la boca imposiblemente abierta. Una hilera de amarillos dientes, largos y estropeados, restalló horriblemente ante su rostro, y la esquivó justo a tiempo. Las chasqueantes mandíbulas lo persiguieron mientras intentaba soltarse. Pero liberarse ahora era perder su única arma. Snap, snap. El cuello, largo y flexible, atrajo los diente hacia él una y otra vez.
Sujetando aún la cadena, Ronin alzó su mano izquierda y, cerrado el guantelete de makkon en un puño, lo lanzó hacia arriba a la restallante boca. Fragmentos de dientes rotos llovieron sobre ambos, y Ronin golpeó una vez más y la cosa soltó su arma, alzando su escudo con ambas manos.
Ronin hizo girar la esfera con púas y apuntó. El huesudo cráneo se hundió, todo su lado izquierdo se hizo pedazos, y la cosa se derrumbó sobre sus temblorosas rodillas. Ronin golpeó de nuevo y el guerrero acabó de hundirse mientras sus rodillas se astillaban y los huesos de sus piernas se quebraban.
Entonces Ronin corrió en busca de su espada, dejando caer cadena y esfera; la aferró, y se volvió de nuevo al fragor. Los soldados estaban muriendo bajo el asalto de los guerreros cabeza de muerto.
Oyó gritar a Tuolin y, mirando a su alrededor, localizó al alto rikkagin. Avanzó en su dirección, eludiendo silbantes esferas. Vio a Kiri luchando al lado de Tuolin.
—No podemos resistir contra ellos, Ronin —jadeó el rikkagin mientras clavaba su espada en una esquelética figura—. Me temo que el campamento está perdido. Debemos hallar a Wo y reunir a los hombres restantes y retirarnos a Kamado.
Ronin miró a su alrededor. Los esqueléticos guerreros avanzaban firmemente, y ahora estaban dentro del perímetro de los pabellones. Los gemidos de los agonizantes resonaron en sus oídos mientras se retiraba con Tuolin y Kiri de vuelta a los pabellones, ensartando enemigos a cada paso. Una luz ardió brevemente y vio una tienda estallar en llamas. Hubo gritos de los soldados atrapados dentro.
La noche estaba estriada de amarillo y naranja y el calor danzaba en oleadas, alternando con el frío. La tierra humeaba blanca hasta que no pudieron ver ya sus botas. Kiri resbaló y cayó sobre un cuerpo, su cabeza chocó contra un cráneo, y cuando levantó su rostro su frente estaba negra y brillaba con sangre. Ronin la alzó, con la mano de ella aferrada a su brazo, y siguieron adelante por los estrechos y oscuros caminos entre las paredes de lona, eludiendo las llamas, atacando a los guerreros de rostro plano que bloqueaban su camino. El terreno estaba resbaladizo con viscosos líquidos y cosas blancas que crujían y chapoteaban bajo la suela de sus botas. Más pabellones empezaron a humear y a estallar en llamas.
Justo delante de ellos, la verde pared de lona de un pabellón se hinchó y se rasgó, y tres hombres se tambalearon fuera, cruzando sus espadas. Un guerrero de rostro plano cayó al suelo en mal ángulo y su cuello se partió. Al mismo instante un guerrero cabeza de muerto esgrimió su esfera, aplastando el esternón del soldado, que gimió y se dobló sobre sí mismo.
La hoja de Ronin golpeó con violencia la cabeza del esquelético guerrero, y el delgado cuerpo se estrelló hacia atrás contra el interior del pabellón.
Siguieron adelante, con Tuolin abriendo camino ahora, buscando por entre el frenesí el pabellón amarillo y azul en medio de los horribles restos que sembraban el suelo como hedionda marga.
Estaba ya en llamas cuando lo alcanzaron, láminas de chispas anaranjadas que crujían en la noche. Echaron a un lado las ardientes paredes y entraron, y hallaron al rikkagin Wo sin brazos, con las articulaciones de sus hombros carmesíes. Blancos huesos asomaban rosados por ellas. Un lado de su cabeza era un charco de sangre y materia pulposa. Su rostro estaba intacto.
Tuolin los llevó fuera del incendiado pabellón. Una lluvia de brillantes chispas cayó sobre sus hombros. Fuera, la noche se había calentado. Las llamas crepitaban por todas partes. Corrieron hacia un grupo de guerreros de rostro plano y los atacaron. Retrocedieron ante Ronin y éste fue tras ellos, hacia los incendiados pabellones, y Tuolin se vio obligado a sujetarlo por el hombro y hacerle dar la vuelta. Estaban llegando más guerreros cabeza de muerto.
—Esta noche hemos perdido el campamento, Ronin —dijo—. Tenemos que regresar a la fortaleza.
Salieron del campamento, la tierra de nuevo firme bajo sus pies, y siguieron el negro y desierto camino que conducía al puente. La sangre chorreaba de ellos como lluvia negra. Estaban ateridos y con el corazón enfermo. Camino del puente, los gritos y los crujidos les siguieron como criaturas vivas. No podía oírse ningún otro sonido. Ningún insecto dejaba oír su voz; ningún pájaro llamaba a su pareja.
Había empezado a soplar viento del noroeste, helado, y se aferraba a sus empapadas capas y hacía cantar las cuerdas del puente. Debajo de él el agua seguía discurriendo, pálida, espumeando en la oscuridad, remolineando alrededor de las negras rocas.
Todo estaba tranquilo ahora, y la noche se iluminó cuando pasaron un bosquecillo de altos abetos y la iluminación de las llamas los alcanzó de nuevo. Entraron en el puente. Y Ronin se encontró luchando de pronto contra las sombras que gravitaban grises entre ellos y el refugio de Kamado. Habían estado aguardando a los soldados que se retiraban, emboscados en las sombras a medio camino al otro lado del puente. Sólo la parpadeante luz los había traicionado, y la noche se vio llena bruscamente de nuevo con el zumbar y el sisear de las colmilludas esferas. Un esquelético guerrero golpeó a Tuolin en el costado antes de que tuviera la oportunidad de reaccionar. Ronin oyó su seca exhalación como una sorda explosión mientras esgrimía su espada en un corto arco oblicuo y cortaba la cadena. El rikkagin se aferró su sangrante costado, reclinándose contra las cuerdas guía a lo largo del borde del puente. Sus piernas empezaron a doblarse y la sangre resbaló por entre sus dedos.
Kiri se situó delante del alto hombre, atravesando la guardia de un guerrero y hundiendo su hoja en un estrecho pecho. La cabeza del guerrero osciló sobre su largo cuello y arrojó su escudo contra ella. Golpeó contra su hombro cuando intentó eludirlo y volteó por encima del lado del puente, resonando sordamente en sus oídos. Kiri se tambaleó y bajó unos instantes la guardia, y el herido guerrero lanzó su esfera.
Dos de los guerreros obligaron a Ronin a retroceder, intentando separarlo de los otros dos, pero contraatacó, su hoja destelló blanca, interceptando las dos esferas que llenaban el aire a su alrededor como criaturas voladoras.
Tuolin estaba jadeando, con su rostro convertido en una pálida máscara de dolor. Intentó alzar su hoja. El sudor brotó de su rostro con el esfuerzo.
Cerca de él, Kiri presionó su ataque, rodando para evitar el golpe del guerrero, saltando hacia arriba y golpeando su estómago con las botas. Esgrimió la espada hacia él, utilizando las dos manos, los pies muy separados, alzando el arma desde la altura de la cadera, poniendo toda su energía en sus hombros, a lo largo de sus brazos, con el impulso destellando en la hoja en medio de la noche. Clavó la espada en el cráneo del guerrero, y la hoja descendió hasta la negrura de sus ojos, clavándose finalmente en el paladar. El cráneo se abrió como las dos valvas de una concha, lanzando fragmentos de hueso a todo su alrededor. El cuerpo se dobló y se derrumbó pesadamente.
Entonces se volvió, con ojos llameantes, y con un largo y hermoso tajo de su espada rebanó el torso de uno de los enemigos de Ronin. La cabeza se adelantó mientras Kiri retiraba la espada y la chasqueante boca fue a por ella. Sorprendida, se echó hacia atrás y casi cayó por el resbaladizo borde del puente. Los dientes chasquearon mientras el torso se derrumbaba a sus pies.
Ronin desvió una girante esfera, calculando el tiempo tan perfectamente que la desviada arma terminó su giro a la altura del rostro del guerrero. Mientras se echaba desesperadamente a un lado para eludir su propia esfera, su cabeza se situó directamente en la trayectoria de la hoja de Ronin, y salió volando lejos de su cuerpo en medio de un gris surtidor de huesos y polvo.
Otro cabeza de muerto avanzó hacia Kiri, y ésta rebanó calmadamente sus piernas a la altura de las rodillas. Ronin la vio hacer una mueca en el momento del golpe. Con un segundo movimiento de la espada, envió el cuerpo que se derrumbaba por encima del borde del puente, una ósea confusión que desapareció dando tumbos de la vista. Pero ahora estaba agotada, el golpe del pesado escudo de hiero se estaba cobrando su precio, y permaneció allí de pie, jadeando, apoyada en su espada mientras sus muslos temblaban por la fatiga.
Ronin oyó un gruñido y se dio rápidamente la vuelta, la espada por delante. El último de los esqueléticos guerreros había tomado su cadena cortada y la había enrollado alrededor del cuello de Tuolin, y los plateados eslabones mordían cruelmente su piel. La inconstante luz de las llamas se reflejaba sobre los cuerpos que se debatían, el uno delgado y encorvado ahora, amarillo como un hueso viejo, el otro retorciéndose presa del dolor, oscuro por la sangre que lo cubría. Los ojos del rikkagin estaban desorbitados y sus vacías manos arañaban inútilmente los eslabones de metal que se tensaban contra su garganta. La sangre formaba un charco a sus pies.
Ronin saltó contra la cosa, aferrando sus hombros, intentando separarla de Tuolin. La cabeza osciló y las mandíbulas se abrieron, restallando contra él. Alzó su espada, pero carecía de espacio suficiente para usarla y no podía apartarse y atacar al guerrero con ella por miedo a alcanzar a su amigo.
La cabeza de la criatura serpenteó hacia adelante mientras Ronin se debatía en la duda y aferró la hoja con los dientes, clavándolos tan fuerte que Ronin no pudo soltarla de entre ellos. Mientras tanto seguía apretando la cadena y Tuolin colgaba inerte, ahogándose en sus propias exhalaciones mientras sus pulmones buscaban inútilmente aire. Sus rodillas se doblaron, y el guerrero cabeza de muerto tiró poderosamente de la cadena, y el chirriante sonido de los eslabones al tensarse sonó innaturalmente fuerte en la noche.
Sólo la mano izquierda de Ronin estaba libre, la derecha se hallaba atrapada en la empuñadura de su espada y no se atrevía a soltarla. La alzó, usando el pulgar contra el cuello de su oponente, apretando a través del pequeño espacio debajo de su espada horizontal. Justo encima de la base del cuello, localizó el punto triangular blanco y apretó furiosamente hacia dentro, perforando la garganta. Un gas fétido brotó hacia él y jadeó, volviendo la cabeza, rasgando hacia arriba a lo largo del delgado cuello con su pulgar. Los largos dientes resonaron de nuevo contra el liso metal de su hoja y la presa de las poderosas mandíbulas se aflojó mientras la cosa intentaba recuperar el aliento. Entonces clavó su dedo hacia dentro, utilizando todo el peso de su cuerpo a lo largo de su mano derecha, y el afilado borde de su hoja avanzó ante él, imparable, abriéndose paso a través del cráneo del guerrero.
Ronin apartó el cuerpo a un lado, trabajando frenéticamente en la cadena aún fuertemente apretada alrededor de la garganta de Tuolin. Las huesudas manos se negaban a soltar su presa sobre los eslabones, aunque el cuerpo estaba medio derrumbado sobre el lado del puente. Ronin tiró de los dedos, sin dejar de mirar al crispado rostro del rikkagin. Su piel había adquirido un tono azulado alrededor de sus ojos.
Kiri estuvo entonces a su lado, usando un pequeño cuchillo curvo para atacar los aferrados huesos, cortando a través de los nudillos hasta que fueron separándose uno por uno. Con un duro raspar, los eslabones se deslizaron lentamente hacia atrás mientras Ronin forzaba la cadena liberándola de alrededor del cuello del hombre rubio. Lo sostuvo cuando cayó.
Había empezado a nevar, los grandes copos blandos descendían oblicuamente, cubriendo los cadáveres sobre el puente, sus rostros convertidos ya en máscaras blancas, brillantes al parpadeante resplandor del campamento. Siseaban en las llamas y Kiri se estremeció, pensando en las girantes esferas llenas de colmillos.
Se volvió, sujetando su brazo izquierdo contra su costado, apretado contra él, usando el hueso de la cadera como apoyo de su peso para aliviar el dolor en su hombro.
Ronin envainó su espada y levantó a Tuolin entre sus brazos.
—Ahora, Kiri —dijo, empujándola ante él. Recorrieron a toda prisa la extensión restante del puente y empezaron a subir el camino que se extendía colina arriba hasta Kamado.
Fueron recibidos por soldados que los escoltaron hasta las imponentes murallas, llamando a los guardias de la entrada. Las puertas revestidas de metal se abrieron sólo lo suficiente para dejarles pasar, luego volvieron a cerrarse con un resonante clang.
Hubo un inmediato tumulto a su alrededor. Ronin depositó al rikkagin en manos de sus hombres, con el cuello negro por las terribles marcas, su camisa y sus pantalones chorreando sangre; lo llevaron de inmediato a los barracones. Ronin les siguió, rodeando a Kiri con un brazo mientras ella luchaba contra la inconsciencia. Rechazó la ayuda de los soldados, pero cuando se tambaleó la tomaron de entre sus brazos y dos de ellos la alzaron los escalones que conducían a los barracones y a través de la entrada. Ronin se dejó caer en los escalones, demasiado débil para seguir.
Al cabo de un tiempo un hombre llegó a los barracones y se sentó a su lado.
—Casi murió.
Era alto y de anchos hombres, con pelo canoso y una barba densa pero recortada muy corta. Su nariz era larga y curvada; sus ojos eran negros.
—El médico del propio T’ien está aquí dentro, si necesitas atención.
—Estoy agotado —dijo Ronin—. Eso es todo.
—Quizá será mejor que te vea de todos modos.
Llamó al médico, que salió y gruñó cuando vio a Ronin. Era uno de los que iban a bordo de la nave de Tuolin. Mientras trabajaba, el otro dijo:
—Es una suerte para nosotros que no haya muerto, ¿eh? —Luego, en voz más baja—. ¿Cómo te llamas?
—Ronin.
—Yo soy el rikkagin Aerant.
Ronin reclinó la cabeza contra la baranda de madera. Los antiguos dioses de la guerra, tallados en las columnas, miraban inexpresivamente a la oscuridad.
—Salvaste su vida.
—¿Qué? —Había un escozor a lo largo de sus hombros.
—Tuolin me dijo que tú le salvaste…
—¿Siempre le llamas por su otro nombre?
—Somos hermanos.
Ronin volvió la cabeza.
—No os parecéis en nada. —El médico terminó de fijar los vendajes. Volvió dentro.
—Tuvimos padres diferentes.
—Entiendo. —No pensó en nada.
—Puedo ayudarte.
Ronin se pasó una mano por el rostro.
—¿Cómo?
—Dime lo que ocurrió.
El rikkagin Aerant asintió con la cabeza mientras Ronin relataba los sucesos en el campamento.
—Mejor que Wo haya muerto, de veras. Su mente estaba cerrada a esta guerra; estaba tan acostumbrado a luchar contra los Rojos y las tribus del norte que no podía ver que la guerra había cambiado.
—¿Cómo podía explicar los guerreros que no sangran?
El rikkagin Aerant se encogió de hombros.
—La mente militar puede racionalizar cualquier situación. Carecía de imaginación. —Se sacudió los pantalones—. Es una lástima. Era un buen jefe.
—No estaba preparado para ese ataque.
—No, no lo estaba. Me gustaría saber cómo consiguieron penetrar tan fácilmente el perímetro.
—Tuolin te dijo…
El rostro del hombre era brillante a la luz de la antorcha.
—Sí. He visto estas cosas con las que luchasteis.
—¿Se lo dijiste a Wo?
El rikkagin Aerant rió secamente.
—No se lo dije a nadie excepto a Tuolin, e incluso él… —Sus ojos eran como frío cristal, estaban abiertos y eran agudamente inteligentes—. Ya sabes, ni siquiera los hermanos se quieren todo el tiempo.
—Quería ir conmigo.
—Ahora no lo hará. —Varios centinelas pasaron cerca, y sus botas resonaron contra las paredes de madera. La nieve había dejado de caer por el momento, pero el cielo estaba bajo y el aire era pesado y húmedo—. Es mejor así.
—¿Tú quieres ir?
El rikkagin Aerant volvió la cabeza hacia un lado. Un perro ladró en el siguiente bloque de barracones.
—No lo sé. Pero no importa. Me necesitan aquí. Te enviaré dos Rojos. Nacieron en esta región.
—Está bien.
Se puso en pie; sus ojos eran oscuros e inescrutables mientras miraba a Ronin.
—Quizá vuelvas.
Salió a la lodosa calle.
La nieve caía con suavidad sobre la muralla, ahogando el sonido de las botas altas de los guardias contra la piedra. Chapaleaba a su alrededor, oscureciendo las últimas ascuas que aún brillaban en las cenizas del campamento, una pálida alfombra formando bultos en el suelo, ocultando los cuerpos de los combatientes caídos.
Todo estaba tranquilo en Kamado excepto el crujir de los pasos de algún ocasional grupo de soldados de patrulla. Suaves voces flotaron hasta él por un momento y luego desaparecieron en el sisear de la nieve. Se apretó más la capa alrededor de sus hombros. El dolor estaba disminuyendo allí. Su mente estaba deliberadamente en blanco, no deseaba anticipar.
Vio a Kiri caminando por la muralla, buscándole. La llamó sin palabras.
—¿Cómo está tu hombro?
Ella se sentó a su lado.
—Mejor. El hueso se sabía salido de sitio. Es muy bueno. —Se refería al médico.
Él asintió a la noche.
Ella apoyó una mano en su brazo, la fue subiendo.
—Hay una habitación en los barracones.
—Creo que no.
—Regreso a Sha’angh'sei al amanecer. Tengo que hablar con Du-Sing. Los Verdes y los Rojos tienen que unirse ahora.
—Sí.
—Y tú debes ir al bosque con la primera luz. —Su aliento creaba cálidas exhalaciones blancas contra un lado del rostro de él—. ¿Por qué no?
Él la miró directamente al rostro.
—Has cambiado.
No sabía lo que esperaba ver en ella, pero se sintió sorprendido. Ella pareció humillada, sus mejillas se encendieron.
—Por supuesto. Matsu está muerta. Ahora yo sólo soy media persona, no apta para estar conmigo. —Se levantó y se alejó de él, a lo largo de la blanca escarpa de la alta muralla, y desapareció por unas empinadas escaleras.
El amanecer era un manchón rojo sangre que ardía fríamente a través de un largo desgarrón en las apelotonadas nubes grises, orladas de rosa y perlinas ahora por el este allá donde el hinchado disco ovalado del sol se alzaba con agónica deliberación.
Contempló la luz penetrar en el mundo, por encima de la muralla sur, donde había permanecido toda la larga noche. La nieve había dejado de caer justo antes de la primera luz, este día parecía de alguna forma más natural que el último.
Ronin se puso en pie, inspiró profundamente el helado aire y estiró sus agarrotados músculos. Miró hacia el sur a lo largo del desolado sendero, completamente blanco ahora. Más arriba la nieve era rosada. No pudo distinguir ninguna huella, y el escaso follaje y su ángulo de elevación le indicaron claramente que el camino a Sha’angh'sei estaba despejado.
Bajó a los barracones. Dos hombres bajos con el pelo sujeto en largas colas y negros ojos almendrados le aguardaban pacientemente. Un soldado bajó los escalones con una humeante taza de té. La aceptó agradecido y bebió, saboreando su especiado calor. Declinó el cuenco de arroz.
Kiri estaba ya en los establos. Ensilló en silencio su luma, pasando constantemente su mano por sus flancos. El luma de Ronin bufó y pateó el suelo cuando entró. Flotaba paja en el aire.
Kiri montó en el animal, y éste se agitó en su deseo de partir. Tiró fuertemente de las riendas para mantenerlo en su sitio. El animal llamó al ruano, un quejumbroso adiós empañado por la exultación del viento y el camino, y Kiri tiró de nuevo de las riendas.
Sacó al luma del establo, con Ronin a su lado. Recorrieron las tranquilas calles, con el clop-clop de la montura ahogado por la alfombra de nieve. La cabeza del luma osciló mientras olisqueaba el frío aire, con volutas de humo brotando de sus amplias fosas nasales. Sus orejas se agitaron y Kiri le habló suavemente, una canturreante letanía.
En la puerta sur, él la atrajo hacia sí y besó su mejilla.
—Mátalo —dijo ella en su oído con un sollozo—. Mátalo antes de que yo regrese.
Y clavó los talones de sus botas en los flancos del luma, tirando de las riendas, y el animal saltó a través de las abiertas puertas, un destello azafrán, fuera de la ciudadela, a la gran carretera blanca que conducía al hogar.
El silencio era como el restallar de un trueno, lamiendo sus tímpanos con una proximidad innatural. En las profundidades del bosque la nieve no era más que un ligero polvo debido al dosel de densas ramas sobre su cabeza. Se sintió impresionado por su austera belleza, blanca y helada en sus entrelazadas superficies superiores, las inferiores de un verde profundo que se acercaba al negro entre las sombras azules.
La quietud era extraordinaria. Si dejaba de moverse, podía oír el sisear de su propia respiración y, algo más lejos, las inhalaciones y exhalaciones de los dos Rojos.
Con un estremecido susurrar, un alud de nieve en miniatura cayó de una rama, y Ronin alzó instintivamente la vista. La amplia rama verde con sus agujas de dulce olor se balanceó, y un destello escarlata profundo pareció aletear hacia él.
Estaban en un pequeño claro, pero aún así el cielo estaba enteramente oscurecido. Por entre los altos pinos, un lecho de fragantes agujas pardas alfombraba el suelo del bosque. La helada tierra era dura cerca de los antiguos y retorcidos robles con su entrelazada red de ramas y su profusión de hojas ovaladas.
Avanzaron más profundamente en el bosque, con Ronin imitando cuidadosamente los lentos y deliberados movimientos de los Rojos, creando un mínimo de alteración. El camino estaba tan enmarañado por la maleza que muy a menudo se veían obligados a ir en fila india, girando sus cuerpos de costado a fin de avanzar a través del estrecho hueco entre los árboles.
Se dio cuenta de que estaban en una pendiente y, a medida que el camino se hacía más pronunciado, empezaron a aparecer afloramientos de granito. Pronto llegaron a la cresta de la elevación, y el suelo del bosque descendió ante ellos. A su izquierda pudieron oír el resonar de una corriente de agua. Negros pájaros volaron entre las cargadas ramas, llamándose en agudos staccatos, enviando ocasionales lluvias de pulverulenta nieve a la tierra debajo de ellos. Había poco sotobosque, sólo musgo verde y un liquen grisazulado que se aferraba a las superficies de las rocas.
No vieron huellas aquella mañana y Yuan, uno de los Rojos, envió a su compañero en una tangente.
—Quizá tengamos más suerte por este lado —le dijo a Ronin.
Siguieron hacia el norte, el bosque invariable en su densidad. En una ocasión Yuan se detuvo y señaló hacia su derecha. Ronin vio un zorro rojo, con su larga cola barriendo el suelo mientras corría alejándose de ellos.
Poco después del mediodía el Rojo le hizo una señal y, agachándose, se movió de árbol en árbol tan silenciosamente como le fue posible hasta situarse al lado del arrodillado hombre.
Yuan le susurró algo al oído y Ronin miró a través de unos densos robles. Había movimiento y se acercó un poco más, cambiando su ángulo de visión. Al otro lado de los árboles había quizás una docena de los esqueléticos guerreros cabeza de muerto, escudos al brazo, con sus colmilludas esferas oscilando en sus caderas mientras avanzaban. A su lado se movía una veintena de hombres de liso pelo negro peinado hacia atrás en una cola. Todos tenían ojos negros almendrados. Iban armados con espadas curvas de un solo filo y hachas de mango corto idénticas a las de Yuan. Otro hombre apareció a su vista y lo examinó atentamente. Ojos como piedras agrandadas por la inmovilidad del agua, un gran bigote caído. No podía olvidar aquel rostro. Po, el amargado comerciante que había abandonado la cena de Llowan.
Ronin tocó a Yuan en el hombro y se retiraron de los robles.
—¿Quiénes son los hombres que van con los altos? —preguntó Ronin en voz baja.
—Rojos.
—¿Por qué están con el enemigo?
—Odian a los Verdes. Es un odio antiguo. Los altos les prometen el poder en Sha’angh'sei, donde dominan los Verdes, a cambio de su ayuda aquí en el norte.
—¿Lucharán contra los suyos; unirán sus fuerzas con ésos que no son hombres?
—El poder es extraño, ¿no? —dijo Yuan.
—Pero morirán junto con nosotros, si este enemigo resulta victorioso.
El otro se le quedó mirando.
—¿Crees que puedes convencerles de eso?
Ronin pensó en el estallido de Po. Negó con la cabeza.
La tarde se desvaneció mientras buscaban en vano alguna huella del makkon. Cerca del anochecer renunciaron, y Yuan le condujo de vuelta al claro donde habían acordado reunirse con el otro Rojo.
—Sólo podemos confiar en que Li haya tenido más suerte —dijo Yuan.
El claro estaba oscuro cuando llegaron, la nieve azul, las sombras aún más azules. Al otro lado del pequeño espacio abierto un árbol gravitaba en la oscuridad, retorcido y deformado. Yuan fue a sentarse delante del árbol. Ronin fue lentamente tras él, escrutando la oscuridad con la mirada.
Quizás a unos cinco metros del suelo del bosque una rama había sido desgarrada del árbol, dejando un largo y astillado muñón como una lanza. En aquella improvisada estaca había sido empalado Li, de la espalda al esternón, como si hubiera sido arrojado hasta allí por una fuerza titánica.
Sin una palabra, Yuan desenvainó su espada y la hizo girar sobre su cabeza, cortando la rama por detrás de Li. Cayó pesadamente al suelo, las piernas recogidas bajo él, los ojos abiertos, mirando alocadamente sin ver. La nieve era oscura allá donde quedó medio sentado, la espalda contra el tronco del viejo árbol.
El suelo era demasiado duro para enterrarlo, así que se dirigieron al norte, y al poco rato instalaron el campamento. Yuan reunió leña seca y se puso a encender un fuego sin humo.
Ronin hizo la primera guardia. La pálida luz del fuego danzaba contra la azul extensión de nieve y los negros árboles. Las sombras iban de un lado para otro. Justo fuera del anillo de luz oyó los pequeños correteos y los suaves susurros de los animales nocturnos.
Si se inclinaba hacia la derecha podía ver el creciente de luna y su estrella acompañante, fragmentos de brillante platino, fríos y remotos, a través de un pequeño hueco en el dosel del bosque.
Algo aulló, un lobo de las nieves quizá, y los sonidos del bosque cesaron momentáneamente. Pero el sonido no volvió, y gradualmente la miríada de diminutos sonidos regresó a él. Un búho ululó e, invisible, un pájaro aleteó por encima de su cabeza.
Cerca del final de su guardia empezó a nevar, un fino polvo que se filtraba sobre él y Yuan a través del entramado de ramas, hojas y agujas.
Despertó al Rojo, que se estiró, bostezó y fue a echar más leña al muriente fuego.
Ronin se durmió al instante, un largo sueño sin sueños hasta que la oscuridad dio paso a un parpadeante carmesí y tuvo la impresión de que el cielo chorreaba sangre. Oyó voces bajas, muy lejanas pero lo bastante cerca como para que las palabras individuales parecieran reverberar en sus tímpanos. ¿Todavía no? No puede haber más retraso. Sabes tan bien como yo lo que debe trascender antes de que le encontremos. Sí. De acuerdo. Ya estoy en el lugar; la embarcación está preparada. Lo traeré aquí, me aseguraré de ello. En estos momentos no tengo nada seguro; el tiempo fluye demasiado rápidamente; el Kai-feng viene. Pero estamos Fuera. Sí, pero debemos depender de aquellos que no lo están; nuestro tiempo se está acabando. Se alejó de ello y abrió los ojos. Oyó el susurrar de las ramas al viento, el lamento de la llamada de un chotacabras. Volvió la cabeza. El fuego crepitaba, las ascuas relucían naranjas y blancas. Yuan estaba sentado, los brazos alrededor de las rodillas para ahuyentar el frío, mirando fijamente las sombras del bosque.
Ronin cerró los ojos y volvió a dormirse.
La helada luz azul del amanecer lo despertó. Recordó las voces y por un instante, desorientado, pensó que había habido dos hombres al lado del fuego.
El fuego estaba apagado, las cenizas grises y frías. Yuan seguía sentado en la misma posición, mirando hacia los árboles. Ronin se dirigió hasta él, adelantó una mano, hizo una pausa. El otro se derrumbó. El Rojo estaba muerto. Había un negro agujero atravesando su corazón. Algo había perforado rápidamente su cuerpo del pecho a la espalda. Podía haber sido atacado por un animal salvaje. No se había movido durante toda la noche.
Ronin se alejó del campamento, rápidamente y sin ningún sonido, dirigiéndose al norte, hundiéndose más en el bosque. Le hormigueaba la espina dorsal.
Empezó a nevar de nuevo, más intensamente ahora, amortiguando todo sonido y limitando la poca visibilidad que había en aquel laberinto.
Se alzó viento, agitando su capa y alzando remolinos de nieve contra su rostro. Entonces creyó oír el sonido de un cuerno, lejano, como un lamento.
La bruma brotaba del suelo del bosque, perlina y densa. Ahora todo sonido, toda sensación de dirección, quedaban ahogados. Sus botas pisaban el suelo en silencio, pero el corazón martilleaba en su pecho. Franjas oblicuas de grisácea luz penetraban en el bosque, iluminando la translucencia de la bruma, y bruscamente se encontró perdido en un lugar salvaje de humo y vagas sombras.
Los diminutos sonidos del bosque habían desaparecido, y con ellos el pequeño consuelo de estar con otras criaturas vivas. Se sintió aislado, como si ya no pisara el mundo del hombre.
La nieve caía en silencio, mezclándose con la almibarada bruma. Avanzó cautelosamente, con una mano tendida por delante, como un ciego guiándose por entre los troncos de los árboles que se alzaban a su paso, visibles tan sólo en el último momento.
Su sentido del tiempo se alejó de él. Ya no sabía si llevaba andando horas o días, si el sol brillaba aún por encima del techo de su mundo o si ya se había puesto.
Abrió la boca, dejando que la nieve se fundiera y aplacara su sed. Con eso se dio cuenta de pronto de su hambre. Empezó a rebuscar algo en el bosque, pero no vio nada. Ningún animal, ningún árbol o arbusto con frutos comestibles. Su hambre creció, arañando su estómago. Siguió avanzando.
Finalmente tropezó con una raíz expuesta y supo aturdidamente que tenía que descansar. Agotado, se sentó con la espalda contra el tronco de un viejo pino. Su aroma estaba a todo su alrededor. Las agujas pardas eran suaves bajo sus pies. Inclinó la cabeza sobre su pecho, pero el hambre no le dejó dormir.
Ahora parecía más oscuro todo, la difusa luz parpadeaba en la periferia de su visión. Se dio cuenta de un bulto bajo su cinturón, Medio dormido, rebuscó con los dedos, halló algo. Era esponjoso. Comida. Bajó la vista para ver mejor, pero a la incierta luz era imposible distinguir claramente. Dio un mordisco, luego otro, masticando pensativamente. Su sabor era ligeramente amargo. Fue tan sólo cuando hubo terminado que la bruma pareció aclararse de su mente lo suficiente y supo que había comido la extraña raíz con forma de hombre del boticario de Sha’angh'sei. Una inmensa urna, peces nadando perezosamente, aletas como de gasa agitándose a la corriente, la sensación del curvado lado… Eternidad. Se encogió de hombros. Empezaba a sentir ya unas fuerzas renovadas. Todo lo que necesitaba era…
En aquel momento creyó oír una distante llamada, como un grito de triunfo, y se puso en pie, dispuesto a ir en aquella dirección, cuando oyó un sonido más inmediato a sus espaldas. Se volvió.
La bruma era más densa ahora, el perlino gris relucía en arcos iris al borde de su visión.
Se enfrentó a una sombra, distinta de las de los árboles, en una línea de enormes y antiguos robles, dentro del azul profundo de su sombra. Avanzó un paso, seguro ahora de que el makkon lo había encontrado. Su mano fue por la fuerza de la costumbre a la empuñadura de su espada. No iba a servirle de nada contra la criatura.
La figura avanzó de entre las sombras, y una diminuta nevada revoloteó alrededor de sus hombros cuando una rama se vio alterada por el movimiento de su cabeza. Con un estremecimiento, la rama se convirtió de blanco en verde oscuro.
El sonido de la espada de Ronin al ser desenvainada fue un seco raspar innatural, su volumen ensordecedor, porque contempló un rostro tan extraño que ahuyentó todo pensamiento del makkon de su mente.
Ronin contempló fijamente al Ciervo.
Tenía más de cuatro metros de altura, con amplios hombros y largos y esbeltos brazos, piernas de gruesos muslos. Iba vestido con unos pantalones del negro más profundo, una tonalidad densa y peculiar en la que resultaba difícil enfocarse. Llevaba una cota de mallas lacada del mismo color, mate, no reflexiva. Una capa ondeaba a sus espaldas hasta el suelo del bosque. Llevaba un enorme cinturón de metal sujeto a la cintura y de él colgaban dos espadas envainadas, una tan larga que casi rozaba el suelo, la otra más corta que el arma tradicional de Sha’angh'sei. Ronin las contempló durante un largo instante, preguntándose por qué le eran tan familiares. Estaba seguro de que nunca había visto antes nada parecido, y sin embargo…
Sus ojos se vieron atraídos irresistiblemente a la cabeza, aunque con una reluctancia que halló inquietante. No temía a la muerte, pero ahora se sintió aterrado. Se estremeció por dentro, no algo físico, sino como si alguien pulsara los acordes de sus nervios en lo mas profundo de su ser, y hubo una terrible risa en alguna parte en su interior, una sensación helada y espectral. Su estómago se contrajo.
La inmensa cabeza emergió a la incierta iluminación de la bruma. Las sombras parpadearon tras ella. Estaba dominada por un largo hocico con amplias, húmedas y temblorosas fosas nasa les y, debajo de ellas, una enorme boca con grandes dientes cuadrados. Las oscilantes orejas eran triangulares, velludas y, al lado de ellas, creciendo desde la inclinada frente, había una enorme doble cornamenta, curvada y ramificada.
Toda la cabeza estaba cubierta por un pelaje profundamente negro, intenso y brillante. La mirada de Ronin recorrió todo el pelaje hasta que se clavó en los ojos del Ciervo. No eran redondos como los de un animal sino más bien ovalados, los ojos inteligentes de un hombre. Eran penetrantes, pigmentados con un color frío que no tenía análogo en este mundo.
El Ciervo abrió los labios, y algo gritó de tal modo a través del cerebro de Ronin que sus rodillas se doblaron y soltó su hoja, que cayó delante de la criatura. Hubo una risa maníaca, y más allá de ella una voz horrorizada estaba gritando: ¡Ponte en pie! ¡Ponte en pie y mata a la bestia, porque eso es todo lo que es! Pero sus brazos no respondían y sus dedos estaban ateridos cuando aferraron las blandas agujas de pino del suelo del bosque. ¡Destrúyelo antes de que él te destruya a ti! Intentó vomitar pero nada salió por su boca. Inclinó la cabeza sobre la nieve, el frío fue como una llama contra su frente mientras el Ciervo avanzaba destacándose de las cerúleas sombras. Sus altas botas crujieron sobre la nieve, creando ecos entre los árboles. El viento se alzó firmemente, aullando a través del laberinto de ramas como un odioso niño. Ronin se sintió enraizado a la tierra, otro árbol en el bosque, sorbido por la gravedad.
Una extraña mano córnea se movió y el Ciervo extrajo su espada larga, una hoja de ónice profundamente negra, translúcida, forjada por una antigua maldad. Hubo un suspiro cuando las hojas temblaron, susurrando su nombre: Setsoru.
El Ciervo se detuvo delante de la arrodillada forma de Ronin y, adelantando su mano libre, sujetó su pelo, tirando de su cabeza hacia arriba y hacia atrás para poder mirar al rostro de Ronin. La inmensa espada estaba muy alzada, llameando en la bruma que se enroscaba a su alrededor. Y entonces el Ciervo bajó la vista. Miró a los ojos incoloros de Ronin. Los labios del animal se fruncieron hacia atrás en una sonrisa que era una mueca y sus ojos giraron en sus órbitas. La cornamenta sacudió la nieve de las ramas encima de su cabeza. Odio y miedo se alternaron en su rostro, y la hoja de ónice tembló.
¡No!, gritó el Ciervo. El viento aulló. Hubo una voz en la mente de Ronin; sus oídos sólo captaron el rugir del viento.
Y en aquel instante de vacilación, cuando ambas figuras, profundamente unidas, parecieron incapaces de ningún movimiento o pensamiento coherente, hubo un fiero gruñir y una frenética mancha de elástico movimiento. De la girante bruma brotó una forma, con las enormes mandíbulas abiertas y las arañantes patas delanteras extendidas. Sus curvadas garras se lanzaron hacia la garganta del Ciervo. Aún distraído, su rostro convertido en una máscara de odio, pudo hacer poco más que alzar su brazo libre para parar el inesperado ataque. Pero la criatura se mantuvo tenazmente en su sitio, las mandíbulas restallando, las garras rasgando una y otra vez el expuesto pelaje. El cuerpo se agitaba poderosamente.
La boca del Ciervo se abrió y de ella emergió un aterrador grito de rabia y confusión que resonó en la mente de Ronin como el retumbar de un trueno. Lanzó un último golpe a la criatura con el mango de su espada y, con sorprendente rapidez, saltó al laberinto de pinos y robles y desapareció al instante.
El atacante se quedó inmóvil, sentado tranquilamente sobre un lecho de agujas de pino cerca de la postrada forma de Ronin, lamiéndose sus patas delanteras.
Entonces lo has encontrado.
Como tú sabías que haría. La cabeza del atacante se alzó. Tenía quizá dos metros de largo, un animal de cuatro patas con una dura piel escamosa a lo largo de su musculoso cuerpo y poderosas patas. Tenía una cabeza velluda con un largo hocico de perverso aspecto lleno de afilados dientes. Sus ojos eran rojos y absolutamente inteligentes. Su cola delgada como un alambre azotaba el suelo a uno y otro lado, agitando las agujas.
Hynd, ¿lo…?
Sí. Los inteligentes ojos miraron a Ronin. El luma aguarda en el linde del bosque.
Excelente. ¿Ella está aquí todavía?
Sí. Vendrá. ¿Es eso bueno?
Es como tiene que ser. La incorpórea voz se encogió de hombros de algún modo. El makkon está ocupado en otras cosas, pero no sé durante cuánto tiempo.
Entiendo.
La criatura bajó su hocico y empezó a empujar con él hacia la cabeza de Ronin, dirigiendo la fría nieve sobre su rostro.
Despertó, parpadeando, viendo delante de él los árboles verdes y blancos y el brillo de su caída espada y el rostro amistoso de Hynd. Hynd, el compañero de rostro cruel pero maravilloso de Bonneduce el Último, el misterioso hombrecillo al que había encontrado en la Ciudad de los Diez Mil Senderos, que le había hecho el regalo del guantelete de makkon.
Se sentó, aún medio aturdido. La perlina bruma estaba recediendo. La dorada luz del sol penetraba en aleteantes haces por entre el dosel del bosque. Se levantó y, enfundando su hoja, dejó que Hynd lo dirigiera a través del laberinto de árboles. El suelo del bosque se volvió menos rocoso y más blando a medida que los viejos robles dejaban sitio gradualmente a los verdes pinos y azulados abetos. Infaliblemente, Hynd lo condujo a los límites orientales del bosque. Cruzaron la última línea de árboles, apartando a un lado el follaje más pequeño que formaba el linde, y Ronin vio a su luma, con su brillante pelaje carmesí a la luz. Vio el cielo, de un azul intenso, ya en pleno atardecer en el este.
Al lado de su luma había otro, más pequeño, de pelaje azul cielo. Montada a horcajadas en él estaba Moeru. Fue hasta ella, con Hynd trotando fácilmente a su lado. Ella sonrió y acarició su rostro con su pequeña mano pálida. Su largo pelo negro se agitó alrededor de su rostro, cubriendo uno de sus ojos. Exactamente como…
—Moeru, ¿cómo has llegado hasta aquí?
Ella bajó la vista hacia él, dibujó en el polvo de su silla dos puntos moviéndose, luego otro detrás: jinetes.
Él sujetó el acolchado de su chaqueta de montar.
—¿Por qué nos seguiste?
Ella apoyó un dedo a lo largo de la clavícula de él, trazando hacia abajo los contornos de su pecho. Su uña raspó la tela.
Bruscamente, Ronin sintió una oleada de aturdimiento y apoyó la cabeza contra el frío cuero de la silla. Los jinetes desaparecieron. Ella apoyó una mano en su cuello y masajeó. Su cabeza se aclaró. Ella se lamió los dedos y limpió el polvo de su frente.
Ronin sintió que algo tironeaba de las perneras de sus pantalones y bajó la vista. Hynd gruñó. Se arrodilló, acariciando el extraño pelaje acorazado.
—¿Eras tú al que oí buscándome?
Hynd tosió suavemente. Apuntó con el hocico al luma de Ronin.
—¿Dónde nos llevas? —Era una pregunta retórica.
Se puso en pie, fue a su montura. Hizo una pausa con un pie en el estribo.
—¿Qué hay del makkon, Hynd? Debo matarlo o estaremos todos condenados.
La criatura gruñó de nuevo, un sonido bajo y gutural.
—Tengo que seguirte, lo sé. —Bajó la vista a Hynd—. ¿Y cómo me encontraste, me pregunto? —No hubo respuesta.
Subió a la silla y tomó las riendas. El luma bufó y retrocedió unos pasos, llamando, e Hynd echó a andar por una pendiente que conducía al este. Ronin tiró de las riendas y su luma giró. Clavó los talones en los flancos y echaron a andar, con Moeru a su lado, hacia el este que se oscurecía por momentos, lejos del bosque de oscilantes pinos.
El terreno fue descendiendo gradualmente mientras el atardecer daba paso a la noche. Galoparon por un serpenteante camino, con el terreno lleno ahora de afloramientos rocosos contra los cuales florecía un denso follaje en salvaje abandono. Flores amarillas salpicaban la tierra en grandes manchas de color.
Bruscamente empezaron a subir una empinada ladera, y pronto se dio cuenta de que estaban ascendiendo una montaña. Las flores desaparecieron mientras el camino se volvía cada vez más agreste. Aquí y allá la negra silueta de un majestuoso pino cortaba la línea del cielo, pero cuanto más subían más escasos eran los árboles, hasta que toda la flora desapareció.
El cielo nocturno estaba lleno de densas nubes turbulentas de fondos vagamente fosforescentes con inquietantes tonalidades. Ronin las observó amontonarse mientras sentía la poderosa musculatura del luma trabajar bajo él en una fluida cadencia y coordinación.
Siguieron su camino a través de la fría oscuridad, con los animales galopando incansablemente a toda velocidad. Los luma se regocijaban en su cinética marcha, quizás extrayendo su energía del propio trayecto, porque Ronin tenía la impresión de que cuanto más lejos iban más fuertes se volvían sus monturas. Eran guiados por el elástico cuerpo de Hynd, llamándole o llamándose entre sí.
Empezó a nevar en frías ráfagas racheadas, con el viento convertido en un cruel cuchillo que cortaba cuerpo y rostro, empujándoles, gimiendo a través del paso de montaña cubierto de rocas por el que siguieron subiendo. El aire se volvió helado y la nieve se convirtió en granizo, golpeándoles, rebotando contra el granito, el helado suelo, empapando el pelaje de los lumas, resonando como metal en la armadura de la piel de Hynd.
En una ocasión Ronin miró tras él. La llanura desde la cual habían subido todavía era visible, y vio las gruesas llamas que estribaban el terciopelo de la noche y oyó un profundo retumbar que era imposible de desentrañar. Y le pareció ver las oscuras sombras de hombres moviéndose, avanzando al ritmo de un profundo tambor, y las arcanas estructuras de toda una variedad de máquinas de guerra, invenciones para matar y mutilar. Estaba lloviendo fuego, el continente del hombre se sacudía con los movimientos de la guerra. Sintió que el aliento lo abandonaba y, con los ojos medio cerrados, clavó los tacones de sus botas en los flancos de su montura, siguiendo la elástica forma de Hynd mientras éste avanzaba a la cabeza. Luego inmensas proyecciones de roca bloquearon vista y sonido al girar un recodo en medio de las inquietas nubes.
Sus ojos se abrieron de pronto al sonido de un agudo chillido a su lado. Se envaró y llamó a Hynd, que ya estaba volviendo sobre sus pasos. Miró a la escasa luz, vio a Moeru en el suelo entre las patas de su luma.
Desmontó y fue hacia ella. El luma dejó escapar un grito y Ronin vio que su pata delantera izquierda estaba rota. Se inclinó y cuidadosamente liberó a la mujer; no parecía herida. Extrajo su hoja y cortó rápidamente la garganta del luma.
Envainó de nuevo su espada, montó en su ruano e, inclinándose, ayudó a la delgada Moeru a subir tras él. Ella pasó los brazos alrededor de su cintura. Sintió su calor, la presión de sus pechos, la rapidez del pulso en su nuca, el ritmo de su respiración.
Siguieron subiendo la montaña durante toda la noche y, cuando el sol naciente empezaba a teñir el horizonte por el este, llegaron a la cima. Ronin tiró por un momento de las riendas para examinar el paisaje a la creciente luz. Las laderas orientales de la montaña se extendían ante ellos, conduciendo muy abajo a una meseta de campos y prados geométricos, salpicados por el verde oscuro de varios bosques, que descendían gradualmente hasta el mar, brillante y destellante a medida que el rojo sol ascendía centímetro a centímetro por el horizonte. Lacaba el mar de carmesí, llano y brillante como metal bruñido.
Entonces empezaron a abrirse camino en zigzag ladera abajo, y al atardecer estaban al borde de la meseta. Cruzaron la ondulante alfombra de hierba. No había ninguna huella de nieve allí y el cielo estaba claro, de un color azul profundo, casi negro cerca del horizonte oriental que el sol era el primero en iluminar y el primero en oscurecer.
Hynd les condujo por un serpenteante sendero mientras los prados cedían paso a los campos cultivados, anegados y desiertos arrozales en cuyos bordes se alzaban ruinosas casas de madera sobre pilotes, techadas con papel, con diminutas linternas colgando de sus puertas delanteras como brillantes ojos de insectos en la creciente oscuridad.
Varias veces los guió Hynd a los bajíos de los inundados arrozales, con el agua chapoteando a su alrededor hasta que se detuvieron perfectamente inmóviles, con Ronin acariciando el cuello de su luma para que no gritara mientras un distante retumbar se convertía en el urgente tronar de muchos cascos de caballos que alzaban nubes de polvo y hierba mientras pasaban en largas hileras.
Finalmente cesaron los arrozales y pasaron junto a bosquecillos de árboles que siseaban en la noche. Estaban de nuevo en tierra seca, ganando velocidad, los instintos de Hynd soberbios.
Y ahora corrían con el viento, hacia el este, sobre tierra llana con sólo maleza baja para romper la monotonía. Hynd saltaba hacia adelante como si captara que el final de su viaje estaba cerca. El luma bufaba y corría tras él y Ronin, ebrio con la velocidad y el movimiento rítmico repetitivo de la larga cabalgada, todavía no recuperado de su singular encuentro en el bosque, permanecía como ajeno a todo aquello, permitiendo que su montura lo llevara, sin contemplar el final del viaje, con la mejilla de Moeru convertida en un suave peso sobre su hombro, sin preocuparse de hacia dónde iban, deseando tan solo que terminara ahora o no terminara nunca, entumecido, agotado.
Así, conducidos por el extraño híbrido que era mitad cocodrilo, mitad roedor, y algo mucho más allá, cabalgando una montura carmesí cubierta de sudor, con una mujer a la que apenas conocía aferrada a su espalda, entró en la pequeña ciudad portuaria de Khiyan, agotado y con ojos turbios, medio muerto de hambre, los labios hinchados por la sed y el rostro negro por el viaje, pasando junto a sorprendidos madrugadores, porque recién acababa de amanecer. Recorrieron las resbaladizas calles adoquinadas, más allá de las casas de madera con techos inclinados y chimeneas de piedra de las que brotaban delgados hilos de humo al frío aire salino de la mañana.
Las gaviotas trazaban círculos en el aire, planeando bajas sobre el agua, gritándole al sol naciente. Y finalmente Hynd los condujo a los muelles, a una taberna con un oscilante cartel de madera colgado sobre sus dobles puertas abiertas, con las letras demasiado desgastadas por el viento y la lluvia para poder distinguirlas. Un creciente de redes de pesca colgaba fuera a lo largo de una de las paredes.
Al lado de la puerta había un hombre bajo de pelo blanco que llevaba sujeto con una desgastada banda de cuero, una barba canosa, y unos profundos ojos verdes muy separados en su arrugado y curtido rostro. Iba vestido con sencillez con una sucia chaquetilla de piel sobre la que colgaba una cota de mallas. Llevaba pantalones pardos y botas bajas de piel blanda. Acudió a la puerta a saludarles cuando entraron. Cojeaba apreciablemente al caminar.
—Ah, Ronin —dijo Bonneduce el Último—. Qué alegría verte de nuevo.
—Ahora el continente del hombre está bajo asedio desde todos lados.
—Pero Kamado es el empuje principal.
—Si. Creo que el Kai-gen se ganará o perderá allí.
—He oído antes esa palabra…
—Es la última batalla de la humanidad.
—Pero la clave es el makkon. Destruir uno es impedir que el Dolman aparezca en el mundo. —Engulló un trozo de carne, sirvió más vino a Moeru—. ¿Por qué entonces has hecho que Hynd me apartara de allí?
—Porque —dijo lentamente Bonneduce el Último— todavía no puedes derrotar al makkon. Si se hubiera enfrentado contigo en el bosque, seguramente te hubiera destruido.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Cómo supe que mataría a G’fand en la Ciudad de los Diez Mil Senderos? Los Huesos.
—¿Lo sabías, pero nos dejaste ir?
—No hubieras permitido que te detuviera.
Estaban sentados en el penumbroso interior de la taberna, cerca de las ventanas delanteras y las puertas abiertas que miraban a los amplios muelles de Khiyan. Altos barcos de velas cuadradas tan blancas como la nieve permanecían anclados, con sus cuerdas crujiendo. Barcazas cargadas con hombres y mercancías cruzaban la corta extensión de agua desde los muelles hasta el costado de los barcos. Dos pescadores pasaron junto a la puerta, empezaron a tomar las redes del lado de la taberna. Hubo una risa. El propietario de la taberna salió de detrás de la barra y se puso a hablar con los pescadores.
Dentro de la taberna, el hogar de piedra a lo largo de una de las paredes escupía llamas hacia arriba de la ennegrecida chimenea, pero todavía era demasiado pronto para que el lugar se hubiera llenado de humo. Las vigas de madera eran oscuras con la acumulación de carbón y grasa de cocinar.
Bonneduce el Ultimo había concedido a Ronin tres horas de sueño en una pequeña habitación del segundo piso con ventanas emplomadas que miraban a los muelles y una cama alta con colchón de plumón de ganso sobre la que se había dejado caer sin ningún sonido, y ni siquiera los duros gritos de los marineros a lo largo del corto malecón alteraron su sueño. El hombrecillo llevó a Moeru a la habitación contigua. Se levantó antes que Ronin, y lo sacudió gentilmente por los hombros para despertarlo cuando oyó a Bonneduce el Ultimo cojear escaleras arriba.
—¿Dónde están? —preguntó Ronin bruscamente.
Bonneduce el Último rebuscó en su chaqueta de piel con una leve sonrisa y extrajo las siete figuras geométricas talladas, o eso le había dicho el hombrecillo, de los dientes del legendario cocodrilo gigante. Había grabados extraños glifos en cada cara. Los Huesos.
—¿Qué te dicen?
—El Kai-feng ha comenzado, Ronin. Todos deben representar ahora sus papeles en la última lucha. Incluso Hynd y yo.
—¿Incluso?
El rostro del hombrecillo se ensombreció.
—Porque en esta batalla la humanidad permanecerá o caerá. Está amaneciendo una nueva era, Ronin, y nadie puede decir lo que traerá consigo.
—Ni siquiera los Huesos. —No era una pregunta.
—Ningún hombre, ningún ser, puede saber ahora el equilibrio del poder. —Hynd se agitó a sus pies. Sus patas delanteras se crisparon. Ronin bajó la vista hacia él. Quizá soñara, como había hecho Ronin, en prados deslizándose bajo sus patas, corriendo con el Ciervo, mágicamente transformado, su gran y bifurcada cornamenta convertida ahora en un resplandeciente yelmo—. Así, con todas las brillantes líneas al futuro cortadas, se hallan dispuestas las fuerzas ciegas. Así se hace compleja la lucha por el poder; así la victoria vale el sufrimiento; así —bajó la mano y acarició el acorazado lomo de Hynd— no sé más del final de esta batalla que tú.
Pensamientos del Kai-feng y del Ciervo, inexplicablemente entrelazados, llenaron la mente de Ronin. Luego puso esas cuestiones a un lado, alzó el puño con su guantelete.
—Debo darte las gracias. Tu regalo me ha ayudado a menudo.
Bonneduce el Último sonrió.
—Me complace oírlo.
Ronin creyó oír, procedente de alguna parte, un sonoro tictaqueo, como el que había oído en la casa del hombrecillo en la Ciudad de los Diez Mil Senderos. Sirvió más vino.
—Debes decirme cómo me encontró Hynd.
—Sí, por supuesto. Creí que lo sabías. Fue la raíz.
—Quieres decir comerla.
Bonneduce el Último asintió.
—Una vez entraste en posesión de ella, era sólo cuestión de tiempo el que la comieras…
—Pero ¿cómo podías saber…?
—Las circunstancias. —Se frotó su pierna más corta—. En cualquier caso, nuestra conexión es ahora más fuerte, y eso es importante…
—Pero…
—No cuestionaste el guantelete de makkon —dijo cuidadosamente Bonneduce el Último—. No cuestiones esto. Fue el penúltimo paso en la finalización del Viejo Ciclo. —Alzó una mano cuando Ronin iba a hacer otra pregunta—. No hay tiempo ahora. Tres de los makkons han venido ya al continente del hombre, y el cuarto está muy cerca.
—¿Qué hay del pergamino?
—Ahora iba a decírtelo —dijo el hombrecillo secamente—. Tienes que partir hacia Ama-no-mori.
Hubo silencio por un tiempo. Al otro lado de la habitación las llamas lamían los grandes troncos en el hogar y, con un suave crujir, el del fondo se partió, devorado por el centro. Brotaron chispas. Fuera, a lo largo de los muelles, las llamadas y las canciones de los marineros preparando sus barcos para sus viajes por mar parecían apagadas y remotas. La luz del sol penetraba en franjas como fundidas, cálidas como la miel, muy lejanas.
Ronin contempló el curtido rostro.
—¿Sabes dónde está la isla?
El hombrecillo asintió.
—He trazado tu rumbo. El conocimiento que buscas, el conocimiento que necesita la humanidad, ya no existe en el continente del hombre.
—El Bujun… —dijo Ronin.
—Sí.
El aire era cálido y suave como debía ser el aire del verano. El viejo sol parecía arder más intenso aquí. Sin embargo no era posible olvidar el conflicto que destruía el continente del hombre más allá de las azules y brumosas laderas de la montaña al oeste.
El rostro de Ronin era hosco mientras avanzaba a lo largo del frente marítimo y salía a los muelles. Bonneduce el Último e Hynd trotaban a su lado. Sujetaba a Moeru por la mano.
El hombrecillo señaló y, escudando sus ojos del sol, Ronin siguió la dirección de su mano y vio el barco de dos mástiles a poca distancia de la orilla. Sus velas cuadradas estaban siendo desplegadas, y una serie de hombres trepaban por su cordaje, preparándose para levar anclas.
—El Kioku —dijo Bonneduce el Último—. Tu barco.
—¿Mío? —Ronin le miró fijamente.
—Tú eres su capitán. Su tripulación ya ha sido escogida y está a bordo. —Apoyó su mano sobre el hombro de Ronin—. Partirás con la marea. Ahora.
Junto al muelle había una chalupa cuya tripulación aguardaba pacientemente mientras se balanceaba en el suave oleaje. Ronin soltó la mano de Moeru.
—Cuida de ella.
Pero Bonneduce el Ultimo sacudió la cabeza.
—Va contigo, Ronin.
Él miró del hombrecillo a la mujer a su lado. Quizá fuera la luz, pero tuvo la sensación de que sus ojos eran diferentes, en absoluto como los ojos de la gente de Sha’angh'sei. Dentro de ellos había un lejano y tormentoso mar.
—Sí. Quizá sea mejor de este modo.
Bonneduce el Último miró hacia el mar.
—Es el único modo.
Subieron a la chalupa y se sentaron en los bancos centrales, mirando a la proa.
—Me gustaría que pudieras venir —dijo Ronin.
La mano del hombrecillo acarició el pelaje a lo largo del cuello de Hynd.
—Tengo mucho que hacer y otros lugares donde ir. Confío en que tengas éxito en tu viaje.
—¿Te veré de nuevo? —llamó Ronin. Pero la chalupa ya se había apartado del muelle y el viento barrió la respuesta del hombrecillo hacia la deslumbrante luz del sol. Y se apartaron de la orilla del continente del hombre.
El Kioku levó anclas tan pronto como la chalupa hubo entregado a sus pasajeros y fue izada a bordo. Las blancas velas se hincharon al viento, y el barco se encaminó al sol de la mañana.
Ronin permaneció en la alta cubierta de popa observando las cremosas aguas deslizarse a lo largo de los bruñidos flancos de su barco mientras se encaminaba hacia lo profundo del mar, hacia Ama-no-mori, hacia un incierto y enigmático futuro. Así, con todas las brillantes líneas al futuro cortadas, se hallan dispuestas las ciegas fuerzas. Incluso los Huesos eran inútiles ahora. Moeru permaneció de pie a su lado mientras las últimas gaviotas giraban alrededor de los mástiles del barco antes de encaminarse de vuelta a tierra firme.
Y tan absorto estaba por la enorme vista del ilimitado mar abierto, por la anticipación de ver al fin la misteriosamente fabulosa isla de Ama-no-mori, el final de su largo y arduo viaje, que no reconoció, ni siquiera reparó, en el rostro de su segundo oficial, ahora horriblemente desfigurado y con una profunda cicatriz en su retorcida boca, que no tenía labios ni mandíbula. Si hubiera tenido más cuidado hubiera visto dentro de aquella extraña máscara de pálida carne blanca el estremecer de un odio controlado que ardía como frías llamas en los ojos negros tan conocidos por él. Pero su mente, llena con nuevas y arcanas visiones, estaba realmente muy lejos de la nave a la deriva alejándose de él en un arco en el vasto mar de hielo no cartografiado, hacía tanto tiempo; lejos del saardin al que creyó muerto, y que ahora le miraba ominosamente desde la brillante cubierta de proa del Kioku, maquinando su terrible y agónica venganza.