8. París/Old Westbury
Entrar en París era como emerger hacia el agua clara desde el flujo mágico de un torbellino. El carisma del brocado bizantino de Venecia era quebrado por la corriente esplendorosa de luces que entraban en el cielo punteado de nubes.
La noche parisina era un ramo de fachadas brillantes, amplios bulevares, enormes fuentes protegidas por leones, querubines y dioses, de fulgor blancuzco, bañada por la luz.
Dedos de luz iluminaban el Arco de Triunfo, que surgía en el fulero de la Place de L'Etoile, nexo de una docena de avenidas importantes, que radiaban como las venas en el dorso de una mano. Surtidores de luz se derramaban sobre la Place de la Concorde, donde Luis XVI y María Antonieta, Danton y Robespierre, sintieron el beso terminal del cuchillo de la Revolución; y la Place Vendóme, donde los monumentos a Napoleón caían y volvían a levantarse. Los arcos de luz estallaban contra la fuerte arteria de la ciudad que cruzaba de la margen derecha a la izquierda, con el Gran Palais y el Petit Palais en un extremo y la gran cúpula dorada de Les Invalides en el otro, mientras que en medio de ambos, encendido por racimos de lámparas, se elevaba el magnífico puente que atraviesa el Sena y que lleva el nombre de Alejandro III de Rusia.
Nicholas y Celeste fueron conducidos desde el aeropuerto Charles De Gaulle a través de ese paisaje urbano, blanco como la nieve bajo una luna llena. Al entrar en la ciudad de las luces, se sentían como los peregrinos que han sido arrojados a la espesura por transgresiones desconocidas e imperdonables, y que ahora estaban reingresando a la civilización occidental.
Cruzaron el Sena de la ribera derecha a la izquierda, para entrar en un mundo todavía un tanto bohemio, por cierto más joven que el del otro ladodel río, lleno de galerías de arte, negocios de ropa de moda y quioscos de comida de toda clase.
Hallaron alojamiento a una manzana y media del bulevar St. Germain en un hotel de fachada blanca y negra, de piedra arenada y hierro forjado. Las habitaciones eran pequeñas, posmodernas, prolijas, cómodas, con vistas a los famosos techos de París, iluminados por un aura asombrosa, la pirámide de energía que rodea la torre Eiffel.
Dentro de la habitación, que era un espacio pequeño y ordenado, una videocasetera conectada a un televisor estaba mostrando ya imágenes en blanco y negro de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, en una escena de la febril historia de Raymond Chandler, The Big Sleep. Sombras electrónicas en la pared, estremecimientos iridiscentes como el pestañeo de un párpado, el latido de un corazón.
El sueño...
"Avalon Ltd. es una compañía que posee una historia interesante —les había dicho Fornovo—. En su origen era una casa que fabricaba trajes para los grupos teatrales viajeros; gradualmente se metamorfoseó a medida que fue creciendo la fama de sus creadores de máscaras. En un momento —quién sabe cuándo, tal vez por la época de la Revolución Francesa— los que hacían las máscaras le arrebataron el control de la empresa a los dueños, quienes, según se dice, dada su notoriedad fueron guillotinados en la Place Vendóme. Se cambió el nombre por el de Avalon et Fils porque los artesanos habían llegado a considerar la compañía como su hogar.
"Y así quedó prácticamente invariable con el paso de los años hasta hace tal vez cinco años cuando, tras pasar por dificultades económicas, fue comprada por una firma extranjera y volvieron a cambiarle el nombre, que se convirtió ahora en Avalon Ltd.
"¿Quién compró la compañía? —había preguntado Nicholas.
"Bien, ésa es la parte curiosa —explicó Fornovo, mientras ponía el Dominó a un lado—. Nadie parece saberlo."
Nicholas se despertó con la luz del sol que se derramaba por la ventana. Se dio vuelta en la cama y encontró a Celeste durmiendo a su lado, aún con las ropas puestas. Su cara, extraordinariamente bella, estaba en parte a la luz del sol y en parte en las sombras azules del foral de la noche. El televisor seguía funcionando, pero como hacía horas que había concluido la película, mostraba un diseño de partículas grises y blancas, como rayos de algún arma de ciencia ficción.
Nicholas miró hacia abajo y se encontró completamente vestido. Ni siquiera recordaba haberse acostado. El agotamiento, completo y bendito, los había vencido sin advertencia previa.
Se quedó tendido donde estaba, muy contento por el momento como para moverse. Sabía que debía llamar a su oficina, Seiko debía estar desesperada en esos momentos. ¿Pero por qué debía hacerle saber dónde se encontraba? Ella sólo desearía ponerlo al tanto de la situación en Saigón y él no tenía ganas de enterarse. Además, ella y Nangi podrían ocuparse de todo lo que surgiera.
Esas excusas, sabía él, eran endebles. Lenta, casi dolorosamente, como el progreso de una enfermedad degenerativa, la verdad se le estaba haciendo clara. Se hallaba huyendo de un matrimonio que se derrumbaba, de una relación que se había deteriorado hasta tal punto que no podía volver a encarrilarla. La culpa había hecho todo lo posible por estrangular la verdad, por mantener en pie construcciones delgadas como el papel, que resultaban ridículas a la luz pragmática del día.
Pero a medida que se le revelaba una nueva faceta de la verdad, sabía que la cosa era más profunda. Estaba huyendo de su antigua vida: su retiro al matrimonio, una supuesta familia, un empleo estable, las minucias de la responsabilidad que se asentaron sobre sus hombros como hollín. Se estaba sepultando en vida.
La sensación de libertad que había experimentado en el instante en que se puso la máscara de la Bauta fue regocijante. No deseaba que concluyera. Quería recuperar su antigua vida.
Volvió la cabeza con cuidado y fijó la mirada en la cara de Celeste, iluminada por el sol. Y además estaban sus sentimientos que crecían por esa mujer magnífica. De no ser un hombre casado, se estaría enamorando de ella. Luego, la verdad, que serpeaba y se extendía como una cicatriz sobre la piel, le reveló aun otra faceta de sí misma: ¿Qué tenía que ver con eso el hecho de que estuviera casado? El concepto del amor eliminaba la circunstancia exterior. Se estaba enamorando de ella.
Se sentó de pronto, se levantó de la cama. Sin hacer ruido fue hacia el baño, se desvistió y se quedó bajo una ducha muy caliente por cinco minutos. Se enjabonó y luego cerró el agua caliente, para sentir el frío de las agujas del líquido que le castigaban la piel como el primer descenso barométrico de una tormenta vecina. Volvió la cara hacia la lluvia, como si el agua pudiera limpiarle la mente además del cuerpo.
Mientras se envolvía una toalla alrededor de la cintura, volvió a la habitación y descubrió a Celeste que rebuscaba en su pequeña valija.
—Dios, he dormido como los muertos —comentó ella.
El pasó rápidamente a su lado, sin animarse a hablarle, ni siquiera a estar cerca de ella en ese momento.
Llevando sus ropas, ella desapareció en el baño lleno de vapor de agua. La habitación pareció inmediatamente pequeña y bastante impersonal sin su presencia. Sin pensarlo mucho, Nicholas abrió la puerta del baño.
Celeste estaba en la bañera, en medio del agua. Cruzó hasta un banquito de madera al pie de la bañera, abrió las ventanas francesas y se sentó.
Celeste estaba luciendo una máscara. Estaba compuesta por barro seco y minerales, otro lujo ofrecido por el hotel. Tenía los ojos cerrados y estaba en reposo.
—¿Has venido a seducirme?
—No —replicó él, y sintió la mentira en su lengua.
Se abrieron los ojos de ella, su color aguamarina más llamativo al contrastar con el barro.
—¿Puedes sentir a 0kami-san?
—El futuro está en blanco, Celeste.
Ella lo observó en silencio por lo que pareció un largo rato.
—Tengo miedo, Nicholas.
—Sí, lo sé.
—No estoy acostumbrada a eso.
El asintió con la cabeza.—Tal vez todo lo que necesitemos sea ayudarnos mutuamente. Ella abrió la llave del agua caliente.
—Debo quitarme esta máscara. Si te quedas, te mojarás.
Veinte minutos más tarde, Celeste salió del baño. Tenía el pelo aún húmedo por la ducha, que formaba una gruesa trenza. Ese estilo más moderado contrastaba mucho con el del pelo natural, suelto, que había lucido en Venecia, una ciudad de excesos. La hacía parecer menos impetuosa y también más introvertida, melancólica. En Venecia, una ciudad a la que muchos consideraban melancólica, ella había sido tan exuberante como la luz del sol sobre el agua. ¿Cómo sería ella allí?, se preguntó Nicholas.
Celeste lucía medias negras hasta las rodillas, una blusa de gamuza azul zafiro, una chaqueta de seda con mangas abultadas que llevaba un fénix bordado en la espalda. Sensatamente, calzaba zapatos negros sin taco. Habían tenido dos horas y media disponibles antes del vuelo desde Venecia y ella había aprovechado el tiempo, para llenar un bolso de fin de semana con todo lo que pensó que necesitaría.
—¿Estás pronto para el exprés y el petit pain? —preguntó Celeste cuando descendían en el minúsculo ascensor. Tenía lados de cristal, de modo que podían ver la escalera curva de mármol por cuyo centro bajaban. Nicholas, tan próximo a Celeste, tuvo conciencia del perfume de ella, sutiles sugerencias de franchipán y canela bajo romero y menta, los olores terapéuticos del gel de baño y del champú. Le pareció a Nicholas que era atraído por ella como por una marea, un movimiento que le resultaba tan familiar como el pulso de su sangre a través de las venas.
Para no abrazarla, pensó en Justine. La distancia había puesto claridad en esa relación. La tristeza y el sufrimiento, largamente contenidos, habían dado origen al resentimiento y a la ira. Reconocía ahora que los dos habían quedado heridos por la muerte de la hija, aunque debió ser de maneras muy diferentes. Al insistir en que se quedaran en Japón, veía que le había quitado una parte a ella, cuando su única idea era agregarle. ¿Pero era ésa toda la verdad? ¿Qué parte tenía su egoísmo, su ardiente deseo de obtener el kokoro, el núcleo de su propia historia natural? Las revelaciones del Tau-tau lo consumían, lo sabía, pero ahora debía enfrentar las consecuencias de esa obsesión. El precio de la verdad siempre era alto.
En el vestíbulo, fueron hacia el pequeño restaurante con pálidas mesas de fresno, las sillas de ébano, las banquetas de acero y cuero. A la derecha de donde se sentaron había un pequeño patio en el que se vertía el sol sin que lo filtrara una rama o un alero. Los guijarros pálidos, los pedrejones en el agua y los cipreses en miniatura conjuraban al Japón en la deliberada metodología del jardinero occidental, más un homenaje a la forma que un entendimiento de la esencia. Y sin embargo, su natural confluencia de elementos naturales lo hizo sentir inmediatamente nostalgioso de Oriente, donde el tao de la emoción estaba envuelto en capas de ritual, costumbre y simbolismo.
—No tengo ganas de comer, ¿y tú? —preguntó Celeste.
—Tampoco, realmente.
Ella pidió para ambos, porque su francés era excelente.
La verdad le había dado a Nicholas un sentimiento de liberación. Su tristeza por lo que había sido, y lo que pudo haber sido, lentamente estaba siendo reemplazada por su excitación al estar de nuevo cerca de la frontera. El viaje peligroso era lo que lo impulsaba, lo que hacía que la vida fuera digna de vivirse. Se estaba dando cuenta ahora cuánto había derivado de su centro personal en esos últimos años.
—¿Dónde?
—¿Qué? —De inmediato, la atención de él se centró en ella. —Me estaba preguntando dónde estarías.
Nicholas sonrió, menos sorprendido ahora que ella le había explicado su comentario. Por un momento, pensó que Celeste le había estado leyendo la mente. Esparció mermelada sobre un trozo de corteza de su petit pain.
—Creo que deseo otro café —dijo él.
Sintió en ella el deseo de empujarlo, de abrirlo como hubiese podido hacer con un caro compacto para mirarse en un nuevo espejo. ¿Pero era el interés de ella en él mera curiosidad? Era muy extraño, pero aun después de las experiencias juntos Nicholas se sentía en algunos aspectos tan alejado de Celeste como la noche en que se conocieron detrás de sus máscaras venecianas. Estaba acostumbrado a leer a la gente, a meterse detrás de las fachadas, pero con Celeste estaba descubriendo que por cada paso que daba hacia la intimidad, de alguna manera era empujado hacia atrás en una medida similar.
Metió dos terrones de azúcar en el café puro, revolvió el líquido y lo sorbió con deleite.
Ella se lamió la punta de los dedos, apoyó los codos sobre la madera pálida de fresno y se inclinó hacia él, para decirle:
—¿Realmente crees que Avalon Ltd. es un indicio que nos dejó Okamisan?
Él la recordó en el vaporetto en Venecia, con el viento frío en la cara que casi la hacía lagrimear, el pelo apartándosele de la cara. La ira que había expresado entonces pareció aferrarlo como una serpiente, y consciente de que nada sabía sobre ella, se preguntó si se habría disipado realmente.
—Sigue la secuencia de lo que encontramos cuidadosamente plegado en el estudio de 0kami-san y adónde nos ha conducido paso a paso. Okami es un hombre puntilloso... y sumamente inteligente. Diría que sí, que es un mensaje deliberado para nosotros.
—¿Y si es un indicio, pero no lo dejó Okami?
—He pensado en esa posibilidad, pero no lo sabremos hasta que lleguemos a Avalon Ltd. misma.
Ella bajó la vista hacia los restos del desayuno.
—¿No crees que si el asesino llegó a él, debe estar muerto a esta hora?
—Sólo si los enemigos de Okami no desean más que su muerte. Ella parecía estar temblando ahora, pero Nicholas no sabía si era de
temor o de regocijo.
—Me dijiste que él nunca escribía nada —señaló Nicholas—. Todo en lo que ha estado trabajando está en su cabeza. Es razonable pensar que sus enemigos quieran sus secretos antes de hacerlo matar.
—¿Estás seguro?
—Es lo que yo haría en el lugar de ellos.
—Dios, qué frío eres. —Ella desvió la mirada hacia el verde intenso y brillante de los cipreses enanos y de nuevo él sintió esa peculiar atracción/repulsión en la mente de ella que no lograba discernir.
—Mira Celeste, si no logramos pensar con claridad y sin emoción, tenemos pocas probabilidades de ayudar a 0kami.
Ella asintió en silencio, sus ojos oscuros e ilegibles.
Nicholas pensó que era hora de ponerse en marcha. Al salir le preguntó al conserje la dirección de Avalon Ltd. El hombre la buscó, la anotó en un trozo de papel y se lo entregó con un mapa plegadizo de la ciudad. En la parte posterior del mapa había un esquema del sistema de subterráneos y el conserje trazó la ruta que debían seguir.
En la estación de la Rue du Bac, tomaron la línea 12 hacia el norte tres paradas antes de la Concorde. Estaban ahora en la margen derecha. Cambiaron por la línea 1 en dirección al este.
—¿Cuánto sabes de esa alianza entre la Yakuza y la Mafia de la que me habló 0kami-san? —le preguntó Nicholas a Celeste.
—Supongo que si supiera tanto como 0kami-san, sería un blanco, también. —Volvió la cabeza para mirar más allá de él un aviso de las Galeries Lafayette, las grandes tiendas parisinas.
—¿Te habló él del Godaishu?
—Sí.
—¿Te dijo que el Godaishu era su propia creación?
Nicholas le clavó la mirada.
—No.
—Los Cinco Continentes parecían un nombre adecuado para un conglomerado internacional que cubriera el globo. Debía ser legítimo en todos los sentidos, el camino que había pensado 0kami-san para impedir que los restos de la Yakuza fueran aniquilados por los crecientes controles y exigencias del gobierno.
"Mediante el poder de su personalidad y su oficio, convenció al consejo íntimo de oyabun a seguir con él, pero algunos se mostraron inseguros, otros clandestinamente hostiles a la idea.
—Sí, Okami me dijo que ellos temían perder la enorme influencia y el poder que les daba su ilegalidad.
Celeste asintió con la cabeza.
—Se habló de que el Kaisho ya estaba demasiado viejo para ser útil, que estaba cada vez más unido a un mundo de su propia imaginación.
—Quieres decir que el consejo lo consideró senil.
—Alguien promovió la patraña, en todo caso.
—El hombre que ahora controla la dirección del Godaishu. Ella asintió con la cabeza. Era obvio que no creía que Okami estuviera senil.
—Su creciente alejamiento llevó a 0kami-san a repensar su propio camino. Alguien estaba socavando sus órdenes de manera deliberada, y volvía al consejo en su contra, de modo que en la desesperación cambió de alianzas, hizo tratos a espaldas del Godaishu, y en realidad empezó a trabajar contra su propia creación.
—Ahora la guerra es abierta.
—¿Tienes alguna sospecha acerca de quién ha ordenado la muerte de Okami?
—Me preocupa no tenerla —respondió Celeste—. Pero tengo una pesadilla recurrente. En ella descubro que todos los oyabun del Godaishu están en eso juntos, y que ni siquiera 0kami-san tiene el poder para derrotarlos.
—¿Es posible, ahora que las hostilidades son abiertas?
—Lo dudo. Algunos de los oyabun son más débiles que los otros, y hay subalianzas basadas en el giri. No, creo que hay un oyabun que persuade a todos los otros de que se debe destruir a 0kami-san, porque a pesar de mi pesadilla paranoica no puedo imaginar a todos los oyabun del consejo íntimo en acción contra el Kaisho, por mucho que les disgusten sus planes.
Nicholas consideró eso.
—Parece lógico, entonces, que ese oyabun sea el que controla el Godaishu, la creación de Okami.
—Sí.
—Entonces deberé encontrarlo. Y para eso deberé retornar al Japón. Pero no antes de asegurarme de que Okami esté a salvo.
—¿Pero no sabes si 0kami-san está bien? Quiero decir, tú eres a-divino.
Nicholas estaba empezando a entender la actitud de ella hacia él y de pronto, tuvo lo que parecía una respuesta para la pregunta que se había estado formulando.
—Aclaremos bien un punto: no soy adivino —advirtió de inmediato—. No veo el futuro ni realizo exorcismos. No desarmo fantasmas.
—Pero puedes ver cosas... sentirlas. Sabías que Okami no estaba en su palacio. Viste la máscara ensangrentada de Dominó antes de que la encontráramos.
—Lo que soy capaz de hacer es penetrar en ciertas leyes elementales de la naturaleza. Están a años luz de la física cuántica o de la geometría sólida o de cualquiera de las otras ciencias creadas por el hombre para poder ordenar el caos.
El convoy desaceleró al entrar en una estación. El habitual desplaza-miento de pasajeros dificultó la conversación por un momento. Cuando reanudaron la marcha, Nicholas dijo:
—Tal vez el Tau-tau se acerque más a las matemáticas, que el hombre creó inconscientemente al traducir el pulso del universo a un lenguaje que podía entender. La música, que es universal para todas las culturas, no es más que una cuestión de matemáticas.
—El ritmo en el aire poco antes de que apareciera el puente de Kanfa.
—Exacto.
Descendieron en la estación St.-Paul. Al salir a la calle, se encontraron en el corazón del Marais.
Celeste guardaba silencio, pero Nicholas podía sentir que de ella ema- naba una perturbadora sensación parecida al pasar la transmisión de un coche de la marcha adelante a la marcha atrás y otra vez a la de adelante. El Marais tenía una historia fascinante. Había sido eludido durante la Edad Media porque cruzaba un brazo del Sena que volvía cenagoso su suelo, de ahí su nombre duradero, que significaba pantano. La enfermedad campeaba allí. En el siglo xv, los monjes idearon un modo de drenar el agua, e hicieron habitable el área. Un siglo más tarde fue tomado por un tiempo por Carlos V y se puso de moda. Pero cuando en el primer Imperio la nobleza se mudó a residencias elegantes en el Faubourg St. Germain, cayó en la declinación y lo ocuparon los judíos, que lo transformaron en una zona de comerciantes.
Todo eso se lo relató Nicholas a Celeste mientras caminaban hacia la Place des Vosges, el punto más famoso del lugar.
—¿Cómo sabes tanto sobre París? —preguntó ella.
—Pasé un año aquí, para establecer la oficina en Francia de la agencia de publicidad en la que trabajaba.
—¿Tú en la publicidad? No puedo imaginarlo.
—Créaslo o no, tampoco yo.
Caminaron en silencio por un rato. Al fin, ella expresó:
—Ese fue un año difícil para ti, ¿verdad?
El quedó azorado por la exactitud de ese comentario, pero por otra parte sabía que la gente invariablemente emanaba toda clase de señales no intencionales por medio del tono de voz y sus expresiones faciales y corporales. Sin duda, ella había recogido algunas de esas señales.
—Sí —aceptó él pensativamente— pero no tuvo nada que ver con el trabajo.
—Una mujer.
El la miró.
—Tal vez quieres que te hable de ella.
Ella se rió, ruborizándose.
—Dios, no. No tengo idea...
—Dijiste que era una mujer.
—Cualquier mujer lo hubiese sabido. —Pero parecía perturbada ahora, casi incómoda. Estaban a un poco más de cien metros de la Place des Vosges y los mercados de alimentos para la clase trabajadora estaban cediendo lugar a comercios de ropa de moda y zapatos, locales de papelería posmoderna y el ocasional negocio de antigüedades.
De repente Celeste dio un respingo, y se aferró de él.
—¡Es él! —exclamó con voz ronca—. ¡Ahí! El hombre que nos estuvo siguiendo en Venecia. ¡Se está ocultando en esa calleja! Aquel al que seguimos y que casi nos atrapa en el puente de Kanfa.
Nicholas se volvió y enfiló hacia la calleja que ella le indicaba. No se inquietaba porque estaba seguro de que se equivocaba. Sin duda, si el hombre hubiera estado allí, él hubiese captado las emanaciones de su mente entrenada en el Tau-tau.
La angosta calle contenía una variedad de hacinados negocios y sombras. La luz del sol llegaba a los pisos superiores de los edificios pero dejaba en sombras a la calle misma. Nicholas fue avanzando entre el tránsito peatonal, sus ojos y su mente buscando al Messulete. Tenía una imagen clara del hombre en la mente, desde que se le había volado el sombrero y se había agachado a recogerlo: cara oriental cincelada, piel bronceada, labios firmes, un lunar sobre el labio en la comisura de la boca. No vio a nadie que se ajustara a esa descripción. No sintió nada. No había señal alguna de perturbación, ni física ni psíquica.
Cuando una exploración cuidadosa por toda la calle resultó infructuosa, volvió adonde lo aguardaba ella, quien se oprimía con fuerza las sienes con la punta de los dedos. Los tenía blancos por la presión.
No pude hallarlo. ¿Te sientes bien?
—Sólo un ligero... dolor de cabeza. —Celeste sacudió la cabeza. —Lo siento. Debo estar viendo fantasmas. —Pero sus ojos se habían oscurecido, ¿por el dolor o la duda?, se preguntó él.
Al extender su mente hacia la de ella, sintió que las emociones de Celeste se alejaban de él como niebla que se escurre por el suelo una mañana húmeda y fría. No pudo saber qué sentía ella.
Le tomó la mano y la condujo de regreso hacia la ancha Rue St-Antoine donde la luz del sol y las multitudes resultaban gratamente atractivas. Sabía que ella estaba conmovida y deseó hacer algo que la hiciera cambiar de ánimo, devolverla adonde había estado antes. Decidió contarle sobre ese año en París, hacía tanto tiempo.
—El nombre de ella era Mylene —comenzó mientras la impulsaba a andar— la mujer a la que conocí aquí hace muchos años. Cabellos rojos como los tuyos. Me enamoré y estuve a punto de casarme con ella.
—¿Qué sucedió? —Ella lo miró y Nicholas advirtió que la transparencia había vuelto a sus ojos. Por suerte, volvió a captar su atención.
—La relación se escapó de nuestro control. Ninguno de los dos se entendía a sí mismo, mucho menos al otro. En consecuencia, hacíamos el amor.., a todas horas, en todo lugar imaginable... y en unos pocos que no lo eran... o nos enfrentábamos. Al fin, nos agotamos mutuamente, tanto emocional como psíquicamente. No teníamos adónde ir.
—¿Cómo terminó?
Nicholas veía el arco que conducía a la Place des Vosges, un magnífico rectángulo de parque, recientemente remodelado, al que rodeaban edificios residenciales de matices variados de rosado y tierra de siena, con columnas al nivel de la calle, donde funcionaban negocios y restaurantes.
—Mal —contestó él—. Hubo lágrimas, puñetazos, choques, gritos y, finalmente, un apareamiento feroz. No se lo podía denominar exactamente hacer el amor. Habíamos terminado con esa emoción algún tiempo antes. Nos impulsaba la ira e, imagino, una buena dosis de temor. ¿Qué haríamos sin el otro? —Le sonrió a Celeste, aunque los recuerdos, tanto tiempo controlados, resultaban particularmente dolorosos. —Vivir, claro. Pero en aquellos tiempos ninguno de los dos sabía muy bien cómo hacerlo.
—Parece una película.
—Tal vez. Quedamos como si nos hubiese separado un huracán. —¿Y nunca volviste a tener noticias de ella?
—No.
Pasaron por el ingreso sur de la Place des Vosges y, en ese momento, todo el bullicioso París desapareció en la bruma detrás de ellos. Los abrazó la estudiada calma del parque con sus columnas. Los niños corrían riéndose por los senderos y, cerca de una fuente, un grupo de gente bien vestida se agrupaba mientras un fotógrafo tomaba fotos. La joven pareja del centro lanzó risitas cuando se encendió el flash y todos empezaron a reírse, e ignoraron por un momento al fotógrafo que les pedía atención.
—¡Oh, mira, un casamiento! —comentó Celeste.
Observaron desde una distancia discreta mientras la joven pareja se besaba castamente para la cámara y luego, urgidos por sus amigos y familiares, se abrazaban naturalmente mientras se disparaba una y otra vez el flash del fotógtrafo.
—Esto me recuerda el casamiento de mi hermana —comentó Celeste. Parecía más relajada, como si oculta ahí pudiera olvidar el perturbador espejismo del Messulete—. Fue al aire libre. Recuerdo que llovió por la mañana y todos estábamos preocupados. Pero luego, una hora antes de que comenzara la ceremonia, se abrieron las nubes y salió el sol. Hubo un arco iris, breve, y el fotógrafo los tomó con el arco iris como fondo.
Se disolvió el grupo de la boda, que se fueron retirando por la plaza, y Nicholas y Celeste empezaron a caminar hacia una de las columnatas.
—A menudo pienso que aquella tarde dorada fue el punto alto —añadió ella, nuevamente tranquila—. Todo el mundo parecía tan benditamente feliz, pero tal vez yo esté recordando mal. —Se encogió de hombros. —La verdad es que no creo que ella tenga un matrimonio muy bueno. —Sonrió pensativamente. —Pero mi hermana es muy obstinada... y tú sabes cómo son los hombres italianos. Las mujeres en su lugar y todo lo demás. "Tu hermana es demasiado lista para su propio bien", solía decir mi padre.
—¿Y qué pensaba él de ti?
—Ah, solía decir: "Tú eres diferente, Celeste. Eres inteligente". La inteligencia es una característica que un hombre puede soportar en una mujer.
Nicholas se rió pero se dio cuenta de que para ella no era divertido y por primera vez tuvo la sospecha de que la relación de Celeste con su padre no había sido perfecta.
—De modo que en algunos sentidos tu padre era un italiano del Viejo Mundo.
—No, era veneciano, y eso de ningún modo es lo mismo. Tenía sangre cartaginesa, cicladiana... quién sabe qué más. Por lo que pude saber por él, atendía el consejo de mi madre. Era una mujer extraordinaria —a mi padre le encantaba decirme—, llena de ambiciones para él... y para sí misma. —Agachó la cabeza pero no antes de que Nicholas advirtiera que sus ojos se ponían opacos. —Ella murió en un incendio. Hubo muchos... los rivales de mi padre, mujeres supersticiosas a las que ella había atemorizado por su inversión de lo que veían como el orden natural... que creyeron que Dios o los curas habían tomado la vida de ella, que murió como una hereje en la pira.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Apenas un año después de mi nacimiento.
Las sombras debajo de la columnata formaron franjas en sus rostros y alrededor de sus pies. Todo alrededor de ellos, en la columnata, había confiterías y negocios de antigüedades, restaurantes y pequeñas empresas. Una de ellas era Avalon Ltd.
Al mirar a través de la plaza, Nicholas pudo ver la fachada. No tenía nada de notable, sólo un cartel pintado en la ventana: Avalon Ltd. Máscaras diseñadas y pintadas a mano.
Celeste estaba observando la puerta de Avalon Ltd.
—El podría estar ahí —dijo. Y luego, tras una larga pausa, agregó: —¿No hay nada aquí... un ritmo... que nos diga si 0kami-san está vivo?
Al notar la desesperada tensión en su voz, Nicholas consideró la posibilidad de mentirle. ¿Pero de qué podía servir eso? En cambio, le explicó:
—Piensa en mí como en un cazador. A veces, cuando el viento es el adecuado, cuando otras condiciones lo permiten, puedo oler la presa antes de verla. Pero eso no sucede todo el tiempo y no siempre controlo esas condiciones.
—Entonces él puede estar ya muerto.
—Espero que no. Habría poca satisfacción en llevar su asesinato a la justicia. Se me ha ocurrido que Mikio Okami debe saber más sobre lo que le está sucediendo... a él y a nosotros... de cuanto nos ha revelado a ti y a mí.
Caían algunas hojas de los árboles girando por el aire. Un coche policial ingresó por una de las entradas y procedió a efectuar una lenta patrulla en torno de la calle del perímetro. Se detuvo por un momento, con el motor en marcha, y luego siguió, desapareciendo finalmente por la entrada opuesta. Entró caminando una pareja madura. La mujer leía su guía mientras el hombre tomaba fotos de las fuentes y las palomas. No se quedaron mucho.
Todo el tiempo, la mirada de Celeste no se había apartado de la puerta del local del otro lado de la columnata.
—Es hora de ver qué hay dentro —sugirió Nicholas.
—Me da miedo. Tengo una intuición. Okami-san está ahí dentro, muerto. —Celeste, debemos averiguarlo, de cualquier manera.
—Sólo dame un momento, ¿eh? —Tenía esa expresión perturbada que él había visto antes cuando ella tuvo esa falsa visión del Messulete.
Mientras ella se encaminaba al restaurante próximo a la esquina de la columnata, Nicholas contemplaba su vida enigmática. Lo que ella le había revelado había tenido un grave impacto y, no obstante, inesperadamente, descubrió que sabía tan poco sobre Celeste como antes. Eso le resultó muy extraordinario.
Estaba pensando en las extrañas emanaciones de acercamiento/alejamiento que procedían de ella, cuando la vio surgir de las sombras al lado del restaurante y escurrirse por una entrada lateral sin mirar en la dirección de él.
Nicholas fue tras ella. Celeste estaba saliendo de la plaza a través del arco norte. De inmediato, dobló a la izquierda, enfilando por la Rue des Francs-Bourgeois.
Las calles estaban mucho más atestadas ahora, que era la hora previa al almuerzo, y Celeste avanzaba rápidamente. Luego, como una ramita atraída inexorablemente por la corriente de un arroyo, desapareció detrás de una esquina y Nicholas se echó a correr, porque ahora sentía la oscuridad, el siniestro pulso del coro silencioso en kokoro, el cántico que creaba vibraciones negras como el pulso desesperado de una mosca apresada en una telaraña, que reverberaba...
¡El Messulete!
Nicholas dobló en la esquina, casi chocó con una mujer madura que llevaba las manos ocupadas con bolsas de red cargadas de vituallas. Se disculpó y, ya mientras miraba más allá de la mujer, se desvió del camino. Avanzó enérgicamente por la calle, mientras sentía a Celeste en su mente que se acercaba a esas malignas reverberaciones, y siguió el camino de ella con el ojo de su mente, su ojo tanjian, para usar ahora el Tau-tau porque sabía que debía hacerlo para poder salvarla, pero conocía también que estaba alertando al adepto respecto a su presencia con la extensión de su poder.
Sabía que estaba haciendo un juego muy peligroso. Sólo se había cruzado con dos adeptos tanjian y los dos estuvieron a punto de matarlo. Pero el presente era distinto: había tomado el poder espiritual de los Messulete y el profundo sentido de lo desconocido aquí era como un abismo abierto cuyo tamaño y profundidad estaban velados en el misterio.
Pudo matarlo más claramente ahora, y ese sentido del ritmo, el latido silencioso contra la membrana del kokoro, en el núcleo de todas las cosas, empezó a llenar su mente con su horrible fuerza. Era la cadencia primitiva que hacía que las cosas sucedieran, que lograba que lo que los otros consideraban magia saliera del ámbito de la mente hacia el mundo físico. La excitación del kokoro puso en movimiento los sistemas por los cuales el Tau-tau adquiría su fuerza. Era un acto mentalmente fatigoso, esa excitación de la membrana del kokoro, y fue sólo entonces, cuando estuvo tan cerca del adepto, que entendió Nicholas y se le heló la sangre.
Cuando al fin divisó a Celeste en el ángulo más alejado de la calle atestada, supo qué hacía diferente a ese sujeto, y por ello tan peligroso: podía mantener interminablemente el ritmo del kokoro. No lo conjuraba de tanto en tanto cuando le era necesario. Eso era para los tanjian menores.
Luego quedó anulado el horror de lo que había descubierto. Nicholas sintió la presión en su mente cuando el adepto incrementó el tiempo de la cadencia, vio con su vista especial la extensión del Tau-tau, como una sombra líquida que se unía a todas las sombras de la calle, inadvertida por los transeúntes, por Celeste misma, que estaba de pie inmóvil en la esquina de la calle, y movía la cabeza de un lado al otro, mientras dirigía la vista enloquecidamente en todas direcciones.
Nicholas se lanzó hacia adelante, apresurándose entre enojados peatones, quienes con su paso entorpecido, lo retrasaban cuando no tenía tiempo que perder. Vio al Messulete y, para su azoramiento, no vio la cara que esperaba. Ese era un Messulete distinto del que había visto en Venecia.
Su paso se hizo ahora más difícil por la repentina opresión de la gente. La acera se angostaba con las manchadas tablas de madera de un equipo que estaba reparando una cañería maestra de gas debajo del pavimento levantado. Cuando siguió su marcha presionando, tuvo conciencia de la sombra Tau-tau que se separaba de su escondite y enviaba su luz negra hacia Celeste. Para Nicholas representaba la malignidad pura y supo que nunca alcanzaría a tiempo al Messulete. Olió el hedor acre del sulfuro, supo que era el único que podía olerlo y se expandió su psiquis.
Como una gran bestia, se envolvió alrededor de Celeste en el instante en que la sombra la alcanzaba. La mera fuerza de la sombra la hizo vacilar, y cayó del borde de la acera a la calzada, pero se mantuvo la protección de Nicholas.
La presión en la mente de él era tan fuerte ahora que toda la visión se distorsionaba. Los colores del arco iris se desdibujaban como auras alrededor de cada ser vivo en su campo de visión y experimentó esa sensación desconcertante de deslizarse de costado, fuera del dominio del tiempo, de modo que pareció como si pudiera verse a sí mismo en la lucha con el Messulete.
El Messulete redobló sus esfuerzos con Celeste, por aplastarle la mente con la fuerza que poseía dentro de sí. Nicholas vacilaba por el enorme esfuerzo que debía hacer para protegerla. Golpeado por fuerzas desconocidas, sintió un zumbido en sus oídos y quedó ciego, plenamente dentro de Akshara, fuera del tiempo, aguda y dolorosamente consciente de sus inconvenientes.
Deseaba tener koryoku, el acceso a lo que sabía que una vez había existido y podía volver a existir: Shuken, todo Akshara y Kshira, el poder del Dominio.
De repente, el zumbido en sus oídos se convirtió en un aullido y un sudor frío apareció en su piel erizada porque supo que el Akshara no era suficiente para ganar esa batalla. Las reverberaciones que había puesto en movimiento el Messulete en kokoro eran tan poderosas que amenazaban destrozarlo, y supo que debía eliminarlas, ya, o ambos quedarían liquidados.
Ya podía sentir que se quebraba la protección, y se alejaba de Celeste, para dejarla abierta y vulnerable al ataque del Messulete. El ruido más espantoso llenó la mente de Nicholas, e hizo imposible el pensamiento racional. Supo que estaba en el límite de su poder. Se sintió débil e ineficiente contra ese poder maligno que lo atropellaba con la fuerza de un martillo pilón.
Sabía que en segundos todo habría terminado. Sería superado y Celes-te, desprovista de protección, sería muerta.
Hizo lo único que podía hacer.
Despojándose del Akshara, cerró su ojo tanjian y, mientras volvía al tiempo real, abrió sus ojos flsicos. Vio al Messulete, concentrándose, su cara marcada por las líneas y con cuentas de sudor por el esfuerzo.
Su fuerza protectora se había retirado y supo que sólo disponía de preciosos instantes para actuar antes de que la mente de Celeste se pulverizara bajo el ataque cruel del Messulete.
Se agachó, tomó un trozo de hormigón de la acera abierta y, sin pensamiento consciente, lo arrojó como hubiera podido lanzar un shuriken, una estrella arrojadiza de acero.
El Messulete debió haber oído el zumbido del misil cuando se le acercó, pero estaba fuera del tiempo, su foco angostado al diámetro de un filamento mientras concentraba su poder psíquico.
La conciencia llegó demasiado tarde. El hormigón lo empujó hacia atrás, haciéndole perder pie.
Nicholas corrió hacia Celeste, que estaba de rodillas en la calle. Hubo un bocinazo cuando un taxi se abalanzó sobre ella a pesar de los esfuerzos desesperados del chofer por aplicar los frenos.
El agudo chillido de los frenos, el olor de goma quemada, acompaña-ron a Nicholas mientras se lanzaba a través de la gente, y saltaba entre un par de gruesos postes de hierro, clavados en el suelo para impedir que los conductores parisinos estacionaran junto a la esquina.
Abandonó sus pies porque ahora había una única probabilidad, tan próximo estaba el taxi. Podía oler el escape, ver los neumáticos delanteros que dejaban marcas en la calle.
Mientras ponía la cabeza hacia abajo, rodó como una bola, aumentando su impulso y llegó al lado de ella en un solo giro, le rodeó la cintura con los brazos y la empujó hacia el lado más alejado de la calle.
El taxi, con los frenos que bramaban, atravesó el lugar donde ella había caído, y se detuvo con un chillido unos metros más adelante. Pero para entonces Nicholas había recuperado sus pies, había levantado a Celeste en sus brazos y la estaba alejando de las multitudes curiosas, de los bocinazos, del desconcertado chofer del taxi y de la ardiente quemadura psíquica como el hedor de las flores del mal.
Francie lanzó una risita.
—Debo irme, mamá, ¿pero puedes darme cincuenta? Iremos luego al cine.
Entonces empezó a sollozar, aún apoyada en los brazos de Croaker. La cara de Margarite era una máscara de dolor.
—Francie, querida...
—¡0h, Dios, oh, Dios! —Las lágrimas corrían por la cara de Francie. —No puedo seguir así.
—Ven, Francie —dijo Margarite, mientras tendía sus brazos—. Te llevaré a casa.
—¡No! —La chica se hizo atrás, y se apoyó en el pecho de Croaker—. No iré a casa. ¡Me moriré en casa!
—Francie... —Pero Margarite se detuvo, y miró a Croaker a los ojos. Podía leerlo, sabía lo que él quería hacer; sabía por sus charlas con el psiquiatra que a veces un extraño podía ser de mayor ayuda que un miembro de la familia, en particular un padre.
—Francie, no haré nada que tú no quieras —le advirtió Croaker—. Voy a levantarte y a sacarte de aquí.
—¡No vayamos a casa! —gritó ella—. No quiero ir a casa.
—A casa no —aceptó Croaker—. A alguna parte donde tú y yo podamos conversar. ¿Está bien?
Francie bajó la mirada hacia la mano biomecánica.
—Quiero tocarla —susurró, los ojos muy abiertos.
Croaker cerró los dedos para formar un puño apretado y Francie lo rodeó con las manos.
—Ahora nadie podrá hacerme daño —susurró, casi para sí misma. Asintió con la cabeza y Croaker la tomó en brazos.
—¿Hay una salida posterior aquí? —le preguntó a Margarite.
Ella se disponía a protestar, fuera de control, pero vio que su hija ya estaba más calma.
Asintió con la cabeza.
—Por acá. Me ocuparé yo de la cuenta... y alertaré a los guardaespaldas para que no le rompan los brazos.
Se reunió un instante después junto al Lexus. Los guardaespaldas habían mantenido una distancia discreta, pero aún no habían subido al coche. Margarite se acercó rápidamente y abrió el Lexus. Croaker subió al asiento posterior con Francie.
—¿Adónde debemos ir? —preguntó Margarite.
—¿Por qué no nos quedamos aquí por el momento? —sugirió Croaker—¿Te parece bien, Francie?
Ella asintió con la cabeza, silenciosa, entre lágrimas, apoyada en el hombro musculoso de él. Empezó a sollozar.
—Ahora, quiero hacerte algunas preguntas —expresó suavemente—pero quiero que recuerdes algo. No tienes obligación de responder a ninguna de ellas.
Margarite se sentó detrás del volante, vuelta a medias para mirar a su hija y a Croaker por el espejo retrovisor.
—¿Puedes decirme por qué creíste que te morirías ahí dentro? —Todavía me siento así.
—¿Sí? ¿Por qué?
Francie se encogió de hombros.
—Me siento así.
—Bien, ¿cómo es sentirse así?
—La negrura. Es... —Le faltaron las palabras y oprimió los párpados para cerrar los ojos. Estaba llorando de nuevo, ahora en silencio.
Croaker no la tocaba, de ninguna manera reconocía que estuviera angustiada.
—Francie, ¿quién es tu actriz favorita?
—Jodie Foster —replicó Francie, mientras se secaba la nariz.
—Está bien, piensa que eres Jodie Foster —sugirió Croaker—. Estás en el escenario de una película. Veamos, Terminator 4.
La chica lanzó una risita.
—Eso es tonto. Jody Foster no actuaría en esa película. Sería Linda
Hamilton. —Pero había dejado de llorar y sin duda se la veía más despierta.
—¿Y si no pudieran conseguir a Linda Hamilton? Tal vez te eligieran
a ti. ¿De acuerdo?
—Sí.
—Ahora piensa en lo que sucedió en el restaurante como en una escena del filme. Piensa en la sensación como en una cosa, como algo que te asusta para que puedas traerlo acá. Mira el cuadro que tienes en la mente. Ahora, descríbemelo.
Francie cerró los ojos.
—Estoy en un coche, no como éste, sino más grande. Viajo a través del país. Es de noche y está muy oscuro. Se supone que estoy... dormida, pero no es así. Estoy despierta, tendida en el asiento posterior, escuchando las voces, mirando el cielo de la noche afuera. —Se estremecieron sus párpados. —Ese cielo, tan cercano y negro... más negro que negro... como estar bajo una gruesa manta en verano... sin estrellas, ni nubes... sofocándose...
Respiró ruidosamente y abrió los ojos. Se los veía aterrorizados.
—Está bien —señaló Croaker, mientras la sostenía apretadamente—. Estás segura aquí con tu madre y conmigo. —Pero siguió la mirada de Francie, vio que Margarite estaba sentada con la cabeza gacha, las manos sobre la cara.
—¿Mamá? —preguntó Francie tentativamente—. Era a ti a quien oía...
—Calla, querida.
—A ti y a ese... hombre.
Los dedos de Margarite formaron puños y expresó con voz estrangulada:
—Oh, señor detective, cómo deseo que nunca hubiera entrado en nuestra vida.
—Él dijo que sabía más sobre el tío Dom que tú, mamá.
—Era obvio que la chica necesitaba hablar ahora, liberarse del trauma insoportable que la había estado martirizando.
—El dijo que tenías mi vida en tus manos y tú dijiste: "No tiene que seguir amenazándome, entiendo la situación". Luego, más tarde, cuando estábamos llegando a uno de esos moteles de la autopista, él dijo: "Ahora usted piensa en mí como en el demonio, pero luego, meses después que todo haya pasado, conocerá la verdad", y cuando él bajó del coche empezaste a llorar.
Margarite estaba llorando ahora, los hombros caídos, con sollozos que parecían desgarrarla.
Croaker aguardó un momento antes de preguntar:
—¿Qué hombre?
—Es por él que voy a morir. —Francie lo miró a Croaker. —Volverá para matarme. El hombre que mató a Caesar y luego mató a tío Dom.