Hollywood/Nueva York. Otoño
Su nombre era Do Duc Fujiru, pero cuantos lo conocían en Hollywood, Florida, lo llamaban Donald Truc porque todos los documentos fraguados que poseía lo identificaban por ese nombre. Do Duc, hombre físicamente intimidatorio, afirmaba que mientras sus músculos venían de su padre, un vietnamita experto en artes marciales, su espíritu interior venía de su madre. No era que alguien en Hollywood se interesara mucho en su espíritu interior ni en alguna cosa parecida. Al menos, nadie en el taller mecánico donde trabajaba. En realidad, el padre de Do Duc no era en absoluto vietnamita.
A los treinta y ocho años, era allí el mayor entre los mecánicos. Mientras los hombres más jóvenes hacían surf en el tiempo libre, Do Duc se esforzaba en un gimnasio y con las artes marciales del dojo que, según sus pautas, era terriblemente insuficiente, pero mejor que nada.
Era un hombre muy buen mozo en un estilo oscuro y exótico, carismático para las mujeres, inquietante para los otros hombres. Tenía espeso cabello azabache y ojos de penetrante mirada inquisitiva. Los planos afilados de su rostro le daban un aura que podía acentuar desde lo profundo de su ser cuando lo estimaba necesario. Qué hacía perdiendo su tiempo en un taller mecánico de automóviles era la pregunta de todos, salvo el hecho de que era muy obvio que poseía una extraordinaria afinidad con todos los mecanismos de los vehículos. Podía rehacer motores de cualquier tipo, de tal manera que superaran mucho las especificaciones originales de fábrica.
En realidad, Do Duc había elegido Hollywood porque podía mezclarse en ese guiso étnico, y muy fácilmente mantenerse anónimo en la grilla del desolado paisaje posmoderno de interminables centros comerciales, barrios residenciales casi idénticos y autopistas junto a la costa.
Había estado casado durante los dos últimos años con una bella mujer
muy estadounidense de nombre Hope. Era una rubia de ojos celestes, alta, esbelta, que había nacido y se había criado en Fort Lauderdale. Además de adorar a Do Duc, estaba profundamente enamorada de los coches rápidos, la comida rápida y la vida sin responsabilidades.
Para Do Duc, que había sido criado para encarar las infinitas responsabilidades de la adultez con cuidado y respeto, ella era como una espléndida criatura extraña, insondable, una curiosidad del zoológico a quien llevaba a la cama con tanta frecuencia como lo deseaba. En esos momentos, cuando los gritos de éxtasis de ella hacían eco en sus oídos, cuando el cuerpo fuerte y firme de Hope se arqueaba incontrolablemente debajo de él, era cuando la vida en los Estados Unidos se volvía casi soportable.
Pero, en realidad, esos momentos eran huidizos.
Estaba en el dormitorio de su casa, poniéndose el mameluco manchado de aceite y grasa, cuando sonó el timbre de la puerta de calle. Era una mañana clara y calurosa de fines de octubre, con la luz del sol ya tan intensa que le hubiese hecho doler los ojos a un norteño con su resplandor. Do Duc miró primero a su esposa, que dormía tendida boca abajo entre las cobijas arrugadas. Se sintió invadido de pronto por una sensación de disgusto, todo erotismo ausente en la contemplación de las nalgas desnudas de ella.
La sensación no le resultaba nueva. Era más como un dolor de muelas, si no constante, recurrente al morder un pan. Llegó de nuevo el sonido del timbre, más insistente esta vez, pero la mujer no se movió.
Mientras lanzaba un siseo desde la parte posterior de la garganta, Do Duc caminó descalzo por el pasillo, y atravesó la cocina y la sala para abrir la puerta.
Allí, un joven empleado de la Federal Express le pidió que firmara un papel y luego le entregó un pequeño paquete. Al hacerlo, el muchacho tuvo una vislumbre de la imagen tatuada en la parte interior de la muñeca izquierda de Do Duc. Una cara humana. El lado izquierdo era del color de la piel, con el ojo abierto, mientras que el lado derecho estaba teñido de azul y donde debió haber estado el ojo aparecía una medialuna vertical.
El empleado dio un respingo involuntariamente; luego se recompuso y se apresuró a marcharse. Do Duc dio vuelta el paquete. Vio que lo enviaba un negocio de Londres llamado Avalon Ltd. Le ofreció una sonrisa a la casa ya insustancial que lo rodeaba.
Con la puerta cerrada a sus espaldas, desenvolvió el paquete. Dentro había una caja azul marino mate en la que encontró un par de calcetines envueltos en papel de seda verde. Los calcetines, a rayas verdes y blancas, tenían lo que parecía ser un motivo en la parte exterior. Do Duc fue a la cocina, donde la luz del sol entraba a través de la ventana más grande orientada hacia el este.
Fue entonces que vio las palabras que surgían del motivo. Estaban en una línea vertical, en la parte exterior de cada calcetín. Primo Zanni, decían.
Cayó la caja de la mano de Do Duc, que sintió los lentos golpes de su corazón. Se sentó en una silla de aluminio y plástico mientras se ponía los calcetines verdes y blancos. Luego caminó por la casa, mientras miraba cada habitación que atravesaba, fijándolas todas en su mente.
Al fin, volvió al dormitorio. Fue a su armario, bajó su bolso polvoriento, metió dentro lo que necesitaba del armario y de los cajones de la cómoda. Descubrió que no era mucho. Hizo otro tanto en el baño.
De regreso en el dormitorio, echó una rápida mirada a su esposa aún dormida antes de empujar la cómoda hacia un lado. Extrajo una navaja, insertó la hoja debajo del borde expuesto de la alfombra y lo levantó.
Retiró la parte del piso que había serruchado cuando se mudó a la casa, antes de conocer a Hope, y tomó la vieja caja de municiones de metal oliváceo. La abrió, hizo a un lado los fajos de billetes no marcados y extrajo una máscara. Era un objeto notable. Parecía antigua y estaba pintada a mano en un suntuoso negro brillante, con matices verdes y dorados en las mejillas, sobre los orificios de los ojos y los labios. Hecha de cartón piedra, representaba a un hombre con una nariz bastante grande, cejas y pómulos prominentes y una frente coronada en forma de ve. La máscara terminaba encima del lugar donde debía estar la boca de una persona. Do Duc sostenía la máscara con tanta ternura como lo habría hecho con el cuerpo de un infante.
—¿Qué es eso?
Se estremeció y dio media vuelta para ver a Hope sentada desnuda en un ángulo de la cama.
—¿Qué estás haciendo? —Ella se pasó una mano por el largo pelo rubio, y se estiró en su manera sinuosa.
—No es nada —replicó él, y se apresuró a poner la máscara en su incongruente caja.
La vio a ella con el sol de la mañana que le incendiaba el vello minúsculo a lo largo de la curva del brazo y el aire que la rodeaba estalló en un arco iris. La aureola que emanaba de ella, parecía latir con la pulsación de su corazón o el estallido de las sinapsis nerviosas en su cerebro. Se abrieron un poco los labios de Do Duc, como si deseara probar esa aura con la lengua.
Una sonrisa tímida se esparció por la cara de Hope.
—Hemos dicho que nos diríamos todo. ¿Acaso no prometimos...?
Do Duc clavó la hoja de la navaja en el bajo vientre de Hope y, con la fuerza que ascendía a través de las plantas de sus pies, llevó el cuchillo hacia arriba a través de la carne y el músculo y llegó al corazón.
Observó con un intenso temblor cuando la sorpresa, la incredulidad, la confusión y el terror se sucedieron a través de la cara de Hope. Era como una verdadera fuente de deliciosas emociones que él absorbía con su alma.
Se apartó de prisa del brillante manantial de sangre que saltó. El hedor llenó el dormitorio.
Silencio. Ni siquiera un grito. Do Duc había sido entrenado para matar de esa manera.
Bajó la mirada hacia las vísceras de su esposa, que mostraban un leve brillo a la luz de la mañana. Despedían vapor. Los rollos iridiscentes le resultaban bellos, tanto en el diseño como en la textura y parecían hablarle en un idioma que no tenía ninguna regla, ningún nombre.
La visión y el olor, familiares como viejos compañeros, le recordaron adónde se dirigiría muy pronto.
* * *
En el vuelo a Nueva York, Do Duc tuvo tiempo para pensar. Extrajo la tira de fotos en colores de su rostro, que se había tomado en una cabina automática de un paseo de compras, donde se había detenido en camino al aeropuerto de Fort Lauderdale. Luego la guardó, junto con el talón del billete, que había sido emitido a nombre de Robert Ashuko, y abrió un ejemplar del Forbes. Mientras clavaba la vista en el texto, extrajo de la memoria la información que había memorizado en cuanto se había mudado a Hollywood. Se la habían enviado en un libro de pinturas de John Singer Sargent, notable por la sensualidad de sus mujeres, y la lozanía de sus paisajes.
La información estaba contenida en una página en la que aparecía impresa entera una reproducción de una magnífica pintura de Sargent, Madame X, que a Do Duc le pareció que confirmaba el imperioso erotismo latente en aquellas criaturas femeninas de otra época.
Había descodificado la información, memorizándola para luego quemarla, y arrojar las cenizas que quedaron en el inodoro. Pero conservó el libro para mirarlo una y otra vez. Era el único objeto que lamentaba dejar, pero era demasiado grande e impráctico para llevarlo consigo en ese viaje tan particular.
Al descender en el aeropuerto Kennedy, fue inmediatamente al jalón de cajas de seguridad en la terminal principal. Extrajo una llave que tenía un número impreso. La insertó en la cerradura correspondiente y retiró el contenido del cofre, que consistía en lo que parecía ser el maletín negro de un médico.
Alquiló un coche. Empleó una falsa licencia para conducir y una tarjeta de crédito protegida, que no podrían rastrear hasta él ni aparecía en las listas de morosos. Había estado algún tiempo en Nueva York y así no tuvo inconveniente alguno en hallar el camino de cintura aun en los laberínticos terrenos del aeropuerto. Algunos kilómetros más al este, en Nassau Country, la carretera se convirtió en la Southern State Parkway.
Se estaba haciendo de noche y el tránsito casi no se movía. Un camión Mack cargado de grava con dirección al oeste, había saltado la línea divisoria, y chocó primero con un VW Bug, luego con un Toyota MR2 y por último con un Chevy Citation. No le molestaba la marcha lenta; tenía que hacer tiempo y, además, le interesaron los detalles del accidente. Por el alcance del desastre, empezó a calcular la velocidad de cada vehículo. Luego comenzó a imaginar lo que había ocurrido dentro de cada uno.
La muerte, fuera rápida o lenta, era su comida y nunca se saciaba.
Escuchó un aullido que llenó sus oídos e inundó su mente hasta que sus dedos resonaron a su frecuencia. Luces ferales danzaron ante sus ojos como duendes del bosque y desapareció cada manifestación de civilización. El tiempo, así desnudo, se volvió primitivo y Do Duc, un animal en el bosque, fue indómito, omnipotente. Pensó brevemente en Hope, no en su vida sino en su muerte, y volvió a gozar de todo el episodio.
Do Duc tomó el acceso de Wantagh State Parkway y se dirigió al norte para avanzar hasta la segunda salida. Estaba ahora en Old Country Road. Para ese entonces el mundo había vuelto a la normalidad, salvo el leve aura visible para él alrededor de cada persona junto a la que pasaba.
Old Country Road lo llevó a Hicksville, donde halló el alargado edificio Lilco a la derecha. A primera vista hubiese podido parecer una escuela:
una estructura de ladrillo rojo de dos plantas. Detuvo el coche y sacó un plano plegado del interior del edificio. Cada detalle que necesitaba conocer estaba claramente marcado. Memorizó el mapa y le acercó un fósforo a un ángulo; luego lo observó arder junto a las puntas de los dedos. Metió las cenizas que quedaron en el cenicero del coche, descendió y atravesó rápidamente Old Country Road.
Entró y volvió a salir en siete minutos con botas, mameluco, camisa, cinturón con alforjas y, lo más importante, una tarjeta de identificación oficial plastificada para prender de la ropa. La foto del hombre, Roger Burke, no se parecía en nada a Do Duc, pero eso no tenía ninguna importancia.
A cinco kilómetros del edificio, Do Duc detuvo el coche y se puso el uniforme de Lilco. Trabajando con un cuchillo de artista, que extrajo del espacioso maletín de médico, levantó la capa exterior del laminado. Cortó una de sus fotos de la tira que se había tomado en Lauderdale, la pegó sobre la cara negra de Burke y volvió a colocar el laminado. La identificación no engañaría a nadie por mucho tiempo, pero Do Duc no necesitaba demasiado.
Miró su reloj: poco más de las siete. Hora de comer. Encontró un restaurante chino de comida para llevar, hizo su pedido y trasladó la bolsa plástica al coche. Abrió varios recipientes de cartón, extendió el primero y el segundo dedo de la mano derecha. Con ese utensilio fue colocándose en la boca el arroz frío laqueado con una viscosa salsa de pescado. Bebió unos sorbos de fuerte té solo y estuvo pronto para marchar.
Regresó a la atestada Wantagh Parkway en dirección al norte, que pronto se convirtió en la Northern State Parkway que iba hacia el oeste. La primera salida era Post Avenue, que tomó en dirección al norte. En cuanto cruzó Jericho Turnpike se encontró en el elegante suburbio de Old Westbury. Descendió a la Long Island Expressway y giró a la izquierda hacia el camino al norte. En cuanto superó la comisaría de Old Westbury, giró a la derecha para entrar en Wheatley Road. Allí, en marcado contraste con el hacinamiento industrial de Hicksville, condujo lentamente frente a antiguas fincas ricas, con paredes de ladrillo blanco, robles majestuosos, sinuosos caminos de coches y macizas casas de ladrillo o piedra con pórticos encalados o puertas cocheras con columnas.
La casa que estaba buscando se hallaba bien retirada respecto de la calle, detrás de una pared de ladrillos rojos y piedra marmolada de tres metros de alto. Tenía un portón de hierro forjado negro y un portero eléctrico de seguridad. Do Duc se acercó.
—Roger Burke, Lilco —dijo ante el micrófono de la caja metálica en respuesta a una aguda voz electrónica. Debió asomar la cabeza y los hombros por la ventanilla del coche para hablar, lo que le ofreció una excelente visión entre los pilares del portón, a lo largo del amplio camino sinuoso de conchillas trituradas que llevaba a la casa blanca y verde oscuro. Observó al perro de policía negro con manchas marrones en la cara, que saltaba entre los densos ligustros. Animales peligrosos, originalmente habían sido ovejeros. En la actualidad eran más conocidos como perros de policía y de guardia por su ferocidad y su fuerza.
Dio el número de identificación de Burke en Lilco y dijo que debía controlar los cables de alimentación debido a un peligroso apagón en el
área. Las mentiras más simples eran las más creíbles, le habían enseñado, y el riesgo de la electricidad ponía nerviosa a la gente más obstinada. Un instante más tarde oyó que se ponía en funcionamiento un mecanismo y las hojas del portón comenzaron a girar lentamente hacia adentro.
Do Duc se calzó guantes forrados que estaban revestidos de goma negra, puso el cambio en el coche y avanzó lentamente por la entrada. Conducía con la mano izquierda solamente. Llevaba la mano derecha hundida en la boca abierta del maletín negro.
Vio al guardia armado que iba hacia él a través del ancho camino en declive y se detuvo obedientemente. No lejos, el perro ahora suelto orinaba nerviosamente en un boj recortado mientras miraba a Do Duc con la boca semiabierta.
Se acercó el guardia, hizo contacto visual y pidió la tarjeta de identificación. Estaba vestido con zapatillas, pantalones vaqueros, camisa de trabajo de algodón y chaqueta de pana debajo de la cual abultaba su arma sostenida en la pistolera. Un hombre de poca jerarquía de la mafia o un ex policía, pensó Do Duc; en estos tiempos era dificil darse cuenta exactamente.
En cualquier caso, no era un estúpido y Do Duc actuó antes de que el guardia pudiera ponerse receloso en cuanto a la mano en el maletín. Con la izquierda, aferró la camisa de algodón y atrajo al hombre. La mano del guardia iba hacia la culata del arma cuando la mano derecha de Do Duc, que empuñaba una delgada hoja de acero, saltó hacia arriba.
Do Duc estaba preparado para cierta reacción galvánica cuando la hoja se hundió en la carne suave de la garganta del guardia. Pero aun así el hombre, que era muy fuerte, casi consigue zafar de la sujeción. Do Duc se incorporó en su asiento, y clavó la hoja a través del paladar hacia la base del cerebro.
Tembló el cuerpo que estaba entre sus manos. Se percibió el rápido hedor ofensivo cuando cedieron los intestinos. El perro estaba en la dirección del viento y empezó a gemir y luego a gruñir cuando captó el olor de la muerte.
—No se pudo evitar —dijo Do Duc como si hablara con un compañero invisible al oír que el perro iba rápidamente hacia él. Soltó el cadáver y abrió la portezuela casi en el mismo movimiento.
El perro, las orejas hacia atrás, los dientes a la vista, ya estaba sobre él. El inquietante hocico peludo se veía blanco de saliva. Do Duc tendió la mano izquierda, que metió entre las mandíbulas del perro cuando saltó, arrojándolo contra el techo del automóvil.
Los largos dientes penetraron en el guante engomado y mientras el animal estaba así ocupado, Do Duc tomó la larga hoja ensangrentada y la insertó en la oreja izquierda del animal, haciéndola salir por el otro lado.
Los dientes estuvieron entonces a punto de atravesar el forro del guante, al morder el perro en acción refleja. Do Duc se apartó de la fuente de sangre, y sostuvo al animal estremecido a la distancia del brazo, mientras gruñía por el peso pero feliz por la resistencia de sus músculos bíceps y deltoides.
Al fin se vio obligado a desprenderse del guante porque, aun en la muerte, el perro no cedía su presa. Do Duc se inclinó para extraer la hoja del animal. La secó en la pierna del vaquero del guardia y volvió a subir al coche, para seguir su marcha por el camino hasta la maciza puerta cochera.
La falsas columnas dóricas se elevaron sobre él cuando detuvo el coche, y apagó el encendido. Tomó el maletín de médico del asiento y ascendió los peldaños de ladrillo hasta la puerta de entrada.
—¿Señor Goldoni?
El hombre bien vestido de pie en la entrada sacudió la cabeza. —Dominic Goldoni, eh... no se encuentra.
Do Duc frunció el entrecejo, mientras consultaba los papeles que llevaba sujetos con un broche a una tablita. Papeles que nada tenían que ver con la situación.
—¿Es ésta la residencia Goldoni?
—Sí —respondió el hombre bien vestido. Era buen mozo en su estilo mediterráneo de rasgos marcados. Tenía ojos castaños brillantes de grandes párpados, se acercaba a los cincuenta y parecía extranjero, elegante en un magnífico traje Brioni, la camisa romana de seda y los zapatos de mil dólares.
—¿Usted es el hombre de Lilco?
—Exacto —contestó Do Duc, mostrando rápidamente su identificación mientras atravesaba el umbral.
Los ojos del hombre se fijaron en la insignia plástica.
—Soy Tony DeCamillo, cuñado del señor Goldoni.
—Sí, ya sé —dijo Do Duc, mientras hundía el puño en el plexo solar de DeCamillo. Lo sostuvo casi suavemente mientras DeCamillo vomitaba y se esforzaba por respirar. Entonces Do Duc levantó una rodilla contra el mentón de DeCamillo, haciéndole crujir la cabeza hacia atrás.
Do Duc dejó que el cuerpo inconsciente de DeCamillo se deslizara al piso. Mientras estaba inclinado, se tomó el tiempo para inventariar los anillos de oro, el reloj, los gemelos y el alfiler de corbata del hombre. Entonces tomó a DeCamillo debajo de los brazos y lo arrastró hasta el armario del enorme vestíbulo de piso de mármol. Do Duc usó el cable que extrajo del maletín para atarle las muñecas y los tobillos. Tomó una chalina de un estante, hizo un bollo y la metió en la boca de DeCamillo, que luego aseguró con más cable.
No había cocinero, porque Margarite DeCamillo se enorgullecía de ser una chef de primera clase. Pero había una criada que vivía en la casa. Do Duc la encontró en la cocina, donde estaba preparando su propia comida. Fue silenciosamente detrás de ella, hizo un rizo de cable alrededor del cuello y ejerció presión. La mujer jadeó, trató de librarse. Arañó el aire con las uñas, le rasguñó el fuerte antebrazo a Do Duc antes de quedarse sin aliento, y cayó hacia adelante sobre latas de tomate. La dejó ahí, inclinada hacia adelante, enfriándose rápidamente. Cruzó hasta el teléfono que estaba en la pared junto a un enorme refrigerador empotrado y tomó cautamente el receptor. Estaba desocupado y discó un número local, mientras escuchaba los chasquidos electrónicos que enviaban el llamado. Contó los cinco timbrazos estipulados antes de que el llamado fuera respondido y luego dijo, en el silencio:
—Estoy.
De regreso en el vestíbulo, Do Duc ascendió la ancha escalera de caoba. La madera estaba tan lustrada que podía verse a sí mismo reflejado en ella. Sus zapatos no hacían ningún ruido en la alfombra persa.
Margarite DeCamillo estaba gozando un baño de espuma en el ala del dormitorio principal. Tenía la cabeza apoyada sobre una almohada de goma y los ojos entrecerrados mientras sentía que el calor se filtraba por los músculos hacia los huesos. Ese era su momento preferido del día, cuando se podía alejar del mundo, relajarse y dejar que sus pensamientos vagaran libremente. Las nuevas responsabilidades de las que hacía poco se había hecho cargo su esposo lo habían cambiado de manera irrevocable. Ella sabía que estaba preocupado, sin duda sobrepasado y probablemente con problemas.
Sabía que era la única persona del mundo que podía ayudarlo, pero él era siciliano y Margarite debería manejarse con cuidado. No convendría que le recordara la lista de personalidades de los negocios que se habían convertido en clientes suyos por los contactos que ella le había ofrecido.
Serenissima, su compañía de cosméticos de gran éxito, atendía a muchas de las más grandes estrellas de Hollywood y Nueva York y como Margarite era la creadora de todos los productos, los hombres de empresa deseaban conocerla. Era sagaz para evaluar los caracteres, de modo que no le había resultado dificil pasarle algunos a Tony.
Mientras su mente vagaba, de manera casi inconsciente las puntas de sus dedos iban explorando su cuerpo, oprimiendo esos puntos que dolían, los magullones recurrentes. El calor del baño hacía salir el dolor, como los zarcillos de una criatura marina, y ella se aflojaba.
Al fin, como siempre sucedía, sus pensamientos volvieron a Francine. A los quince años, su hija estaba en una edad dificil; demasiado grande para que se la considerara una niña, demasiado joven para las responsabilidades de la adultez. El hecho de que ya tuviera el cuerpo de una mujer sólo hacía más complejo el problema. Varias veces, antes de que su hermano Dominic entrara en el programa WITSEC, Margarite se había visto obligada a ir a verlo para que la ayudara a sacar a Francie de sus problemas en la escuela o de un novio demasiado grande para su edad.
Margarite suspiró. Quería a Francie más que a nada en la vida, y tal vez las resonancias de ese amor fueran abrumadoras para ella. Se había visto en la disyuntiva de seguir una carrera y criar a Francie prácticamente sola. Tenía plena conciencia de que nunca había pasado bastante tiempo con su hija. ¿Pero qué podía hacer? Podría haberse marchitado y morir en el caso de verse encadenada a la casa. Tony no tenía ni tiempo ni paciencia para su hija; Margarite creía que él estaba resentido para siempre con ella porque no le había dado el heredero varón que tan desesperadamente había deseado. Pero ahora Margarite ya no podía concebir un bebé y sólo estaría Francie. No podía sorprender que Tony estuviera siempre enojado.
La parte exterior de la bañera estaba tallada en una pieza monstruosa de ónix negro y blanco, un bol oval ahora lleno de agua caliente, sales aromáticas y la forma voluptuosa de Margarite DeCamillo. El grifo del agua era de oro, tallado en forma de cabeza de cisne con un cuello artísticamente curvo, y las llaves también de oro eran las alas. El ángulo que ocupaba la profunda bañera estaba revestido de espejos del piso al cielo raso, que de improviso reflejaron la imagen de Do Duc que entraba en el cuarto húmedo.
Margarite DeCamillo se sobresaltó y al mismo tiempo se sentó erguida y se cubrió los senos desnudos con las manos. Los ojos ambarinos se abrieron al máximo y los amplios labios formaron una O.
—¿Quién es usted? ¿Qué es eso de presentarse así...?
—Estoy aquí para hacerle un ofrecimiento. —La voz profunda de Do Duc era suave. No obstante, Margarite se sintió obligada a callar.
Observó al intruso y, para sorpresa en alguna medida de Do Duc, tuvo la presencia de ánimo como para decir:
—¿Qué le ha hecho a mi esposo?
—El no está muerto —replicó Do Duc—, si es eso lo que está pensando. —Se acercó lentamente a través de los mosaicos velados por la humedad. Los ojos de ella lo observaban como una mangosta puede escrutar a una cobra, con grados iguales de fascinación y temor. Ni siquiera está malherido. Sólo.., dormido.
Do Duc estaba ahora al borde de la bañera, mirando a Margarite. Era una mujer sumamente bella de unos treinta y cinco años, de altos pómulos, ojos separados y mirada directa, nariz prominente y abundante cabello rizado oscuro, ahora húmedo en las puntas de modo que algunos mechones se adherían a la piel nacarada de hombros y cuello. Era un rostro en conjunto agresivo, pero él pudo advertir que ella había aprendido a guardar bien sus pensamientos privados. Tenía esa mirada sagaz e inteligente que Do Duc había visto en muchos jugadores de éxito. El temor inicial ya había pasado y el color volvió a las mejillas de Margarite, que recuperó la compostura. Do Duc calculó que ella no estaba tan asustada de él como debió estarlo.
—Dijo algo sobre un ofrecimiento.
Do Duc asintió con la cabeza, mientras advertía la elección de la respuesta de ella así como la frialdad de la voz.
—Exacto. Los dos tenemos algo que el otro desea. —Él permitió que una sonrisa se esparciera por su rostro. —Por ejemplo, quiero saber dónde está Dominic Goldoni.
Un aire de alivio apareció en la cara de Margarite, que se rió.
—Entonces ha venido a la persona equivocada. Pregúnteles a los federales. No tengo la menor idea de dónde está mi hermano. —Ella resopló burlonamente. —Ahora, márchese inmediatamente de aquí, delincuente barato.
Do Duc la ignoró. Le dijo:
—¿No desea saber lo que tengo y usted quiere?
Ella sonrió dulcemente.
—¿Qué podría usted...?
Do Duc ya se había metido en la bañera, y hecho derramar el agua por el borde. Le puso una mano sobre la cara y la otra sobre el pecho y oprimió violentamente hacia abajo hasta que desapareció la cabeza bajo el agua caliente.
Evitó las piernas que ella agitaba y hundió los dedos en el pelo abundante y la sacó tosiendo y escupiendo agua. Margarite tenía los ojos llenos de lágrimas, los senos pesados se agitaban. El vio que al menos había conseguido la atención de la mujer.
—Ahora —dijo él— ¿podemos convenir que tenemos que hablar de algo?
—Maldito —gimió ella—. Maldito, hacerme esto.
"Aún no has visto nada", pensó Do Duc con un poco de satisfacción.
—No tengo nada que decirle. —Margarite se apartó el pelo de la cara. Se sentó en el borde de la bañera, al parecer sin tener en cuenta ahora su desnudez. —Mi propia vida no significa nada para mí. Nunca traicionaría a mi hermano, aunque supiera dónde lo tienen.
Do Duc tomó una enorme toalla de baño de un estante que estaba sobre su cabeza y se la arrojó.
—Séquese —dijo, mientras salía de la bañera—. Tengo algo que mostrarle.
Hizo salir a Margarite del baño. Ella se había envuelto en la toalla de tal modo que estaba cubierta desde encima de los senos hasta las rodillas.
—¿Es estúpido usted? ¿No entiende que no importa lo que me haga a mí? No sé nada. Los federales se aseguran de eso.
El la llevó a través del dormitorio principal con la cama de cuatro postes con dosel y el área hundida para sentarse, completada con un canapé de terciopelo curvo y un hogar ornado de mármol, con su repisa mantenida en alto por querubines tallados. Un espantoso reloj de bronce dorado emitía un sonoro tictac en el centro de la repisa.
A mitad de camino por el pasillo, Margarite sintió que se le cerraba la garganta. Sabía adónde se dirigían.
—No —dijo con un hilo de voz—. ¡Oh, por favor, Dios, no!
El permitió que ella se apartara. Margarite corrió el resto del camino hasta una puerta entreabierta que daba a otro dormitorio. Do Duc la siguió, se detuvo en el umbral y se agachó para recoger la toalla de baño que se había caído. Se la puso sobre el brazo izquierdo cuando entró en el cuarto pintado de rosado pálido. Las ventanas estaban cubiertas por cortinas de volados y había varios animales de paño sobre la cama.
—¡Francie!
Do Duc observó la escena: la madre desnuda, enloquecida, llorosa, que se tomaba la cara con las manos y fijaba la mirada con horror en su hija de quince años colgada de los tobillos al artefacto central de iluminación.
—¡Oh, Dios mío, Francie!
El rostro oval de la adolescente, sonrojado por la sangre, se veía total-mente inexpresivo. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos.
—No está muerta —observó Do Duc—. Pero lo estará si usted no hace lo que le digo.
Margarite giró rápidamente.
—Sí, sí. Lo que sea. ¡Pero bájela!
—Cuando usted haya hecho lo que quiero. —La voz de Do Duc era suave. —No tengo deseos de hacerle daño, ya ve. Pero sepa que la vida de ella está en sus manos. —Se acercó y le entregó la toalla a Margarite.
—¿Nos entendemos ahora?
Margarite nuevamente le echó esa mirada que él tantas veces había visto en jugadores astutos y supo que estaba pensando en deslizarle un cortapapeles entre las costillas. Se preguntó si ella sería capaz de cometer un acto tan terminante, ser parte de una acción que alteraría para siempre su esencia. Al contemplarla, ésa era la pregunta que lo intrigaba más porque, ahora que había tomado contacto con ella, reconoció algo en la mujer y se sintió atraído.
—¿Qué es lo que quiere de mí? —preguntó ella.
Abajo en la biblioteca, él sirvió brandy para los dos. Le había permitido que se vistiera, pero sólo en presencia suya. Ella se había puesto una corta falda tableada negra, una blusa crema y escarpines de gamuza con cordones dorados. Lo impresionó que se vistiera con tal economía de movimientos y cierta dignidad en el intento de protegerse de su presencia.
Al principio, ella rechazó su ofrecimiento.
—Beba —insistió él—. El brandy le calmará los nervios. —La miró. —Le vendrá bien.
Ella aceptó la copa que era como un balón y sorbió lenta, metódica-mente,
Do Duc tomó su bebida y se sentó en el sillón tapizado al lado de ella.
—Muy bien —agregó él—. Esto es lo que quiero. Cuando su hermano la llame, se las ingeniará para que le diga dónde está.
Margarite puso la copa sobre la mesa de café de cristal y bronce.
—Usted está loco. Eso no sucederá nunca. Por empezar, llamarme... o a cualquier otra persona de su familia... es estrictamente contrario a las reglas.
—No obstante —dijo Do Duc— llamará.
Margarite lo estudió por un momento antes de inclinarse hacia adelante para tomar un cigarrillo de una caja filigranada de plata. Al hacerlo, sus senos se marcaron contra la blusa. Fue el primer gesto provocativo que hacía y Do Duc supo que ella había empezado a considerar la situación. Eso era bueno para los dos. Mejor demonio conocido...
—Usted es una bestia estúpida. Mi hermano, Dominic, fue puesto hace un año en el Programa Federal de Seguridad del Testigo, WITSEC. Le permitieron que llevara consigo a su esposa e hijos. Desde entonces, no he tenido noticias suyas. Tampoco su madre. Le dijeron de manera bien clara cuáles eran las reglas: ningún contacto con la familia o con amigos, de lo contrario los federales ya no podían garantizar su seguridad.
Ella lo miró cuando él tomó el encendedor de plata labrada, lo prendió y le acercó la llama. Margarite vaciló sólo una fracción de segundo antes de adelantarse para encender el extremo del cigarrillo. Inhaló profundamente, lanzó una bocanada de humo de tal manera que Do Duc pudo observar su agitación.
—¿Tiene conciencia de que en toda la historia del WITSEC no han alcanzado a ninguno de los protegidos que se han atenido a las reglas? —Ella siguió observándolo mientras fumaba. —Nos lo dijo el segundo jefe del WITSEC, y después de lo que había hecho Dominic, sé que se lo tomó en serio. No tiene ningún deseo de morir, todo lo contrario. Tiene todos los motivos para vivir.
De pronto dejó de hablar y Do Duc supo que deseaba desesperada-mente una respuesta suya. Ese había sido el primer intento de ella por tomar la delantera y por eso él le otorgó más puntos. No dijo nada.
Margarite siguió fumando hasta que terminó el cigarrillo. Entonces lo apagó en un cenicero Steuben. Do Duc esperó que ella tomara otro, pero nuevamente lo sorprendió con su fuerza de voluntad. Se quedó sentada con las manos sobre la falda.
—Suelte a mi hija —dijo ella suavemente.
—Estábamos hablando de su hermano, de Dominic. —Do Duc observó con interés la única línea de transpiración que se deslizaba desde el inicio del cabello por la sien hasta la mejilla. Tuvo conciencia de la tensión de ella del mismo modo en que a menudo veía auras alrededor de la gente. Había un zumbido tangible en el aire.
Pudo ver el imperceptible temblor de los labios de ella antes de que bajara la cabeza.
—Está bien, digamos que Dominic llame —aceptó ella en tono de capitulación—. Entonces, ¿qué?
—Arregle un encuentro inmediato, sin su cuidador del WITSEC.
—No lo hará.
El tomó un cigarrillo de la caja de plata, lo encendió y se lo alcanzó a ella.
—Pero lo hará, Margarite. Sé que la ha llamado varias veces antes. La última vez, permítame ver, ¿no fue porque descubrió lo que le hace a usted Tony D. a puertas cerradas?
Margarite lanzó un gritito. Levantó las rodillas como si él le hubiese aplicado un golpe físico. Tenía la cara blanca y respiraba con fuerza entre los labios entreabiertos.
—Esta vez, Dominic recibirá la información de que su esposo le ha pegado a Francie. —Parecía tan calmo como si estuviera leyendo un número de la guía de teléfonos y ese tono tan normal era el elemento más horrible. —La llamará, Margarite, ¿verdad? Y cuando la llame, usted hará su parte. Se mostrará bien histérica, y si Dominic no lo sugiere, usted insistirá en un encuentro.
—Ah, maldito sea. —Ella cerró los ojos. "Él ha arruinado todo", pensó Margarite.
Sintió que perdía el control mientras las lágrimas saladas corrían por sus mejillas y el pánico convertía en jalea su mente. Luchó por poner un pensamiento coherente frente a otro.
—Sabe lo que me está pidiendo que haga —susurró.
De pronto, Do Duc unió sus manos. La copa de brandy de ella estaba entre ambas y quedó destrozada con un fuerte estrépito, que hizo saltar a Margarite. A Do Duc le gustó lo que eso hizo a los ojos de ella, que le recordaron mucho la pintura de Madame X por Sargent.
—He matado a su guardaespaldas, a su perro y a su criada —dijo él—. No piense ni por un instante en que vacilaré en tomar la vida de su hija. —Los ojos brillantes de él no se apartaban de los de ella. —Como he señalado, la vida de Francine está muy literalmente en sus manos.
Margarite apagó el cigarrillo.
—Dios, ¿cómo consigue dormir de noche?
Do Duc se puso de pie.
—Una pregunta interesante, viniendo de la hermana de Dominic Goldoni. ¿No usa su nombre de soltera... el nombre de él... en su propia empresa? Claro que sí. —Mientras le mostraba una pequeña sonrisa convincente, añadió: —Me pregunto cómo se siente por el hecho de que a usted la conozcan como Margarite Goldoni. ¿Es eso parte de la ira que Tony tiene hacia usted?
Ella lo miró con una especie de fascinado temor reverencial que bordeaba la revulsión. El caminó alrededor del sofá y se quedó de pie mirando una gran pintura de Henri Martin con un campo de trigo lleno de color y textura.
—Margarite, usted es lo bastante inteligente para saber que todos tenemos nuestro modo de racionalizar lo que hacemos. De ningún modo es eso patrimonio sólo de los fanáticos y los justos.
Aguardó, mientras perdía una parte de sí en el paisaje provenzal que Martin había conjurado con el arcano poder de un hechicero. Do Duc pensó que de buen grado daría todo, hasta la proximidad constante con la muerte que lo mantenía centrado y estable, por ser capaz de pintar una tela como ésa. No tenía hijos, que supiera, pero esa obra maestra era mejor que un hijo porque surgía como un dios de la propia cabeza y se mantenía exactamente como uno la había contemplado. No podía imaginar recompensa mayor en la vida.
—Qué interesante, una bestia apreciando el arte —dijo Margarite junto a su codo.
El la oyó acercarse o, más exactamente, la percibió y recordó su duda en cuanto a si ella tendría el coraje de esgrimir el cortapapeles. No desvió la mirada del Martin, pero respondió:
—Dominic llamará dentro de las dos próximas horas. ¿Está dispuesta a cumplir su parte del arreglo?
—Déme un momento —pidió ella—. Nunca antes he hecho un trato con un demonio.
—Tal vez no —señaló él al ir hacia ella— pero apuesto a que su hermano lo ha hecho... más veces de cuantas puede recordar.
"Usted no sabe nada de mi hermano", deseó gritarle ella, pero tuvo el terrible temor de que él le demostrara en términos muy precisos lo equivocada que estaba.
Se unieron sus miradas y Do Duc reconoció la ambivalencia que acechaba detrás de la abierta animosidad que proyectaba la mujer. Dudaba que ella tuviera conciencia de la atracción que sentía por él. Estaba seguro de que no tenía ningún conocimiento de su uso de la clásica táctica del interrogador, de personalizar para luego hacer íntima lo que en todos los aspectos era una relación común, rutinaria. Pero ella podía reconocer la otra parte de lo que él estaba haciendo. No era tanto que las mujeres desearan ser dominadas, había concluido por saber hacía unos años, sino que apreciaban más a aquellos hombres cuya dominación podía producirse en otros.
Margarite sacó la lengua para humedecerse los labios.
—¿Usted tiene un nombre?
—Algunos. Puede llamarme Robert.
—Robert. —Dio un paso hacia él, de modo que estuvo muy próxima. Estudió su cara. —Curioso. Ese no es un nombre oriental y usted es tan obviamente oriental. —Inclinó la cabeza.
—¿Lo es? Qué otra raza... Déjeme ver... ¿polinesio? —Sonrió.
—Yo soy veneciana, de modo que sé cómo es.
—¿Cómo es qué?
—Ser un extraño. —Margarite se apartó de él, y volvió al sofá. —Vivo entre sicilianos. Nadie confía en una, realmente. —Se sentó y cruzó las piernas. —Siempre lo están poniendo en situación de tener que demostrar su lealtad, hasta a la "Familia".
Do Duc sonrió para sí. Le gustaba esa parte de ella, la maquinadora. Observó con deseo la larga porción de piernas, lo que no era nada dificil, para alentarla. El hecho de que su deseo fuera deliberado no significaba que ella debiera saberlo. Deseaba... no, a decir verdad, necesitaba... saber hasta dónde iría ella, de qué era capaz en las condiciones más extremas. Ahora sabía una cosa: le permitiría que lo descubriera.
—¿Usted tiene familia?
La pregunta lo traspasó, de modo que le sonrió, para encantarla con una de sus muchas máscaras.
—Eso fue hace mucho tiempo. —Pero su voz sonó hueca hasta a sus propios oídos y Margarite era lo bastante inteligente como para captarlo.
—¿Fue huérfano?
—Las semillas de mi destrucción fueron sembradas cuando yo era muy pequeño.
Margarite mantuvo la mirada de él.
—Qué cosa tan rara para decir. ¿Es cierto? ¿No tiene familia?
Era así, de modo que se encogió de hombros para que ella no le diera
importancia. Se quedó perplejo por lo que le había salido de la boca. ¿Estaba loco?
Quebró el contacto con ella, que estaba empezando a perturbarlo tan profundamente como a Margarite.
—¿Qué quiere con Dominic? —preguntó ella.
—Información... que sólo él puede dar.
—Eso simplifica las cosas. Puedo procurársela cuando él llame.
Do Duc sonrió fríamente para que ella supiera en su corazón que él no era más que un arma.
—Margarite, le diré ahora que si se desvía apenas del plan preparado, morirá Francine y usted lo presenciará.
—¡Está bien! —Ella se estremeció y se cubrió la cara con las manos. —Sólo... no vuelva a decirlo. Ni siquiera debe pensarlo.
Lo miró y sus ojos lo escrutaron a través de las lágrimas.
—Usted sabe, a pesar de lo que hizo Dominic, aún tiene muchos amigos a los que salvó de los federales y que son poderosos.
—Sí, sé cuán poderosos. ¿Quién cree que me envió?
Era un riesgo calculado pero necesario para ayudarlo a mantener su control sobre la mujer.
—¡Dios, no puede hablar en serio! —exclamó Margarite, alarmada—. Eso lo mataría.
Do Duc se encogió de hombros cuando fue a sentarse al lado de ella. —La vida está llena de sorpresas... hasta para mí.
—No, no, no —afirmó ella con voz ahogada— me está mintiendo. —Se estremeció. —Conozco a los amigos de Dominic. Son muy leales. Si le hace daño a él, irán tras usted. ¿Eso no lo preocupa?
—Por el contrario. Me encanta.
Observó las emociones que pasaban como ráfagas a través de la cara de la mujer.
—Dios mío, ¿quién es usted? —susurró ella—. ¿Qué pecados he cometido que lo han traído acá?
—Dígame, ¿es usted tan inocente como culpable es su hermano? Ella ignoró las lágrimas que le corrían lentamente por las mejillas. —Nadie es totalmente inocente, pero yo... éste es el Día del Juicio.
Con independencia de lo que haga, tendré sangre en mis manos.
—Al fin, somos todos animales. Debemos ensuciarnos alguna vez. Ésta es la suya.
Ella tomó otro cigarrillo.
—¿Volverme como usted, quiere decir? ¡No, nunca!
—Le deseo que no.
Margarite rodeó el encendedor con la mano y luego, al parecer, lo pensó mejor. Volvió el cigarrillo sin encender a la caja de filigrana.
—Me asusta que usted sepa que Dominic llamará.
—Sí, lo sé.
—Sus amigos...
—El ya no tiene amigos.
Do Duc sumergió la punta de un dedo en el residuo viscoso del brandy derramado, y levantó no sólo el licor sino también una astilla diminuta de cristal. Ella observó mientras oprimía el cristal hasta que le perforó la piel y extrajo sangre. Mediante ese gesto de machismo, ella consideró que el dolor, de una u otra forma, era un componente significativo en la personalidad de él. Margarite hizo a un lado esa deducción, incapaz aún de considerar su utilidad.
Se preguntó por qué él no la había atacado. Había tenido todas las oportunidades para aprovechar una completa variedad de situaciones provocativas: mientras estaba desnuda en el baño, cuando se estaba vistiendo y la miraba, en cualquier momento desde que estaban allí en la biblioteca. Por cierto, desde que se recuperó del shock inicial por la presencia de él, le había dado todas las oportunidades, al saber que él no podría pensar con claridad atrapado entre sus muslos y con la sangre llena de testosterona.
Debía intentar algo para zafar de esa pesadilla. Se movió en el sofá, levantándose la falda hasta la parte superior de los muslos. Vio que él llevaba la mirada de la sangre en el dedo a su carne. La mirada de él tuvo peso cuando se posó en ella, y calor. Margarite notó que las mejillas empezaban a arderle.
—¿Qué es lo que le pasa? —Ella no reconoció su propia voz.
Do Duc la miró. Con la punta del dedo le trazó una medialuna roja sobre la carne temblorosa de la parte interior del muslo. Frotó más arriba, en el punto donde ella estaba caliente, aun ahora. Margarite sintió una especie de conexión e hizo lo que pudo para atraerlo, para lograr que la temperatura subiera en la sangre de él.
El estrépito del teléfono la hizo saltar. Lo miró como si se tratara de una serpiente venenosa. El retiró la mano y desapareció la única posibilidad de ella.
—Conteste —ordenó Do Duc, mientras clavaba la mirada en los ojos aterrorizados de Margarite.
Ella dudó, temblando. Podía no ser Dominic, se dijo que podía ser cualquiera. Por favor, que fuera cualquiera menos él.
Tomó el receptor con un gesto convulsivo. Tragó y dijo en tono esperanzado.
—¿Hola?
—¡Margarita, bellissima! —dijo la voz de Dominic en su oído y ella cerró lentamente los ojos.