El otro día, la sita Asunción entró en clase con una noticia muy grande que darnos. Se lo notamos nada más verla porque en vez de mandarnos callar a gritos como hace siempre, se sentó mientras nosotros terminábamos el recreo y se nos quedó mirando fijamente, la tía. Nos cuesta bastante acabar con el recreo, llegamos del patio a clase y todavía se nos han quedado unas cuantas collejas en el tintero para darle a nuestro compañero más querido y algunas sardinillas. Sardinilla es una torta rápida, como un latigazo, que se le da a un enemigo o, en su defecto, amigo, en esa parte del cuerpo llamada culo. La sardinilla tiene un efecto quemador, y el que sufre la sardinilla se lleva la mano a esa parte del cuerpo llamada culo y dice «aichsss»; pero luego se recupera y sale corriendo detrás de ti, y más vale que te vayas al otro lado del Planeta Tierra, porque la sardinilla vengadora es terrible.
Normalmente, el que reparte collejas y sardinillas es Yihad, porque es el que manda desde que empezamos el colegio, en aquellos años en que no teníamos uso de razón; pero nosotros (yo, el Orejones, etcétera), «modestamente», como diría Paquito Medina, también repartimos algunas. Últimamente lo hacemos de la siguiente manera: te acercas a tu amigo del alma y le das una colleja al bies mientras dices:
«Taran tarateja… Colleja».
Y tu amigo tiene todo el derecho del mundo a darte una toba en la frente mientras contesta:
«Taran taranrullo… Capullo».
Yo le he contado este juego a gente de otros barrios…, vamos, no a mucha gente, porque fuera de mi barrio sólo conozco a la gente que sale por la tele; pero un día tuve la oportunidad y se lo conté a un niño que se sentó a mi lado en el autobús y que era de un barrio que se llamaba Aluche, y a ese niño concretamente no le hizo ninguna gracia. Me dijo que lo que ellos hacían en su colegio de Aluche era jugar al rescate, y cuando pillaban a alguien, en vez de agarrarlo, le pegaban un empujón para atrás y lo tiraban al suelo mientras gritaban:
«¡Y qué me importa si tu culo explota!».
El niño de Aluche se empezó a reír de una manera tan terrorífica que a la gente del autobús que iba amargada pensando en sus cosas le llamó la atención. Yo le tuve que decir que a mí concretamente lo que hacían en su colegio tampoco es que me pareciera de matarse de risa, y al final del viaje los dos nos despedimos con bastante educación —haciendo así un gesto con la cabeza—, pero pensando que a lo mejor tendríamos que viajar más, ir de vez en cuando a los barrios de al lado, como Aluche o Carabanchel Bajo, para poder entender a niños de otros mundos (mundiales) y compartir sus culturas.
Pues eso, que la sita aquel día entró con una noticia muy grande que darnos, pero no dijo nada; se sentó en su mesa, mientras nosotros nos dábamos las últimas collejas y sardinillas vengadoras de la mañana, saltábamos por los asientos y nos lanzábamos pelotillas de papel chupadas soplando por el canuto de un boli, cosas que, ya te digo, a nosotros nos hacen una gracia mortal (y a los de Aluche a lo mejor no). Y estábamos en esa actividad extraescolar, cuando Mostaza señaló a la sita y dijo:
—¡Mirarla! ¿Qué la pasa?
Y se oyó como un eco que decía:
—¿Qué la pasa, qué la pasa?
Y no era un eco, éramos nosotros, que también estábamos alucinados. La sita seguía a su bola, y eso que nosotros seguíamos diciendo: «¿Qué la pasa?». La sita nos lleva años advirtiendo que se dice «¿qué le pasa?», pero es que a los niños de Carabanchel Alto no nos sale decir «¿qué-le-pasa?», aunque lo intentemos con toda la fuerza de nuestras gargantas. Aunque mentalmente estemos pensando «¿qué-le-pasa?», cuando vamos a decirlo nos sale «¿qué-la-pasa?» ¿Y por qué nos pasa esto? Académicos de todo el mundo han intentado descifrar este enigma sin éxito. Allá ellos con su enigma. A nosotros los enigmas nos chupan un pie.
La sita parecía que no se daba cuenta de que nos habíamos callado y la estábamos mirando con nuestras bocas abiertas, y que Mostaza la seguía señalando con el brazo levantado, que parecía la estatua de Cristóbal Colón, sin moverse, paralizado, sólo de vez en cuando sorbía la nariz para echarse los mocos para dentro, porque Mostaza casi siempre tiene unos mocos a medio caer, y cuando no los tiene es que ha conseguido metérselos durante un rato. La sita miraba al infinito y sonreía como si en vez de estar en nuestra clase estuviera ya jubilada dando vueltas por España en un autobús del Imserso, que dice que es lo que piensa hacer en cuanto nos pierda de vista.
No sabíamos si despertarla o dejarla vivir aquel sueño dorado. Al fin y al cabo, siempre habíamos soñado con un tipo de señorita así, una señorita que pensara en sus cosas mientras nosotros pensábamos en las nuestras. Pero como somos unos niños bastante complicados, decidimos despertarla. Paquito Medina se acercó y dijo bajito:
—Señorita, señorita…
Pero nada, ella a lo suyo. Se echó a reír un poquito, como si alguien le estuviera contando alguna gracia. A nosotros esto ya nos empezó a dar un poco más de miedo. «¡Dios mío, ha perdido la cabeza!», pensamos todos superalunísono. Entonces Yihad, que tiene métodos más terribles de despertar a las maestras, cogió con todo el morro el pito que la sita lleva colgado de un cordón y pegó un silbido que a nosotros nos hizo correr hacia nuestros sitios como si nos hubiera saltado un resorte, y a la sita la hizo levantarse de su silla y mirarnos como si fuera la primera vez que nos tenía delante de los ojos.
—¡Así me gusta, delincuentes! —nos dijo, paseándose entre los pupitres, con una pinta de supergenerala y nosotros de soldados que van a ir a la guerra—. ¡Así me gusta, que no haga falta que yo os mande sentar para que os sentéis, que no haga falta que yo os mande callar para que os calléis, que no haga falta que yo os mande estudiar para que estudiéis! Mostaza, límpiate los mocos. ¡Niños del mañana, niños que sean el orgullo y el ejemplo de esta ciudad! Vosotros, delincuentes, erais, hasta hace media hora que empezó el recreo, la vergüenza de Madrid, pero todo esto se va a arreglar en los próximos 15 días.
¿Por qué?, nos preguntamos los unos a los otros, porque a nosotros no nos importa ser la vergüenza de Madrid, ya estábamos acostumbrados.
—Os preguntaréis por qué vais a sufrir esa transformación…
Pues sí, nos lo preguntábamos bastante.
—Os lo diré. De aquí a 15 días os vais a convertir en los niños ejemplo no sólo de Carabanchel Alto, no sólo de Madrid, sino de toda España…
—¡Ooooohhhhh! —dijeron nuestras bocas a la vez.
—Dentro de 15 días vamos a recibir una visita muy importante, y tenemos que dar la talla. Habéis sido elegidos entre todos los colegios de Madrid para recibir una gran visita navideña…
—¡Los Reyes Magos! —dijo el Orejones, que a estas alturas ya ha escrito cinco cartas.
—¡Nada de Reyes Magos, que no tenéis en la cabeza más que caprichos y consumismo! Alguien más importante que los Reyes Magos.
—¡Los Reyes de España! —lo dijo Arturo Román, pero la verdad es que era lo que todos estábamos pensando.
—No, por Dios, dejaos de reyes, que no son reyes. Va a venir a visitarnos una autoridad muy importante.
—¡Clinton! —gritó Paquito Medina, que es el que más entiende de política internacional.
A nosotros nos pareció una buena idea.
—Sí, hombre —dijo la sita bajándonos de la nube—, no tiene otra cosa que hacer Clinton que venir a veros a vosotros.
—¿Pues quién? —dijimos.
—Os va a venir a ver… ¡el alcalde de Madrid! A ver, quién me dice cómo se llama el alcalde de Madrid —preguntó la sita con una sonrisa.
Se hizo un silencio aterrador y bastante sepulcral.
—Va a ser un trabajo duro —dijo la sita—. Pero juro ante Dios que os prepararé a fondo para que el alcalde nunca pueda olvidar esta visita.