Capítulo 8

LO QUE ME QUEDA POR VIVIR

Hace tres días el portero me entregó un paquete. Entre el desbarajuste que había a esas alturas en el apartamento y la ansiedad acumulada en el último mes no le presté demasiada atención. Me lo mandaba una amiga de la infancia, de la época en la que vivíamos al borde de un pantano. Aun con grandes lagunas en el tiempo nunca nos hemos dejado de ver, hemos seguido la pista de nuestras vidas y fluye entre nosotros, entre su familia y yo, una corriente de cariño muy especial. Sus padres siempre me han tratado como si no hubiera dejado de ser la niña que conocieron y me nombran con el cariñoso y repelente diminutivo con el que yo misma me presentaba entonces. Sé que están al tanto de mi trabajo, de las películas y de las series que he escrito durante estos años y viven lo que ellos llaman «éxitos» con una alegría jamás empañada por el resentimiento. Nunca me han reprochado no llamar, nunca han considerado que mi silencio o mi lejanía se debiera al olvido o a la arrogancia. Son, para mí, los perfectos habitantes del pasado: te quieren por lo que fuiste y el cariño se prolonga hasta el presente sin una sombra de resentimiento que lo atenúe. En otra ocasión hubiera abierto el paquete con una curiosidad impaciente, pero en la cabeza sólo me ha rondado estos días un pensamiento: Gabi.

La primera noticia que tuve del deambular solitario de mi hijo por la calle me la proporcionó Gloria, la mujer de mi amigo Jabato. Es una mujer prudente y sensible, así que en su primer correo trataba de advertirme, pero sin preocuparme demasiado.

He visto varias mañanas a tu chico paseando solo por la zona de San Bernardo. No le he saludado porque le vi muy abstraído. Ayer estaba leyendo, sentado en un banco, imagino que esperando a alguien.

Yo le contesté:

¿En San Bernardo? Qué raro. Le preguntaré. Se supone que a esa hora tiene clase.

Llamé a Gabi. Le pregunté. Me dijo que andaba haciendo un trabajo en la Biblioteca del Cuartel del Conde Duque. «¿Y no tienes que ir a clase?», le pregunté. «No, mami, cuando tienes que hacer un trabajo no tienes por qué ir a clase. Esto ya es la universidad». Me contestó tranquilo pero con un deje de impaciencia. Días después, cuando imaginaba que no estaría en casa, llamé a su padre.

—¿Está yendo Gabi a clase?

—Por supuesto que sí —me dijo él—, se levanta a las ocho conmigo todas las mañanas y le dejo en la boca del metro.

Gabi se bloquea cuando le pregunto. Responde siempre educadamente, como hacía desde niño, pero se las arregla muy bien para colocar una barrera infranqueable entre la curiosidad ajena y él. Es un chico que envuelve su tremenda reserva en dulzura y es precisamente esa dulzura, una firmeza nada agresiva, la que te hace sentir de inmediato que estás penetrando en un terreno que no te incumbe. Se acostumbró, desde niño, casi desde que pueda tener memoria, a administrar la información a su conveniencia, la que decidía darle a su padre o la que me concedía a mí, y, dado que su padre y yo dejamos de hablarnos durante años, se convirtió en un experto manejando tres realidades a su antojo: la que ha vivido con su padre, la que ha vivido conmigo y esa especie de territorio infranqueable en el que ha ido acumulando sus secretos y sus verdaderas opiniones, que pocas veces expresa. No herir fue su más vieja aspiración, y ahora es el principal rasgo de su carácter. En ese no herir, en ese no protestar y mostrarse tan comprensivo con nosotros, se fue construyendo para él un espacio acotado en el que más que guardar esconde todo aquello que no está dispuesto a compartir.

Su padre, a su vez, siente que le fiscalizo si le pregunto demasiado por las costumbres del chico. Al fin y al cabo, ésta ha sido la primera vez que convive con él durante todo un curso, su primer curso en la facultad, y mis preguntas le deben de hacer sentir lo que siempre ha pensado por otra parte, que me atribuyo una especie de papel superior en la educación de nuestro hijo. En realidad, todo da igual. En cualquier conversación que mantuviéramos, la más trivial, la menos sensible, seríamos capaces de tergiversar y malinterpretar cualquier frase inocente con tal de acabar rondando la herida que después de doce años no hemos sido capaces de hacer cicatrizar.

Gloria, la mujer de Jabato, me volvió a escribir varias veces y a petición mía se le ha acercado. El chico, me dijo, se muestra encantador, como es él, siempre parece estar provisto de una buena excusa para andar por el centro de la ciudad a esas horas en que debería estar en la Complutense. No parece que le ocurra nada ni que busque nada turbio. La saluda siempre con ese gesto tan suyo de sorpresa, levantando las cejas y mostrando una cálida timidez. Muchas veces he pensado que hubiera sido más fácil enfrentarse a un adolescente brusco, tosco, malencarado. Con él, sin embargo, te enfrentas a ese muro de amabilidad con el que se protegen algunas personas muy reservadas.

Jabato, mi querido Jabato, que tan buen amigo resultó después de que fuéramos desastrosos amantes, se me ha ofrecido varias veces a seguirlo, a vigilarlo durante una mañana. No me ha parecido leal. Tal vez me equivoque, pero acceder a eso sería para mí como traicionarle, vulnerar un secreto al que, mientras esto no se manifieste como algo preocupante, tiene derecho. Al fin y al cabo, le escribí a Jabato: «¿Por qué ha de ser tan extraño que él haga lo que yo hice en tantas ocasiones? Yo también pasaba tardes perdidas por el Retiro, fumando en los bancos que dan al lago con las amigas de clase». Sé muy bien que a quien busco tranquilizar con este razonamiento es a mí misma, porque hay algo que no me cuadra: la soledad recurrente. Imaginarlo solo, sentado solo, callejeando solo, me genera una inquietud insoportable.

Teníamos previsto volver a España el 30 de este mes, pero adelanté una semana el viaje. Me faltaba el aire sólo de pensar que algo le pudiera estar pasando. En apariencia, nada. He estado llamando dos o tres veces a la semana y hemos mantenido conversaciones rutinarias. El protocolo de siempre: doy rodeos con algunos asuntos domésticos, ¿estás bien de ropa?, ¿te llevo algo?, ¿te tomas el tratamiento de la alergia?, hasta que llego al asunto que verdaderamente me preocupa. Así han sido siempre mis interrogatorios desde que empezó el colegio. Le hago una, dos, tres preguntas banales, y a la cuarta, en la que empiezo a inquirir sobre lo que me interesa, siento que él, delicado pero firme, me señala el límite.

Imagino que ha sido un niño feliz y tranquilo, porque así se ha manifestado, pero también sé que, de haber tenido algún problema, de haberse sentido acosado u ofendido por alguien, hubiera sido incapaz de expresarlo. Siempre acudí a los encuentros con sus maestras algo asustada, temiendo que me confirmaran esa vulnerabilidad que siempre he presentido en él. Ellas me respondían con ironía: no, no suele ser el objetivo de los chulos ni de las bromas hirientes, es un espíritu tranquilo que se las arregla para contagiar su bonhomía, no despierta agresividad como otros niños frágiles.

Durante este curso no he querido molestar con mis llamadas, ni a él ni a su padre. No hay razón que justifique el que una madre llame a su hijo de diecisiete años todas las noches. En el país en el que he vivido un año esa insistencia materna parecería patológica. «Hay que relajar las obsesiones», me suele decir mi marido refiriéndose a esta obsesión en concreto, que fue tan poderosa como para impedirnos durante años vivir temporadas fuera de España como él hubiera querido. Tantas veces me repetía entonces, cuando Gabi tenía diez o doce años: «Actúas como si se tratara de un cariño que estuviera en cuestión y es ridículo, nadie va a robarte nada, no conozco a un hijo que quiera más a su madre». Pero sólo cuando cumplió los diecisiete acepté alejarme de él, vivir esta especie de «independencia» a la inversa.

Entiendo la impaciencia de mi marido, sé que tiene razón, tiendo a analizar en exceso el comportamiento de las personas que más quiero. Sueño con ellas, con peligros que pueden acecharlas, vivo con el temor de perderlas. Lo sé, aunque él se equivoca en un aspecto que me resulta trabajoso explicar porque temo que al verbalizarlo se reduzca a palabrería sentimental y no lo es en absoluto: no fui yo quien protegió al niño. O lo protegí, pero —no busco atormentarme— no en la medida en que debía. Fue él quien me protegió a mí, quien me sobreprotegió, porque en aquellos años en los que vivimos solos su presencia, siempre vigilante, atenta y correctora me obligó a sobrevivir.

El recuerdo todo lo literaturiza, lo sé, la nostalgia embellece lo perdido y crea símbolos donde no los hay, pero ese temor a la cursilería no debiera tampoco convertir en prosaico aquello que fue conmovedor. Recuerdo que íbamos un día de verano de camino a casa, uno de esos días desabridos de primeros de septiembre que anticipan la llegada del otoño. Corría un aire molesto que levantaba la tierra del parquecillo y nos la metía en los ojos. De pronto, un golpe seco de viento me levantó la falda hacia arriba, era una falda fruncida a la cintura que primero se hinchó como un globo y luego se levantó por completo. Yo me eché a reír a carcajadas porque no era capaz de controlarla, trataba de bajarla por un lado y se me levantaba por otro, miraba a mi alrededor y agradecía que no hubiera nadie más que nosotros en ese momento en la calle. Entonces noté sus brazos abrazando mis piernas, tratando de agarrar la falda para devolverla a su sitio. Pensé que se estaba riendo como yo, hasta que oí sus palabras entrecortadas por el llanto: «¡No te vueles, no te vueles!». Me agaché, ya despreocupada de estar con las piernas al aire, y le abracé. Le miré la cara. Estaba congestionado, llevaba en el rostro dibujado el terror. Lo llevé en brazos hasta casa y le besé la cara una y otra vez hasta que se le pasó el susto. Cómo explicarle a un niño que su pavor estaba injustificado, que es imposible que el viento arranque a su madre de la tierra.

Creo que nunca en la vida, nunca, he visto con más claridad en la mirada de alguien el miedo a la desaparición de un ser querido. Pude presenciar en toda su crudeza lo que para él hubiera sido que yo desapareciera. Me propuse tenerlo muy presente. Lo he tenido siempre muy presente.

Ahora, trece años después, soy yo quien debo protegerle. Aunque él se resista. Adelanté una semana la vuelta a España para mirarle a los ojos y pedirle que no rehuyera mis preguntas. «¿Qué haces todas las mañanas? ¿Deambulas solo? ¿Por qué? ¿Qué buscas? ¿Esperas a alguien? ¿Dices que vas a clase y no vas a clase?». Todos los hijos mentimos, pero todos los padres queremos que los hijos nos cuenten la verdad. No le he confesado a mi marido la razón por la que viajamos una semana antes de lo previsto. No quiero discutir sobre algo que aún no sé y que voy a tratar de averiguar.

Hace tres días me dejé caer en el sofá rendida a la caída de la tarde, con esa sensación de cansancio y suciedad imbatibles que dejan las mudanzas. Reposé la cabeza en un cojín y deseé que el tiempo se acortara hasta la llegada a Madrid. Cuando te rodean cajas de embalaje sabes que tu alma ya se está yendo hacia otro sitio.

Traté de concentrarme como tantos otros atardeceres en las vistas sobre el East River que habíamos disfrutado durante todo este año. Algunas tardes me sentaba con la intención de escribir en una silla escolar de un colegio público que encontramos tirada en un contenedor en Brooklyn. Bajo la bandeja que hacía las veces de mesa había una excrecencia de chicles que los años habían fundido con la madera y la formica. Tenía la ingenua ilusión de recuperar la ligereza de cuando tenía dieciséis años y me sentaba en los cafés para anotar en un cuaderno tres o cuatro ideas que habrían de crecer hasta convertirse en una novela impúdica y tremenda, con experiencias copiadas de otras novelas, ya que ni mi infancia, ni mi presente, ni tan siquiera la reciente muerte de mi madre me parecían literariamente memorables; pero no dio resultado. Ese rincón inspirador, el pupitre escolar y la vista imponente hacia el río desde aquella altura, no contribuyeron más que a la contemplación, y esos cuentos que pensaba escribir sobre los años más tormentosos de mi vida y que a menudo fluían en mi cabeza como si ya estuvieran escritos se quedaron en meros apuntes. La distancia de aquellos años y la experiencia de vivir en otro país no me han convertido en escritora como yo esperaba, me han faltado el coraje y la disciplina que tampoco tuve cuando todo el futuro estaba por delante. El abandono definitivo de un sueño juvenil produce también cierto alivio y así me he sentido yo finalmente, aliviada. Entre la vida y la invención de la vida, me tienta más perder el tiempo en la primera. Dejé la silla escolar y volví a mi mesa del cuarto de trabajo, a la luz del flexo; me resigné, creo que ya para siempre, a escribir mis guiones de encargo, que es lo único que sé hacer, trabajar bajo presión.

La perspectiva sobre el río no habría podido considerarse espectacular de no ser porque cualquier espacio lo es siempre que se mire desde una gran altura, y nosotros hemos vivido en un piso 27. Ante mis ojos, el gris plata del agua y el azul brumoso del cielo de mayo se confundían y parecía que el cielo se reflejara en el río y viceversa, dando una sensación de simetría acuática. Por lo demás, nada memorable, algunas chimeneas industriales, un antiguo cartel de fábrica desvaído que era la joya de la corona para nuestros ojos y algunas torres mostrencas. Sabía que algún día lo echaría de menos, que lo apreciaría más de lo que he sido capaz. De lo vivido, quedará la excitación que supuso la ciudad nueva, la vida inesperada, el rejuvenecimiento que propicia integrarse en otro mundo. Un esfuerzo que exalta y agota casi en la misma medida. Quedarán borrados, en cambio, en la caprichosa selección de la memoria, los tiempos muertos, las horas de soledad y ese recurrente «qué hago yo aquí» que se le viene a la mente al extranjero cada vez que se topa con un irritante contratiempo.

Fue entonces, mientras presentía lo que habría de ser la nostalgia futura, cuando caí en la cuenta del paquete que seguía sobre una de las cajas desde aquella mañana. Lo abrí. Había un libro primorosamente encuadernado en cuero y, en su primera página, una carta. La firmaba mi amiga María:

Querida amiga:

Mi padre murió hace un mes. Ha sido muy duro. De pronto pensé que era posible que nadie te lo hubiera dicho y me dio pena que no lo supieras, por el cariño que él te tenía y porque sé el cariño que tú nos tienes a nosotros. Ha muerto de un ataque al corazón, sin sufrir, en la cama, al lado de mi madre. No ha podido tener mejor muerte y no pudo tener mejor vida. Es su vida precisamente la que está escrita en este libro. En estos dos últimos años se compró un ordenador y se puso a escribir sus memorias. Como si previéramos su marcha, en su último cumpleaños se las entregamos editadas, con fotos en el centro, igual que si fuera un libro de verdad. Como apareces en ellas me hacía ilusión que las tuvieras. Verás que carece de estilo literario, el hombre no sabía más que certificar los hechos, ni los comentaba ni los juzgaba. Sus sentimientos quedan expresados de manera formularia, como si fuera uno de tantos balances técnicos que tuvo que redactar a lo largo de su vida. Es muy curioso que un hombre que fue tan cálido, generoso, amante de su familia, cariñoso siempre con los niños y que exteriorizaba tan frecuentemente sus afectos fuera incapaz de convertirlos en palabra escrita. Tal vez creyera que ése era el tono adecuado para unas memorias.

Te digo esto para que no te extrañes si cuando lees la página que te dedica (que está marcada) encuentras su descripción algo seca. No es falta de afecto, de todos nosotros habla con la misma parquedad.

Cuando vuelvas, llámame, me gustaría verte. A mi madre también. No sé de qué manera irrumpiste en nuestra vida pero nunca hemos dejado de tenerte presente.

Todo mi cariño,

María

Abrí las páginas centrales, donde se encontraban las fotos: los padres, muy jóvenes, en los años cincuenta, con un físico peculiar, poco habitual para una pareja española: ella, bajita, con la cara mofletuda, melena rizada y un aire a Shelley Winters; él, muy alto, delgado pero de gran envergadura ósea, con una barbilla cuadrada que le ennoblece la cara y le hace parecer un ejecutivo americano. Hay muchas fotos de obras públicas, de oficinas, del padre dibujando planos en una gran mesa de dibujo, de niños pequeños luciendo el casco que el padre llevaba para la supervisión de las obras. Hay imágenes de bautizos y de abuelos con nietos e, inesperadamente, distingo la cocina en la que comí tantas veces. En ella, sentados a la mesa de formica, todos los hermanos comiendo, y entre ellos, yo. Debemos de tener cinco o seis años. Llevamos la servilleta anudada al cuello y comemos una sopa de fideos con pollo en platos de Duralex. Yo le hago un gesto de burla al fotógrafo.

Ese inesperado salto en el tiempo me conmovió enormemente. Verme en una foto que no conocía, tan pequeña, tan integrada entre mis amigos de infancia, me trajo intacta la felicidad de esos años en aquel campo agreste de una sierra pobre, carente de voluptuosidad vegetal o belleza salvo las que le otorgaban la misma nada y esa inmensa obra pública, el pantano aún vacío, que era como un gran mordisco en la tierra detrás de mi casa. Los niños nos asomábamos temerariamente al socavón, con vértigo y curiosidad, hasta que mi padre mandó colocar una precaria valla metálica.

La vida al aire libre de los niños, que corríamos sin control de la mañana a la noche; la amistad diplomática de las madres, que se aplicaban en llevarse bien por ser todas esposas de empleados; la extraña disposición de aquel universo artificial. Todo era conservador, repetido y previsible para la imaginación de un niño. Los obreros solteros viviendo en barracones, los obreros con familia en bloques, los cargos medios en chalets de una planta, los ingenieros en casas inmensas. La vida resumida y estratificada de los adultos; la vida más democrática de los niños, que íbamos en tropel a la misma escuela. Y el polvo permanente que levantaban los camiones transportando a los obreros a la presa a primera hora de la mañana y devolviéndolos a sus barracones a la noche. El ruido de los barrenos al atardecer o el anuncio, no infrecuente, de algún obrero muerto en el tajo.

Abrí por la página señalada y me encontré con las palabras de Eduardo, el padre:

Como solíamos hacer en todos los traslados, Marina y yo llegamos antes que los niños para preparar la casa. Estábamos en plena faena colocando los muebles cuando detrás del camión de mudanzas vimos a una niña de unos cinco años, que se nos presentó con mucho desparpajo. Sus padres le habían dicho que a nuestro chalet estaba a punto de llegar una familia con cuatro niños. Marina la invitó a unas galletas y un vaso de leche y la cría se presentó todas las mañanas de aquel mes de julio hasta que llegaron mis hijos. Durante cuatro años pasó más tiempo en nuestra casa que en la suya y le tomamos un enorme afecto. Es hoy una célebre guionista.

No recuerdo si salí de detrás de un camión de mudanzas. Yo creo que no fue así. Llamé al timbre una mañana en que estaba Marina sola. Me presenté muy formalmente y pregunté por los niños, de los que había planeado, con la determinación de la niña sociable que era, ser amiga de inmediato. Me senté en la cocina y esa madre, Marina, cálida y atenta a las palabras de los niños como pocas personas que he conocido en la vida, me escuchó con una sonrisa, me hizo preguntas con un interés que jamás había percibido hacia mi persona y me dijo que volviera cuando quisiera. Y yo volví, eso es verdad, volví todos los días hasta que los niños llegaron y fueron, como yo había previsto, mis amigos.

De esta vida errante en la que he ido perdiendo casi todo, muebles, cartas, fotos y amistades, ahí están ellos, manteniéndome como en esa foto, en lo mejor de mí misma: determinada a hacer amigos, con una tendencia enfermiza al juego, a la risa repentina y a la fragilidad también. «Quien no te vea frágil», me dijo María la última vez que me vio, «es que no te conoce».

La evocación de sus padres, tan queridos para mí, la foto de los niños comiendo fideos, me devolvió involuntariamente a la memoria un episodio que por lo vergonzoso que me resulta he mantenido olvidado en algún lugar remoto del recuerdo. Sólo he hablado muy por encima de él a mi marido, a quien me creí en la obligación de contárselo en los primeros momentos confesionales del noviazgo. Por fortuna él a menudo se muestra prudente o, sospecho, poco curioso, y no manifestó mucho interés en conocer los detalles. Yo me quedé con la tranquilizadora sensación de haberle confesado quién era yo, como si la verdadera esencia de uno estuviera más en lo que nos resulta vergonzoso que en aquello que nos enorgullece.

Abro los ojos y me veo en una camilla. Tengo la boca tan abierta que creo que se me puede desgarrar por las comisuras. No puedo cerrarla, ni tragar saliva, me lo impide un tubo que entrando por la boca me cruza el cuerpo. Aún no sé por qué estoy aquí, el recuerdo se va despertando de manera más lenta que la sensación de dolor. Una enfermera se me acerca, pone una mano sobre mi frente y con la otra extrae el tubo. Tengo la lengua de esparto, ganas de toser, pero no encuentro las fuerzas para hacerlo porque perdura la sensación de que el tubo sigue dentro, arañándome el interior del pecho. Veo su cara, la de Alberto. Veo su cara cuando se me acerca como si me fuera a besar, pero no, se acerca porque habla en voz muy baja. Me pregunta, «¿Cómo estás?». Yo no digo nada, cierro los ojos. Siento su mano en la mía. Un momento tan breve que antes de que me haya dado tiempo a abrir la mía para tomar la suya la ha retirado. Aún no han comenzado a rondar en mi cabeza ni las preguntas ni las dudas. No me inquieta saber ni qué hago aquí ni quién me ha traído. No tengo tampoco una necesidad perentoria de saber dónde estoy. Noto su aliento. Su aliento familiar, el mismo de quien me dijo, «Te voy a dejar, aunque te quiero, te tengo que dejar»; el mismo aliento que me llegaba entrecortado al oído la noche de agosto en que concebimos al niño.

Como el que se despierta de una anestesia y empieza a sentir conciencia del propio cuerpo dolorido por una brutal agresión, voy notando cómo la saliva entra por mi garganta hinchada.

—Quiero agua —le digo.

—Voy a ver si consigo un vaso —dice.

Se va. Se va pero vuelve enseguida. Se le ha olvidado algo.

—Mira —me vuelve a decir al oído—, cuando estaba en el pasillo esperando a que me dejaran entrar me he encontrado a esos amigos de tus padres, Marina y Eduardo, ¿sabes quién te digo?

—Marina, sí.

—No me ha quedado más remedio que darles una explicación. Ellos están esperando a un familiar. No sé si cuando salgamos estarán aún fuera, creo que no, pero, por si acaso, les he dicho que ingresaste por una gastroenteritis.

Abro los ojos y le miro. No comprendo muy bien qué es lo que me está pidiendo.

—¿Sabes lo que te estoy diciendo?

—Sí, Marina y Eduardo —repito.

—Puede que te los encuentres un día de éstos por el barrio. Les he dicho que has tenido una infección. Voy a por el agua.

Mi campo de visión comienza a ampliarse. Estoy en una gran sala pintada de un verde escolar, algunos enfermos dormitan en las camillas próximas. Otros están medio sentados, retorciéndose, quejándose. Algunos van vestidos con ropa de calle. Me palpo el cuerpo. Debajo de la sábana sólo tengo el sujetador y las bragas. Marina y Eduardo. Les voy a decir que he ingresado por una gastroenteritis. Pero yo no estoy aquí por eso, aunque sienta una especie de quemazón ahora en el vientre. No recuerdo cómo he venido ni recuerdo haberme subido a ningún coche.

Se me acerca una doctora. Una doctora que me acaricia el brazo mientras me habla.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta a la vez que lee la ficha.

—Tengo muy seca la garganta —le digo con una voz gruesa, que no reconozco como la mía.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—Estás pasando una mala época, ¿verdad?

Le digo que sí con la cabeza.

—El hombre que estaba contigo es tu marido…

—Sí. Bueno, lo era. Se fue hace una semana.

—Me ha dicho que tenéis un hijo.

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Se llama Gabriel. Tiene cinco años, pero es… —la hinchazón de la garganta se me hace cada vez más insoportable—… es un niño muy maduro.

—¿Dónde está ahora?

—Ahora… —comienzo a pensar. ¿Dónde estaría?, siento la angustia del vacío de la memoria. No sé en qué mes vivo o en qué momento de día estoy.

—Hoy es martes.

—¿Por la mañana?

—Por la mañana, sí.

—Entonces está en la guardería.

La imagen de Alberto viniendo esa misma mañana a recogerlo a casa se hace de pronto evidente. El timbre, el niño desayunando aún. Lento y somnoliento, jugando sin muchas ganas con un muñeco de Bola de Dragón en la mano. Su padre, sentado en el brazo del sofá, sin mirarme, sin mirarnos.

—¿Te gustaría que no te encontrara hoy a la salida?

—No, no… —y sigo diciendo que no con la cabeza.

—Mira, tengo que escribir algo en este informe. Si escribo que lo que buscabas era descansar y que desapareciera un estado de ansiedad que no te dejaba ni respirar podrás irte a casa. ¿Eres consciente de lo que te digo?

La miro a los ojos. Su mano ha tomado la mía. Me agarra con firmeza, como si en cualquier momento fuera a tirar de mí forzándome a levantarme de la camilla. Me gustaría que fuera mi madre o que se hiciera cargo de mí de alguna manera, que me mandara a dormir cuando debo hacerlo, a casa cuando ya no hay nada que hacer en la calle, que me obligara a comer lo que hay en el plato afeándome ese ayuno con el que tantas veces me castigo, camuflándolo ante los demás como falta de hambre; que me dijera los sábados, por ejemplo, esos sábados tan espaciosos en los que no sé cómo coño ordenar el tiempo, qué es lo que debo hacer desde que me levanto hasta que me acuesto, que me enseñara a estar sola, a saber soportar la ausencia del niño sin tener por ello que negar la maternidad, o a sobrellevar esos atardeceres de diario en los que no tengo más compañía que su poderosa presencia.

Cómo se hace para pedir ayuda, para contarle a alguien que un desgarro interior no te deja dormir, cómo se llega a comprender que hay amores que han caducado, que prolongarlos es pudrirlos, cómo aprende uno a defenderse, a tener dignidad y no desear la compañía de quien sabes de antemano que te destruye, cómo distinguir entre amor y obsesión, por qué luchar por lo que ya no te pertenece, cómo se hace para estar triste sin humillarse, cómo aprender a comportarse correctamente, de tal manera que no tengas que pasar la vida rumiando errores que duelen más que por su gravedad por la cantidad de veces que los has repetido.

Quiero que sea mi madre, sí, quedarme aquí, como en un internado o una escuela, con un horario estricto, iluminada por ese verde escolar, protegida por la temperatura hospitalaria. Aquí, reeducándome bajo su tutela severa pero afectuosa.

—Casi nadie quiere morirse. ¿Tú querrías quedarte ingresada en la planta psiquiátrica?

—No, no quiero.

—Eres muy joven.

Siento el absurdo de su frase, la frase tantas veces pronunciada por alguien maduro como una poderosa razón para la resistencia. La frase me ofende. La joven que soy yo no tiene conciencia, como jamás la ha tenido ningún joven, de estar disfrutando del regalo de la juventud. La juventud se vive sin saber qué significa, eso forma parte de su esencia. Y tal es la ignorancia en la que vive la juventud su propia condición que, en ocasiones, como es mi caso, lo que quema la sangre es la impaciencia por un futuro que no acaba de llegar. A mis veintisiete años siento que no puedo esperar más. A los veintisiete años estoy tan derrotada como una vieja prematura.

—Querías descansar, ¿verdad?

—Sí, quiero descansar.

—Te dejo aquí la dirección de un amigo mío. Puedes llamarle de mi parte. No es caro, y te ayudará mucho.

—Gracias.

—Estoy segura de que tienes en la vida más cosas de las que ahora ves.

Me pasó la mano por la cara. Se iba a ir ya. Me miró fijamente. Sus ojos reflejaban el afecto generoso de quien se ha propuesto salvar la vida de una desconocida.

—No sé qué es lo que tengo que hacer —le digo. Quiero que me lo diga antes de que se marche y la pierda para siempre.

—¿Ahora?

—No, en general. No sé qué es lo que debo hacer.

—No hay un plan. Y si lo hay, muchas veces no sirve. Puedes aprender a organizarte la vida, a estar sola, a criar a tu hijo, a acabar lo que has empezado, pero… vivir, vivir, sólo se vive por gusto. No he conocido a casi nadie que quiera morirse.

Mira otra vez la ficha que cuelga a los pies de la camilla. Me observa y vuelve a acercarse.

—El año pasado, cuando te escuchaba todas las mañanas en la radio del coche, de camino al hospital, pensaba en tu suerte. Te oía reírte, hablar con tus compañeros, hacer bromas. Eras el primer ser humano que escuchaba antes de entrar aquí.

Me recuesto hacia un lado. La conciencia de lo ocurrido me empieza a presionar el pecho.

—Toda aquella alegría que yo escuchaba no se puede fingir, está en ti. Aunque no lo creas ahora, sigue ahí, en algún lugar de tu conciencia, créeme. Descansa un rato antes de marcharte.

Me quedé adormilada, adormecida aún por el efecto de las pastillas, disfrutando de ese limbo transitorio que me libraba de lo que sin poder evitarlo vendría después, la misma vida. Me recordaba ahora escribiendo la carta. Recordaba la carta, ahí, sobre el mueble de la entrada, me veía tumbada en el sofá, como si no fuera yo la que de manera incongruente hubiera deseado morir sin morir del todo. Me recordaba esperando desesperadamente a que volviera y de manera gradual estar sintiendo que ese deseo se iba aplacando, que era igual de firme pero ya no dolía.

Él debía venir a casa después de dejar al niño en la guardería para que habláramos del asunto. El «asunto» era el empeño con que él me había propuesto una vez más que intentáramos volver a vivir juntos, su victoria al conseguirlo y mi derrota al ver cómo desde el primer día ya quiso irse de nuevo. Idas y vueltas sobre las que yo ya no hablaba con nadie, prisionera de mis propios errores, víctima por voluntad propia.

Recordaba su voz, en el ascensor o en el coche: «¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me haces esto?», mientras yo me vencía a un lado y a otro en el asiento, como un muñeco de trapo, por sus acelerones y sus frenazos. Recordaba un golpe contra la ventanilla por el que sólo empecé a sentir dolor aquella tarde, cuando ya se había producido un enorme círculo negro alrededor del ojo derecho. Recordaba haber pensado, como se piensa dentro de los sueños: ojalá muramos los dos ahora mismo, antes de llegar al hospital.

Me incorporé para beber el agua que me había traído. «Me parece que ya tenemos que irnos», dijo.

Creo que el pequeño salto que tuve que dar para que mis pies tocaran el suelo fue el mayor acto de coraje que he tenido en mi vida. Él me quiso agarrar del brazo para ayudarme, pero yo me zafé de él y bajé sola. El conjunto de bragas y sujetador morado me daban la absurda apariencia de estar en bikini. No tuve vergüenza, como hubiera tenido en otras circunstancias. Me vestí lentamente: las mallas negras con el vestido minifaldero a juego, los aros grandes que alguien me había quitado y dejado en la silla. Salimos de la sala de urgencias y le dije que antes de irnos quería ir al baño, no quería salir a la calle sin mirarme al espejo. Estaba débil, algo borracha, pero el espejo me devolvió una imagen conocida, la de cuando me levantaba a las tres y media de la mañana y disimulaba la palidez con algo de maquillaje. ¿Era ésa la cara de alguien que había estado a punto de morir? Me di un poco de color con la brocha, me pinté los labios de rojo furioso y me recogí el pelo con la coleta alta y voluntariamente desmadejada que me gustaba llevar entonces.

Salí del baño. Él estaba sentado, esperándome. Después de este viaje ya no cabían más regresos. Los dos habíamos sentido la necesidad de forzar nuestra actuación al límite, llevarla hasta lo patético para que no cupiera la menor duda de que era una función agotada. Todos los números posibles estaban hechos. En mi caso, sabía que me costaría recuperarme de este final. Perdonármelo. Se puede llamar final si se ve con la perspectiva del tiempo, pero no en el presente de aquella mañana de últimos de agosto. En aquel presente el tiempo transcurría muy despacio. Salimos del hospital, nos montamos en el coche. Se abrochó el cinturón de seguridad, me lo abroché yo. La que podía haber muerto en su casa esa misma mañana y el que podía haber muerto en accidente de coche por conducir temerariamente a fin de que la muerte de su mujer no recayera sobre su conciencia, los dos, se abrochaban el cinturón.

Quedaban meses, años, para ir reconstruyéndose, recogiendo los pedazos de quien yo había sido antes. Ese mediodía comimos juntos y, como si hubiéramos decidido ya olvidar que la muerte había estado a punto de arañarnos a los dos, hablamos de esas otras cosas de las que hablan los que saben que no deben rozar ningún asunto personal. Me dejó en la puerta de casa, me preguntó si creía que estaría bien para ir a recoger al niño y yo le dije, «Sí, claro», como si me estuviera recuperando del cólico del que unos días después hablaría con Marina, cuando me la encontrara en la parada de autobús.

Esa misma tarde iría a recoger a Gabi. Primero vería el hormigueo de las cabezas de todos los niños y luego distinguiría la suya, tan única. Me agacharía para abrazarle y en el abrazo estarían contenidos la emoción de verlo, de que pudiera verme y el tremendo remordimiento. Sus palabras, tan ajenas a lo que bullía en mi interior, pondrían límite a los pensamientos negros: sus quejas, sus requerimientos, sus caprichos. Yo mantendría más que otras tardes mi mejilla pegada a la suya, a su mejilla fresca y mullida, rica en olor a niño y a escuela. Él se abandonaría a ese abrazo sin dejar de pedirme algo, algo que habría estado deseando todo el día, un bollo, un muñeco o quedarse un rato a jugar en la calle, algo que imaginaba en su cabeza cuando en la mía no había más que la espesura del desvanecimiento.

Llegaría septiembre, con su renovada energía escolar y la melancolía de los últimos días amarillos del verano, y tras ir a los almacenes para comprar el nuevo babi, la mochila y los lápices de niño parvulario, volveríamos a casa, con la mano en la frente para impedir que un viento violento e inesperado nos metiera la arena del parquecillo en los ojos. Mi falda se hincharía como un globo y, luego, la fuerza del aire la subiría para arriba como un paraguas vuelto del revés. Y entonces descubriría en los ojos del niño qué es lo que ocurre cuando en una mente, que aún bascula entre lo mágico y lo real, se presenta el temor de que su madre sea arrancada de la tierra y se aleje en el cielo hasta desaparecer, como el globo que se le escapa a uno de la mano.

Fue un final lento, no el de mi juventud, que he tenido la sensación de disfrutar mucho después, sino el de aquella mi vejez prematura, el de aquellos años en que, incapaz de disfrutar del presente, malgastaba el tiempo esperando algo.

Los recuerdos de aquella absurda espera se me confunden como si fuera incapaz de establecer un orden temporal. Tras aquella mañana hospitalaria, que ahora volverá a su condición de recuerdo secreto, me veo muchas mañanas dejando al niño a primera hora en la guardería, eligiendo siempre el camino que a él le gustaba, el paseo de las Cacas, un pasadizo en el que hacían tantos perros sus necesidades que había que estar atento, sortearlas, casi andar a saltos para no pisar alguna. Me veo paseando y paseando, cruzándome medio Madrid abstraída con mi walkman, escuchando un disco que entonces me separaba los pies del suelo, The Heart of a Saturday Night, de Tom Waits.

Leaving my family, I’m leaving my friends

My body’s at home but my heart’s in the wind

Where the clouds are little headlines on a new front page sky

Tears are salt water and the moon’s full and high[3].

Iba cantando aquella canción sin apenas mover los labios pero transportada, tranquilizada y mecida por ella, borrando el sonido bronco de la ciudad y dejando mi corazón en el viento, donde las nubes son pequeños titulares en la portada del cielo, las lágrimas agua salada y la luna está llena y alta. Nada como la música da sentido a aquellos años, reconozco las voces que me acompañaron entonces más que los rostros y los nombres de gente con la que trabajé, salí o a la que besé.

Me quedaba mucho para encontrar cierta serenidad en mi ánimo. Multitud de visitas al psicólogo, que me diagnosticó depresión y me medicó, aunque yo, con el tiempo, he llegado a tener la certeza de que la mía fue una pena de orfandad que llevaba arrastrando desde hacía muchos años y que una separación sentimental, que para cualquiera hubiera sido previsible y aceptable, a mí me provocó un pánico atroz.

El futuro se fue acercando a una lentitud insoportable, pero la muerte dejó de presentarse como una posible solución a la angustia. Faltaban dos años aún para conocerle a él y empezar a sufrir, también poco a poco, que no había nada en mí que impidiera el amor duradero. Él me dijo: «Había algo en ti que me daba miedo. El rastro de una pena que había sido muy honda».

Y en todo ese tiempo, en esos dos años en los que el futuro tardó en llegar, el niño, Gabi, el hombrecillo, el niño musical con el que bailaba When you Wish Upon a Star en el despacho amarillo, estuvo velando por mí con su mera presencia.

Derrotados por el viaje y el sueño, esperamos a que salgan las maletas por la cinta. Conecto el móvil y veo un mensaje de Gabi: «Iré a casa a mediodía. Bsss». Aparece al fin el equipaje y al abrirse las puertas de salida vemos una multitud de latinoamericanos que esperan a sus familiares, que llegan en los primeros vuelos de la mañana. Al fondo, entre sus caras inequívocamente ecuatorianas, colombianas, lo distingo a él. Tan único y singular en mi corazón como cuando salía de la escuela, confundido entre los otros niños.

Ha crecido, las facciones se le han agrandado y empieza a despuntar con fuerza el hombre que habrá en él. Sus cejas, en ese gesto tan característico suyo, se levantan, en una mezcla de asombro y alegría. Me acerco corriendo a su lado. Le abrazo. Soy ya mucho más baja que él. Me dice: «Queríamos daros una sorpresa. Me ha traído el abuelo, pero se ha salido a fumar». Veo a mi padre tras la cristalera, con el cigarrillo en la mano, enfermizamente sociable, hablando ya a las ocho de la mañana con algún empleado del aeropuerto, haciéndole preguntas absurdas sobre Dios sabe qué detalle técnico con el único fin de fumarse un pitillo acompañado. Aún no es viejo, aún es empecinadamente él.

Tomo la cabeza de Gabi con mis manos y acerco su mejilla a la mía, detrás de esa barba rala que le está brotando siento la suavidad de su mejilla, aún de cualidad infantil, y su olor, el mismo de siempre pero un poco más profundo, más adulto. Ahora le miro a los ojos, le miro intensamente a los ojos, me dice: «Anda, no llores», y presiento, lo sé, que sea lo que sea lo que anda por esa cabeza, está salvado, salvado, y yo con él, porque de su salvación depende la mía.