Capítulo 2
MAÑANA DE SÁBADO
Bailábamos. Aquellos sábados en que se quedaba conmigo porque Alberto tenía que trabajar, el hombrecillo y yo bailábamos. Era una forma de reconciliarnos después del comienzo traumático del día o del agotador trasiego de la noche. A veces tenía la sensación de que el niño no dormía nunca. Las noches en que no se despertaba con uno de aquellos malos sueños de los que no se le podía arrancar sino zarandeándole o mojándole la cara, me llegaba, desde su cuarto, como el runrún sigiloso del ratón que comienza a vivir durante el sueño de los humanos. Escuchaba sus pasos medio sonámbulos, subiendo y bajando de la litera, decidiendo en la oscuridad qué barco o qué animal merecían estar arriba. Yo pronunciaba su nombre como una advertencia, de la misma forma que hizo mi madre con nosotros toda la vida, y él respondía un ¡yaaaa! largo, como si fuera él y no yo quien tuviera que armarse de paciencia, como si lo entendiera todo, mi nerviosismo creciente, mi falta de comprensión, pero algo más fuerte que su voluntad de obedecerme le mantuviera despierto.
Bailábamos después de que yo le dijera que aquello no podía ser, que los niños no eran así, como él era, un insomne que sólo cuando ya estaba vencido por el aburrimiento venía a mi cama y se me arrimaba, carnal y helado, respirando entrecortadamente como si viniera corriendo de la calle y colocando los piececillos en el hueco que formaban mis piernas dobladas. Todo siempre a gusto de sus pequeñas pero implacables manías, que yo toleraba con cierta grima, porque las interpretaba como imitaciones de un carácter neurótico, como había sido el mío de niña.
No, así no era como los niños tenían que ser, solía decirle. «Los niños de cuatro años no se pasan a la cama de sus madres todas las noches, los niños a la edad que tú tienes ya duermen solos. Los niños duermen».
Tampoco los niños se levantaban a las ocho de la mañana un sábado para ponerse un vídeo a escondidas de su madre. Poli de guardería, El bueno, el feo y el malo, capítulos sueltos de Las tortugas ninja. «No, Gabi, tonto, todo esto te pone la cabeza loca», le decía mientras sacaba las películas de debajo del cojín donde sabía que las había escondido. «Ahora mismo van a la basura, te lo advertí». Y me marchaba esperando a que por el camino me prometiera un cambio.
«¿A quién le echa luego la culpa el médico?», le gritaba desde la cocina con el cubo abierto. Él, previsible, venía corriendo y me prometía aquello que yo sabía que no podría cumplir.
Aquella mañana de sábado cerré el cubo antes de que él pudiera acercarse. De pronto vi la cabeza del canario sobresaliendo del trozo de papel higiénico en el que yo lo había envuelto la noche anterior para no tener que tocarlo con la mano y para que él no lo viera. El ojo redondo y diminuto del animalito asfixiado por un ligero escape de gas que nos obligaba a vivir con las ventanas abiertas desde hacía un mes. El ojo abierto me miraba sobre las peladuras de patatas y las cáscaras de huevo.
Un mes atrás habíamos estado en el ambulatorio. Por el motivo de siempre, ese catarro constante que de pronto una noche se convertía en neumonía, y por uno nuevo, las pesadillas que le hacían llorar como si hubiera perdido la cabeza. Los dos, sentados frente al médico, como tantas veces. Con la formalidad de los que van a ser examinados.
—Dice que le ocurre dos o tres veces por semana.
—Sí.
—¿Hay una situación nueva en su vida, algún cambio?
—Bueno, su padre y yo…
—Entiendo.
—Pero tampoco se puede decir que sea algo así… definitivo.
—Ya. —El médico se lo quedó mirando y el niño lo interpretó como una muestra de confianza. Sus ingresos continuos en el hospital no le habían generado rechazo sino cercanía y determinación en cuanto se veía dentro de esa burbuja de olores y colores pastel que es un centro médico.
—¿Me puedes dejar un rato el fonendoscopio? —le preguntó.
—Ay, Gabi… —dije yo. Conocía el peculiar resorte por el que el niño tímido perdía su cortedad cuando había un aparato que le llamaba la atención.
—¡Vaya, te sabes el nombre!
—Fonendoscopio —repitió con orgullo.
—No, esto sólo lo puedo tocar yo —dijo el médico, sin brusquedad pero firme.
—Mi abuelo tiene uno, me lo deja y le escucho el corazón. El corazón de mi abuelo es infalible.
—Infalible —repitió el médico.
—Es que le gustan los artilugios, desde pequeño… —dije yo como excusándolo.
—¿Tu abuelo es médico? —le preguntó.
—No —respondí yo—, pero también le gustan los artilugios.
—Y es infalible —repitió Gabi.
El niño vino, me tiró del brazo, me cuchicheó como tantas veces hacía cuando no se atrevía a hablar. «Y tiene la balanza», me dijo. «Que vale, aquí estamos para lo que estamos», le dije colocándole de nuevo en su asiento.
El médico miró al pequeño hombre.
—¿Ésta es su segunda neumonía?
—La tercera. Cada primavera ha tenido una. Desde que nació.
—Qué curioso… —Se quedó mirando el talonario de recetas sobre el que estaba a punto de escribir y dejó el bolígrafo en suspenso. En el silencio provocado por esa duda misteriosa que le cruzó la mente, se me oyó tragar saliva. Me causaba una inexplicable vergüenza que fuera tan evidente mi miedo a que volviera la enfermedad, más concretamente, el miedo a tener yo algún tipo de culpa.
—Pero esta vez no es tan grave…
—No, no es grave. Antibióticos hay que darle, claro —empezó a escribir la receta, como si cualquiera que fuera esa idea fugaz que se le había cruzado por la mente hubiera sido ya definitivamente descartada—. Pero puede pasar el proceso en casa. Es cosa de una semana.
—No tendría por qué tener otra el año que viene.
Lo miró otra vez. El niño parecía feliz de sentirse observado. Tal vez albergara la esperanza de enfermar de neumonía todas las primaveras y que la escena volviera a repetirse, él, yo, el médico, el recetario, las dudas del médico, mi angustia, la saliva entrando en mi garganta y él reinando en el epicentro de la catástrofe.
—No, no tiene por qué —dio por concluido el asunto y se dirigió a él—. Y bien, vamos con lo otro, ¿con qué sueñas tú, dime?
El niño se quedó callado, me miró.
—Bueno, es que casi nunca lo sabe expresar —contesté yo—. Creo que lo olvida. Una vez soñó que salían manos de la pared.
—Manos de la pared —repitió el médico.
—Manos con sangre. Ensangrentadas —puntualizó el niño.
—Tienes un gran vocabulario —dijo el médico.
—No, pero sólo son dos o tres palabras que repite continuamente por hacer la gracia. Las acaba de aprender —dije yo, queriendo presentarle siempre como un niño normal.
—Y dime, ¿cuántas horas ves la televisión al día?
—Pues… —empecé yo.
—Dime —dijo el médico mirando al niño, haciéndome ver que debía limitar mis labores de traductora. Tenía en los ojos el cansancio de quien se ve obligado a repetir ciertas recomendaciones muy simples muchas veces al día.
—Le contestas tú —dijo el niño tocándome otra vez el brazo con el dedo índice—. Tú.
Se diría que habíamos pactado de antemano las respuestas a las preguntas que nos parecían previsibles. Entre los dos conseguíamos aparentar que por alguna razón estábamos dispuestos a falsear la realidad.
—Sea como sea —dijo el médico—, para mí está claro que la ve demasiado. Y si tiene una mente demasiado fantasiosa…
—Sí, la tiene.
—La mejor receta es que lo saque a la calle. Los niños que juegan en la calle tienen pesadillas menos barrocas que ésas. Es de sentido común. Lo digo mil veces pero no se aprende, o no se quiere aprender… —Y con esta frase, que sin duda sentenciaba mi culpabilidad, acabó la consulta.
Los niños, los otros niños. Yo le hablaba de los otros niños mientras le metía un bocado del sándwich de jamón y queso en la boca y le forzaba a acabarse el Cola Cao. Esos niños que no eran como él y no vivían prisioneros de sus manías.
Las madres, las otras madres, podía haber dicho él si hubiera sabido siquiera reconocer su posible defensa y verbalizarla; esas madres que abundaban en la puerta de la guardería y que no eran como yo, que se levantaban los sábados antes de las once para que el hijo no vagabundeara descalzo y solitario por la casa; las madres que llevaban una vida ordenada, que no se teñían el pelo de ese rojo que contrastaba tan llamativamente con las cejas negras; las madres que no se quedaban durmiendo en el sofá de madrugada con la tele puesta; que antes de irse a la cama tiraban a la basura las colillas que desbordaban el cenicero para que la casa no apestara a tabaco a la mañana siguiente; las madres que llegaban a su hora a la guardería, a llevar a sus hijos y a recogerlos; las madres que no tenían esa cara permanente de disculpa; las madres que no hacían a los niños llegar tarde a un sitio y a otro; las que iban siempre con el mismo hombre porque ese hombre era el padre del niño; las madres a las que no les cortaban la luz porque se acordaban de pagarla o de domiciliarla en el banco; las madres que no lloraban por las tardes cuando llamaba el padre por teléfono desde una cabina, ni pasaban una hora hablando con él en voz muy baja para que el niño no pudiera escuchar lo que decían, pronunciando unas palabras de contenida desesperación, «decídete de una puta vez, por el niño y por mí».
Las madres que no eran como yo, podría haberme dicho el niño cargado de razón, saben que los niños lo escuchan todo, en especial aquello que las madres no quieren que escuchen.
Las madres, las otras, no cantaban canciones tristes que el niño aprendía como si fueran melodías infantiles pero que inoculaban en su corazón infantil un poso de melancolía que le habría de acompañar siempre. Las madres no le cantaban al niño Cuesta abajo, aquella canción del hombre que daba tanta pena porque tenía voz de muerto. Aquélla no era una canción que las madres, las otras madres, considerasen adecuada para la felicidad de un hijo. Esas madres, las otras, nunca pasaban horas hablando por teléfono, nunca, ni mataban el rato riéndose a carcajadas con un amigo, que no era el padre, mientras el niño se aburría en el baño, rodeado de espuma y de juguetes flotadores, con el agua ya fría. El niño celoso, que empezaba a llamarla, «¡mami, mamá!», cuando la oía reír, porque tenía pavor a sentirse excluido. El mismo niño al que luego le latía el corazón cuando volvía a sonar el teléfono, como una amenaza, a las ocho y media de la noche, porque sabía que la madre lo abandonaría todo, la cena, la máquina de escribir, a él, que era el único ser en este mundo que no la abandonaría nunca, para hablar con el padre.
—¿Qué quieres ser de mayor? —le preguntaba ella mientras bailaban.
—Tu novio —decía él.
Ella, aquella tan ajena a mí que era yo en esos años, esperaba noche tras noche la llamada de las ocho y media. Acudía corriendo, con el paquete de cigarrillos en la mano, y se entregaba a aquella conversación mórbida, de frases repetidas, dichas en voz muy baja, en las que siempre se rumiaba lo mismo, el posible regreso de él, el amor aún no agotado. El niño debía de sospechar el sentido de las frases por una palabra, por el tono; eran frases que le dejaban pensativo y paralizado, como un animalillo alerta que se sintiera apartado de un secreto que estaba a punto de cambiarle la vida pero del que nunca le hacían partícipe.
El niño en la bañera empujaba el submarinista con un solo dedo para no hacer ruido y así poder distinguir todo aquello que no oía claramente pero que reconocía y le provocaba desazón.
El niño que no era como son los niños escuchaba a la madre que no era como son las madres pronunciar aquellas frases temibles: «Yo también, pero en la vida hay que elegir; no puedes volver sin estar convencido; yo no podría soportar toda esa mierda otra vez; me matarías, que lo sepas, me matarías; tienes que estar seguro; no podría soportar otro fracaso». Era en aquel momento cuando el niño la llamaba desesperado desde el baño, «¡Mami, mami, me he quedado frío!», porque intuía que la conversación estaba a punto de precipitarse por esa pendiente en la que la voz de la madre, «Yo también, yo también», se quebraba. Él no podía esperar de brazos cruzados, como tantas veces había hecho, no quería que llegara a sus oídos el rumor húmedo del llanto. Tiene que apartarla del teléfono, defenderla.
Como tantas otras veces, aquella mañana de sábado Gabi soportaba resignado mi discurso sobre los niños ideales masticando despacio. Escuchaba paciente mis tonterías sobre el buen comportamiento de unos niños que debían servirle como ejemplo y, con su silencio, el discurso se quedaba suspendido en el aire, ineficaz, neutralizado, y siempre me acechaba la sospecha de que sería precisamente él quien de adulto formularía esa pregunta que en sí misma contendría una respuesta: «Y bien, ¿dónde teníamos a esas madres que debieron servirte a ti como ejemplo, eh?».
Pero ese futuro, que yo deseaba tanto como temía, es este presente de ahora en el que todo aquello me vuelve sin que pueda controlarlo, en sueños o de manera consciente, como una marea empeñada en dejar a mis pies unos cuantos recuerdos desordenados.
En este presente, en el cual sólo me estorba el miedo retrospectivo a no haber sido digna de mí misma, sé que puedo recuperar algunas cosas, las más básicas, que son sin duda las mejores: el cuerpo del niño, que tardó tanto tiempo en perder su carnosidad de bebé y que me gustaba tanto abrazar, bañar, besar; su voz, ronca y grave, aquella voz ligeramente asmática que él no sabía que nos hacía tanta gracia. Sé que esos recuerdos, las canciones, los bailes, el cariño tan apasionado de ese tiempo en el que vivimos el uno para el otro, han embellecido por fortuna los suyos, ocultando todo aquello que pudiera perturbarle.
Recuerdo haberle preguntado cuando tenía unos catorce años: «¿Te gustó tu infancia? ¿Crees que fuiste feliz?». Y su reacción fue extraña, tanto que aún hoy, al recordarla, no la entiendo del todo. Me dijo que sí, que nunca había envidiado la infancia más convencional de sus amigos. Dicho esto, comenzó a evocar los largos ratos en el despacho amarillo, aquella intimidad de pequeños rituales establecidos entre una pareja que a veces dejaban de ser madre e hijo para parecer hermanos. Los bailes, las canciones, los Tintines, el cuento de un gusano que yo inventé y que escenificaba con mi propio dedo. Era tan inocentón que más de una vez me rogó que dejara al gusano que se quedara a dormir con él. Nos reímos mucho evocándolo, sintiendo que hay un humor secreto e infantil por el que estaremos unidos siempre.
Estábamos riéndonos de aquello cuando de pronto un pensamiento interrumpió su risa de manera brusca y le ensombreció el rostro. Fue como si algún recuerdo voluntariamente marginado en un lugar recóndito de la mente hubiera irrumpido para malograr su idea del pasado.
«Claro que me gustó mi infancia, es la que tuve y es la que quiero», dijo, pero al decirlo se le quebró la voz.
Por más que le pregunté, que traté de explicarle, como tantas veces he hecho, que lo que no se dice duele más que lo que se cuenta, él entró en esa especie de estado remoto y ajeno que yo entiendo como una venganza: la reserva defensiva que acaban adoptando los varones hacia las madres, como si fuera ésta la única manera posible de deshacerse de una relación demasiado estrecha que ha de ser en el futuro sustituida por otra. ¿Están en ese silencio todas las veces que él se vio abocado a protegerme, mucho antes aún de la edad en que yo tuve que empezar a proteger a mi madre? ¿Vuelve alguna vez a su memoria la inquietud de tener que velar por una madre que no estaba físicamente enferma sino que padecía esa difusa debilidad de ánimo a la que los niños son tan sensibles? ¿Regresan a él esos momentos en los que la madre excéntrica se convertía en hermana y la hermana dejaba de actuar como la compañera de juegos para ser alguien que el niño presentía que podía quebrarse?
Tengo la poco aconsejable costumbre de juzgarme muy duramente, de hurgar en lo que me produce desconsuelo, pero lo cierto es que si unos ojos inocentes nos hubieran observado aquella mañana de sábado, sólo hubieran percibido la escena tal y como era en su superficie, sin ese análisis despiadado que tantas veces disculpa a los hijos de rencores inconcretos y carga a las madres con un sentimiento de culpa del que quieren toda su vida ser perdonadas.
Lo que había en esa cocina era una madre pontificando sin convicción, y una criatura que escuchaba desganadamente una regañina mal hilvanada y a punto de agotarse, mientras miraba la jaula vacía que estaba encima de la mesa en la que se recostaba entre sorbo y sorbo de leche.
—¿Tendremos otro Pepe? —dijo, como si acabara de volver de un mundo remoto, ajeno a mis palabras.
—Claro, le dije yo, algún día tendremos otro.
—Este Pepe, este Pepe… —se lamentaba, atribuyéndole al pájaro una intención humana—, siempre quiso escaparse. ¿A que siempre quiso huir? Desde el principio, ¿te acuerdas que hacía así con la cabeza? —imitó la forma en que el pajarillo intoxicado giraba la cabeza, una y otra vez—. Desde el primer día en que lo tuvimos en casa se notaba que no estaba a gusto. Miraba por la ventana a otros pájaros y quería marcharse, con los suyos.
Me quedé callada. Era tan transparente a sus cuatro años, su pensamiento y su corazón eran aún tan míos que hubiera podido leerlos sin que apenas hablara. Cuatro años dan para mucho, para tener la intención de aparentar que se escucha a una madre que te repite la misma cantinela de siempre y estar al mismo tiempo pensando en el pájaro, en el canario que yo le había regalado haría un mes, por su cumpleaños, con la intención pueril de darle a la cocina un toque de lugar vivido y sereno.
Yo quería que nuestra cocina se pareciera a aquella otra cocina que mi madre llenaba con su presencia perezosa desde bien temprano. Quería que fuera el tipo de cocina donde se come, se hacen los deberes, se escucha la radio, una cocina con ese olor que aplaca el hambre y sirve de consuelo. Un lugar que pareciera haber existido siempre. No me daba cuenta de que sólo para el adulto los espacios son antiguos o recientes; en la memoria de los niños muy chicos, todo se convierte en familiar y personal de manera inmediata.
Cuántas veces recordaba y recuerdo a mi madre así, anudándose la bata mientras se acercaba, antes de comenzar las tareas diarias, a la jaula de su pareja de pájaros para saludarles chistando, silbando, preguntándoles por la noche pasada, provocándoles una respuesta con canciones de rimas tontas.
Esa imagen de mi madre, ajena a todo durante ese tiempo muerto que se concedía antes de enfrentarse a las tareas de la casa y a la soledad de la mañana, es la que de manera más poderosa se ha fijado en mi memoria. Madre sensual y maternal a un tiempo, con la bata medio abierta y el pelo alborotado por el sueño, tan sólida y tan única, intocada aún por la enfermedad, femenina, con una reserva siempre hacia nosotros, como si una vez que nos diera el beso de despedida y cerrara la puerta pudiera jugar a ser aquella otra mujer que no sería nunca, una mujer sin hijos o con otros distintos, sin marido o con otro. Yo la imaginaba paseando durante un rato de una habitación a otra, pensativa, fantaseando con deseos que yo hubiera deseado conocer; joven aún, más joven que yo ahora, siendo más ella misma que nunca en ese deambular casero, antes de abrirle la puerta a la muchacha y empezar a ser un día más la señora.
Madre a la que la muerte y la ausencia de contacto físico fue robando poco a poco su condición de madre, para convertirla en mujer, en la mujer de las fotografías de los años cincuenta, cuando ella y mi padre eran novios. Mujer que, a fuerza de estar ausente, ha ido presentándose en mi recuerdo en diferentes versiones de sí misma. Ahora, por ejemplo, en estos días, la recuerdo parecida a aquella actriz, Betsy Blair, de rasgos finos y sensualidad sutil, con una melena corta y castaña, un poco moldeada en la peluquería para darle gracia. Cuando veo películas suyas, Marty, Calle Mayor, estoy viendo la mirada de mujer frágil y anhelante que tenía mi madre. La imagino también en su piso de recién casada, vestida con esa bata de seda que todavía guardo en el armario, sola tras despedir a mi padre en la puerta, desamparada en una ciudad nueva, teniendo como única compañía la vida que casi desde el primer mes de matrimonio le latía en el vientre y cantando boleros frente al espejo que hay encima del aparador italiano de cerezo.
Pero ahora ya no canta boleros en mi memoria. En estos últimos tiempos, la voz de Peggy Lee, que me ha acompañado en mis tareas caseras en los pasados meses, se me ha impuesto a la suya, tan apagada ya en el recuerdo, y la imagino de manera incongruente entonando una canción, Black Coffee, que lamenta la suerte de las mujeres. Tal vez la razón de tanto equívoco se deba a que mi voz se parece mucho a la de mi madre y soy yo la que merodea ahora por la casa, como ella hiciera, llenando mi soledad con canciones, y al escuchar mi propia voz tengo de pronto el estremecimiento de estar escuchando de nuevo la suya, nasal y dulce, pequeña y maullante.
A man is born to go a loving
a woman’s born to weep and fret,
to stay at home and tend her oven
and drown her past regrets
in coffee and cigarettes[1].
Mi madre, que nunca vio ni París, ni Venecia, ni Roma (Nueva York no entraba entonces en la lista de destinos soñados por una muchacha romántica), ya no es exactamente mi madre en esa foto en la que baila con mi padre, los dos jóvenes, de belleza mediterránea, más altos que la media española y tal vez también más enamorados que la media, sino una mujer con el rostro de Betsy Blair y la voz de Peggy Lee. Así la conservo ahora en el caprichoso recuerdo, deambulando por la casa, ahogando sus pesares en café y cigarrillos, in coffee and cigarettes. Mi madre, que jamás tomó un café sin leche, sólo fumaba en las bodas y, como tantas veces repitió ante el médico, sin tragarse el humo.
«Yo gané un concurso de boleros», decía, mientras cantaba en la cocina Noche de ronda. Y, de pronto, interrumpía la canción y se quedaba pensativa, como si estuviera imaginando esa otra posible vida que siempre se pierde por vivir la propia.
Mi madre es tan joven ahora. Un deseo inconsciente ha trabajado por mí y ha borrado los años de enfermedad y deterioro. En mi memoria vive siempre en esa foto, en ese baile con mi padre. Tiene veinticinco años. La vida no la ha tocado casi. Sólo ha padecido la muerte temprana de su madre pero, ahora, comparada con el dolor que podría sufrir si pierde a ese hombre del que está tan enamorada, esa herida se le antoja minúscula. Se ha ido de su pueblo y quiere tener más mundo que el que han tenido sus hermanas mayores. Lo tiene ya, porque es intuitivamente elegante. Escribe cartas a su familia fechadas en los años cincuenta desde esa ciudad del sur a la que yo iría muchos años más tarde a trabajar en la radio; escribe con una caligrafía redonda y coqueta, dibujando rabillos caprichosos a las «ges» y a las «bes», cuidando mucho la puntuación y revisando la ortografía. Todo es para ella una forma de distinguirse, su afición a la lectura o su cuidado en el vestir, siempre discreto, respetando la correcta combinación cromática hasta la obsesión. La veo sola, en su bata de seda beige, estudiando una y otra vez la manera en la que ha dispuesto un ramo de flores en el jarrón. Sus muebles son modernos, de esa repentina modernidad de los cincuenta que irrumpió en las casas de los matrimonios jóvenes españoles; aunque ella no tiene conciencia ilustrada del estilo, intuye que ese aparador de cerezo de formas limpias y prácticas rompe con la severidad de los muebles del diecinueve que decoraron su infancia en la casa del pueblo. Echa de menos a su padre, a ese viudo alegre y diletante que la dejó marchar con pena, pero con toda su confianza puesta en ese joven que parecía haber nacido para llevársela. Pero ella padece su soledad sin angustia, sabe que en su pueblo el tiempo está detenido y que cuando vuelva por navidades podrá incorporarse a las rutinas en las que creció, para luego salir de ellas con alivio, porque está orgullosa de haber elegido un marido de ciudad, distinto a los hombres que la rodearon siempre, peculiar y vehemente, al que ha de ajustarle la corbata por las mañanas porque se va corriendo, como si llegara tarde a la concesión de ese ascenso que siempre anda buscando.
No sé por qué recuerdo a mi madre cuando aún no era la madre de nadie, sólo la hija querida, la flor más delicada del ramo. La veo pasear por el pequeño piso que han alquilado en el barrio del Palo, en Málaga, año 1956, pero ya no canta un bolero sino una canción en inglés, a la manera de Peggy Lee. Me produce cierta pena pensar que el olvido la haya transformado tanto que ya no quede nada de mi madre. Sólo alguna vez, cuando yo me pongo a cantar trajinando por la casa, siento que en mi voz aún se halla el eco de la de ella y se parecen tanto que me produce un pequeño estremecimiento. Quisiera decirle a mi marido, «acabo de escuchar la voz de mi madre en la mía», pero hay sensaciones que pierden su valor en cuanto las convertimos en palabras.
El canario. El niño miraba la jaula vacía. Traté de borrarle la pena por su muerte, le metí el último pedazo en la boca y le cogí en brazos para llevármelo al cuartillo de trabajo, ese que él había bautizado pomposamente como «el despacho», imitando la manera en que su abuelo, mi padre, se refería al suyo. Pero mi despacho no era más que una habitación diminuta, caótica, en la que los inquilinos anteriores habían dejado las estanterías empotradas pintadas de amarillo chillón. Allí adelantaba algunos guiones para el programa del día siguiente, intentaba comenzar una novela que nunca pasaba de la página diez o escribía algún relato erótico, o marrano, para ser exactos, que me publicaban en una revista del asunto, con lo que me ganaba un dinero extra. Recuerdo que la novela que tenía en la cabeza estaba basada en el tiempo que pasé viviendo en una torre de apartamentos en Málaga donde se alojaban sobre todo putas. Por supuesto, yo desconocía este hecho cuando alquilé el piso y se produjeron algunos momentos conmovedores con aquellas mujeres, y otros muy desagradables. Imaginaba una madre joven, yo, y una criatura de un año, Gabriel, moviéndose alegre y natural en aquel mundo tan poco apropiado para él. Pero lo que parecía un gran argumento en mi mente, poblado de sabrosas anécdotas que habían sido celebradas con gran entusiasmo de mis amigos, se desvanecía en cuanto me encontraba frente a la máquina de escribir. El problema no era la historia, ni el trabajo, ni la maternidad, ni la ansiedad creciente, sino que no sentí nunca la necesidad verdadera de escribir una novela. Ni ésa ni ninguna. Que lo único que me forzaba a trabajar era el encargo. Allí, en el despacho amarillo, planchaba, escribía guiones a patadas, leía en bragas tumbada en el sofá-cama con los pies apoyados en la pared o escuchaba música, sobre todo escuchaba música en aquel aparato que era casi la única posesión que me había quedado de un matrimonio sin bienes, sin nada, dejando a un lado, claro, la presencia real, el niño, que era la prueba tozuda de que su padre y yo tuvimos alguna vez una vida juntos.
En el despacho amarillo escuchábamos los discos que yo me traía grabados de la radio, música pop de mi propio programa, pero también tangos, boleros, canciones horteras, rockeras, copla, new age, infantiles, africanas, jazz. Cada vez que tenía un rato libre acudía a la discoteca y rebuscaba codiciosamente entre los archivos hasta encontrar una canción que había escuchado por el pasillo, surgiendo de las otras emisoras que dejaba atrás de camino a mi estudio. A veces buscaba melodías antiguas; otras, las últimas canciones pop que programábamos para esa audiencia de enteradillos y caprichosos como nosotros. Al niño le gustaba todo. O puede que su entrega total a la música viniera más por esa pasión que sentía por que estuviéramos los dos solos, sin hacer nada, tumbados en el sofá, perezosos y meditabundos, cantando lo que ya nos habíamos aprendido; imaginando que todas las canciones, aunque no las entendiéramos, trataban de nosotros mismos. Estoy segura de que él aprendió de mí esa manera un poco intoxicante y egocéntrica de entender la música, como una especie de autobiografía narrada en tiempo presente. Todas las canciones hablaban de nosotros.
A veces, como aquel sábado, la música me ayudaba a sacarle de su ensimismamiento de niño casero. Lo llevaba al cuarto y le decía, «Venga, vamos a bailar». Le dejaba subirse al taburete y pinchar los discos, haciendo chirriar la aguja sobre los surcos por la impaciencia que le entraba de querer bajarse corriendo para empezar el baile desde las primeras notas. Bailábamos las canciones infantiles del disco de María Elena Walsh, con sus ritmos alegres, cursis y luminosos, bailábamos las canciones de Disney, que yo le había recopilado en una cinta, a pesar de que varios compañeros, en permanente demostración de que eran trabajadores de la radio más progre del país, me habían afeado la conducta por querer enseñarle a un niño ese producto baboso, tóxico, fascista, cruel y sentimentaloide a un tiempo. Juicios que no andarían alejados de lo que pensaría el padre si al llegar aquel sábado por la tarde a recogerlo lo sorprendía en el despacho amarillo, tumbado en el sofá, rendido a la ensoñación mientras escuchaba My Favorite Things en la voz aguda y amanerada de Julie Andrews.
Cantábamos las cancioncillas de trenes, de brujos, de ratones, bailábamos las melodías eternas, pero cuando él presentía que yo estaba un poco cansada de historias infantiles y temía que estuviera ya a punto de abandonarle, corría a poner en el casete nuestras otras canciones: las de Paul Simon, el Mother and Child Reunion, que parecía estar compuesta a la medida de nuestras emociones; el Dirty Boulevard de Lou Reed, que tantas veces hacíamos sonar en el programa para despertar a la gente y despertarnos, o esas otras más puras y melancólicas de João Gilberto, que se convirtieron en la banda sonora de aquellos días. Todo dependía de mis gustos, que eran eclécticos y veleidosos y que el niño asumía como si fueran propios, como si él estuviera determinado a que no hubiera nada de lo que debiera mantenerse al margen. A veces, la elección musical dependía de mi propio trabajo: si andaba yo preparando un especial sobre Gardel empezábamos a escuchar tangos en casa. El piso se inundaba con esa voz del pasado que de una forma tan misteriosa describía nuestro paisaje presente, «Barrio plateado por la luna / rumores de milonga / es toda tu fortuna», y a mí me parecía que aquella letra hablaba con precisión de aquella placilla nada memorable de mi barrio en la que habían vivido tanto la familia de mi marido como la mía cuando llegamos a Madrid.
Esa plaza había sido ya escenario de nuestras vidas, la de Alberto y la mía, años antes de que nos conociéramos: yo, con doce años, recién llegada a la ciudad, yendo por las tardes con mi amiga al pequeño edificio de la biblioteca infantil, para leer, para hacer los deberes, para disfrutar con el acto solemne del préstamo y el sello; él, con dieciocho, enfebrecido ya por la emoción de la militancia clandestina. Nos cruzábamos sin saber que nuestros destinos se unirían en tan sólo seis años; él, sin reparar en mí por mi condición de niña; yo, fijándome en él por la atracción que sentía hacia los chicos que eran de la edad de mis hermanos. En esa plaza estaba casi mi vida entera, de los doce a los veintinueve años, los que tenía cuando ya me marché para siempre. En esa plaza, en los pasos que iban de su casa a la mía, estaba contenida la historia de mi juventud: la vuelta diaria de la escuela, las tardes de invierno en los bancos, la afiliación prematura e ignorante a las Juventudes Comunistas, que tenía su sede en un pequeño local que había en un bajo; todo en no más de quinientos metros de distancia, todo cerca, como si fuera un escenario barato y limitado de una comedia de situación para representar la adolescencia y la juventud, escenario del que luego, irónicamente, como una mala broma de la vida, me resultó tan difícil escapar.
Ahí lo tenía ahora, en mi condición de recién separada, exacto a mis recuerdos desde el ventanal del sexto piso en el que estábamos de alquiler el niño y yo. Un escenario al mismo tiempo protector y asfixiante, que me provocaba ese apego enfermizo que tanto se parece, aunque suene extraño, al miedo de la gente a salir de su pueblo para vivir en el pueblo de al lado, que no está a más de diez kilómetros. Yo, que había vivido una infancia tan nómada, que no había sabido lo que era estar en un mismo colegio más de dos años seguidos, temía sentirme extraviada si perdía de vista esa maqueta emocional que divisaba desde la ventana de la cocina: la biblioteca verde, los bancos, la tierra de la plaza, los árboles ralos. Un escenario suburbial, de esos que sólo contienen belleza y singularidad para quienes han vivido allí la experiencia de la juventud.
Por allí le conocí, en los billares o en el local del Partido, más serio, más grave que los de su propia generación, siendo y sintiéndose superior a los de la mía, superior a mí en todos los sentidos, en edad, en convencimientos ideológicos, en principios, en su capacidad de entrega a una idea y en su capacidad de detestar todas las demás.
Siempre hay un momento en el que todo podía haberse evitado, se piensa luego. Sobre todo en aquello que se comenzó sin mucho convencimiento, más por motivos fantasiosos que por lo que se tenía de verdad delante de los ojos. Pero quién quiere ver lo que está delante de los ojos, quién está dispuesto a admitir que en realidad no hay posibilidad de conexión. Cómo me habría confesado a mí misma, en aquel ambiente tan propicio a la espesura dialéctica, que hubiera cambiado una soporífera tarde de inagotable discusión política por irme a bailar, cómo reconocer que el sexo tampoco era lo que había imaginado antes de probarlo. La juventud, tan proclive a la temeridad, de pronto se vuelve conservadora y renuncia a sus sueños, se conforma con el primer amor que ha conocido. A lo mejor sea ésa la manera más retorcida de ser temerario.
Cuánto se habla y se escribe sobre esos matrimonios en los que los cónyuges están aferrados a la infelicidad durante toda una vida, y qué poco de todas esas parejas jóvenes que, sin mayores lazos que una fidelidad mal entendida, se entregan dócilmente al aburrimiento de unos sábados y unos domingos larguísimos, en el banco del parque, frente al televisor, en comidas familiares, interpretando antes de tiempo al matrimonio que, a no ser que alguien se cruce por medio y lo remedie, habrán de ser; desleales precoces a sus propios deseos, olvidadizos de toda aquella fiebre que les provocó la promesa del sexo cuando aún no sabían cómo era y a la que van a renunciar mansamente por pensar que la torpeza está en ellos mismos, en su naturaleza, y que la realidad debe ser ésa y no otra, así de decepcionante, una realidad no destinada a coincidir con los sueños. O tal vez lo que ocurra es que sienten pena por el poco atractivo que le encuentran al otro y se autoconvencen de que esa compasión tiene un origen noble. Y por medio andan los amigos que, en esa edad en la que no entiendes más moral que la que te dictan tus iguales, se convierten en guardianes de una infelicidad de manera más implacable que la que en un futuro ejercerá la propia familia.
Los amigos, mis amigos de entonces, acomodados en ese gregarismo que lo engullía todo, pareja, barrio y camaradas, y que señalaba cualquier signo de independencia, desde buscar pareja en otro ambiente a centrarse en una ambición personal y no compartida, como un abandono del grupo, como una traición.
Qué difícil era y es traicionar al grupo y qué fácil ser desleal con uno mismo. La deslealtad a uno mismo no se suele advertir en el presente, se camufla de malestar, de ansiedad difusa, porque éstas son sensaciones mucho más fáciles de sobrellevar. Yo nunca acabé de identificar aquello que no era más que una traición a mis deseos. Sentía una atracción hacia ambientes menos densos, pero nuestra pueril homogeneidad política nos hacía creer que teníamos los ojos mucho más abiertos al mundo que aquellos que no habían sido llamados por la disciplina del compromiso.
Me gustaba mucho, por ejemplo, un compañero de la facultad que se pasaba las clases dibujando viñetas vivísimas, muy ingeniosas, al hilo de lo que el profesor estaba explicando. Me atraía su habilidad manual, la ligereza con la que observaba el mundo, sin establecer un juicio inmediato sobre cada cosa; me atraía el acento marcado de pueblo, el hecho de que viviera con otros compañeros, todos ajenos a la ciudad en la que yo había crecido y a ese acento de barrio de Madrid que para mí era la norma. Caminábamos juntos todos los días hasta Moncloa, nos reíamos mucho, él se reía de mí, de mis cuatro principios mal hilvanados, y yo no me ofendía porque también se reía de él mismo, de los granos que aún se empeñaban en brotarle en la cara, del poco éxito que había tenido con las tías. Me contaba la historia de amor que había mantenido con su profesora de filosofía en el último año de instituto. «Mi maestra», la llamaba.
Su maestra conducía el coche por caminos de tierra sólo transitados por gente del campo y al abrigo del atardecer, en un lugar remoto y seguro, se besaban, se metían mano y se hacían pajas. «Nunca me dejó metérsela», me decía, «pobre de mí». Esta irónica compasión hacia sí mismo venía a ser una manera solapada de confesar su virginidad. Yo disfrutaba mucho de su temperamento sincero, era una sinceridad distinta a la que yo había conocido hasta ahora, nada hiriente, nada intelectualizada. Éramos soldados de un mismo pelotón, el de los torpes, teníamos algo en común, la ingenuidad, la necesidad de empatizar con el mundo más que de estar frente a él, y un deseo sexual muy fuerte que no encontraba la manera de verse satisfecho.
A veces yo fantaseaba con tener un futuro con el dibujante, los dos entregados a retratar personajes, él dibujando, yo escribiendo sus guiones, sus diálogos; tuve alguna idea concreta de cómo sería esa vida en común las dos veces que fui a su casa y que acabamos, después de tomar un bocado en la cocina por pudor a mostrar un deseo demasiado imperioso, en su cama estrecha de piso de estudiante, haciendo el amor de la misma manera franca en que se desarrollaba nuestra amistad, como si fuera una continuación natural de la camaradería.
Pero no fue posible, no cuajó, venció finalmente esa creencia tan tóxica de que sólo quien te hace sentir un poco inferior posee atractivo y es, a su vez, merecedor de cariño. El verano me sirvió para marcar distancias y volví al barrio, al novio, al grupo, con la entrega obstinada de quien ha sido infiel y prefiere olvidarlo. Resuelta a disfrutar de la rutina.
Unos años más tarde, peregrinando con un grupo de amigos por la plaza del Dos de Mayo en busca de ese hueco libre en un bar que nunca se encuentra en las noches de frío, sentí su voz llamándome. Me había visto tras la cristalera de un café. Abrió la puerta y gritó mi nombre. Me aparté del grupo y entré a saludarle. Nos dimos un abrazo. Durante los pocos minutos que duró nuestra charla sentí que me subía a la cara el rubor de una infidelidad voluntariamente olvidada y una especie de fastidio por no poder decirle muchas cosas ya. Me contó que escribía en un periódico local. «¡Soy el corresponsal en Madrid!», dijo riéndose, burlándose de su propio destino. «Pero ¿sigues dibujando?», le pregunté. «¡Claro!», me dijo, «me han publicado alguna cosilla. Yo te oigo, te oigo muchas mañanas y me hace tanta gracia… Eres muy tú». Bromeamos. «No sé si es bueno para mí ser muy yo», le dije.
Mientras me apuntaba su teléfono en una servilleta de papel intenté adivinar cuál de las chicas que estaban detrás de él en la barra podía ser su novia. Había una que cruzó una mirada fugaz conmigo. Era ésa. «Nunca contestaste mis cartas», dijo. «Ya», le dije. «Pero no por falta de ganas», añadí, sin saber ni yo misma cómo interpretar la frase. «Pues llámame», dijo. Me pareció que miraba un instante hacia atrás, temeroso de que ella pudiera escucharle, o al menos así lo interpreté yo. «Podemos quedar algún día», dijo, y se le dibujó la misma sonrisa algo suplicante que yo había conocido, el mismo encanto de entonces, de cinco años atrás, un encanto no contaminado por nada, pleno de ese candor con el que algunas personas atraviesan todas las edades de la vida, tan raro en los hombres, y que les suele hacer vulnerables con las mujeres y presas fáciles del sufrimiento sentimental. Tenía la misma mirada franca que a los dieciséis años, cuando la joven maestra se sintió atraída por él y le condujo por caminos de tierra para enseñarle prematuramente algo del amor mezquino, del amor a medias. Entonces yo, queriendo advertirle de que las cosas a veces cambian para siempre, me entreabrí un poco el abrigo.
—Igual has pensado que estoy más gorda, y es verdad, estoy más gorda, pero es porque estoy embarazada. De cinco meses.
—Vaya —dijo—, cuánto me alegro —y le tembló la sonrisa, se le apreció el desconcierto—. ¿Del mismo tío que entonces?
—Sí, claro, del mismo. Está ahí afuera.
Noté que se sentía avergonzado por haber expresado el deseo de un posible encuentro.
—No te veo de madre —dijo ya en un tono normal.
—Todo el mundo me dice lo mismo.
Qué pocas veces supe perseguir lo que quería. Hay un mecanismo por el cual uno consigue convencerse de que lo que se tiene es lo que se desea y a él me acomodé yo algunos años. Aquella noche, la última vez que vi al dibujante (aunque hayan sido muchas las veces en que he visto su trabajo publicado), salí del bar y me colgué del brazo del que ya era mi marido. Mi marido, a pesar de aquel juez que más que casarnos pareció habernos arrestado y estar juzgándonos por el hecho de haberle preferido a él antes que a un cura; mi marido, a pesar de que el escenario de la boda fuera un localucho en absoluto solemne, un juzgado inmundo al lado de la casa de mis padres, de los suyos, de la plaza, de nuestros colegas de partido y barrio. Un bajo que podía haber sido una oficina inmobiliaria o un bar. El suelo de terrazo, el olor a húmedo y toda aquella pobre gente vestida de boda, apelotonada, pasando frío, inaugurando con desconcierto la nueva era de matrimonios civiles, con trencas o falsos chaquetones de piel encima de las camisas de raso y las corbatas. Familiares de pueblo que venían a las bodas de sobrinos o de sus propios hijos sin entender muy bien a qué respondía el empeño de casarse de forma tan fea, tan humillante.
No tuvo la solemnidad de una boda religiosa ni el encanto de esas bodas aventureras que habíamos visto en las películas americanas en las que el juez, somnoliento y en camisón y gorro de dormir, le pedía al novio que besara a la novia, pero nos casamos. Al menos eso constó en un papel que firmamos a toda prisa, achuchados por una funcionaria que nos advertía que la siguiente boda ya estaba esperando, mientras nuestros familiares, empujados por los siguientes, vaciaban la sala diminuta.
No hubo aplauso, ni beso, ni anillo. No hubo tiempo.
No hay imágenes del momento porque no hubo momento prácticamente. Sólo unas fotos mal enfocadas en el pub de unos amigos donde se celebró lo que mis tíos llamaban insistentemente «el banquete» hasta que la realidad se impuso y vieron que se trataba de unas bandejas de canapés. Todo escaso, todo precario a los ojos de esos familiares para quienes la abundancia de comida era el elemento fundamental de una celebración. Y yo entre los dos mundos, el rural, del que venía mi madre, donde una boda era y es ese acontecimiento en el que los padres debían y deben mostrar toda la generosidad posible, aunque les cueste la ruina, y el urbano suburbial, rojo, de 1981, donde a fuerza de considerar una afrenta aquello que oliera a rito o a traición ideológica se conseguía que todo estuviera impregnado de una fealdad insoportable, que por no tener ni siquiera tuviera el encanto menesteroso de los pobres, porque, aunque no teníamos un duro, pobres no éramos. No habíamos entrado aún en la modernidad pop que habría de cambiarnos de los zapatos al peinado en dos años y aún estábamos prisioneros de la estética antifranquista de la década anterior.
Mis tíos se sentaron en un rincón del pub, encorbatados y refractarios a aquel lugar de asientos bajos con cojines morunos; esperaron, fumando, a que sus señoras, que estaban acostumbradas a servir más rápido que esos camareros de poco oficio, les acercaran las bandejas de canapés. Mis tías, sin saber muy bien cuál iba a ser el paso siguiente en aquella boda sin banquete, no se quitaron los aparatosos chaquetones de piel. Incapaces de estar de brazos cruzados se hicieron enseguida con la organización y acudían a la barra para hacerse con otra bandeja una vez que la anterior se gastaba y se movían con soltura entre los rincones en penumbra del pub. Cuatro camareras absurdamente uniformadas con enormes chaquetones de mutón. Los camareros, amigos del barrio, novatos en el negocio, optaron por confundirse con los invitados. Con el tiempo he comprendido, acordándome de aquella determinación con que mis tías se pusieron manos a la obra, que en su manera conservadora de entender la vida lo que más podía desconcertarles era ver desvirtuado un ritual. La mejor manera de superar una situación así era actuar, actuar como si nada pasara, sin entrar a analizar la situación.
Mis tías me miraban, no de frente, como se mira a las novias, sino de soslayo. Me dijeron algo del traje, pero sin ningún convencimiento. No entendían la elección de ese vestido de un perla sin brillo, que parecía más un disfraz de novia por su hechura pobretona que un vestido real. A sus ojos, ahora me doy cuenta, debía de ser como si hubiera abierto uno de los baúles que estaban en la cambra de mi abuelo y me hubiera vestido con uno de aquellos trajes que el tiempo había vuelto amarillentos y ya nadie sabía decir a quién habían pertenecido. Mi novio, mi marido, se acercaba de vez en cuando a ellas y, en su falta de conocimiento real del mundo, queriendo ser campechano, como se suponía que debía de ser el trato con aquella gente que venía del pueblo, les dijo varias veces que el vestido sólo me había costado cinco mil pesetas porque lo había encontrado en una tienda del Rastro. Ellas se quedaban atónitas, sonriéndonos a él y a mí alternativamente, sin encontrar un comentario adecuado para salir airosas del momento, pensando que todo aquel desatino tenía una explicación dolorosa de tan clara como estaba: era la boda de una huérfana.
Mi incomodidad no provenía de que yo sintiera algún tipo de fidelidad moral al mundo en el que se había criado mi madre y que aún pesaba en las vidas de mis primas, sino de comprobar la nula perspicacia de mi novio que, como tantos amigos, parecía querer defender o representar con ideas abstractas a un pueblo llano del que, en la práctica, tenía un gran desconocimiento. Para mis tías, aquel comentario sobre el vestido era un insulto. Un insulto porque ponía en duda el sentido mismo de sus vidas, marcadas por la preparación laboriosa de las celebraciones que servían para alimentar con los recuerdos y las fotos de los días memorables un presente humilde.
Yo ya no pertenecía a ese universo de mi infancia, ya no, pero preservaba un respeto distante, que sospecho que se habría transformado en rebeldía en el caso de haber vivido mi madre. Sí, ellas tenían razón, era la boda de una huérfana, de alguien que llevaba muchos años tomando decisiones sola: en los años de infancia, por la responsabilidad de una madre enferma; después, por su ausencia. Aunque yo lo hubiera negado entonces, la orfandad era el estado que me definía con más exactitud.
Huérfana es la muchacha que ahora veo en las fotos de aquel día: tiene veinte años y lleva trabajando desde los dieciocho. Se le ha despertado una vaga conciencia política prestada por sus hermanos, por sus amigos y por su novio. Es torpe en los ambientes de gregarismo ideológico; perspicaz a la hora de detectar a otros que, como ella, esconden una herida de la infancia. El vestido parece o es antiguo, incongruente sin duda alguna, más propio de un carnaval que de una boda. En el cuello luce el único detalle valioso, un collarcito de perlas que le ha prestado la hermana, herencia de la madre.
La hermana, antes de marchar hacia el juzgado, la ha obligado a sentarse en el taburete del aseo y le ha pintado en los ojos una sombra azul. «No, no», dice la pequeña, «a mí me gusta el lápiz negro y el rímel, sin más, como siempre, así me veo muy puesta». Y la hermana le dice: «No, hazme caso, hoy no es un día como todos los días, tienes los ojos muy bonitos, hay que marcarlos un poco más para que destaquen». Las dos están ante el espejo. La hermana mayor observándola con reserva, con una preocupación maternal que la hermana pequeña advierte y que le hace sentirse incómoda. Tal vez quisieran abrazarse pero ya no saben; es algo que con frecuencia los hermanos pierden, no el amor, sino la posibilidad de tocarse como cuando eran niños. La mayor se ha perdido a sí misma en una dedicación absoluta y vocacional al matrimonio y la pequeña se acostumbró a estar sola. Se ha hecho arisca. Ahora están las dos delante del espejo que compartieron tantas veces. El silencio o los comentarios que se refieren al maquillaje que la mayor extiende sobre los párpados queridos de su hermana ocultan una conversación subterránea que no son capaces de expresar. No pueden nombrar a esa madre de la que tanto hablaron, robándole horas al sueño, en los meses que siguieron a su muerte, con el fin inconsciente de liberarse, a fuerza de recordarla, de aquella mujer cuya enfermedad marcó siete años de sus vidas. No pueden nombrarla porque fueron educadas, cuando ella aún vivía, para esconder las heridas y no quejarse, y saben de sobra que su recuerdo, en un día como éste, podría provocar un llanto por el que luego sentirían vergüenza.
La mayor, más medrosa, transformó esa fortaleza que se les exigió desde niñas en dulzura y retraimiento; la pequeña ha convertido aquel carácter inocente y confiado de su infancia en un temperamento irónico que camufla todo aquello que desea expresar, desde el amor hasta la melancolía. La ironía es una fuerza pero también una trampa de la que habrá de librarse en el futuro, porque esa enfermiza tendencia al humor, que ya constituye parte de su naturaleza, será su salvación muchas veces pero también la coartada para no afrontar las verdaderas consecuencias de sus actos, como las tan previsibles de esta misma boda que está a punto de producirse.
No, no pueden abrazarse, habrán de pasar diez años en los que la vida provocará inesperados derrumbes y necesarias reconstrucciones, habrán de desconocerse un tiempo para volver a encontrarse, pero, ahora, no son capaces de recuperar esos años en los que compartieron cama, cuarto y lecturas. En ese acto nimio de pintarle los ojos, la mayor está resumiendo todas aquellas noches en que abrazaba a su hermana pequeña con ese amor de las niñas primogénitas, obligadas a ser adultas antes de tiempo, y tantas noches en las que le contó cuentos, películas, o estableció turnos rigurosos para rascarse la una a la otra la espalda o normas para el tiempo de lectura. Pero no hay forma de decir en voz alta lo que el pequeño gesto de colorear en azul la almendra del párpado contiene, no fueron educadas para eso sino para lo contrario, para apretar los dientes y aguantar. Esquivaron esa frialdad expresiva durante los años en que hubieron de sobrellevar a medias lo que casi siempre es tarea de las hijas, la enfermedad de una madre, pero aquella cercanía física, tan balsámica entonces, de momento se ha perdido. Una anda refugiada en su nueva familia, tiene una niña pequeña en la que vierte ahora el instinto maternal que ensayó con la hermana; la otra vive asalvajada y solitaria en la casa familiar, de la que todos, del padre a los hermanos, se fueron yendo poco a poco, por bodas o por trabajo, invirtiendo el orden natural de las cosas. Es la hija rebelde a la que, habiéndole correspondido por su carácter el papel de largarse, le ha tocado en cambio presenciar cómo todos se fueron marchando en busca de sus otras vidas dejándola como guardiana involuntaria del pasado familiar.
La chica del disfraz de novia también será una extraña en su piso de recién casada a las afueras de Madrid. Tratará de buscar un rincón que hacer propio, sin ningún éxito. De aquella casa, en la que el marido al que nunca llamará marido le discute la necesidad de tener su «habitación propia», sólo le quedará el recuerdo vívido, sensual y gozoso de su embarazo, de la tozudez con la que lo defendió, de la curiosidad con la que observó el desorbitado crecimiento del abdomen hasta el punto de perder la visión de sus pies y los movimientos acuáticos de ese ser apegado a su carne en el que ya creía apreciar las dos tonalidades más llamativas de su futuro carácter: la dulzura y la tozudez.
La sensualidad íntima de su estado y la aspereza del exterior. Ése sería el resumen de aquella época. Lo esperanzador y lo amargo de esos días en los que jamás disfrutó de la serenidad del término medio.
La hermana mayor se aleja un poco, observa el resultado de sus pinceladas y luego intenta dominar ese pelo rebelde, rojizo, encrespado, recién cortado a la manera de una actriz que la hermana pequeña vio en las revistas de la peluquería, una artista americana que se casaba con un traje de aire decadente y un peinado pop, como ironizando sobre el mismo hecho de contraer matrimonio.
Los ojos han quedado, finalmente, muy marcados con esas dos líneas negras tan propias de la época, 1982. Es la imagen de un hippismo sin convicción, residual ya, como a punto de pasar a otra etapa estética, que la sitúa a medio camino entre la chica de barrio de vaqueros y blusones bajo los que se transparenta un pecho sin sujetador y esa otra joven de melena roja y falda corta. Una joven en busca de un estilo de vida, de vestir y, como consecuencia indivisible de esa búsqueda estética, de pensar.
Veo ahora la foto del banquete que no fue tal, la sonrisa de esa chica que era yo, a la que rodean sus tías, mujeres grandes, de cuerpos rotundos, uniformadas con sus chaquetones y sus blusas de lazada al cuello compradas para las bodas, envolviéndola en una nube de perfumes tremendos que ahora parece que siento emanar de la misma imagen; veo al padre, que sale de refilón, con un vaso de whisky en la mano, atractivo en sus cincuenta y pocos, esquivo, como no queriendo adoptar el papel de padre de la novia, avergonzado por todo aquello que le exija una implicación sentimental; veo, sin dejar que me confunda la velada trampa del recuerdo, aquella sonrisa de mis veinte años en una mañana heladora de enero, aquel gesto que parecería de franca felicidad si no fuera porque yo sé lo que aquella chica rumia sin atreverse a confesárselo a sí misma. Sé que está tan abrumada por los momentos de protagonismo en esa boda desastrosa como por el futuro que le espera. Tras esa sonrisa no está la expectación angustiada de una mujer virgen, como pudiera ocurrir en las fotos del banquete de la madre; lo que ronda en su cabeza es la conciencia plena de que la búsqueda de otros amores, que no cesó durante los tres años de noviazgo y que la mantuvo viva, expectante y precozmente infiel, ha terminado.
Lo que puedo ver ahora, tantos años después y tan lejos de mi ciudad y de mí, lo que puedo confesarme a mí misma, sin miedo a traicionarme o a ofenderme innecesariamente por forzar el dañino mecanismo de la sinceridad, es que lo más sobresaliente en esa imagen es la expresión desasistida de una muchacha huérfana, que aquí o allá, en ella o en otras, entonces o ahora, fue y será la misma.
Un año después yo aún no había aprendido a decir «mi marido», y creo que nunca lo nombré de esa manera; tampoco él dijo nunca «mi mujer». El entorno en el que vivíamos, tan reacio a las formalidades, se alió con la sospecha de que no estaríamos casados durante mucho tiempo. Mi marido, al que nunca llamé mi marido, me preguntó aquella noche, tras el encuentro con el dibujante en el barrio de Malasaña, si me gustaría volver a verlo; lo hizo de manera vaga, como preguntan las personas que no son celosas o que no quieren parecerlo, y yo le di algunos detalles precisos, como se hace cuando no se quiere provocar desconfianza; por otra parte, no había ya ningún motivo para el recelo. Yo estaba en ese momento en que una mujer embarazada no desea más que provocar el deseo del padre de su hijo futuro. Como tantas veces ocurre, fue cuando él, por despecho, vengándose por mi empeño en traer un hijo al mundo, furioso porque esa dialéctica implacable con la que me derrotaba en tantas otras cosas no me hubiera vencido en esta ocasión, dejó de quererme. Fue así, abruptamente. No me abandonó, no mostró nunca el desamor delante de la familia ni de los amigos, pero dejó de quererme en el aspecto más hiriente, en el que más humilla a una mujer en ese tiempo en que su cuerpo deja de parecerse al de la mujer del que un hombre se enamoró. A su manera él quiso decir la última palabra.
Aquella noche, una vez que me despedí del dibujante, mi marido, al que jamás llamé marido, me pasó la mano por el hombro, me abrazó, notó que algo me había sacudido, la otra vida posible a la que renunciamos siempre que tomamos un camino. Puede que se acordara de cuando me quería tanto, de una de aquellas veces en que me pidió, con una desesperación insensata que, por favor, no le dejara nunca. Nunca. Nunca y siempre. Ésas son las palabras que los amantes pronuncian de manera ilusa sin querer admitir que son las únicas dos que carecen de sentido. Sí, se acordó de cuando me quería. Fue uno de esos momentos raros en los que se siente, fugaz pero intensamente, el amor del pasado. Me besó el pelo. Sintió, seguro, un olor antiguo, el de aquella otra a la que hacía cinco años dijo a su manera nada complaciente de expresar la pasión: «Ninguna mujer guapa podría gustarme tanto».
Fuimos paseando ya un poco rezagados del grupo de amigos, algo tristes, anticipando una separación que los dos presentíamos, que vendría después del niño. Lo sabíamos, como a veces se sabe todo.
«¿Se mueve?», preguntó. «Sí, ahora se está moviendo, tócalo». Le llevé la mano debajo de mi abrigo para que pudiera sentir al pequeño ser ya exigente en su naturaleza primitiva y acuática. «Esta noche he soñado con él», le dije, «tenía los ojos grandes y caídos, como los míos, y tu pelo rizado, me miraba como si quisiera pedirme algo que aún no supiera nombrar, y yo le decía, “No quiero cometer errores contigo, a partir de ahora voy a ser otra persona”, y él me ponía la mano en la cara, como si quisiera cuidarme o protegerme».
Esa noche nos fuimos a casa antes de lo que acostumbrábamos. Él me preparó un vaso de leche porque me estaba subiendo la fiebre. Se metió conmigo en la cama para aliviarme el frío que siempre hacía en aquella casa odiosa de radiadores eléctricos en la que cada mes estudiábamos la factura de la calefacción para acabar constatando que era yo quien la encendía en cuanto él salía por la puerta. Yo odiaba la periferia, la periferia de la periferia de barrios recién construidos, la sensación de lejanía, ese frío continuo que me hacía ir de una habitación a otra sin encontrar consuelo. Él me abrazó aquella noche, me arropó. Los restos de la pasión siempre se manifiestan de manera poderosa. Él estuvo a la altura de lo que me había querido. Ojalá el último recuerdo hubiera sido ése.
Pero aun así, sería injusto no admitir que hubo algún momento por el que todo mereció la pena, ese momento que al cabo de los años se busca para justificar todo el dolor que tuvo que soportarse, toda la traición y las palabras pronunciadas para herir al otro con la misma saña que un arañazo en la cara.
Estuvieron las noches de verano de los primeros años, cuando él me esperaba sentado en un banco, grave siempre, nunca juvenil, recién duchado después de trabajar en su taller de restauración, aunque a mí me gustaba percibir, por debajo del perfume del jabón, el olor de los materiales, de las pinturas, la cola y la madera noble. Me esperaba concentrado en alguna lectura, como si en realidad no estuviera esperando mi llegada, como si lo que leía, casi siempre una publicación política, fuera más importante que yo. A mí aquella actitud de ensimismamiento me producía una cierta excitación sexual, la que provoca la persona a la que no posees del todo, la del hombre que está perdido en sus asuntos. Ése es el momento a recordar. Cuando le observaba mientras iba acercándome y le veía tan ajeno a mí, en la misma postura en la que hace dos meses había estado esperando a otra novia. Caminaba sigilosamente para poder observarle sin que él me viera y para sorprenderle. Esperaba disfrutar de sus caricias en mi pecho durísimo, tan duro que dolía como duele el pecho de las adolescentes, debajo de aquellas camisetas de dibujos étnicos. Las camisetas de algodón gastado de aquellos veranos sobre el pecho sin sujetador. Sentía en ese roce de la tela la promesa de algo, la anticipación de una voluptuosidad que siempre me parecía que estaba a punto de producirse.
Llegaba hasta él, le tapaba los ojos, él me tomaba las manos, se volvía, me miraba y decía, «Vaya, vaya, sólo has llegado quince minutos tarde, te vas superando», o decía, «Se te transparenta todo». Y aunque yo sabía que debía interpretarlo como una demostración muy torpe del deseo, porque era exactamente eso, la única manera que él tenía de hacerme entender que me había mirado las tetas, su distanciamiento de las emociones se me convertía en antipatía, su pudor se transformaba en sarcasmo. Mis ensoñaciones sexuales eran tan sublimes que fácilmente se venían abajo.
La promesa de plenitud sexual que parecía ser tan clara en esos cien metros en que lo observaba sin que él me viera, se derrumbaba con aquellas frases; todo se volvía entonces real, se empobrecía. Mirábamos el periódico, hablábamos de política, paseábamos por los bares con la esperanza, que cada uno por su cuenta albergaba secretamente, de encontrar algún amigo que me sacara de mi contagioso humor mohíno, y así pudiéramos remontar ese estado inconcreto de insatisfacción que se fija en la cara de muchas parejas, empalideciendo el brillo de la juventud.
—Venga, tienes que vestirte ya. Tenemos la nevera vacía y nos van a cerrar las tiendas —le decía al niño aquella mañana de sábado.
Gabi me suplicaba que le dejara solo. Decía: «Anda, déjame aquí en casa, solito. Qué te importa». Empleaba ese diminutivo tantas veces usado por los padres que los niños acaban imitando, añadiendo, sin ser aún conscientes, un elemento de cariño y de compasión hacia sí mismos. Quería quedarse «solito». No me gustaba la idea, pero al mismo tiempo me agotaba de antemano el interminable camino entre las tiendas de la galería comercial con él dos pasos por detrás de mí, distraído con las cosas que iba encontrando por el suelo, lento, poniendo a prueba los límites de la madre impaciente. Le dejé solito.
Fui comprando algunas cosas en las mismas tiendas a las que tantos sábados, de mala gana, había tenido que acompañar a mi madre. Antes que nada, me acerqué al Puesto Azul, el kiosco de los niños, y le compré a Gabriel una de aquellas bolsas pobretonas de papel que tenían submarinos o aviones desmontables. Se la entregaría antes de que se fuera con su padre, en el momento en que le diera el beso de despedida en el portal. Luego entré en la tienda de Pepe el Feo, el carnicero al que yo recordaba mirando irónicamente a mi madre desde detrás de las ristras de chorizos que colgaban del techo. «¿Es tu hija o tu hermana?», le preguntaba a mi madre, señalándome a mí con la cabeza. Yo miraba para otro lado, pensando, menudo imbécil. Pero ahora que me tocaba a mí estar en el papel de madre no trataba de juguetear conmigo de ninguna manera. Era evidente que la prefería a ella, por una cuestión económica y también de encanto, imagino. Yo sólo le pedía los sábados medio kilo de carne picada y salchichas. Con esa precaria adquisición consideraba renovado mi intento semanal de convertirme en una madre como fue la mía.
Cuando me sentía perezosa y no salía ni a comprar ese medio kilo de carne de los sábados acabábamos comiendo en el chino de los soportales. Allí solíamos ser los dos únicos clientes (tal vez un padre separado con sus niños). No por eso se esmeraban demasiado en el trato. Debíamos ser rápidos pidiendo la comanda, palillos, Coca-Cola, más arroz, porque el camarero chino sólo aparecía una vez cada media hora, alimentando mi sensación de que nuestra presencia interrumpía la apacible comida de sábado de una familia china que había elegido este barrio entre todos los barrios del mundo para forjarse una vida nueva. Qué estampa más única hacíamos. Los dos solos, al fondo, comiendo arroz y pollo en salsa de limón. No puedo recordar qué tipo de conversación conseguirían mantener una madre con dificultades para centrarse en los placeres del presente y un niño ensimismado de cuatro años. La imagen misma del divorcio. Me acuerdo, sí, de cómo la escena se animaba invariablemente a la hora de la galleta de la suerte.
—¿Qué pone, qué pone? —decía Gabi nervioso, se levantaba, se colocaba de pie a mi lado, con la mano sobre mi brazo. Yo me inventaba algo pueril, que él pudiera entender.
—Sólo los niños que obedecen a sus madres conseguirán aquello que tanto desean.
—¿El barco pirata?
—Ah, no sé.
—¿No dice nada el sabio chino del barco pirata?
—No, lo dice en general.
—Yo siempre voy a obedecer.
—Eso ya lo veremos.
—El sabio chino es infalible.
La galería de tiendas había sido diseñada en los años sesenta para aquel barrio nuevo que se anunciaba en la radio. No era bonita, desde luego, aunque ese paseo de soportales de materiales pobres y trazado funcional guardaba cierta armonía y tenía más gracia que la arquitectura periférica que se construyó luego. Las tiendas eran modestas pero mantenían una clientela fija de madres y abuelos venidos de los pueblos andaluces y extremeños, que todavía no habían sucumbido al atractivo del gran hipermercado que acababan de construir a la entrada del barrio. Había un trasiego agradable de vecinos en la mañana de los sábados, compraban, tomaban cañas y tapas en los bares, se encontraban con las bolsas en la mano y hacían las preguntas de rigor sobre esos hijos a los que habían visto crecer y que se iban casando y abandonando el barrio.
Yo saludaba a algunas viejas conocidas de mi madre, me preguntaban por el niño e intuitivamente dudaban si preguntarme o no por mi marido. Acusaba yo entonces un indefinible complejo por haberme quedado estancada en el paisaje de mi adolescencia, por haber vuelto allí después de un matrimonio fugaz y fracasado en la periferia de la periferia. Ahora vivía a doscientos metros de la casa de mis padres, como si hubiera buscado ser testigo del progresivo envejecimiento de esas mujeres que un día fueron jóvenes como mi madre y dieron carácter, con su sola presencia, a aquellas calles entonces recién construidas y a ese barrio en el que los árboles eran palitroques recién plantados y en el que los niños decíamos «¡Vamos a Madrid!», cuando nos montábamos en el autobús para ir a esa ciudad cuya línea del cielo se veía desde el piso de mis padres.
Entre las pequeñas tiendas de alimentación de la galería había una corsetería, pequeña y primorosa, con dos maniquíes en el escaparate a los que en el último año les habían cubierto las cabezas peladas con unas pelucas afro de colores. Lucían unos conjuntos de ropa interior, uno en morado y otro en rojo, que poco tenían que ver con las necesidades de las mujeres que pasaban por la puerta. Me quedé mirándolos. Llamé al timbre de la corsetería. El miedo a los asaltos de los yonquis había socavado el espíritu confianzudo del comercio pequeño y las puertas cerradas eran el signo indudable de los nuevos tiempos. Cuando me estaba abriendo la dependienta, cruzó la calle Paula, la gran amiga de mi madre. Enérgica, dueña de sí misma, tesorera de secretos y confidencias de su amiga muerta, que a mí me iba confesando poco a poco, como si el volumen del recuerdo que atesoraba fuera más extenso y valioso que el mío y se regodeara en ir administrándolo. Esas historias, a veces tan simples como aquélla de la amiga audaz, ella, arrastrando a la otra más puritana, mi madre, hasta la sala de un cine para ver Emmanuelle negra, me provocaban cierto desasosiego, porque nunca sabía si acabaría escuchando una frase rescatada del pasado o una faceta insólita de mi madre que hubiera preferido desconocer.
Los actos de los muertos no pueden modificarse, ni discutirse, así que cualquier hallazgo sobre su pasado nos trastorna más que consolarnos. Algo así ocurrió aquella vez en que Paula vino a visitarnos y acabó bañando al niño, con un esmero y una solicitud de abuela. «Cuánto le hubiera gustado a tu madre este nieto», dijo, «este niño tan tierno le hubiera alegrado la vida». Esa escena del todo imposible, la de mi madre bañando a Gabriel, nos dejó en silencio. Pero entonces ella añadió: «Además, es el niño de la hija por la que ella sentía más inquietud. “Si me muero”, me decía siempre, “qué será de ella”». «¿Por qué me cuentas eso?», le dije yo, «¿no ves que me haces sufrir?». «Me haces sufrir», le repetí. Ella me pidió perdón pero yo ya no supe controlarme: «¿Me lo cuentas porque crees que en el fondo tenía razones para sentir angustia por mí, que sus malos presagios se han cumplido? A lo mejor mi madre estaba muy equivocada». Esas palabras no iban destinadas a ella, sino a quien ya no podía escucharlas.
Ahí iba Paula, sábado por la mañana, siempre apresurada, la mejor en su género, madre, cocinera, inventora de mil negocios femeninos para sacarse un dinero, maestra de flores hechas con pan Bimbo, de paisajes esmaltados, emprendedora. Ay, qué hubiera llegado a ser Paula en otros tiempos, en los míos, de no ser por esa guerra que le arrebató a su padre y lo mandó para siempre al exilio. Qué hubiera sido fuera de este país en el que una mujer no podía ser otra cosa que buena en su género. Me saludó alegre con la mano. Me preguntó por el niño.
—Se ha quedado en casa viendo la tele. No ha querido venirse conmigo.
Casi sin detenerse, movió la cabeza de un lado a otro, como cuando se reprende suavemente a una hija, y siguió su camino murmurando algo que no llegué a escuchar bien. «¡Bueno, bueno, tú sabrás!», creo que dijo.
La dependienta, que tenía la palidez de las antiguas merceras, me llevó los sujetadores al probador. De vez en cuando entraba y metía la mano dentro de la copa para amoldarme el pecho. No había pudor por su parte, sino diligencia profesional. Había turbación por la mía. Tomaba cada pecho con la maestría de quien se pasa la jornada acoplando masas de carne dentro de un molde y no hubiera una sola variedad de pecho que le fuera desconocida. Tetas flácidas, excesivamente asimétricas, extendidas hacia las axilas o apelotonadas hacia el centro; de pezones metidos hacia dentro o salientes, enormes y oscuros. Tetas duras y pequeñas de niñas que van a comprarse su primer sostén. Tetas de mujeres que han tenido varios hijos y las muestran con el desparpajo de quien ha enseñado muchas veces su cuerpo a punto de reventar por un parto o por las múltiples dolorosas secuelas de las recién paridas. Tetas llenas de leche que necesitan sujetadores que se abran para alimentar a la criatura.
La corsetera entraba y salía. Resuelta y comentando con juicio de experta lo que el espejo nos mostraba a las dos: una mujer joven, muy delgada, con un sujetador morado que le levantaba el pecho. La joven, en silencio, esperando el dictamen de la doctora del sostén. «Es caro», dijo estudiándome, «pero es que no es una prenda que vayas a ponerte todos los días. Es, digamos, para momentos especiales».
Cuando me quedé sola, ensayé algunas posturas, improvisé algunas frases que diría con aquel sujetador cuando tuviera la oportunidad de exhibirlo a la vista de alguien. Me senté en el taburete, entre las dos bolsas de la compra. Si el niño hubiera venido conmigo, se habría tirado en la moqueta y habría empezado a montar el submarino en el rincón, resignado a pasar allí media hora. «¿Te gusta, te gusta, el morado o el rojo?», le habría preguntado yo, y él habría contestado, mirando sólo un momento pero demostrando un gran criterio, «el morado».
El vestuario no tenía ventilación y sentí que podía desvanecerme. Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra la pared. La dependienta llamó a la puerta, «¿todo bien?». ¿Cuánto tiempo hace, pensé, que no he echado un polvo? ¿Quince, veinte días? ¿Y Alberto? ¿Cuánto tiempo hará? Ayer mismo, imaginé. Era imposible no sentir una competencia insana con él. Quería ganarle en polvos, en amor, en mentiras.
—Ya, ya sé que no me arrepentiré; una vez que me gasto el dinero ya no le doy vueltas; sé disfrutar de lo que compro —le dije a la mercera.
—Así se habla —dijo ella—, viene tanta gente aquí que se lleva prendas con culpabilidad… ¿Por qué? No puedo entenderlo. Esto es lo más íntimo, lo que está más cerca de nuestro cuerpo —al decir «nuestro cuerpo» se llevó la mano al pecho. Me pareció incongruente: caído, desparramado de las axilas a la cintura, como si no tuviera dinero para predicar con el ejemplo, o como si la mercera sólo estuviese para contribuir a la felicidad ajena y no a la propia.
Mientras escuchaba las razones por las que gastar dinero en sostenes era una manera de aumentar el sosiego espiritual y la autoestima, vi pasar de vuelta a Paula, con el carro rebosante de verduras. Sentí una especie de golpe seco en la nuca que me aceleró el corazón. Ay, Dios mío, qué hora es. «No, no hace falta que me lo envuelvas, me lo llevo en la bolsa, no, que da igual, de verdad, me lo llevo aquí mismo, sí, con la comida, no importa, si son cinco minutos hasta casa, si vivo ahí mismo».
En vez de salir corriendo esperé dentro a que ella, Paula, desapareciera. El miedo infantil a llevarte una bronca de quien sabes que puede echártela porque te conoció de niña venció a la angustia que, de pronto, me producía esa situación. ¿Cuánto fui capaz de esperar? ¿Dos minutos, cinco? Cuando desapareció de mi vista, salí corriendo, sudando mucho antes de que la carrera hiciera efecto, sin apreciar el peso de las bolsas que cargaba en las manos. Bordeé la biblioteca, crucé la plaza y llegué al portal desesperada, como si de pronto me hubiera asaltado el miedo de no volver a verlo. Se me cayeron varias veces las llaves de las manos antes de conseguir abrir el portal y, viendo que el ascensor estaba ocupado, no esperé. Subí de dos en dos, de tres en tres, las escaleras. Llamé al timbre antes de meter la llave. Esperaba que él se levantara del sofá y me abriera. Esperaba su mano gordita sobre el pomo, mirándome maliciosamente con esa expresión tan querida: «No me fui contigo, pero sé que me has traído algo». Esos ojos que parecían decir, «me quieres aun cuando no me quieres». Pero no. Nadie abrió. En el salón no había nadie, la tele estaba apagada. Crucé el pasillo. Estaba loca, loca, mi mente encontraba consuelo en un pensamiento macabro: «Bueno, si le ha pasado algo me tiro por la ventana».
El rastro de una colonia familiar me hizo apoyarme contra la pared, las bolsas todavía en mis manos. Tragué saliva, sentí el sudor en el pecho y el corazón acelerado.
Me asomé al cuarto amarillo y los dos, padre e hijo, levantaron la cara para mirarme. Estaban sentados en el suelo, haciendo un puzzle de una escena de Tintín en el Tíbet. El padre tardó un momento en levantarse, como si su lentitud quisiera contener el reproche que iba a hacerme. Se sacudió los pantalones y empezó a salir del cuarto haciéndome a mí retroceder.
—¿Se puede saber dónde estabas?
—Comprando.
—¿Comprando? ¿Comprando qué? ¿Dejas solo a un niño de cuatro años y te vas a comprar?
—Sólo ha sido media hora.
—¿Media hora? De media hora, nada. Me llamó al trabajo. ¿Sabes cómo he venido? He venido loco, loco.
—No quiso venirse conmigo.
—¿Y tú haces lo que él dice?
—Se quedó viendo la tele, qué coño le podía pasar.
—De todo, podía haber pasado de todo, pero lo que pasó exactamente es que salió a esperarme a la escalera y con un golpe de viento se le cerró la puerta. Es decir, que durante unos quince minutos estuvo en la escalera, solo. ¿Y si hubiera decidido esperarme en la calle?
Fui a mi cuarto y me senté en la cama. Sentí escozor en las palmas de las manos por llevar las bolsas agarradas con una fuerza excesiva. Las solté. Me llevé las manos a la cara.
Por perdonarme, porque no tenía adónde ir o por las dos cosas, se quedó a comer. No hubo más comentarios sobre el asunto. En la mesa se respiraba una calma verdadera, casi hipnótica, la placidez que sienten los que, a pesar de su orgánica incompatibilidad, han generado un vínculo difícil de romper. Parecíamos cualquier familia en la comida del sábado.
—Sigue oliendo a gas por las noches —le dije—. Hay un escape, seguro. Es verano y ahora no importa dormir con las ventanas abiertas, pero aun así…
—Ya te dije que me ocuparía, hablé con mi tía y me aseguró que ya había llamado al técnico.
—¿Y qué?
—Dijo que vendría.
—¿Cuándo?
—Pues… esta semana. Ya sabes que ella se toma su tiempo —sus ojos se levantaron del plato y me miró—. ¿Me puedo servir un poco más, por favor?
El cambio de conversación fue tan brusco que por un momento no supe de qué me estaba hablando. Su voz sonó excesivamente educada, casi cariñosa. Yo trataba de adivinar sus intenciones: aunque ya no viviera en casa parecía querer estar con nosotros, con los dos, una mañana de sábado, sentado a esa mesa. Mientras se servía macarrones le miré. Había una falsa prudencia en sus modales y, sin embargo, se llenó el plato. Se llenó el plato. Le estudiaba cada gesto, cada movimiento. Nadie observa con más agudeza que el que desea ser querido. Es una atención parecida a la de los perros hacia el amo. Yo había desarrollado una pericia en captar sus notas falsas. Demasiada compostura, pensé con desesperanza.
Sospeché, supe más bien, que no había llamado a su tía, la casera, ni al técnico, que no los llamaría. La indiferencia era transparente. Al cabo de dos semanas, como solía ocurrir, yo destaparía el pequeño embuste, la mentira mezquina de tan pequeña, innecesaria; le diría, «¿Por qué te empeñas en prometer cosas que no vas a cumplir y en asegurar que has hecho cosas que no has hecho?». Él pondría ese gesto que yo tan bien conocía, el de un ser derrotado por sí mismo, prisionero de su carácter, y yo, sin querer admitir lo evidente, que se trataba de una estrategia, y temiendo perderlo del todo, mantendría a raya la agresividad que estaba ahí, contenida, mordiéndome en el fondo del estómago, o la dignidad, que a veces es lo mismo. Le diría, «Bueno, qué importa, al fin y al cabo era yo quien tenía que haberme ocupado de eso desde un principio, vamos a olvidarlo, es una bobada». Y los dos haríamos lo necesario por borrar el incidente de la conversación, aunque por tratarse de una mentira tan banal, yo luego la analizaría, una vez y otra, y la perdonaría menos que una de esas grandes mentiras que, al fin y al cabo, tienen una razón de ser. La mentira grave, esencial, puede producirse por respeto, por miedo o por cariño a la persona a la que se le cuenta, pero las pequeñas mentiras, esas que se suceden unas a otras, que se amontonan como las cagadas de paloma, son las que acaban definiendo al mentiroso, que miente y olvida, miente y olvida.
Al terminar, me quedé fregando los cacharros. Me gustaba estar sola en la cocina y escucharlos a ellos dos en el salón, hablando, jugando, sin tenerlos presentes pero con el sonido de sus palabras de fondo. Así podía imaginar con más verosimilitud que aquello podía ser cierto y duradero. De pronto, sentí la mano del niño en mi pierna. Su carácter ecuánime, destinado a no ofender, aun a costa de ocultar cualesquiera que fueran sus verdaderos deseos, le hacía estar alerta siempre ante un posible desequilibrio en su entrega de cariño. Eso es lo que le debió llevar a la cocina, eso y la sospecha de que su madre le guardaba un pequeño y miserable rencor, un rencor no propio de las madres pero tan habitual en ellas. El niño sabía que nunca escucharía de los labios de la madre frases de claro reproche: «¿Para qué tuviste que llamarlo esta mañana? ¿Qué va a pensar él ahora de mí? ¿Crees que podrá quererme después de esto? ¿Lo has hecho para que no me quiera?». No, yo nunca le diría eso porque ninguna madre se permite a sí misma actuar frontalmente. El resentimiento o la rabia están tan censurados que jamás hubiera reconocido ante nadie albergarlos; pero ahí estaba mi silencio hacendoso y elocuente, tan eficaz o más que las palabras, un silencio que siguió el mismo camino (de la cocina al salón) que hubiera recorrido la voz para llegar, si no a sus oídos, a su mismo corazón.
El niño sintió mi enfado sordo tan nítidamente que no dudó en dejar a su padre solo, absorto en la película que acababa de comenzar, para ir a la cocina y acariciarme la pierna, la pierna de esa madre a la que había dado permiso, como alguna otra mañana de sábado, para ir sola a la compra, porque no había nada mejor en este mundo que quedarse tumbado en calzoncillos viendo La bola de cristal.
El problema es que aquel día el programa debió de terminar antes de lo previsto y al rato, harto ya de los puzzles y sabiendo que tenía prohibido tocar cualquier aparato eléctrico de la casa —después del día en que se llevó la plancha a su habitación para alisarse el dorso de su mano—, el niño, muy aburrido, llamó al padre. El padre preguntó que cuánto tiempo llevaba la madre fuera de casa y el niño, para el cual el tiempo era una masa informe que se alargaba y se estrechaba conforme a su nivel de aburrimiento, le dijo que una hora o más. No tenía intención de alarmarle pero, al fin y al cabo, se alegró de que el padre le dijera, «Espera, no te muevas, que voy para allá. No te muevas», dijo el padre, y el niño se propuso obedecer la orden. Se sentó en el sofá. Luego se tumbó en el suelo. Qué difícil era esperar. Cuando se esperaba a alguien que te había dicho «No te muevas, que voy para allá», uno no podía concentrarse ni aun leyendo ese libro que siempre le emocionaba, Tintín en el Tíbet, sobre todo en aquel momento crucial en el que Tintín le tiene que decir adiós para siempre al Abominable Hombre de las Nieves, y el Abominable se quedaba para siempre solo en sus montañas. Además, sabía el niño que si leía el libro sin estar su madre lloraría sin tener a nadie en quien encontrar consuelo. Su madre se lo había escondido durante un tiempo, pero como hacía dos semanas que no tenía pesadillas había vuelto a colocarlo en la estantería. Y ahora que lo tenía a mano no le apetecía leerlo. Él nunca lloraba estando solo. Nunca, para qué.
Aburrido, se metió como tantas otras veces debajo de la mesa baja que había delante del sofá e imaginó que era un faraón dentro de un sarcófago. Se estuvo muy quieto durante unos segundos y luego, harto de ser un faraón muerto, pensó que lo mejor sería esperar a su padre en la escalera. Menuda sorpresa. Cuando abriera el ascensor ahí estaría él, en los escalones, como si tal cosa. Le daba la risa sólo de pensar en su gran capacidad para sorprender. Salió y se sentó en el quinto escalón, que es el que quedaba a la vista del que salía del ascensor situado en la entreplanta. Pero nada más sentarse hubo un golpe de viento que cerró la puerta de un golpe, dándole un susto de muerte que le provocó un ¡ay! que viajó por el hueco de la escalera. Pensó en los insultos que hubieran salido de la boca del capitán Haddock: filibustero, troglodita, tonto de capirote, cromagnon, cretino de los Alpes, cochino, diplomado, gaznápiro, cabeza de mula, borrico, macrocéfalo, hidrocarburo, filibustero, rizópodo… Todas esas palabras impronunciables, mezcladas unas con otras en su recuerdo, pero prometedoras siempre de la felicidad porque se correspondían con los ratos en que su madre se sentaba con él a leerle un álbum. Los insultos del capitán sonaban tan tremendos en su boca que a él se le sacudía el cuerpo entero de la risa. Pero luego era incapaz de reproducirlos. Ningún ser humano podía hablar como Haddock.
Pensó en llamar a casa de Nicolás, el del 6.° izquierda, pero su madre no le deja molestar al vecino, porque el vecino es cojísimo y lleva un alza en el zapato y un día él le pidió que si le dejaba andar un rato con el alza y dice su madre que a las personas, si son cojas, no les sienta bien que les andes pidiendo el alza. No le dejaba molestar, ni llorar, ni jugar con los aparatos eléctricos. No le dejaba ponerse el casete encima del váter cuando se baña porque dice que hay millones de niños a los que se les cayó el aparato en el baño y murieron electrocutados.
Ahora sí que se aburría porque en una escalera no se puede hacer nada de nada a no ser que la subas o la bajes. Bajó hasta el quinto y volvió a subir varias veces. Si hubiera podido viajar en el ascensor hubiera esperado a su padre en la calle, pero su madre no le dejaba bajar en el ascensor (aunque llega al botón del Bajo) porque le contó el cuento basado en una historia real del niño de una compañera suya de la radio que tenía un ascensor como éste, sin puerta interior de seguridad, y ese niño, al que le gustaba toquetearlo todo (como a Gabi), metió el brazo por la rendija cuando el ascensor estaba en marcha y el brazo se le quedó atrapado y colgando de sólo un tendón del hombro y luego en el quirófano se lo tuvieron que coser vena a vena. Doce horas de intervención con veinte médicos. Así que ahora cuando Gabi se monta en el ascensor se acurruca en el rincón y cierra los ojos para no ver la ranura.
Al fin, cuando oyó que el ascensor había parado en el sexto, subió las escaleras corriendo desde el cuarto. Su padre, desconcertado, le dijo, «Pero ¿qué haces tú aquí?». Y él le dijo que la puerta se había cerrado. Y el padre, muy nervioso, «¿Y tu madre?». Y el niño le dijo, «Aún no ha llegado». Y fue entonces cuando el padre soltó, «Joder, esta tía es acojonante», que eran palabras como las del capitán Haddock aunque por alguna razón no tenían ni la mitad de gracia. Se sacó las llaves del bolsillo como si estuviera pero que de muy mala leche, y el niño pensó, igual me la cargo, igual mi madre piensa que me he chivado, pero como se pusieron enseguida a hacer el puzzle en el despacho amarillo ese pensamiento de alarma desapareció de su mente.
Cuando acabé de fregar los platos, el niño musical, mi pareja de baile, me tomó de la mano y me arrastró al despacho amarillo. Colocó una cinta en el casete. La rebobinó entera. Pulsó el play con la determinación de quien ha tomado una decisión meditada y comenzó a sonar la canción de Pinocho, When You Wish Upon a Star, preámbulo de la felicidad de tantas infancias, de la suya, de la mía. Vino hacia mí. «En brazos», me dijo. No era una petición sino una exigencia. «Quiéreme», era lo que en realidad estaba diciendo. Lo subí en brazos, y como tantas veces en que buscaba mi abrazo y el de la música, dejó caer su cabeza sobre mi hombro.
Si aquella mañana llamó a su padre por miedo o simplemente por provocar un encuentro, no lo sé. El episodio ha quedado voluntariamente perdido en ese catálogo de anécdotas familiares que los padres ordenamos a nuestro antojo para modificar el pasado o para hacernos perdonar. Mientras yo le susurraba la canción al oído, noté que su peso se relajaba en mis brazos.
When you wish upon a star
Makes no difference who you are
Anything your heart desires
Will come to you.
If your heart is in your dreams,
No request is too extreme,
When you wish upon a star
As dreamers do[2].
El padre, acodado en la puerta, nos estaba mirando. Yo sabía que hubiera querido decir algo a la altura de lo que sentía, una ternura que le consolaba de toda la desolación de su nueva vida en una calle miserable del centro y de su indecisión permanente, de las pequeñas mentiras compulsivas. Pero no supo o no quiso decir nada. Hizo, eso sí, algún comentario previsible sobre la canción. Ah, las personas siempre tan fieles a lo que esperamos de ellas. «¿Y qué importa que sea cursi?», le dije yo, «a él le gusta». Tenía que haber añadido: «A él le gusta porque a mí me gusta». Miré la cara del niño para buscar su aprobación pero se me había quedado dormido.
Me desperté sintiendo el peso de su mirada. Estaba al borde de la cama, observándonos. No decía nada, sólo nos miraba, tratando seguramente de comprender lo que veía, su padre y su madre durmiendo juntos la siesta, algo que sucedía algunas veces y que luego dejaba de suceder durante tanto tiempo que no conseguía acostumbrarse del todo a la escena. Había algo de reprobación en su gesto, la del niño que ya se ha acostumbrado a manejarse como pez en el agua en dos vidas ajenas, en compartimentos estancos, y que entiende el amor entre sus padres como una amenaza. Tal vez fuera la misma reprobación que yo sentí aquella noche de mis diez años, cuando me levanté al baño y escuché a mis padres hablar en la oscuridad. Me quedé quieta, tras su puerta, queriendo espiarles en esa intimidad que yo era incapaz de aceptar y que algunas veces me llevaba a llamar tozudamente a la puerta de su dormitorio, cerrada con llave.
«Yo también te quiero», decía mi madre aquella noche, «pero a veces eres tan bruto que». La frase ha traspasado los años, los filtros de la memoria, las escenas inasumibles que se sucedieron luego, cuando era una pobre enferma, y se ha quedado ahí, la frase, latiendo, venciendo al tiempo: «Yo también te quiero». En aquel momento supuso una revelación. La mera idea de que mis padres se quisieran como hombre y mujer, no sólo como padres, que se dijeran «te quiero», me producía una honda vergüenza. Era algo que yo no había oído salvo en esas películas que mi padre, incapaz de soportar un momento de sentimentalismo, apagaba en cuanto los protagonistas iban a besarse. Qué viaje más largo ha hecho esa frase en el tiempo, de ser vergonzante a ser mi tesoro: frase inacabada o acabada de una manera que yo no supe interpretar, ha vuelto muchas veces a mi memoria teniendo un efecto balsámico sobre esos otros recuerdos de la vida familiar que voluntariamente me callo y trato de olvidar.
El niño nos miraba. Se había despertado donde yo lo había dejado, en el sofá, y, desorientado, fue a mi habitación a buscarme. No debía de saber, probablemente, qué hora era, ni si aquello era la mañana o la tarde, de tan profundo como era su sueño de la siesta. Nos miraba. Nos observaba con curiosidad y recelo. Le acaricié la marca que le había dejado el cojín en la cara, una hendidura que le cruzaba el párpado. Estaba a punto de acostarlo conmigo, arrebujarlo unos minutos más como tantas veces para quitarle el mal humor del sueño de la tarde, pero su padre se despertó y se levantó a toda prisa, molesto porque se hubiera producido esa situación, como si hubiera sido pillado en falta.
—Venga, prepara tu mochila, que nos vamos.
El niño fue corriendo a por la bolsa que contenía sus dos vidas y en la que él mismo se había adiestrado en meter lo necesario para sus dos noches fuera: dos mudas, el cepillo de dientes, una camiseta, palos, piedras, dinosaurios y talismanes cuyo significado sólo él conocía. A veces, precozmente hipocondríaco, iba al armario y cogía el jarabe que estaba tomando en ese momento. A los pocos minutos estaban los dos en la puerta. El niño copiando del padre un gesto de forzada melancolía, que desaparecería en cuanto supusiera que estaba fuera del alcance de mi mirada. Alberto me fue a dar un beso. Yo le di la mejilla pero él me buscó los labios. «Ya hablaremos», dijo. Dijo eso porque pensó que era lo que yo esperaba escuchar. «Hablaremos», esa palabra en un tiempo verbal que contenía posibilidades de esperanza. Se tocó la barbilla, estudiando la manera de decirme algo que le costaba.
—¿Por qué no compras otro canario?
—¿Otro canario?
—Puede sonar un poco cruel, pero el pajarito te avisaría, como te avisó éste, de un escape de gas.
—Muriéndose, quieres decir.
—Bueno…, sí. Yo me quedaría más tranquilo.
—¿No dijiste que vendría el técnico?
—Ya, pero entre tanto…
—Entre tanto qué, ¿compro otro canario para que certifique que, efectivamente, hay un escape?
Cerré la puerta. Me quedé de pie, con la mano en el pomo. Esperando. Supe que el niño habría olvidado algo, como siempre, que volvería a llamar. Llamó.
—Se me olvidó la gorra.
—Puedes ir perfectamente sin gorra, ¿qué falta te hace la gorra?
—No, no puedo ir sin gorra.
Fue hacia su habitación, tozudo. Fiel a esas manías que yo había contribuido tanto a crear. La gorra. Ésa y todas las gorras que le taparon la cabeza rapada por los ingresos continuos en el hospital en sus dos primeros años de vida. Yo se la ponía entonces para eludir preguntas sobre el hospital y ahora a él le resultaba imposible prescindir de la gorra. Salió de su cuarto con ella puesta. La de cuadros, como los pantalones.
—Ésta es la que pega, ¿verdad?
Me puse en cuclillas para abrazarle.
—A lo mejor un día igual te puedes venir con nosotros —dijo.
—Sé bueno, cara de mono.
—Sé buena tú, cara de mona.
—¡Venga, que llegamos tarde! —dijo Alberto desde el ascensor.
La voz del padre sonó alegre e impaciente. Parecía haber olvidado, tan rápido como se bajan siete escalones, que estaba yo ahí, detrás de la puerta. Ni rastro había de ese tono culpable con el que me confundía en las despedidas y me hacía pensar que teníamos una conversación pendiente que habría de cambiarlo todo. «El lunes te llamo», había dicho, «y hablamos de todo esto». De todo esto. Siete escalones para olvidar su promesa. Su voz no consciente, no controlada por el papel que él creía que debía representar ante mí, era la de un hombre lleno de proyectos para aquella misma tarde, para el domingo, para su vida entera.
Me asomé a la ventana. El niño de la gorra a cuadros, diminuto, esperó a que su padre levantara el seguro del coche y se subió en el asiento de atrás. Primero se sentaría, queriendo actuar con la corrección de un niño formal, obediente con las indicaciones que tantas veces se le daban, pero poco a poco se iría levantando para colocarse entre los dos asientos, cuyo lado derecho, ahora vacío, ocuparía ella, que ya estaba esperándoles en una calle del centro. Impaciente, no muy segura aún de las promesas de él, ajena, por vivir en la etapa inmediatamente anterior a los móviles, al siempre traumático ajetreo de sus idas y venidas, queriendo ignorar algunas de esas mentiras, pequeñas, pero precisamente por eso más dolorosas, con las que él intentaba ocultar su enfermiza indecisión. O puede que no se tratara de indecisión sino de algo que ni ella ni yo, que ahora los veía subir al coche desde la ventana, nos habíamos planteado en esta lucha sorda: la posibilidad de que por una vez en su vida él se viera como objeto de disputa y estuviera saboreando el momento como lo que habría de ser, irrepetible.
Ella habría visto minada parte de la seguridad que otorga el haber sido la elegida y sería capaz de estar esperándolo hasta que el rojo del cielo se volviera violeta en esa esquina de Gran Vía con Hortaleza. Todos los coches blancos parecerían el suyo. No relajaría su sonrisa esperando reconocer de pronto en cualquiera de ellos el gesto de su mano diciéndole que entrara, y la cara del niño mirándola tras el cristal. El niño le daría dos besos, dócil, confiado. Ella aún no sabía calibrar lo afortunada que era. En realidad, nunca sabría lo que los hijos ajenos pueden minar un amor que comienza, porque aquel niño asumía su presencia sin rechazo, con una especie de enigmática resignación, como si fuera ya el adolescente que un día le diría a su madre, diez años después, en un tono que ella no sabría interpretar, que no deseaba otra infancia que la que le había tocado en suerte.
Ahí estaban aún, bajo mi mirada desde un sexto piso, padre e hijo. Cada uno de ellos interpretando con naturalidad el nuevo papel de su vida, ajenos ya a esa representación, ahora pienso que forzada, a la que se aplicaban cuando estábamos los tres juntos. Siendo otros. El coche salió de la plaza.
Una corriente de aire cerró la puerta que había dejado abierta. Fui hacia el despacho amarillo y allí encontré, bajo un cojín, la bolsa en la que estaban el submarino del kiosco azul que había olvidado darle y el conjunto de bragas y sujetador. Me desnudé, me puse las bragas y el sujetador morados. Las ventanas de un lado y otro del piso estaban abiertas y corría un flujo de aire revitalizante. Quité la toalla de la ventana de mi cuarto, que daba al este, para dejar que la casa se llenara de la luz violeta. Me encendí un cigarro y paseé por las habitaciones, con la incertidumbre de no saber qué era lo que venía a continuación. Esperaba una llamada. Bah, quién sabe. Mejor no ilusionarse. Antes tenía que dejar escrito un guión para el lunes si no quería acostarme el domingo con ansiedad. Me puse a la máquina. Escribir diálogos era mi consuelo. De pronto, unos seres fantasmales, aún inexistentes, sin nombre y casi sin personalidad, hablaban en mi cabeza, como si mis oídos hubieran sido capaces de almacenar conversaciones escuchadas aquí y allá, en la calle, y ahora volvieran a mí, en el mismo momento en que pulsaba las teclas de mi pequeña Olivetti. Siempre sucedía igual. Primero era el desánimo y luego la euforia, la risa incluso. El consuelo del trabajo.
Años después, organizando la librería de mi nueva casa en Madrid, encontré un folio envejecido y prensado entre las páginas de un libro que debía de estar leyendo por entonces, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, de Raymond Carver. Había una frase escrita a máquina:
«Sé sincero por una vez: para ti no valgo más que ese canario que he tirado a la basura».
La frase llevaba doce años oculta allí, conservada como una flor seca, intactos su dolor y su patetismo. La tipografía, el bajorrelieve provocado por el golpe fuerte de la letra de plomo contra la hoja, le conferían un aire de objeto de vitrina.
Cuando la leí me recordé en aquella tarde de sábado, ante la máquina, vestida tan sólo con unas bragas y un sujetador morados, consciente de que jamás se debería hacer el amor cuando el amor hace daño.
Me vino a la boca un sabor metálico. Y rompí la hoja.