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Una revolución y tres guerras: 1908-1913
Entre los años 1908 y 1913, el imperio otomano hubo de hacer frente a graves amenazas internas y externas. Tras la Revolución de los Jóvenes Turcos de 1908, las instituciones políticas del imperio, abrumadas por el peso de los siglos, quedaron sometidas a una tensión superior a todas las padecidas anteriormente. Los reformistas del interior se afanaron en lograr que el imperio cruzara los umbrales del siglo XX. Las potencias imperiales europeas y los estados balcánicos de reciente irrupción en la escena política declararon la guerra a los turcos en su afán de hacerse con nuevos territorios otomanos. Los activistas armenios y árabes intentaron que el debilitado estado turco les concediera una mayor autonomía. Estas cuestiones, que habrían de acaparar las prioridades de la Sublime Puerta a lo largo de los años inmediatamente anteriores a la primera guerra mundial, sentarían asimismo las bases de la Gran Guerra otomana.
El 23 de julio de 1908, el sultán Abdul Hamid II, ya entrado en años, reunía en un gabinete de crisis a los miembros de su gobierno. El autocrático monarca se enfrentaba a la mayor amenaza interna que se hubiera cernido jamás sobre su reino en las más de tres décadas que llevaba ocupando el trono. El ejército otomano de Macedonia —esto es, de la volátil región balcánica que se halla actualmente a caballo entre los estados de Grecia, Bulgaria y Macedonia— se había sublevado y exigía la restauración de la constitución de 1876 y la recuperación del gobierno parlamentario. El sultán conocía la letra de la constitución mejor que sus adversarios. Una de las primeras medidas que había adoptado al elevarse al trono otomano en el año 1876 había consistido en promulgar la constitución, presentándola como la culminación de un período de cuatro décadas de reformas promovidas desde las instancias gubernamentales al que se conocía con el nombre de Tanzimat. En esa época se había tenido al soberano por un reformista ilustrado. Sin embargo, la experiencia de gobernar el imperio otomano había encallecido a Abdul Hamid, haciéndole abandonar su talante reformador para convertirse en un absolutista.
La raíz del absolutismo de Abdul Hamid se remonta a la serie de crisis que el joven sultán hubo de encarar en los comienzos mismos de su reinado. El imperio que había heredado de sus predecesores se hallaba en total desorden. En 1875 las arcas otomanas se habían declarado en bancarrota y sus acreedores europeos no tardaron en imponer sanciones económicas al gobierno del sultán. En 1876, los otomanos hubieron de hacer frente a la creciente hostilidad de la opinión pública europea, dado que la prensa occidental había estigmatizado la violenta supresión de los separatistas búlgaros al hablar de los «horrores búlgaros». El líder liberal William Gladstone dio en encabezar la condena británica de la conducta turca, y por si fuera poco se estaba gestando una guerra con Rusia. La presión pasó factura a los gobernantes del imperio. Un poderoso grupo de oficiales reformistas depuso al sultán Abdulaziz I (cuyo reinado se extiende desde el año 1861 al 1876), monarca que, menos de una semana después, sería hallado muerto en sus aposentos con las venas de la muñeca seccionadas, en lo que parecía haber sido un suicidio. Su sucesor, Murat V, se vino abajo solo tres meses después de haber accedido al trono, tras sufrir una grave depresión nerviosa. Este es el poco propicio telón de fondo sobre el que vendría a recortarse el ascenso al poder del joven Abdul Hamid II, que contaba treinta y tres años el 31 de agosto de 1876, fecha de su entronización.
Los poderosos ministros del gabinete presionaron al nuevo sultán, obligándole a presentar una constitución liberal y a instaurar un parlamento electo integrado por musulmanes, cristianos y judíos, considerando que dichas medidas evitarían que los europeos continuaran interviniendo en los asuntos internos otomanos. Si Abdul Hamid accedió a las demandas de los reformistas de su gobierno fue más por pragmatismo que por convicción. El 23 de diciembre de 1876 promulgaba la constitución otomana y el 19 de marzo de 1877 declaraba abierta la primera sesión del parlamento electo otomano. Sin embargo, transcurrido poco más de un mes de esa primera reunión parlamentaria, el imperio se enzarzaba en una devastadora guerra con Rusia.
El imperio ruso se consideraba a sí mismo el sucesor de Bizancio y la cabeza espiritual de la Iglesia ortodoxa. También Rusia abrigaba intenciones expansionistas. Anhelaba hacerse con Estambul, la capital otomana, que hasta el año 1453 había sido el centro de la cristiandad ortodoxa y operado como capital bizantina con el nombre de Constantinopla. Sus miras iban más allá de una mera ambición cultural. Una vez se apoderaran de Estambul, los rusos tendrían el control de los geoestratégicos estrechos del Bósforo y los Dardanelos, permitiendo que los puertos rusos del Mar Negro tuvieran acceso al Mediterráneo. Sin embargo, a lo largo de todo el siglo XIX, los vecinos europeos de Rusia habían considerado muy conveniente mantener a la flota del zar confinada en el Mar Negro, aceptando preservar por ello la integridad territorial del imperio otomano. Al ver frustradas sus aspiraciones de ocupar Estambul y los estrechos, los rusos decidieron explotar en su beneficio el empuje de los movimientos nacionalistas balcánicos que trataban de independizarse de la dominación otomana. Esta estrategia no solo les permitía intervenir en los asuntos otomanos sino avanzar en la consecución de sus metas territoriales mediante la periódica promoción de una serie de guerras con los otomanos. A finales del año 1876, el surgimiento de disturbios en Serbia y Bulgaria proporcionó a Rusia la oportunidad de librar una nueva guerra expansionista. En abril de 1877, y tras asegurarse de que Austria iba a permanecer neutral y conseguir que Rumanía permitiera que las fuerzas rusas cruzaran su territorio, Rusia declaraba la guerra a los otomanos.
Las fuerzas del zar conquistaron rápidamente nuevos territorios otomanos en los Balcanes y también, con un ataque por el Cáucaso, en la Anatolia oriental, laminando en su arrollador avance en dos frentes a los campesinos turcos y musulmanes. La embestida rusa provocó una indignación pública en los dominios otomanos. El sultán Abdul Hamid II utilizó su prestigio en el mundo islámico para obtener el apoyo popular en la guerra contra Rusia. Esgrimió el Sagrado Estandarte del profeta Mahoma, que obraba en poder de los otomanos desde que el imperio ocupara las tierras árabes en el siglo XVI, y declaró la yihad, o guerra santa, a los rusos. El pueblo otomano cerró filas tras el sultán, convertido en campeón marcial, presentándose voluntariamente para el servicio militar y contribuyendo económicamente al esfuerzo bélico, de modo que las fuerzas armadas se las arreglaron para detener el avance de los rusos en territorio otomano.
Pese a que Abdul Hamid se había ganado el apoyo del pueblo en el empeño bélico, lo cierto es que algunos de los miembros del parlamento empezaron a mostrarse cada vez más críticos con el modo en que el gobierno estaba manejando la situación. A finales de 1877, a pesar de la yihad del sultán, los rusos lograron reanudar su progresión, llegando a las puertas de Estambul, la capital otomana, en los últimos días de enero de 1878. En febrero, el sultán llamó a consultas a los parlamentarios, convocándolos para debatir acerca del mejor modo de dirigir la guerra. Uno de los miembros del parlamento, que era también el jefe del gremio de panaderos, reprendió al sultán diciéndole: «Es demasiado tarde para solicitar nuestra opinión. Debería habernos consultado cuando todavía resultaba posible evitar el desastre. La cámara declina toda responsabilidad en una situación en cuya génesis no ha tenido nada que ver». Al parecer, la intervención del panadero convenció al sultán de que el parlamento contribuía más a obstaculizar la causa nacional que a promoverla. Al día siguiente, Abdul Hamid disolvió el parlamento y puso bajo arresto domiciliario a varios de los parlamentarios más críticos. De este modo, suspendida la constitución y disuelto el parlamento, Abdul Hamid comenzó a controlar de forma directa las cuestiones de estado. No obstante, llegadas las cosas a este punto, la situación militar se había vuelto irremediable, de modo que en enero de 1878 el joven sultán se vio obligado a aceptar un armisticio al tener a las fuerzas rusas a las puertas de su capital.[1]
Una de las consecuencias de la derrota ante Rusia de 1878 fue que los otomanos hubieron de sufrir unas tremendas pérdidas territoriales al firmar el tratado de paz acordado en el Congreso de Berlín (celebrado entre los meses de junio y julio de ese año). Con Alemania como país anfitrión, y con la asistencia de las potencias europeas —Gran Bretaña, Francia, Austria-Hungría e Italia—, el congreso no se limitaría a tratar de resolver la guerra ruso-turca, sino también los numerosos conflictos de los Balcanes. De acuerdo con los términos establecidos en el Tratado de Berlín, los otomanos se veían obligados a renunciar a las dos quintas partes del territorio del imperio y a un quinto de su población de los Balcanes y la Anatolia oriental. Entre los territorios entregados figuraban tres provincias de la región caucásica de la Anatolia oriental —las de Kars, Ardahan y Batumi— llamadas a convertirse en la Alsacia-Lorena de los otomanos, es decir, en un núcleo territorial turco-musulmán que no podían resignarse a perder.
Además de los territorios cedidos por el Tratado de Berlín, los otomanos también habrían de encajar la pérdida de más regiones, debiendo entregárselas en esta ocasión a las potencias europeas. En 1878, Gran Bretaña consiguió convertir a Chipre en una colonia, mientras Francia ocupaba Túnez en 1881. Además, tras intervenir en la crisis egipcia de 1882, Inglaterra impuso a esa provincia otomana autónoma la férula colonial. Todas estas pérdidas debieron de convencer al sultán Abdul Hamid II de que si quería impedir nuevos desmembramientos a manos de las ambiciosas potencias europeas no le quedaba más remedio que regir el imperio otomano con mano de hierro. Ha de atribuírsele así el mérito de haber impedido una ulterior disgregación de los dominios otomanos entre los años 1882 y 1908. Sin embargo, si la integridad territorial del estado se conservó fue a expensas de los derechos políticos de sus ciudadanos.
El carácter autocrático de la gobernación de Abdul Hamid terminaría dando lugar al surgimiento de un movimiento de oposición crecientemente organizado. El partido de los Jóvenes Turcos era una coalición de formaciones políticas dispares unidas por el común objetivo de acotar el absolutismo de Abdul Hamid, restaurar el gobierno constitucional y recuperar la democracia parlamentaria. Uno de los partidos más destacados de cuantos se agrupaban bajo el paraguas de los Jóvenes Turcos era el del Comité para la Unión y el Progreso, o CUP, una sociedad secreta integrada por civiles y militares que había sido fundada a principios de la década de 1900. Pese a que el CUP tenía ramificaciones en todas las regiones del imperio otomano —en los territorios árabes, en las provincias turcas y en los Balcanes—, la mayor represión a que hubo de enfrentarse dicho movimiento se produjo en las provincias turcas y árabes. En 1908, el centro de operaciones del CUP se encontraba por tanto en las posesiones que todavía conservaban los otomanos en los Balcanes, esto es, en Albania, en Macedonia y en Tracia.[2]
En junio de 1908, los espías que trabajaban para el sultán descubrieron la existencia de una célula del CUP en el tercer ejército otomano de Macedonia. Enfrentados al inminente riesgo de un consejo de guerra, los militares decidieron pasar a la acción. El 3 de julio de 1908, uno de los líderes de la célula del CUP, el oficial de campo Ahmed Niyazi, se rebeló, poniéndose al frente de doscientos soldados y civiles bien armados y exigiendo que el sultán restaurase la constitución de 1876. Todos ellos estaban firmemente convencidos de que iban a morir en el empeño. Sin embargo, los rebeldes sintonizaron con el estado de ánimo de la opinión pública y su movimiento comenzó a adquirir fuerza al ir obteniendo paulatinamente el apoyo de la población en general. En Macedonia hubo ciudades que se alzaron en bloque, rebelándose y declarándose partidarias de la constitución. Un oficial de los Jóvenes Turcos, el comandante Ismail Enver —cuya fama posterior determinaría que se le conociera simplemente como Enver—, proclamó la constitución en las poblaciones macedonias de Köprülü y Tikveş, y fue aclamado por la multitud. El tercer ejército otomano amenazó con marchar sobre Estambul para imponer la constitución en la capital del imperio.
Tres semanas más tarde, el movimiento revolucionario había adquirido tales dimensiones que el sultán se vio en la imposibilidad de contar con la lealtad de su ejército para contener el levantamiento de Macedonia. Esta fue la emergencia que obligó al sultán a convocar a los miembros de su gabinete el 23 de julio de 1908. La reunión tuvo lugar en el palacio de Yildiz, encaramado a una colina que domina el estrecho del Bósforo desde el lado europeo de Estambul. Intimidados por el sultán, que por entonces contaba sesenta y cinco años, los ministros no se atrevieron a plantear la crucial pregunta de si debía restaurarse o no el régimen constitucional. Dedicaron horas a deliberar más sobre la atribución de responsabilidades que a abordar las cuestiones vinculadas con la ineludible solución de la crisis.
Tras pasarse un día entero escuchando las tergiversaciones de sus ministros, Abdul Hamid dio por zanjada la discusión. «Nadaré a favor de la corriente», anunció al gabinete. «En su día, la constitución se vio promulgada bajo mi reinado. Fui yo quien la estableció. Razones de necesidad me forzaron a suspenderla. Ahora deseo que los ministros preparen una proclamación» destinada a restaurar la constitución. Los aliviados ministros se pusieron inmediatamente manos a la obra siguiendo las instrucciones del sultán y comenzaron a enviar telegramas a todas las provincias del imperio con el fin de anunciar el despertar de un segundo período constitucional. Debido al éxito obtenido al obligar al sultán a restaurar la constitución, se atribuyó a los Jóvenes Turcos el mérito de haber liderado una revolución.[3]
Hubo de pasar algún tiempo antes de que empezara a comprenderse la relevancia de los acontecimientos. Los periódicos refirieron los hechos sin grandes titulares ni comentarios específicos: «Por orden de su majestad imperial, el parlamento ha vuelto a reunirse de acuerdo con los términos establecidos en la constitución». El hecho de que la opinión pública tardara veinticuatro horas cumplidas en reaccionar a la noticia podría no ser sino un reflejo de otra circunstancia: la de que fueran muy pocas las personas dispuestas a tomarse la molestia de leer la prensa otomana, sujeta a una férrea censura. El 24 de julio, la multitud se congregaba tanto en los espacios públicos de Estambul como en las poblaciones de provincias y las ciudades del conjunto del imperio para festejar el retorno del sistema constitucional. El comandante Enver tomó un tren en dirección a Salónica (en lo que hoy es Grecia), centro neurálgico del movimiento de los Jóvenes Turcos, siendo allí vitoreado como «campeón de la libertad» por las masas exultantes. En el andén destinado a recibirle se encontraban sus colegas, el comandante Ahmed Cemal, inspector militar de los ferrocarriles otomanos, y Mehmet Talat, funcionario de correos. Ambos eran hombres que habían ido ascendiendo los peldaños jerárquicos del Comité para la Unión y el Progreso y que acabaron siendo conocidos, al igual que Enver, por sus respectivos apellidos: Cemal y Talat. «¡Enver!», gritaron, «eres el nuevo Napoleón».[4]
A lo largo de los días siguientes las calles de las ciudades se cubrieron de un festón de banderas rojiblancas engalanadas con el lema revolucionario: «justicia, igualdad y fraternidad». En las plazas de los pueblos de todo el imperio se fijaron fotos de Niyazi, Enver y otros «héroes libertadores» pertenecientes al ejército. Al mismo tiempo, los activistas políticos se dedicaban a pronunciar discursos públicos sobre las bendiciones de la constitución, compartiendo sus esperanzas y aspiraciones con el público en general.
Las ilusiones que vino a suscitar la revolución constitucional hicieron que todas las facciones de la plural población otomana se fusionaran en un temporal abrazo de patriotismo compartido. La sociedad otomana estaba integrada por una amplia variedad de grupos étnicos —turcos, albaneses, árabes y curdos— además de por un gran número de comunidades religiosas diferentes: la mayoría sunita y los musulmanes chiitas, más de una docena de confesiones cristianas distintas y un considerable conjunto de comunidades judías. Hasta el momento de la revolución constitucional, los anteriores esfuerzos realizados por el gobierno para promover una identidad nacional otomana se habían desplomado sobre el quebradizo suelo de esa diversidad. Así lo consignaría en un escrito uno de los activistas políticos de la época al señalar que los árabes «se abrazaban a los turcos de todo corazón, persuadidos de que en el estado no había ya ni árabes, ni turcos, ni armenios ni curdos, sino que todo el mundo se había transformado en otomano, con idénticos derechos y responsabilidades».[5]
Las festivas celebraciones de las recién recobradas libertades iban a quedar ennegrecidas por la perpetración de actos de represalia contra personas sospechosas de haber formado parte del aparato represivo de Abdul Hamid. Sometido al yugo del sultán, el imperio otomano había degenerado hasta convertirse en un estado policial. Los activistas políticos eran enviados a la cárcel y al exilio, los periódicos y revistas se hallaban sometidos a una fortísima censura, y los ciudadanos se veían obligados a mirar a su alrededor antes de decidirse a hablar, por temor a los omnipresentes espías que trabajaban para el gobierno. Muhammad Izzat Darwaza, nacido en el serrano pueblo palestino de Nablús, nos refiere la «explosión de rencor que se produjo en los primeros días de la revolución, un rencor dirigido contra aquellos funcionarios del gobierno, grandes y pequeños, conocidos por haber actuado como espías, por haber caído en la corrupción o por haber realizado actos de opresión».[6]
Con todo, para la mayoría de la gente, la Revolución de los Jóvenes Turcos supuso la inyección de una recién estrenada sensación de esperanza y libertad, hasta el punto de resultar poco menos que embriagadora. La alegría del momento quedaría reflejada en numerosos versos, ya que los poetas de todos los territorios árabes y turcos comenzaron a componer odas para ensalzar tanto a los Jóvenes Turcos como a su revolución.
Hoy gozamos de libertad gracias a ti.
Salimos por la mañana y regresamos por la noche sin angustia ni preocupación.
El hombre libre ha salido de la prisión en que fuera degradado,
y las amadas personas del exilio han regresado a la patria,
pues desaparecidos los espías no hay ya calumnias que temer
ni periódicos que dé grima tocar.
Por la noche no nos asaltan ya los sueños angustiosos,
y nos levantamos por la mañana sin espanto ni terror.[7]
Sin embargo, la revolución que tantas esperanzas había sabido suscitar no supo generar en último término sino desencanto.
Quienes habían acariciado expectativas de cambio político quedaron frustrados al comprobar que la revolución no era capaz de provocar una sola transformación de auténtico calado en el gobierno del imperio otomano. El Comité para la Unión y el Progreso decidió dejar en el trono al sultán Abdul Hamid II. El monarca había conseguido que se le atribuyera una cierta inclinación favorable a la restauración de la constitución, y además las masas otomanas le veneraban en su doble condición de sultán y califa, o guía espiritual, del mundo musulmán. En el año 1908, la destitución de Abdul Hamid habría dado a los Jóvenes Turcos más quebraderos de cabeza que ventajas. Además, los dirigentes del Comité para la Unión y el Progreso eran efectivamente un puñado de jóvenes Turcos. Se trataba en la mayoría de los casos de oficiales de escasa antigüedad en el servicio y de burócratas próximos a la treintena que carecían del aplomo necesario para asir el poder con sus propias manos. Optaron, en cambio, por dejar el ejercicio del gobierno al gran visir (o primer ministro) Said Pachá y su gabinete, asumiendo ellos mismos el papel de un comité supervisor destinado a asegurarse de que tanto el sultán como su gobierno se ceñían a los principios constitucionales.
Si los ciudadanos otomanos habían dado en creer que la constitución estaba llamada a resolver sus problemas económicos, lo cierto es que no iban a tardar en quedar desencantados. La inestabilidad política provocada por la revolución vino a socavar la confianza en la divisa turca. En los meses de agosto y septiembre de 1908, la inflación se disparó hasta alcanzar el 20 %, sometiendo a una fuerte presión a la clase obrera. Los trabajadores otomanos organizaron manifestaciones para exigir una mejora de sus salarios y condiciones laborales, pero la situación de la hacienda pública no le permitía atender las legítimas demandas de los asalariados otomanos. En el transcurso de los seis primeros meses desde el inicio de la revolución los activistas laborales pusieron en marcha más de cien huelgas, circunstancia que no solo iba a dar lugar a la promulgación de unas leyes más severas sino que induciría al gobierno a adoptar medidas muy duras contra los trabajadores.[8]
Una de las cuestiones cruciales en este proceso fue la vinculada con el hecho de que todos aquellos que habían creído que la recuperación de la democracia parlamentaria iba a permitir que el país se granjease el respaldo de Europa, así como el respeto de la integridad territorial del imperio otomano, iban a sufrir una gran humillación. Los vecinos europeos de Turquía aprovecharon la inestabilidad que se había generado a raíz de la Revolución de los Jóvenes Turcos para anexionarse nuevos territorios otomanos. El 5 de octubre de 1908, Bulgaria, que había sido hasta entonces una provincia otomana, declaró su independencia. Al día siguiente, el imperio austríaco de los Habsburgo anunciaba la anexión de las provincias otomanas autónomas de Bosnia y Herzegovina. Además, ese mismo día 6 de octubre, Creta proclamaba su unión al territorio griego. El cambio democrático de Turquía no había concedido al país un mayor apoyo por parte de las potencias europeas, sino todo lo contrario, ya que había dejado al imperio en una situación aún más vulnerable.
Los Jóvenes Turcos trataron de recuperar el control de la revolución a través del parlamento otomano. El Comité para la Unión y el Progreso había sido uno de los dos únicos partidos que se habían presentado a las elecciones, celebradas entre finales de noviembre y principios de diciembre de 1908, y los unionistas (como se conocía a los integrantes del CUP) habían obtenido una abrumadora mayoría en la cámara baja, captando después a muchos independientes y atrayéndolos a las filas del CUP. El 17 de diciembre, el sultán abría la primera sesión del parlamento con un discurso en el que manifestaba su compromiso con la constitución. Tanto los líderes electos de la cámara baja como los designados para ocupar los escaños de la cámara alta respondieron al discurso del sultán con elogios, alabando la prudencia que había mostrado el monarca al restaurar el gobierno constitucional. Aquel cruce dialéctico había creado la ilusión de que las relaciones entre el sultán y el CUP eran armónicas. Sin embargo, los monarcas absolutos no cambian de la noche a la mañana, y Abdul Hamid, que no se avenía a la sujeción que los límites constitucionales venían a imponer a sus atribuciones ni aceptaba de buen grado el control parlamentario, aguardó el momento propicio con la esperanza de poder saltar sobre la primera oportunidad que le permitiera prescindir de los Jóvenes Turcos.
Una vez desinflado el entusiasmo de la revolución, el CUP comenzó a enfrentarse a una seria oposición interna, salida de los círculos políticos otomanos y de los elementos más influyentes de la sociedad civil. El islam era la religión de estado, y las altas esferas religiosas no tardaron en condenar la cultura promovida por los Jóvenes Turcos, al juzgar que era de carácter laico. En el seno del ejército empezó a constatarse la existencia de claras divisiones entre los oficiales que se habían licenciado en las academias militares y que mostraban cierta propensión a las reformas liberales, y los soldados corrientes, que concedían la máxima prioridad a la lealtad que habían prometido profesar al sultán. Dentro del parlamento, la facción liberal, que sospechaba de las tendencias autoritarias del CUP, haría uso de sus contactos con la prensa y los funcionarios europeos —fundamentalmente en la embajada británica— para minar la posición del CUP en la cámara baja. Y desde su palacio, Abdul Hamid II animaba en secreto a todos aquellos elementos que optaran por oponerse al CUP.
La noche del 12 al 13 de abril de 1909 los enemigos del CUP organizaron una contrarrevolución. Un grupo de soldados pertenecientes al primer cuerpo del ejército y leales al sultán Abdul Hamid II se amotinaron alzándose contra sus oficiales y haciendo causa común con los eruditos religiosos de las facultades teológicas de la capital. Marcharon juntos en dirección al parlamento en una ruidosa manifestación que en el transcurso de la noche acabaría atrayendo a un creciente número de estudiosos islámicos y soldados rebeldes. Exigían la instauración de un nuevo gabinete, la destitución de un buen número de políticos unionistas y la restauración de la ley islámica —pese a que el país llevara décadas rigiéndose de hecho por medio de un conjunto de códigos legales de carácter mixto—. Los diputados unionistas abandonaron precipitadamente la capital, ya que temían por su vida. Los miembros del gabinete presentaron su dimisión. Y el sultán, actuando de forma oportunista, accedió a las demandas de las masas, reafirmando su capacidad de controlar la política del imperio otomano.
Para Abdul Hamid, esta recuperación del poder iba a revelarse efímera. El tercer ejército otomano de Macedonia consideró que la contrarrevolución de Estambul constituía un ataque contra una constitución que juzgaban esencial para el futuro político del imperio. En Macedonia, los leales a los Jóvenes Turcos movilizaron un contingente de campaña al que dieron el nombre de «ejército de intervención» y marcharon sobre Estambul a las órdenes del comandante Ahmed Niyazi, uno de los héroes de la revolución de los Jóvenes Turcos. Estas tropas de refuerzo partieron de Salónica en dirección a la capital imperial el 17 de abril. A primera hora de la mañana del 24, el ejército de intervención ocupaba Estambul, suprimía la revuelta sin encontrar apenas resistencia e imponía la ley marcial. Las dos cámaras del parlamento otomano volvieron a reunirse, ahora en calidad de Asamblea General de la Nación, votando el 27 de abril la destitución del sultán Abdul Hamid II y colocando en su lugar a su hermano pequeño Mehmed Reshid, que accedería al trono con el nombre de Mehmed V. Con el regreso del CUP al poder, la contrarrevolución quedaría definitivamente derrotada —y todo ello en el breve plazo de dos semanas.
La contrarrevolución había dejado de manifiesto la existencia de profundas divisiones en el seno de la sociedad otomana —aunque ninguna de ellas era tan peligrosa como la del antagonismo entre turcos y armenios—. Inmediatamente después de que el ejército de intervención volviera a aupar al CUP al poder en Estambul, masas de musulmanes masacraron a miles de armenios en la ciudad de Adana, en el sureste del país. Las inquinas que se hallan en la raíz de este pogromo se remontan a la década de 1870. Y en el transcurso de la primera guerra mundial, esa hostilidad habría de metastatizar, convirtiéndose en el primer genocidio del siglo XX.
En 1909, muchos turcos otomanos sospechaban que los armenios constituían una comunidad minoritaria con un plan de acción nacionalista destinado a promover la secesión del imperio. Los armenios —que no solo son un grupo étnico singular con una lengua y una liturgia cristiana propias sino que llevaban siglos organizándose como comunidad en el seno del territorio otomano en su condición de millet, o grupo confesional, específico— contaban con todos los prerrequisitos que el siglo XIX esperaba ver cumplidos en el caso de un movimiento nacionalista salvo uno: el relacionado con el hecho de no hallarse concentrados en una zona geográfica concreta. El pueblo armenio se encontraba disperso por los territorios de los imperios ruso y otomano, habitando asimismo en algunos de los dominios otomanos de la Anatolia oriental, las regiones del litoral mediterráneo y las principales urbes comerciales del imperio. La mayor concentración de armenios era la de la capital, Estambul. Al carecer de una masa crítica poblacional en una zona geográfica particular, los armenios no tenían la menor esperanza de lograr establecerse como estado —a menos, claro está, que pudieran conseguir que una Gran Potencia apoyase su causa.
Los armenios realizaron su primera reivindicación territorial en el Congreso de Berlín de 1878. Uno de los acuerdos establecidos para zanjar la guerra ruso-turca obligaba a los otomanos a dejar en manos del gobierno ruso tres provincias que albergaban una considerable población armenia: las de Kars, Ardahan y Batumi. El hecho mismo de hacer pasar la gobernación de miles de armenios de manos otomanas a manos rusas sentó la base contextual para que los armenios que vivían bajo dominación otomana reclamaran una mayor autonomía dentro del imperio. La delegación armenia expuso sus ambiciones, reivindicando las provincias otomanas de Erzurum, Bitlis y Van en cuanto que «provincias habitadas por armenios». La delegación trataba de conseguir el reconocimiento de una región autónoma regida por un gobernador cristiano de acuerdo con el modelo establecido con la Gobernación del Monte Líbano y su explosiva mezcla de comunidades cristianas y musulmanas. Las potencias aliadas respondieron incluyendo un artículo en el Tratado de Berlín por el que se exigía al gobierno otomano la inmediata puesta en marcha de todas las «mejoras y reformas que exigiera la satisfacción de las aspiraciones locales de las provincias de población armenia», procurándoles además garantías de seguridad destinadas a evitar cualquier ataque de la mayoría musulmana. El tratado instaba a Estambul a remitir periódicamente a las potencias europeas informes sobre las medidas que estaba adoptando para mejorar la situación de sus ciudadanos armenios.[9]
El hecho de que Europa hubiera prestado anteriormente respaldo a los movimientos nacionalistas cristianos de los Balcanes había determinado que los otomanos se mostraran comprensiblemente recelosos respecto de las intenciones extranjeras en otros ámbitos estratégicos para el imperio. El nuevo estatuto que el Tratado de Berlín acordaba asignar a las aspiraciones comunitarias de los armenios radicados en las regiones turcas del interior de la Anatolia suponía una clara amenaza para el imperio otomano. Después de haber entregado a Rusia las tres provincias de Kars, Ardahan y Batumi en concepto de indemnización bélica, los otomanos no podían contemplar siquiera la posibilidad de ceder nuevos territorios en la Anatolia oriental. Por consiguiente, el gobierno de Abdul Hamid puso el máximo empeño en suprimir el naciente movimiento armenio y en quebrar sus vínculos con Gran Bretaña y Rusia. A finales de la década de 1880, fecha en que los activistas armenios empezaron a constituir organizaciones políticas para promover sus aspiraciones nacionales, el gobierno otomano los trató como a cualquier otro grupo de oposición interna, respondiendo a sus iniciativas con la entera panoplia de las medidas represivas al uso: vigilancia, detención, encarcelamiento y exilio.
A finales del siglo XIX surgieron así dos formaciones nacionalistas armenias bien diferenciadas. En 1887, un grupo de estudiantes armenios residentes en Suiza y Francia fundó en Ginebra la Sociedad Hentchak (voz que significa «campana» en armenio). En 1890, un puñado de activistas radicados en el interior del imperio ruso ponía en marcha la Federación Revolucionaria Armenia, más conocida como la «Dashnak» (abreviatura de «Dashnaksutiun», o «federación» en armenio). Se trataba de dos movimientos muy distintos, con ideologías y métodos divergentes. Los miembros de la Sociedad Hentchak se dedicaban a debatir acerca de los respectivos méritos del socialismo y la liberación nacional, mientras que los integrantes de la Dashnak promovían la adopción de medidas de autodefensa en las comunidades armenias, tanto de Rusia como del imperio otomano. Ambas formaciones asumían el uso de la violencia como fórmula para alcanzar los objetivos políticos armenios. Se tenían a sí mismos por libertadores, pero los otomanos los tildaron de terroristas. Las actividades de los integrantes de la Hentchak y la Dashnak no tardaron en exacerbar las tensiones previamente existentes entre los musulmanes y los cristianos de la Anatolia oriental, tensiones que los activistas armenios esperaban que provocasen la intervención de Europa y que los otomanos explotaban para tratar de sofocar lo que a su juicio era un movimiento nacionalista emergente. Resultaba inevitable que la explosiva situación causara un baño de sangre.[10]
Entre los años 1894 y 1896, los armenios otomanos iban a sufrir una terrible serie de matanzas. La violencia se inició en la región sasún del sureste de la Anatolia durante el verano de 1894, al atacar los nómadas curdos a los campesinos armenios por negarse a pagar los tradicionales tributos de protección además de los impuestos que ya abonaban a los funcionarios otomanos. Los activistas armenios hicieron suya la causa de los aldeanos armenios, abrumados por los impuestos, y los animaron a iniciar una revuelta. Henry Finnis Blosse Lynch, un viajero y hombre de negocios británico que se hallaba recorriendo la región sasún pocas fechas antes de la perpetración de las masacres, describe en los siguientes términos a los agitadores armenios: «El objetivo de estos hombres es mantener viva la causa armenia mediante el expediente de encender una llama aquí y otra allá para gritar después: “¡fuego!”. La prensa europea se hace eco de ese grito. Y más tarde, cuando la gente se precipita para ver qué ocurre no hay duda de que habrá unos cuantos funcionarios turcos que caigan en la trampa y cometan actos abominables». En un intento de restaurar el orden, el gobierno otomano envió a la zona al cuarto ejército, reforzado por un regimiento de la caballería curda. La acción se saldó con la liquidación de miles de armenios, circunstancia que determinaría que Europa hiciera los llamamientos intervencionistas que los miembros de la Hentchak trataban de provocar tan deliberadamente y que tanto habían tratado de evitar los otomanos.[11]
En septiembre de 1895, los integrantes de la Hentchak organizaron una marcha en Estambul para exigir reformas en las provincias de la Anatolia oriental, región que los europeos tendían cada vez más a denominar la armenia turca. Comunicaron con 48 horas de antelación sus intenciones tanto al gobierno otomano como al conjunto de las embajadas extranjeras, exponiendo al mismo tiempo sus demandas, entre las que cabe destacar tanto la del nombramiento de un gobernador general cristiano facultado para supervisar la adopción de reformas en la Anatolia oriental, como el reconocimiento del derecho de los campesinos armenios a portar armas para protegerse de sus vecinos curdos, armados hasta los dientes. Los otomanos colocaron en torno a la Sublime Puerta —el complejo amurallado que alberga los despachos del primer ministro otomano y su gabinete (y que es también el término que se emplea para hacer referencia al gobierno otomano, del mismo modo que la expresión «Whitehall» se entiende sinónima de «gobierno británico»)— un cordón policial a fin de hacer retroceder a la multitud de manifestantes armenios. En el tumulto resultó muerto un policía, tras desencadenarse un motín que finalmente llevó a la enfurecida muchedumbre musulmana a volverse contra los armenios. Solo frente a la Sublime Puerta morirían sesenta manifestantes. Las potencias europeas expresaron su protesta por la muerte de unos manifestantes pacíficos. El 17 de octubre, el sultán Abdul Hamid, viéndose ante una creciente presión internacional, promulgó un decreto en el que prometía acometer reformas en las seis provincias de la Anatolia oriental que contaban con población armenia: Erzurum, Van, Bitlis, Diyarbakir, Harput y Sivas.
El decreto de reformas del sultán no consiguió más que aumentar los temores de los musulmanes otomanos de las seis provincias implicadas. Estos veían la medida como el preludio de la independencia armenia en la Anatolia oriental, circunstancia que pondría a la mayoría musulmana en el brete de tener que vivir sometida a una autoridad cristiana o resignarse a abandonar sus hogares y aldeas para reasentarse en otro territorio musulmán —como ya se habían visto obligados a hacer miles de musulmanes de Crimea, el Cáucaso y los Balcanes al entregar los otomanos esos territorios y dejarlos bajo dominación cristiana—. Los funcionarios otomanos apenas contribuían a disipar esos temores, de modo que pocos días después de emitido el decreto del sultán una nueva y mucho más letal oleada de matanzas vino a barrer los pueblos y aldeas del centro y el este de Anatolia. En febrero de 1896, los misioneros estadounidenses establecieron la estimación de que se había dado muerte al menos a 37.000 armenios y que trescientos mil habían sido expulsados de sus hogares. Otras estimaciones situaban la cifra de víctimas armenias, contando muertos y heridos, en una horquilla situada entre las cien mil y las trescientas mil personas. Dado el carácter aislado de la región, es poco probable que logremos obtener un balance más preciso del número de víctimas afectadas por las masacres del año 1895. No obstante, está claro que el nivel de violencia ejercido contra los armenios no conocía precedente alguno en toda la historia otomana.[12]
La perpetración de un atentado terrorista en Estambul vendría a marcar el tercer y último episodio de las atrocidades padecidas por los armenios entre los años 1894 y 1896. El 26 de agosto de 1896, un grupo de 26 activistas de la Dashnak, disfrazados de botones, introdujo armas y explosivos en la sede central del Banco Otomano de Estambul, escondiéndolas en sacas de efectivo. Mataron a dos guardias y tomaron como rehenes a 150 trabajadores y clientes de la entidad, amenazando con dinamitar el establecimiento y hacerlo saltar por los aires con todos sus ocupantes a menos que se atendieran sus demandas: el nombramiento de un alto comisionado europeo capacitado para imponer reformas en la Anatolia oriental y la promulgación de una amnistía general para todos los exiliados políticos armenios. A pesar de su denominación, el propietario del Banco Otomano era una institución extranjera, y casi todas sus acciones se hallaban en manos de compañías británicas y francesas. De este modo, el intento de forzar la intervención de las potencias europeas en los asuntos de otomanos y armenios resultó enteramente contraproducente. Los terroristas se vieron obligados a desocupar el banco sin ver atendidas sus exigencias y a refugiarse en un barco francés para huir del territorio otomano. Lo que sucedió después no se saldó únicamente con una condena de las acciones de los activistas de la Dashnak por parte de las potencias europeas, sino que el frustrado atentado contra la sede bancaria acabó desencadenando un pogromo contra los armenios de Estambul en el que murieron nada menos que ocho mil personas. Las potencias europeas, divididas en materia política respecto de la cuestión armenia, no forzaron al imperio otomano a introducir cambios en ese asunto. Para el movimiento armenio, los sangrientos acontecimientos de los años 1894 a 1896 resultaron ser poco menos que una catástrofe.
En el transcurso de los años siguientes, el movimiento armenio modificó sus tácticas y comenzó a trabajar con los partidos liberales a fin de propiciar la reforma del imperio otomano. En 1907, tanto la Dashnak como los miembros del Comité para la Unión y el Progreso asistieron en París al Segundo Congreso de los Partidos Otomanos de la Oposición. La Dashnak estaba integrada por fervientes partidarios de la revolución puesta en marcha por los Jóvenes Turcos en 1908 y había salido de la misma convertida en una fuerza a la que por primera vez se reconocía carácter legal. Poco después, ese mismo año, la comunidad armenia presentaba a un buen número de candidatos al parlamento otomano, logrando que catorce de ellos fueran elegidos como representantes en la cámara baja. Eran muchas las personas que abrigaban la esperanza de que los objetivos políticos armenios pudieran materializarse en el contexto de la constitución otomana y de que se concretaran asimismo tanto los derechos civiles que aquella prometía respetar como las perspectivas de una descentralización administrativa. Dichas esperanzas quedarían arruinadas tras la contrarrevolución de 1909, al darse muerte, entre los días 25 y 28 de abril de ese año, a cerca de veinte mil armenios en un paroxístico derramamiento de sangre.[13]
Zabel Essayan era una de las figuras literarias armenias más relevantes de principios del siglo XX. Esta autora se desplazó a Adana poco después de que se perpetraran las masacres con el fin de contribuir al esfuerzo humanitario. Encontró la ciudad en ruinas, habitada únicamente por viudas, huérfanos y ancianos, todos ellos traumatizados por las atrocidades de las que acababan de ser testigos. «Es imposible asimilar la abominable realidad con una sola ojeada: lo ocurrido supera con mucho los límites de la imaginación humana», refiere al narrar el horror. «Ni siquiera las personas que han vivido tan amargo trago alcanzan a tener una visión de conjunto. Tartamudean, suspiran, lloran y al final solo consiguen señalar acontecimientos aislados.» Los personajes públicos influyentes como Essayan no dejarían de reclamar la atención del público internacional por las masacres ni de condenar al imperio otomano.[14]
Minarete desde el que los turcos disparaban contra los cristianos. En abril de 1909, una muchedumbre de musulmanes destrozó los hogares y las tiendas de los cristianos que residían en Adana y sus alrededores, matando a unos veinte mil armenios. El Servicio de Noticias Bain, una agencia de prensa fotográfica estadounidense, captó esta instantánea de los barrios cristianos en ruinas tras la masacre de Adana.
Los Jóvenes Turcos actuaron con toda rapidez y enviaron a Cemal Pachá a restaurar la paz en Adana una vez que los actos de violencia se hubieron aplacado. Los unionistas tenían que recuperar la confianza de la Dashnak para evitar que estos decidieran solicitar que Europa interviniera en favor de las aspiraciones armenias. La Dashnak se mostró de acuerdo en mantener los lazos de cooperación con el Comité para la Unión y el Progreso a condición de que el gobierno detuviese y castigase a todos los responsables de las matanzas de Adana, devolviese a los armenios que habían sobrevivido las propiedades usurpadas, disminuyera sus pesadas cargas fiscales y proporcionara fondos para cuantos habían quedado desamparados. En sus memorias, Cemal afirmaría haber reconstruido en el breve plazo de cuatro meses todas las casas de Adana que habían sufrido daños, ejecutando asimismo a «no menos de treinta mahometanos», tanto en Adana como en la vecina Erzine, añadiendo que entre ellos figuraban «miembros de algunas de las más antiguas y encumbradas familias» de la zona. Estas medidas se adoptaron con la doble intención de tranquilizar a los armenios y de impedir la intervención europea, y de momento permitieron a los Jóvenes Turcos ganar tiempo en relación con la cuestión armenia.[15]
Por la misma época en que se esforzaban en preservar la integridad territorial de su país en la región de la Anatolia oriental, los otomanos hubieron de encarar también una nueva crisis, esta vez en el Mediterráneo. Las provincias de Bengasi y Trípoli, situadas en el actual estado de Libia, serían las últimas posesiones que los otomanos lograran conservar en el norte de África —pues ya habían tenido que encajar la ocupación de Argelia y Túnez (en 1830 y 1881, respectivamente) a manos de los franceses, además de la ocupación de Egipto por los ingleses en 1882—. Italia era un estado nuevo —ya que la unificación que acabaría convirtiéndola en un reino solidario no conseguiría completarse sino en el año 1871— y aspiraba a construir un imperio en África. El gobierno del rey Víctor Manuel III no tardó en poner sus miras en Libia a fin de satisfacer esas aspiraciones imperiales.
Los otomanos no habían hecho nada que pudiera haber provocado la guerra que iba a enfrentarles a Italia en 1911. Sin embargo, habiéndose garantizado de antemano la neutralidad de los británicos y los franceses, Roma sabía que nadie podría evitar —al menos manu militari— que el país diera curso a sus ambiciones imperiales en el norte de África. El 29 de septiembre, agarrándose al pretexto de que al enviar los otomanos un cargamento de armas y municiones a sus guarniciones libias, estas se habían convertido en una amenaza para los ciudadanos italianos residentes en Trípoli y Bengasi, Roma declaraba la guerra al imperio otomano y lanzaba una invasión a gran escala sobre las ciudades del litoral libio.[16]
La posición de los otomanos en Libia era totalmente insostenible. En las guarniciones del conjunto del país se apostaban cerca de 4.200 soldados turcos desprovistos de todo apoyo naval que pudiera protegerles del ejército de invasión italiano, compuesto por más de 34.000 hombres. El ministro de la Guerra otomano admitió abiertamente ante sus propios oficiales que resultaba imposible defender Libia. Durante las primeras semanas de octubre de 1911, las poblaciones costeras de las provincias otomanas de Trípoli (en la región occidental de Libia) y Bengasi (en la zona oriental del país, conocida también con el nombre de Cirenaica) cayeron en manos del triunfante ejército italiano.[17]
El gobierno otomano y los Jóvenes Turcos adoptaron posiciones radicalmente diferentes respecto de la invasión. El gran visir y su gobierno no creían en la posibilidad de salvar Libia, y por ello preferían dar por perdido ese territorio marginal del norte de África en lugar de embarcar a sus fuerzas armadas en una contienda en la que resultaría imposible alzarse con la victoria. Los Jóvenes Turcos, animados por sus convicciones ultranacionalistas, no podían aceptar la pérdida de una región otomana sin presentar batalla.
A principios de octubre de 1911, el mayor Enver viajó hasta Salónica para dirigirse a los miembros del Comité Central del CUP. Tras una reunión de cinco horas, Enver logró convencer a sus colegas de que debían organizar una guerra de guerrillas y combatir así a los italianos de Libia. Describió esquemáticamente su plan en una carta enviada a su amigo de la infancia y hermano adoptivo, el agregado naval alemán Hans Humann:
Reuniremos nuestras fuerzas en el interior de Libia. Grupos de jinetes árabes y ciudadanos del país, capitaneados por jóvenes oficiales [otomanos], se mantendrán cerca de las tropas italianas, acosándolas día y noche. Cualquier soldado italiano o pequeño destacamento será cogido por sorpresa y aniquilado. Si las fuerzas enemigas presentan una gran superioridad numérica, nuestros grupos de caballería se replegarán a las vastas regiones del país y continuarán hostigando al enemigo a la menor ocasión.[18]
Tras conseguir que el CUP aprobara su plan, Enver partió a Estambul, embarcando de incógnito en un buque con rumbo a Alejandría. Decenas de jóvenes oficiales movidos por un sentimiento de patriotismo seguirían su estela, empleando el territorio egipcio a modo de plataforma de lanzamiento para la guerra de guerrillas que se disponían a librar contra Italia —y entre ellos se encontraba un joven oficial de campo llamado Mustafá Kemal, el futuro Atatürk—. Otros oficiales penetrarían en Libia por la frontera tunecina. Oficialmente, el propio gobierno turco renegaba de aquellos militares, considerándolos «aventureros decididos a actuar en contra de los deseos del gobierno otomano» (aunque, en la práctica, la hacienda otomana realizaba pagos mensuales a los comandantes que luchaban en Libia). Se llamaban a sí mismos oficiales fedaî, es decir, combatientes dispuestos a sacrificar sus vidas por la causa.[19]
Nada más entrar en el país, a finales de octubre, Enver se metió de lleno en el conflicto libio con tanta pasión como entrega. Adoptó la vestimenta árabe y cabalgó a lomos de camello hasta el interior de Libia. Apreciaba muchísimo la austeridad y las privaciones de la vida en el desierto, y admiraba la valentía de los beduinos, con quienes debía comunicarse por medio de un traductor, dado que no hablaba árabe. Por su parte, los hombres de las tribus del desierto mostraban un gran respeto hacia la persona de Enver. La prometida de Enver —la princesa Emine Naciye— era sobrina del sultán Mehmed V. Pese a que en esa época apenas pasara de los trece años de edad (se casarían en 1914, al cumplir diecisiete años la joven), aquellos lazos con la casa imperial facilitaban enormemente la posición de Enver entre los libios. «Aquí estoy, convertido en yerno del sultán y en enviado del califa que está dictando órdenes», afirmará en una de sus cartas —«y todo cuanto me allana el camino es precisamente esa relación».[20]
Enver circunscribiría sus movimientos a la provincia oriental de Bengasi. Las tropas italianas se hallaban concentradas en las tres ciudades portuarias de la Cirenaica: Bengasi, Derna y Tobruk. La tenaz resistencia de los hombres de las tribus libias había evitado que las tropas italianas pudieran pasar de la llanura costera y penetrar en el interior de Libia. Tras estudiar las posiciones italianas, Enver estableció su campamento en la meseta que domina el puerto de Derna. Los diez mil habitantes de Derna albergaban contra su voluntad a un ejército invasor compuesto por unos quince mil soldados de infantería —tropas que pasaron a convertirse en el principal objetivo de los ataques de Enver—. El oficial reunió a los desmoralizados soldados otomanos que habían logrado evadirse tras haber sido capturados, reclutó efectivos entre las diferentes tribus y entre los integrantes de la poderosa hermandad sanusita (una cofradía religiosa de carácter místico cuya red de logias se extendía por toda Libia, tanto en las áreas urbanas como en las zonas rurales), y comenzó a entrevistarse con otros oficiales fedayines pertenecientes a los Jóvenes Turcos en su campamento base de Ayn al-Mansur. Con la labor realizada en Libia —centrada en el reclutamiento de combatientes locales dirigidos por oficiales otomanos, en el avivamiento de la hostilidad que inspiraba la dominación extranjera en los pueblos islámicos con el fin de trastocar las posiciones de los enemigos europeos y en la creación de una eficaz red de inteligencia—, Enver sentaría los cimientos de un nuevo servicio secreto (la Teşkilât-i Mahsusa, u «Organización especial») que acabaría revelándose extremadamente influyente a lo largo de la primera guerra mundial.
A juzgar por lo que refiere el propio Enver, fueron muchas las tribus árabes de Libia que se unieron a los voluntarios otomanos. Dichas tribus valoraban muy positivamente la postura que habían adoptado los Jóvenes Turcos al entregarse en cuerpo y alma a la causa del pueblo libio, arriesgando la vida para conseguir la liberación de las tribus sometidas al yugo extranjero. Pese a que no compartieran una misma lengua, el vínculo islámico que unía a los jóvenes oficiales de habla turca con los integrantes de las tribus libias, que empleaban el árabe, demostró ser muy sólido. Enver refiere que los combatientes árabes de Libia eran «musulmanes fanáticos que consideraban la muerte a manos del enemigo como un don de Dios». Esto último era particularmente cierto en el caso de los miembros de la poderosa orden sufí de los sanusitas, cuya devoción al sultán otomano guardaba relación con el papel que este desempeñaba como califa o líder espiritual del islam. Por otra parte, Enver —de cosmovisión laica, como buen miembro de los Jóvenes Turcos— tampoco hizo nada por negar o menguar esta devoción islámica. Antes al contrario, ya que vio que la religión constituía una potente fuerza movilizadora capaz de lograr que los musulmanes aceptaran unirse en pos del estandarte del sultán, al que seguían como califa, y lucharan para derrotar a sus enemigos —tanto en el imperio otomano como en el mundo musulmán en general—. En sus reflexiones sobre el poder del islam, Enver se expresará del siguiente modo: «En el islamismo no existe la nacionalidad. Basta observar lo que está sucediendo en el mundo islámico». Sean cuales fueren las demás experiencias que Enver tuviera oportunidad de vivir durante su estancia en Libia, lo cierto es que salió firmemente convencido de que el imperio otomano se hallaba perfectamente facultado para emplear la fe islámica como ariete contra sus enemigos, tanto internos como externos.[21]
Entre octubre de 1911 y noviembre de 1912, los oficiales de los Jóvenes Turcos y los miembros de las tribus árabes desplegaron con notable éxito sus tácticas guerrilleras contra los italianos. Pese a su superioridad numérica y su moderno armamento, los italianos fueron incapaces de romper el cerco impuesto a las posiciones fortificadas que ocupaban en la llanura costera, resultándoles imposible penetrar en el interior de Libia. Las bandas árabes causaron una gran cantidad de bajas entre las filas italianas, matando a 3.400 soldados e hiriendo a más de cuatro mil a lo largo del año. La guerra pasó también factura al erario público italiano, mientras que, por el contrario, los otomanos apenas gastaban 25.000 libras turcas al mes (el valor de la divisa otomana se situaba aproximadamente en 0,90 libras esterlinas o 4,40 dólares estadounidenses) para sostener a Enver en su asedio de la ciudad de Derna. Durante un tiempo, se tuvo la impresión de que la apuesta que habían hecho los Jóvenes Turcos en Libia podía verse coronada por el éxito y que los italianos iban a acabar siendo devueltos al mar.[22]
Incapaces de alzarse con la victoria en Libia, los italianos expandieron el conflicto abriendo nuevos frentes. Sabían que la guerra no llegaría a su fin en tanto el gobierno otomano no se aviniera a dejar Libia bajo control italiano en un tratado de paz formal. A fin de presionar a Estambul y de obligarle a solicitar la paz, los buques de la armada italiana comenzaron a atacar los territorios otomanos situados a lo largo del Mediterráneo oriental. En marzo de 1912 bombardearon el puerto libanés de Beirut, y en mayo de ese mismo año los soldados italianos ocuparon las islas del Dodecaneso (uno de los archipiélagos del mar Egeo que, dominado por la isla de Rodas, forma actualmente parte de Grecia). En julio, la armada italiana envió lanchas torpederas a los Dardanelos. Finalmente, los italianos optaron por jugar la baza de los Balcanes. Grecia, Serbia, Montenegro y Bulgaria habían formado distintas coaliciones para hacer frente a su antiguo estado soberano. Todas esas regiones tenían ambiciones territoriales en el resto de las tierras otomanas de los Balcanes —es decir, en Albania, Macedonia y Tracia—. La corona italiana tenía lazos matrimoniales con el rey Nicolás I de Montenegro, así que el 8 de octubre de 1912 los italianos animaron a los montenegrinos a declarar la guerra al imperio otomano. Solo era cuestión de tiempo que el resto de los estados balcánicos imitara su ejemplo.
La inminente amenaza de la guerra en los Balcanes provocó una crisis cuyo alcance abarcaba tanto a Estambul como a Libia. Al defender un par de provincias tan lejanas como Trípoli y Bengasi, el gobierno otomano había dejado expuesto el balcánico corazón del imperio. El idealismo no tardó en dejar paso a un renovado espíritu realista. Diez días después de que Montenegro declarara la guerra, el imperio otomano concertaba un tratado de paz con Italia por el que accedía a dejar las provincias libias en manos italianas. Los oficiales fedayines, avergonzados por abandonar a sus camaradas libios, dejaron que la hermandad sanusita continuara la guerra de guerrillas sin apoyo alguno y regresaron apresuradamente a Estambul para unirse a la lucha por la supervivencia nacional que acabaría conociéndose con el nombre de Primera guerra de los Balcanes.
En tiempos pasados, los estados balcánicos habían formado parte del imperio otomano. A lo largo del siglo XIX, el nacionalismo lograría arraigar entre las distintas comunidades étnicas y religiosas del sureste de Europa. Las potencias europeas no dejarían en ningún momento de espolear activamente esos movimientos nacionalistas en su voluntad de separarse del imperio otomano, creando así un explosivo conjunto de estados clientes. El reino de Grecia fue el primero en garantizarse la plena independencia en 1830, tras una década de combates. En 1829, Serbia consiguió que la comunidad internacional reconociera su condición de principado sujeto a la soberanía otomana, alcanzando su completa independencia en el Congreso de Berlín de 1878. Berlín habría de ser también el escenario en el que Montenegro consagrara su independencia, y Bulgaria obtendría una gobernación autónoma, aunque sujeta a la supervisión otomana, hasta septiembre de 1908, fecha en la que se declaró plenamente independiente. Ninguno de esos estados balcánicos estaba satisfecho con los territorios sometidos a su control, ya que todos ellos aspiraban a gobernar algunas regiones que seguían bajo dominio otomano en Albania, Macedonia y Tracia. Por su parte, los otomanos terminaron desdeñando las reivindicaciones de los pueblos balcánicos que anteriormente habían estado bajo su dominio, subestimando el peligro que podían representar para la gobernación otomana de las últimas provincias europeas que todavía conservaban.
La autocomplacencia otomana saltó en mil pedazos cuando los estados balcánicos aprovecharon la oportunidad que les ofrecía la guerra italo-turca para satisfacer sus ambiciones territoriales. En octubre de 1912, Montenegro, Serbia, Grecia y Bulgaria protagonizaron una rápida sucesión de declaraciones de guerra al imperio otomano. Quedó claro desde el principio que los aliados balcánicos contaban con una manifiesta superioridad numérica y estratégica sobre sus antiguos soberanos otomanos. La suma de la fuerza conjunta formada por los estados balcánicos se elevaba a 715.000 hombres, mientras que los otomanos solo pudieron poner sobre el terreno a 320.000 soldados.[23]
Los griegos aprovecharon ventajosamente la supremacía naval de que disponían respecto de los otomanos. No solo se anexionaron la isla de Creta y ocuparon un buen número de islas egeas, sino que también recurrieron a su armada para impedir que los otomanos pudieran aportar refuerzos a sus tropas por vía marítima. El 8 de noviembre, las fuerzas griegas se apoderaron de Salónica, cuna de la Revolución de los Jóvenes Turcos. También ocuparon buena parte de la Albania meridional. Los serbios y los montenegrinos atacaron Macedonia y Albania por el flanco norte, culminando así la conquista de dichos territorios. El 23 de octubre, Kosovo caía en manos serbias.
Los búlgaros protagonizaron los más encarnizados enfrentamientos con los turcos. El 24 de octubre consiguieron quebrar en Kirklareli la primera línea de defensa otomana, desbordando la segunda línea, situada en Lüleburgaz, el 2 de noviembre, antes de proseguir su avance y llegar hasta Çatalca, localidad que se encuentra a menos de 65 kilómetros de Estambul. A principios de diciembre de 1912, los defensores otomanos acantonados en Edirne (la antigua ciudad de Adrianópolis, hoy en territorio turco, próxima a Grecia y Bulgaria) se vieron rodeados y sometidos a un asedio, lo cual obligó a la Sublime Puerta a solicitar un armisticio. Menos de dos meses después de haber entregado Libia a los italianos, el ejército otomano quedaba completamente derrotado y parecía convencido de la inevitable pérdida de sus últimas provincias europeas.
El gobierno otomano estaba encabezado por el primer ministro liberal Kamil Pachá. El Comité para la Unión y el Progreso y los liberales eran viejos rivales, de modo que Kamil Pachá excluyó deliberadamente al CUP de su gabinete. Frente a la posibilidad de una inminente derrota militar, los liberales y los unionistas adoptaron un punto de vista diametralmente opuesto. Los liberales preferían procurar la paz a fin de evitar nuevas pérdidas territoriales y de proteger de cualquier riesgo a Estambul. Por su parte, los unionistas optaron por lanzar llamamientos en favor de una enérgica reanudación de la guerra y lograr así la recuperación de los territorios otomanos más importantes, de entre los que destacaba por encima de todos el de Edirne. Al comenzar los unionistas a criticar el modo en que se estaba llevando a cabo la guerra, Kamil Pachá ordenó la adopción de medidas drásticas contra las distintas ramificaciones del CUP, cerrando sus periódicos y arrestando a un buen número de unionistas de primera fila.
Al regresar a Estambul tras combatir a los italianos en Libia, Enver se vio atrapado en todas estas tensiones políticas y militares. «Me vi envuelto en un entorno totalmente hostil», escribe a finales de diciembre de 1912. «Todo el gabinete, así como el ministro de la Guerra, se están mostrando muy amables, pero sé que han ordenado que me sigan sus espías.» Realizó unas cuantas visitas al frente de Çatalca y regresó convencido de que la posición de los otomanos era mejor que la de los búlgaros. Como era de esperar, Enver no tardó en convertirse en un abierto defensor de proseguir la guerra a fin de liberar Edirne. «Si el gabinete entrega Edirne sin ningún esfuerzo, abandonaré el ejército, abogaré claramente por la continuación de los combates y no sé —o mejor dicho no quiero decir— lo que puedo llegar a hacer.»[24]
Convencido de que Kamil Pachá se hallaba a punto de alcanzar un acuerdo de paz por el que Edirne sería puesta en manos extranjeras, Enver llevó a cabo una acción drástica. El 23 de enero de 1913, diez conspiradores armados recorrían al galope las empedradas calles de Estambul en dirección a los despachos de la Sublime Puerta. Al penetrar como una exhalación en el gabinete, interrumpiendo la reunión que allí se celebraba, Enver y sus hombres se enzarzaron en un fuego cruzado con los guardas del gran visir. En el tiroteo morían cuatro hombres, entre los que se encontraba el ministro de la Guerra, Nazim Pachá, e inmediatamente después Enver presionaba el cañón de su pistola contra la sien de Kamil Pachá, exigiendo la dimisión del gran visir. «Todo sucedió en quince minutos», confesaría más tarde Enver. Después se dirigió al palacio a fin de informar al sultán de sus acciones y de tratar de nombrar a otro gran visir. El sultán Mehmed V designó a Mahmud Şevket Pachá, un veterano estadista y antiguo general, pidiéndole que formara un gobierno de unidad nacional. Pocas horas después de la tristemente célebre «incursión en la Sublime Puerta» quedaban nombrados los miembros del nuevo gabinete, asignándoseles la prioritaria tarea de devolver la estabilidad a la política del imperio otomano, hecha añicos a causa de la guerra.[25]
Pese a que el CUP hubiera encabezado el golpe de mano contra el gobierno de Kamil Pachá, sus integrantes no quisieron explotar la oportunidad que eso les brindaba para hacerse con el poder político. Mahmud Şevket Pachá simpatizaba con el CUP pero no era unionista. Se instó al nuevo gran visir a formar una coalición de carácter no partidista capaz de fomentar la estabilidad y la unidad necesarias tras la división en facciones y los desastres militares vividos en los últimos tiempos. En su gabinete entraron únicamente tres unionistas, todos ellos moderados. El futuro triunvirato del imperio otomano —integrado por Talat, Enver y Cemal— permaneció al margen del gobierno, al menos por el momento. Cemal aceptó el puesto de gobernador militar de Estambul, Talat continuó ejerciendo el cargo de secretario general del CUP, y Enver partió al frente.
Al reanudarse la contienda, el curso de los acontecimientos se reveló adverso para el imperio otomano. El armisticio expiró el 3 de febrero de 1913 sin que los beligerantes hubieran llegado a ningún acuerdo. Con varias ciudades clave puestas bajo asedio y carentes de líneas de comunicación con las que poder enviarles suministros y refuerzos, los otomanos no podían sino asistir impotentes a la pérdida de sus últimas posesiones europeas, que caían, una por una, en manos de los ambiciosos estados balcánicos. El 6 de marzo los griegos tomaban la ciudad macedonia de Yánina (la Ioánina de la actual Grecia). Las fuerzas montenegrinas arrinconaron a los defensores otomanos de Işkodra (actualmente perteneciente a Albania con el nombre de Shkodra). Con todo, el golpe más cruel fue el recibido el 28 de marzo al rendir los búlgaros la plaza de Edirne, forzando a sus defensores, extenuados por el hambre, a capitular —circunstancia que provocó una profunda crisis nacional en el conjunto del imperio otomano.
Poco después de perder Edirne, Mahmud Şevket Pachá ofreció sin dilación una tregua. A finales de mayo se reanudaron en Londres las negociaciones entre los otomanos y los estados balcánicos, con lo que el 30 de mayo de 1913 se acordaba, por mediación británica, un tratado de paz en toda regla. Por el Tratado de Londres, el gobierno otomano renunciaba a más de 155.000 kilómetros cuadrados de territorio, enajenándose asimismo cerca de cuatro millones de habitantes. Con ello terminaba de ceder sus últimas posesiones europeas, salvo una pequeña porción de la Tracia oriental definida por la línea Midye-Enez y situada en los alrededores de Estambul. Como ya ocurriera en la guerra contra Italia, también ahora la derrota otomana había sido total.
La pérdida de Libia no era nada comparada con la cesión de Albania, Macedonia y Tracia. Desde que el imperio bizantino las conquistara cinco siglos antes, esos territorios europeos habían constituido el corazón económico y administrativo del mundo otomano. Se contaban entre las provincias más prósperas y desarrolladas del imperio. La pérdida de ingresos vendría a sumarse a los elevados costes de la guerra de los Balcanes, agravándose la situación de las arcas otomanas. Había miles de refugiados en busca de un lugar en el que reasentarse, y las enfermedades no tardaron en barrer los miserables campamentos en que se cobijaban. El gobierno también hubo de hacer frente a los tremendos desembolsos vinculados con la reposición de medios que precisaba el ejército otomano tras las pérdidas humanas y materiales sufridas a lo largo de las dos contiendas fallidas.
Es posible que el mayor obstáculo que tuvieran que encarar los otomanos fuera el de la moral pública. Ya resultaba bastante malo perder una guerra frente a una potencia europea relativamente avanzada como Italia, pero ni el ejército otomano ni el público en general podían digerir la derrota a manos de los pequeños estados balcánicos que un día formaran parte de su imperio. «El búlgaro, el serbio y el griego, súbditos nuestros durante cinco siglos y objeto de nuestro desdén, nos han derrotado», escribirá Yusuf Akçura, un intelectual perteneciente a los Jóvenes Turcos. «Esta realidad, que no alcanzábamos a sospechar, ni siquiera en nuestras mayores elucubraciones, va a abrirnos los ojos […] si es que todavía no estamos totalmente muertos.» A lo largo del siglo XIX, el pesimismo europeo se había mofado del imperio otomano, llamándolo el «enfermo de Europa». Al término de la Primera guerra de los Balcanes, ni siquiera los Jóvenes Turcos más optimistas podían excluir la posibilidad de que aquel achacoso paciente terminara falleciendo.[26]
La derrota iba a polarizar la situación política en Estambul. En enero de 1913, el CUP había justificado el golpe de estado contra el gobierno liberal de Kamil Pachá diciendo que se había tratado de una medida necesaria para evitar la pérdida de Edirne. Ahora que Edirne había caído, los liberales se mostraron decididos a saldar las cuentas pendientes y a expulsar de la política a los unionistas. Cemal, que no solo era uno de los principales políticos unionistas sino también el gobernador militar de Estambul, desplegó agentes para vigilar los movimientos de todos aquellos que le parecieran potencialmente sospechosos de urdir una conjura contra el gobierno (independiente). Pese a sus mejores esfuerzos, Cemal fue incapaz de proteger al gran visir. El 11 de junio —pocos días después de firmar el Tratado de Londres, por el que cedía la plaza de Edirne—, varios pistoleros mataron a tiros a Mahmud Şevket Pachá junto a la Sublime Puerta.
Los unionistas lograron sacar una ventaja política de la agitación subsiguiente al asesinato del gran visir. Cemal puso en marcha una purga para desbaratar de una vez por todas el poder de los liberales. Se ordenó la detención de un gran número de personas, y el 24 de junio se sometía a un juicio sumarísimo a doce dirigentes liberales, que fueron inmediatamente ejecutados. Además, se condenó a muerte in absentia a buena parte de las figuras más destacadas de la oposición. Decenas de personas más fueron enviadas al exilio. Una vez eliminados sus oponentes liberales, los unionistas tomaron el poder. Desde la revolución de 1908, los Jóvenes Turcos habían optado invariablemente por permanecer fuera del gobierno. Llegado el año 1913, se hallaban finalmente resueltos a ejercer la gobernación del país.
En junio de 1913, el sultán invitó a formar nuevo gobierno a Said Halim Pachá, un unionista que era además miembro de la familia real egipcia. En el gabinete de Said Halim habrían de salir por primera vez a la palestra, ocupando posiciones de liderazgo nacional, los miembros más influyentes de los Jóvenes Turcos. Enver, Talat y Cemal fueron ascendidos al rango de «pachá», esto es, al peldaño más alto de la función pública, tanto civil como militar. Talat Pachá pasó a formar parte del gabinete en calidad de ministro del Interior. Enver Pachá quedó convertido en uno de los generales más poderosos del ejército, siendo nombrado ministro de la Guerra en enero de 1914. Cemal Pachá continuó ejerciendo el cargo de gobernador de Estambul. A partir de 1913, los tres habrían de formar el triunvirato gobernante del imperio otomano, investidos de un poder superior al del sultán o al de su gran visir (figura esta última que en el sistema otomano equivale a la de un primer ministro).
El CUP obtendría un poder indiscutido en julio de 1913, al recuperar Edirne el gobierno dirigido por los unionistas. Esta victoria había sido de hecho un regalo de los rivales balcánicos, de Bulgaria. El frágil reparto del botín de guerra entre los estados que habían salido triunfadores tras la Primera guerra de los Balcanes, quedó arruinado al otorgar las potencias europeas reconocimiento oficial a la declaración de independencia de Albania. Austria e Italia fueron los países que más determinación mostraron en la creación de Albania como parapeto geográfico para contener el ímpetu de Serbia e impedir que se convirtiera en una nueva potencia marítima en el Adriático. Las potencias europeas obligaron a Serbia y a Montenegro a abandonar el territorio albanés que habían conquistado durante la Primera guerra de los Balcanes. Los serbios, frustrados por la pérdida de las regiones albanesas, trataron de hallar compensación en el territorio macedonio que se hallaba bajo control de Bulgaria y Grecia. Los búlgaros, convencidos de haber soportado el peso principal de los combates librados con los turcos, se negaron a ceder un solo palmo de terreno a los serbios, rechazando los esfuerzos de mediación rusos. Durante la noche del 29 al 30 de junio de 1913, los búlgaros atacaron las posiciones que serbios y griegos mantenían en Macedonia, prendiendo así la mecha de la Segunda guerra de los Balcanes.
Los búlgaros se encontraron de pronto enemistados con todos sus vecinos balcánicos, ya que Rumanía y Montenegro se aliaron con Grecia y Serbia para luchar contra ellos. Viendo que habían sobrepasado su capacidad militar, los búlgaros se vieron obligados a modificar el despliegue de sus tropas, alejándolas de la frontera otomana a fin de contener las pérdidas que estaban sufriendo en su lucha contra Grecia y Serbia. Esa era justamente la brecha que Enver había esperado que se abriera —y aun con todo, el gobierno de Said Halim Pachá seguiría ofreciendo resistencia, temeroso de que el inicio de nuevas aventuras militares pudiera provocar la desaparición del imperio—. «Si quienes se encuentran oficialmente al frente del gobierno carecen del valor necesario para ordenar que el ejército presente batalla», escribirá Enver, «yo le haré marchar sin tales órdenes». Al final, Enver conseguiría que el gobierno diera las instrucciones pertinentes, de modo que se dispuso a cruzar, al frente de un destacamento de caballería e infantería, la recién establecida frontera que le separaba de Edirne.[27]
El 8 de julio, al aproximarse a Edirne, las fuerzas otomanas se vieron sometidas al fuego graneado de los defensores búlgaros. Convencido de que los búlgaros estaban evacuando la ciudad, Enver contuvo a sus tropas hasta verse en situación de entrar en Edirne al día siguiente sin oposición alguna. Envió una unidad de caballería en persecución de los búlgaros que se batían en retirada, reforzando al mismo tiempo las posiciones que ocupaban los otomanos en la ciudad, devastada por la guerra. El júbilo que produjo la liberación de Edirne quedaría atemperado por la catástrofe humanitaria a que se vieron enfrentados los soldados otomanos. Enver refiere los horrores que padecían «los pobres turcos obligados a ocupar las ruinosas casas que todavía se mantenían en pie, los mayores con atroces cicatrices, los huérfanos forzados a depender de la caridad del gobierno [esas son algunas de] las mil atrocidades que encontraba a cada paso».[28]
En el transcurso del mes de julio, las tropas otomanas reocuparon la mayor parte de la Tracia oriental, ya que Bulgaria había sufrido varias derrotas a manos de sus vecinos balcánicos. El 10 de agosto, Bulgaria solicitaba la paz, dejando las zonas de Edirne y la Tracia oriental firmemente sujetas al control otomano. Enver volvió a ser aclamado, declarándose «libertador de Edirne» al antiguo «campeón de la libertad». La respuesta pública se concretó en una oleada de euforia que recorrió la totalidad del imperio. Dado el papel que había desempeñado en la consecución de una victoria tras tantas derrotas humillantes, el CUP se granjeó un apoyo sin precedentes por parte del público otomano. Al referir los acontecimientos que le habían permitido convertirse, tras aquella hazaña, en foco de la admiración de todo el mundo musulmán, Enver se regocijaría en el triunfo. «El hecho de haber sido el único capaz de saltar sobre Edirne en el breve plazo de una noche», le confiaba a su amigo, el alemán Hans Humann, «me hace sentir tan feliz como un niño».[29]
Zarandeado por la guerra y la agitación política, el régimen de los Jóvenes Turcos no pudo estar a la altura de los ideales liberales de su revolución de 1908. La respuesta que dieron los unionistas a las amenazas externas y a los desafíos internos consistió en apretar las tuercas a todas aquellas provincias que continuaban de forma indiscutida en manos otomanas. El gobierno adoptó toda una serie de medidas destinadas a combatir las fuerzas centrífugas que pugnaban por desmembrar el imperio, procediendo a una centralización más eficiente de la actividad gubernativa. La ley —entre cuyas cláusulas figuraban medidas tan impopulares como la recaudación de impuestos y el servicio militar obligatorio— debía aplicarse con idéntico rigor en todas las provincias del imperio sin excepción. Además, se presionó a todos los otomanos a fin de que emplearan el turco en sus interacciones oficiales con el aparato del estado.
Estas medidas centralizadoras iban dirigidas a las provincias árabes, en un intento de evitar el surgimiento de movimientos nacionalistas de carácter separatista que pudiesen inducir a los árabes a seguir el ejemplo de los Balcanes y a procurar su independencia. Después del año 1909, la lengua turca de los otomanos comenzó a desplazar cada vez más al árabe en los colegios, las salas de justicia y las oficinas gubernamentales de las provincias de la Gran Siria e Irak. Los cargos más importantes del gobierno fueron a parar a manos de oficiales turcos, dejándose que los funcionarios árabes de notable experiencia ocuparan en cambio puestos de relevancia menor. Como era de esperar, todas estas impopulares medidas determinaron que muchos leales súbditos árabes, descontentos por el autoritario giro que había dado la Revolución de los Jóvenes Turcos, empezasen a crear organizaciones en el seno de la sociedad civil a fin de oponerse a la «turquización». Estas sociedades «arabistas» anteriores a la primera guerra mundial aún no se habían vuelto nacionalistas, pero deseaban ampliar los derechos culturales y políticos de los árabes en el marco del imperio otomano. Sin embargo, a lo largo de la Gran Guerra iba a crecer el número de activistas árabes que comenzara a aspirar a la plena independencia.
Tanto en Estambul como en las provincias árabes se crearon sociedades arabistas. Los miembros de origen árabe del parlamento otomano desempeñaron un papel activo en las reuniones de la Asociación de la Hermandad Árabe-Otomana y el Club Literario, instituciones ambas en las que se abordaban cuestiones culturales de interés común. En Beirut y Basora se fundaron Sociedades Reformistas, y en Bagdad se instituyó un Club Científico Nacional. Dichas sociedades se reunían abiertamente, con pleno conocimiento de las autoridades otomanas, siendo sometidas a un minucioso examen por parte de la policía secreta.[30]
No obstante, el establecimiento de las dos sociedades arabistas más influyentes tuvo lugar en puntos que quedaban fuera del alcance de la policía y los censores otomanos. En 1909, un grupo de musulmanes sirios fundó la Liga de la Juventud Árabe, también conocida con el nombre de Al-Fatat (por abreviatura de su denominación árabe: Jam‘iyya al-‘Arabiyya al-Fatat). Al-Fatat trataba de conseguir la igualdad de los árabes en el marco de un imperio otomano reorganizado en forma de estado binacional turco-árabe —de acuerdo con un concepto basado en el modelo del imperio austrohúngaro de los Habsburgo—. Así recordaba el momento Tawfiq al-Natur, uno de los fundadores del partido: «Todo lo que queríamos nosotros, los árabes, era tener los mismos derechos y obligaciones, dentro del imperio otomano, que los propios turcos, y que el imperio se hallara compuesto por dos grandes nacionalidades, la turca y la árabe».[31]
En 1912, en El Cairo, un grupo de emigrantes sirios de similares convicciones creaba el Partido para la Descentralización Otomana. Los arabistas establecidos en El Cairo, que rechazaban de plano las políticas centralizadoras de los Jóvenes Turcos, argumentaban que el imperio otomano, dada su diversidad étnica y racial, solo podía organizarse de acuerdo con un sistema federal capaz de otorgar una autonomía significativa a las provincias. Tomaron como modelo a seguir el descentralizado gobierno suizo, con sus cantones autónomos. No obstante, el Partido para la descentralización otomana defendía la unidad del imperio, regido por el sultanato otomano, y abogaba al mismo tiempo por el uso del turco junto con la lengua local de las diferentes provincias.
Los unionistas no tardaron en considerar con creciente intranquilidad la proliferación de sociedades arabistas. Estando la guerra de los Balcanes en su máximo apogeo, los Jóvenes Turcos no estaban de humor para asumir compromisos destinados a satisfacer las demandas de descentralización o los deseos de instaurar una monarquía doble. En febrero de 1913, al publicar la Sociedad Reformista un manifiesto en el que se lanzaba un llamamiento en favor de la descentralización administrativa, las autoridades otomanas tomaron medidas drásticas. El 8 de abril de 1913, la policía cerraba las oficinas de la Sociedad reformista de Beirut y ordenaba el desmantelamiento de la organización. Los miembros más influyentes de la Sociedad promovieron una huelga en toda la ciudad y se coordinaron para recabar y enviar peticiones al gran visir y protestar por el cierre. Varios integrantes de la Sociedad fueron arrestados por agitación. Beirut entró en una fase de intensa crisis política que se prolongó por espacio de una semana, hasta que finalmente se obtuvo la liberación de los encarcelados y se puso fin a la huelga. Sin embargo, la Sociedad Reformista de Beirut no volvió a abrir sus puertas, ya que sus miembros, obligados a reunirse en secreto, pasaron a la clandestinidad.
Al verse enfrentados a la creciente oposición otomana, los arabistas trasladaron su causa a la comunidad internacional. Los integrantes de Al-Fatat de París decidieron convocar una reunión en la capital francesa, a fin de poder debatir libremente y sin temor a la represión otomana las cuestiones políticas que les interesaban y de conseguir que la comunidad internacional respaldara sus demandas. Se enviaron invitaciones a las sociedades arabistas del imperio otomano, Egipto, Europa y las Américas. Pese a los notables esfuerzos del embajador otomano en Francia, que pretendía forzar la clausura de la reunión, llegaron a París para participar en el Primer Congreso Árabe 23 delegados venidos de todas las provincias árabes del imperio —once musulmanes, once cristianos y un judío—. El 18 de junio de 1913, el Congreso abría sus puertas a un público integrado por 150 observadores.
Tawfiq al-Suwaidi, nacido en Bagdad, era uno de los dos delegados iraquíes presentes en el Congreso árabe (un amigo de Suwaidi, el delegado judío Suleimán Anbar, también era bagdadí). Todos los demás participantes eran naturales de la Gran Siria. Suwaidi era un neoconverso, ya que hacía muy poco tiempo que había abrazado la política arabista. «Yo sabía que era un árabe musulmán y otomano», reflexionaría más tarde, «aunque no tenía más que una percepción absolutamente vaga de mi condición de árabe». Suwaidi hablaba con fluidez el turco y en 1912 se había licenciado en derecho en Estambul, trasladándose posteriormente a París para proseguir sus estudios jurídicos. Estando en la capital francesa, entró en contacto con un grupo de arabistas que ejercieron «una profunda influencia» en sus planteamientos políticos. De este modo, Suwaidi se adhirió a Al-Fatat, y desempeñó un papel clave en la organización del Congreso árabe.[32]
Según recuerda Suwaidi, «el Primer Congreso Árabe acabó convirtiéndose en el escenario de una gran disputa entre tres facciones distintas». El primero de los grupos enfrentados era el de la «Juventud árabe musulmana», cuyo objetivo consistía en lograr que los árabes «disfrutaran de los mismos derechos que se conceden a los súbditos turcos del imperio». La segunda facción era la de los Árabes cristianos, «que rebosaban de amargo rencor hacia los turcos». Suwaidi despacharía a la tercera facción diciendo que sus miembros se dedicaban únicamente a «ver los toros desde la barrera», ya que no solo los consideraba unos oportunistas incapaces de «decidir si querían mostrarse leales a los turcos o a los árabes» sino que los veía dispuestos a alinearse en última instancia con aquella de las dos partes que mejor prometiera atender sus intereses materiales.
En los seis días que duraron las sesiones, el Congreso acordó diez resoluciones, con las que vino a dar forma a su programa reformista. Los integrantes de la reunión exigían el reconocimiento de los derechos políticos árabes y la activa participación de los mismos en la administración del imperio otomano, objetivo que debía materializarse mediante la puesta en marcha de un proceso de descentralización. Demandaban que se admitiera el árabe como lengua oficial del imperio, y que los diputados árabes pudieran dirigirse a los miembros del parlamento en su lengua materna. Querían circunscribir la prestación del servicio militar a las provincias de residencia de los reclutas, «salvo en circunstancias totalmente excepcionales». El Congreso aprobó asimismo una resolución en la que los delegados manifestaban «simpatizar con las demandas que solicitan los armenios otomanos sobre la base de la descentralización» —afirmación que no podía sino suscitar preocupación en Estambul—. Los delegados decidieron compartir sus resoluciones tanto con la Sublime Puerta como con los gobiernos que mantenían relaciones amistosas con el imperio otomano. El Congreso se clausuraría en la noche del 23 de junio.
El Congreso no podía haber elegido un peor momento para abrir negociaciones con los Jóvenes Turcos. Los otomanos acababan de firmar el Tratado de Londres (el 30 de mayo), dándose así por terminada la Primera guerra de los Balcanes —y asumiendo la pérdida de Albania, Macedonia y Tracia—. Además, el 11 de junio había sido asesinado el gran visir Mahmud Şevket Pachá. En el momento en que los miembros del Congreso levantaban la sesión en París, los unionistas no solo se hallaban inmersos en la materialización de una purga de sus adversarios liberales, a los que querían hacer desaparecer del gobierno, sino que accedían al poder por vez primera. Con todo, la reunión de París planteaba una amenaza demasiado grande para poder ser pasada por alto. Si los otomanos optaban por no responder al envite, era prácticamente seguro que los arabistas lograrían poner de su parte a las potencias europeas, y no era ningún secreto que Francia había manifestado tener intereses en Siria y el Líbano.
Los Jóvenes Turcos enviaron a su secretario general, Midhat Şükrü, en una misión destinada a limitar los daños y a tratar de lograr para ello que los delegados del Congreso accedieran a negociar y a establecer un programa consensuado de reformas. Tawfiq al-Suwaidi recelaba del ejercicio diplomático de Midhat Şükrü, que se había reunido con los observadores pasivos, según afirmaba el abogado bagdadí, animado por el «explícito propósito de entrar en contacto con los mencionados participantes [del Congreso] y de ponerlos de parte del gobierno otomano». No obstante, los mediadores otomanos se las arreglaron para concluir un acuerdo de reforma parcialmente orientado a abordar las resoluciones del Congreso árabe. El Acuerdo de París ofrecía la posibilidad de ampliar la participación árabe en todos los niveles del gobierno otomano y de ampliar el uso de la lengua árabe, confirmando al mismo tiempo que los soldados podían realizar sus deberes militares «en los países vecinos».[33]
La Sublime Puerta invitó a los delegados del Congreso árabe a Estambul a fin de festejar el Acuerdo de París. Los tres delegados que aceptaron la invitación fueron calurosamente recibidos en la capital imperial, entrevistándose con el sultán Mehmed Reshid, el príncipe heredero, el gran visir Said Halim Pachá y el triunvirato gobernante: Enver, Talat y Cemal. Los alojaron con gran lujo, ofreciéndoseles opíparas cenas e intercambiándose con ellos cálidas palabras de hermanamiento turco-árabe —y todo ello en conversación con hombres situados en lo más alto del escalafón gubernativo otomano.
Los banquetes oficiales y los discursos corteses no podían enmascarar el hecho de que el gobierno otomano no estaba tomando ninguna medida para llevar a la práctica el programa de reformas que se había acordado aplicar en los territorios árabes. Tawfiq al-Suwaidi llegaría así a la siguiente conclusión: «cuantos estaban familiarizados con la situación en que se hallaban los asuntos internos del imperio otomano expresaban la opinión de que todos aquellos fenómenos no eran más que otras tantas maniobras de distracción y de que, llegado el momento oportuno, se transformarían en un medio de aplastar a quienes habían organizado el Congreso árabe». En septiembre de 1913, los delegados regresaron a Beirut con las manos vacías. Las ambiciones arabistas, espoleadas por una actividad frenética, iban a quedar en último término frustradas. Y como sugeriría más tarde Suwaidi, contando ya con la perspectiva que permite el paso del tiempo, los organizadores del Congreso árabe eran en realidad hombres marcados. Antes de que transcurrieran tres años desde su celebración, varios de sus integrantes iban a encontrar la muerte en la horca a causa de su política arabista.[34]
En el breve plazo de cinco años, el imperio otomano había sufrido una revolución, tres grandes guerras contra potencias extranjeras y un notable número de desórdenes internos, desde masacres sectarias hasta levantamientos separatistas —y cada uno de esos episodios de agitación intestina había supuesto además la amenaza de una nueva intervención extranjera—. Sería difícil exagerar la magnitud de las pérdidas que hubieron de encajar los otomanos a lo largo de esos cinco años. El imperio no solo se había visto obligado a ceder las últimas posesiones que aún conservaba en el norte de África y los Balcanes, también había sido despojado de millones de súbditos, teniendo que dejarlos bajo gobernación europea. La situación de emergencia resultante llevó a los reformistas otomanos a abandonar su liberalismo, en un desesperado intento de impedir que el imperio se derrumbara por completo. El impulso constitucional de 1908, que había desafiado el absolutismo del sultán, evolucionó a lo largo de una sucesión de crisis hasta transformarse, a finales de 1913, en una gobernación todavía más autocrática liderada por tres unionistas imbuidos de ideales: Enver, Talat y Cemal.
La liberación de Edirne había renovado las esperanzas del imperio otomano de un futuro mejor. El ejército otomano había probado su capacidad para recuperar un territorio perdido. «Ahora disponemos de un ejército al que todos pueden encomendar con confianza los intereses del país», afirmaría Enver exultante, «un ejército que ahora es mil veces más capaz de cumplir con su deber que al principio de esta deprimente guerra, pese a todas las pérdidas que hemos sufrido». Por lamentables que resultaran los quebrantos territoriales del norte de África y los Balcanes, el imperio otomano había salido del envite convertido en una masa geográfica ininterrumpida en la que hallaban cabida tanto las provincias turcas como las árabes. Un imperio musulmán y asiático de ese tipo poseía una consistencia y una lógica que muy bien pudiera resistir mejor que el viejo imperio otomano los desafíos internos y externos.[35]
Los unionistas albergaban la esperanza de un futuro mejor, pero veían amenazas tanto dentro como fuera de las fronteras otomanas. Les preocupaba que los árabes pudieran sucumbir a la tentación de organizar un movimiento nacionalista propio y consideraban que las ambiciones armenias constituían una amenaza para la existencia misma del imperio otomano. Las provincias de la Anatolia oriental que habían sido foco de las demandas de reforma armenias, respaldadas por las potencias europeas, eran la médula territorial de las provincias turcas. Además, la interacción entre las comunidades armenias radicadas al otro lado de la frontera ruso-turca venía a exacerbar el peligro que representaba el separatismo armenio para el imperio otomano.
Los Jóvenes Turcos juzgaban que Rusia era la única gran amenaza que todavía ponía en entredicho la supervivencia otomana. Dadas sus ambiciones territoriales en la Anatolia oriental, en los estrechos del Bósforo y los Dardanelos, así como en la propia capital otomana, Rusia revelaba perseguir abiertamente la desaparición del imperio otomano. Los otomanos no lograrían contener las ambiciones de las grandes potencias más que estableciendo una alianza con alguna nación europea amiga. El fatídico año de 1914 sorprendería al imperio otomano en plena búsqueda de esa asociación defensiva. Y en último término habría de ser justamente ese empeño el que acabara zambullendo a los otomanos en la Gran Guerra.