Pero antes de desenchufar el televisor para siempre, resultó que televisaron las sesiones de una comisión del Senado que investigaba el crimen organizado. Vamos a ver eso, dijo Langley, y lo pusimos.
Senador, decía un testigo, no es ningún secreto que en mi juventud fui un chico alocado, y maduré por la vía dura, o lo que es lo mismo, cumplí condena. Esos antecedentes del tribunal de menores son como un pájaro muerto que llevo colgado del cuello y por culpa de eso me ha llegado una citación para comparecer aquí.
¿Niega usted que es el jefe de la principal familia criminal de Nueva York?
Soy un buen americano y estoy aquí sentado ante ustedes porque no tengo nada que esconder. Pago mis impuestos, voy a misa todos los domingos y hago donaciones a la Asociación Deportiva de la Policía, donde ponen a los niños a jugar a la pelota y evitan así que se metan en líos.
Cielo santo, exclamé, ¿sabes quién es ése? ¡Tiene que ser él! Reconocería esa voz en cualquier sitio.
Si lo es, ha engordado, dijo Langley. Viste como un banquero. Ha perdido casi todo el pelo. No sabría decir.
¿Cómo no iba a cambiar en veinticinco años? Sí, es él. Escúchalo: ¿cuántos gánsteres hablan en susurros, con un resuello en do alto añadido? Ése es Vincent de todas todas. Me preguntó qué se sentía siendo ciego. Y ahora ha llegado a la cima de su profesión. Es un capitoste ante una comisión del Senado. Nos envió champán y chicas, dije. Y luego no volvimos a tener noticias de él.
¿Acaso las esperabas?
Estaba comportándome como un idiota, lo sé, con tanto aspaviento por aquel matón. Y no fui el único. No recuerdo el contenido exacto de su testimonio, pero después de su comparecencia la prensa sensacionalista no hablaba de otra cosa. Langley me leyó: «¡Vincent se va de la lengua!». Eso clamaban los titulares, como si los hubiera traicionado a ellos. Y luego la enumeración de negocios turbios que supuestamente controlaba, los rivales muertos en circunstancias misteriosas, los distintos juicios de los que había salido con veredicto de inocencia, reafirmando así una culpabilidad tan grande que la ley no podía abarcarla, y, para mayor suspense, los archienemigos que, según contaban, tenía entre las otras familias delictivas. Me quedé muy impresionado.
Langley, dije, ¿y si nosotros hubiéramos sido una familia delictiva? ¿No habríamos estado mucho más unidos a nuestros padres si todos juntos hubiésemos controlado redes de protección, sindicatos del juego, préstamos con intereses exorbitantes, cometiendo todos los delitos imaginables, incluido el asesinato, aunque no, creo, la prostitución?
La prostitución probablemente no, convino Langley.
Después de las sesiones de la comisión del Senado, Langley desenchufó el aparato y lo dejó en algún rincón, y no volvimos a ver la televisión hasta pasada una década, cuando los astronautas alunizaron. Nunca expliqué a mi hermano que, a mi manera, yo veía la pantalla: la veía como una mancha alargada sólo un poco más clara que la oscuridad imperante. La imaginaba como el ojo de un oráculo mirando nuestra casa.
Mi emoción por haber conocido en otro tiempo a un gánster famoso era señal de lo mucho que me aburría en mi propia vida. Cuando, al cabo de unas semanas, anunciaron en un boletín informativo de la radio que Vincent había recibido un tiro mientras cenaba en un restaurante del East Side, sentí un extraño orgullo, la sensación de ser uno de los pocos privilegiados que estaban en el ajo, un sentimiento de «yo lo conocí cuando…» totalmente ajeno a las circunstancias extremas de su situación. Al fin y al cabo, yo era una persona que se pasaba casi todo el día sentado en su casa, viviendo sin el complemento normal de amigos y conocidos, y sin una ocupación práctica con que llenar sus días, un hombre cuya vida no había dado más fruto que una conciencia excesiva de su propia inutilidad… ¿quién podía echarme en cara que actuase como un necio?
Fue por el testimonio que prestó, dije a Langley. A las familias delictivas no les gusta la publicidad. El alcalde se siente presionado para hacer algo, el fiscal se pone manos a la obra y la policía empieza a detenerlos.
De pronto, como ves, me había convertido en un experto criminólogo.
Esperé junto a la radio. Los clientes del restaurante habían visto cómo trasladaban a Vincent a su limusina para llevárselo de allí. ¿Estaba vivo o muerto? Me quedé con una vaga sensación de expectación. Eso, aunque sin llegar a premonición, puede ser igual de inquietante. Jacqueline, cuando leas esto, si es que lo lees, quizá pienses: Sí, en este momento de su vida, el pobre Homer estaba perdiendo el juicio. Pero deja de lado el poder oracular que atribuí al televisor, y te encontrarás con una inverosimilitud que tenía cierta lógica. Ahora pienso que ocurrió lo que yo quería que ocurriese, si bien lo que describiré aquí fue sólo un acontecimiento pasajero más de nuestras vidas, como si nuestra casa no fuera nuestra casa sino un camino por el que Langley y yo viajábamos como peregrinos.
Cuando sonó el teléfono, yo estaba sentado junto a la radio de mesa en el gabinete de nuestro padre. Me sobresalté. Nunca nos llamaba nadie. Langley se había marchado a su habitación para mecanografiar el resumen de las noticias del día destinado a su sistema de archivo. Bajó corriendo. El teléfono se hallaba en el vestíbulo. Contesté. Una voz de hombre preguntó: ¿Es la archidiócesis? Dije: No, esto es la residencia de los Collyer. Y se cortó la comunicación. ¿La archidiócesis? Al cabo de un minuto empezaron a aporrear la puerta. Como supondrás, después de esa andanada de sonidos repentinos y estridentes, el timbre del teléfono, los golpes en la puerta, estábamos muy impresionables. Cuando abrimos la puerta, irrumpieron tres hombres con otro a cuestas, cogido por los brazos y las piernas, y éste era el mismísimo Vincent, cuyo brazo extendido me empujó a un lado y dejó un rastro húmedo en mi camisa que resultó ser su sangre.
Lo que a mí me interesa —he hablado de ello muchas veces con Langley a lo largo de los años— es por qué nos quedamos inmóviles en la puerta mientras esos asesinos pasaban ante nosotros y, en lugar de dejarlos en la casa y salir corriendo a buscar a la policía, respondimos servicialmente a sus gritos y órdenes, cerrando la puerta y siguiéndolos en su torpe ir y venir con Vincent en volandas, que aullaba cada vez que tropezaban con algo, hasta que se decidieron por el gabinete de mi padre, donde lo sentaron en una butaca entre los libros y los fetos embotellados y los órganos en vinagre de los estantes.
Sentíamos curiosidad, decía Langley.
Uno de los tres esbirros resultó ser hijo de Vincent. Massimo, se llamaba. Era su voz la que yo había oído por teléfono. Los otros dos hombres eran los mismos que nos habían llevado a casa en coche desde el club hacía muchos años. Nunca los oí pronunciar más de una o dos palabras, por lo general entre dientes. Me los imaginaba como el granito: duros, rayando en lo inanimado. Vincent había perdido la oreja izquierda a causa del balazo, y por temor a que quienquiera que le seguía los pasos rematase la faena —un cartel de familias delictivas de Nueva York, si no me equivocaba—, uno de los hombres graníticos se había acordado de nuestra casa y, tal vez después de dar vueltas y más vueltas en coche desesperadamente buscando un escondrijo, llegó a la conclusión de que para los perseguidores nada era más inverosímil que una residencia en la Quinta Avenida, y por tanto buscó nuestro número de teléfono para ver si aquello era aún nuestra residencia (¿y no la archidiócesis?) y voilà, allí estábamos, una casa franca recién concebida para un famoso criminal desangrándose por lo que le quedaba de oreja.
Con su jefe instalado en la butaca, y Massimo arrodillado junto a él apretando contra la oreja herida una servilleta del restaurante ensangrentada, los gánsteres parecían incapaces de pensar qué debían hacer a continuación. Todo era silencio salvo por el gimoteo de Vincent, que, debo decir, no guardaba ninguna relación en mi cabeza con el hombre de mis recuerdos. No percibía la menor señal del aplomo sereno y refinado que yo conservaba en la memoria y que esperaba de él en ese momento. Me defraudó. Posiblemente la bala que le arrancó parte de la oreja le había producido tinnitus, pero en realidad era una herida menor desde el punto de vista de lo que es esencial para la vida. Así que su problema era sólo superficial. Haced algo, masculló, haced algo. Pero sus hombres, quizás atónitos por la colección de órganos y fetos en tarros de formol de nuestro padre, las toneladas de libros desbordándose de las estanterías decorativamente, los viejos esquís de madera en el rincón, las sillas de respaldo recto apiladas, las macetas llenas de tierra de los experimentos botánicos de mi madre, el ánfora china, el reloj de pie, las entrañas de dos pianos, los altos ventiladores eléctricos, las varias maletas y un baúl, las pilas de periódicos en los rincones y en el escritorio, el viejo maletín médico negro de cuero agrietado con el estetoscopio asomando, todo ello prueba de una vida bien vivida… en fin, como decía, ante todo eso, los hombres parecían incapaces de moverse. Fue Langley quien asumió el mando, evaluando la herida de Vincent y buscando allí mismo, en un cajón del escritorio de mi padre, rollos de gasa, esparadrapo, torundas y un frasco de tintura de yodo, que consideró que había alcanzado su potencia máxima dados los años de envejecimiento.
Por lo visto, los alaridos de Vincent mientras recibía tratamiento pusieron en alerta a sus hombres, ya que sentí una presión bajo las costillas y supuse que era el cañón de una pistola. Pero el momento crítico pasó —Tenga, oí decir a Langley, envuélvale la cabeza con esto— y en breve los alaridos dieron paso de nuevo a los anteriores lamentos.
Los hombres llevaron a cabo un reconocimiento de la casa y decidieron trasladar a su jefe a la cocina. Arriba, podían atraparlo como a una rata en una trampa. La cocina, más cerca de la puerta de atrás, ofrecía una posibilidad de fuga rápida en caso de que los perseguidores aparecieran por la escalinata delantera. Bajaron el colchón y dos almohadas de la antigua habitación de Siobhan. Así que allí teníamos a nuestra celebridad del mundo del hampa, reclinado sobre lo que en su día fue la gran mesa rústica de la abuela Robileaux, de grueso tablero y patas torneadas —recuerdo que mi madre había querido dar un aire de casa de campo a la cocina—, malhumorado, sumido en la autocompasión, quisquilloso, y maltratando a su hijo, sin importarle la presencia de desconocidos.
Daba la impresión de que Massimo tenía el rango de aprendiz de gánster y, según su padre, no hacía nada bien: si quería llamar al médico de la familia, era una estupidez; si salía corriendo a por tabaco o algo para comer, era lento como una tortuga. Massimo no se parecía a su padre, o al recuerdo que yo tenía de su padre: era gordinflón y calvo, de cabeza voluminosa y amplia papada, como sospeché incluso antes de entrar en confianza lo suficiente para que me permitiese palpar sus facciones, y en general poco afortunado para no haber cumplido aún los treinta. Sin proponérmelo, yo hacía lo posible para que no se sintiera tan mal. Tu padre está dolorido, decía, y no lo lleva bien. Siempre está así, decía Massimo.
Recuerdo haber pensado que, como reemplazo de su padre, Massimo nunca daría la talla. Pero me equivoqué. Unos años después, cuando por fin mataron a Vincent de un tiro, Massimo pasó a ser el capo de esa familia criminal y fue incluso más temido que su padre.
Nos llevaron a la cocina cuando Vincent, ya más tranquilo, estuvo en condiciones de echarnos un vistazo. Fue como si nos hubiesen concedido audiencia. Y éstos quiénes son, preguntó con su voz resollante. ¿Vagabundos pidiendo limosna? Massimo dijo: Viven aquí, papá. Ésta es su casa. No me digas, contestó Vincent. Con ese pelo que llevan, parece que nunca han puesto los pies en una barbería. Y éste tiene la mirada perdida, como si estuviera drogado. Ah, ya veo, está ciego. Hay que ver qué cosas te encuentras en esta ciudad. Sacadlos de aquí, ya tengo bastantes problemas sin necesidad de soportar la presencia de este par de cretinos.
Yo me quedé de piedra. ¿Debería haberle dicho a Vincent que nos habíamos conocido años atrás? Pero con eso habría reafirmado mi humillación. Me sentí como un idiota. Igual que cualquier celebridad o político, el tipo era tu mejor amigo hasta que volvías a cruzarte con él, y entonces no se acordaba ni remotamente de haberte conocido. Langley, también presente, tuvo después el detalle de no recordarme mi estupidez.
Los invitados se quedarían cuatro días. Sólo nos mantuvieron encañonados al principio. Yo no tenía miedo; Langley tampoco tenía miedo, pero estaba tan furioso que temí que se le reventara un vaso sanguíneo. Massimo, por orden de su padre, intentó arrancar el cable del teléfono de la pared. Éste no cedió. Langley: Espera, ya lo hago yo, no necesitamos ese trasto para nada, nunca lo hemos necesitado. Y dio tal tirón al cable que oí saltar de la pared trozos de escayola; luego lo lanzó todo a la otra punta del gabinete y rompió el cristal de una de las librerías de nuestro padre.
Mi hermano y yo teníamos que permanecer a todas horas a la vista. Si salíamos de la habitación, uno de los matones debía acompañarnos. El segundo día la vigilancia se relajó, y Langley reanudó su proyecto periodístico sin más, y de hecho recibió la ayuda de aquellos hombres, que por turnos salieron a por los periódicos matutinos y vespertinos para ver qué decían sobre el atentado y la desaparición de Vincent.
Los hombres estaban atónitos por el estado del escondite que habían elegido. No entendían la total ausencia de un medio de sentarse reconocible. Para ellos, éramos una familia con tendencias decorativas extrañas propias de otro mundo, como las pilas de periódicos viejos en casi todas las habitaciones y en los descansillos de la escalera. Pero cuando descubrieron el Modelo T en el comedor, se habrían marchado de inmediato si de ellos hubiese dependido. Es posible que fuese su perplejidad lo que nos permitió salir indemnes, ya que los oí comentar que de buena gana se habrían ido de allí, de ese «manicomio», fue la palabra que usaron, creo.
En este punto debería mencionar las máquinas de escribir. Un tiempo antes, Langley había decidido que necesitaba una máquina de escribir para empezar a poner en orden su proyecto maestro, el periódico único para todos los tiempos. Primero probó la que usaba nuestro padre. Estaba en el escritorio del doctor: una L. C. Smith Número 2. No era la mezcla de polvo y grasa lo que molestaba a Langley, sino que la cinta se había secado y para pulsar las teclas se requería una gran presión. Aunque la máquina hubiese funcionado perfectamente, Langley habría salido, creo, en busca de otras, y de hecho al final lo hizo, porque, como siempre en circunstancias parecidas, para qué conformarse con una si podía disponer de todo un surtido. Por tanto, al cabo de un tiempo teníamos en nuestro poder todo un despliegue de máquinas: una Royal, una Remington, una Hermes, una Underwood, entre los modelos clásicos, y, por el placer que le produjo encontrarla, una Smith-Corona provista de teclas en Braille. Es la que uso ahora. Así que durante un tiempo, mientras Langley detectaba las imperfecciones de cada una a fuerza de utilizarlas, llegó a mis oídos una música nueva: el golpeteo de las teclas y el sonido de la campanilla y el choque del carro contra el tope. Me sorprendió que al final encontrara un modelo que le satisfizo. A las otras se les concedió rango de piezas de museo, desatendidas y olvidadas, como todo lo demás, a excepción de una preciosidad que encontró en una tienda de la calle Cuarenta y tantos Oeste, una Blickensderfer Número 5 muy vieja, que al tacto me pareció una mariposa metálica, sus alas duras y flexibles extendidas en pleno vuelo. Ésta recibió un lugar de honor en el lavamanos de su habitación.
Al cumplirse el tercer día sin señal alguna de que Vincent fuera a marcharse —se pasaba casi todo el tiempo durmiendo—, mi hermano y yo reanudamos paulatinamente la rutina cotidiana de nuestras vidas sin intromisión de los gánsteres, y esta estrafalaria situación adquirió cierta apariencia de normalidad. Langley se dedicó a mecanografiar su proyecto y yo volví a mis ensayos diarios de piano. Era como si dos familias independientes compartieran el mismo espacio. Ellos se traían su comida y nosotros nos ocupábamos de la nuestra, aunque al final se nos acabó casi todo lo que había en la despensa y ellos empezaron a dejarnos cosas. Sus guisos llegaban en cajas de cartón blancas y no estaban mal —platos italianos traídos por la noche, ya que seguían un régimen de una sola comida diaria—, y a cambio nosotros preparábamos el café por la mañana y nos sentábamos con ellos en los peldaños de la escalera del primer piso. Cuando Vincent se despertaba, procedía a quejarse desde su lecho de la cocina y a exigir y a maldecir y a amenazar a cuantos tenía delante. Nos convirtió a todos en una especie de fraternidad oprimida; había pasado a ser un lastre universal, y por tanto al final se estableció una especie de vínculo: los dos hermanos y los tres matones.
Yo habría pensado que sus hombres preferían al Vincent dormido antes que al Vincent despierto, pero se los veía cada vez más nerviosos mientras esperaban inquietos las siguientes órdenes. Querían saber qué clase de venganza tenía prevista. Querían saber qué debía hacerse.
La mañana del cuarto día oí un tremendo estrépito. Procedía de la cocina. Los hombres entraron corriendo. Yo los seguí. No había ni rastro de Vincent.
Abrieron de una patada la puerta de la despensa y allí lo encontraron, encogido en el rincón. ¿Oís eso?, preguntó Vincent. ¿Oís eso?
Yo lo oía, todos lo oíamos. Ahora los hombres se hallaban en actitud alerta, las armas desenfundadas, uno de ellos hincándome el cañón en las costillas. Porque allí estaba, el golpeteo de algo implacablemente mecánico, como el letal tableteo de una metralleta. Al despertar sobresaltado por ese sonido, con el que debía de estar muy familiarizado después de una larga vida delictiva, Vincent se había caído o tirado de la cama improvisada en la cocina. Fue un momento delicado y supe que si me reía, era hombre muerto. Me limité a señalar el techo y permitir que ellos mismos dedujeran que era Langley con su máquina de escribir: Langley, que era un mecanógrafo muy rápido, con unos dedos que se deslizaban a toda velocidad para no rezagarse respecto a sus pensamientos, y cuya habitación se hallaba justo encima. Yo no sabía qué máquina de escribir utilizaba en ese momento: ¿la Remington, la Royal, o acaso la Blickensderfer Número 5? La había colocado sobre una mesa plegable mal asentada y el tecleo, transmitido por las endebles patas de la mesa y luego a través del suelo, adquiría un tono más sombrío de martilleo que, supongo, si uno era un gánster dormido que recientemente había recibido una herida de bala, podía sonar como otro atentado contra su vida.
Vincent, recobrando la compostura, se echó a reír como si lo encontrara gracioso. Y cuando él rio, los demás lo imitaron. Pero el susto lo había llevado a un estado de alerta hostil. Ya bastaba de tanto dormir: volvía a ser el capo.
¿Qué es este vertedero?, exclamó. ¿Es que estoy en una chatarrería? ¿Aquí me habéis traído? Massimo, ¿no has encontrado nada mejor? Fíjate en esto. Yo que tengo que pensar en la represalia. Yo que tengo preocupaciones serias. Y me traes a esta ratonera. ¡A mí! ¿Y dónde está la información secreta que necesito? ¿Dónde están los datos con los que cuento? Veo que os miráis. ¿Queréis ponerme excusas? Sí, hay deudas que pagar, y las pagaré. Y cuando haya acabado con ellos, averiguaré quién me ha vendido dentro de la familia. O debo creer que si ahora me falta una oreja, es culpa del destino ciego. ¡Os hablo a vosotros! ¿Eso ha sido, el destino ciego? ¿Me encontraron en el restaurante por casualidad?
Sus hombres sabían que más les valía callar. Puede que incluso los reconfortara ver que su jefe volvía a ser el de siempre. Lo oí ir de aquí para allá, apartar cosas a empujones, tirarlas.
Como Langley me contó después, fue mientras Vincent deambulaba por la casa con una mano en el orificio de la oreja cuando encontró uno de los cascos de los excedentes del ejército y se lo puso. Y luego tuvo la necesidad de verse en el espejo, y sus hombres bajaron el espejo de pie del dormitorio de mi madre, un espejo del dormitorio de una dama que podía ladearse en el bastidor.
Cuando Vincent se vio, advirtió que llevaba el traje sucio. Se desnudó —fuera la americana, el pantalón, la camisa— y, en paños menores, calzado con zapatos y calcetines, encontró uno de nuestros uniformes de faena de su talla y dijo: Nadie me reconocerá vestido así. Podría salir por la puerta a plena luz del día. Eh, Massimo, ¿qué me dices? ¿Me parezco a alguien a quien tú conoces?
No, papá, contestó el hijo.
Por supuesto, nadie puede verme así. ¿Qué sería de mi reputación? Se echó a reír. Por otro lado, si la otra noche hubiese llevado puesto este casco, aún tendría la oreja.
La lavadora estaba en la trascocina, un modelo antiguo con un rodillo acoplado, y uno de los hombres la encontró, cogió la ropa de Vincent y la metió en la lavadora para quitarle las manchas de sangre. Por entonces debíamos de tener ya no pocas planchas eléctricas, además de dos o tres planchas antiguas que se calentaban en el horno. Así que Massimo y uno de los hombres tardaron lo suyo en intentar dejar el traje de Vincent lavado y escurrido y planchado de manera que fuese una réplica razonable de un traje recién salido de la tintorería.
Entre tanto, Langley, que no vio por qué debía quedarse allí y aburrirse, volvió a su máquina de escribir en el piso de arriba y se reanudaron el tecleo y el choque del carro, y Vincent dijo: Massimo, sube y dile a ese viejo que si no para ya con la máquina de escribir, le pasaré las manos por ese escurridor. Massimo, tomando la iniciativa en un esfuerzo por complacer a su padre, bajó cargado con la máquina de escribir, Vincent la cogió y la lanzó a la otra punta de la cocina y yo la oí hacerse pedazos con un estrépito diáfano, como una pieza de porcelana.
Sólo tuve miedo cuando Vincent se disponía a marcharse. Quería que se fuera, pero ¿cuáles podían ser las órdenes a sus hombres con relación a nosotros a modo de despedida? Durante lo que se me antojaron horas, la familia delictiva deliberó mientras Langley y yo esperábamos, como se nos había indicado, en el piso de arriba.
Cuando se apagó la luz del día al otro lado de las ventanas, nos emplazaron y nos ataron a dos sillas de la cocina, espalda con espalda, usando cuerda de tendedero, de la que casualmente teníamos en el armario de las herramientas del sótano rollos de sobra para circundar dos veces una manzana de la ciudad, aunque a la hora de colgar cosas a secar nuestra preferencia eran esos armazones metálicos en forma de paraguas, de los que teníamos unos cuantos, que podían desplegarse y volver a plegarse cuando ya no se necesitaban, porque Langley pensaba que yo no me acordaría de que había un tendedero en algún lugar de la casa y, por accidente, me estrangularía.
No diréis una sola palabra, advirtió Vincent. Mantendréis la boca cerrada o volveremos nosotros a cerrároslas.
Y luego oí el ruidoso portazo y se fueron.
Todo quedó en silencio. Permanecimos allí bien atados, espalda con espalda, en nuestras sillas. Yo oía el tictac del reloj de la cocina.
Verse atado e incapaz de moverse lo induce a uno a la reflexión. El hecho era que unos matones habían irrumpido en nuestra casa y se habían adueñado de ella, y nosotros no habíamos ofrecido la menor resistencia.
Habíamos entablado amistad con la familia, sentándonos con ellos a tomar café, compadeciendo a Massimo, pero ¿qué era eso si no un comportamiento propiciatorio? Cuanto más pensaba en ello, tanto peor me sentía. En ningún momento nos consideraron dignos de pegarnos un tiro.
La cuerda en torno a mis brazos y mi pecho parecía tensarse cada vez que respiraba. Estaba avergonzado, indignado conmigo mismo. Podríamos haber recurrido a algún truco, insinuado que Vincent agonizaba. Aquellos tarados no habrían visto la diferencia. Habría podido convencerlos para que me dejaran salir en busca de un médico.
Escuché el tictac del reloj de la cocina. La sensación de la futilidad de la vida me subió a la garganta como una desesperación abrumadora. Allí estábamos, los hermanos Collyer, totalmente humillados, absolutamente desvalidos.
Y de pronto Langley se aclaró la garganta y dijo lo siguiente. Recuerdo sus palabras como si fuese ayer.
Homer, entonces eras muy pequeño para recordarlo, pero un verano nuestros padres nos llevaron a una especie de pueblo de veraneo muy religioso a orillas de un lago en algún lugar del norte del estado. Nos alojamos en una mansión victoriana con galerías alrededor de las cuatro fachadas en la planta baja y en el primer piso. Y todas las casas de la comunidad eran así: victorianas con galerías lóbregas y cúpulas y mecedoras en las galerías. Y cada casa era de un color distinto. ¿Te suena algo de todo esto? ¿No? La gente iba de un lado al otro en bicicleta. Cada mañana empezaba con la bendición del desayuno en el comedor de la comunidad. Cada tarde todos cantaban a coro alegremente al son de los banjos de una banda formada por hombres con canotiers y chaquetas de rayas rojas y blancas. Down by the Old Mill Stream. Heart of My Heart. You Are My Sunshine. A los niños nos mantenían entretenidos —carreras de sacos, talleres para aprender a tejer con rafia y esculpir en jabón— y a la orilla del lago el camión de bomberos de la comunidad tenía la boca del cañón de riego apuntada al cielo para que pudiéramos corretear bajo la lluvia de agua gritando y riendo. Cada tarde, al empezar a ponerse el sol más allá de los montes, venía un vapor de palas por el lago haciendo sonar sirenas y silbatos. Por las noches había conciertos o charlas sobre temas de interés. Todo el mundo era feliz. Todo el mundo era amable. Era imposible dar dos pasos sin que te saludaran con amplias sonrisas. Y te aseguro que en mi corta vida nunca había pasado más miedo. Porque ¿qué finalidad tenía un sitio como ése si no era la de convencer a la gente de que así sería el cielo? ¿Qué finalidad si no la de ofrecer una idea de los goces de la vida eterna? A esa edad yo aún creía que existía el cielo… aún me imaginaba pasando la eternidad acompañado de aquellos músicos, con sus banjos, sus canotiers y sus chaquetas de rayas, aún pensaba que algún día podría quedarme entre aquellos imbéciles felices rezando y cantando y dejándome instruir en temas de interés. Y encima veía a mis propios padres abrazar esa existencia horrendamente exenta de problemas, esa vida de felicidad continua e inexorable, a fin de inculcarme una vida de virtud. Homer, fue ese aciago verano cuando comprendí que nuestros padres defraudarían inevitablemente todas las expectativas que yo había puesto en ellos, y me juré una cosa: haría lo que fuese con tal de no ir al cielo. Sólo cuando, al cabo de unos años, me quedó claro que el cielo no existía, me quité esa pesada carga de encima. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento porque ser hombre en este mundo es afrontar una cruda realidad de circunstancias atroces, saber que sólo existen la vida y la muerte y tormentos humanos tan diversos como para desconcertar a cualquier personaje de la índole de Dios. Y eso se confirma aquí, ¿o no? ¿Ver a los hermanos Collyer atados, desvalidos y humillados por un vulgar patán? Éste es uno de los sermones mudos de la propia vida, ¿o no? Y si al final resulta que Dios existe, deberíamos darle las gracias por recordarnos Su horrenda creación y disipar cualquier esperanza residual que pudiéramos albergar ante una vida futura de fatua felicidad en Su presencia.
Langley siempre supo levantarme el ánimo en mis horas bajas.
Muy bien, dije, entonces esto es sólo un problema más que resolver. Pongámonos a ello.
Estábamos atados a las sillas Shaker con el respaldo de barrotes y asientos de mimbre elegidas por mi madre para acompañar la gran mesa rústica que Vincent había usado como cama, lo que en sí mismo, cuando me detuve a pensarlo, me pareció un ultraje. Era inútil forcejear con la cuerda de tendedero enmarañada y anudada en torno a nuestros brazos y entre los barrotes del respaldo. Pero yo había notado que las patas de mi silla se tambaleaban un poco cuando me movía de un lado al otro. Estas sillas son más viejas que nosotros, dije.
En efecto, convino Langley. Contaré, y a la de tres, lánzate hacia la izquierda. Nos caeremos. Cuidado con la cabeza.
Y eso hicimos: nos impulsamos a un lado, y cuando fuimos a parar al suelo, el respaldo de mi silla se rompió y de pronto la cuerda se aflojó lo suficiente para permitirme contorsionarme y desprenderme de los lazos y desatar a Langley.
La realización de esta maniobra fue motivo de gran satisfacción. Tambaleantes, nos pusimos en pie, nos sacudimos el polvo y nos estrechamos la mano.
Esto sucedió a principios de otoño de ese año. Como aún hacía buen tiempo, para disfrutar de nuestra liberación salimos a sentarnos en el banco de la acera de enfrente, bajo el viejo árbol del parque cuyas ramas se extendían por encima de la tapia. Nos sentimos a gusto allí fuera. Incluso los gases de un autobús que pasó por la Quinta Avenida olían bien. Oí los trinos de un pájaro, luego a alguien que paseaba un perro, un perro grande a juzgar por el repicar de sus patas en la acera. Me recliné en el banco y levanté la cara hacia el cielo. Nunca la vida normal y corriente al aire libre me había parecido tan deliciosa.
Langley evaluó el estado de nuestra casa. Los dinteles de las ventanas del primer piso, dijo. Desportillados aquí y allá. Y la cornisa, faltan trozos enteros. No sé desde cuándo está así. Y hay una especie de nido inmundo embutido en una de las brechas. Bueno, ¿y por qué no unos pájaros?, dijo. Hemos acogido ya al mundo entero. Criadas ladronas, agentes del gobierno, familias delictivas, esposas.
Sólo una esposa, corregí.
Con una basta.
Hablamos de la posibilidad de acudir a la policía, pero naturalmente eso nunca lo haríamos. Autonomía, dijo Langley, citando al gran filósofo norteamericano Ralph Waldo Emerson. No necesitamos la ayuda de nadie. Nos callaremos. Y nos defenderemos. Debemos plantar cara al mundo: no somos libres si es a costa del sufrimiento ajeno.
Y allí nos quedamos durante un rato, abstraídos en reflexiones filosóficas, y dejamos que se diluyera la conmoción de la experiencia en la cálida tarde otoñal, con Central Park a nuestras espaldas y la imagen de su sereno mundo verde y natural llenando mi mente.
Cuando estábamos atados a las sillas, Vincent había arrugado un par de billetes de cien y se los había echado a Langley a los pies, como a un mendigo. Me pareció que dimos buen uso al dinero encargando a una carpintería pesados postigos de tablillas a medida para las ventanas de la fachada. Langley los hizo pintar de negro. También instalamos en la puerta de la calle unas abrazaderas de acero y un pasador transversal de diez por cinco centímetros. Eso nos induciría a preguntar quién era antes de abrir la puerta.
Pero al parecer los postigos entrañaron algún significado para los profesionales del sector inmobiliario. Los agentes se sintieron atraídos por nuestra casa como pájaros por un comedero. Sus llamadas a la puerta y sus saludos presuntuosamente alegres pasaron a ser el pan de cada día. En su mayor parte eran mujeres. Y cuando dejamos de abrir la puerta, les dio por echar sus tarjetas y folletos por la ranura del correo. Y un día alguien, quizás una de esas agentes inmobiliarias, intentó ponerse en contacto con nosotros por teléfono y, al encontrarse con que el número comunicaba permanentemente, notificó el hecho a la compañía telefónica. Así que se presentaron unos técnicos de la compañía, y una vez más nos aporrearon la puerta y nosotros contestamos a gritos que no queríamos saber nada. Desde el día que Langley arrancó el teléfono, ninguno de los dos habíamos sentido la necesidad de volver a conectarlo. Y pese a que la compañía telefónica debía de estar ya al corriente por su departamento técnico de que el aparato se hallaba fuera de servicio, nos mandaban cartas amenazándonos con la desconexión si no pagábamos los crecientes recibos atrasados. Langley les escribió una nota de agradecimiento, comunicándoles que ya estábamos desconectados, pero al final tuvimos que vérnoslas con una agencia de cobro a morosos, la primera de varias en representación de acreedores contra quienes las batallas de Langley alcanzarían cierta notoriedad.
Mi hermano y yo deliberamos. Él había entendido mi desasosiego por la perpetua oscuridad de la casa. Cualquiera habría pensado que eso no me importaba, pero yo tendía a sentirme atraído por las habitaciones traseras, cuyas ventanas aún dejaban entrar la luz. Distinguía la claridad del día de la oscuridad por la diferencia de temperatura o incluso el olor, siendo el de la oscuridad uno y el de la luz otro. Así que no estaba del todo contento con nuestra autonomía. A mi Aeolian tampoco le gustaba la oscuridad, pues su calidad tonal pareció cambiar, siendo ahora más apagada, menos declarativa, como si la penumbra lo sofocase.
Así pues, entre unas cosas y otras, al final abrimos los postigos y, durante un tiempo, nuestras ventanas volverían a dar al mundo.
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Langley puso su punto de mira en mí y decidió que se me veía fofo. Te estás reblandeciendo, Homer, y eso trae malas consecuencias para la salud. Desenterró el tándem de los Hoshiyama con la cámara pinchada y lo fijó a un bastidor que mantenía las ruedas por encima del suelo para que yo pudiera pedalear sin ir a ninguna parte. Y cada mañana dábamos un enérgico paseo: primero por la Quinta Avenida, luego de regreso por Madison Avenue y, para rematar, dábamos una vuelta a la manzana. Por supuesto, eso fue sólo el principio de su campaña. Había traído una revista nudista que defendía con fervor los regímenes de salud radicales. La intención no era que acabáramos yendo por ahí sin ropa; se trataba de que, por ejemplo, las vitaminas, de la A a la E, en grandes dosis, reforzadas con hierbas medicinales y cierto fruto seco que se cultivaba únicamente en Mongolia, no sólo garantizaban una larga vida, sino que incluso invertían estados patológicos como el cáncer y la ceguera. Así que ahora, en el desayuno, me encontraba en la mesa, además del habitual cuenco de avena viscosa, puñados de cápsulas y frutos secos y hojas molidas de tal o cual planta, que yo ingería obedientemente sin ningún efecto perceptible que yo pudiera discernir.
Debo añadir que no me pasaba nada —me encontraba bien, de hecho mejor que nunca—, y no me molestaba en absoluto el ejercicio, pero como no quería herir los sentimientos de mi hermano, le seguía la corriente en sus delirios dietéticos. Por otro lado, me conmovía su interés por mi bienestar. En cierto modo me complació verme convertido en uno de sus proyectos.
Entre los objetos coleccionados por él con que me había tropezado en el gran salón, había un bajo relieve de una cabeza femenina, colgado de un clavo en la pared. Era como un camafeo enorme. Palpé sus facciones, la nariz, la frente, la barbilla, las hondas del cabello, y me produjo un placer táctil deslizar los dedos por aquella media cara prominente, pese a saber que la pieza no poseía gran valor, que era quizás una reproducción de algo expuesto en algún museo. Pero Langley me había visto, y debió de ser entonces cuando se sintió impulsado a hacer algo por mi penosa privación como persona para quien las bellas artes eran inaccesibles.
Primero trajo de sus andanzas unas miniaturas netsuke en marfil de parejas orientales haciendo el amor. Eran de las mismas dimensiones que las miniaturas en marfil que habían dejado en casa los Hoshiyama, pero ésas, ni aún buscándolas, las habríamos encontrado. Me invitó a palpar esas diminutas representaciones de la dicha sexual y a imaginar las complicadas posturas adoptadas por las minúsculas parejas de amantes ajenos a todo. También había máscaras de escayola alisada de criaturas parisinas y temibles deidades africanas talladas en madera, que había encontrado en algún mercadillo o subasta. Fue así como lo que llamé el Museo de Bellas Artes de Langley empezó a diferenciarse del resto del mundo inanimado con el que, a lo largo de los años, habíamos acabado conviviendo. E inicié entonces un curso de apreciación artística táctil. Pero aquello no era arte por amor al arte: Langley había estudiado la anatomía y la patología del ojo en la biblioteca médica de nuestro padre. Los conos y los bastones son lo que permiten ver al ojo, me explicó. Son la base de todo. Y si un condenado lagarto es capaz de desarrollar una cola nueva, ¿por qué un ser humano no va a poder desarrollar conos y bastones nuevos?
Así que, al igual que los frutos secos mongoles del desayuno, el curso de apreciación artística era una manera de devolverme la vista. Es la táctica del uno dos, dijo Langley. Reconstituyentes herbales desde dentro y preparación física desde fuera. Tú ya tienes el material para los conos y bastones y preparas tu cuerpo para que los desarrolle a partir de las puntas de los dedos.
Yo sabía que de poco habría servido protestar. Cada mañana entornaba los ojos de cara a la luz del sol para ver si las cosas habían cambiado. Y cada mañana Langley esperaba mi informe. Era siempre el mismo.
Llegados a un punto empecé a irritarme. Langley me aconsejó paciencia: Llevará su tiempo, dijo.
Dedicó una semana a la pintura de dedos, esos tubitos de tinte pastoso que usan los niños, y me obligó a embadurnar hojas de papel para averiguar si era capaz de aprender a distinguir los colores por el tacto. No fui capaz, por supuesto. Me sentí degradado por ese ejercicio. En otra de sus ideas, me hizo ir de un lado al otro de la casa y deslizar las manos por los cuadros que yo recordaba de cuando aún veía: caballos por el camino de herradura de Central Park; un clíper en el mar durante una tempestad; el retrato de mi padre; el retrato de la tía abuela de mi madre que había cruzado el Sudán en camello sin ninguna razón, que se supiera. Y así sucesivamente. Lo peor de esta tarea asignada era acercarme a las paredes. En dos ocasiones tropecé y me caí. Langley tuvo que apartar trastos, quitarlos del medio. Yo conocía cada cuadro por su ubicación, pero visualizarlos por el tacto ya era otra cosa; sólo percibía pinceladas y polvo.
Nada de aquello tenía mucho sentido para mí. Empezaba a agobiarme. De pronto un día Langley abrió la puerta para recibir una entrega de material artístico: lienzos tensados en bastidores de distintos tamaños, un enorme caballete de madera y cajas de pinturas al óleo y pinceles. Y ahora yo tenía que tocar el piano mientras él pintaba lo que oía. La teoría era que su pintura sería un acto de traducción. Yo no debía tocar piezas; debía improvisar, y el lienzo resultante sería la traducción a un lenguaje visual de lo que yo había vertido en forma de sonidos. Se suponía que, una vez seca la pintura, en un destello sináptico de conciencia, yo vería el sonido, u oiría la pintura, y los conos y bastones empezarían a germinar y resplandecer de vida.
Me planteé la posibilidad de que mi hermano no estuviese en su sano juicio. Deseé con toda mi alma que volviese a sus periódicos. Toqué hasta dejarme la piel. Desde que había perdido la vista nunca me habían pesado tanto mis carencias, ni me había sentido tan incompleto como en esos momentos. Cuanto más se esforzaba Langley por mejorar mi situación, tanto más consciente era yo de mi discapacidad. Así que toqué y toqué.
Debería haber sabido que después de iniciarse en el arte por mí, Langley se convertiría en un artista aficionado obsesivo y dejaría de lado por completo el objetivo de mi recuperación. Si algo conocía bien, era a mi hermano. Sólo tenía que esperar. Para sus composiciones, no se limitó a la pintura al óleo, sino que incorporó al lienzo todo aquello que le pedía el alma. Objetos encontrados, los llamaba, y para encontrarlos le bastaba con mirar alrededor, siendo nuestra casa la fuente de las plumas de ave, las cuerdas, los rollos de tela, los pequeños juguetes, los fragmentos de cristal, los trozos de madera, los titulares de periódicos y todo lo que en algún momento lo inspiró. Se suponía que creaba obras lo más táctiles posible en atención a mí, pero en realidad era porque el efecto dimensional le complacía. Transgredir las normas le complacía. Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que ser plano un cuadro? Me colocaba un lienzo delante para que lo tocase. Cuál es el tema, preguntaba yo, y él contestaba: No hay tema, esta pieza no representa nada. Es lo que es en sí misma, y eso basta.
Cómo agradecía esos días en que Langley medio olvidaba la razón que lo había impulsado a pintar. Lo oía ante su caballete, fumando y tosiendo, y olía el humo de su tabaco y sus óleos, y volvía a sentirme como el de antes. Por algún motivo, esos episodios en los que me obligaba a improvisar al piano habían despertado en mí la sensación de que tenía posibilidades como compositor, así que empecé a improvisar a partir de distintas formas musicales: reelaboraba estudios, baladas, sonatinas e, incapaz de anotarlas, me las grababa en la memoria. Langley, en la otra habitación, comprendió qué me traía entre manos, porque salió a la calle y trajo un magnetófono de alambre, y luego, más adelante, un par de aparatos más desarrollados que grababan en cinta, con lo que podía oírme e introducir cambios, y concebir nuevos temas y grabarlos antes de que se me fueran de la cabeza, y tuve la impresión de que ninguno de los dos hermanos Collyer había sido antes tan feliz como en esos tiempos.
Los lienzos que mi hermano pintó en esa época están apoyados contra las paredes, algunos en el gabinete de mi padre, otros en el vestíbulo, otros en el comedor con el Modelo T. Algunos los colgó en la pared de la escalera del primer y segundo piso. Aún después de tanto tiempo huelo los óleos. Mis grabaciones están en algún rincón de la casa, enterradas bajo Dios sabe qué. Mi paso por la composición tenía los días contados, al igual que la vida de Langley como pintor; así y todo, sería interesante, si pudiera buscar esas cintas, esas bobinas de alambre, oír lo que hice. Imagino una maraña de cintas desenrolladas en medio de todo lo demás, y encima no sabría dónde buscar los aparatos para escucharlas. Y finalmente mi oído… mi oído ya no es lo que era, como si también este sentido empezara a retirarse al reino de mis ojos. Doy gracias por tener esta máquina de escribir, y las resmas de papel junto a la silla, ahora que el mundo se me ha ido cerrando lentamente, con la intención de dejarme sólo la conciencia.
Pero mencionaré aquí el último cuadro de Langley, el último antes de volver a concentrarse en sus periódicos. Se inspiró no en el primer vuelo de los astronautas a la luna, sino en sus viajes posteriores. Me obligó a tocarlo. Percibí una superficie arenosa con piedras incrustadas y cráteres en relieve formados con algo parecido a un adhesivo epoxídico rociado de arena. Me pregunté si había vuelto al arte representativo, porque me dio la impresión de que, al tacto, se parecía mucho a cómo sería la luna si me agachase a tocarla. Pero era un lienzo enorme, el mayor que había hecho, y al desplazar la mano por encima, encontré adherido a la superficie una especie de palo, y al recorrer el palo con la mano, noté que se estrechaba y de pronto se doblaba en ángulo recto, terminando en un trozo de metal. Qué es esto, pregunté, parece un palo de golf. Eso es, contestó Langley. En otras partes del lienzo había pegado pequeños libros por el lomo, tres o cuatro de distintos tamaños, y algunas hojas, endurecidas con la cola, sobresalían como si las agitase el viento. ¿Hay viento en la luna?, pregunté. Lo hay ahora, respondió mi hermano.
Este cuadro de la luna no me pareció muy bueno: no me costó mucho visualizarlo, ése era el problema. Quizá Langley se dio cuenta de que era un fracaso, porque fue el último que hizo. O tal vez fueron esos paseos lunares de nuestros astronautas lo que indujo a Langley a abandonar la pintura por considerarla insuficiente para su rabia. ¿Te das cuenta del mal gusto, lanzar pelotas de golf en la luna?, dijo. ¿Y ese otro, que leyó la Biblia al universo mientras daba vueltas por el espacio? Todas las blasfemias están incluidas en esos dos actos, dijo. El uno de una irreverencia absurda; el otro de una presunción absurda.
Yo por mi parte me quedé atónito, y le dije: Langley, esto es casi inimaginable, ir a la luna, es como un sueño, es asombroso. Yo les perdonaría cualquier cosa a esos astronautas.
Él no se atuvo a razones. Te diré qué es lo bueno de esta aventura espacial, Homer. Lo bueno es que la Tierra está acabada, o si no ¿para qué íbamos a hacer esto? La especie tiene la gran percepción subliminal de que vamos a volar por los aires el planeta con nuestras guerras nucleares y debemos prepararnos para abandonarlo. Lo malo es que si en efecto nos vamos de la tierra, contaminaremos el resto del universo con nuestras carencias morales.
En ese caso, dije, ¿qué será de tu periódico eterno y siempre al día?
Tienes razón, respondió, debo dejar espacio para una nueva categoría: el avance tecnológico.
Pero los avances tecnológicos se suceden unos a otros: ¿cuál los representaría a todos?
Ay, hermano mío, ¿es que no lo ves? El avance tecnológico definitivo será huir del lío que hemos armado. Después de ése no habrá ningún otro porque reproduciremos todo lo que hemos hecho en la tierra, repetiremos la secuencia entera en alguna otra parte, y la gente leerá mi diario como una profecía y sabrá que después de haber dejado un planeta, será capaz de destruir otro tan tranquila.
Me acuerdo ahora de aquella historia de Quasimodo, el jorobado de Notre Dame, ese pobre deficiente y lo mucho que amaba a una chica hermosa y, en su angustiada pasión, hacía sonar las grandes campanas de la catedral. En mi anhelo de una amante me preguntaba si ése era yo. ¿O podía yo, a pesar de todo, encontrar a una mujer que se interesara en mí por algún don de su espíritu amoroso? La modelo que tenía en mente para esta persona era Mary Elizabeth Riordan, mi alumna de piano de antaño. De hecho, era la propia Mary Elizabeth Riordan a quien deseaba. Yo había conservado mis sentimientos hacia ella tal como uno conserva un objeto valioso oculto en una caja. En mis fantasías imaginaba que algún día volvería con nosotros siendo ya una mujer adulta, receptiva ahora a la historia de mi cortejo tímido y hasta ese momento imperceptible. Se debió a una cruel coincidencia o maligna alineación de fuerzas espirituales que, en el mismo momento en que yo pensaba en Mary, ella nos escribiera por primera vez en muchos años.
Langley trajo su carta del vestíbulo. Había llegado entre el habitual fajo de facturas, cartas de advertencia de abogados y avisos del Departamento de la Vivienda que el cartero, muy consideradamente, siempre sujetaba con una goma elástica. Fíjate, dijo Langley. Un sello del Congo belga. ¿Quién es la Hna. M. E. Riordan?
Dios mío, exclamé, ¿será mi alumna de piano?
Su largo silencio quedaba explicado: había tomado el hábito, era hermana de alguna honrosa orden. ¡Era monja! Estimados amigos: Sé que debería haberles escrito antes, la oí decir con la voz de Langley, pero confío en que me perdonen.
¿Estimados amigos? ¿Qué había sido del tío Homer y el tío Langley? La gente no sólo tomaba el hábito, sino que también contraía hábitos nuevos. Le pedí a Langley que volviera a leer la carta. Estimados amigos: Sé que debería haberles escrito antes, pero confío en que me perdonen y recen por esta pobre gente a la que tengo el privilegio de servir.
Explicaba que en su orden las hermanas eran misioneras, iban a los rincones del mundo donde había más miseria y sufrimiento y vivían entre la gente y cuidaban de ella.
Estoy en un país empobrecido y asolado por la sequía, viviendo en una aldea entre los pobres y los oprimidos, escribió. Precisamente la semana pasada aparecieron tropas del ejército y mataron a varios de los hombres de la aldea sin ningún motivo. Estas gentes son pobres campesinos que arrancan sus cosechas de una ladera abrupta y rocosa. Están aquí conmigo dos de mis hermanas. Proporcionamos tantos alimentos, medicinas y consuelo como podemos. Vivo mi trabajo como una bendición de Dios. Lo único que echo de menos es un piano y ruego al Señor que me perdone esta flaqueza. Pero a veces a última hora del día, cuando la aldea celebra una de sus ceremonias, la gente saca sus tambores y canta, y yo canto con ellos.
Le pedí a Langley que me leyera la carta varios días seguidos. Intentaba aclimatarme. Los niños están desnutridos, escribió, y contraen muchas enfermedades. Pretendemos abrir una pequeña escuela para ellos. Aquí nadie sabe leer. Pregunto a mi Dios por qué en algunos lugares la gente puede ser tan pobre, desdichada e ignorante y, sin embargo, amar a Jesús con una pureza muy superior a lo que sería posible en Nueva York, una ciudad ahora mismo tan remota, tan ajena, esa enorme ciudad donde me crié.
Me avergüenza admitirlo pero, con la noticia de lo que Mary Elizabeth Riordan había hecho de su vida, me sentí traicionado. Centraba su pasión en otros, incontables otros; era una pasión repartida, un amor por todas y cada una de las personas de este mundo, mientras que yo quería que lo depositara sólo en mí. ¿Había pensado en mí alguna vez a lo largo de esos años? Mi necesidad era equiparable a la de cualquier indigente quebrantado del Congo. Y si era tal la falta de fe en Nueva York, ¿qué mejor lugar para una misionera?
La hermana había adjuntado una fotografía suya y de unos niños pequeños delante de lo que parecía la iglesia de la aldea. No es mucho más que una choza de piedra con una cruz encima de la puerta, dijo Langley. Y se la ve distinta.
¿Cómo?
Ésta es una mujer madura. Tal vez sea porque lleva un sombrero de paja. Se le ven sólo el nacimiento del pelo y la cara. Está más gorda de cómo la recuerdo.
Bien, dije.
Tampoco es la carta de una muchacha. Aquí habla una mujer adulta. ¿Qué edad crees que tendrá?
No quiero saberlo, dije.
Más de cincuenta, diría yo. Pero ¿no te parece interesante que una persona poseída de tan monstruosa fantasía religiosa —convencida de que lleva a cabo la obra del Señor— lleve a cabo la obra que el Señor llevaría a cabo si existiese un Señor?
Yo no podía adoptar un punto de vista tan filosófico como el de Langley sobre la vida que mi amada había elegido. No me extenderé aquí con los detalles sobre las lascivas proposiciones de mi imaginación, las maliciosas seducciones que concebía por las noches a partir de mis recuerdos de su silueta esbelta, los recatados indicios de su figura en los sencillos vestidos que llevaba, o el contacto de su mano en mi brazo cuando nos dirigíamos a pie al cine donde ella me contaba lo que ocurría en la pantalla. Ahora besaba los labios y los ojos que había reseguido con las yemas de mis dedos, y desprendía el tirante del vestido en el hombro que había rozado el mío mientras estábamos sentados los dos al piano. Eso sucedió unas cuantas noches, ella con su tímido consentimiento y yo, con suavidad pero con firmeza, enseñándole a descubrir su placer y velando por la concepción de nuestro hijo. Qué triste verme reducido a estos recursos hasta que mi angustia se disipó en su propia inutilidad y la imagen táctil de lo que había sido Mary Elizabeth Riordan se esfumó de mi mente.
No sé qué sintió Langley en realidad al leer la carta. Él habría preferido esconderse detrás de alguna ocurrencia filosófica a revelar el amor que pudiera conservar aún por esa chica. No era propio de mi hermano identificarse con Quasimodo. Pero resultó que la siguiente etapa de nuestras vidas dio lugar a una sociabilidad rara en nosotros, rayana en la irreflexión por parte de ambos, ya que abrimos nuestra casa a la extraña raza de ciudadanos que empezaba a brotar por todo el país. Si había un asomo de resentimiento en lo que hicimos, si pretendíamos alejarnos lo máximo posible de la santidad de Mary Elizabeth Riordan, desheredándola en nuestras mentes y entregándonos a la realidad endemoniada mediante la búsqueda de un reemplazo de ella, no éramos conscientes.
Por supuesto, el hecho de que acabase de estallar otra guerra deplorable bastaba para despojarme de toda inhibición residual que pudiera quedarme. ¿Era este país, a fin de cuentas, tan corriente como cualquier otro? En ese momento de mi vida yo estaba tan cerca en espíritu de la desesperación filosófica de Langley como nunca antes.
Lo que pasó fue que se celebró una concentración pacifista en Central Park, en el Great Lawn, y se nos ocurrió ir a echar un vistazo. Ya oíamos el bullicio mucho antes de llegar allí, palpitándome en los oídos el sonido de la voz ronca ampliada por el megáfono pese a no distinguirse las palabras, y luego los vítores, un sonido no amplificado más chato y difuso, como si el orador y el público estuviesen en espacios distintos: la cima de una montaña, quizá, y un valle. Y de nuevo la oratoria desdibujada, una o dos frases, y de nuevo los vítores. Estábamos a primeros de octubre de ese año, una tarde cálida, con una luz otoñal que yo sentía en la cara. Dirás que lo que sentía era el calor del sol, pero era la luz. Se posaba en mis párpados, era la luz dorada del sol bajo propio de las postrimerías del año.
Nos quedamos en la periferia de la muchedumbre y escuchamos a un grupo de música folk interpretar una canción en ferviente alabanza de la paz con la ingenuidad voluntaria que acompaña a esa clase de música. El público coreó el estribillo, y ahí se acabó el acto; a modo de conclusión, siguió una salva de vítores y la gente empezó a desfilar ante nosotros de camino a las salidas del parque.
No todo el mundo estaba dispuesto a dar por terminado el acontecimiento, entre ellos Langley. Deambulamos entre los grupos sentados en la hierba, o en tumbonas, o en mantas, y me asombró oír a mi hermano cruzar comentarios jocosos con desconocidos. Me invadió un extraño sentimiento de camaradería. Los Collyer, reclusos, separatistas por principio, y allí estábamos, dos más entre tantísima gente. Y no recuerdo bien cómo sucedió, pero unos jóvenes nos acogieron en su compañía, y como lo uno lleva a lo otro, pronto nos encontramos allí sentados con ellos en el Great Lawn, echando tragos de sus botellas de vino e inhalando el aroma acre y sutil de sus cigarrillos de marihuana.
Más tarde comprendí que fue nuestra indumentaria, nuestra conducta, a lo que respondieron esos niños. Llevábamos el pelo largo, Langley recogido en una cola de caballo, y a mí me caía a los lados de la cabeza hasta los hombros. Y nuestra vestimenta era informal hasta el punto del abandono. Íbamos con nuestras botas y Levi’s viejos, las camisas de faena y los jerséis agujereados debajo de chaquetas gastadas y rotas por los codos que Langley había encontrado en un mercadillo, y esas prendas convencieron a nuestros amigos de que compartíamos su forma de vida.
Cuando oscureció, llegó la policía con sus coches patrulla hasta la misma hierba, haciendo sonar las sirenas con un gruñido grave, instando a la gente a levantarse, ordenándonos que nos dispersáramos. Nuestros nuevos amigos dieron por sentado que debían venir a casa y nosotros ni siquiera nos molestamos en expresar nuestro consentimiento, ya que eso no habría estado en consonancia. Era como si —sin conocer a ninguno de ellos ni cuál de ellos se correspondía con qué nombre— nos hubiésemos enrolado en una fraternidad relajada y compleja, una sociedad avanzada, donde las normas habituales de decoro eran «carcas». Ésta era una de sus palabras. Otra era «apalancarse», refiriéndose, como sabría después, a hospedarse con nosotros. Se nos había distinguido con un honor, por así decirlo, ésa fue mi sensación, como vi que era también la de Langley. Y cuando esos niños —fueron cinco quienes se separaron del grupo mayor y subieron por la escalinata de nuestra casa, dos chicos y tres chicas— vieron el almacén de preciadas adquisiciones que contenía, se conmovieron de manera indescriptible. Escuché su silencio y me pareció propio de una iglesia. En la tenue luz del comedor, permanecieron en actitud reverente contemplando el Modelo T con las ruedas deshinchadas, envuelto en las telarañas acumuladas durante años como si alguien, jugando a hacer cunas con un hilo, hubiera confeccionado una intrincada red alrededor, y una de las chicas, Lissy —con la que yo establecería un lazo—, dijo: ¡Guau!, y yo, después de excederme con aquel vino malo suyo, me planteé la posibilidad que mi hermano y yo nos hubiéramos convertido, ipso facto, sin comerlo ni beberlo, en profetas de una nueva era.
Tardé un día o dos en distinguir a unos de otros. Aunque los llamo niños, no lo eran, claro está. Tenían dieciocho o diecinueve años por término medio, y uno en concreto, JoJo, el barbudo y recio, había cumplido ya los veintitrés, si bien su edad no le confería una posición de privilegio. A decir verdad, era el más infantil de todos, un individuo proclive a las payasadas y absurdos cuentos chinos sin la menor credibilidad. JoJo sólo se ponía serio cuando se sentaba a fumar, inducido por la marihuana a un estado de ánimo filosófico. Su tema era la fraternidad. Llamaba «macho» a todo el mundo, al margen del sexo. Cuando te ofrecía una calada y la rechazabas, era como si le infligieras una herida mortal. Jo, macho, decía, su dolor inexpresable, jo, macho. A diferencia de Connor, el otro varón, no parecía unido sentimentalmente a ninguna de las chicas, quizá debido a su peso. Yo había conocido a personajes como él en el colegio, chicos que, dado el amplio ruedo de su cintura, preferían ser simples amigos de las damas. Pero fue JoJo quien, llegado el día, trabajó como un estibador para embalar los periódicos de Langley y, con arreglo a las instrucciones de Langley, abrió caminos laberínticos entre esos fardos que semejaban bloques compactos.
Connor, o Con, hablaba con monosílabos y, por lo que pude inferir, era una figura cadavérica de cuello largo y gafas de culo de botella. No llevaba camisa, sino sólo una cazadora vaquera abierta sobre el torso lampiño. Se pasaba el día dibujando tiras cómicas en las que los pies de los hombres y los pechos y traseros de las mujeres aparecían sobremanera exagerados. Langley me dijo que las tiras eran bastante buenas a su espantosa manera. Un pelín surrealistas, añadió. Daba la impresión de que eran una loa a la vida entendida como sueño lascivo. Pregunté a Connor qué se proponía con sus dibujos. No sé, contestó. Estaba muy ocupado, siempre en el hueco que se había despejado en un rincón de la sala de música, instalado en un antiguo pupitre que mi madre me compró cuando yo aún era pequeño para ir al colegio de verdad.
Dos de las chicas —Alba y Ocaso eran los nombres elegidos por ellas— rondaban en torno a Connor, obnubiladas por las aventuras obscenas de sus personajes. Él las había tomado a ellas como modelos para sus mujeres pechugonas, claro está. Un día Langley me anunció que Connor nos había incorporado también a nosotros a sus tiras cómicas. Ay, la crueldad del arte que devora el mundo y a cuantos viven en él, dijo. Cómo nos dibuja, pregunté. ¿Qué hacemos? Somos viejos verdes de pelo canoso, con las cabezas pequeñas y los ojos protuberantes y los dientes salidos y las piernas más anchas en los tobillos y unos zapatos enormes en los pies, explicó Langley. Nos gusta bailar con el dedo índice apuntando al cielo. Pellizcamos el trasero a las mujeres y las sostenemos en el aire cabeza abajo, con los vestidos colgando del revés y las piernas al descubierto. Qué perspicacia la suya, comenté. Voy a comprar esas tiras cuando las termine, afirmó Langley. Algún día los museos pujarán por ellas.
Langley me dijo que Alba y Ocaso eran simpáticas pero, por lo que se refería a la cabeza, no daban mucho de sí. Llevaban faldas largas con botas, y cazadoras con flecos, y cintas en el pelo y pulseras con cuentas. Eran más altas que Connor y casi parecían hermanas, sólo que se teñían el pelo de colores distintos, rubio en un caso, castaño rojizo en el otro. Al principio, pensé que habían establecido cierta rivalidad por él que no se rebajarían a reconocer. Pero no era así ni mucho menos. Conforme al espíritu de la época, lo compartían, y él se dejaba compartir diligentemente y se acostaba con las dos por turno, como se hace, cabe imaginar, en toda familia polígama y practicante a diario. Todo ello era audiblemente obvio después de retirarme, cuando, tendido en mi cama en el piso de arriba, los oía dale que te pego en la habitación del sótano, donde habían decidido acomodarse.
Nunca supe de dónde procedían, ni quiénes eran sus familias, salvo en el caso de Lissy, que me dijo que se crio en San Francisco. Me los representaba a todos por sus voces y sus pasos, y quizá incluso por el volumen del aire que desplazaban. La más lista era Lissy. Casi siempre era a ella a quien se le ocurría qué uso podían dar a lo que encontraba revolviendo por la casa. Descubrió el maniquí enterrado bajo otras cosas en la sala de diario y durante medio día las tres chicas fueron diseñadoras de moda, cortando y arreglando algunos de los viejos vestidos de noche de nuestra madre sacados del armario de su habitación. No me importó. Lissy era una criatura menuda, de pelo corto y rizado, y el vestido que lucía le llegaba hasta los tobillos. Se lo había hecho ella misma, me dijo con su voz dulcemente cascada, y lo había teñido, haciendo nudos previamente, de colores amarillo, rosa y rojo. ¿Sabes a qué color me refiero cuando lo menciono?, me preguntó. Le aseguré que sí.
En total, se quedaron a vivir con nosotros un mes entero, esos hippies. Entraban y salían de la casa sin una pauta discernible. Se marchaban a un concierto de rock-and-roll y no volvían hasta pasados un par de días. Se ponían a trabajar en cualquier cosa, ganaban unos dólares, abandonaban el empleo hasta que se les acababa el dinero y luego buscaban otro. Durante un breve periodo, por alguna influencia astrológica, todos se iban a trabajar por la mañana —Lissy, de dependienta en una librería, y Alba y Ocaso de camareras en un restaurante, los chicos como vendedores telefónicos para una agencia de seguros— y volvían por la noche, como si fuéramos una típica familia burguesa «carca». Esa peculiar conjunción astral se prolongó casi una semana.
Deduje, por el hecho de que otros como ellos se quedaban alguna que otra vez a dormir, que había corrido la voz y formábamos parte de una red de casas a modo de albergues, o «chabolos», donde la gente podía descansar los huesos por una noche. Pero estaba seguro de que el nuestro era el único «chabolo» en la parte alta de la Quinta Avenida, lo que nos confería cierta distinción.
Viviendo como vivían, estos chicos eran críticos más radicales de la sociedad que los pacifistas o defensores de los derechos civiles que tanta atención recibían en la prensa. No tenían la menor intención de mejorar las cosas. Sencillamente habían rechazado la cultura en su totalidad. Si asistieron a la concentración pacifista en el parque, fue porque allí había música y era agradable sentarse en la hierba y beber vino y fumar sus canutos. Eran nómadas que habían elegido la pobreza y, en su juventud e inconsciencia, no se detenían a pensar en la venganza que la sociedad les infligiría con el tiempo. Langley y yo podríamos habérselo explicado. Habían visto nuestra casa como un Templo de la Disidencia, y la habían hecho suya, así que aun cuando les hubiésemos dicho, Fijaos en nosotros, fijaos en lo que podríais llegar a ser, no habría significado nada para ellos.
En realidad, esa gente nos halagaba tanto y nos tenía tan cautivados que nunca les habríamos dicho nada para disuadirlos o desalentarlos. Cualquiera habría pensado que Langley se subiría por las paredes al verlos instalados como en su casa. A las horas de comer invadían la cocina —Alba y Ocaso preparaban grandes guisos de verduras, porque, claro está, ninguno de ellos comía carne— y dormían allí donde encontraban un hueco. Podían ocupar simultáneamente todos los cuartos de baño de la casa, pero nos resultaban interesantes, permanecíamos atentos a su dicción como padres de niños que aprenden a hablar, y nos informábamos sin falta el uno al otro cuando surgía una palabra o expresión que no habíamos oído antes. «Tener morro» era una expresión utilizada para reprochar a alguien su desfachatez o descaro. No debía confundirse con lo que tienen algunos animales a modo de boca. «Empalmado» se empleaba para referirse a un estado de excitación, un curioso término del ámbito de la electricidad, me pareció, en esos vegetarianos amantes de la naturaleza.
Un día llegó de sus andanzas JoJo, el gordo, con una guitarra eléctrica y un altavoz. De pronto unos sonidos espantosos y ensordecedores reverberaron en toda la casa. Por suerte, en ese momento yo estaba arriba. JoJo tañía un acorde atronador y, mientras se extinguía, cantaba el verso de una canción y se reía; luego tañía otro vacilante acorde y cantaba otro verso, y se reía. Al cabo de un tiempo me acostumbré a la guitarra de JoJo; él sabía que no era músico, lo hacía a modo de juego, un capricho del que él mismo se burlaba a la vez que lo practicaba con entusiasmo. Un día me la puso en las manos, la guitarra. Las cuerdas parecían más bien cables y estaban extendidas a lo largo de un trozo de madera maciza en forma de coche con alerones. No se me habría ocurrido considerarlo un instrumento musical. Sus sonidos me recordaban a esos artistas de vodevil de antes que tocaban una sierra flexionándola de tal modo o de tal otro y deslizando sobre ella un arco de violín.
Una de las canciones mal cantadas de JoJo me intrigó. Empezaba así: «Buenos días, cucharilla de té». Langley y yo la comentamos. En su opinión, reflejaba la soledad del autor, que se dirigía irónicamente a los cubiertos del desayuno. Discrepé. Dije que el autor se dirigía sencillamente a una amante, diminuta, cabía pensar, al despertar a su lado por la mañana, y que «cucharilla de té» era un apelativo cariñoso.
Para entonces yo había desarrollado cierto afecto por la pequeña Lissy. Siempre que desaparecía durante un día o dos, descubría que esperaba con impaciencia su regreso. Era la más locuaz de todos, sin duda la más atractiva, y el hecho de que yo fuese invidente le despertaba curiosidad, en tanto que los demás se limitaban a tratarme con deferencia. Una mañana, al coincidir ambos en la cocina, tropezó conmigo porque había decidido mantener los ojos cerrados desde el momento de despertarse. No está tan mal, eh que no, dijo. Bueno, ya sé que puedo abrir los ojos cuando quiera y tú no, pero ahora mismo tú ves mejor que yo, ¿no es así? Dije que sí, porque mis otras facultades eran una especie de recompensa. Y mientras sosteníamos esta conversación, le puse un vaso de zumo de naranja en la mano, y ella ahogó una exclamación.
Los experimentos en invidencia de Lissy nos acercaron. Ella palpaba mis facciones, tocándome la frente, la nariz, la boca con sus manos pequeñas, y al mismo tiempo yo recorría su cara con los dedos. Qué encantadora era, con los ojos cerrados, apartando la cabeza como quien reconstruye en su mente la imagen creada con sus manos. Supongamos que esto es lo que hace la gente en lugar de besarse, le dije. Como si fuésemos isleños aislados del resto del mundo. Y en ese instante sentí el contacto de sus labios en los míos. Se puso de puntillas para llegar a mí y yo la sujeté por la cintura y deslicé las manos por su espalda y sentí la carne bajo el fino vestido.
No diré que me enamorase de la joven Lissy perdidamente y en el acto. Sí, fue como si me desprendiese de mi edad, pero en todo momento tuve conciencia de la transgresión, como si me aprovechase no de la generosidad de la chica, sino de la cultura de la que procedía, porque ella no era ni mucho menos virginal; demostró claramente su experiencia y total soltura al encaramarse a mí como un gato buscando un hueco donde acurrucarse.
Llegados a este punto, no tiene ningún sentido adornar las cosas. Me remito a las palabras textuales de uno de nuestros poetas: «¿Por qué no contar lo que ocurrió?». Si alguien llega a leer esto y extrae una pobre opinión de mí… Jacqueline, si lo lees tú, lo comprenderás, lo sé, pero si alguna otra persona se horroriza, ¿a mí qué más me da? De todos modos me dirijo hacia un anonimato anulador.
Para mí, el único suspense era cuánto tiempo tendría que escuchar la cháchara de Lissy en el camino hacia lo inevitable. Ella creía que los árboles tenían sensibilidad. Pensaba que la gente podía encontrar respuesta a sus problemas o incluso conocer su destino consultando un libro chino de la sabiduría que ella llevaba en su mochila. Lanzabas unos palos y su disposición te indicaba a qué página acudir. Pero en tu caso da igual, Homer; puedes abrir el libro por cualquier página y señalar con el dedo, dijo. Así que eso hice, y ella me leyó el pasaje que yo había señalado: Dios mío, exclamó, lo siento, Homer, «complicaciones en el futuro». Nada que yo no supiera, le dije. Luego me leyó de una novela en la que un alemán bajo la enardecedora influencia de Buda erraba buscando la iluminación. No le dije lo gracioso que me parecía. La propia Lissy era budista sólo en el sentido de que sentía una admiración nostálgica y romántica por todo aquel que lo era. En su caso, se trataba más bien de una susceptibilidad generalizada ante todo lo oriental. A mí me fascinaba su voz dulcemente cascada. Casi se veían los pequeños paquetes de sonido marchar por sus cuerdas vocales uno tras otro, algunos como chirridos, otros cayendo en el registro de contralto.
Le dio por lavarme los pies antes de que yo me retirase a mi habitación, lo que ella explicaba era una antigua costumbre de los pueblos del desierto en Oriente Próximo: judíos, cristianos o quien fuera. Ella quería hacerlo y, por tanto, yo se lo permití, pese a que me violentaba. Yo sabía que mis pies distaban mucho de ser mi mejor rasgo, y como siempre me ha costado cortarme las uñas, un proceso arduo y a veces doloroso, lo hago con menor frecuencia de lo que debiera. Pero esto a Lissy no pareció importarle; encontró un cuenco de acero de la abuela Robileaux y lo llenó de agua caliente; hundió una toalla de manos en el agua y la extendió sobre mis pies, y luego la puso debajo, levantándome cada pie por el talón y lavándome las plantas, y no pude menos que reconocer que no era desagradable. Se trataba claramente de un lavado ceremonial más que de algo con utilidad práctica. Aquellos jóvenes tenían diversas ceremonias de su ecléctico agrado, la ceremonia de fumar, de beber, de escuchar música, de mantener relaciones sexuales. Sus vidas constituían una ceremonia detrás de otra, y como persona que se había dejado arrastrar por el tiempo, incapaz de apartarse de su corriente, yo estaba dispuesto a aprender ese arte que en ellos parecía innato.
Una noche, después de lavarme los pies, Lissy se quedó conmigo en la habitación. Su propuesta de meditar juntos fue lo que nos llevó a hacer el amor. En esta casa no había ningún sitio apto para sentarse en la posición del loto. Ningún hueco en el que no hubiese apilada una montaña de cosas. Mi dormitorio… en realidad ni siquiera mi dormitorio, lleno como estaba de los inevitables montones de periódicos, libros, cachivaches, con sólo un estrechísimo pasillo…, no mi dormitorio, pues, sino mi cama, una cama de matrimonio que yo había conseguido mantener sacrosanta, era la única plataforma adecuada para pensar en nada. Ya que eso era lo que teníamos que hacer, según Lissy. Yo soy incapaz de pensar en nada, le dije. Lo más que puedo hacer es pensar en mí mismo pensando. Chist, Homer, dijo. Chist. Y cuando susurró mi nombre, alabado sea Dios, el amor brotó en mí como el llanto caliente de un alma que ha encontrado la salvación.
Manteniendo sus brazos rectos y en alto para que yo pudiera quitarle el vestido, salió de su crisálida, esa menudencia trémula de muchacha. Sus hombros estrechos, sus pezones como semillas en el pecho exiguo. Y la cintura alargada, y un trasero pequeño en forma de pera en las palmas de mis manos. Entregaba su pequeño don al mundo, Lissy, con su fe pueril en ideas que eran un misterio para ella. Me guiaba.
Después, la estreché entre mis brazos y ahí se produjo un momento de confusión mental, un extraño paso en falso del mismísimo tiempo, porque sucumbí brevemente a la ilusión de que era a la hermana Mary Elizabeth Riordan a quien abrazaba.
No sé por qué no pude disfrutar sin más de la bendición de esa criatura cautivadoramente chiflada, la experiencia de tenerla, tan poco buscada, sin darle más vueltas. Decidí, por el contrario, torturarme entre sus brazos pensando en la momentánea ilusión de haber poseído a mi alumna de piano. Necesitaba hablar de ello con Langley. Pensaba que me había purgado de todo sentimiento residual por Mary Elizabeth Riordan; al fin y al cabo, se había metamorfoseado, era una hermana de cincuenta años acreditada. Así que yo había degradado a dos criaturas queridas simultáneamente, violando a una en espíritu y utilizando a la otra con ese fin. Para mí, no fue un consuelo que Lissy no concediera la menor importancia a lo que acababa de ocurrir entre nosotros. Estaba, a su edad, en la actitud exploratoria propia de su cultura. Pero yo me sentía muy abatido, ya que sobre todo me había degradado a mí mismo, naturalmente. Me constaba que Langley también se había enamorado de nuestra alumna de piano en aquel tiempo lejano. Quería saber qué pensaba. Nunca habíamos hablado de esas cosas. Mi ánimo me empujaba a la confesión. ¿Sabía alguien qué era el amor? ¿Podía existir el amor no consumado sin la fantasía carnal? ¿Podía sobrevivir como un amor sin recompensa, sin premio? Sin duda yo había disfrutado la ofrenda del cuerpo de Lissy. ¿Qué amaba uno, pues, aparte del género, si una criatura adorable podía ocupar el lugar de otra?
Pero no parecía presentarse el momento oportuno para sostener esta conversación con mi hermano. Había demasiado ajetreo. Como he dicho, además del grupo original que conocimos en el parque, entraban y salían camaradas ocupas, y alguna vez se dio el caso de que tropezaba con alguien de cuya presencia no tenía conocimiento. O bien oía risas o parloteo en otra habitación y me sentía como un invitado en casa ajena. Langley me había sorprendido acogiendo a estas personas y mostrándoles una generosidad impropia de él. Y ellos respondieron adoptando su forma de vida cotidiana, acólitos de su Ministerio. Incluso al dibujante con gafas de culo de botella, Connor, le gustaba traer de la calle objetos que, según pensaba, gustarían a Langley. Todos parecían entender su afán adquisitivo como un sistema de valores. Yo tenía la relativa certeza de que no se había enredado con ninguna chica; dirigir a esos jóvenes parecía su manera de relacionarse con ellos; podrían haber sido niños carteristas en Londres, y él Fagin. Durante muchos años su único público había sido yo. Ahora era un gurú adoptivo. ¡Cómo lo jalearon cuando arrancó de una patada el contador de agua del sótano!
Había momentos en que se armaba un gran barullo cuando alguien metía ruidosamente por la puerta de la calle algún objeto. El propio Langley había descubierto la zona del Bowery donde se vendía mobiliario de restaurante de segunda mano en las aceras, y para poner fin a nuestro endeudamiento con la compañía del gas, compró un fogón de queroseno portátil con dos quemadores, retirando así la descomunal cocina de gas de ocho quemadores en la que antiguamente guisaba la abuela Robileaux. Langley estaba dispuesto a arriesgarse a morir de asfixia con tal de derrotar a la compañía del gas. También trajo juegos de loza y platos, tazones y diversos utensilios como palas de servir: esto a fin de proporcionar a nuestros invitados todo aquello que necesitasen para preparar nuestras comidas comunitarias. Y la guitarra eléctrica de JoJo había inspirado nuevas adquisiciones, altavoces, micrófonos y consolas de grabación, decía Langley, consciente de que yo no era precisamente un admirador de los sonidos electrónicos, que aquéllos eran objetos que podríamos alquilar, habida cuenta de que, según se desprendía de las secciones de espectáculos de los periódicos, el número de aspirantes a músico que querían tocar la guitarra eléctrica aumentaba exponencialmente día a día. Se acabó el Swing and Sway con Sammy Kaye, me dijo. Se acabaron Horace Heidt and His Musical Knights. Ha llegado la hora de los músicos electrificados que se ponen nombres existencialistas y arrastran públicos multitudinarios integrados por personas un poco más jóvenes que quieren también salir y menear la pelvis y gritar y tañer su música ensordecedora ante estadios llenos de idiotas.
Así que, como venía diciendo, nunca encontré el momento oportuno para coger a Langley por banda y someter a su consideración mi alicaída aportación a su Teoría de los Reemplazos. Compréndelo, él presuponía el paso de las generaciones, y mi idea, en cambio, se basaba en la lateralidad. Si lo que importaba era la forma universal de la Chica Amada, y si cada chica amada sólo era una expresión particular de lo universal, cualquiera de ellas servía por igual y podía reemplazar a otra conforme lo exigiera nuestra naturaleza de moral deficiente. Y siendo así, ¿cómo podía aleccionárseme para amar a alguien durante toda una vida?
Lissy, repito, no sufrió en modo alguno mi duplicidad. No hizo preguntas, no mostró especial curiosidad en cuanto a mi vida pasada, excepto por la novedad de mi invidencia. Hicimos el amor una o dos veces más y luego me quedó muy claro que mi cama, uno de los espacios más deseables de nuestra casa, le interesaba más como lugar donde dormir. Durante un tiempo seguimos meditando o, tal como yo lo veía, sentándonos juntos en silencio, y un día trajo de sus andanzas unos medicamentos homeopáticos en previsión de la inminente temporada de gripe, dijo, y poniéndome unos viales en las manos, me dio un beso en la mejilla. Éramos amigos, y si se había acostado conmigo, en fin, eso era lo que hacían los amigos.
Y ahora empezaba a hacer frío, ¿era ya noviembre? No me acuerdo. Pero esa gente no toleraba el invierno. En primer lugar, carecían del vigor necesario, su existencia marginal exigía un clima benigno, un calor uniforme y constante en el que poder sobrevivir con el mínimo esfuerzo. Se aprovisionaron de parte del material del ejército que aún quedaba por ahí tirado —Lissy encontró una guerrera que le llegaba hasta las rodillas—, y supe, pues, que pronto, como cualquier otra bandada de aves migratorias, alzarían el vuelo y se irían.
Supuse que fue ante la perspectiva de su inminente marcha que prepararon una gran cena para todos. Por alguna razón el vestíbulo estaba menos atestado de objetos que cualquier otra habitación, así que nuestros hippies desenterraron nuestros candelabros y palmatorias, y echaron mano de nuestras existencias de velas, de las que teníamos muchas y de distintas clases, incluidos vasos de cristal con cera que Langley había encontrado en una tienda del Lower East Side, y éstos los dispusieron en el suelo, emulando una mesa, y colocaron cojines traídos de toda la casa para acomodar nuestros traseros, y nos invitaron a sentarnos a Langley y a mí, cosa que hicimos no sin esfuerzo, con las piernas cruzadas, como pachás, mientras los huéspedes entraban con comida y vino. Por lo visto, todos habían participado en aquello, aportando cada uno su especialidad, champiñones salteados, fuentes de ensalada y sopa de verduras, fondue con picatostes y alcachofas al vapor, y ostras, y almejas hervidas en cerveza —supuse que ésa fue la aportación de JoJo— y queso curado y vino tinto, y repostería y cigarrillos de marihuana de postre. Lo habían pagado todo ellos y fue una manera de expresar su agradecimiento, y fue muy conmovedor. Langley y yo fumamos porros por primera y última vez en nuestras vidas, y conservo un recuerdo un poco borroso del resto de la velada, salvo por el hecho de que Alba y Ocaso parecieron descubrir mi existencia en fecha tan tardía, y se acercaron y se sentaron junto a mí y me abrazaron y nos reímos juntos, y encontraron gracioso por alguna razón que yo estrechara sus opulentos bustos contra mi pecho y apoyara la cabeza en el hueco de sus cuellos. Brindamos, y si no me equivoco dedicamos un momento solemne a la memoria de los tres grandes hombres asesinados en el transcurso de la década. También me gusta creer que en el transcurso de la velada Lissy se interpuso quizá con la intención de tenerme para sí, porque fue ella quien me llevó al final a mi habitación, guiándome por la escalera —yo estaba totalmente colocado, habían pasado de la marihuana al hachís, una droga algo más potente—, y se tumbó a mi lado en mi cama, donde tuve una visión: unos veleros navegando que parecían grabados en una bandeja de peltre. Dije: Lissy, ¿tú ves los barcos? Y acercó su sien a la mía, y en ese momento los barcos parecieron repujados en una lámina de oro, y ella dijo: Guau, son preciosos, guau.
Recuerdo esos momentos con absoluta claridad, pese al poco control que tenía de mi mente. Desde entonces nunca he tomado, o no le he «dado», a ninguna de esas drogas, para no alterar el poco nivel de conciencia que me queda. Pero es indiscutible que aquellos momentos tuvieron su misteriosa nitidez. Debí de adormilarme, pero al despertar encontré a Lissy abrazada a mí, y la camisa humedecida por sus lágrimas. Le pregunté por qué lloraba, pero no contestó, se limitó a negar con la cabeza. ¿Se debía a que yo era un viejo y se sentía abrumada por la lástima? ¿Se había dado cuenta por fin del ruinoso estado de la casa? No supe a qué venía aquello, y llegué a la conclusión de que era sólo la sobrecarga emocional de una mente bajo los efectos de un colocón. La abracé y así nos dormimos.
Pero aún faltaban unos días para el éxodo. Yo estaba sentado al piano —era por la noche, creo que tocaba el lento y elegíaco movimiento del Número Veinte de Mozart—, cuando otros sonidos empezaron a inmiscuirse y poco a poco se definieron como voces, y procedían de toda la casa. Al parecer, se había ido la luz. En un primer momento pensé que Langley había fundido algo —siendo una de sus misiones a largo plazo más sagradas derrotar a la compañía eléctrica, Consolidated Edison—, pero en realidad fue un apagón en toda la ciudad, y fue como si hubiese vuelto un tiempo previo a la civilización para dar significado a lo que es la noche. Curiosamente, cuando nuestros ocupas miraron por la ventana y comprendieron el alcance de la avería, todos quisieron verlo: manifestaron a voz en grito que deseaban salir y dejarse asombrar por la ciudad a la luz de la luna. Yo me planteé la posibilidad de que esos plomos municipales fundidos sí fuesen, finalmente, resultado de las manipulaciones de Langley, y me eché a reír. ¡Langley!, lo llamé. ¡Qué has hecho!
Él se hallaba arriba en su habitación y tenía tantos problemas como los demás para llegar a la puerta de la calle. Fue el hermano ciego quien lo organizó todo, ordenándoles que no se moviesen, que se quedasen quietos donde estaban hasta que yo fuese a buscarlos. Nadie habría podido encontrar una vela; para entonces, nadie sabía dónde había velas ni vasos de cera, las posibilidades de encontrar una en la negrura de la casa eran nulas, consignadas como estaban a nuestro reino de escombros igual que todo lo demás.
En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro —entrañas de pianos, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, neumáticos, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, lámparas antiguas, piezas desmontadas de los muebles de nuestros padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas—, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento. Así las cosas, tropecé en varias ocasiones, y una vez me caí y me hice daño en un codo, mientras localizaba a la gente empezando desde lo alto de la casa, pidiéndoles que me llamaran, uno por uno, a medida que descendía y diciéndoles que se sujetaran a mí, como vagones a una locomotora. Y de hecho resultó que me lo pasé en grande como inventor de ese tren humano que serpenteaba por la residencia de los Collyer, todos riendo o prorrumpiendo en alaridos de dolor al golpearse las rodillas o tropezar. Y conforme se enganchaban nuevas personas, cada vez costaba más tirar del tren; era evidente que se habían instalado allí más amigos hippies de los que yo sabía. Por supuesto, Lissy fue la primera que encontré y sentí sus manos en mi cintura a la vez que oía su risa. ¡Qué chulada!, exclamó. Luego decidió que teníamos todo lo imprescindible para bailar la conga; ignoro cómo conocía un baile que pasó de moda antes de nacer ella. Pero allí estaba, empeñada en aleccionarnos, a mí y a todos los que venían detrás, en ese un dos tres con un contoneo de cadera, seguido de un ¡pumba!, extendiendo la pierna hacia fuera, lo que naturalmente sembró un caos aún mayor cuando los demás lo intentaron. Oí a Langley al final de la fila, y él también se divertía; fue increíble oír la risa resollante de mi hermano, realmente increíble. Y todo eso fue posible gracias a la oscuridad —la oscuridad de ellos, no la mía—, y cuando llegué al vestíbulo y descorrí el pasador de diez por cinco y abrí la puerta, pasaron todos por mi lado como pájaros al salir de la jaula, y creo que fue el beso de Lissy el que sentí en la mejilla, aunque podría haber sido de Alba u Ocaso, y percibí el aire tonificante de la noche y me detuve en lo alto de la escalinata e inhalé la fragancia a tierra del parque, sazonada con el sabor metálico del claro de luna, y oí sus risas mientras cruzaban la calle a todo correr y entraban en el parque, todos, incluido mi hermano, aunque él volvería, los demás no, ya nunca más, sus risas se apagarían entre los árboles, porque eso fue lo último que me llegó de ellos, se habían ido.
Los eché de menos, por supuesto, eché de menos lo mucho que nos valoraban, si es que puede decirse así. Envidiaba sus vidas inseguras. Costaba saber si su vagabundeo se debía a la inconsciencia de la juventud o tenía sus raíces en una disidencia inarticulada pero basada en unos principios. Era una ola cultural lo que los había levantado, sin duda; la guerra de Vietnam por sí sola no podía explicar aquello, y ninguno de ellos podría haber tenido mayor iniciativa que dejarse arrastrar por esa ola. Así y todo, en esta casa, ahora sumida en un silencio sepulcral, sentí de pronto que mi verdadera edad me reclamaba. Tener a toda esa gente alrededor me había llevado a comprender que nuestra habitual reclusión adolecía de carencias. Cuando se fueron y nos quedamos solos una vez más mi hermano y yo, se me cayó el alma a los pies. Volvíamos a ser los mismos seres atribulados de antes, con el mundo exterior en pugna con nosotros como si hubiese retirado a sus embajadores.
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Las complicaciones empezaron con aquel fogón de queroseno que había traído Langley. Se prendió una mañana mientras él preparaba nuestras tortillas. Yo estaba sentado a la mesa de la cocina y oí una pequeña explosión, como un bufido. Naturalmente, habíamos acumulado varios extintores de distintas clases y marcas a lo largo de los años, pero el que estaba en la cocina fue de poca utilidad; supongo que con el tiempo pierden potencia. Me fue dando un parte simultáneo de lo que ocurría con tono de controlado apremio, Langley: que la espuma del extintor bastaba apenas para apagar el fuego provisionalmente pero el fogón seguía humeando. Yo lo olía. Lo envolvió con paños de cocina y lo lanzó al jardín trasero por la puerta.
Con eso pareció resolverse el problema. Yo adiviné que mi hermano estaba abochornado por el sigilo con que cerró la puerta, y no dije nada mientras tomábamos un desayuno frío.
No había pasado ni una hora cuando oí sirenas. Estaba sentado al Aeolian y no les di mayor importancia; en la ciudad se oían sirenas de bomberos y ambulancias día y noche. Busqué las notas de la sirena en el piano —un la deslizándose hacia un si bemol y de nuevo un la—, pero el sonido se acercó y se apagó con un lento gruñido, al parecer justo delante de casa. Violentos golpes en la puerta, grandes voces: ¿Dónde es? ¿Dónde es?, a la vez que una horda de bomberos entraba atropelladamente, apartándome de un empujón, maldiciendo mientras intentaba abrirse paso hacia la cocina y arrastrando la manguera, con la que tropecé, y Langley vociferaba: ¿Qué hacen en esta casa? ¡Largo de aquí! Los habían llamado los vecinos de la casa de piedra rojiza contigua, cuyo jardín lindaba con el nuestro. Durante todos esos años nunca los habíamos visto ni habíamos hablado con ellos, no sabíamos nada de ellos salvo que eran los presuntos autores de una carta anónima depositada en nuestro buzón para protestar por nuestros bailes con merienda muchos años antes. Y ahora habían avisado que se veía fuego en nuestro jardín trasero, cosa que resultó ser cierta. Por qué se mete esa gente donde no la llaman, masculló Langley mientras la manguera, conectada ya a la boca de riego junto al bordillo delante de casa, palpitaba entre el laberinto de periódicos empaquetados y se sacudía azotando en las sillas plegadas y las mesas de caballete, derribando lámparas de pie, lienzos apilados, y mientras los bomberos, desde la puerta de atrás, apuntaban la boca de la manguera hacia las pilas humeantes de tablones, los neumáticos usados y los diversos muebles, una cómoda sin patas, un somier, dos tumbonas de madera y otros objetos allí almacenados en espera de que algún día les encontrásemos una utilidad.
Langley insistiría más tarde en que los bomberos se habían excedido, pese a que el olor a humo flotaría en el aire durante semanas. Cuando se presentó un inspector del Departamento de Bomberos, examinó los escombros humeantes y anunció que nos llegaría una citación y muy probablemente nos multarían por almacenamiento ilegal de material inflamable en un barrio residencial. Langley contestó que en tal caso demandaríamos al Departamento de Bomberos por destrucción de la propiedad. Las botas de sus hombres han dejado un reguero de barro en nuestro suelo, protestó, la puerta trasera de la cocina está desgoznada, han pasado por aquí como vándalos, y prueba de ello son esos jarrones rotos, estas lámparas, y fíjese en estos valiosos libros empapados e hinchados por los escapes de la maldita manguera.
En fin, señor… Collyer se llama, ¿no? Yo diría que no es un precio demasiado alto por conservar una morada donde vivir.
El inspector, que me pareció un hombre inteligente de cierta edad —había empleado la palabra «morada», palabra de uso poco frecuente en una conversación normal—, sin duda había echado un vistazo alrededor, fijándose en todo, si bien no dijo nada, y debió de informar sobre lo que había visto en nuestras habitaciones, ya que al cabo de una semana poco más o menos recibimos una carta certificada del Departamento de Sanidad solicitando una cita con la intención de evaluar el estado interior de… y aquí indicaban nuestra casa por sus señas.
Por supuesto ni nos molestamos en responder a la carta, pero teníamos una palpable sensación de merma de la libertad. Bastó con que personas provistas de credenciales oficiales albergasen ciertas intenciones con respecto a nosotros. Creo que fue por esas fechas cuando Langley encargó todos los libros de la carrera de derecho a una universidad del Medio Oeste que ofrecía el título de abogado por correspondencia. Cuando llegaron los libros —en una caja de embalaje—, no sólo estábamos en el punto de mira del Departamento de Sanidad, sino también en el de una agencia de cobro a morosos que actuaba en representación de la Compañía Telefónica de Nueva York, en la de los abogados de Consolidated Edison por haber causado daños materiales en bienes de su propiedad —supongo que se referían al contador eléctrico del sótano, un irritante cacharro cuyo zumbido habíamos acallado a golpes de martillo— y en la del Dime Savings Bank, que había heredado nuestra hipoteca y sostenía que, por el impago de las cuotas, nos enfrentábamos a la ejecución del bien, y además el cementerio de Woodlawn la había tomado con nosotros porque en algún momento nos habíamos olvidado de pagar las facturas por el cuidado de la tumba de nuestros padres. Y eso no era todo: llegaron otras cartas por la ranura del correo cuyo contenido ahora mismo no recuerdo. Pero por algún motivo fue la factura del cementerio lo que más llamó la atención a mi hermano. Homer, dijo, ¿se te ocurre que puede haber alguien más degenerado que esa gente que vive de la muerte hasta el punto de cobrar un buen dinero por cortar un poco la hierba en torno a una lápida? Al fin y al cabo, ¿a quién le importa el aspecto de las tumbas? No a los ocupantes, desde luego. Menudo engaño, esto es pura irreverencia, el cuidado profesional de los muertos. Por mí, que el cementerio entero vuelva a su estado silvestre de antes, tal como era en los tiempos de los indios manhattan, y que haya una necrópolis de piedras ladeadas y ángeles caídos medio ocultos en el bosque norteamericano. Y eso para mí sí sería una verdadera demostración de respeto por los muertos, eso sería un reconocimiento sagrado, por medio de la belleza, del horrendo sistema de la vida y la muerte.
Se me ocurrió la idea de clasificar por orden de prioridades nuestros problemas como paso previo para resolverlos, y consideré que la hipoteca ocupaba el primer lugar en la agenda. Necesité Dios y ayuda para obligar a Langley a sentarse y repasar nuestra situación económica. Opinaba que, prestando atención a esas cuestiones, uno incurría en el servilismo. Pero cuando me leyó los libros de contabilidad, vi que disponíamos de fondos suficientes para liquidar la hipoteca. Hagámoslo y quitémonos a esa gente de encima, propuse, y ya nunca más tendremos que preocuparnos por eso.
Si cancelamos el condenado préstamo, perderemos la deducción en la tributación federal, dijo Langley.
Pero no nos beneficiamos de esa deducción si no pagamos las cuotas, aduje. Lo único que recibimos son sanciones superiores a la deducción. Y por qué hablamos de tributación si nosotros no pagamos impuestos.
A eso respondió con algo referente a la guerra, aunque luego se fue por las ramas y no sé bien si soy capaz de reproducirlo todo con precisión. Tenía que ver con las sociedades primitivas que funcionan de mil maravillas sin dinero, a lo que siguió un discurso sobre la usura empresarial, y luego arrancó a cantar: «Los bancos son de mármol, / cada uno con su cancerbero, / y en sus cámaras guardan la plata / que se embolsan con el sudor del minero». La voz de barítono desafinada y ronca de Langley era un instrumento de innegable fuerza. Yo no me reí ni hice comentario alguno sobre esos caprichos genéticos de la vida por los que el talento musical podía otorgarse íntegramente a un solo hermano, a saber, yo. Sí expresé mi curiosidad por saber qué tenían que ver los mineros con todo aquello. Homer, contestó, te recuerdo la procedencia de nuestro apellido. ¿Acaso no se dedicaron nuestros antepasados paternos a excavar en las entrañas de la tierra? ¿No eran mineros del carbón? ¿Collyer no viene acaso de «collier», minero del carbón?
Pronto pasamos a hablar de otros apellidos coincidentes con nombres de oficios —Baker («panadero»), Cooper («tonelero»), Farmer («granjero»), Miller («molinero»)— y a reflexionar sobre los vaivenes de su historia, y ahí acabó la sesión en torno a nuestros asuntos económicos.
Finalmente Langley me dio la razón y accedió a cancelar la hipoteca, pero para entonces éramos famosos en toda la ciudad, y los periodistas le siguieron hasta el banco, y también un fotógrafo del Daily News, que ganaría un Premio Pulitzer por su retrato de Langley en la Quinta Avenida con un sombrero plano de ala corta, un abrigo raído largo hasta los tobillos, un chal que se había confeccionado mediante un saco de arpillera y zapatillas de andar por casa.
Debo decir en defensa de mi hermano que tenía muchas cosas en la cabeza. Ése fue un periodo de una conducta humana atroz; por ejemplo, la explosión de una bomba en la iglesia baptista del sur, un atentado que segó la vida de cuatro niñas negras durante una clase de catequesis. La noticia lo dejó consternado; como ves, había momentos en que su cinismo se venía abajo y su corazón quedaba al descubierto. Pero la monstruosidad de lo sucedido le reveló otra categoría más de acontecimientos seminales para su periódico definitivo: el asesinato de inocentes, y no sólo el de esas niñas, sino también la muerte a tiros de estudiantes universitarios, y la matanza de jóvenes que ayudaban a registrarse a los votantes, todo en ese mismo periodo atroz. Y luego, naturalmente, tuvo que crear una carpeta para los asesinatos políticos —de esos tuvimos tres o cuatro—, y quizás otra para la detención multitudinaria de centenares de manifestantes en un corral al aire libre en Washington. No sabía si debía incluir ese suceso en la categoría de conducta policial caracterizada por el golpe de porra en la cabeza, como se aplicó a los manifestantes pacifistas en otras ciudades, o si era algo distinto.
El periódico soñado por Langley no podía ser un simple reportaje, su edición única para todos los tiempos exigía una descripción extremadamente categórica de nuestras tendencias habituales como especie. Así que para él representaba un gran problema organizativo extraer de los diarios de años y años los episodios clave y las clases de actividades que son atemporales.
Se vería puesto a prueba en los años posteriores: un día me habló del suicidio colectivo de novecientas personas que vivían en un pequeño país de Suramérica del que yo no había oído hablar. Eran norteamericanos que habían huido allí para vivir en cabañas dispuestas en hileras, presentadas por su líder como un paraíso comunista ideal. Habían ensayado el suicidio tomándose un líquido rojo inocuo en lugar de veneno, pero llegada la hora, cuando su líder anunció que ya no podían tolerar más la represión del mundo exterior, no dudaron en ingerir el verdadero. Ni uno solo de los novecientos. Pregunté a Langley: ¿Dónde catalogas este suceso? Contestó que en un primer momento había pensado asignarlo a Moda, como cuando de golpe todo el mundo viste ropa del nuevo color. O cuando de repente una misma palabra está en boca de todo el mundo. Pero al final, dijo, lo he incluido en una carpeta de asuntos pendientes con los titulares de sucesos únicos. Deberá quedarse ahí en espera de que aparezca otro episodio de comportamiento demencial y autodestructivo. Como sospecho que ocurrirá, añadió.
La falta de ética presidencial en esa época fue otro apartado para su carpeta condicional. No podía considerarse seminal hasta que otro presidente subvirtiera la Constitución que había jurado defender. Pero tiempo al tiempo, dijo.
Un día mi hermano apareció con sus periódicos matutinos y, sin mediar palabra, se acercó a las ventanas y empezó a cerrar los postigos y a echar los pestillos. Oí los sucesivos golpes de los postigos contra los marcos al encajar como puertas macizas y vi alejarse de mis ojos la pátina de oscuridad algo más clara. El aire de la casa se enfrió. Un extraño sonido ahogado brotó de la garganta de mi hermano que, como tardé en comprender, fue su esfuerzo por no venirse abajo.
Una sensación espantosa, una opresión en el pecho, me impulsó a levantarme de la banqueta del piano. ¿Qué pasa?, pregunté.
Me lo leyó: En una remota aldea de Centroamérica habían sido hallados en tumbas poco profundas los cadáveres de cuatro monjas norteamericanas. Las habían violado y matado a tiros. Sus nombres aún no habían sido facilitados.
No quise creer lo que ya sabía. Insistí en que, sin los nombres, no podíamos saber con certeza que Mary Elizabeth Riordan era una de las monjas.
Langley subió al piso de arriba a buscar la cajita de hojalata donde guardábamos sus cartas. Ella nos había escrito de vez en cuando conforme su orden la trasladaba de una parte a otra del mundo: había ido de un país africano a otro, y luego a países del sur de Asia, y pasados unos años, a aldeas de Centroamérica. Las cartas eran siempre iguales allí donde estuviera, como si realizase una gira mundial por la miseria y la muerte. Estimados amigos: Estoy en este pequeño país desposeído y dividido por una guerra civil. Precisamente la semana pasada unos soldados llegaron y se llevaron a varios hombres de la aldea y los mataron por su respaldo a la insurgencia. No eran más que pobres campesinos que intentaban dar de comer a sus familias. Ahora sólo quedan ancianos, mujeres y niños. Gritan en sueños. Me acompañan tres de mis hermanas. Les proporcionamos todo el consuelo que nos es posible.
La carta había sido escrita pocos meses antes desde la misma aldea mencionada en el periódico.
Yo no soy religioso. Recé para pedir perdón por haber sentido celos de su vocación, por haberla deseado, por haberla ultrajado en mis sueños. Pero en realidad debo reconocer que, aturdido como estaba por el terrible destino de la hermana, no fui del todo capaz de relacionarlo con mi alumna de piano Mary Elizabeth Riordan. Incluso ahora percibo su limpio aroma cuando nos sentábamos juntos en la banqueta del piano. Puedo evocarlo a voluntad. Ella me habla en susurros al oído mientras, noche tras noche, desfilan las imágenes en movimiento: Ahora una graciosa persecución en la que las personas se caen de los coches…, aquí viene el héroe a galope tendido… los bomberos se deslizan por la barra de descenso… y aquí (siento su mano en el hombro) los amantes se abrazan y se miran a los ojos y el rótulo dice… «Te quiero».
Tras unos días de silencio en la casa, dije a Langley: Esto es el martirio, así es el martirio.
¿Por qué?, preguntó Langley. ¿Porque eran monjas? El martirio es una invención religiosa. Si no lo es, ¿por qué no dices que las cuatro niñas asesinadas en su clase de catequesis en Birmingham son mártires?
Me detuve a pensarlo. Vi la posibilidad de que la hermana hubiese perdonado a su agresor y le hubiese tocado la cara con dos dedos mientras él acercaba el arma a su sien.
Hay una diferencia, dije. Las monjas se exponían al peligro por sus creencias religiosas. Sabían que había una guerra civil, que unos salvajes armados rondaban por ese territorio.
¡Pedazo de idiota!, exclamó Langley. ¿Quién te crees que les dio las armas? ¡Ésos son nuestros salvajes!
Pero ahora no sé cuándo ocurrió todo esto exactamente. O bien mi mente está volviéndose sobre sí misma y sus recuerdos empiezan a borrarse, o por fin he comprendido la profecía del periódico atemporal de Langley.
Nuestros postigos no volvieron a abrirse nunca más. Langley acordó con el quiosco donde compraba sus periódicos que se los entregasen en la puerta de casa. Las primeras ediciones de la prensa matutina llegaban a eso de las once de la noche. Los diarios vespertinos los dejaban ante nuestra puerta a las tres de la tarde. Y las pocas veces que Langley salía, era siempre de noche. Hacía la compra en una pequeña tienda de ultramarinos que había abierto a unas pocas manzanas al norte y vendía pan del día anterior. Se empeñó en ser cliente de esa tienda, incluso en comprar más de lo que necesitábamos, porque un periódico gratuito del barrio que informaba sobre recepciones en las embajadas, y pases de modelos, y entrevistaba a interioristas, publicó que el dueño de la tienda era hispano. ¡Cielos!, gritó Langley, ¡Sálvese quien pueda, ya están aquí!
Cierto es que aquello presagiaba cambios en la ciudad —la lenta y casi imperceptible subida de las aguas de una marea desde el norte—, pero a nuestros vecinos les bastaba una pequeña tienda de ultramarinos, o un par de caras negras en la calle, para llevarse las manos a la cabeza. Y cómo no, mi hermano y yo, inevitablemente, fuimos considerados la Causa Primera: eran los Collyer quienes, como si se tratase de algo innato, habían fomentado ese desastre. Toda animadversión dirigida a nosotros desde el incendio en el jardín trasero —no: venía creciendo desde los tiempos de nuestros bailes con merienda— alcanzó ahora su máximo apogeo.
Con relativa frecuencia recibíamos cartas vilipendiosas sin firmar. Recuerdo un día que los sobres entraron por la ranura del correo y cayeron al suelo de tal modo que me llevó a pensar en peces descargados de una red. Nos amenazaban, nos maldecían, y un día abrimos un sobre que, a modo de mensaje, contenía una cucaracha muerta. ¿Era eso un pequeño jeroglífico de la imagen que se había formado de nosotros nuestro corresponsal? ¿O significaba que se nos consideraba responsables de la plaga de bichos en el vecindario? Era verdad que teníamos cucarachas, las teníamos desde que guardo memoria. Nunca me han molestado. Sentía algo que me trepaba por el tobillo y lo espantaba como haría con una mosca o un mosquito. Langley respetaba a las cucarachas convencido de que tenían cierta inteligencia, o incluso personalidad, por su astucia para la evasión, por su valentía, como cuando, al verse atacadas, saltaban a lo desconocido desde lo alto de una encimera. Y podían expresar su desagrado con un silbido o un chirrido. Aun así, les pusimos trampas y, desde luego, no tenía sentido responsabilizarnos de las plagas en otras cosas. A la gente del barrio le avergonzaba reconocer que sus distinguidas residencias estaban infestadas. Pero las cucarachas poblaban la ciudad desde los tiempos de Peter Stuyvesant.
Langley había dejado de lado sus periódicos, apilándolos para leerlos en el futuro, porque ahora sus estudios de derecho en la universidad a distancia le ocupaban casi todo el tiempo. No era un simple ejercicio académico. Intentaba mantener a raya no sólo a las compañías de suministros y otros acreedores, sino también a los departamentos de Bomberos y de Sanidad, que exigían la entrada en casa con el propósito de descubrir cosas alarmantes. Langley encontró una ordenanza municipal que les complicaba las cosas cuando amenazaban con solicitar mandamientos judiciales. Por otra parte, en una de sus salidas había ido a procurarse los servicios de un abogado de la Sociedad de Ayuda Jurídica, quien, sin cobrar, estaba dispuesto a emprender, por orden de Langley, diversas acciones legales, a modo de impedimentos, cuando las cosas pasaran a la siguiente fase, si es que pasaban, como sospechábamos que sucedería. En líneas generales nos mantendríamos firmes en la postura de que un simple reconocimiento superficial por parte del inspector del Departamento de Bomberos después del incendio en el jardín —que es lo que había desencadenado todo ese jaleo— no era causa suficiente para violar la inviolabilidad constitucional del hogar de un hombre.
Para mí, era obvio que Langley se regodeaba con todo eso, y a mí me alegraba ver que, para variar, se dedicaba a una actividad práctica. Ésta aportaba a su vida un sentido del aquí y ahora, de inmediatez, y la promesa, para bien o para mal, de un resultado, a diferencia de su periódico platónico eterno e inalcanzable. Mi única contribución era escuchar de vez en cuando un ejemplo de razonamiento jurídico que había encontrado y, en su opinión, parecía sacado de un manicomio.
Desde luego el hecho de que todo Nueva York estuviera experimentando en esa época un deterioro en el orden civil no nos ayudó en nuestras relaciones de vecindad ni en las desavenencias con las instituciones burocráticas de la ciudad: los servicios municipales se venían abajo —basura sin recoger, pintadas en los vagones de metro—, la delincuencia callejera iba en aumento, la drogadicción abundaba. Por lo que supe, también nuestros equipos deportivos profesionales estaban mal situados en las clasificaciones.
En tales circunstancias, parecían tener sentido nuestros postigos cerrados y el pasador de cinco por diez en la puerta de la calle. Mi vida transcurría ahora por completo dentro de casa.
Fue por esas fechas cuando advertí que a mi preciado Aeolian le faltaba un semitono en las octavas medias. Las teclas de bajos y agudos parecían en buen estado, y eso era lo que me extrañaba, que el piano se hubiese desafinado de manera discrecional. Pensé que, bueno, claro, al cerrarse los postigos, había mucha más humedad en la casa, y con todo acumulando polvo en las habitaciones, con todo lo imaginable apilado casi hasta el techo, así como los fardos de periódicos que actuaban de paredes para nuestros laberínticos caminos, no era raro que un instrumento delicado sufriese los efectos. En los días de lluvia la humedad era palpable y el olor a moho del sótano parecía traspasar el suelo.
Había otros pianos, claro está, o entrañas de pianos. Algunos se habían desafinado definitivamente de la manera habitual, y cómo no iban a desafinarse; pero empecé a alarmarme cuando accioné la pianola, que había mantenido cubierta con una lámina de plástico, y oí el mismo sonido un poco más alto en las octavas medias. Luego busqué a tientas hasta que encontré un pequeño piano eléctrico portátil, en realidad un ordenador —según la configuración, sonaba como una flauta o un violín o un acordeón, etcétera—, que Langley había traído a casa recientemente. Recuerdo mi satisfacción al comprobar que podía colocarse cómodamente en una mesa. Porque el primer ordenador de Langley era del tamaño de un frigorífico, una mole enorme con tubos de vacío que había podido comprar —a precio de ganga, dijo— sólo porque era un modelo obsoleto. No tuvo ocasión de probarlo para ver si hacía lo que era propio de los ordenadores —cálculos, o algo por el estilo, explicó, y cuando le pregunté cálculos de qué, dijo que de cualquier cosa— porque para cuando averiguó qué hacer con él, ya no teníamos suministro eléctrico. Así que yo no entendía cómo este otro pequeño ordenador que parecía un teclado y funcionaba con baterías realizaba los cálculos que le fueran necesarios para producir música, pero lo hacía. Y cuando accioné el interruptor y toqué una escala, este instrumento, sin cuerdas que pudieran desafinarse, estaba desafinado en el registro medio, igual que mi Aeolian.
En ese momento comprendí que lo que se había desafinado no eran los pianos, sino mi oído. Oía un do como un do sostenido. Eso fue el principio. Me encogí de hombros y me convencí de que podía sobrellevarlo. Las piezas de mi repertorio las oía de memoria como si no hubiese ningún problema. Pero con el tiempo no fue sólo una cuestión de tono, de sonido desafinado, sino de ausencia total de sonido. Me negaba a creer que eso estuviese sucediendo a la vez que tomaba conciencia de que así era, lenta pero incuestionablemente. En el transcurso de unos meses, el mundo fue apagándose, decibelio a decibelio, hasta que al final perdí por completo el oído del que tan orgulloso estaba, y quedé, pues, peor que Beethoven, quien al menos veía.
Si hubiese perdido repentinamente el último sentido que me comunicaba con el mundo, habría gritado de terror y buscado la manera más rápida posible de poner fin a mi vida. Pero ocurrió paulatinamente, permitiéndome grados progresivos de aceptación, con la esperanza de que cada grado de pérdida fuese el último, hasta que en el creciente silencio de mi desesperación, decidí aceptar mi destino, adueñándose de mí el extraño impulso de averiguar cómo sería la vida después de perder por completo el oído y, sin imágenes ni sonidos, disponer sólo de mi conciencia para entretenerme.
No le dije nada a Langley. No sé por qué. Quizá pensé que incluiría de inmediato el oído en su ejercicio de la medicina. Había llegado al punto de recetarme, para que yo recuperara la vista, siete naranjas peladas cada mañana en el desayuno y dos vasos de zumo de naranja de sesenta mililitros con el almuerzo y, para la cena, licor de naranja en lugar de la copa de vino de Almaden, mi bebida predilecta. Si le hubiese dicho que me fallaba el oído, sin duda habría encontrado alguna cura langleyana para tratarlo. Dadas las circunstancias, me lo callé y busqué distracción en nuestros problemas con el mundo exterior.
No sé bien en qué momento atrajeron la atención de la prensa nuestras batallas con los departamentos de Bomberos y Sanidad, el banco, las compañías de suministros y todos los demás que reclamaban algún tipo de satisfacción. No pretendo dar una apariencia de precisión a mis recuerdos mientras intento contar nuestra vida en esta casa durante esos últimos años. El tiempo se me antoja una corriente, arena en movimiento. Y en ese movimiento arrastra a mi mente. Me estoy consumiendo. Siento que ya no me queda tiempo para el esfuerzo que exigiría buscar la fecha exacta, la palabra exacta. Lo más que puedo hacer es consignar los hechos tal como me vienen a la cabeza y que sea lo que Dios quiera. Y es una lástima, porque al dedicarme a esta tarea he desarrollado el gusto por la descripción precisa de nuestras vidas, por ver y oír al menos mediante las palabras.
Con el primer periodista que llamó a la puerta —un joven francamente estúpido que esperaba que lo invitásemos a pasar y, al denegárselo, se quedó allí plantado haciendo preguntas ofensivas, incluso profiriéndolas a voz en grito cuando le dimos con la puerta en las narices—, comprendí que esa gente constituía una clase de seres humanos deplorablemente falible que a diario se convertía en letra impresa infalible, acrecentando el registro histórico que se alzaba en nuestra casa como balas de algodón. Si hablas con ellos, estás a su merced, y si no hablas, estás a su merced. Langley me dijo: Somos noticia, Homer. Escucha esto, y me leyó una crónica presuntamente objetiva acerca de unos excéntricos que habían cerrado los postigos de sus ventanas y atrancado sus puertas y acumulado miles de dólares en facturas impagadas pese a que tenían millones. Nuestras edades eran incorrectas, llamaban Larry a Langley, y un vecino, no identificado, sospechaba que reteníamos aquí a mujeres contra su voluntad. En ningún momento se ponía en duda que nuestra casa no fuera una lacra para el vecindario. Incluso nos echaban en cara el nido del halcón peregrino abandonado en la cornisa.
Dije a mi hermano: ¿Cómo introducirías esto en el periódico siempre al día de Collyer?
Nosotros somos sui generis, Homer, contestó. A menos que aparezca alguien tan notablemente profético como nosotros, me veo obligado a pasar por alto nuestra existencia.
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La atención de la prensa no era continua, pero nos habíamos convertido en un alto en la ronda, por así decirlo, en una fuente fiable de asombro para el público lector. Pudimos reírnos de ello, al menos al principio, pero con el paso del tiempo empezó a parecernos menos gracioso y más alarmante. Algunos de esos periodistas publicaron los detalles de las vidas de nuestros padres —cuándo compraron la casa y cuánto pagaron—, todos datos a la disposición del público si uno no tenía nada mejor que hacer que ir al centro a escarbar en los archivos municipales. Y a partir de antiguos censos y manifiestos de embarque averiguaron cuándo llegaron a estas costas nuestros antepasados —a principios del siglo XIX— y dónde vivieron, qué fue de las siguientes generaciones, la ascensión de artesanos a profesionales, los matrimonios, los hijos engendrados, y demás. Así que ahora todo eso era de dominio público, pero con qué fin aparte de mostrar el declive de una Casa, la Caída de una familia de buen nombre, residiendo la vergüenza de toda esa historia en el hecho de que condujo a nosotros, los hermanos Collyer sin descendencia, acechando detrás de puertas cerradas y saliendo sólo de noche.
Reconozco haber sentido en momentos íntimos, normalmente poco antes de quedarme dormido, que si uno se atenía a los valores burgueses convencionales, podía ver en los hermanos Collyer el fin de un linaje. Entonces me enfadaba conmigo mismo. Al fin y al cabo, vivíamos vidas originales y autodirigidas, sin dejarnos intimidar por las convenciones… ¿no podíamos ser acaso la expresión suprema del linaje, un florecimiento del árbol genealógico?
Langley dijo: ¿A quién le importa quiénes eran nuestros distinguidos antepasados? Qué sandez. Todos esos censos, todos esos archivos, dan fe sólo del engreimiento del ser humano, que se da a sí mismo un nombre y una palmada en la espalda y se niega a reconocer lo intrascendente que es su existencia para los vaivenes del planeta.
Yo no estaba preparado para llegar tan lejos, ya que si uno pensaba eso, ¿qué sentido tenía vivir en el mundo, creer en uno mismo como persona identificable con un intelecto y deseos y la capacidad de aprender y de incidir en los resultados? Pero, claro, a Langley le gustaba decir esas cosas, venía diciéndolas durante toda nuestra vida adulta, y para alguien que no sentía la menor consideración por su propia identidad diferenciada, desde luego presentaba batalla, manteniendo a raya a las instituciones municipales, los acreedores, los vecinos, la prensa, y disfrutaba con la refriega. Ah, y de pronto una noche creyó oír algo corretear por la casa. Yo también lo oí cuando él me llamó la atención al respecto. Nos quedamos inmóviles en la sala de estar y aguzamos el oído. Un repiqueteo, me pareció detectar justo encima de nuestras cabezas. Le pareció que procedía de dentro de la pared. ¿Era una sola criatura o más de una? No lo sabíamos, pero, fuera lo que fuese, se traía un trasiego extraño, mucho mayor que el nuestro. Langley decidió que teníamos ratones. Me abstuve de decirle que a mí me había parecido algo más grande. Para entonces yo no habría oído ya a unos simples ratones. No era el sonido de algo pequeño, de un intruso timorato, sino de algo que vivía en nuestra casa impertinentemente, sin nuestro permiso. Aquello era una criatura con claras intenciones. Al escuchar su ruidoso trasiego, lo imaginé ordenando las cosas a su gusto. Era irritante, qué insolencia la de ese ruido, casi hasta el punto de inducirme a pensar que era yo el intruso. Y si estaba dentro de las paredes o entre el suelo y el techo, ¿cómo íbamos a esperar que se quedara allí sin aventurarse a entrar en la casa propiamente dicha?
Esa noche Langley salió y volvió con dos gatos callejeros, y los dejó sueltos para que atraparan lo que fuera, y como eso no dio resultados inmediatos, añadió otros tres o cuatro, todos ellos callejeros —correosos gatos urbanos de voces estridentes—, así que tuvimos a media docena vagando por las habitaciones atestadas como centinelas, gatos a los que había que alimentar y hablar y que tenían cajones de arena que había que vaciar. Mi hermano, que no sentía la menor consideración por las pretensiones de la especie humana, resultó albergar los sentimientos de un padre afectuoso por estos gatos salvajes. Se encaramaban a los revoltijos o pilas o montañas de objetos y les encantaba saltar desde lo alto a nuestros hombros. Yo a veces tropezaba con uno, ya que tenían prolongados periodos de descanso y se tendían aquí y allá, en las plantas de arriba o abajo, y si le pisaba la cola a uno y él protestaba con un bufido, Langley decía, Homer, un poco más de cuidado.
Así que ahora teníamos gatos de patrulla, deslizándose por todas partes y por debajo de todo, y yo, tendido en mi cama, seguía oyendo el repiqueteo de unas uñas en el techo por la noche, y a veces un arañazo en una pared. Pero no era un animal exclusivamente nocturno, también lo oía corretear de día, sobre todo cuando estaba en el comedor. No he mencionado aún, creo, la recargada araña de luces que pendía del techo del comedor. Por lo visto, la misteriosa criatura o familia de criaturas —ya que empezaba a pensar que no era sólo una— había llenado tanto de inmundicia su residencia encima del comedor que el techo empapado se combaba, asemejándose, dijo Langley, a la parte inferior de la luna, y al final la araña de luces se desprendió —como una especie de paracaídas sujeto a un cable—, haciéndose añicos contra el Modelo T, y los cristales colgantes salieron despedidos en todas direcciones y dispersaron a los gatos entre maullidos.
Recordé haber visto, de niño, a una criada de mi madre subida a una escalerilla bajo la araña, extrayendo cada cristal, limpiándolo con un paño y colgándolo de nuevo por su gancho. Me dejó coger uno. Me sorprendió lo mucho que pesaba: tenía la forma de dos esbeltas pirámides unidas por la base, y cuando se lo comenté, me sonrió y dijo que era un niño muy listo.
Nuestras dificultades con el banco donde teníamos la hipoteca, por entonces el Dime Savings Bank, ya que esas cosas pasaban de mano en mano, igual que se metamorfoseaban los propios bancos, siendo así que el original Corn Exchange, por el que yo sentía tanto cariño, se había convertido en el Chemical Corn Exchange, quizá con las semillas de un poderoso cultivo híbrido guardadas bajo llave en sus cámaras acorazadas, y luego el Corn desapareció, abrasado tal vez por sus componentes químicos, y hete aquí que de pronto era el Chase Chemical, y luego éste, perdida ya la química, pasó a ser el Chase Manhattan a secas, y así sucesivamente, en el interminable proceso de las mutaciones empresariales en el que, según Langley, nada cambia ni mejora…, pero el caso es que nuestras dificultades con el Dime Savings culminaron en un altercado en lo alto de la escalinata, con un auténtico banquero —acompañado de un alguacil municipal para darnos a entender qué se sentía en un desahucio—, que allí plantado agitaba una citación ante mi cara y, cabe suponer, también en la de Langley.
Allí estábamos los cuatro, de pie en lo alto de la escalinata, los hermanos enfrentados a los dos visitantes no gratos, quienes, de espaldas a la calle, se hallaban, en términos militares, en una posición indefendible. Oí al banquero declamar nuestro aciago destino —tenía voz de barítono, con una desdeñosa dicción de Park Avenue— y pensé: Como sacuda esos papeles delante de mi nariz una vez más, le daré un empujón y oiré las fracturas de su cráneo mientras cae de espaldas por nuestra escalinata de granito. Era impropio de mí concebir la posibilidad de violencia —yo mismo me sorprendí, y no me desagradó del todo—; en cambio Langley, de quien se esperaría algo así de radical, dijo: Un momento, y se retiró al interior para salir al cabo de un minuto con uno de sus libros de derecho por correspondencia en la mano. Lo oí pasar las páginas. Ah, sí, dijo. Bien, pues, acepto su citación… Traiga… y ya nos veremos en el juzgado… veamos… la vista debería celebrarse de aquí a seis u ocho semanas, por lo que tengo entendido.
Lo único que tienen que hacer para evitar la ejecución, dijo el banquero, un tanto desconcertado —puesto que no había previsto el menor conocimiento jurídico por nuestra parte, y una vista en el juzgado implicaba abogados para el banco y una postergación interminable de la disputa hasta llevar a efecto el desahucio—, lo único que tienen que hacer, caballeros, es redimir los meses de retraso, y para el banco nuestra relación comercial quedará reestablecida como en el pasado y no habrá necesidad de esa vista. Hemos disfrutado de una relación larga y cordial con la familia Collyer y no es nuestro deseo que acabe mal.
Langley: No, por eso no se preocupe. Incluso si el juez dictamina a su favor, lo cual está por verse, dada su tasa de interés del cuatro coma cinco por ciento, rayana en la usura, promulgará un lis pendens, que como sabe es un periodo de cancelación de la deuda de otros tres meses. Veamos, sumados a los dos meses hasta que comparezcamos a juicio, eso asciende a casi medio año de aquí a que tengamos que hacer algo, o a redimir algo. ¿Y quién sabe? Igual antes de sonar la campanilla por última vez decidimos cancelar la condenada hipoteca íntegramente, o igual no. En fin, ya se verá. Buenos días, caballero. Le agradecemos que haya dedicado parte del tiempo de su apretada jornada de banquero a venir a vernos personalmente, pero ahora, si no le importa, llévese a su alguacil y lárguese de nuestra propiedad.
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En la primavera siguiente cancelamos la hipoteca. Como creo haber mencionado, Langley decidió hacerlo en persona. Tras comunicar al banco por correo cuándo se presentaría, fue a pie desde casa por el tramo superior de la Quinta Avenida hasta el Dime Savings de Worth Street, en el Distrito Financiero, una distancia equivalente casi a la mitad de la longitud de Manhattan.
Como siempre, la prensa lo entendió mal: mi hermano no se proponía simplemente ahorrarse el coste del billete del transporte público; eso era una consideración secundaria. En realidad, deseaba mantener a los directivos del Dime Savings en suspense.
Esa mañana, con Langley de camino al banco, decidí salir a tomar el aire. Me puse una camisa limpia, un jersey de cachemira viejo pero muy cómodo, mi chaqueta de tweed y un pantalón no excesivamente gastado. Si rondaban por allí periodistas, supuse que Langley los habría arrastrado consigo y yo conseguiría cruzar la calle y llegar al parque sin percances. Además, era a esas horas de la mañana, relativamente temprano, cuando menos probabilidad había de encontrar a buscadores de curiosidades merodeando delante de la casa. Porque, te diré, eso era lo que había conseguido la prensa: convertir nuestra casa en un objeto de contemplación, y a veces, en general los fines de semana, se reunía delante un corrillo de gente para mirar nuestras ventanas tapiadas, con la esperanza de que saliera a la calle uno de los hermanos chiflados y blandiera el puño. O señalaban la brecha en la cornisa desde donde la ménsula de mármol había caído a la acera —¿lo he contado ya?—, casi alcanzando a una persona que pasaba por allí en ese momento, sólo que no llegó a tocarla y tuvo que conformarse con presentar demanda sosteniendo que había saltado una pequeña esquirla de mármol y le había herido el ojo. Pero como era tanta la gente que allí se congregaba —si había dos o tres y un transeúnte sentía curiosidad por saber qué ocurría, éste también se paraba—, al final entablaban conversación, parte de la cual yo oía cuando me colocaba detrás del postigo de una ventana entornada. Me asombraba el sentido de la propiedad que tenían algunas de esas personas; cualquiera habría dicho que era su casa la que se caía a pedazos.
Pero en ese momento todo parecía muy tranquilo. Salí a la cálida mañana primaveral y me detuve en el bordillo esperando un hueco en el tráfico. Como en este punto no oía ya tan nítidamente como antes, pensé que había llegado el momento, y nada más bajar del bordillo, oí a una mujer gritar ¡No! —o Non!, porque era Jacqueline Roux, futura querida amiga en el final de mis días— y, al mismo tiempo, bocinazos y chirridos de neumáticos, quizás incluso parachoques abollarse, pero en cualquier caso me quedé paralizado después de detener el tráfico. En medio de todo esto se acercaron unos pasos y, a mis espaldas, la misma voz segura dijo: Muy bien, ahora podemos cruzar, y su brazo se entrelazó al mío y su mano cogió mi mano, mientras, a pesar del vocerío y los juramentos, atravesamos parsimoniosamente la Quinta Avenida como viejos amigos dando un paseo. Y de esta manera, y no por única vez, Jacqueline Roux me salvó la vida.
Me hallo en una oscuridad y un silencio más profundos que la fosa abisal del poeta, pero veo esa mañana en el parque y oigo su voz y recuerdo sus palabras como si estuviera otra vez fuera de mí mismo y tuviese el mundo ante mí. Buscó un banco al sol para sentarnos, me preguntó mi nombre y me dijo el suyo. Pensé que debía de ser una mujer muy segura de sí misma para hacerse cargo de un ciego y después, una vez concluida la buena obra, sentarse a conversar con él. La gente que te ayuda suele escaparse enseguida.
Qué feliz coincidencia, comentó.
Oí encenderse una cerilla. Me llegó el olor acre del humo de un tabaco europeo. Inhaló para que el humo entrase en ella lo máximo posible.
Porque es usted el hombre a quien venía a ver, dijo.
¿A mí? ¿Sabe quién soy?
Sí, claro, Homer Collyer; ahora usted y su hermano son famosos en Francia.
Cielos. No me diga que es periodista.
Pues sí, a veces escribo para los periódicos.
Oiga, sé que acaba de salvarme la vida…
Bah…
… y la verdad es que debería mostrarme más cortés, pero el hecho es que mi hermano y yo no hablamos con periodistas.
No pareció oírme. Tiene usted un rostro agradable, dijo, unas facciones agradables, y sus ojos, incluso así, son muy atractivos. Pero demasiado delgado, está demasiado delgado, y sería recomendable que fuera a un barbero.
Inhaló, exhaló: no he venido a entrevistarlo. He venido a escribir sobre su país. He estado en todas partes porque no sé qué busco.
Había visitado California y el Noroeste, había visitado el desierto de Mojave y Chicago y Detroit, y Appalachia, y ahora allí estaba sentada conmigo en el banco de un parque.
Si soy periodista, dijo, es para informar sobre mi propio ser, mis propios sentimientos ante lo que descubro. Intento captar este país, ¿se dice así, «captar» algo es entenderlo? Me han autorizado a hacer un comentario muy impresionista, a lo Jacqueline Roux, para Le Monde… sí, un periódico, pero mi comentario no debe ser sobre dónde he estado ni con quién he hablado, sino lo que he descubierto de sus secretos.
¿Qué secretos?
Debo escribir sobre aquello que no se ve. Es difícil.
Para calibrarnos.
Sí, eso. Al encontrar su casa, me he quedado contemplándola, ahí con sus postigos negros. En Europa tenemos postigos en las ventanas, y aquí no hay tantos, tal como yo suponía. En Francia, en Italia, en Alemania, hay postigos a causa de nuestra historia. La historia recomienda poner postigos macizos en las ventanas, y cerrarlos por la noche. En este país las casas no están escondidas detrás de tapias, dentro de patios. No tienen ustedes historia suficiente para eso. Sus casas miran a la calle sin miedo, a la vista de todos. ¿Por qué, pues, tienen ustedes postigos negros en sus ventanas, Homer Collyer? ¿Qué significa para la familia Collyer tener los postigos cerrados un día cálido de primavera?
No lo sé. Quizás haya historia suficiente para todos.
Con esas vistas al parque, dijo, ¿y no miran afuera? ¿Por qué?
Yo salgo al parque. Como ahora. ¿Necesito defenderme? Hemos vivido aquí toda nuestra vida, mi hermano y yo. No despreciamos el parque.
Bien. Pues le diré que, de hecho, es su Central Park lo que me atrajo a Nueva York.
Ah, dije, creía que era yo.
Sí, eso es lo que hago aquí, aparte de conocer a hombres extraños. Se rio. Paseo por Central Park.
En ese momento deseé tocarle la cara. Su voz se situaba en el registro alto, una voz de fumadora. Antes, al cogerme el brazo, por el contacto de su manga en mi muñeca —el tejido tal vez fuera pana—, tuve la impresión de que se trataba de una mujer de alrededor de cuarenta años. Mientras cruzábamos la Quinta Avenida pensé que sus zapatos podían ser lo que se describiría como prácticos, sólo por el sonido de los tacones contra el suelo, aunque ya no confiaba tanto en mis deducciones como en otro tiempo.
Le pregunté qué esperaba encontrar en el parque. Los parques son lugares aburridos, dije. Aunque aquí, claro, te pueden asesinar por la noche, añadí, pero por lo demás es muy aburrido. Sólo están los de costumbre: los que salen a correr, los amantes y las niñeras con cochecitos de bebé. En invierno la gente patina sobre el hielo.
¿Las niñeras también?
Son las mejores patinadoras.
Habíamos creado un ritmo, pues, entablando la clase de conversación que hace aflorar la inteligencia competitiva, al menos la mía. ¿O era simple coqueteo? Fue muy tonificante. Yo tenía cierta clase. Como si me hubieran dado la vuelta dejando a la vista otra cara de mí mismo.
Jacqueline Roux podía reírse sin perder el hilo de la conversación. No, dijo, diga lo que diga, su Central Park es distinto de cualquiera de los otros parques por los que he paseado en mi vida. ¿Por qué tengo esa impresión? ¿Porque está muy organizado, muy planificado? Una construcción geométrica con límites de lo más rígidos: una catedral de naturaleza. No, no estoy segura. ¿Sabe que hay zonas del parque donde me ha asaltado una sensación espantosa? Ayer a última hora de la tarde, entre sus sombras, y con los altos edificios por los cuatro costados, cerca y a lo lejos, ¡experimenté sólo por un momento la ilusión de que el parque era demasiado bajo!
¿Demasiado bajo?
Sí, ¡allí donde estaba, y mirara a donde mirara! Había llovido y la hierba estaba mojada después de la lluvia, y por un momento caí en la cuenta de algo que no había advertido antes, de que Central Park se hallaba hundido en el fondo de la ciudad. Y con todos esos estanques y embalses y lagos, como si se hundiera lentamente, no sé si me explico. Ésa fue mi espantosa sensación. Como si éste fuera un parque hundido, una catedral de naturaleza hundida dentro de una ciudad elevada.
¡Cómo le daba a la lengua! Aun así, me cautivaba la intensidad de su conversación, tan poética, tan filosófica, tan francesa, por lo poco que yo sabía. Pero a la vez me resultaba todo demasiado fantasioso. Dios santo, ¿buscarle el sentido a Central Park? Estaba siempre al otro lado de la calle cuando yo abría la puerta: allí, fijo e inmutable, algo que no requería interpretación. Así se lo dije. Pero al reaccionar a su idea me vi ligado a una opinión personal, mía, que sin lugar a dudas se hallaba un peldaño por encima de mi vida no pensante.
Me alivia saber que es usted consciente de que fue una ilusión, dije.
Es un disparate, lo reconozco. Retrocedo a mi primera impresión, el diseño, realizado por artesanos con picos y palas, y así mi idea es la primera idea que se hace todo el mundo: esto es simplemente una obra de arte construida a partir de la naturaleza. Bueno, es posible que eso fuera sólo la intención de los diseñadores.
¿Sólo la intención?, pregunté. ¿No basta con eso?
Pero para mí sugiere lo que quizá no se proponían: un vaticinio, este recuadro de naturaleza aislado, creado para cuando llegue en algún momento futuro el fin de la naturaleza.
Construyeron este parque en el siglo XIX, dije. Antes de que lo circundase la ciudad. Entonces la naturaleza estaba en todas partes, ¿quién iba a pensar que llegaría su final?
Nadie, contestó. Me han enseñado los silos subterráneos de Dakota del Sur donde esperan los misiles y hay militares sentados ante sus consolas las veinticuatro horas del día para girar la llave en la caja. La gente que hizo este parque tampoco pensó en eso.
Y así seguimos de charla, a un nivel que, comprendí, para ella era normal. Qué increíble estar allí sentado, como en la terraza de un café parisino, conversando con una francesa de voz sensual y seductora. Para mí no era poca cosa que ella me considerara digno de sus pensamientos. Dije: Busca usted el secreto. Creo que aún no lo tiene.
Puede que no, dijo.
Me alegré de que ella no pusiera a prueba sus ideas con Langley; él no habría tenido paciencia, quizás incluso se habría puesto grosero. Pero a mí me encantó oírla hablar; por más que tuviese teorías estrafalarias —Central Park se hundía, los postigos eran poco americanos—, su apasionado compromiso con sus ideas fue una revelación para mí. Jacqueline Roux había viajado por todo el mundo. Era una autora publicada. Imaginé lo emocionante que debía de ser una vida así, ir por el mundo e inventarse cosas sobre él.
Y llegó la hora de marcharse.
¿Vuelve ya?, preguntó. Le acompaño.
Salimos del parque y cruzamos la Quinta Avenida, su brazo en el mío. Delante de casa, me envalentoné. ¿Quiere verla por dentro?, propuse. Es una atracción mayor que el Empire State Building.
Ah, no, merci. He quedado ya con alguien. Pero en otro momento sí.
Dije: Permítame formarme una idea sobre usted. ¿Puedo?
Tenía el pelo espeso y ondulado y lo llevaba corto. La frente ancha, los pómulos redondeados, la nariz recta. Una ligera carnosidad bajo la barbilla. Usaba gafas de montura metálica. No iba maquillada. Pensé que no debía tocarle los labios.
Le pregunté si estaba casada.
Ya no, contestó. No tenía sentido.
¿Niños?
Tengo un hijo en París. En la escuela secundaria. ¿Así que ahora me entrevista usted a mí? Se echó a reír.
Volvería a Nueva York al cabo de unas semanas. Tomaremos un café, dijo.
No tengo teléfono, dije. Si no me encuentra en el parque, tenga la bondad de llamar a la puerta. Casi siempre estoy en casa. Si no tengo noticias de usted, intentaré dejarme atropellar y así aparecerá.
Sentí que me miraba. Tuve la esperanza de que sonriera.
De acuerdo, señor Homer, dijo, estrechándome la mano. Hasta la próxima.
Cuando Langley volvió, le hablé de Jacqueline Roux. Otra puñetera periodista, dijo.
No es exactamente periodista, dije. Es escritora. Una escritora francesa.
No sabía que esto había llegado a los periódicos europeos. ¿Y a ti para qué te quería? ¿Para su entrevista al hombre de la calle?
No se trata de eso. Hemos mantenido una conversación seria. La he invitado a entrar y se ha negado. ¿Qué periodista reaccionaría así?
Era difícil explicárselo a Langley: estábamos ante otra mente, no la suya, no la mía.
Es una mujer de mundo, dije. Me ha dejado muy impresionado.
Eso salta a la vista.
Está divorciada. No cree en el matrimonio. Tiene un hijo en la escuela.
Homer, siempre has sido sensible a las damas, ¿eres consciente de eso?
Quiero cortarme el pelo. Y quizá comprarme un traje nuevo en una de esas tiendas de saldos. Y tengo que comer más. No me gusta estar tan delgado, dije.
Horas más tarde Langley me encontró ante el piano. ¿Te ha ayudado a cruzar la calle?, preguntó.
Sí, y menos mal, contesté.
¿Estás bien? No es propio de ti equivocarte así con el tráfico.
El problema lo tengo desde que la Quinta Avenida es una calle de un solo sentido, dije. Es un sonido más denso, más congestionado, con menos huecos, y sencillamente tengo que acostumbrarme.
No es propio de ti en absoluto, dijo mi hermano, y salió de la habitación.
Naturalmente me fue imposible ocultar a Langley mi problema auditivo: lo advirtió casi de inmediato. No dije nada al respecto, no me quejé, ni siquiera lo mencioné; tampoco él. Lo dimos por sobreentendido, sin más: era demasiado angustioso para hablar de ello. Si Langley se sintió en algún momento empujado a ocuparse de este asunto, no sería mediante una de sus rocambolescas inspiraciones médicas. Yo llevaba tanto tiempo ciego que su régimen a base de naranjas y su teoría de los conos y bastones regenerados a fuerza de vitaminas y adiestramiento táctil… en fin, todo eso formaba parte de la expresión personal de Langley, y ahora me pregunto si él alguna vez se lo planteó como algo más que un simple impulso, como diciéndose «no hay nada que perder», o si era una manifestación de amor hacia su hermano más que una convicción de que de aquello saldría algo bueno. Pero quizá lo juzgo mal. Ante mi gradual pérdida del oído, él no sugirió ir a un médico, claro está, y yo por mi parte sabía que no serviría de nada, no más que la visita al oftalmólogo años antes. Yo tenía mis propias teorías médicas, tal vez fuera una inclinación innata en la progenie de un médico, pero el caso es que creía que entre mi vista y mi oído existía cierta asociación nerviosa íntima, que eran partes análogas del sistema sensorial donde todo se conectaba con todo lo demás, por lo que sabía que mi oído correría la misma suerte que mi vista. Sin conciencia de la contradicción, también me convencí de que la pérdida del oído se estabilizaría mucho antes de llegar a la sordera total. Decidí conservar la esperanza y el buen humor, y con este estado de ánimo aguardé el regreso de Jacqueline Roux. Ensayé algunas de mis mejores piezas con la vaga idea de que de algún modo conseguiría tocar para ella. Langley estudió discretamente los libros de la biblioteca médica de nuestro padre —libros seguramente desfasados en muchos aspectos dada su antigüedad—, pero un día sostuvo un trocito de metal contra mi cabeza justo detrás de la oreja para observar mi reacción al preguntarme si notaba alguna diferencia: lo apretó contra el hueso detrás de la oreja y luego lo apartó, y luego presionó otra vez. Contesté que no, y ahí terminó el modesto experimento.
Cuando, pasados unos meses, seguía sin saber nada de Jacqueline Roux, empecé a pensar en ella como un accidente exótico, en el mismo sentido que, como me informaron los ornitólogos con quienes conversaba en el parque años atrás, las aves descubiertas fuera de su zona de distribución —por ejemplo una especie tropical que acaba, pongamos, en una playa de Norteamérica— se conocen como «accidentales». Así que a lo mejor Jacqueline Roux era una francesa accidental que casualmente aterrizó en la acera delante de casa dejándose ver una única e insólita vez.
No pude evitar sentirme defraudado. Rememoré nuestra conversación de aquel día en el parque y me pregunté si, a la manera taimada de una escritora profesional, no me habría embaucado, y aparecería retratado en su periódico francés como un absoluto idiota. Tal vez sentí tal gratitud al verme tratado como una persona normal que me dejé fascinar en exceso por ella. Conforme pasaba el tiempo, y Langley y yo nos veíamos cada vez más absortos en la guerra librada contra nosotros por casi todo el mundo, ella, Jacqueline, empezó a figurar en mi mente como una persona con frívolas ideas extranjeras que no tenían cabida en nuestro mundo asediado. Los cortes de pelo que me hice y la ropa que compré en previsión de su regreso eran como cualquier otra de mis fantasías llevadas a la práctica. Qué patético por mi parte: cómo se me ocurría pensar que existía la menor posibilidad en mi vida de inválido de mantener una relación normal fuera de la casa de los Collyer.
Estaba tan dolido por la decepción que ya no podía pensar felizmente en Jacqueline Roux. También existían los postigos mentales, y los míos se cerraron a cal y canto cuando volví a refugiarme en aquello en lo que podía confiar, el vínculo filial.
Por esa época mi hermano también andaba con la moral por los suelos. Sólo algo tan decisivo como la cancelación de una hipoteca podía llevarlo a ese estado. Mientras que para mí fue un alivio no tener que preocuparnos por perder la casa, él vio la amortización, desde un punto de vista militar, como una derrota. Yo había pensado que su aplomo en los tratos con el banco era digno de encomio, pero para él sólo importaba el resultado final: el dinero se había esfumado. Así que estaba deprimido y no era muy buena compañía. Dejaba los diarios sin leer. Volvía de sus operaciones de salvamento nocturnas con las manos vacías.
Yo no sabía qué hacer ante este giro en los acontecimientos. Para animarlo, afirmé que tenía la impresión de que me había mejorado el oído: mentira. La radio portátil de mi mesilla de noche ya no funcionaba, como no era raro dada su avanzada edad: era una de esas pesadas radios de la primera época, con un asa para acarrearlas, que habían sido un gran avance técnico cincuenta años antes, cuando se pensaba que una playa o un jardín eran lugares idóneos para escuchar las noticias. ¿Puedes sustituirla?, pregunté, pensando que quizás eso lo induciría a salir de casa en una de sus expediciones. Nada.
Pero por un tortuoso golpe de suerte, una mañana llegó una carta certificada de un bufete en representación de «Con Edison», el nuevo y vistoso nombre de Consolidated Edison Company, que nos pareció muy apropiadamente confesional y autodefinitorio, dada la ambivalencia del término «Con», «timo». Quise expresar mi gratitud a esa gente: mientras Langley leía en voz alta esa carta atrozmente grosera y amenazadora, noté que salía de su modorra como un león. ¿Te lo puedes creer, Homer? ¿Que un miserable picapleitos se atreva a dirigirse a los Collyer en este tono?
Nuestra lucha con la compañía se había prolongado durante años debido a nuestra práctica de pagar las facturas de una manera poco sistemática por principio, y ahora, al levantarse de pronto la pesadumbre de Langley como una bruma, sentí que todo volvía a la normalidad. Después de pasearse de aquí para allá y jurar su odio imperecedero a ese electromonopolio, como él lo llamaba, procedió a reenviar la carta con sus correcciones gramaticales adjunta a un bonito y ordenado paquete de facturas impagadas de varios años, que en total, afirmó, pesaba sus buenos cien gramos. Homer, me diría más tarde, pagar los sellos ha sido para mí como un privilegio.
Nunca más nos veríamos sometidos a las intimidaciones de Con Edison porque de pronto se fue la luz. Me di cuenta porque estaba esperando a que la cafetera eléctrica concluyera su ritual cuando borboteó, me escupió una bocanada de agua caliente a la cara y expiró. Quedamos liberados, aunque sin luz. Por lo visto, unos rayos mortecinos penetraban entre las tablillas de los postigos, pero eso no bastó a Langley para encontrar las velas. Teníamos una buena provisión de velas de todas las formas y clases, desde velas de mesa hasta velas votivas en vasos, pero naturalmente estaban debajo de algo, en algún rincón de la casa, y si bien yo, aunque a trompicones, podía desplazarme con mayor facilidad que Langley, ninguno de los dos recordaba siquiera por dónde empezar a buscar, y por consiguiente fue necesaria una inversión. Langley salió y compró fanales de barco, faroles de acampada, reflectores de empuñadura alargada, lámparas de propano, lámparas de mercurio, lámparas a prueba de viento, linternas de bolsillo, lámparas de alta intensidad con sus soportes, y para el pasillo de arriba, con sus ventanas de triforio, una lámpara de sodio a pilas que se encendía automáticamente al declinar la luz del día. Incluso desenterró una antigua y ruidosa lámpara de rayos ultravioletas concebida para broncear la piel que habíamos utilizado tiempo atrás con el propósito de mantener vivas las plantas de nuestra madre, abrasándolas en el intento, con lo que de su querido vivero sólo quedaban pilas de macetas de arcilla y la tierra que contenían.
Cuando se encendieron estas luces por toda la casa, imaginé grandes y amenazadoras sombras proyectadas en distintas direcciones, unas extendiéndose por el suelo y reverberando contra los fardos de periódicos, otras apuntando al techo para iluminar todas y cada una de las gotas de una fuga de agua. Por lo que a mí se refería, no había cambiado gran cosa, y muy diplomáticamente me abstuve de preguntar a Langley el coste inicial de nuestra inversión en energía independiente, por no hablar ya del permanente gasto en pilas. Lo fundamental aquí era nuestra autonomía, y para mí tanto mejor si no habíamos encontrado las velas, que, entre tanto cachivache en nuestras habitaciones atestadas, seguro que habrían prendido fuego a algo —las pilas de colchones, los bultos de papel de prensa, los montones de cajas de madera en las que llegaban mis naranjas, los viejos tapices colgantes, los libros desparramados, las bolas de pelusa, el charco coagulado de aceite bajo el Modelo T, y Dios sabe qué más— y habrían atraído de nuevo a los bomberos con sus feroces mangueras.
Después, como inspirado por la malévola compañía eléctrica, el ayuntamiento nos cortó el agua. Langley recibió este revés con deleite. Y yo acabé participando con lúgubre júbilo, por así decirlo, en el sistema que concebimos para aprovisionarnos de agua. La boca de riego junto al bordillo no servía de nada: era imposible forcejear discretamente con una boca de riego. Vaya estímulo psicológico fue para mí, pues, trabajar con mi hermano, mi co-conspirador, cuando cada mañana, poco antes del amanecer, partíamos con dos cochecitos de bebé en tándem, el suyo con un bidón de leche de treinta litros adquirido tiempo atrás con la idea de que quizás algún día tuviera su utilidad, y yo con un par de cajas compartimentadas llenas de botellas de leche vacías recogidas en la escalinata de casa cuando se repartía la leche a domicilio cada mañana con cinco u ocho centímetros de nata en el cuello de la botella.
A unas cuantas manzanas al norte de casa había un viejo surtidor de los tiempos en que se disponía de agua en las calles para dar de beber a los caballos. El surtidor, un grifo de gran caudal empotrado en un muro de piedra bajo y cóncavo cuya base era un abrevadero de cemento, se hallaba junto al bordillo. Langley arrimaba el cochecito al abrevadero y colocaba el bidón de leche ladeado bajo el grifo para no tener que sacarlo del cochecito. Cuando el bidón rebosaba, llenábamos las botellas una por una y las tapábamos con papel de aluminio. El viaje de regreso era la parte difícil, porque el peso del agua era mucho mayor de lo que yo habría imaginado. Para evitar los bordillos en el cruce de cada manzana, íbamos por la calzada. A esa hora no circulaban coches. Yo cerraba la procesión manteniendo la capota plegada del cochecito en contacto con la parte de atrás del de Langley. Creo que a los dos nos invadía una especie de entusiasmo juvenil, allí bajo la primera luz de la mañana, cuando no había un alma en la calle y la frescura del aire nos llegaba transportada por una suave brisa con olor a campo, como si no empujáramos nuestros cochecitos por la Quinta Avenida, sino por una carretera rural.
Metíamos nuestro contrabando en casa por la puerta del sótano situada bajo la escalinata. Teníamos agua suficiente para beber, y en adelante comeríamos siempre en platos de papel con cubiertos desechables de plástico, aunque nosotros no los desechábamos precisamente; otro cantar era el agua para las cisternas de los inodoros y para el baño. Sería el cuarto de baño de invitados de la planta baja el que intentaríamos mantener en funcionamiento, lo que ya nos venía bien, porque los cuartos de baño de los pisos superiores servían desde hacía tiempo como espacios de almacenamiento. Pero los baños con esponja pasaron a estar a la orden del día, y después de un par de semanas convertidos en aguadores, la sensación de triunfo, de haberle ganado la partida al ayuntamiento, había dado paso a la cruda realidad de nuestra situación. Cierto es que había una fuente normal y corriente en el parque, no lejos de casa, y la usábamos para llenar los termos y cantimploras del ejército, aunque a veces, cuando mejoraba el tiempo, teníamos que hacer cola mientras bandadas de niños con un retorcido interés en las fuentes de agua fingían tener sed.
No sé si algunos de los niños que se dedicaban a arrojar piedras a los postigos de nuestras ventanas eran los mismos que nos habían visto ir al parque a por agua. Muy probablemente había corrido la voz. Los niños son portadores de la infame superstición, y en la cabeza de los delincuentes juveniles que habían empezado a apedrear nuestra casa, Langley y yo no éramos los reclusos excéntricos de una familia en otro tiempo acaudalada que describía la prensa: nos habíamos metamorfoseado, éramos fantasmas y rondábamos la casa en la que en otro tiempo vivimos. Yo, que no podía verme ni oír mis pasos, comenzaba ya a compartir esa idea.
El asalto se iniciaba en momentos imprevisibles del verano, una vez habíamos planeado la operación y recogido las municiones, porque las pedradas, los impactos y zambombazos llegaban en forma de andanada. Yo los sentía. A veces oía los gritos operísticos. Calculé que sus edades oscilaban entre los seis y los doce años. Las primeras veces Langley cometió el error de salir a la escalinata y blandir el puño. Los niños se dispersaron con chillidos de placer. Y lógicamente en adelante vinieron aún más niños y volaron más piedras.
No se nos pasó por la cabeza llamar a la policía, ni ésta aparecería jamás por propia iniciativa. Nos resignamos y sobrellevamos estas ofensivas como uno espera los aguaceros de verano. Así que ahora también sus hijos, observó Langley, presuponiendo que aquellas bestezuelas vivían en las casas de las inmediaciones y posiblemente se inspiraban en la opinión de sus padres sobre nosotros. Dije que, por lo que yo sabía, la gente de esa clase, como la del vecindario, era poco dada a la crianza. Dije que, a mi juicio, la zona de reclutamiento era más amplia y el punto de encuentro de los niños debía de ser el parque. Cuando un día dio la impresión de que las piedras tenían un impacto más poderoso, y oí una voz de un registro post-pubescente más grave, Langley levantó una tablilla de un postigo, escudriñó por la ranura y me informó de que algunos de ellos habían entrado ya holgadamente en la adolescencia. Así que tienes razón, Homer, esto bien podría ser un fenómeno a nivel de toda la ciudad, y gozamos del raro privilegio de ver anticipadamente el reemplazo de la actual ciudadanía para el próximo milenio.
Langley empezó a plantearse una acción militar en respuesta. Había coleccionado unas cuantas pistolas a lo largo de los años y decidió coger una, plantarse en la escalinata y blandirla ante los gamberros para ver qué pasaba. Por supuesto, no está cargada, dijo. Yo le dije que adelante, que amenazara a los niños con un arma letal, y con mucho gusto lo visitaría en la cárcel si encontraba la manera de llegar hasta allí. A mí personalmente me preocupaban más bien poco esos lanzadores de piedras. Los postigos estaban llenos de marcas y había muescas en la fachada de piedra, pero me constaba que los niños se esfumarían en cuanto llegara el frío, como así ocurrió; era estrictamente un deporte veraniego, y pronto las pedradas contra los postigos dieron paso a los vientos otoñales que los traspasaban y sacudían nuestras ventanas.
Pero una noche, mientras intentaba conciliar el sueño, me vino a la cabeza un comentario de Langley. Según él, todo bicho viviente estaba en guerra. Me pregunté si, con la merma de mis sentidos, y pese al terror que me producía esa conciencia creciente que desplazaba poco a poco en mi cabeza al mundo exterior, si, en tales circunstancias, cabía la posibilidad de que gradualmente estuviera perdiendo la noción de la realidad de nuestra situación, su magnitud, protegido, gracias a mi insensibilidad, de las peores visiones y sonidos. En mis reflexiones, el apedreo de nuestra casa por parte de los niños, en lugar de ser un episodio accesorio en medio de nuestras principales preocupaciones —nuestro aislamiento cada vez mayor, la pérdida, por obra nuestra o por obra de otros, de los servicios normales de una civilización urbana, es decir, agua corriente, gas, electricidad, y el hecho de encontrarnos en un círculo de animadversión que se propagaba desde nuestros vecinos hasta los acreedores, la prensa, el municipio y, en último extremo, hacia el futuro, porque eso es lo que representaban aquellos niños—, en lugar de ser algo de trascendencia menor… en fin, ése fue el golpe más devastador de todos. Pues ¿qué podía haber más espantoso que verse convertido en un chiste mítico? ¿Cómo podíamos hacer frente a eso, una vez muertos y en otro mundo, sin nadie aquí para reivindicar nuestra historia? Mi hermano y yo estábamos en franca decadencia, y él, con una lesión en los pulmones y medio loco, lo sabía mejor que yo. Todos y cada uno de nuestros actos de oposición y reafirmación de autonomía, toda muestra de creatividad y toda firme expresión de principios por nuestra parte, estaban al servicio de nuestra ruina. Y él, aparte de todo eso, llevaba la carga de los cuidados de un hermano cada vez más desvalido. No lo criticaré, pues, por la paranoia de ese invierno, cuando empezó a concebir, a partir del material acumulado a lo largo de nuestra vida en esta casa —como si todo lo que hay aquí hubiese sido reunido en respuesta a una información profética—, el medio para llevar a cabo nuestro último acto de resistencia.
Antiguamente le gustaba citar a otro poeta: «Soy yo, y ¿qué se le va a hacer?… Yo, el solemne investigador de cosas inútiles».
Mi propia respuesta había sido seguir adelante con mis escritos diarios. Soy Homer Collyer, y Jacqueline Roux es mi musa. Aunque en mi estado de debilidad no sé bien si llegó a volver, como dijo que haría, o si sólo necesitaba pensar en ella para empezar a escribir esto, un proyecto comparable por su alcance al periódico de Langley. Llegados a este punto, ya no estoy seguro de nada —qué son imaginaciones mías, qué son recuerdos—, pero ella regresó, estoy casi seguro de eso, o digamos que regresó, y que yo la recibí en la puerta, acicalado y convertido por mi comprensivo hermano en un ser razonablemente presentable. Sentado ahora en el frío de esta casa, siento el calor del salón de un hotel. Jacqueline y yo hemos cenado. Hay una chimenea, sillones tapizados bien dispuestos, pequeñas mesas de centro para las copas y un pianista tocando clásicos. Recuerdo una canción de los tiempos de nuestros bailes con merienda: Strangers in the Night. Por la rigidez de la interpretación, deduzco que es un pianista con formación clásica que intenta ganarse la vida. Jacqueline y yo nos reímos por la canción elegida: la letra describe a unos desconocidos que cruzan miradas —lo que no es posible entre nosotros— y acaban unidos como amantes para toda la vida. También eso resulta gracioso, aunque de una manera que ahoga la risa en mi garganta.
Luego, cuando voy por la segunda copa del mejor vino que he probado, siento el impulso de sentarme al piano después de retirarse el músico contratado. Toco Chopin, el Preludio en do sostenido menor, porque es una pieza lenta de acordes pesados con la que me siento razonablemente seguro, ya que no la oigo del todo bien. Acto seguido cometo el error de continuar con Jesus bleibet meine Freude, que requiere una digitación serpenteante con la mano derecha: un error, porque, al sentir un contacto en el hombro —es el pianista de salón, que me interrumpe—, caigo en la cuenta de que estoy interpretando la secuencia tal como la compuso Bach, pero que he empezado en la tecla del piano equivocada. Suena como una mofa de Bach. Me corrijo y termino con relativa destreza, pero me dejo conducir de regreso a Jacqueline totalmente humillado, cosa que intento disimular riéndome. ¡Hay que ver los efectos del vino!
En la habitación de ella le confieso mi desgracia, un hombre ciego que se queda sordo.
A continuación mantenemos una conversación generosa: práctica, como si se tratara de un problema que debe resolverse. ¿Por qué no escribe, pues?, propone. Hay música en las palabras, y puede oírse… en el pensamiento, quiero decir.
No me convence.
¿No lo entiende, señor Homer? Usted piensa una palabra y oye su sonido. Sé de qué hablo: las palabras tienen música, y si usted es músico, escribirá para oírlas.
La idea de la vida sin mi música se me hace insufrible. Me levanto y me paseo. Tropiezo y algo se vuelca, una lámpara de pie. Revienta una bombilla. Jacqueline me sujeta del brazo y me sienta en la cama. Se sienta junto a mí y me coge la mano.
Le digo: Quizá su francés tiene música y por eso piensa que toda lengua es musical. Yo no oigo música cuando hablo.
No, ahí se equivoca.
Y yo no tengo nada que decir. Habida cuenta de quién soy, ¿de qué puedo escribir?
De su vida, por supuesto, contesta. Cuente quién es exactamente. Su vida frente al parque. Esa historia que ha merecido los postigos negros. Hable de su casa, que es una atracción mayor que el Empire State Building.
Y eso es tan tierna e íntimamente gracioso que no puedo mantener mi desesperación. Una vez vencida ésta, nos echamos a reír.
Me dejó quitarle las gafas. Y luego, al tendernos juntos, el estremecimiento de reconocernos. Esa mujer a la que apenas conocía. ¿Quiénes éramos? El mundo se reducía a la ceguera y la sordera, y aparte de nosotros no había nada. No recuerdo el sexo. Sentí el latido de su corazón. Recuerdo sus lágrimas bajo nuestros besos. Recuerdo que la estreché entre mis brazos y absolví a Dios de la ausencia de sentido.
Doy gracias porque Langley, desde muy al principio, me animó a escribir en sustitución de la música. ¿Recibió instrucciones de Jacqueline Roux? ¿O sólo imagino una conversación en la que mostró un respeto y una sumisión impropios de él mientras ella perfilaba el nuevo plan de mi vida? El hecho es que Langley se propuso la misión de mantenerme en activo. En cierto momento se estropeó mi máquina de escribir y la llevó a un taller de reparación en Fulton Street. Pero como eso significaba una espera de dos semanas hasta que estuviera reparada, se preocupó de conseguirme otra máquina con Braille; dos, de hecho: una Hammond y una Underwood, y así he podido continuar. Con las tres máquinas en esta mesa, y resmas de papel en una caja en el suelo a mi lado, estoy bien provisto. Es para ella para quien escribo. Mi musa. Si no regresa, si no vuelvo a verla, la tengo en mis cavilaciones. Pero ella prometió leer lo que escribiera. Tendrá que perdonar mis faltas de ortografía y los errores gramaticales y mecanográficos. Escribo en Braille y se supone que el texto sale en inglés.
Llevo ya cierto tiempo con esto. No tengo una noción clara de cuánto. Percibo el paso del tiempo como algo espacial, conforme la voz de Langley se ha vuelto más y más débil, como si él se alejara por una larga carretera, o como si se precipitara en el vacío, o como si otro sonido que no oigo, una cascada, ahogara sus palabras. Durante un tiempo oía aún a mi hermano cuando me gritaba al oído. Por entonces diseñó un sistema de señales: me toca en el brazo una vez, dos, tres, para indicarme que me ha traído algo de comer, o que es hora de acostarse, o alguna otra situación básica de la vida cotidiana. Pero los mensajes más complicados los comunica colocándome el índice en las teclas en Braille y deletreando las palabras. Para ello, tuvo que aprender Braille él mismo, cosa que hizo con notable eficiencia. Así me entero de las pocas noticias que hay, sucintamente, como en un titular.
Pero ahora ya hace un tiempo que vivo en un silencio absoluto, y por eso cuando se acerca y me toca el brazo, a veces me sobresalto, porque en mi cabeza lo veo siempre a distancia, una persona pequeña y lejana, y de repente lo tengo ahí mismo, cernido sobre mí como una aparición. Es casi como si la realidad fuese su lejanía y la ilusión fuese su presencia.
Resulta que escribir coincide con mi deseo compensatorio de permanecer vivo. Así que me he mantenido ocupado a mi manera mientras mi hermano se dedica a construir una máquina infernal con los objetos hallados de la casa. He empleado el término «paranoia» para referirme a lo que ha hecho con sus diversas acumulaciones a lo largo de las décadas. Pero de hecho, nada más empezar a mejorar el tiempo, me dijo que un merodeador intentó entrar en la casa por la puerta de atrás. En otra ocasión me informó de que había oído a alguien desplazarse por la azotea. Supuse que cabía prever más de lo mismo: desde la aparición de los primeros artículos sobre nosotros, varios periódicos habían insinuado que los Collyer, en su desconfianza hacia los bancos, guardaban grandes sumas de dinero en casa. Y para esa gente de la calle y esos ocupas que no leen los periódicos, nuestro edificio oscuro y decrépito es una clara invitación.
Ha surgido una complicación. La estrategia defensiva de Langley hace desaconsejable, por no decir imposible, que yo intente desplazarme por la casa. A efectos prácticos, estoy prisionero. Ahora mismo me encuentro en la sala de diario, justo al lado de la puerta, y dispongo de un solo camino hasta el baño situado bajo la escalera. Langley también ha visto limitada su movilidad. Se ha instalado en la cocina, desde donde puede entrar y salir de la casa por la puerta del jardín. El vestíbulo está totalmente obstruido por las cajas de libros, apiladas hasta el techo. Un estrecho pasadizo formado por fardos de periódicos y herramientas de jardín que asoman por encima —palas, rastrillos, un taladro, una carretilla, todo colgado en alto, sujeto mediante alambre y cuerda a estaquillas que ha clavado en las paredes— lleva desde su puesto de avanzada en la cocina hasta mi enclave. Me trae las comidas por este pasadizo o túnel. Me dice que, valiéndose de una linterna, sortea las trampas, alambres a la altura de los tobillos tendidos de pared a pared.
Mi cama es un colchón en el suelo al lado de la mesa donde escribo a máquina. También tengo un pequeño transistor que me acerco al oído con la esperanza de oír algo alguna vez. Sé que es primavera sólo por la temperatura agradable del ambiente y porque ya no necesito ponerme los gruesos jerséis de invierno ni me quedo encogido debajo de las mantas por la noche. La habitación de Langley es la cocina y duerme, cuando duerme, en la enorme mesa que en otro tiempo acogió a nuestro amigo el gángster, Vincent.
Mi hermano ha puesto especial empeño en describirme los cepos y trampas en las demás habitaciones de la casa. Está muy orgulloso de su obra. A veces me pone el dedo en las teclas en Braille durante lo que se me antojan horas. Arriba, ha apilado las cosas en construcciones piramidales de tal manera que, al menor contacto con cualquiera de los objetos —neumáticos, una olla a presión, maniquís, cajones de cómoda vacíos, toneles de cerveza, macetas, casi me produce placer visualizar las posibilidades—, el montaje entero caerá encima del desconocido, el intruso mítico, el objeto de las estratagemas de Langley. Cada habitación presenta su propio diseño punitivo creado con nuestros objetos. Tablas de lavar embadurnadas de jabón yacen en el suelo para que las pise el incauto. Langley se afana sin cesar para mejorar el equilibrio de los lastres, así como los cepos y trampas, hasta cerciorarse de que quedan perfectos. Uno de sus problemas son las ratas, que ahora han salido de las paredes. Pasan por aquí junto a mis pies a todas horas. Les ha declarado la guerra. Las golpea con una pala o coge su viejo fusil del ejército de la repisa y las aporrea.
A veces pienso que oigo algo de lo que está ocurriendo. En una o dos ocasiones una rata ha sido presa de una de sus trampas. Por cada rata muerta traza una marca invisible en mi brazo.
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Con todo esto, la sensación que tengo es de haber llegado al final de la vida. Recuerdo nuestra casa tal como era en nuestra infancia: prevalecía una magnífica elegancia, tranquilizadora y festiva a la vez. La vida fluía por las habitaciones sin verse obstaculizada por el miedo. Nosotros los niños nos perseguíamos subiendo y bajando por la escalera y entrando y saliendo de las habitaciones. Gastábamos bromas a los criados y ellos nos las gastaban a nosotros. Nos maravillábamos ante los especímenes guardados en tarros de nuestro padre. De pequeños, nos sentábamos en las tupidas alfombras e impulsábamos nuestros coches de juguete por las líneas del dibujo. Yo recibía mis clases de piano en la sala de música. Curioseábamos desde el pasillo durante las resplandecientes cenas a la luz de las velas de nuestros padres. Mi hermano y yo podíamos salir a todo correr por la puerta de la calle y bajar la escalinata y cruzar hasta el parque como si fuera nuestro, como si la casa y el parque, iluminados los dos por el sol, fueran una misma cosa.
Y cuando perdí la vista, él me leía.
Hay momentos en que no puedo soportar esta conciencia incansable. Sólo sabe de sí misma. Las imágenes de los objetos no son los objetos en sí. Despierto, mi vigilia y mis sueños forman un continuo. Siento que mis máquinas de escribir, mi mesa, mi silla tienen esa seguridad de un mundo sólido, donde los objetos ocupan espacio, donde no existe el vacío infinito del pensamiento insustancial que no conduce a ninguna parte más que a sí mismo. Mis recuerdos se debilitan a medida que incido en ellos una y otra vez. Se vuelven cada vez más fantasmagóricos. No temo nada tanto como perderlos por completo y no tener ya otro sitio donde vivir aparte de mi mente vacía e infinita. Si pudiera enloquecer, si pudiera provocarme la locura, quizá no sabría lo mal que estoy, lo terrible que es esta conciencia irremediablemente consciente de sí misma. Sin nada más que el contacto de la mano de Langley para saber que no estoy solo.
Jacqueline, cuántos días llevo sin comer. Se produjo un estruendo, la casa entera tembló. ¿Dónde está Langley? ¿Dónde está mi hermano?