Capítulo único
Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento. Cuando me dijeron lo que ocurría, me interesó medirlo; entonces tenía menos de veinte años, y todo me despertaba curiosidad. Lo que hice ese invierno en particular fue situarme a cierta distancia del lago de Central Park, donde patinaba la gente, y ver qué veía y qué no veía conforme los días iban pasando. Las casas de Central Park West fueron lo primero en desaparecer: se oscurecieron como si se disolvieran en el cielo oscuro hasta que dejé de distinguirlas; luego empezaron a perder su forma los árboles y al final, esto ya en las postrimerías de la estación, quizás a últimos de febrero de ese invierno tan frío, ya sólo veía las siluetas espectrales de los patinadores flotar ante mí sobre un campo de hielo, y el hielo blanco, esa última luz, pasó a ser primero gris y después totalmente negro, y perdí la vista por completo, aunque sí oía con toda claridad el chis chas de las cuchillas sobre el hielo, un sonido muy gratificante, un sonido suave aunque plenamente intencionado, de un tono más grave del que cabría esperar en las cuchillas de los patines, quizá porque tañían el contrabajo resonante del agua bajo el hielo, chis chas, chis chas. Oía a alguien deslizarse rápidamente en una dirección, y de pronto el viraje rematado con un largo chaaasc en el momento de detenerse el patinador, y de pronto me echaba a reír por el regocijo que me producía esa habilidad del patinador para detenerse en seco, para deslizarse con su chis chas y parar de pronto con su chaaasc.
Naturalmente aquello también me entristeció, pero fue una suerte que me ocurriese entonces, en plena juventud, cuando, sin noción de estar convirtiéndome en un inválido, pasé a aprovechar en mi mente otras aptitudes, como un oído extraordinario, que desarrollé hasta niveles de alerta casi visuales. Langley me decía que tenía el oído de un murciélago, e intentó demostrar la proposición, ya que le gustaba someterlo todo a examen. Yo conocía bien nuestra casa, por supuesto, la conocía de arriba abajo, sus cuatro plantas, y podía desplazarme por todas las habitaciones y subir y bajar por la escalera sin la menor vacilación, sabiendo de memoria dónde estaba todo. Me conocía la sala de diario, el gabinete de nuestro padre, la sala de estar de nuestra madre, el comedor con sus dieciocho sillas y la larga mesa de nogal, la despensa y la cocina, el gran salón, los dormitorios; recordaba el número de peldaños alfombrados entre las plantas, ni siquiera tenía que sujetarme a la barandilla; cualquiera que no me conociese no se habría dado cuenta al verme de que se me había apagado la vista. Pero Langley sostenía que sólo si no intervenía la memoria tendríamos la verdadera demostración de mi capacidad auditiva, así que cambió las cosas un poco de sitio, me llevó a la sala de música, donde previamente había arrastrado el piano de cola a un rincón distinto y había puesto en medio de la sala el biombo japonés, con su dibujo de unas garzas en el agua, y para no quedarse corto me dio varias vueltas en el umbral de la puerta hasta anular por entero mi sentido de la orientación, y no pude menos que reírme porque, mira por dónde, rodeé el biombo y me senté ante el piano tal como si supiera dónde lo había puesto Langley, como así era: yo oía las superficies, y le dije a Langley: Un murciélago ciego silba, eso hace, pero yo ni he tenido que silbar, ¿a que no? Langley no salía de su asombro; Langley es el mayor, me lleva dos años, y siempre he procurado impresionarlo como fuera. Para entonces él ya estudiaba primero de carrera, en Columbia. ¿Cómo lo haces?, preguntó. Esto tiene interés científico. Contesté: Siento las formas por el aire que desplazan, o siento el calor de las cosas, y por más vueltas que me des, incluso hasta marearme, te diré dónde el aire está lleno de algo sólido.
Y también hubo otras compensaciones. Tuve profesores particulares para mi educación y además, claro, seguí asistiendo sin problemas al Conservatorio de Música del West End, donde estudiaba ya antes de la invidencia. Gracias a ese talento para el piano, mi ceguera resultaba aceptable en sociedad. Con los años, la gente empezó a hablar de mi galantería, y desde luego atraía a las chicas. En nuestros círculos neoyorquinos de esa época, uno de los recursos de los padres para garantizar el matrimonio de una hija con un marido adecuado era prevenirla, al parecer desde su nacimiento, para que se anduviera con cuidado con los hombres y no se fiase del todo de ellos. Hablo de mucho antes de la Primera Guerra Mundial, cuando los tiempos de las flappers y las mujeres que fumaban y bebían martini pertenecían a un futuro inimaginable. Por tanto, un joven ciego, apuesto y de buena familia, despertaba especial interés en la medida en que no podía, ni siquiera a escondidas, hacer nada impropio. Su desvalimiento ejercía gran atracción en una mujer educada desde la infancia para ser ella misma una desvalida. En esas circunstancias, la mujer se sentía fuerte, al mando, y afloraba su sentido de la compasión; yo, con mi invidencia, podía conseguir muchas cosas. Ella podía expresarse, abandonarse a sentimientos contenidos, como no podía hacer con un joven normal. Yo vestía bien, me afeitaba con mi navaja sin cortarme ni una sola vez, y el barbero, por indicación mía, me mantenía el pelo un poco más largo de como se llevaba en aquel entonces, y así, cuando en alguna reunión social me sentaba al piano y tocaba la Appassionata, por ejemplo, o el Estudio Revolucionario, se me agitaba el pelo; entonces lo tenía muy abundante, una buena mata castaña, con raya al medio, cayendo a los lados. Un auténtico peinado a lo Franz Listz, eso era. Y si estábamos sentados en un sofá y no había nadie más en las inmediaciones, una joven amiga podía besarme, acariciarme la cara y besarme, y yo, ciego como era, podía apoyar la mano en su muslo sin aparente intencionalidad, y ella quizás ahogaba una exclamación, pero no pasaba de ahí por temor a violentarme.
Debo añadir que, como hombre que nunca se ha casado, he sido especialmente sensible a las mujeres; de hecho, las he tenido en gran estima, y reconozco ya aquí que viví una o dos experiencias sexuales en esta época que describo, esta época de vida urbana ya invidente, en mi papel de joven apuesto rondando los veinte años, cuando nuestros padres aún vivían y ofrecían muchas veladas, y recibían a la flor y nata de la ciudad en nuestra casa, una casa que era un homenaje monumental al diseño victoriano tardío y no se vería afectada por la modernidad —como por ejemplo la concepción del interiorismo de Elsie de Wolfe, amiga de la familia, quien, ante la negativa de mi padre a permitirle reformar toda la mansión, no volvió a poner los pies en ella—, y que a mí siempre me resultó cómoda, sólida, fiable, con sus grandes muebles tapizados, o las sillas acolchadas estilo Imperio, o los tupidos cortinajes sobre los visillos en las altas ventanas, o los tapices medievales colgados de barras doradas, y las estanterías empotradas, las gruesas alfombras persas, y las lámparas de pie con borlas colgando de las pantallas y las parejas de ánforas de imitación china en las que casi cabía una persona… todo era muy ecléctico, en cierto modo un registro de los viajes de nuestros padres, y quizás a los visitantes les resultaba un tanto abigarrado, pero a nosotros nos parecía bien y normal, y era nuestro legado, de Langley y mío, esa sensación de vivir con objetos rotundamente inanimados, y tener que circundarlos.
Nuestros padres pasaban un mes al año en el extranjero, viajando en tal o cual transatlántico. Se despedían desde la barandilla de algún barco con tres o cuatro chimeneas —¿el Carmania?, ¿el Mauretania?, ¿el Neurastania?— cuando se apartaba del muelle. Se los veía tan pequeños allí arriba, tan pequeños como me sentía yo, bien cogido de la mano de mi niñera, y resonando la sirena del barco en mis pies y volando las gaviotas alrededor como en un acto de celebración, como si realmente ocurriera algo extraordinario. A menudo me preguntaba qué sería de las pacientes de mi padre durante sus ausencias, porque era un eminente médico de mujeres y me preocupaba que pudieran enfermar y acaso morir en espera de su regreso.
Mientras mis padres andaban aún por Inglaterra, o Italia, o Grecia o Egipto, o dondequiera que estuviesen, su regreso venía presagiado por objetos embalados en cajas y entregados en la puerta de atrás por la Railway Express Company: azulejos islámicos antiguos, o libros raros, o una fuente de mármol, o bustos de romanos a los que faltaba la nariz o una oreja, o armaduras con su olor fecal.
Y finalmente, con grandes alharacas, cuando ya casi ni me acordaba de ellos, allí estaban, Madre y Padre apeándose del taxi delante de casa, y acarreando en sus brazos tesoros aún superiores a los que los habían precedido. No eran padres del todo desatentos, ya que siempre nos traían regalos a Langley y a mí, cosas que ciertamente despertaban el entusiasmo de un niño, como un tren de juguete antiguo tan delicado que no se podía jugar con él, o un cepillo para el pelo chapado en oro.
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Nosotros, mi hermano y yo, a veces también viajábamos, en tanto que participantes asiduos en campamentos de verano durante nuestra infancia. Íbamos a uno en Maine, situado en una meseta costera con bosques y campos, un sitio idóneo para aprender a valorar la Naturaleza. Cuanto más enterrado se hallaba nuestro país bajo capas de humo industrial, cuanto más carbón se extraía ruidosamente de las minas, cuantas más locomotoras descomunales atronaban en la noche y más cosechadoras enormes surcaban los campos de cultivo y más coches negros pululaban por las calles, dando bocinazos y estrellándose unos contra otros, tanto más veneraba la Naturaleza el pueblo americano. Con frecuencia esta devoción se delegaba en los niños. Así que allí estábamos, viviendo en primitivas cabañas de Maine, niños y niñas en campamentos contiguos.
Por aquel entonces yo me encontraba en la plenitud de mis sentidos. Tenía las piernas ágiles y los brazos fuertes y nervudos, y veía el mundo con la felicidad inconsciente de un muchacho de catorce años. No lejos de los campamentos, en lo alto de un promontorio con vistas al mar, se extendía una amplia pradera llena de zarzales, y una tarde varios de nosotros estábamos allí recogiendo moras maduras e hincando el diente en el pericarpio de su pulpa húmeda y tibia, compitiendo con formaciones de abejorros, echándoles carreras de un matorral a otro y llenándonos la boca de moras hasta que el jugo nos resbalaba por la barbilla. Densas comunidades de mosquitos se elevaban y descendían en el aire, se expandían y contraían, como fenómenos astronómicos. Y el sol iluminaba nuestras cabezas, y detrás de nosotros, al pie del acantilado, las rocas negras y plateadas recibían y desintegraban pacientemente las olas y, más allá, en el mar reluciente, destellaban esquirlas de sol, y todo ello desplegándose ante mi vista clara a la vez que me volvía triunfalmente hacia cierta chica con quien había establecido un lazo —Eleanor se llamaba—, abría los brazos y hacía una reverencia como un mago que hubiera hecho aparecer todo aquello para ella. Y sin saber muy bien cómo, cuando los otros siguieron adelante, nosotros, en un acto de complicidad, nos rezagamos detrás de un zarzal hasta que se desvanecieron los ruidos de los demás y nos quedamos allí sin vigilancia, quebrantando las normas del campamento, y autodefiniéndonos así como personas más adultas de lo que nos consideraban, aunque recorrimos el camino de regreso cada vez más pensativos, y nos cogimos de la mano casi sin darnos cuenta.
¿Existe un amor más puro que éste, cuando uno ni siquiera sabe qué es? Ella tenía la mano húmeda y cálida, esa tal Eleanor, y los ojos y el pelo oscuros. A ninguno de los dos nos abochornaba que ella me sacara más de una cabeza de altura. Recuerdo su ceceo, cómo se le atascaba la punta de la lengua al pronunciar la ese. No era una de esas chicas con el aplomo de la alta sociedad que tanto abundaban en el campamento femenino. Vestía el mismo uniforme que las demás, calzones grises y camisa verde, pero era un tanto solitaria, y a mí me parecía distinguida, atractiva, considerada, y en un estado de anhelo semejante al mío. Anhelo de qué, ninguno de los dos habría sabido decirlo. Ése fue mi primer afecto declarado, y tan serio que ni siquiera Langley, alojado en otra cabaña con los de su edad, se burló de mí. Trencé un cordón para Eleanor y le tallé y decoré una pequeña canoa con un trozo de corteza de abedul.
Ah, pero esto que me ha dado por contar es en realidad una historia triste. Una arboleda separaba los dos campamentos, el de los niños y el de las niñas, y a lo largo se alzaba una alambrada de esas que se emplean para impedir el paso de los animales; para los chicos mayores era, pues, una fuga en toda regla saltar la valla o cavar un túnel por debajo de ella y, en un desafío a la autoridad, cruzar el campamento de las chicas a todo correr, dando voces y eludiendo a los monitores que los perseguían y aporreando las puertas de las cabañas para provocar chillidos de satisfacción. Eleanor y yo, en cambio, atravesábamos la valla para vernos cuando todo el mundo dormía y pasear bajo las estrellas y filosofar sobre la vida. Y fue así como una cálida noche de agosto, tras recorrer un par de kilómetros por la carretera, fuimos a dar a un hotel consagrado, como nuestro campamento, al retorno a la naturaleza. Pero era para adultos, para padres. Atraídos por el parpadeo de una luz en la mansión por lo demás a oscuras, nos acercamos al porche de puntillas y, por la ventana, vimos algo que nos dejó estupefactos, una escena de lo que más adelante se conocería como cine porno. Para su licenciosa proyección, se valían de una pantalla portátil parecida a una gran persiana. En la luz reflejada, vimos los perfiles de un público adulto, todos muy atentos, inclinados en sus sillones y sofás. Recuerdo el sonido del proyector no muy lejos de la ventana abierta, el chirrido que producía, como un campo de grillos. En la pantalla, la mujer, desnuda salvo por unos zapatos de tacón, yacía de espaldas en una mesa, y el hombre, también desnudo pero de pie, le sujetaba las piernas por debajo de las rodillas, quedando ella en posición de acoger su órgano, cuyo descomunal tamaño él se aseguró de exhibir ante el público previamente. Era un hombre feo, calvo y escuálido, que sólo destacaba por ese rasgo desproporcionado. Mientras embestía una y otra vez dentro de la mujer, ella se mesaba los cabellos a la vez que pataleaba convulsamente, hendiendo el aire ora con un tacón, ora con otro en rápida sucesión, como si la sacudiera una descarga eléctrica. Yo me sumí en un estado de fascinación, de espanto, pero a la vez aquello me llevó a tal nivel de emoción antinatural que se acercaba a la náusea. Ahora no me extraña que, al inventarse el cine, se vieran enseguida sus posibilidades pornográficas.
¿Dejó escapar mi amiga un grito ahogado? ¿Me cogió de la mano para alejarme de allí? Si fue así, no me di cuenta. Pero cuando salí mínimamente de mi estupor, me volví y ella ya no estaba. Desanduve el camino a todo correr, y esa noche de luna, una noche tan en blanco y negro como la película, no vi a nadie en la carretera por delante de mí. Quedaban aún unas semanas para acabarse el verano, pero mi amiga Eleanor ya no volvió a dirigirme la palabra nunca más, ni me miró siquiera, decisión que yo acepté como cómplice, por razones de género, del protagonista masculino. Ella hizo bien en huir de mí, porque esa noche el romanticismo quedó derrocado en mi mente y en su lugar se entronizó la idea de que el sexo era algo que uno le hacía a ellas, a todas ellas, incluida la pobre Eleanor, tan alta y tímida. Es una ilusión pueril, incluso para una mente de catorce años, y sin embargo persiste entre los hombres adultos aun cuando conocen a mujeres dispuestas a copular con mayor avidez que ellos.
Naturalmente, una parte de mí, al ver esa peliculilla escabrosa, no se sintió menos traicionada por el mundo adulto que mi Eleanor. Con todo esto no quiero dar a entender que mis padres se hallaran entre ese público; no era así. De hecho, cuando se lo conté a Langley en confianza, coincidimos en que nuestros padres quedaban excluidos de la raza de los aquejados por la enfermedad de la carne. No éramos tan infantiles como para pensar que nuestros padres sucumbieron al sexo sólo las dos veces necesarias para concebirnos. Pero era propio de su generación practicar el amor en la oscuridad y no mencionarlo ni admitir su existencia en ningún otro momento. La vida se hacía tolerable gracias a sus formalidades. Incluso las relaciones más íntimas recibían un tratamiento formal. Nuestro padre nunca iba sin su cuello limpio y su corbata y su terno, yo sencillamente no lo recuerdo vestido de otra manera. El pelo, de color gris acero, siempre lo llevaba corto y, ajeno al hecho de que imitaba al entonces presidente, lucía un poblado bigote y monóculo. Y nuestra madre, con su amplia silueta ceñida por una faja al estilo de la época, con su espeso pelo recogido como un cuerno de la abundancia, era la imagen misma de la opulencia de una matrona. Las mujeres de su generación llevaban la falda hasta los tobillos. No tenían derecho a voto, circunstancia que no inquietaba en absoluto a mi madre, pese a que algunas amigas suyas eran sufragistas. Langley decía que nuestros padres se habían casado en el cielo. Con ello no se refería a que el suyo hubiese sido un gran amor, sino a que nuestros padres, en su juventud, habían acomodado sus vidas debidamente a las especificaciones bíblicas.
Se supone que la gente de mi edad recuerda sucesos de un tiempo lejano pero es incapaz de retener lo que ocurrió ayer. Mi recuerdo de nuestros padres muertos hace mucho tiempo es muy borroso, como si hubieran menguado por el hecho de haberse alejado en el tiempo, viéndose cada vez menos nivel de detalle, como si el tiempo se hubiera convertido en espacio, en distancia, y las figuras del pasado, incluso los propios padres, se hallaran demasiado lejos para reconocerlas. Están fijas en su propio tiempo, que ha descendido hasta ponerse por detrás del horizonte planetario. Ellos y sus tiempos y todas sus inquietudes se han ocultado juntos. Soy capaz de recordar a una chica a la que conocí superficialmente, como en el caso de Eleanor, pero en cuanto a mis padres, por ejemplo, no recuerdo ni una sola palabra de ninguno de los dos.
Y esto me lleva a la Teoría de los Reemplazos de Langley.
No sabría decir en qué momento exacto la formuló, aunque sí recuerdo haber pensado que tenía algo de académico.
Tengo una teoría, me dijo. En la vida todo es reemplazado. Nosotros somos el reemplazo de nuestros padres, igual que ellos fueron el reemplazo de la generación anterior. Con todas esas manadas de bisontes que están matando en el oeste, lo lógico sería que ya no quedara ninguno, y sin embargo nunca los matarán a todos, y las manadas volverán a llenarse de reemplazos que serán indiscernibles de los que han matado.
Yo contesté: Langley, las personas no son todas iguales, como bisontes de tres al cuarto; cada uno de nosotros es un individuo. Un genio como Beethoven es irreemplazable.
Ya, Homer, pero verás, Beethoven fue un genio para su época. Tenemos las notaciones de su genio pero no es nuestro genio. Nosotros tendremos a nuestros genios, y si no en la música, será en la ciencia o las artes, aunque puede llevar un tiempo reconocerlos porque normalmente a los genios no se les reconoce en el acto. Además, no se trata de las metas que alcanza uno de ellos, sino de cómo se sitúa con relación a los demás. ¿Quién es tu jugador de béisbol preferido?, preguntó.
Walter Johnson, contesté.
¿Y qué es él sino un reemplazo de Cannonball Titcomb?, preguntó Langley. ¿Lo ves? Te estoy hablando de construcciones sociales. Una de las construcciones es que tengamos deportistas a quienes admirar, que nos constituyamos en un público de admiradores de los jugadores de béisbol. En apariencia se trata de un medio de comunización cultural que genera una gran satisfacción social y posiblemente ritualiza —y si no, ahí tienes a los equipos de béisbol de distintas ciudades— nuestra tendencia a asesinarnos mutuamente. Los seres humanos no son bisontes; somos una especie más compleja, que vive conforme a construcciones sociales complejas, pero nos reemplazamos igual que ellos. En Estados Unidos siempre habrá, mientras se juegue al béisbol, alguien que cumpla para la juventud aún no nacida la misma función que cumple para ti Walter Johnson. Los héroes del béisbol son patrimonio nuestro, y siempre habrá uno.
Con eso estás diciendo que todo es siempre igual, como si no hubiera progreso, señalé.
No he dicho que no haya progreso. Hay progreso y al mismo tiempo nada cambia. La gente crea cosas como los automóviles, descubre cosas como las ondas de radio. Claro que sí. Habrá lanzadores mejores que tu Walter Johnson, por mucho que te cueste creerlo. Pero eso es el paso del tiempo, y yo hablo de otra cosa. Algo que avanza por mediación de nosotros a medida que nos reemplazamos para rellenar las casillas.
Para entonces yo ya me había dado cuenta de que Langley improvisaba su teoría sobre la marcha. ¿Qué casillas?, pregunté.
¿Por qué te niegas a entenderlo? ¿Tan duro de mollera eres? Las casillas para los genios, y para los jugadores de béisbol y los millonarios y los reyes.
¿Hay una casilla para los ciegos?, pregunté. A la vez que lo decía me acordé de cuando el oculista al que me llevaron me enfocó los ojos con una luz y musitó algo en latín como si el inglés no tuviera palabras para el horror de mi destino.
Para los ciegos, sí, y para los sordos, y para los esclavos del rey Leopoldo en el Congo, contestó Langley.
Durante unos minutos tuve que aguzar el oído para ver si Langley seguía en la habitación, porque había callado. De pronto noté su mano en mi hombro. Comprendí entonces que lo que Langley llamaba su Teoría del Reemplazo era su amargura ante la vida o su desesperación ante ella.
Langley, recuerdo haber dicho, tienes que pulir tu teoría un poco más. Por lo visto, él pensó lo mismo, ya que fue entonces cuando empezó a guardar los periódicos.
Era mi hermano, no mi madre ni mi padre, quien tenía por costumbre leerme cuando yo ya no pude leer por mi cuenta. Por supuesto, disponía de libros en Braille. Leí a todo Gibbon en Braille. «En el siglo II de la era cristiana, el Imperio romano abarcaba la mayor parte del planeta, y la porción más civilizada de la humanidad…». Aún creo que ésa es una frase que proporciona más deleite al palparla con los dedos que al verla con los ojos. Langley me leía en voz alta de los libros populares del momento —El talón de hierro de Jack London y sus relatos del Lejano Norte, o El valle del Terror, sobre Sherlock Holmes y el diabólico Moriarty—, pero antes de pasar a los periódicos, para leerme sobre la guerra en Europa a la que estaba destinado a ir, Langley traía de las librerías de viejo delgados volúmenes de poesía y los leía como si los poemas fueran noticias. Los poemas contienen ideas, decía. Las ideas de los poemas proceden de sus emociones y sus emociones se transmiten en imágenes. Gracias a eso los poemas son mucho más interesantes que tus novelas, Homer. Que sólo son historias.
No recuerdo los nombres de los poetas que para Langley tenían tanto interés como una noticia, ni retuve los poemas, salvo por un verso o dos. Pero asoman a mi pensamiento casi siempre espontáneamente y me producen placer cuando los recito para mí. Como «Generaciones han ido pisando, pisando, pisando; y todo lo agosta el comercio, lo ofusca, lo ensucia el afán…»: he ahí una idea langleyana.
Cuando Langley se marchó a la guerra, mis padres le ofrecieron una cena de despedida, sólo para la familia: un buen asado de ternera, y el olor a cera de las velas y mi madre llorando y disculpándose por llorar y mi padre aclarándose la garganta antes de pronunciar un brindis. Langley embarcaba esa noche. El soldado de la familia iba allí a ocupar el lugar de un soldado aliado muerto, eso conforme a su teoría. En la puerta de la calle le palpé la cara para guardármela en la memoria tal como era en ese momento, la nariz larga y recta, la boca fija en una expresión adusta, el mentón en punta, muy parecido al mío, y luego la gorra del ejército de ultramar en la mano, y la tela áspera del uniforme, y las polainas en las piernas. Tenía las piernas delgadas, Langley. Permanecía erguido cuán alto era, más erguido de lo que volvería a estar jamás.
Y allí me quedé yo, sin mi hermano por primera vez en la vida. Me sentí como arrojado a la independencia de mi joven edad adulta. Ésta no tardaría mucho en verse puesta a prueba a causa de la epidemia de gripe española que azotó la ciudad en 1918 y, como una gran ave de rapiña, se abatió sobre nosotros y se llevó a nuestros padres. Primero falleció mi padre porque trabajaba en el hospital Bellevue y fue allí donde la contrajo. Como era de esperar, mi madre no tardó en seguirlo. Los llamo mi padre y mi madre cuando pienso en su muerte, tan repentina y dolorosa, asfixiados en cuestión de horas, porque así acababa la gripe española con la vida de la gente.
Incluso ahora me disgusta pensar en sus muertes. Es verdad que desde el inicio de mi invidencia se produjo cierto recorte de sus sentimientos hacia mí, cualesquiera que fuesen, como si una de sus inversiones hubiera dado malos rendimientos y optaran por minimizar las pérdidas. Aun así, éste fue el abandono definitivo, un viaje del que no volverían, y yo quedé conmocionado.
Se decía que la gripe española se llevaba sobre todo a los jóvenes, si bien en nuestro caso ocurrió todo lo contrario. Yo me libré, pese a que me sentí mal durante un tiempo. Tuve que organizar el funeral de Madre como ella había organizado el de su marido antes de coger y morirse también ella, como si no soportara alejarse de él ni por un momento. Acudí a la misma funeraria que ella había contratado. Por aquel entonces los entierros eran un negocio boyante, se prescindía de las untuosas formalidades de costumbre y los cadáveres eran trasladados sin pérdida de tiempo a la tumba por hombres que, a juzgar por sus voces amortiguadas, llevaban mascarillas de gasa. También habían aumentado los precios: en el momento de la muerte de Madre, el mismo funeral que ella había organizado para Padre costaba el doble. Tenían muchos amigos, un amplio círculo social, pero sólo uno o dos parientes lejanos asistieron a las exequias, y todos los demás se quedaron en casa encerrados a cal y canto o fueron a sus propios funerales. Mis padres están en el cementerio de Woodlawn, más allá de lo que en otro tiempo fue el pueblo de Fordham, aunque ahora toda esa zona es el Bronx, unidos por los siglos de los siglos, eso, claro está, a menos que haya un terremoto.
En esa misma época, durante la epidemia, Langley, enviado a la guerra en Europa con la Fuerza Expedicionaria Estadounidense, fue dado por desaparecido. Un oficial del ejército se presentó en casa para comunicar la noticia. ¿Está usted seguro?, pregunté. ¿Cómo lo sabe? ¿Es ésta su manera de anunciar que lo han matado? ¿No? En ese caso, lo único que está diciendo es que no saben nada. ¿Y entonces a qué ha venido?
Reconozco que obré mal. Recuerdo que, para serenarme, tuve que ir al mueble bar de mi padre y beber a morro un trago de no sé qué. Me pregunté si era posible que toda mi familia hubiese sido aniquilada en el transcurso de un mes o dos. Decidí que no. No era propio de mi hermano abandonarme. En la concepción del mundo de Langley había algo, arraigado desde su nacimiento, aunque acaso acendrado en la Universidad de Columbia, que le conferiría inmunidad divina ante un destino tan corriente como la muerte en una guerra: quienes morían eran los inocentes, no aquellos nacidos con la fortaleza que da carecer de ilusiones.
Así pues, en cuanto me convencí de eso, mi estado, fuera cual fuese, no tenía nada que ver con un estado de duelo. No lloré su pérdida, esperé.
Y cómo no, por la ranura de la puerta, con el correo, llegó una carta de mi hermano, escrita desde un hospital de París y fechada una semana después de recibir yo la visita oficial para anunciarme que había desaparecido en combate. Le pedí a Siobhan, la criada, que me leyera la carta. Langley había sido gaseado en el frente occidental. Nada de consecuencias fatídicas, decía, y con ciertas compensaciones por parte de las atentas enfermeras del ejército. Cuando se cansaran de él, decía, lo enviarían a casa.
Siobhan, una devota irlandesa ya de cierta edad, no vio con buenos ojos la alusión a las atenciones de las enfermeras del ejército, pero yo reí de alivio y al final ella cedió y tuvo que reconocer lo mucho que se alegraba de saber que el señor Langley vivía y seguía siendo el de siempre.
Hasta que mi hermano volvió a casa, yo viví allí solo, salvo por el servicio: un mayordomo, una cocinera y dos criadas, todos ellos con sus habitaciones y un baño en el último piso. Te preguntarás acaso cómo se las arregla un ciego para llevar la administración doméstica con criados en la casa que podrían considerar muy fácil robar. Era el mayordomo quien me preocupaba, aunque en realidad tampoco había hecho nada. Pero su actitud conmigo era de una solicitud un tanto ladina, ahora que yo estaba al frente y ya no era el hijo. Así que lo despedí y me quedé con la cocinera y las dos criadas, Siobhan y la otra más joven, una chica húngara llamada Julia, que olía a almendras y a quien con el tiempo me llevé a la cama. De hecho no era sólo mayordomo, Wolf, sino mayordomo-chófer y ocasional manitas. Y cuando aún teníamos coche de caballos, lo traía de la cuadra de la calle Noventa y nueve y llevaba a mi padre al hospital al amanecer. Mi padre lo apreciaba mucho. Pero era alemán, ese tal Wolf, y si bien no tenía un acento muy marcado, sólo sabía poner los verbos al final de la frase. Yo nunca lo había perdonado por cómo azotaba a nuestro caballo de tiro, Jack, corcel de una gallardía y una finura sin par, y aunque llevaba al servicio de la familia desde tiempos inmemoriales —Wolf, quiero decir—, y si bien yo sabía por sus pisadas que no estaba ya lo que se dice en la flor de la vida, al fin y al cabo nos hallábamos en guerra con los alemanes, así que lo despedí. Me dijo que sabía que ésa era la razón pero yo, claro, lo negué. Le dije: ¿Wolf es la forma abreviada de qué? De Wolfgang, contestó. Ya, dije, y por eso lo despido, porque no tiene derecho a llevar el nombre del mayor genio de la historia de la música.
A pesar de que le di un buen fajo en concepto de indemnización, tuvo la poca elegancia de maldecirme y marcharse por la puerta principal, para colmo dando un portazo.
Pero, como decía, requirió cierto esfuerzo poner en orden el patrimonio de mi padre con los abogados y buscar la manera de afrontar la pesada administración doméstica. Contraté a uno de los empleados subalternos del banco de la familia para ocuparse de la contabilidad, y una vez por semana me ponía un traje y me plantaba un bombín en la cabeza y partía por la Quinta Avenida camino del Corn Exchange Bank. Era un buen paseo. Llevaba bastón aunque en realidad no lo necesitaba, ya que nada más saber que perdería la vista gradualmente me había ejercitado en explorar y almacenar en la memoria todo en un radio de veinte manzanas al norte y al sur, y en dirección este hasta la Primera Avenida y, al otro lado, por los senderos del parque hasta Central Park West. Conocía la longitud de las manzanas por el número de pasos de bordillo a bordillo. Me daba igual no tener que ver las bochornosas mansiones de estilo Renacimiento de los industriales corruptos al sur de nuestra casa. En mis paseos caminaba con brío y medía el progreso de nuestros tiempos por los sonidos y los olores cambiantes de las calles. En el pasado, las calesas y los landós silbaban o chirriaban o gemían, las carretas traqueteaban, los carromatos de cerveza tirados por varios caballos pasaban atronadoramente, y el compás por debajo de toda esta música era el chacoloteo de los cascos. Más tarde se añadió al conjunto el petardeo de la combustión de los automóviles y paulatinamente el aire perdió el olor orgánico del pelaje y el cuero, los efluvios de la bosta de caballo en los días calurosos no flotaban ya como un miasma por encima de la calle, ni se oían tan a menudo las anchas palas de los barrenderos al recogerla, y al final, en esta época que describo en concreto, todo era mecánico, el ruido, circulando las flotas de coches en ambas direcciones, con los pitidos de las bocinas y los silbatos de los policías.
Me gustaban los chasquidos secos y limpios de mi bastón contra los peldaños de granito del banco. Y dentro percibía la arquitectura de techos altos y paredes y columnas de mármol por el murmullo hueco de las voces y el frío en los oídos. Ésos eran los tiempos en que me comportaba de manera responsable, o eso creía yo, actuando como reemplazo de los anteriores Collyer, como si esperara su aprobación póstuma. Hasta que un día Langley volvió de la Guerra Mundial y comprendí lo tonto que había sido.
Pese a las tranquilizadoras palabras de la carta, cuando mi hermano regresó, ya no era el mismo de antes. Su voz era una especie de gargareo, y tosía y se aclaraba la garganta continuamente. Antes de marcharse, tenía una nítida voz de tenor y cantaba las arias antiguas con mi acompañamiento al piano. Ahora ya no. Le palpé la cara, los huecos de las mejillas, los afilados ángulos de los pómulos. Y tenía cicatrices. Cuando se quitó el uniforme, noté más cicatrices en la espalda desnuda, y también pequeños cráteres donde el gas mostaza le había levantado ampollas.
Dijo: Se supone que debemos desfilar, marchar en formación cerrada, un batallón detrás de otro, como si la guerra fuese algo ordenado, como si hubiese habido una victoria. Me niego a desfilar. Eso es para idiotas.
Pero hemos ganado, dije. Hay un armisticio.
¿Quieres mi fusil? Aquí lo tienes. Y me lo arrojó a las manos. Ese pesado fusil disparó realmente en la Guerra del Catorce. Él tenía que haberlo entregado en el arsenal de la calle Sesenta y siete. Después sentí su gorra del ejército de ultramar encasquetada en mi cabeza. Y de pronto su guerrera colgaba de mis hombros. Me avergoncé al darme cuenta de que, pese a todas las descripciones de la guerra que Julia me leyó en los periódicos con su acento húngaro, sentados ambos a la mesa durante el desayuno cada mañana, yo no había entendido aún cómo eran las cosas allí. Langley me lo contaría en las semanas posteriores, interrumpido de vez en cuando por el aporreo en la puerta de la policía militar, ya que él había abandonado su unidad antes de ser dado de baja oficialmente y recibir la absoluta, y, de la sucesión de complicaciones con la ley que se nos vendrían encima con los años, ésta, su deserción a efectos formales, fue el prolegómeno.
Yo abría la puerta cada vez y juraba que no había visto a mi hermano, y no mentía. Y ellos advertían que yo miraba el cielo mientras hablaba y se batían en retirada.
Y cuando se celebró el Día del Armisticio, y oí la agitación en la ciudad, el correteo apresurado de la gente por delante de casa, los coches a paso de caracol, los bocinazos, y en medio de todo eso los lejanos acordes de una marcha militar, Langley, como si de una antífona se tratase, me contó sus experiencias. Yo no le habría preguntado nada, quería que fuese el de antes, comprendía que necesitaba recobrarse. No supo hasta su regreso que nuestros padres habían sucumbido a la gripe. Así que ése fue otro mal trago. Dormía mucho y no parecía notar la existencia de Julia, al menos al principio, aunque puede que le extrañara verla servir la cena y luego sentarse a la mesa con nosotros. Y en medio de todo esto, sin necesidad de instarlo, mientras la ciudad acudía al desfile de la victoria, me habló de la guerra con su voz ronca, que en ocasiones se reducía a un susurro o un resuello hasta recuperar su anterior aspereza. Había momentos en que daba la impresión de que hablaba solo.
Me contó que no podían mantener los pies secos. Hacía demasiado frío para descalzarse; en la trinchera había hielo, agua helada y hielo. Padecían pie de trinchera. Se les hinchaban y amorataban los pies.
Había ratas. Unas ratas enormes, parduscas. Se comían a los muertos, no tenían miedo a nada. A dentelladas, traspasaban los sacos de lona para acceder a la carne humana. Una vez, estando un oficial en su ataúd de madera, apartaron con el hocico la tapa, aún sin asegurar, y en un momento una masa de ratas chillonas se retorcía y gusaneaba y pugnaba en su interior, un viscoso enjambre de ratas negras y parduscas volviéndose rojo por la sangre. Los oficiales dispararon sus pistolas contra esa masa y las ratas se escabulleron por los lados hasta que de pronto alguien se acercó de un salto y encajó bruscamente la tapa del ataúd y la clavaron, quedando dentro el oficial, las ratas muertas y las moribundas, todos juntos.
Los ataques se producían siempre antes del amanecer. Primero venían los bombardeos de la artillería pesada, los cañones de campaña, los morteros; luego las líneas avanzaban entre el humo y la niebla para ser abatidas por el fuego de las ametralladoras. Langley aprendió a apuntalarse contra la pared frontal de la trinchera para alcanzar al boche con su bayoneta cuando el hombre saltaba por encima de él, como el toro empitonando al matador en las nalgas o en el muslo, o en un sitio peor, e incluso a veces se le caía el fusil de las manos cuando el pobre desgraciado se desplomaba con la bayoneta clavada en el cuerpo.
Langley estuvo a punto de ser sometido a un consejo de guerra por proferir amenazas, supuestamente, contra un oficial. Había dicho: ¿Por qué estoy matando a hombres que no conozco? Hay que conocer a alguien para querer matarlo. Por este perspicaz comentario, lo mandaron de patrulla noche tras noche, y tenía que cruzar a rastras un llano salpicado de surcos y cráteres, cubierto de barro y alambradas, apretándose contra la tierra cuando las bengalas Very iluminaban el cielo.
Y por último la mañana de la neblina amarilla, que no parecía gran cosa. Apenas olía. Se disipó enseguida, y de pronto empezó a escocerle la piel.
Y para qué, se preguntó Langley. Tú estate atento, y ya verás.
Como lo he visto yo, por el mero hecho de sobrevivir.
El día que Langley fue al cementerio de Woodlawn, él solo, para visitar las tumbas de nuestros padres, coloqué su fusil Springfield sobre la repisa de la chimenea en la sala de diario, y allí se quedó, casi la primera pieza de la colección de artefactos de nuestra vida americana.
El hecho de que yo me liara con Julia no sentó bien a la criada de más antigüedad, Siobhan, acostumbrada como estaba a dar las órdenes en su mundo doméstico de responsabilidades asignadas. Julia, salida de mi cama, había adquirido también ella una posición elevada y se mostraba poco dispuesta a recibir órdenes. Su actitud equivalía a la insurgencia. Siobhan había estado a nuestro servicio mucho más tiempo y, como me dijo un día con lágrimas en los ojos, mi madre no sólo tenía en alta estima su trabajo, sino que había llegado a considerarla un miembro más de la familia. Yo de eso no sabía nada. Conocía a Siobhan sólo por la voz, que, sin detenerme a pensar mucho en ello, encontraba desapacible, una voz débil, aguda y quejumbrosa, y sabía que era una mujer metida en carnes por la manera en que resollaba al menor esfuerzo. Además, despedía cierto olor, no porque no se lavara, sino porque sus poros exhalaban una especie de fragancia empalagosa, como de baño de vapor, que permanecía en la habitación al marcharse ella. Sin embargo, con el regreso de Langley, me propuse mantener la paz en casa, ya que su sombría presencia y su irritación ante cualquier nimiedad nos habían desequilibrado a todos, incluida, me atrevería a decir, la cocinera negra, la señora Robileaux, que preparaba lo que le venía en gana preparar y servía lo que le venía en gana servir sin consultar con nadie, ni siquiera con Langley, quien una y otra vez apartaba el plato y abandonaba la mesa. Así las cosas, llegaban corrientes de insatisfacción de todas direcciones: la casa funcionaba ya de una manera muy distinta de como había funcionado en tiempos de mis padres, cuyas pautas majestuosamente inmutables y ordenada administración yo empezaba a valorar. Pero, incapaz de hacer frente a este caos emocional, establecí mentalmente una distinción entre anarquía y cambio evolutivo. La una era el mundo desmoronándose; la otra era sólo el inevitable paso del tiempo, que era lo que se dejaba sentir por entonces en la casa, decidí, el devenir de los segundos y los minutos de vida para manifestar una apariencia siempre nueva. Así racionalicé la situación para no hacer nada. Langley gozaba de los privilegios de su veteranía de guerra y la señora Robileaux de su pericia culinaria. Yo tenía que haber actuado en apoyo de Siobhan; en cambio, con cierto sentimiento de culpabilidad, busqué consuelo mirando en otra dirección y aceptando a Julia conforme a sus propias condiciones.
La muchacha se entregaba al ejercicio amatorio con sentido práctico. Yo había oído decir que las europeas no se andaban con remilgos ante el sexo como nuestras mujeres; sencillamente lo aceptaban como otro apetito más, tan natural como el hambre o la sed. Así que podríamos considerar a Julia descarada por naturaleza pero, más aún, ambiciosa, razón por la cual, una vez conquistada mi cama, empezó a tratar a Siobhan con prepotencia, como si se ejercitara para la posición de señora de la casa. Yo eso lo sabía, claro: mi ceguera afecta sólo a los ojos. Pero admiraba su empuje de inmigrante. Había llegado a Estados Unidos bajo los auspicios de una agencia proveedora de servicio doméstico y se había ganado la vida trabajando primero para una familia que mi familia conocía, y después, cuando esa gente se trasladó a París, presentándose ante nuestra puerta con excelentes referencias. Estoy seguro de que Julia tenía cinco o seis años más que yo. Pese a sus lánguidas atenciones nocturnas, se levantaba al alba sin demora y reasumía sus responsabilidades domésticas. Yo permanecía allí tendido entre las sábanas todavía calientes donde ella había yacido y componía su imagen a partir de su olor, un tanto acre, y de lo que mis manos habían aprendido acerca de su persona. Tenía las orejas pequeñas y los labios carnosos. Cuando yacíamos cabeza con cabeza, los dedos de sus pies apenas me llegaban a los tobillos. Pero poseía generosas proporciones, y la carne de los hombros y los brazos cedía a la más ligera presión de mis pulgares. Estrecha de talle, tenía los pechos erguidos, el trasero firme, los muslos y las pantorrillas recios. Sus pies no eran elegantes, sino más bien anchos y, a diferencia de la tersura del resto de su cuerpo, un tanto ásperos al tacto. Cuando se soltaba el pelo lacio, le caía hasta los hombros; se colocaba a cuatro patas sobre mi figura yacente y agitaba el pelo ante la cara para rozarme el pecho y el vientre, haciéndolo ir a un lado y al otro con un movimiento de cabeza. En tales ocasiones musitaba frases que empezaban en inglés y derivaban hacia el húngaro. ¿Gusta esto al señor? ¿Al señor gusta su Julia? Y cosas por el estilo, y sin que yo me diera cuenta se pasaba al húngaro, susurrando sus burlonas ternezas para saber si me gustaba lo que hacía o no, con lo que yo llegaba a imaginar que entendía el húngaro. La atraía hacia mí para experimentar ese mismo efecto de rozamiento con sus pezones mientras su pelo se desparramaba sobre mi cara y mi boca. Hacíamos muchas cosas creativas y nos entreteníamos bastante el uno al otro. Su interior me envolvía muy bien. Me dijo que tenía el pelo clarísimo, del color del trigo —decía con su acento húngaro—, y los ojos grises como un gato.
Fue el cuerpo cálido y complaciente de Julia, así como sus susurros de inmigrante, lo que me llevó a desentenderme de la lenta erosión del honor de Siobhan, conforme las posiciones de ella y Julia en la organización doméstica se invertían, hasta que al final fue Siobhan quien recibía órdenes a su pesar. Esta buena mujer sólo tenía dos opciones, abandonar el empleo o rezar. Pero era una irlandesa soltera de mediana edad, incluso mediana tardía, sin familia que yo supiese. Los años de servicio en esta casa habían sido toda su vida. En tales circunstancias, la gente, por infeliz que sea, se aferra a su empleo y ahorra, moneda a moneda, para el día en que recibirá un entierro decente, o eso espera. Sí recordaba que, al morir mi madre, fue Siobhan quien lloró quejumbrosamente al pie de la tumba, ella, Siobhan, tan sentimental ante la muerte como sólo pueden serlo las personas de profundas creencias religiosas. Y por consiguiente, al final, sería la oración el medio que le permitiría sobrellevar la honda afrenta a su preeminencia y al sentido de la propiedad que tiene sobre una casa toda buena sirvienta responsable de sus cuidados. Y si con sus plegarias aspiraba a la restitución o, en momentos de amargura que después tendría que confesar ante el Padre, a la venganza, no sé qué dirá el Señor, pero yo digo que la respuesta a dichas plegarias llegó encarnada en una protestante, Perdita Spence, amiga de la infancia de Langley, a quien acompañó en su puesta de largo, y que una noche vino a cenar invitada por él.
Porque con el paso de las semanas Langley iba saliendo de su abatimiento. No es que anduviera silbando, ni que encontrara razones para entusiasmarse por las cosas, pero su cáustica inteligencia empezaba a afilarse y volver a ser como en los viejos tiempos. Perdita Spence se había ganado su consideración ya en la adolescencia, y eso era, supongo, lo más cerca que podía estar de un sentimiento claro por ella. Yo la había visto en casa una o dos veces antes de que se me apagara la vista, y ahora proyectaba ese recuerdo, aumentando mentalmente su edad al escuchar su conversación. Recordaba sus rasgos principales, que eran una nariz larga y unos ojos demasiado juntos, y tales hombros que parecía llevar hombreras bajo la blusa. También creo conservar una imagen en la cabeza de la señorita Spence manifestándose por la Quinta Avenida cogida del brazo de las sufragistas, pero eso puede ser una aportación de mi cosecha. Sí sé que su estatura se acomodaba bien a la de Langley, y éste medía uno ochenta. Era, pues, una mujer alta, y mientras yo, antes de cenar, escuchaba sus comentarios sobre los círculos de los que habían formado parte nuestras dos familias, pensé que ella era también una pareja ideal para él en cuanto a posición social: alguien que con su persona evocaba la vida que Langley había conocido antes de irse a la guerra, y por tanto era precisamente lo que necesitaba para mitigar los oscuros impulsos de su propia mente.
Langley y yo nos habíamos vestido para la cena y, no sé bien cómo, yo había logrado imponer a Julia y Siobhan su propio armisticio para que adecentaran la casa entre las dos, cosa que en apariencia hicieron, ya que olí la cera de muebles en mi Aeolian, y las chimeneas del gabinete y el salón, una vez encendido el fuego, no despidieron el asfixiante humo al que me había acostumbrado. Langley había dado instrucciones a la señora Robileaux con insistencia suficiente para que ella se atuviera al menú exigido por él, que consistía en ostras en su concha, crema de acedera y asado con soufflé de patata y guisantes en su vaina. Y había bajado a la bodega del sótano en busca de un vino tinto y uno blanco. Pero el parloteo de Perdita Spence cesó de golpe cuando Julia, después de servir los dos primeros platos, trajo el asado y se sentó a la mesa con nosotros. Oí el chirrido de la silla de Julia contra el suelo, una tos delicada e incluso, quizá, su sonrisa deferente.
Tras un largo silencio, Perdita Spence dijo: Qué originalidad la vuestra, Langley, hacer trabajar a los invitados. ¿Dónde está mi delantal?
Langley: Julia no es una invitada.
Señorita Perdita Spence: ¿Ah, no?
Langley: Cuando sirve, forma parte del servicio. Cuando se sienta, es la enamorada de Homer.
Digamos que es una situación híbrida, intervine yo a fin de esclarecer las cosas.
Siguió un silencio. No oí a nadie siquiera tomar un sorbo de vino.
Y al fin y al cabo, añadió Langley, la identidad humana es un misterio. ¿Podemos estar seguros de que existe algo llamado el yo?
La perorata de Perdita Spence, dirigida tan sólo a Langley, la única persona en el comedor digna, a su juicio, de conocer su opinión, no careció de interés. No se percibió el agravio previsible en alguien de su clase que de pronto se encuentra sentada a la mesa con una criada. Dijo —y después de tantos años sólo puedo ofrecer una perífrasis— que en vista de la deficiencia de su hermano Homer, entendía que se aprovechara de cualquier pobre desdichada que se le pusiera a tiro. Pero sentar a esa desdichada a la mesa durante una cena era una grosería propia de un pachá a quien no le bastaba con ejercer su poder, sino que además tenía que exhibirlo. Allí estaba sentada esa inmigrante, que debía someterse a la voluntad de Homer por miedo a perder su empleo, obviamente incómoda, sin más finalidad que pregonar su absoluta servidumbre. Una mujer no es un mono de compañía, declaró la señorita Spence, y si ha de ser utilizada para vergüenza suya, como mínimo que sea en la oscuridad, donde sólo oiga sus sollozos quien abusa de ella.
Te acompaño a casa, dijo Langley.
Y así mi enamorada y yo nos quedamos solos en el comedor. Julia me sirvió el plato y se sentó a mi lado. No cruzamos una sola palabra, sabíamos lo que teníamos que hacer. Mientras la señora Robileaux salía periódicamente de la cocina y, desde la puerta, nos lanzaba miradas iracundas, nos dispusimos a comer por cuatro.
No tenía la menor idea de qué pensaba Julia. Sin duda había captado en esencia la crítica de la señorita Spence, pero percibí su indiferencia como si a ella, a Julia, le trajese sin cuidado lo que dijera esa desconocida. Mostró el mismo placer en la cena que cuando limpiaba la casa o hacía el amor, llenando las copas de vino, primero la mía y luego la suya, sirviéndome otro trozo de asado antes de reabastecer su propio plato.
Y he aquí la secuencia de pensamientos que acudieron a mi mente, porque los recuerdo con toda claridad. Me acordé de que Julia se había presentado por su propia iniciativa en mi habitación la noche del día que le pedí que me dejara tocarle la cara. Yo no pretendía nada en particular con eso, sólo quería información, me gusta saber cómo es la gente que tengo alrededor. Le había palpado la mandíbula, que era amplia, y la boca grande y carnosa, y las orejas pequeñas, y la nariz un poco achatada, y la frente ancha, con el nacimiento del pelo alto. Y esa misma noche se metió en mi cama y esperó.
¿Tenía Perdita Spence razón? ¿Era verdad que esa muchacha inmigrante, para conservar su empleo, no hizo más que responder a lo que interpretó como un emplazamiento? Langley no lo veía así: él había percibido el aplomo de la criada, que en un plazo relativamente corto había asumido el control de la casa y se había acostado con su hermano.
Pero he aquí lo que sucedió: con la intención de dejar limpio el plato, ataqué las últimas vainas de guisantes, estrujándolas entre mis dientes y saboreando sus jugos verdes y dulces con un toque amargo, y de repente, sin saber por qué, me acordé de la huerta en la esquina de Madison Avenue con la calle Noventa y cuatro, donde en mi infancia, cuando aún conservaba la vista, a principios de otoño me paseaba entre las hileras con mi madre y recogía las hortalizas para nuestra mesa. Extraía los manojos de zanahorias de la tierra blanda, arrancaba los tomates de la mata, destapaba las calabazas ocultas bajo sus hojas, tiraba de las lechugas con las dos manos. Y nos lo pasábamos muy bien en esas ocasiones, mi madre y yo, mientras ella sostenía la cesta para que yo depositara lo que había elegido. Algunas plantas eran más altas que yo y las hojas, calientes por el sol, me rozaban las mejillas. Yo mascaba las diminutas hojas de distintas hierbas, aturdido por la profusión de vívidos colores y el olor húmedo a hojas y raíces y tierra mojada en un día soleado. Por supuesto, el huerto, al igual que mi vista, había desaparecido hacía mucho tiempo, sustituido por una armería, y supongo que fue el vino lo que me permitió desenterrar de las profundidades de mi mente implacable la imagen de mi refinada madre cuando, en una demostración de afecto impropia de ella, concedía su compañía a su hijo pequeño.
Al coger la competente mano de Julia en ese emotivo momento de rememoración, descubrí que mi palma no reposaba en carne, sino en piedra. Era un anillo lo que llevaba la criada, y cuando lo rodeé con tres dedos para hacerme una idea de su tamaño y forma, caí en la cuenta de que era el macizo anillo de diamantes de mi madre que lanzaba esquirlas de luz a mis ojos cuando ella sostenía el asa de nuestra cesta en el huerto.
Julia musitó: Ay, querrido seniorrr, o algo por el estilo, y sentí su otra mano en la mejilla mientras, con delicadeza, intentaba zafarse, y yo, con igual delicadeza, se lo impedía.
Y ésta fue la extraordinaria secuencia de acontecimientos por la que debo dar gracias, supongo, a la señorita Perdita Spence, aunque a día de hoy ella no se encuentra ya entre los vivos. O tal vez fuera por la decisión de mi hermano de invitarla a cenar, o tal vez deba remontarme aún más en el tiempo, a la guerra que había cambiado a Langley hasta el punto de que, a su manera inflexible y hosca, reconoció a medias en sus adentros que acaso se enmendaría, si es que tenía posibilidad de enmienda, casándose, e inició así su remisa búsqueda renovando el contacto con esa compañera del colegio alta y de hombros angulosos que no perdonó tan depravado comportamiento en nuestra casa.
Celebramos un juicio, naturalmente, Langley y yo en el papel de jueces titulares, Siobhan como ministerio fiscal. Se desarrolló en la biblioteca, donde crearon el marco jurídico los libros de las estanterías, el globo terráqueo, los retratos. Julia, mi querida húngara, afirmó entre sollozos que había sido idea de Siobhan coger prestado el anillo del joyero de mi madre para que ella, Julia, pareciera una invitada a la mesa más que una criada. Sería una especie de «credencial», insistió, si bien esa palabra no formaba parte de su vocabulario. Para dar la impresión de que el seniorrr Homer y yo íbamos a casarnos, fueron sus palabras exactas. Yo podría haber decidido ponerme de su lado, pero mi propia credibilidad como miembro responsable de la familia se había visto seriamente mermada cuando tuve que admitir ante Langley que me había olvidado de las joyas de mi madre al resolver los asuntos testamentarios, de modo que habían quedado, expuestas al robo, en la pequeña caja fuerte empotrada de su dormitorio, que permanecía siempre abierta y se hallaba bajo el retrato de un tío abuelo suyo que había alcanzado cierta fama por cruzar Sudán en camello, a saber por qué motivo.
Siobhan negó haberle ofrecido el anillo a la muchacha, quien, según dijo, tenía acceso a toda la casa como criada al mando por decisión propia y podía husmear en la habitación de mi madre sin que nadie se enterase. Siobhan nos recordó a todos el tiempo que llevaba al servicio de la familia, a diferencia de esa ladronzuela que intentaba presentarla a ella como cómplice diabólica. Y por qué iba yo a ayudar a esta desdichada, siendo como es una ladrona, dijo Siobhan.
Langley, hombre de talante sensato, dijo a Siobhan: Petitio principii, das por supuesto en la premisa lo que debes determinar en la conclusión.
Puede ser, señor Collyer, dijo ella, pero yo sé lo que sé.
Y así quedaron expuestos los argumentos.
Después Langley cogió el joyero, que no sólo contenía ese anillo, sino también broches, pulseras, pendientes y una diadema de diamantes, y lo puso todo en una caja de seguridad del Corn Exchange en previsión de los tiempos en que tal vez tuviéramos que venderlo, tiempos que yo ni concebía, y que por supuesto llegaron y, dicho sea de paso, muy pronto.
Y entonces mi dulce y llorosa compañera de cama, de duros pezones y comportamiento delictivo, se marchó de la casa con tan pocas ceremonias como la señorita Perdita Spence, como si ambas fueran prototipos del género con el que, por una razón o por otra, Langley y yo éramos incompatibles, como descubrimos con el paso de los años.
No me sentí como un auténtico idiota hasta que Julia cogió el portante y se fue. Como si, una vez ausente, adquiriese claridad moral ante mí. Mientras confraternizaba con ella, yo no sabía con quién trataba —era una presencia fragmentada por mi actitud autocomplaciente—; ahora, en cambio, al reflexionar sobre su ambición frustrada, aquel olor a almendra suyo y las partes de su cuerpo que tuve en mis manos se fundieron para formar una persona por quien me sentí traicionado. Esa inmigrante con sus estrategias. Había salido a este campo de batalla doméstico con un plan de combate. No era la criada que, temiendo ser puesta en la calle, cede a los deseos de su señor, sino una mujer sólo al servicio de sí misma, una actriz, una intérprete, desempeñando un papel.
Pedí a Langley que me la describiera. Una mujercilla robusta y pequeña, dijo. Pelo castaño demasiado largo, tenía que hacerse un moño y sujetárselo con horquillas bajo la cofia y, como lógicamente no se le sostenía, siempre le colgaban mechones y rizos ante la cara y por el cuello, atrayendo así la atención de una manera impropia de una criada que conoce su lugar. Tendríamos que haberla obligado a cortarse el pelo.
Pero entonces no habría sido Julia, aduje. Y ella me dijo que tenía el pelo del color del trigo.
Un marrón oscuro y apagado, corrigió Langley.
¿Y los ojos?
No me fijé en el color de los ojos. Sólo vi que miraba aquí y allá continuamente como si hablase sola en húngaro. Teníamos que despedirla, Homer, era demasiado lista para confiar en ella. Pero sí te doy la razón en una cosa: son las hordas de inmigrantes quienes mantienen vivo este país, las oleadas que llegan año tras año. Teníamos que despedir a esa chica, pero de hecho representa el genio de nuestra política nacional de inmigración. ¿Quién tiene más fe en América que aquellos que desembarcan y besan el suelo?
Ni siquiera se despidió.
Ahí lo tienes. Algún día será rica.
Para consolarme, me sumergí en la música, pero ésta me falló por primera vez en la vida. Decidí que había que afinar el Aeolian. Hicimos venir a Pascal, el afinador de pianos, un belga bajo y remilgado envuelto en un olor a colonia que después permanecía en la sala de música durante días. Il n’y a rien mal avec ce piano, dijo, y reconstruyo aquí sus palabras con mi mal francés. Al llamarlo para exigirle que revisara su infalible trabajo lo había insultado. En realidad, el problema no era el piano, era mi repertorio, que se componía exclusivamente de obras que yo había aprendido cuando aún podía leer las partituras. Ya no me bastaba con eso. Estaba inquieto. Necesitaba estudiar piezas nuevas.
Una organización de ayuda a los ciegos había conseguido que una editorial musical publicase partituras en Braille. Así que encargué unas cuantas. Pero no sirvieron de nada: aunque sabía leer en Braille, mis dedos no traducían los pequeños puntos en sonidos. Las notaciones no combinaban; por alguna razón cada una iba por su lado y toda forma de contrapunto me era inasequible.
Es aquí donde Langley acudió en mi rescate. En una subasta por herencia encontró una pianola, vertical. Venía con docenas de rollos de papel perforado en cilindros. Había que colocar los cilindros en dos espigas, y el rollo se desplazaba de un lado al otro, y tú tenías que pisar los pedales, mientras las teclas se hundían como por arte de magia y se oía la interpretación de uno de los grandes, Paderewski, Anton Rubinstein, Josef Hoffmann, como si estuviera ahí sentado junto a ti en la banqueta del piano. Así amplié mi repertorio, escuchando los rollos de la pianola una y otra vez hasta que fui capaz de colocar los dedos en las teclas en el preciso momento en que eran accionadas mecánicamente. Al final, conseguí pasar a mi propio Aeolian y tocar la pieza yo solo, con mi propia interpretación. Llegué a dominar un sinfín de impromptus de Schubert, estudios de Chopin, sonatas de Mozart, y mi música y yo volvimos a estar en armonía.
Aquella pianola fue la primera de los numerosos pianos que Langley coleccionó a lo largo de los años: aquí hay al menos una docena, enteros o en partes. Es posible que al principio tuviese en mente mis intereses; quizá creyese que había en algún lugar del mundo un piano que sonara mejor que mi Aeolian. No lo había, por supuesto, aunque yo me presté a probar todos y cada uno de los que trajo a casa. Si no me gustaba, él lo desguazaba hasta la última pieza para ver qué podía hacerse, y así acabó viendo los pianos como máquinas, máquinas de producción de música, para desmontarlas y asombrarse y volver a montarlas. O no. Cuando Langley trae a casa algo con lo que se ha encaprichado —un piano, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia—, no es más que el comienzo. Sea lo que sea, lo adquirirá en varias versiones, porque hasta que pierda el interés y se centre en otra cosa, buscará su máxima expresión. Es posible que haya en esto un origen genético. Nuestro padre también coleccionaba objetos, ya que en los estantes de su gabinete, además de numerosos tomos médicos, hay tarros de cristal con fetos, cerebros, gónadas y otros órganos conservados en formol, todo ello relacionado con sus intereses profesionales, claro está. Aun así, estoy convencido de que Langley pone en esta pasión por el coleccionismo algo muy suyo: es patológicamente ahorrativo; desde que somos nosotros quienes llevamos la administración de la casa, le preocupa nuestra economía. Guardar dinero, guardar cosas, encontrar un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro… todo ello forma parte de lo mismo. Como es de esperar en un archivista de periódicos, Langley tiene una concepción del mundo, y como yo no la tengo, siempre me he avenido a lo que él hace. Me constaba que algún día todo eso sería para mí tan lógico y serio y sensato como lo era para él. Y así ocurrió hace ya tiempo. Jacqueline, musa mía, te hablo a ti directamente por un momento: tú has visto esta casa. Sabes que no tenemos otra manera de vivir. Sabes que somos quienes somos. Langley es mi hermano mayor. Es un veterano que sirvió valientemente en la Guerra del Catorce y perdió la salud por el esfuerzo. Cuando éramos jóvenes, lo que coleccionaba, lo que traía a casa, eran aquellos delgados volúmenes de poesía que leía a su hermano ciego. He aquí un verso: «El destino aciago es oscuro y más profundo que cualquier fosa abisal…».
Ese repertorio ampliado me fue muy útil cuando acepté un empleo de pianista para el cine mudo, en el que debía improvisar piezas según el carácter de la escena en cuestión. Si era una escena de amor, tocaba, pongamos, Träumerei de Schumann; si era una escena de lucha, el movimiento rápido de una furiosa pieza de Beethoven en su última etapa; si marchaban unos soldados, yo marchaba con ellos, y si se trataba de un gran final, improvisaba sobre el último movimiento de la Novena de Beethoven.
Te preguntarás cómo sabía yo qué aparecía en la pantalla. Era por medio de una chica a quien habíamos contratado, una estudiante de música que, sentada a mi lado, me contaba en voz baja qué ocurría exactamente. Ahora una graciosa persecución en la que las personas se caen de los coches, me explicaba, o aquí viene el héroe a galope tendido, o los bomberos se deslizan por la barra de descenso, o —y entonces bajaba la voz y me tocaba el hombro— los amantes se abrazan y se miran a los ojos y el rótulo dice «Te quiero».
Langley había encontrado a esta estudiante en la escuela de música Hoffner-Rosenblatt, en la calle Cincuenta y nueve Oeste, y como en esta época que describo empezaba a ponerse de manifiesto la disminución del patrimonio de nuestros padres debido a unas inversiones poco afortunadas —que es por lo que yo había aceptado ese empleo en el cine de la Tercera Avenida, tocando durante tres sesiones completas, desde media tarde hasta la noche, todos los fines de semana, de viernes a domingo—, no pagábamos a mis ojos cinematográficos, esa tal Mary, sólo en dinero contante, sino que complementábamos su magro salario con clases gratuitas que yo le impartía en nuestra casa. Como vivía con su abuela y su hermano menor en la otra punta de la ciudad, el lejano West Side, de hecho en la zona de Hell’s Kitchen, sin duda muy modestamente, su abuela se dio por más que contenta con no tener que seguir pagando las clases de Mary. Era una familia de inmigrantes que había padecido graves desgracias: la muerte del padre y la madre, él por un accidente en la cervecera donde trabajaba, y su viuda a causa de un cáncer no mucho después. Y claro, con el tiempo, para ahorrarse la chica el billete del tranvía, y porque Siobhan se había encariñado con ella, casi como si fuera una hija, Mary se vino a vivir con nosotros. Mary Elizabeth Riordan, como se llamaba, tenía entonces dieciséis años, había estudiado en un colegio parroquial y, al decir de todos, era una preciosidad de chica, con el pelo negro y rizado, la tez clarísima, los ojos azules y la cabeza bien alta, con una postura recta y orgullosa, como si su frágil cuerpo no debiese mostrar al observador que existía en ella una debilidad de la que podía aprovecharse. Pero cuando íbamos y veníamos del cine a pie, me cogía del brazo como si fuéramos una pareja, y yo, claro, me enamoré de ella, aunque no me atreví a hacer nada al respecto, porque tenía ya casi treinta años y empezaba a perder el pelo.
No diría yo que Mary Riordan fuera una alumna de piano destacada, aunque le encantaba tocar. En realidad, tenía una aptitud por encima de la media. Es sólo que, a mi juicio, le faltaba aplomo a su ataque, si bien cuando ensayaba con algo como La catedral sumergida de Debussy, la sensibilidad de su interpretación parecía justificada. Era un alma delicada en todo. Su bondad era como la fragancia de un jabón puro sin perfume. Y comprendía, igual que yo, que cuando uno se sentaba y ponía las manos sobre las teclas, no tenía ante sí sólo un piano, sino todo un universo.
Con qué facilidad y elegancia se adaptó a su situación. Al fin y al cabo, la nuestra era una casa bien extraña, con todas esas habitaciones que debieron de intimidar a una niña que había crecido en un bloque de apartamentos, y con una sirvienta que la adoptó en el acto y le asignó tareas como haría una madre, y con una cocinera cuyo característico ceño permanecía inalterable de la mañana a la noche. Y con un ciego a quien llevaba y traía del trabajo, y con un iconoclasta de tos estridente y voz ronca que salía a toda prisa cada mañana y cada tarde para comprar todos los periódicos que se publicaban en la ciudad.
Con frecuencia, cuando me hallaba sentado junto a ella para su clase, me sumía en un estado de ensoñación y la dejaba tocar sin instrucción alguna. Langley también se enamoró de ella; lo supe por su tendencia a pontificar cuando ella estaba presente. A nosotros, que éramos capaces de metamorfosearnos instantáneamente en el hilo sinuoso de Jesus bleibet meine Freude, las teorías improvisadas de Langley no nos convencían. Insistía, por ejemplo, en que cuando el hombre prehistórico descubrió que podía producir sonidos cantando o golpeando algo o soplando a través del extremo de un hueso largo fosilizado, su intención era hacer sonar el inmenso vacío de este extraño mundo afirmando «¡Aquí estoy, aquí estoy!». Incluso vuestro Bach, incluso vuestro preciado Mozart y sus calzas y medias de seda, no eran más que eso, sostenía Langley.
Nosotros escuchábamos pacientemente las ideas de mi hermano, pero guardábamos silencio, y cuando dejaba de hablar, reanudábamos nuestra clase. En una ocasión Mary no pudo reprimir un suspiro, ante lo que Langley, mascullando, volvió a enfrascarse en la lectura de sus periódicos. Él y yo competíamos por la chica, claro, pero era una competición que ninguno de los dos podía ganar. Lo sabíamos. No hablábamos de ello, pero los dos sabíamos que experimentábamos una pasión que destruiría a la chica si alguna vez sucumbíamos a ella. Yo había estado peligrosamente cerca. El pequeño cine se encontraba justo debajo del ferrocarril elevado de la Tercera Avenida. Cada pocos minutos se oía encima el rugido de un tren, y una vez fingí no haber oído a Mary. Sin dejar de tocar con la mano izquierda, retiré la derecha del teclado y, sujetándola por el frágil hombro, la atraje hacia mí hasta que su rostro quedó cerca del mío y sus labios me rozaron la oreja. Apenas fui capaz de contener el deseo de estrecharla entre mis brazos. Casi enfermé por ese acto de inconsciencia. Lo compensé comprándole un helado de camino a casa. Ella era una criatura valiente pero herida, legalmente una huérfana. Nosotros actuábamos in loco parentis, y siempre sería así. Ella tenía su propia habitación en el piso de arriba, junto a la de Siobhan, y yo la imaginaba allí dormida, casta y hermosa, y me preguntaba si los católicos no tenían razón al deificar la virginidad y si no había sido un acierto por parte de los padres de Mary conferir a su frágil belleza el nombre protector de la madre de su Dios.
No recuerdo bien cuánto tiempo vivió con nosotros Mary Elizabeth, pero cuando me despidieron de mi empleo en el pequeño cine de la Tercera Avenida —y es que había llegado el cine sonoro—, Langley y yo hablamos y acordamos que ya no había razón para mantenerla en casa —en realidad tomamos esta decisión más por nuestra propia conveniencia—, y asignando las partidas necesarias de nuestros menguantes recursos, la enviamos al Junior College de las Hermanas de la Misericordia de Westchester County, donde estudiaría música y francés y filosofía moral y todas esas cosas educativas que le asegurarían una existencia mejor. Se mostró agradecida y no muy apenada, porque había aprendido de su abuela que, como huérfana que era, fácilmente acabaría pasando de una institución a otra con la esperanza de encontrar algún día estabilidad en respuesta a sus plegarias.
Yo había hecho mal en poner en duda su delicadeza al piano. Ella avanzaba a tientas por la música como por la vida, una niña sin padres intentando recuperar la fe en un mundo razonable. Pero no daba pena a los demás, ni se permitía ser tan egocéntrica como tenía todo el derecho del mundo a ser. Era de una alegría inquebrantable. Cuando íbamos juntos al cine, me cogía del brazo como si yo la acompañara igual que un hombre acompaña a una mujer. Acomodaba su paso al mío, como hacen dos personas cuando son pareja. Sabía que yo me enorgullecía de mi capacidad para desplazarme de un lado a otro de la ciudad, y si me equivocaba, pretendiendo cruzar la calle cuando no debía, o pisando los talones a alguien —porque tendía a caminar con la seguridad de un vidente—, ella me detenía o me guiaba con una ligerísima presión de la mano. Y hacía algún comentario como si lo que acababa de ocurrir no hubiese sucedido en absoluto. Ese Buster, decía —como si no hubiese oído el bocinazo o el juramento del conductor—, ese Buster, mira que es gracioso. Se mete en esos berenjenales y sale con vida por los pelos, y siempre con la misma expresión en la cara. Y ves que quiere a la chica y no sabe qué hacer al respecto. Es tan mono y bobalicón. Me alegro de que sigan poniéndola. Podría verla una y otra vez. Y tú, tío Homer, tocas el acompañamiento perfecto. Buster debería bajar de la pantalla y darte la mano, lo digo en serio.
Ahora no me veo con ánimos de contar qué fue de Mary Elizabeth Riordan. No pasa una sola noche sin que me acuerde de aquel momento en que, cuando ella se marchaba a la universidad, todos nosotros esperamos a su lado en la acera el taxi que las trasladaría a ella y a su única maleta a la Estación Central. Oí detenerse un taxi y las despedidas de todos, a Langley, que se aclaraba la garganta, y a Siobhan, que lloraba, y a la señora Robileaux, que le impartía su bendición desde la puerta en lo alto de la escalinata. Me explicaron que Mary estaba preciosa con su elegante abrigo a medida, regalo nuestro. No llevaba sombrero aquella mañana fría y soleada de septiembre. Se sentía el calor y a la vez la brisa que lo traspasaba. Le toqué el pelo y noté los vaporosos rizos. Y cuando le cogí el rostro entre las manos —aquel rostro delgado y precioso, el mentón bien definido, las sienes con su pulso tenue y regular, la nariz recta y fina y los labios risueños y tiernos—, ella me cogió la mano y la besó. Adiós, adiós, susurro para mis adentros. Adiós, amor mío, niña mía, querida mía. Adiós. Como si ocurriera en este mismo instante.
Pero los recuerdos no se rigen por la cronología; existen al margen del tiempo, y todo eso sucedió mucho después de nuestros años de despilfarro irreflexivo, la época en que Langley y yo íbamos casi cada noche a tal o cual club nocturno, donde mujeres con falda corta y ligas se nos sentaban en el regazo y nos echaban el humo del tabaco a la cara y nos palpaban subrepticiamente el interior del muslo para ver qué teníamos allí. Algunos de esos clubes eran muy elegantes, con una cocina más que aceptable y pista de baile; otros eran tugurios en sótanos donde la música, alguna orquesta de swing de Pittsburgh, procedía de una radio colocada en un estante. Pero lo mismo daba un sitio que otro: la ginebra de todos esos antros era igual de mortífera, y el ambiente era idéntico en todas partes, gente riéndose de cosas que no hacían ninguna gracia. Pero uno se sentía muy a gusto si conseguía crearse un espacio en tal o cual club, si le permitían la entrada y lo saludaban como si fuera todo un personaje. En esas noches tan peculiares de los tiempos de la Ley Seca, bastó con que se prohibiera la bebida para que todo el mundo pillara una cogorza tras otra. Langley decía que la taberna clandestina era el auténtico crisol de la democracia. Y no le faltaba razón: en uno de esos clubes en concreto, el Cat’s Whiskers, entablé amistad con un gánster que me dijo que lo llamara Vincent. Yo supe que era auténtico porque cuando reía, los otros hombres de la mesa reían con él. Mostró mucho interés en mi ceguera, ese tal Vincent. Qué se siente cuando uno no tiene ojos, preguntó. Le expliqué que no era para tanto, que lo compensaba de otras maneras. Cómo, preguntó. Le dije que después de unas cuantas copas recuperaba algo parecido a la vista. De hecho, yo lo creía de verdad. Sabía que eran alucinaciones, que veía, sí, pero sólo dentro de mi cabeza, entre mis pensamientos e impresiones, generando visiones a partir de lo que percibía mediante mis otros sentidos y añadiendo, a modo de detalles, mi propio criterio y la atracción que me despertaba tal cosa o la repulsión que me provocaba tal otra. Naturalmente, cuando uno está sobrio establece las mismas deducciones, eso lo sé, pero en esos momentos, cuando las sinapsis de mi cerebro se disparaban con los vapores etílicos, dichas impresiones organizadas alcanzaban tal nitidez que equivalían a una especie de visión. Como es lógico, no entré en tantas explicaciones, dije sólo que con mucho ruido y música y, claro, bebida y una humareda tal que podía flotarse en ella, distinguía las sombras bastante bien.
Cuántos dedos tengo en alto, preguntó. Ninguno, contesté. Ya me conocía ese viejo truco. Se rio y me dio una palmada en el hombro. Este fulano es listo, dijo. Hablaba con voz débil y susurrante, nada armoniosa salvo por el resuello que se imponía por encima como si tuviese una fuga de aire en un pulmón. Encendió una cerilla y la acercó a mi cara para ver las nubes en mis ojos. Me pidió que lo describiera a él. Alargué el brazo para tocarle la cara y uno de sus esbirros, vociferando, me agarró la muñeca. Eso no se hace, advirtió. No pasa nada, déjalo, dijo Vincent, y le toqué la cara, y percibí unas mejillas hundidas con marcas de viruela, un mentón afilado y a la vez huidizo, una nariz aguileña, la cabeza más ancha en la parte superior y el pelo humedecido, espeso y ondulado, erizándose hacia atrás desde las entradas como plumaje. Se había encorvado para facilitarme la tarea, y me vino a la mente la imagen de un halcón, vestido quizá con traje y gemelos en los puños. Se lo dije y se echó a reír.
Resultaba emocionante hablar con él como si fuera una persona normal, sentarse y conversar con alguien que, como era sabido, no sentía el menor respeto por la vida de aquéllos con quienes pudiera tener una desavenencia. Por lo que observé entre los criminales con quienes nos tropezamos, sí era cierto que, en su conjunto, podía considerárselos sumamente sensibles. La idea de que me exponía a ofender a Vincent sin querer me parecía estimulante y me empujaba a hablar sin la menor cautela. Pero resultó que la manera adecuada de tratar con él era no mostrar la menor deferencia. Y yo no hice preguntas, no le pregunté, como haría uno con una persona normal, a qué se dedicaba, cuál era su profesión. ¿Eso qué importancia tenía? Fuera lo que fuese, lo convertía en gánster. Era ésa la clase de emociones que Langley y yo buscábamos por aquel entonces cuando salíamos y esperábamos aún algún provecho de la vida social. Era lo mismo que debe de sentir el domador de leones cuando la bestia está sentada en su taburete pero puede saltarle a la garganta en cualquier momento. Vincent me agasajó con una copa tras otra. Yo fui su entretenimiento, un ciego que veía. A efectos prácticos, allí Vincent celebraba audiencia, porque mucha gente se acercó a saludarlo. Una mujer a quien él conocía se aposentó indefinidamente en su regazo, y en ella encontró, pues, una nueva diversión. Yo los olía a los dos en todo su esplendor, el puro de él, el cigarrillo de ella, la gomina en el pelo de él, el hedor a ginebra de ella. Los repentinos silencios de la mujer en medio de una frase me revelaban el instante en que él le metía la mano por debajo del vestido. En torno, el ruido era esclarecedor. Para ser una taberna clandestina, aquello era un club elegante; tenía una orquesta de baile animada pero predecible, con mucho brío, en la que predominaba la sección rítmica, un banjo, un contrabajo. La música era rápida y mecánica, aunque a los bailarines no parecía importarles; brincaban y zapateaban, marcando el compás en el suelo con sus pasos. Pero también se rompían copas, y algún que otro grito y agarrada me indujo a pensar que el local podía estallar de un momento a otro. Y existía siempre la posibilidad de una redada policial, aunque no con un hombre como Vincent en la sala. Y a la chica que se había acomodado en su regazo la oí decir al cabo de un rato: Ya está bien, cariño. Uuuy, dijo, o si no… O si no qué, nena. O si no, acompáñame al servicio de señoras, respondió ella.
Sí. Recuerdo esa noche en particular. Cuando Langley y yo nos despedimos, mi nuevo amigo Vincent ordenó que nos llevaran a casa en su coche. Y vaya coche, con el grave ronroneo del motor y los asientos mullidos y al lado del conductor un hombre vestido con lo que en el mundo del hampa sería el equivalente de una librea.
El coche se detuvo frente a nuestra puerta, y cuando nos apeamos, se quedó allí al ralentí durante un minuto largo antes de marcharse. Langley dijo: Eso ha sido un error. Nos detuvimos en lo alto de la escalinata. Debían de ser las tres de la mañana. Me lo había pasado muy bien. El aire era tonificante. Estábamos a principios de la primavera. Yo olía los brotes de los árboles en el parque al otro lado de la calle. Respiré hondo. Me sentí fuerte. Era fuerte, era joven y fuerte. Pregunté a Langley por qué había sido un error. No me hace gracia que ahora esa chusma sepa dónde vivimos, contestó Langley.
Langley no se tomó a risa eso de que yo era capaz de ver después de unas copas de más. Verás, Homer, entre los filósofos existe el interminable debate de si vemos el mundo real o sólo el mundo tal como aparece en nuestra mente, que no es necesariamente lo mismo. Por lo tanto, si eso es así, si el mundo real es A y lo que vemos proyectado en nuestra mente es B, y eso es lo máximo a lo que podemos aspirar, significa que no eres el único que tiene ese problema.
En fin, dije, aún resultará que veo tan bien como el que más.
Sí, y tal vez algún día, cuando seas mayor y sepas más, cuando tengas más experiencias almacenadas en el cerebro, serás capaz de ver sobrio lo que ahora ves cuando pillas una cogorza.
Langley estaba convencido de ello porque coincidía a la perfección con su Teoría de los Reemplazos, a partir de la que por entonces había desarrollado una especie de idea metafísica de la repetición o la recurrencia de los incidentes de la vida, en la que se producían los mismos sucesos una y otra vez, sobre todo dados los límites proscritos de la inteligencia humana, porque el Homo sapiens era una especie que, en palabras suyas, siempre tropezaba dos veces con la misma piedra. Así que lo que uno sabía del pasado podía aplicarse al presente. Mis visiones deductivas concordaban con el principal proyecto de Langley, la colección de periódicos con el objetivo último de crear una edición de un diario que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día.
Me detendré en esto un momento porque si bien Langley siempre ha tenido muchos proyectos, como corresponde a una mente tan inquieta como la suya, éste en concreto perduró. Desde el primer día que salió a comprar los periódicos de la mañana hasta el final de su vida, cuando los fardos de periódicos y las cajas de recortes llegaban hasta el techo en todas las habitaciones de la casa, su interés nunca flaqueó.
El proyecto de Langley consistía en enumerar y archivar artículos por categorías: invasiones, guerras, matanzas, accidentes de automóvil, tren y avión, escándalos amorosos, escándalos religiosos, robos, asesinatos, linchamientos, violaciones, tropelías políticas con un subapartado para elecciones amañadas, fechorías policiales, vendettas entre bandas, estafas, huelgas, incendios en casas de vecindad, juicios civiles, juicios penales, etcétera, etcétera. Una categoría aparte incluía las catástrofes naturales, tales como las epidemias, los terremotos y los huracanes. No recuerdo todas las categorías. Como él explicaba, llegado un día —nunca precisó cuándo—, dispondría de datos estadísticos suficientes para reducir sus hallazgos a las clases de sucesos que eran, por su frecuencia, comportamientos humanos seminales. Después llevaría a cabo más comparaciones estadísticas hasta establecer el orden de las plantillas, que le permitiría saber qué artículos debían ir en primera plana, cuáles en la segunda página, y así sucesivamente. También había que añadir notas sobre las fotografías y elegirlas en función de su valor simbólico, pero esto, admitía, no era fácil. Quizá prescindiese de las fotografías. Aquello era una empresa colosal, y le ocupaba varias horas al día. Salía de casa en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba el periódico sin fecha eternamente actual de Collyer, el único periódico necesario para cualquier persona.
Por cinco centavos, decía Langley, el lector dispondrá de un retrato en letra impresa de nuestra vida en el planeta. Los artículos no incluirán detalles concretos como los que se encuentran en los diarios normales, porque aquí la verdadera noticia es la Forma Universal de la que cualquier detalle concreto sería sólo un ejemplo. El lector estará siempre al día, y al corriente de lo que sucede. Tendrá la certeza de que lee las verdades indiscutibles del momento, incluso la de su propia muerte inminente, que, como corresponde, constará en forma de número en la casilla en blanco de la última página bajo el encabezamiento «Necrológicas».
Naturalmente, a mí todo esto me despertaba ciertas dudas. ¿Quién iba a comprar semejante periódico? Me imaginaba una crónica que te asegurase que ocurría algo pero no te informase de dónde, ni cuándo ni a quién le ocurría.
Mi hermano se rio. Pero Homer, dijo, ¿no gastarías cinco centavos por un periódico así si no tuvieras que volver a comprar otro nunca más? Reconozco que sería malo para las pescaderías, pero hay que pensar siempre en el bien de la mayoría.
¿Y los deportes?, pregunté.
Sea cual sea el deporte, dijo Langley, alguien gana y alguien pierde.
¿Y el arte?
Si es arte, ofenderá antes de ser venerado. Se exige su destrucción y luego empieza la puja.
¿Y si ocurre algo sin precedentes?, pregunté. ¿En qué situación quedará entonces tu periódico?
¿Como qué?
Como la teoría de la evolución de Darwin. O la teoría de la relatividad de ese tal Einstein.
Bueno, podría decirse que esas teorías reemplazan a las antiguas. Albert Einstein reemplaza a Newton, y Darwin reemplaza el Génesis. Tampoco es que hayan aclarado nada. Pero tienes razón en que son dos teorías sin precedentes. ¿Y qué? ¿Qué sabemos en realidad? Si se encuentra respuesta a todas las preguntas de modo que al final sepamos todo lo que hay que saber sobre la vida y el universo, ¿qué vendrá después? ¿Qué será distinto? Será como conocer el funcionamiento de un motor de combustión. Así de simple. La oscuridad seguirá allí.
¿Qué oscuridad?, pregunté.
La oscuridad más profunda. Ya sabes: la oscuridad más profunda que cualquier fosa abisal.
Langley nunca concluiría su proyecto periodístico. Yo lo sabía y seguro que también él lo sabía. Era un plan absurdo y descabellado, que le generaba grandes expectativas y le mantenía el ánimo en el punto que a él le gustaba. Parecía darle el impulso mental que requería para seguir adelante: un trabajo sin más finalidad que sistematizar su propia visión lúgubre de la vida. A veces su energía me parecía antinatural. Como si hiciera todo lo que hacía para permanecer entre los vivos. Aun así, caía durante días y días en un estado de apatía desalentador. Desalentador para mí, quiero decir. A veces me contagiaba. Parecía que no valía la pena hacer nada y la casa era como una tumba.
Tampoco encontraríamos verdadero consuelo en las fulanas que no otro que Vincent, el gánster con voz de pito, mandó una noche a modo de regalo para mí, su mejor amigo ciego. Jacqueline, tendrás que disculparme por esto: pero tú misma me dijiste que escribiera sin miedo todo lo que me viniera a la cabeza. Allí estaban ellas, ante la puerta de casa, cuando nuestros relojes daban las doce de la noche, dos chicas cuyas amplias sonrisas yo oí, con una gran tarta sobre una mesa rodante que el mismo chófer que nos había acompañado a casa hacía un mes entró en el vestíbulo con un tintineo, y media docena de botellas de champán en hielo.
Se requiere cierta cantidad de bebida para disipar la cautela que se adueña de uno que recibe un regalo de un gánster. En primer lugar, no era mi cumpleaños, y en segundo lugar, como había transcurrido cierto tiempo desde la noche en que conocimos a Vincent, qué otra cosa podía inferirse aparte de que (a) ahora éramos un alfiler en su mapa y (b) sin la menor opción, podíamos estar incurriendo en una misteriosa obligación.
Aquellas damas parecían a su vez recelar de nosotros, o quizá de nuestra residencia, Quinta Avenida por fuera y una especie de almacén con pretensiones por dentro. Langley y yo les ofrecimos asiento en la sala de música y nos disculpamos para mantener una conversación. Por suerte, tanto Siobhan como la señora Robileaux se habían retirado ya, así que eso no fue problema. El problema fue que no se podía rechazar a esas profesionales sin ofender a un hombre de una sensibilidad extrema y posiblemente asesina. Mientras analizábamos este dilema en la despensa, oí a Langley poner unas copas de champán en una bandeja, con lo que al final la conversación quedó reducida a poca cosa.
En nuestra defensa diré que por entonces aún éramos jóvenes, en términos relativos, y estábamos privados desde hacía un tiempo del principal medio de expresión masculino. Y si este gesto se nos antojó amenazadoramente excesivo viniendo de un hombre al que apenas conocíamos, también es cierto que existía entre las tribus indígenas algo conocido como potlatch, una forma de autoengrandecimiento por medio del reparto de la propia riqueza, ¿y qué era ese Vincent sino una especie de sachem tribal decidido a ensalzarse a sí mismo en la opinión del prójimo? Por consiguiente, bebimos el champán, cuyo efecto fue borrar todo pensamiento ajeno al momento presente. Por una noche saldríamos de nuestra negrura, temerariamente relajados y poseídos de la convicción filosófica de que la vida licenciosa tenía sus cosas buenas.
Y yo diré lo siguiente acerca de la chica que se acostó conmigo: no se sintió humillada por ser el acompañamiento de una tarta de tres pisos y una botella de champán. Y supe que se había inventado el nombre que me dio. Así, cuando nos dejamos de risas y nos metimos en faena, intuí que cierta sabiduría adquirida regía su existencia y que tenía una vida aparte de la actividad con que se ganaba el pan. Poseía elegancia, no era vulgar. Por otro lado, era muy amable, y la profesional que había en ella tendía a desaparecer en la elemental realidad de un cuerpo femenino pequeño. Cuando después me besó los ojos, casi lloré de gratitud. Una vez que se hubo ido, una vez que se hubieron ido las dos y oí alejarse el coche, tuve la casi absoluta certeza de que Vincent, su jefe, no podía conocer a esas fulanas como Langley y yo. Era como si su ser creciera o menguara según quien las tocara, según la calidad espiritual de éste.
Lo único que dijo Langley sobre su encuentro fue que en último extremo era intrascendente, dos desconocidos copulando, y uno de ellos por dinero. No quiso reconocer nuestro entusiasmo inducido por el champán. Estaba convencido de que de un modo u otro acabaríamos pagando la generosidad de mi amigo el gánster, y que volveríamos a saber de él. Yo le di la razón, aunque con el paso de los años y habida cuenta de que no volvimos a saber nada de Vincent el Gánster, al final nos olvidamos de él por completo. Pero en ese momento el presentimiento de Langley parecía tener plena validez. Así las cosas, a media mañana del día siguiente las tiernas emociones de mi persona en estado de ebriedad habían sido derrocadas y mi ánimo sombrío había recuperado el trono.
Pese a los muchos años transcurridos desde la guerra, Langley aún no había encontrado a una compañera en el amor. Yo sabía que la buscaba. Durante un tiempo se tomó muy en serio a una mujer llamada Anna. Si tenía apellido, yo no llegué a oírlo. Cuando le pregunté cómo era, me contestó: Una radical. Supe de su existencia cuando empezó a traer a casa de sus exploraciones nocturnas única y exclusivamente fajos de panfletos, que plantaba en la consola junto a la puerta de entrada. Yo calibré la seriedad de su pasión por el ritual de acicalamiento, impropio de él, que realizaba cada noche antes de salir. Llamaba a Siobhan cuando no encontraba una corbata o quería una camisa limpia.
Pero el cortejo quedó en nada. Una noche regresó a casa bastante temprano, entró en la sala de música, donde yo ensayaba, y se sentó a escuchar. Así que, como es lógico, me interrumpí, me volví en la banqueta y le pregunté cómo le había ido la velada. Ella no tiene tiempo para cenar ni para nada, contestó. Está dispuesta a verme si la acompaño a un mitin. Si me quedo en una esquina con ella y reparto octavillas a los viandantes. Como si fuesen exámenes que tengo que superar. Le propuse que nos casáramos. ¿Sabes cuál fue su respuesta? Un sermón sobre el matrimonio visto como forma legalizada de prostitución. ¿Te imaginas? ¿Es que todos los radicales están así de locos?
Le pregunté a Langley qué clase de radical era. Quién sabe, contestó. ¿Y qué más da? Es una especie de socialista-anarquista-anarcosindicalista-comunista. A menos que seas uno de ellos es imposible distinguir a unos de otros. Cuando no están lanzando bombas, se dedican a escindirse en facciones.
No mucho después, una noche, Langley me preguntó si me apetecía acompañarlo a un muelle de la calle Veinte para despedir a Anna, que se marchaba a Rusia. La deportaban y él quería decirle adiós. Vamos, dije. Sentía curiosidad por conocer a esa mujer que tanto había interesado a mi hermano.
Paramos un taxi. Inevitablemente me acordé de cuando nuestros padres zarpaban rumbo a Inglaterra a bordo del Mauretania y nosotros íbamos a despedirlos. Yo dejaba de llorar al ver el enorme casco blanco y las cuatro imponentes chimeneas rojas y negras. Ondeaban banderines por todas partes y cientos de personas saludaban desde la barandilla mientras el descomunal barco, con lo que parecía una gran y noble inteligencia propia, se apartaba lentamente del muelle. Cuando oía el sonido grave de sus sirenas, me llevaba un susto de muerte. Todo era maravilloso. Y no tenía nada que ver con la escena que nos encontramos al llegar al muelle de la calle Veinte para despedirnos de Anna, la amiga de Langley. Llovía. Se desarrollaba allí una especie de manifestación. Un cordón policial nos obligó a retroceder a empujones. No pudimos acercarnos. Vaya una bañera patética, dijo Langley. Los pasajeros eran deportados, un barco lleno. Desde la barandilla vociferaban y cantaban La Internacional, su himno socialista. La gente del muelle cantaba con ellos, aunque mal sincronizada. Era como oír la música y después el eco. No la veo, dijo Langley. Sonaron silbatos. Oí a mujeres llorar, oí a policías maldecir y usar la porra. A lo lejos una sirena de policía. Se me revolvió el estómago al percibir, por los temblores del aire, la aplicación de la brutalidad oficial. Y entonces oí un trueno y la lluvia dio paso a un aguacero. Tuve la impresión de que era el agua del río, absorbida por el cielo en un remolino, la que descargaba sobre nosotros, tan pestilente era su hedor.
Langley y yo volvimos a casa y él sirvió dos vasos de whisky. Ya ves, Homer, el armisticio no existe.
En una etapa posterior mi hermano se traía a casa a una mujer de nuestras correrías por los clubes nocturnos y, después de soportarla durante una semana o un mes, la echaba. Incluso llegó a casarse con una dama llamada Lila van Dijk, que vivió con nosotros un año hasta que la echó.
Lila van Dijk y él se entendieron mal casi desde el principio. No fue sólo porque a ella le molestaran las pilas de periódicos: eso mismo le pasaría a cualquier mujer ordenada. Lila van Dijk tenía la obsesión de cambiarlo todo. Redistribuía los muebles y él volvía a ponerlos como estaban. Se quejaba de su tos. Se quejaba de que había ceniza de tabaco por todas partes. Se quejaba de cómo limpiaba Siobhan, se quejaba de cómo cocinaba la señora Robileaux. Incluso se quejaba de mí: es tan malo como tú, le oí decirle a Langley. Era una mujercilla autoritaria con una pierna más corta que la otra, razón por la que calzaba un zapato con alza que yo oía taconear escalera arriba escalera abajo y de habitación en habitación mientras ella realizaba sus inspecciones. Yo no había intuido nada acerca de la Anna de Langley: una voz indistinta en un coro a bordo de un barco. Sabía más de lo que deseaba saber sobre su Lila van Dijk.
Se habían casado en la finca de sus padres en Oyster Bay, y si bien yo me vestí para la ocasión, poniéndome mi pantalón de dril veraniego y mi americana azul, Langley se plantó ante el pastor con su deforme pantalón de pana de siempre y una camisa arremangada y abierta en el cuello. Yo había intentado en vano disuadirlo. Y aunque los Van Dijk lo sobrellevaron con dignidad, fingiendo creer que su futuro yerno era una especie de bohemio vestido al estilo Arts and Crafts, me di cuenta de que estaban furiosos.
Lila van Dijk y Langley ejercitaban sus aptitudes para la discusión a diario. Yo me sentaba al piano para ahogar sus voces, y si eso no surtía efecto, me iba a dar un paseo. Lo que provocó la ruptura definitiva entre ellos fue el nieto de nuestra cocinera la señora Robileaux, Harold, que había llegado de Nueva Orléans con una maleta y una corneta. Harold Robileaux. Cuando descubrimos su presencia en la casa, habilitamos un cuarto de material del sótano para él. Se tomaba la música muy en serio y ensayaba durante horas. Además, se le daba bien. Cogía un himno como «Él camina conmigo, / y Él habla conmigo, / y Él me dice que soy suyo…», reduciendo el tempo para dar realce a las notas puras de su corneta, un sonido más melodioso de lo que cabría esperar en un objeto de metal. Se notaba que él comprendía y amaba de verdad su instrumento. La música ascendía por las paredes y se propagaba por los suelos de modo tal que parecía que la casa misma fuera el instrumento. Y después, una vez completados uno o dos versos, lo que bastaba para inducirlo a uno a arrepentirse de su vida pagana, avivaba el tempo con síncopas entrecortadas —como en «Él ca-camina conmigo, / y Él ha-habla conmigo, / y Él me dice, sí me dice, que soy suyo, di di suyo dou…»— y, en un abrir y cerrar de ojos, pasaba a ser un himno de ferviente júbilo, y te entraban ganas de bailar.
Yo había oído swing por la radio y, claro está, frecuentaba los clubes donde había orquesta de baile, pero fue gracias a las improvisaciones de Harold Robileaux a partir de himnos en nuestro sótano que conocí el jazz negro. Yo nunca llegaría a dominar esa música, ni el stride piano, ni el blues, ni ese estilo posterior, el boogie-woogie. Al final Harold, que era muy tímido, se dejó convencer y subió a la sala de música. Intentamos tocar juntos pero no salió del todo bien; yo era demasiado torpe, no tenía el oído para lo que él era capaz de hacer, no podía componer como él, cogiendo una melodía e interpretando infinitas variaciones sobre ella. Él, hombre amable dotado de infinita paciencia, intentaba que yo lo acompañara en tal o cual pieza, pero aquello no era lo mío, carecía de ese talento para improvisar, ese espíritu.
Así y todo, nos entendíamos bien, Harold y yo. Él era bajo, de buen porte, con la cara tersa y redonda, de ese color marrón distinto al tacto de la piel blanca, y mejillas grandes y labios gruesos: una fisonomía perfecta, aire para soplar y embocadura para su instrumento. Harold escuchaba mi Bach y decía: Ajá, eso eso. Se expresaba discretamente, salvo cuando tocaba, y era tan joven como para creer que el mundo lo trataría con justicia si se dejaba la piel trabajando y lo daba todo de sí y ponía el alma en lo que tocaba. Así de joven era, pese a que decía tener veintitrés años. Y su abuela… en fin, tan pronto como él se instaló en la casa, su personalidad cambió por completo; lo adoraba y a los demás nos veía con nueva tolerancia y comprensión. Nosotros lo habíamos aceptado sin la menor vacilación, pese a que la señora Robileaux, como era propio de ella, lo había metido en casa y mantenido oculto durante unos días sin tomarse la molestia de informarnos. La primera noticia que tuvimos de nuestro huésped fue el sonido de su corneta, y sólo entonces se acordó ella de venir a decirnos que Harold Robileaux se quedaría una temporada.
A mí me gustaba oírlo tocar, y a Langley también; era un nuevo aspecto de nuestras vidas. Harold iba cada noche a Harlem, y acabó juntándose con otros jóvenes músicos, que crearon su propia orquesta y empezaron a venir a casa para ensayar. Estábamos todos encantados, todos excepto Lila van Dijk, que no daba crédito a que Langley permitiese a los Harold Robileaux Five venir a tocar su música vulgar a la casa sin consultar con ella. Y un buen día Langley abrió la puerta de la calle y dejó subir a unos viandantes que se habían detenido a escuchar al pie de la escalinata, y a pesar de la música y el gentío congregado en la sala de diario y la sala de música —ya que Langley había abierto las puertas correderas que las comunicaban—, en medio de todo este bullicio, con la corneta al frente y el tambor y la tuba marcando el compás, y mi piano requisado y el saxo soprano pasando de refilón por encima de todo, y la gente chasqueando los dedos al son de la música, oí en el piso de arriba, con mi fino oído, los chillidos de Lila van Dijk y los bramidos y juramentos de mi hermano mientras procedían formalmente a dar por finalizado su matrimonio.
Esto nos saldrá caro, dijo Langley después de marcharse Lila. Si hubiera llorado una sola vez, si hubiera demostrado la menor vulnerabilidad, yo habría intentado ver las cosas desde su punto de vista, aunque sólo fuera por respeto a su condición de mujer. Pero era intratable. Testaruda. Terca.
Homer, tal vez puedas decirme por qué me siento fatalmente atraído por mujeres que no son más que un reflejo de mí mismo.
Es posible que Langley tuviera en mente ese día, el día que entró la gente de la calle para oír la música de los Harold Robileaux Five, cuando, pasados unos años, se le ocurrió organizar cada semana un baile con merienda. O tal vez se acordó de que Harold, según contó él mismo, tocaba en fiestas celebradas en apartamentos de Harlem, donde se cobraba una entrada para contribuir al pago del alquiler.
En los viejos tiempos mis padres ofrecían de vez en cuando un baile con merienda, abriendo los salones e invitando a todos sus amigos a media tarde. Mi madre solía vestirnos de tiros largos para esas ocasiones. Nos presentaba debidamente para recibir los cumplidos poco sinceros de los invitados antes de que la institutriz nos llevase otra vez al piso de arriba. Y es posible que Langley recordara la elegancia de esos bailes y viera ciertas posibilidades de negocio en recuperar la costumbre, ya que, naturalmente, habíamos investigado el asunto, acercándonos a Broadway, donde habían aparecido una docena de salones de baile o más, que cobraban diez centavos por baile y contrataban a mujeres para atender a los hombres que acudían sin pareja. Comprábamos ambos sendas tiras de cupones y bailábamos hasta acabarlos, entregando un cupón a cada mujer que cogíamos entre nuestros brazos para un baile. Era una experiencia insustancial, por decir poco, en aquellos salones fríos de un primer piso, con el ambiente cargado de humo y olores corporales, donde la música sonaba por altavoces y quien ponía los discos se olvidaba a veces de cambiarlos cuando acababa la canción y se oía el golpeteo de la aguja en el surco vacío o incluso el sonoro chirrido al salirse la aguja del surco y deslizarse por la etiqueta hasta el centro del disco. Y todo el mundo se quedaba inmóvil, esperando el siguiente disco, y al cabo de un minuto, si no ocurría nada, los hombres silbaban o vociferaban y todos empezaban a batir palmas. Uno de esos lugares había sido antes una pista de patinaje, así de lúgubre y tenebroso era. Langley dijo que estaba iluminado con luces de colores, que le daban aún un aspecto más chabacano, y que había aquí y allá gorilas cruzados de brazos. En esos sitios las mujeres solían aburrirse, me daba la impresión, aunque algunas, haciendo acopio de energía, te preguntaban cómo te llamabas y charlaban de trivialidades. Si veían claro que no eras policía, a veces te hacían una propuesta profesional, cosa que a mí me sucedía más a menudo que a Langley, porque no acostumbra a haber policías ciegos. Pero en su mayoría eran chicas extenuadas que trabajaban de dependientas en los grandes almacenes, o de camareras en restaurantes, o de mecanógrafas en oficinas, pero estaban a dos velas e intentaban ganarse un poco de dinero como parejas de baile a destajo. Entregaban los cupones reunidos al final del turno y cobraban en función de la cantidad. Yo intuía su personalidad a través de su exteriorización física, si al bailar el fox trot se dejaban llevar o si más bien tendían a dirigirte, o si estaban apáticas o quizá bajo los efectos de alguna droga, o si eran torpes e incluso gordas y se oía el roce de sus medias entre los muslos mientras seguían los pasos de baile. Y sólo su mano en la tuya ya revelaba muchas cosas.
Y como sospecharás, la idea del negocio de Langley era ofrecer nuestros bailes a personas que ni muertas pondrían los pies en uno de esos salones de baile.
Para los primeros bailes con merienda de los martes, invitamos a personas que conocíamos, como amigos de nuestros padres, y a todos aquellos miembros de nuestra propia generación que trajesen consigo. Langley y Siobhan transformaron el comedor, desmontando la mesa para dieciocho comensales, colocando las sillas contra las paredes y enrollando la alfombra. Nuestros padres contrataban a músicos para sus bailes —normalmente un trío compuesto por piano, bajo y tambor, además de un percusionista que utilizaba las susurrantes escobillas—, pero nosotros teníamos música grabada, porque mucho antes de estos tiempos de la Gran Depresión, con toda esa gente en el paro, y hombres de traje y corbata en las colas de los comedores de beneficencia, Langley había coleccionado gramófonos, tanto los antiguos modelos de mesa, provistos de una aguja de acero y una bocina en el extremo de un brazo cromado hueco y curvo, como otros más modernos, por ejemplo, los Victrola, eléctricos, algunos de ellos en forma de mueble, con altavoces ocultos detrás de paneles estriados y forrados de tela de malla.
Estos primeros bailes eran en rigor invitaciones sociales, exentas de pago. En los descansos, la gente se sentaba en las sillas contra las paredes y tomaba su té y cogía galletas de la bandeja que sostenía ante ellos la señora Robileaux. Pero naturalmente corrió la voz y al cabo de un par de semanas se presentó gente que no tenía invitación y empezamos a cobrar la entrada en la puerta. Había salido tal como nosotros esperábamos.
Debo mencionar aquí que nos distinguíamos —me refiero a nosotros, los dos hermanos— por haber perdido buena parte de nuestro dinero mucho antes del hundimiento de la Bolsa, ya fuera por malas inversiones, o por el exceso de salidas a los clubes nocturnos y otros hábitos despilfarradores, aunque en realidad distábamos mucho de estar en la indigencia y las cosas nunca nos fueron tan mal como a otros. Sin embargo Langley era propenso a preocuparse por la economía aun cuando no existieran serios motivos de preocupación. Yo tenía una actitud más relajada y realista respecto a nuestra situación, pero me abstenía de discutir cuando él vaticinaba nuestra extrema pobreza futura, como hacía todos los meses al repasar las facturas. Era como si desease pasar en la Depresión los mismos apuros que todos los demás. Decía: ¿Lo ves, Homer? En esos salones de baile sacan dinero a gente que no lo tiene. ¡Nosotros también podemos hacerlo!
Con el tiempo nos iban tan bien las cosas que no cabían ya las parejas de baile en el comedor, y también hubo que desalojar la sala de diario y el gran salón. La pobre Siobhan, al límite de sus fuerzas, empujaba muebles hacia los rincones y enrollaba alfombras y levantaba escabeles y bajaba lámparas de Tiffany al sótano. Langley había contratado a hombres de la calle para ayudar con todo ese trasiego, pero Siobhan se negaba a dejarlos trabajar sin supervisión: cada muesca o rayadura o boquete en el suelo la llenaba de angustia. Por no hablar de la posterior limpieza y recolocación de todo.
Langley había ido a comprar varias docenas de discos de música popular para no tener que poner las mismas melodías una y otra vez. Había encontrado una tienda de música en la esquina de la Sexta Avenida con la calle Cuarenta y tres, donde se hallaba también el teatro Hippodrome, y el dueño era un auténtico musicólogo, con grabaciones de orquestas de swing y cantantes melódicos y grandes voces femeninas que no se encontraban en ninguna otra tienda. Nuestra intención era ofrecer una experiencia social honrosa a las personas que vivían al día. No cobrábamos por baile, pero sí pedíamos un dólar de entrada por pareja —sólo admitíamos a parejas, no a hombres solos, no a chusma que andaba en busca de mujeres—, y a cambio recibían dos horas de baile, galletas y té, y por veinticinco centavos más, una copa de jerez dulce. Langley ocupaba su puesto en la entrada cada tarde pocos minutos antes de las cuatro, y al cabo de unos diez minutos, cuando ya había llegado casi todo el mundo, dejaba una bandeja en el vestíbulo para el pago de los rezagados. Por aquel entonces un dólar no era una cantidad insignificante y nuestros clientes, muchos de ellos vecinos de las calles adyacentes a la Quinta Avenida que en otro tiempo habían gozado de una holgada situación económica y conocían el valor de un dólar, venían al baile puntualmente para sacar el máximo provecho a su dinero.
Dedicábamos a estos bailes tres de nuestros salones. Langley se encargaba del gramófono en el comedor, yo hacía lo propio en el gran salón y, hasta que Langley encontró la manera de instalar altavoces para que pudiera oírse un solo tocadiscos en los tres salones, contrató a un hombre por días para realizar la labor en la sala de diario. La señora Robileaux atendía el bar del jerez y acercaba la bandeja con sus galletas caseras a los clientes sentados junto a las paredes.
Yo había aprendido enseguida a poner un disco en el plato sin tropiezos y a colocar la aguja en el surco exacto. Me complacía poder contribuir. Para mí era una experiencia especial hacer algo por lo que la gente estuviese dispuesta a pagar.
Pero había cosas nuevas que aprender. Cada vez que ponía una de las piezas más animadas, las parejas abandonaban la pista. En cuanto sonaba una música rápida y alegre, se sentaban. Yo oía los chirridos de las sillas. Dije a Langley: La gente que viene a nuestros bailes no tiene ganas de guerra. No le interesa pasárselo bien. Viene aquí para abrazarse. Eso es básicamente lo que quiere, abrazarse e ir a la deriva por el salón.
¿Cómo puedes estar seguro de que es así para todas y cada una de las parejas?, preguntó Langley. Pero yo había oído el sonido de sus pasos al bailar. Arrastraban los pies con un susurro sinuoso y somnoliento. Emitían un extraño sonido ultraterreno. Su música preferida era vaporosa y lenta, sobre todo la interpretada por alguna mala orquesta de swing inglesa con muchos violines. De hecho, entre una cosa y otra, para mí los bailes de los martes habían acabado siendo ocasiones de duelo público. Ni siquiera el comunista que, apostado al pie de la escalinata, entregaba octavillas era capaz de enardecer a nuestros bailarines. Langley dijo que era un hombre menudo, un chico con gafas de culo de botella y un macuto lleno de panfletos marxistas. Yo lo oía: con aquella voz ronca suya, era un auténtico incordio. Ustedes no son dueños de la acera, decía. ¡La acera es del pueblo! No se movía de allí, pero daba igual, de todos modos no tenía suerte con el reparto de octavillas. Las parejas que venían a nuestro baile con sus trajes lustrosos y cuellos deshilachados, abrigos raídos y vestidos flácidos, eran los mismísimos explotadores capitalistas a quienes él quería agitar para que se derrocasen a sí mismos.
Sólo Langley, el periodista supremo, aceptó por fin material de lectura comunista del chico, en este caso el Daily Worker, el órgano de expresión del partido, que no siempre se encontraba en los quioscos, y en cuanto lo hizo, el chico al parecer consideró completada su misión, porque se marchó y no volvió a aparecer en ningún otro de nuestros bailes.
En todo caso, como cabía esperar, tampoco duraron mucho más.
Las pesadas tareas domésticas que acarreaba nuestra empresa fueron excesivas para la pobre Siobhan. Una mañana, como no bajaba de su habitación, la señora Robileaux subió a ver qué pasaba y encontró a la pobre mujer muerta en su cama, con un rosario enrollado en torno a los dedos.
Siobhan no tenía parientes que nosotros supiéramos, ni había cartas en el cajón de su escritorio, nada que indicara la existencia de una vida fuera de nuestra casa. Pero sí encontramos su libreta de ahorros. Trescientos cincuenta dólares, una buena suma por aquel entonces a menos que se tuviera en cuenta que eran los ahorros de toda una vida después de más de treinta años al servicio de nuestra familia. Sí tenía su iglesia, claro está, Santa Inés, en la calle Cincuenta y tantos del West Side, y allí se ocuparon de las exequias en lugar de nosotros. El sacerdote aceptó la libreta de ahorros de Siobhan, cuya cantidad, dijo, podía destinarse a los gastos de la iglesia en cuanto se hubiera cumplimentado el habitual papeleo requerido por el Estado.
A modo de expiación, Langley puso necrológicas en todos los periódicos de la ciudad, no sólo los importantes, como el Telegram y el Sun y el Evening Post y el Tribune, el Herald, el World, el Journal, el Times, el American, el News y el Mirror, sino también el Irish Echo y los periódicos de la periferia, como el Brooklyn Edge y el Bronx Home News, e incluso el Amsterdam News, para personas de color. Algo por el estilo de: esta buena y piadosa mujer ha dedicado su vida al servicio de los demás, y con su corazón sencillo y su pasión por la limpieza ha enriquecido la vida de dos generaciones de una familia agradecida.
Pero un momento… puede que me equivoque en cuanto al número de periódicos que publicaron la necrológica de Siobhan, porque para esas fechas el World se había fusionado con el Telegram, y el Journal se había unido al American y el Herald al Tribune, fusiones de las que, según recuerdo, Langley me había informado con cierta satisfacción, presentándomelas como los primeros indicios de la inevitable contracción de todos los periódicos en una sola edición suprema para todos los tiempos venideros de un único periódico, a saber el suyo.
El nuestro era el único automóvil detrás del coche fúnebre en el trayecto a Queens. Íbamos a enterrar a Siobhan en una inmensa necrópolis de cruces blancas de mármol y ángeles alados de cemento que se extendía por la ladera de un monte. La señora Robileaux, a quien ahora teníamos por costumbre llamar abuela al igual que su nieto, Harold, iba sentada en actitud solemne a mi lado. Para la ocasión se puso un vestido almidonado con olor a naftalina, que crujía al moverse, y un sombrero de ala ancha que me hincaba una y otra vez en la cabeza. Habló de sus temores por Harold, que había vuelto a Nueva Orleans. Sostenía en sus cartas que tenía trabajo continuamente en los clubes, pero a ella le preocupaba que él presentara las cosas mejor de lo que eran para que no se inquietara.
Estábamos todos abatidos. Con la imagen de la pobre Siobhan en mente, y recordando los desplazamientos al cementerio de Woodlawn para enterrar a mis padres, sólo podía pensar en la facilidad con que moría la gente. Y estaba por otra parte esa sensación que uno experimenta en el recorrido a un cementerio tras los pasos de un cadáver en un ataúd: cierta impaciencia con el muerto, el deseo de estar de vuelta en casa donde uno podía mantener la ilusión de que la condición permanente no es la muerte sino la vida cotidiana.
El artículo sobre nosotros en la sección «qué hacer, adónde ir» de uno de los periódicos vespertinos fue el primer indicio de problemas: algo así como que lo nuestro era un salón de baile para la clase alta en la Quinta Avenida, con bailarinas de alquiler, donde uno podía codearse con la flor y nata. No sabíamos cómo se habían enterado. Langley dijo: Estos de los periódicos son unos analfabetos: ¿cómo va uno a codearse con flores y natas?
En el siguiente baile, tuvimos que cerrar las puertas, y fuera aún quedó gente pidiendo a gritos que la dejáramos entrar. Aquéllos a quienes tuvimos que negar el acceso se sentaron en la escalinata y pulularon por la acera. Armaron mucho alboroto. Como era de esperar, eso provocó las quejas de las residencias situadas al sur de la nuestra: una carta de elocuente desaprobación, entregada en mano por un mayordomo, y una airada llamada telefónica de alguien que se negó a dar su nombre, aunque quizás hubo más de una llamada telefónica de más de una persona. Indignación. Agravio. El barrio se iba a pique. Y un día, cómo no, recibimos la visita de un policía, que no parecía actuar en respuesta a las quejas de los vecinos. Él tenía su propia visión amigable del problema.
De pie ante la puerta abierta, trajo consigo un soplo de brisa fría. Anunció con tono un tanto formal que era ilegal llevar a cabo actividades comerciales desde una residencia en la Quinta Avenida. A continuación, suavizándose su voz aguardentosa, añadió: Pero, en vista de que son ustedes gente respetable, estoy dispuesto a pasar por alto el asunto a cambio de un amable donativo a la Liga de Beneficiarios de la Policía, el equivalente, pongamos, al quince por ciento de la recaudación semanal.
Langley contestó que nunca había oído hablar de la Liga de Beneficiarios de la Policía y preguntó cuáles eran sus funciones.
El policía no pareció oírlo. Les dejo a ustedes la contabilidad con total confianza, señor Coller, y volveré a pasar el miércoles por la mañana para recoger el pago, sin preguntas, pero con un tope mínimo de diez dólares.
Langley dijo: ¿Cómo que un tope mínimo?
El policía: Verá, señor, por menos de eso no me saldría a cuenta siquiera el tiempo que le dedico.
Langley: Me hago cargo de que los asuntos delictivos de esta ciudad le quitan mucho tiempo, agente. Pero, mire, nosotros no cobramos mucho por nuestros bailes, los ofrecemos más bien como un servicio público. Si vienen cuarenta parejas en una tarde, ya es mucho. Sumemos a eso los gastos generales —refrescos, mano de obra—, y en fin, podríamos plantearnos aportar a su Liga de Beneficiarios de la Policía un soborno o, como usted lo llama, un tope mínimo de unos cinco dólares semanales. Y a cambio de eso, nosotros, lógicamente, esperaríamos que usted se plantase en la puerta los martes y saludase a todos con la gorra.
Oiga, señor Coller, si por mí fuera, le diría «trato hecho». Pero yo también tengo mis gastos generales.
¿Que son…?
Mi sargento en la comisaría.
Ah, ya, me dijo Langley, ahí quería yo llegar.
Mi hermano hablaba ahora con voz más áspera. Yo sabía que estaba jugando con aquel individuo. Pensé que me habría gustado llevarlo aparte y analizar la cuestión, pero él había puesto la directa. ¿De verdad pensaba, preguntó al agente, de verdad pensaba que los Collyer cederían a un sablazo del departamento de policía? Eso en mi idioma se llama extorsión. Así que si aquí hay alguien que está violando la ley, es usted.
El policía trató de interrumpirlo.
Se ha equivocado de puerta, agente, dijo Langley. Es usted un ladrón, ni más ni menos, usted y su sargento. Puedo respetar la delincuencia verdadera y audaz, pero no la corrupción taimada y lloriqueante de la gente de su calaña. Es usted una deshonra para el uniforme. Lo denunciaría a sus superiores si ellos no fueran de esa misma casta de pedigüeños miserables. Y ahora salga de nuestra propiedad, caballero. ¡Largo, largo de aquí!
El policía dijo: Tiene usted la lengua afilada, señor Coller. Pero si eso es lo que quiere, ya nos veremos.
Cuando el policía se dio media vuelta y bajó por la escalinata, Langley profirió a voz en cuello algo que no repetiré aquí y cerró de un portazo.
A causa del esfuerzo, Langley tuvo uno de sus ataques de tos. Resultaba angustioso oír esa tos estertórea, bronca, salida de los mismísimos pulmones. Fui a buscarle un vaso de agua a la cocina.
Cuando se calmó le dije: Esa perorata no ha estado nada mal, Langley. Tenía cierta musicalidad.
He afirmado que ese hombre era una deshonra para el uniforme. Ahí me he equivocado. El uniforme es una deshonra.
El policía ha dicho que ya nos veríamos. ¿A qué se habrá referido?
¿Qué más da? Los policías son maleantes con placa. Cuando no están embolsándose un soborno, se dedican a moler a palos a la gente. Cuando se aburren, le pegan un tiro a alguien. Éste es su país, Homer. Y para su mayor gloria, yo me he abrasado los pulmones.
Durante una o dos semanas no volvimos a saber nada. Hasta que un día, en uno de nuestros bailes, allí estaban, como si aquel único policía hubiera retoñado y vuelto a retoñar, y ahora múltiples réplicas de él se abrieran paso a la fuerza por los salones y ordenaran a todo el mundo que desalojara la casa. La gente no entendió nada. Al cabo de un momento se armó una trifulca: carreras, griterío, la gente tropezándose. Todos intentaban salir de allí, pero la policía, decidida a sembrar el caos, los empujaba y zarandeaba de todos modos. La orquesta que yo había puesto en el tocadiscos momentos antes seguía sonando como en otra dimensión. No tengo ni idea de cuántos policías había. Eran ruidosos y abarrotaban la casa. La puerta de entrada estaba abierta y penetraba un viento frío de la calle. No sabía qué hacer. Los alaridos que oía podían ser de júbilo. Con tantos cuerpos en el salón, concebí la peregrina idea de que los policías, en tropel, bailaban en parejas. Pero a nuestros pobres bailarines los arreaban como a ganado camino de la calle. Poco antes la abuela Robileaux estaba de pie a mi lado con su bandeja de galletas. Oí un gong reverberante, el sonido de una bandeja de plata al chocar contra un cráneo. Un aullido masculino y a continuación una lluvia de galletas, como granizo, azotando el suelo. Yo estaba tranquilo. Me pareció de suma importancia quitar la música, retiré el disco del plato y, cuando me disponía a guardarlo en la funda, me lo arrancaron de las manos y oí que se hacía añicos contra el suelo. Alguien agarró el Victrola y lo estampó contra la pared. Sin saber qué hacía —fue algo instintivo, un impulso animal, como el zarpazo de un oso pero un tanto más desganado, el delirio de un invidente—, lancé el puño a través del aire y alcancé algo, un hombro, creo, y a cambio de la molestia recibí un golpe en el plexo solar que me cortó la respiración y me derribó. Oí gritar a Langley: Es ciego, pedazo de idiota.
Y así acabó el baile con merienda semanal de los hermanos Collyer.
Nos acusaron de ejercer una actividad comercial en un barrio calificado como zona residencial, servir bebidas alcohólicas sin licencia y oponer resistencia a la detención. Comunicamos lo ocurrido a los abogados que actuaban como albaceas de la herencia de nuestros padres. Actuaron con diligencia, pero no tanta como para librarnos de una noche en una celda en The Tombs. Se llevaron también a la abuela Robileaux, que pasó la noche en el centro de detención de mujeres.
No pegué ojo, y no sólo por el alboroto de los borrachos y chiflados de las celdas contiguas; no podía quitarme de la cabeza el afán de venganza de los agentes que habían irrumpido en la casa como si fuera una taberna clandestina en los tiempos de la Ley Seca. Me indignaba haber recibido un puñetazo y no saber quién me lo había asestado. No había manera de resarcirse de eso. No había recurso posible. No podía hacer nada al respecto excepto sufrir mi desvalimiento. No conozco mayor sentimiento de desolación que ése. Por primera vez en la vida me sentí un hombre incompleto. Me hallaba en estado de shock.
Langley permanecía sereno y reflexivo, como si fuera lo más natural del mundo estar allí sentado, en The Tombs, a las tres de la madrugada. Dijo que había salvado de la destrucción una caja entera de discos, cosa que a mí en ese momento me traía sin cuidado. Uno va tirando con las facultades de las que dispone casi como si estuviera dotado de un equipamiento normal. Y de pronto sucede algo así, y toma conciencia de lo deficiente que es.
Homer, dijo Langley, quiero hacerte una pregunta. Hasta que empezamos a poner discos en los bailes, la verdad es que presté poca atención a las canciones populares. Pero son de lo más poderoso. Se te quedan en la cabeza. ¿Qué convierte una canción en canción, pues? Aunque le pusiéramos letra a uno de tus estudios o preludios o cualquiera de esas otras piezas que te gusta tocar, seguiría sin ser una canción, ¿no? Homer, ¿me escuchas?
Una canción suele ser una melodía muy simple, contesté.
¿Como un himno?
Sí.
¿Como Dios bendiga América?
Por ejemplo, sí, dije. Tiene que ser simple para que cualquiera pueda cantarlo.
¿Así que es por eso? ¿Homer? ¿Así que es por eso?
Además, mantiene un ritmo fijo, que no varía desde el principio hasta el final.
¡Tienes razón!, exclamó Langley. No había caído.
En las piezas clásicas hay múltiples ritmos.
En las letras también hay arte, comentó Langley. Las letras son casi más interesantes que la música. Destilan las emociones humanas hasta su esencia. Y plantean cuestiones profundas.
¿Como por ejemplo?
Pues pongamos esa canción donde él dice que a veces está contento y a veces triste.
«… mi ánimo depende de ti».
Sí, ésa, pues… ¿y si ella dice lo mismo al mismo tiempo?
¿Quién?
La chica, o sea, ¿y si su ánimo depende de él al mismo tiempo que el ánimo de él depende de ella? En ese caso, prevalecería una de dos circunstancias: quedarían trabados en un estado inmutable de tristeza o felicidad, y en tal caso la vida sería insufrible…
Mala cosa. ¿Y cuál es la otra circunstancia?
La otra circunstancia es que si al principio están desincronizados, y dependen de sus ánimos respectivos, se produciría entre ellos una corriente de estados de ánimo en continua alternancia, del sufrimiento a la dicha y viceversa, de manera que ambos acabarían enloqueciendo por la inestabilidad emocional del otro.
Entiendo.
Por otro lado, está esa canción sobre el hombre y su sombra.
Yo y mi sombra.
Esa misma. Él va por la avenida sin nadie con quien hablar aparte de su sombra. Ahí vemos el problema opuesto. ¿Te imaginas un universo así, sin nadie con quien hablar excepto tu sombra? Ésa es una canción salida directamente de la metafísica alemana.
En ese momento un borracho empezó a llorar y gemir. Enseguida se elevaron otras voces para ordenarle que callara. El bullicio cesó tan deprisa como se había iniciado.
Langley, dije. ¿Yo soy tu sombra?
En la oscuridad permanecí atento. Tú eres mi hermano, dijo.
Aproximadamente una semana después de nuestra noche en la cárcel, asistimos con la abuela Robileaux a una vista en la que nuestros abogados solicitaron que se retiraran los cargos. En lo que se refería a ejercer una actividad comercial en una zona residencial, presentaron las cuentas de Langley para demostrar que las mínimas ganancias de cada baile quedaban absorbidas por los gastos del baile siguiente, así que en cierto modo era verdad que nuestros bailes con merienda constituían un servicio público. En lo que se refería a oponer resistencia a la detención, el cargo sólo era aplicable a mí, un ciego, y a la señora Robileaux, una recia negra ya en la vejez, y en buena lógica, ninguno de los dos, ni aún reaccionando movidos por el miedo, podía presentar nada susceptible de ser calificado como resistencia por lo más granado de las fuerzas del orden. El juez dijo que, según tenía entendido, la señora Robileaux había atizado en la cabeza a un agente con una bandeja durante la detención. ¿Lo negaba? Ah, no, señor juez, desde luego que no niego nada de lo que hice, declaró la abuela, y como cualquier mujer respetable, volvería a hacerlo para defenderme de las manos de un demonio blanco si intentara propasarse conmigo. El juez recibió la respuesta con una risita. En lo que se refiere a la última acusación, la de servir bebidas alcohólicas sin licencia, era obvio que una copita de jerez, adujo nuestro abogado, no podía considerarse seriamente un delito. Y el juez dijo: ¿Jerez? ¿Servían jerez? Por el amor de Dios, yo mismo tengo por costumbre tomar una copita antes de comer. Y se retiraron los cargos.
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En los días posteriores a la redada policial, la casa se nos antojaba un espacio inmenso y reverberante. Después de haber vaciado los salones para el último baile, no habíamos encontrado aún el momento de desenrollar las alfombras, subir los muebles y ponerlo todo en su sitio. Se oía el eco de nuestros pasos, como si estuviéramos en una caverna o en una cripta. Aunque en la biblioteca los libros seguían en las estanterías y en la sala de música seguían los pianos, tenía la sensación de que no estábamos ya en la casa donde habíamos vivido desde nuestra infancia, sino en un lugar nuevo, todavía sin habitar, aún por determinarse su huella en nuestras almas. Se oía el eco de nuestros pasos en las habitaciones. Y el olor de las pilas de periódicos de Langley —como un lento río de lava, habían rebasado los límites de su despacho y ocupaban también el rellano del primer piso—, ese olor era ahora muy perceptible, un olor a moho que se notaba especialmente los días de lluvia o humedad. Había muchos escombros por recoger, todos los discos rotos, los gramófonos destrozados y demás. Langley lo trató todo como si fuera rescatable, inspeccionando cada objeto por el valor que podía tener —cables eléctricos, platos de tocadiscos, patas de silla partidas, vasos desportillados— y clasificándolos por categorías en cajas de cartón. Eso requirió varios días.
Aunque por supuesto en su momento no fui consciente de ello, esa época marcó el inicio de nuestro abandono del mundo exterior. No fue sólo la redada y la mala opinión de los vecinos ante nuestros bailes, claro que no. Los dos habíamos fracasado en nuestras relaciones con las mujeres, una especie que ahora en mi cabeza pertenecía bien al cielo, como mi querida e inalcanzable alumna de piano Mary Elizabeth Riordan, o bien al infierno, como sin duda era el caso de Julia, esa ladrona embaucadora. Aún albergaba la esperanza de encontrar a alguien a quien amar, pero sentía, como nunca antes, que mi invidencia era una deformidad física capaz de ahuyentar a una mujer agraciada igual que una joroba en la espalda o una pierna lisiada. Mi imagen de mí mismo como ser defectuoso me inducía a pensar que el aislamiento era el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. No es que éste fuera mi estado de ánimo permanente; con el tiempo saldría del desaliento para descubrir a mi verdadero amor —como tú bien debes saber, mi querida Jacqueline—, pero lo que yo había perdido entonces era el vigor mental que proviene de la felicidad natural de saberse vivo.
Langley había reconvertido su amargura de posguerra en una vida del espíritu iconoclasta desde hacía tiempo. Al igual que con la brillante idea de los bailes, en adelante procedería a la ejecución plena y desinhibida de cualquier plan o fantasía que se le ocurriese.
¿He mencionado lo grande que era ahora el comedor? Un voluminoso rectángulo de techo alto que siempre había dado una sensación de oquedad, incluso en los tiempos anteriores a los bailes, con su alfombra persa, sus tapices y aparadores y apliques en forma de antorcha, sus lámparas de pie y su mesa estilo imperio con dieciocho sillas. La verdad es que nunca me gustó el comedor, quizá porque no tenía ventanas y estaba situado en el lado norte de la casa, el más frío. Al parecer, Langley tenía esa misma sensación, porque fue allí en el comedor donde decidió instalar el automóvil Ford Modelo T.
Como yo guardaba cama a causa de una gripe, no tenía ni idea de qué se traía Langley entre manos. Oía unos ruidos extraños en el piso de abajo: aldabonazos, voces, vibraciones metálicas, tableteos y, en una o dos ocasiones, un estruendo retumbante que sacudió las paredes. Había traído el coche desmontado, y ahora, después de subir las piezas desde el jardín trasero por medio de un cabrestante y una cuerda y acarrearlas a través de la cocina, las ensamblaba en el comedor como si éste fuera un garaje, en lo que de hecho al final se transformó, con olor a aceite de motor incluido.
En lugar de investigar, preferí componer una imagen de los sonidos que oía allí tendido en mi cama. Pensé que podía tratarse de una escultura de bronce, tan grande que venía dividida en trozos que había que montar. Una representación ecuestre, por ejemplo, como la estatua del general Sherman en el extremo inferior de Central Park, en la esquina de la calle Cincuenta y nueve con la Quinta Avenida. Me llegaban al menos otras dos voces masculinas, muchos gruñidos y martillazos, y por encima de todo la voz ronca de mi hermano, elevada a un grado de agitación fuera de lo común, rayana en júbilo, por lo que supe que ésa era su nueva empresa de capital importancia.
Al cabo de un par de días, la abuela Robileaux llamó a mi puerta, y estaba de pie junto a mi cama con una sopa, receta suya, antes de que yo pudiera invitarla a pasar. Ahora mismo la huelo casi como si inhalara sus condimentos: un caldo espeso con quingombó, nabos, col, arroz y hueso con tuétano, entre otros ingredientes extraídos de su sabiduría arcana. Me incorporé en la cama y me colocó la bandeja sobre el regazo. Gracias, abuela, dije.
No pude empezar a comer porque ella se quedó allí esperando con la intención de decir algo.
No me lo diga, pedí.
Cuando su hermano volvió de la guerra, yo ya vi que estaba mal de la cabeza.
Eso era lo último que yo quería oír. No pasa nada, dije. No tiene por qué preocuparse.
No, señor, eso debo ponerlo en duda. Se sentó a los pies de la cama, con lo que se produjo una acusada inclinación en la bandeja. La sujeté y aguardé a que ella continuase, pero oí sólo un suspiro de resignación, como si estuviese con la cabeza agachada y las manos entrelazadas en actitud de rezo. Desde que Harold Robileaux volvió a Nueva Orleans, la abuela me trataba como si fuera mi dueña o incluso mi madre. Quizá se debía a que él y yo tocábamos juntos, o quizá fuera por ella misma, ya que, siendo el único miembro del servicio que quedaba desde la muerte de Siobhan, tal vez necesitaba estar en comunión con alguien de la casa. Y Langley no era un candidato, eso yo lo entendía.
Y de pronto se desahogó. Las huellas de las botas de esos hombres en el suelo por todas partes, la puerta de atrás desgoznada, cosas negras mecánicas, cosas de automóvil, balanceándose ante la ventana como ropa en un tendedero. Y no sólo eso, dijo, eso sólo es lo peor. La casa entera está sucia y empieza a oler mal, sin nadie que se ocupe de ella.
Pregunté: ¿Cosas de automóvil?
A lo mejor, dijo, puede usted explicarme por qué va a meter un automóvil de la calle en su casa un hombre que está en su sano juicio. Si es que es un automóvil.
A ver, ¿lo es o no lo es?, pregunté.
Más probablemente un carro del infierno, eso es. A Dios gracias el doctor y la señora Collyer están a salvo en sus tumbas, porque esto los llevaría a una muerte aún peor que la que tuvieron.
Se quedó allí inmóvil. Yo debía disimular mi asombro. No se deprima, abuela, dije. Mi hermano es un hombre brillante. Detrás de esto hay un objetivo inteligente, se lo aseguro.
En ese momento, claro está, yo no tenía ni la más remota idea de cuál podía ser.
Por aquel entonces, a finales de los años treinta, principios de los cuarenta, los coches eran «aerodinámicos». Ésa era la última palabra para lo más moderno en diseño automovilístico. Dar a un coche una línea aerodinámica equivalía a crear un conjunto de formas alabeadas, sin un solo ángulo recto en ningún sitio. Yo había puesto especial interés en palpar con mis manos los coches aparcados junto al bordillo. Esos mismos coches que emitían un ronroneo en la calle poseían capós largos y bajos y guardabarros amplios y curvos, maleteros encastrados de tapa abombada y tapacubos. Así pues, cuando ya me encontraba mejor y pude bajar, pregunté a Langley: Ya puestos a meter un coche en la casa, ¿por qué no un modelo actual y moderno?
Ése fue mi comentario jocoso cuando me senté en el Modelo T, y como si añadiera unos signos de admiración, apreté dos veces la perilla de goma del claxon. Los bocinazos parecieron reverberar en las paredes del comedor y propagar ecos bufonescos hasta el último piso.
Langley se tomó mi pregunta en serio. Éste era barato, sólo costó unos dólares, dijo. Nadie quiere algo así de viejo, que tengas que arrancar con manivela.
Ah, eso lo explica todo. Ya le dije a la abuela Robileaux que existía una explicación racional.
¿Y eso por qué ha de preocuparle a ella?
No entiende qué hace en el comedor algo propio de la calle, qué hace dentro algo que es para fuera.
La señora Robileaux es una buena mujer pero debería limitarse a cocinar, observó Langley. ¿Cómo puede hacerse una distinción ontológica entre fuera y dentro? ¿Por el hecho de que uno no se moja cuando llueve? ¿Porque está caliente cuando hace frío? ¿Qué puede decirse en definitiva sobre la circunstancia de tener un techo sobre la cabeza que tenga sentido filosófico? Dentro es fuera y fuera es dentro. Considéralo el mundo ineludible de Dios.
La verdad es que Langley no podía explicar por qué había metido el Modelo T en el comedor. Yo sabía cómo le funcionaba la cabeza: al ver el coche en una de sus batidas de coleccionista por la ciudad, decidió en el acto, movido por un impulso irreflexivo, que debía adquirirlo, confiando en que al final vería con toda claridad la razón por la que se le antojó tan valioso. Tardó un tiempo en encontrarla, no obstante. Se puso a la defensiva. Sacó el tema durante varios días, pese a que nadie lo mencionaba. Dijo: Al contemplar este coche en la calle, nunca pensarías que es espantoso. Pero aquí, en nuestro elegante comedor, su verdadera esencia de monstruosidad salta a la vista.
Ése fue el primer paso en sus reflexiones. Unos días después, mientras cenábamos en la mesa de la cocina, dijo, sin venir a cuento, que ese coche antiguo era el tótem de la familia. Habida cuenta de que la abuela Robileaux no podía estar más disgustada por tener ahora a alguien comiendo regularmente en su cocina, comprendí que ése era un comentario en atención a ella, porque, siendo de Nueva Orleans, una ciudad de creencias primitivas, en teoría tendría que respetar el principio del parentesco simbólico.
Toda consideración teórica quedó de lado el día que Langley, tras decidir que nuestras facturas de electricidad eran escandalosas, propuso emplear el motor del Modelo T como generador. Tendió un tubo de goma desde el escape, lo pasó por un agujero que encargó abrir a un hombre en la pared del comedor y lo conectó al panel eléctrico del sótano, realizando previamente otro orificio en el suelo. Se esforzó por ponerlo todo en funcionamiento, pero sólo consiguió armar alboroto, y el motor en marcha y el olor a gasolina nos obligaron a salir de la casa a la abuela y a mí una noche especialmente cruda. Nos sentamos en un banco en la acera de enfrente, junto a la tapia del parque, y la abuela comentaba, como si describiese un combate de boxeo, la lucha entre Langley y la oscuridad imperante, los parpadeos, chisporroteos y destellos de las luces en nuestras ventanas, y finalmente el KO definitivo. De pronto volvió a reinar un apacible silencio en la noche. No pudimos contener la risa.
A partir de entonces el Modelo T se quedó allí acumulando polvo y telarañas y llenándose de pilas de periódicos y diversos objetos coleccionables. Langley no volvió a mencionarlo, ni yo; era nuestra posesión inamovible, una condición ineludible de nuestras vidas, hundido hasta las llantas pero renacido de sus escombros como si hubiese aflorado a la superficie de la tierra, una momia industrial.
Necesitábamos a alguien para limpiar la casa, aunque sólo fuese para impedir que la abuela se marchara. Langley sufría por el gasto, pero yo insistí y al final cedió. Recurrimos a la misma agencia que nos había proporcionado a Julia y contratamos a los primeros que nos enviaron, un matrimonio japonés, el señor Hoshiyama y señora. Según la ficha, tenían cuarenta y cinco y treinta y cinco años respectivamente. Hablaban inglés, eran callados, profesionales y de una discreción absoluta, aceptándolo todo como estaba en nuestra estrafalaria casa. Yo los oía hablar mientras se dedicaban a lo suyo; se comunicaban en japonés, y producían una música hermosa, sus voces aflautadas en un tercer intervalo, las largas vocales con abruptas expulsiones de aire intercaladas. A veces tenía la sensación de vivir en una xilografía japonesa como las de la pared detrás del escritorio en el gabinete de mi padre: figuras diminutas y estilizadas como personajes de dibujos animados, empequeñecidas por las montañas nevadas, o avanzando bajo la lluvia por un puente de madera con los paraguas abiertos. Intenté enseñar a los Hoshiyama esos grabados, que llevaban allí colgados desde mi infancia, para demostrar mi sensibilidad ante lo étnico, pero resultó ser un gesto poco acertado, que tuvo el efecto contrario al pretendido. Nosotros somos americanos, me informó el señor Hoshiyama.
La pareja no necesitaba instrucciones, ellos lo encontraban todo por sí mismos, y si no encontraban algo —una fregona, un cubo, jabón marrón, lo que fuera—, salían a comprarlo con su propio dinero y presentaban los recibos a Langley para que se los reembolsara. Tenían un sentido del orden implacable; cuando llegaba la hora de quitarle el polvo al Aeolian, yo notaba una mano en el brazo, ordenándome con delicadeza que me levantara de la banqueta del piano. Cada día llegaban a las ocho de la mañana en punto y se iban a las seis de la tarde. Curiosamente, su presencia e inquebrantable laboriosidad me generaba la ilusión de que mis propios días tenían un objetivo. Siempre me entristecía cuando se marchaban, como si yo fuese un ser inanimado y ellos me insuflaran la vida. Langley los veía con buenos ojos por un motivo distinto: trataban sus diversas colecciones con respeto, como por ejemplo sus juguetes rotos, un tesoro para él: aviones, soldaditos de plomo, tableros de juegos de mesa, y demás, algunos enteros, otros no. Cuando Langley traía algo a casa, no se molestaba en hacer nada con ello; sencillamente lo echaba a una caja de cartón junto con todo lo que había encontrado. Lo que hacían ellos, los Hoshiyama, era ordenar y preservar ese material, colocándolo en muebles o estantes, ese extraño revoltijo de objetos infantiles usados y desechados.
Como venía diciendo, pues, la nuestra volvió a ser una casa bien organizada, aunque las cosas se complicarían al empezar la Segunda Guerra Mundial. Los Hoshiyama vivían en Brooklyn, pero una mañana llegaron a trabajar en taxi y descargaron varias maletas, un baúl y una bicicleta para dos. Oímos todo aquel ruido en el vestíbulo y bajamos a ver qué ocurría. Tememos por nuestras vidas, dijo el señor Hoshiyama, y oí sollozar a su esposa. Y es que, después del bombardeo de Pearl Harbor por parte de las fuerzas aéreas japonesas, los Hoshiyama habían recibido amenazas de sus vecinos, los comerciantes del barrio no los aceptaban como clientes y alguien les había arrojado un ladrillo por la ventana. ¡Nosotros somos nisei!, exclamó la señora Hoshiyama, con lo que quería decir que habían nacido en Estados Unidos, cosa que, dadas las circunstancias, era intrascendente. Oír a esa pareja tan serena y disciplinada en tal estado de angustia fue perturbador. Así que los acogimos.
Se instalaron en el último piso, en la antigua habitación de Siobhan, y aunque se ofrecieron a pagar el alquiler o al menos a renegociar su salario a la baja, no quisimos ni oír hablar de ello. Ni siquiera Langley, cuya tacañería aumentaba exponencialmente a cada mes que pasaba, tuvo el valor de aceptar su dinero. Ahora me asombra pensar lo bien que se llevaba con esa pareja cuyo sentido del orden y la limpieza debería haberlo sacado de quicio. Por las noches empezamos a cenar en dos turnos: primero la abuela nos servía a nosotros, y luego ella y los Hoshiyama se sentaban a cenar por su cuenta. Surgió un conflicto diplomático porque los Hoshiyama seguían una dieta ajena a la esfera de conocimientos de la abuela y, por consiguiente, optaron por prepararse ellos mismos la comida. La abuela me dijo que tuvo que volver la cabeza las primeras veces que aquellos dos trocearon un pescado crudo y colocaron los pedazos sobre bolas de arroz hervido, y en eso consistió su cena. Tampoco podía hacerle la menor gracia todo ese trasiego en su cocina, una estancia amplia, de techo alto, con sus baldosas blancas y estantes abiertos para la vajilla, sus encimeras de madera y un gran ventanal por donde entraba el sol de la mañana. Allí pasaba ella casi todas las horas del día. Yo le dije: Abuela, sé que debe de ser difícil, y ella reconoció que así era, aunque sentía lástima por esa gente: sabía lo que era que te tiraran piedras por la ventana.
La guerra se filtró en casa de muchas maneras. Nos dijeron que comprásemos bonos de guerra. Nos dijeron que guardásemos el metal desechado y las gomas elásticas, pero eso no era nuevo. Se racionó la carne. Por la noche había que correr las cortinas en las ventanas. Como propietario titular de un coche, Langley tenía derecho a un talonario de vales para gasolina. Puso la pegatina «A» en el parabrisas del Modelo T, pero como había renunciado a la idea de emplear su motor como generador, vendió los vales a un taller mecánico de la zona, con lo que incurrió en fomentar un poco el mercado negro amparándose en nuestra situación económica.
El proyecto periodístico de Langley parecía concordar a la perfección con los acontecimientos. Leía los periódicos cada mañana y cada tarde en un estado de atención exacerbado. Por si eso fuera poco, escuchábamos las noticias vespertinas por la radio. En ocasiones me parecía que a mi hermano la crisis le producía una lúgubre satisfacción. Desde luego vio las oportunidades de negocio. Contribuyó a lo que se dio en llamar el Esfuerzo Bélico vendiendo los canalones de cobre y los tapajuntas de la chimenea de nuestra casa. De ahí sacó la idea de vender asimismo el revestimiento de nogal de la biblioteca y el gabinete de nuestro padre. No me importó perder los canalones de cobre, pero al revestimiento de nogal no le vi ninguna utilidad para el Esfuerzo Bélico, y así lo expresé. Me dijo: Homer, en la guerra medra mucha gente, por ejemplo los oficiales de alto rango. Y si un capitoste apoltronado en Washington quiere revestimiento de nogal para su despacho, tendrá utilidad para el Esfuerzo Bélico.
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Yo no temía realmente por nuestro país, aunque durante el primer año más o menos las noticias en general eran malas. Me parecía inconcebible la posibilidad de que nuestros aliados y nosotros no fuéramos a imponernos. Pero me sentía completamente excluido de todo, inservible. Incluso las mujeres habían ido a la guerra, vistiendo el uniforme o sustituyendo a sus maridos en las fábricas. ¿Qué podía hacer yo? ¿Guardar el papel de plata de los envoltorios de chicle? Durante esos años de guerra mi autoestima se fue a pique. El joven pianista romántico con el corte de pelo a lo Franz Liszt había quedado atrás hacía mucho tiempo. Cuando no se adueñaba de mí la apatía, me cebaba en la más severa autocrítica, como si, por el hecho de no darse cuenta nadie más de que yo era un apéndice inútil, debiera asegurarme de que lo era. Langley y yo discrepábamos en cuanto a esa guerra. Él no la veía desde la misma perspectiva patriótica; su punto de vista era olímpico, despreciaba la concepción misma de la guerra salvo por la cuestión de quién tenía razón y quién no. ¿Acaso era eso una secuela del gas mostaza? Desde su óptica, la guerra era sólo la señal más flagrante de la fatídica insuficiencia humana. Pero esta Segunda Guerra Mundial tenía sus elementos propios, podía identificarse justificadamente el mal, y me parecía que su oposición era errónea. No discutíamos, eso por supuesto; era un rasgo característico de nuestra familia, y se remontaba a los tiempos de nuestros padres, que en caso de discrepancia por un tema político, sencillamente lo eludíamos.
Cuando Langley salía en sus correrías nocturnas, yo a veces me quedaba tocando el piano hasta que volvía. Los Hoshiyama constituían mi público. Acercaban dos sillas de respaldo recto y se sentaban detrás de mí y escuchaban. Conocían el repertorio clásico y me preguntaban si sabía tocar tal pieza de Schubert o tal otra de Brahms. Yo interpretaba para ellos como si fuera el Carnegie Hall con el aforo completo. Recibir su atención me sacaba de mi abatimiento. Descubrí que era especialmente sensible a la señora Hoshiyama, más joven que su marido. Si bien hablaban en japonés mientras trabajaban, era evidente que él la dirigía. No le pedí permiso para tocarle la cara, claro está, pero me la imaginaba como un ser menudo y esbelto de ojos luminosos. Yo escuchaba mientras ella se paseaba por la casa: daba pasos muy femeninos, cortos, sin levantar los pies del suelo, y decidí que tenía las puntas de los dedos orientadas hacia dentro. Cuando marido y mujer trabajaban juntos en una habitación y mantenían una de sus conversaciones en japonés, yo la oía reírse, probablemente de algo que Langley acababa de adquirir en uno de sus paseos nocturnos. Tenía una risa adorable, el trino melódico de una joven. Cada vez que lo oía, allí, en nuestra casa inmensa y reverberante, afloraban a mi mente imágenes de una pradera soleada, y si miraba con especial insistencia, nos veía a los dos, a la señora Hoshiyama y a mí, como una pareja en kimono en una xilografía disfrutando de un picnic bajo un cerezo en flor. Cuando estábamos los tres juntos por la noche y se suspendía la formalidad de nuestra relación diurna, sentía que sólo mi profundo respeto por el señor Hoshiyama me impedía robarle la esposa. Gracias a tan sutiles fantasías sobreviven los hombres como yo.
Una noche, cuando Langley no estaba, sonó el timbre y al mismo tiempo aporrearon la puerta perentoriamente. Era bastante tarde. Había allí dos hombres que dijeron ser del FBI. Palpé sus placas. Eran corteses, y si bien ya habían cruzado la puerta, me preguntaron si podían entrar. Venían para llevarse bajo custodia a los Hoshiyama. Me quedé de una pieza. Exigí saber por qué. A qué viene esto, pregunté. ¿Acaso este matrimonio ha hecho algo ilegal? No que nosotros sepamos, respondió uno de ellos. ¿Han transgredido la ley de alguna manera? No que nosotros sepamos, respondió el otro. Tendrán que darme una buena razón para explicar esto, dije, esa gente trabaja para mí. Son empleados míos. Son personas trabajadoras y sencillas, dije. Me han servido bien y honradamente, y además llegaron con excelentes referencias.
Todo esto era una sarta de idioteces, por supuesto, pero para poner freno a la situación no se me ocurrió nada mejor que esgrimir lo primero que me venía a la cabeza y tratar de vencer así la intolerable testarudez de aquellos agentes del FBI, tan poco comunicativos e impermeables a la razón. ¿Se presentan aquí en plena noche para llevarse a unas personas como si esto fuera un estado policial? Quería que se avergonzaran de sí mismos, cosa imposible, naturalmente. Cuando hombres de esa índole aplican una medida política del Gobierno, actúan tras un durísimo caparazón y son inmunes a los insultos. Hacen algo que a las personas a quienes van a buscar puede parecerles trascendental y espantoso, pero para ellos es simple rutina.
Sí dijeron algo a modo de justificación: que, al presentarse en el domicilio del matrimonio en Brooklyn, descubrieron que los Hoshiyama habían huido. Como consecuencia, se requirió cierto esfuerzo para localizarlos. Ante esto, monté en cólera. Estas personas no son fugitivos, declaré. Tuvieron que abandonar su hogar por su propia seguridad. Fueron blanco de amenazas físicas. ¿Sabían ellos acaso que ustedes los buscaban? ¿Y ahora están culpándolos por venir aquí a fin de evitar que les rompieran la crisma?
No recuerdo cuánto tiempo seguí hablando en estos términos, pero en un momento dado el señor Hoshiyama me tocó el brazo en una muda súplica de contención. Los Hoshiyama eran fatalistas natos. Era como si entre ellos y los hombres del FBI existiera tal comprensión mutua que todo lo que yo pudiera decir carecía de la menor trascendencia. Ellos por su parte no protestaron, ni lloraron ni lamentaron la situación. Al cabo de un rato, la señora Hoshiyama bajó por la escalera con dos maletas, lo único que les permitían llevarse. Se pusieron sus sombreros y abrigos —era el invierno del primer año de la guerra—, los hombres del FBI abrieron la puerta, y entró una ráfaga de aire frío del parque. El señor Hoshiyama expresó su gratitud en voz baja y dijo que escribirían cuando pudieran, si es que podían, y la señora Hoshiyama me cogió las manos y las besó, y se fueron.
Cuando Langley volvió a casa más tarde esa noche y se enteró de lo ocurrido, se enfureció. Naturalmente, sabía ya de qué se trataba, porque había leído en la prensa acerca de la detención de miles de ciudadanos estadounidenses de origen japonés para internarlos en campos de concentración. Aunque le conté que el señor Hoshiyama había abierto la puerta y los agentes habían pedido permiso para entrar cuando ya estaban dentro, mi ineficacia, o estupidez, quedó más en evidencia. Esta casa es nuestro reino inviolado, dijo Langley. Me da igual qué clase de placa enseñen. Los echas a patadas y les das con la puerta en las narices, eso tienes que hacer. Esa gente se pasa por el forro la Constitución cuando le da la gana. Dime, Homer, ¿cómo vamos a ser libres si sólo es al arbitrio de ellos?
De modo que durante un día o dos opiné lo mismo que Langley sobre la guerra: tu enemigo sacaba en ti tus instintos primarios latentes, encendía los circuitos primitivos de tu cerebro.
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Langley y yo guardamos como oro en paño la bicicleta para dos del matrimonio, que se habían visto obligados a dejar allí. Ocupaba un lugar de honor bajo la escalera. Dije que convenía usarla a fin de mantenerla en buenas condiciones para cuando regresaran los Hoshiyama. Adquirimos así la costumbre de salir con la bicicleta cuando hacía buen tiempo.
El pedaleo me animaba. Me sentaba bien un poco de ejercicio. El hecho de que Langley llevara el manillar me suscitó alguna que otra duda, porque podía distraerse al ver algo de su interés en la calle o en un escaparate. Pero con eso la hazaña tenía aún más mérito. Entrábamos y salíamos de las calles más pequeñas y nos deleitábamos con los bocinazos que sonaban a nuestras espaldas. Esta actividad se prolongó durante toda una primavera, hasta que se nos pinchó una rueda al doblar en un ángulo demasiado cerrado una esquina. La estrategia de Langley para reparar el pinchazo fue reemplazar la rueda. En tiempos de guerra era imposible encontrar nada nuevo de goma, así que durante un tiempo se dedicó a recoger bicicletas de segunda mano aquí y allá en busca de una rueda que coincidiese. No la encontró, y desde entonces la bicicleta para dos está en el gran salón vuelta del revés sobre el manillar, junto con otras bicicletas apoyadas en la pared para hacerle compañía.
Los Hoshiyama dejaron también su colección de pequeñas tallas de marfil: elefantes y tigres y leones, monos colgados de ramas, niños, muchachos de rodillas huesudas, muchachas abrazadas, mujeres en kimono y guerreros samurai con cintas en el pelo. Ninguna de las piezas era mayor que un pulgar, todas juntas constituían un mundo liliputiense, que se revelaba al tacto con un asombroso nivel de detalle.
Guardaremos todas sus pertenencias para cuando vuelvan, dijo Langley, pero nunca volvieron, y ya no sé dónde están las pequeñas tallas de marfil: enterradas en algún sitio bajo todo lo demás.
Y así desaparecen las personas de la vida de uno y lo único que recuerdas de ellas es su humanidad, una pobre entidad espasmódica, sin territorio propio, igual que la tuya.
La puerta de nuestra casa parecía haberse convertido en una atracción de tiempos de guerra. Una y otra vez nos veíamos obligados a atender la llamada de ancianos vestidos de negro. Hablaban con un acento tan marcado que no los entendíamos muy bien. Langley me explicó que tenían rizos alrededor de las orejas y barba. También ojos oscuros de mirada obsesiva y sonrisas compungidas de disculpa por molestarnos. Eran judíos muy religiosos, eso sí lo sabíamos. Se identificaban con documentos de diversos seminarios y escuelas. Sostenían cajas de hojalata con una ranura en la que nos pedían que echáramos dinero. Esto ocurrió tres o cuatro veces en el transcurso de un mes y empezó a resultar irritante. Estábamos desconcertados. Langley pensó que debíamos colocar una placa junto a la puerta: No aceptamos mendigos.
Pero no eran mendigos. Una mañana apareció ante la puerta un hombre bien afeitado. Según la descripción que recibí, tenía el pelo cano cortado a cepillo y una Medalla de la Victoria de la Guerra del Catorce prendida de la solapa de la chaqueta del traje. Lucía en la cabeza uno de esos solideos, dando a entender que también él era judío. Se llamaba Alan Roses. Mi hermano, que sentía debilidad por cualquiera que hubiese servido en esa guerra, lo invitó a pasar.
Resultó que Alan Roses y Langley habían combatido en la misma división en el bosque de Argonne. Hablaron como hablan los hombres que descubren una afinidad militar. Tuve que escucharlos mientras identificaban sus batallones y compañías y recordaban sus experiencias bajo el fuego enemigo. En estas conversaciones yo oía a un Langley totalmente distinto: alguien que concedía respeto y lo recibía a cambio.
Alan Roses nos explicó el misterio de estas cuestaciones de puerta en puerta. Guardaba relación con lo que ocurría a los judíos en Alemania y el este de Europa. La idea era comprar la libertad de las familias judías —los oficiales nazis utilizaban de buen grado sus políticas raciales como medio de extorsión— y de paso informar al público norteamericano. Si se conseguía suscitar el interés del público, el Gobierno tendría que hacer algo al respecto. Era un hombre muy tranquilo, ese Alan Roses, y lo explicaba todo con sumo detalle. De profesión, era maestro, y daba clases de lengua en un colegio público. Se aclaraba la garganta a menudo como si se tragase la emoción. No dudé de la veracidad de sus palabras, pero al mismo tiempo aquello causaba tal estupor que casi exigía incredulidad. Después Langley me dijo: ¿Cómo es que esos viejos que llamaron a nuestra puerta sabían más que las agencias de prensa?
En esas circunstancias a Langley le era difícil mantener su neutralidad filosófica. Se apresuró a extender un cheque. Alan Roses le entregó un recibo con el membrete de una sinagoga del East Side. Lo acompañamos a la puerta, nos estrechó la mano y se marchó. Supuse que encontraría otra puerta a la que llamar y pasaría de nuevo por el mismo bochorno: tenía la actitud reticente de quien hace algo por principios pero para lo que no posee dotes naturales.
En los diarios, Langley escrutaba las crónicas. La historia empezó a aparecer con cuentagotas en las últimas páginas, sin verdadera noción de la magnitud del horror. Esto concordaba, dijo él, con la política de pasividad de nuestro Gobierno. Incluso en la guerra hay pactos, y si no es posible pactar, bombardeas trenes, desbaratas las actividades del otro, cualquier cosa para dar a esa gente la oportunidad de defenderse. ¿No será que este país de hombres libres y cuna de valientes no siente en realidad tanto aprecio por los judíos? Los nazis son unos matones monstruosos, eso desde luego. Pero ¿qué somos nosotros si les permitimos seguir adelante y hacer lo que hacen? ¿Y qué pasa entonces, Homer, con tu historia bélica de buenos y malos? Por Dios, qué no daría yo por ser cualquier cosa menos un ser humano.
El inconformismo de Langley acabaría evolucionando. ¿Cómo no iba a ser de otro modo? Cuando nos enteramos de que Harold Robileaux se había alistado —fue poco después, no recuerdo en qué año de la guerra—, colgamos uno de esos banderines con una estrella azul que la gente ponía en las ventanas para señalar que un miembro de la familia servía en el ejército. Harold había solicitado plaza en las Fuerzas Aéreas y recibido instrucción como mecánico aeronáutico, este músico con las más diversas dotes y aptitudes, y cuando la noticia llegó a nuestros oídos, él estaba ya en ultramar con un escuadrón de aviación compuesto exclusivamente de negros.
Ahora eso nos levantaba el ánimo; estábamos tan orgullosos como cualquier familia del vecindario. Por primera vez en esa guerra sentí que formaba parte de los acontecimientos. Los tiempos habían unido a la gente, y en esta ciudad fría de desconocidos imperturbables donde cada cual iba a la suya, la sensación de comunidad fue como un día de primavera inesperadamente cálido en pleno invierno, pese a que para eso hizo falta una guerra. Yo salía a dar un paseo —por entonces me valía de un bastón— y la gente me saludaba o me estrechaba la mano o me ofrecía ayuda, con la idea de que había perdido la vista combatiendo por mi país. «Por aquí, soldado, déjeme que le eche una mano». Dudo que aparentase tan poca edad, pero quizá me tomaban por un ex oficial de alto rango. Langley cruzaba saludos con los miembros de la Guardia Nacional del vecindario cuando iban de camino a los tejados de sus edificios para observar el cielo por si aparecían aviones enemigos. Compró bonos de guerra a nombre de los dos, aunque debo añadir que no lo hizo por puro patriotismo, sino porque consideró que eran una inversión sólida. Puede que hubiera un frente europeo y un frente del Pacífico, pero nosotros éramos el frente nacional, tan importantes para el Esfuerzo Bélico —puesto que enlatábamos hortalizas de nuestros huertos de la victoria— como los mismísimos soldados rasos.
Obviamente, sabíamos que detrás de todo esto había una poderosa maquinaria propagandística. Nos conminaba a vencer el miedo al enemigo maléfico que residía en nuestros corazones. Yo iba al cine con la abuela sólo para oír los noticiarios: el estruendo de la artillería de nuestros acorazados, las chirriantes orugas de nuestros tanques, el rugido de nuestras escuadrillas de bombarderos al despegar de los aeródromos ingleses. Ella iba con la esperanza de ver a Harold en un hangar mientras reparaba un motor y alzaba la vista para sonreírle.
Nosotros no teníamos huerto de la victoria, ya que nuestro jardín se había destinado al almacenaje de objetos acumulados a lo largo de los años, que habíamos comprado o rescatado ante la perspectiva de una posible utilidad futura: un frigorífico viejo, paquetes de juntas de fontanería y secciones de cañería, cajas de reparto de botellas de leche, somieres, cabezales de cama, un cochecito de bebé sin ruedas, varios paraguas rotos, un diván con la tapicería gastada, una boca de riego auténtica, neumáticos de automóvil, pilas de tejas, tablas y listones sueltos, y demás. En otros tiempos me gustaba sentarme en ese pequeño jardín que al mediodía recibía la breve visita de un haz de sol. Había allí una especie de árbol silvestre, y me complacía pensar que era un vástago procedente de Central Park, pero no me importó renunciar a ese jardín con tal de sacar de la casa parte de aquello, porque para mí todas las habitaciones empezaban a convertirse en una especie de pista de obstáculos. Poco a poco iba perdiendo la capacidad de percibir dónde estaban las cosas. No era ya aquel joven de antenas infalibles capaz de circunnavegar la casa como si tal cosa. Los Hoshiyama, durante su estancia con nosotros, habían subido muebles del sótano con el firme propósito de devolver las cosas a su sitio, pero eso era imposible, claro está; ahora todo era distinto. Yo era como un viajero que había perdido el mapa, a Langley le traía sin cuidado adónde iban a parar las cosas, y los Hoshiyama recurrieron, por tanto, a su propio criterio e inevitablemente, pese a sus buenas intenciones, se equivocaron con algunos objetos, con lo que sólo consiguieron agravar la confusión.
Ay Dios, y un día aciago sonó el teléfono y oí la vocecilla llorosa de una muchacha, casi inaudible. Era Ella Robileaux, la mujer de Harold, que había puesto una conferencia desde Nueva Orléans y quería hablar con la abuela. Yo ignoraba que Harold se hubiese casado. Lo ignoraba por completo, pero no tenía ninguna razón para dudar de su identidad, la de esa niña de voz trémula, y tardé un momento en recobrar la compostura, ya que comprendí, sin necesidad de oírselo decir, el motivo de su llamada. Cuando levanté la voz en dirección a la cocina para decir a la abuela que se pusiese al teléfono, se me quebró y un sollozo escapó de mi garganta. Piensa que estábamos en guerra, y la gente no ponía conferencias caras sólo para charlar.
Antes de embarcar rumbo a ultramar, Harold Robileaux había grabado uno de esos breves discos de la Victoria que los soldados enviaban a casa por correo para que sus familiares oyesen su voz. Cortas grabaciones de tres minutos en discos de plástico del tamaño de un platito que se rayaban con facilidad. Al parecer, cerca de las bases militares había estudios de grabación en los mismos salones recreativos donde te daban cuatro fotos por veinticinco centavos o un fakir mecánico barbudo, dentro de una vitrina, levantaba la mano y, con una sonrisa, te entregaba por una ranura tu porvenir impreso en un papel. Así que Harold había enviado a la abuela su disco de la Victoria, pero tardó unos meses en llegarnos. Resultó inquietante recibir algo de Harold en el buzón hasta que Langley comprobó el matasellos. Ten en cuenta que esto ocurrió después de enterarse la abuela por Ella Robileaux de que Harold había caído en el norte de África. Tal vez los censores del ejército tenían que escuchar todos estos discos de la misma manera que leían las cartas de los soldados, o quizá la oficina de correos de Tuskegee estaba desbordada. En cualquier caso, cuando llegó el disco, la abuela pensó que Harold en realidad seguía vivo. Gracias, Jesús, gracias, dijo, llorando de alegría. Batió palmas y alabó al Señor y no quiso saber nada cuando le mencionamos el matasellos. Nos sentamos con ella frente al gran Victrola y lo escuchamos. Era un disco con un sonido metálico, pero no cabía duda de que aquélla era la voz de Harold Robileaux. Estaba bien, decía, y muy contento porque lo habían ascendido a sargento técnico. No podía decirnos adónde lo destinaban ni cuándo, pero escribiría al llegar allí. Con su suave dejo de Nueva Orléans, decía que esperaba que la abuela estuviese bien y le pedía que saludara de su parte a los señores Homer y Langley. Era lo que cabía esperar de cualquier soldado en esas circunstancias, nada fuera de lo común, a excepción hecha de que Harold, siendo quien era, tenía consigo su corneta. Y Harold, siendo quien era, se la llevó a los labios e interpretó el toque de silencio, como si ofreciese el equivalente musical de una fotografía suya de uniforme. La calidad del sonido de esa corneta pudo más que el carácter primitivo de la grabación. Un sonido nítido, puro, conmovedor, cada frase elevada a su serena perfección. Pero ¿por qué para indicar su pertenencia al ejército interpretó el elegíaco toque de silencio en lugar, pongamos, del toque de diana? La abuela le pidió a Langley que pusiera el disco otra vez, y luego tres o cuatro veces más, y si bien no tuvimos valor para desanimarla, quizá fue ese canto fúnebre solemnemente reflexivo, esos tonos luctuosos que llenaron una y otra vez nuestros salones, como si Harold Robileaux profetizase su propia muerte, lo que la llevaron a admitir, finalmente, que su nieto se había ido para siempre. La pobre mujer, después de tener que sufrir su muerte por segunda vez, no pudo contener las lágrimas. Señor, exclamó, es a mi bendito chico a quien te has llevado, a mi Harold.
Langley salió y compró banderines con una estrella dorada para las ventanas de la calle de las cuatro plantas, porque el dorado era el color de las estrellas para los soldados que habían hecho lo que los políticos llamaban «el sacrificio postrero», por lo que cabía suponer que existía una secuencia de sacrificios que podía hacer un soldado —¿brazos, piernas?— antes del postrero. Normalmente un único banderín con una estrella azul o dorada en una ventana era anuncio o consuelo suficiente para una familia, pero Langley nunca hacía las cosas como los demás. El dolor de mi hermano no se diferenciaba de su rabia. Con la muerte de Harold Robileaux, su actitud hacia la guerra cambió por completo y dijo que cuando por fin preparara los partes de guerra de primera plana para su periódico eternamente actual y siempre al día, su postura sería explícita. Veo todos estos periódicos, dijo, y por más que vengan de la derecha o la izquierda o el turbio punto medio, son inevitablemente de un sitio, están arraigados como una roca a un lugar que, insisten, es el centro del universo. Son de un localismo presuntuoso y arrogante, y al mismo tiempo de un agresivo nacionalismo. Así que eso haré yo. La Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer no irá dirigida a Berlín, ni a Tokio, ni siquiera a Londres. Veré el universo desde aquí, al igual que todos estos diarios. Y el resto del mundo puede seguir con sus obtusas ediciones diarias, mientras, sin saberlo, tanto ellos como sus lectores de todas partes estarán petrificados en ámbar.
El dolor de la abuela llenó la casa. Era mudo, monumental. Recibió con indiferencia nuestro pésame. Una mañana anunció que dejaba de trabajar para nosotros. Se proponía ir a Nueva Orleans y buscar a la viuda de Harold, a quien no conocía, una muchacha, dijo, que quizá necesitase su ayuda. Por lo visto, había por medio un recién nacido. La abuela estaba firmemente decidida y comprendimos que ella fomentaría esa relación, manteniendo unido lo que quedaba de su familia.
El día de su marcha la abuela nos preparó el desayuno vestida ya para el viaje y después fregó los platos. Cogería un autocar de la Greyhound en la estación terminal de la calle Treinta y cuatro. Langley la obligó a aceptar dinero para el viaje, que ella cogió con un regio gesto de asentimiento. Aguardamos en la acera mientras Langley paraba un taxi. Eso me trajo a la memoria el día en que, allí de pie, dijimos adiós a Mary Elizabeth Riordan. No hubo lágrimas ni palabras de despedida por parte de la abuela cuando subió al taxi. Tenía ya la cabeza en camino. Y así se marchó el último miembro de nuestro servicio, y Langley y yo nos quedamos solos.
La abuela fue el último vínculo con nuestro pasado. Yo la había visto como una autoridad moral, un referente, a quien no hacíamos el menor caso, pero cuyos juicios empleábamos como baremo para medir el grado de incorrección de nuestra conducta.
Cuando acabó la guerra con la victoria sobre Japón, era uno de esos días opresivos de agosto en Nueva York. Aunque eso poco importó a la gente. Los coches desfilaron por la Quinta Avenida, con los conductores tocando la bocina y vociferando por la ventanilla. Nosotros nos plantamos en lo alto de nuestra escalinata como generales pasando revista, porque la gente corría ante nosotros como si avanzase en estrecha formación, miles de pasos camino del centro de la ciudad en busca de la fiesta. Yo había oído esa misma agitación, las risas, los pasos apresurados como el aleteo de los pájaros, el Día del Armisticio en 1918. Langley y yo, al cruzar la calle hacia el parque, encontramos a desconocidos bailando unos con otros, vendedores de helados lanzando piruletas a la muchedumbre, vendedores de globos echando a volar sus existencias. Perros sueltos corrían en círculo, ladrando y gañendo y metiéndose entre las piernas. La gente reía y lloraba. El júbilo que se elevaba de la ciudad llenó el cielo como un viento maravilloso, como un oratorio celestial.
Naturalmente, sentí tanto alivio como el que más por el final de la guerra. Pero por debajo de toda esa alegría descubrí en mí una horrenda tristeza. ¿Cuál era la recompensa para quienes murieron? ¿Las celebraciones del Día de los Caídos? En mi cabeza oía el toque de silencio.
Sabíamos un chiste, Langley y yo: Un moribundo pregunta si hay vida después de la muerte. Sí, le contestan, sólo que no la tuya.
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Mientras duró la guerra, yo había llegado a verle un propósito a mi vida, aunque sólo fuera en las expectativas para el futuro. Pero con la paz descubrí que no había futuro, o al menos como algo discernible del pasado. A la luz de la verdad desnuda, yo era un hombre seriamente discapacitado que no podía esperar para sí ni siquiera la vida más normal y modesta, por ejemplo, una vida de trabajador, marido y padre. En medio de todo ese júbilo generalizado, corrían malos tiempos. Incluso la música había dejado de atraerme. Me sentía inquieto, dormía mal, y de hecho a menudo me daba miedo irme a dormir, como si dormir fuese ponerse una de las máscaras antigás que Langley había traído, y con las que me era imposible respirar.
¿No he mencionado acaso las máscaras antigás? Durante la guerra Langley adquirió una caja entera. Él mismo se encargó de que hubiese dos colgadas de clavos en todas las habitaciones de la casa, de modo que, estuviéramos donde estuviéramos, si las potencias del Eje atacaban Nueva York y lanzaban bombas de gas, nos encontrasen preparados. Habida cuenta de su tos crónica y sus cuerdas vocales hechas trizas, por no ir provista de máscaras su compañía en 1918 cuando los envolvió la niebla, no puse reparos. Pero él insistió en que aprendiera a colocarme la máscara, que practicara, no fuese que, llegado el momento, si es que llegaba, acabase muriendo en el torpe intento de ponérmela. Me daba miedo tener la nariz y la boca tapadas, estando además a oscuras. Era como si me arrebataran también los sentidos del olfato y el gusto. Me costaba respirar por el filtro, lo que significaba que sólo podía evitar la muerte por gas muriendo por asfixia. Pero hice de tripas corazón y no me quejé, pese a considerar sumamente improbable cualquier ataque alemán con gas en la Quinta Avenida.
Para cuando acabó la guerra, como la gran capacidad productiva de la economía norteamericana había producido un superávit de todo aquello que necesitaba un soldado, habíamos coleccionado, además de las máscaras de gas, excedentes militares de sobra para equipar a nuestro propio ejército. Según Langley, el material reglamentario era tan barato en los mercadillos que brindaba una excelente oportunidad de negocio. Teníamos cananas, botas, cascos, cantimploras, fiambreras de hojalata con cubiertos de hojalata, teclas de telégrafo, o «bichos», desarrolladas para el Cuerpo de Señales del Ejército, una mesa cubierta de guerreras y pantalones de apagado color oliva, trajes de faena, ásperas mantas de lana, navajas plegables, prismáticos, cajas de cintas distintivas de regimiento, y demás. Era como si el tiempo soplara a través de nuestra casa como un viento, y ésos fuesen los objetos depositados allí por los vientos de la guerra. Langley nunca desarrolló los pormenores de ninguna oportunidad de negocio. Así que junto con todo lo demás, ese sinfín de cascos, botas, etcétera, se quedó allí donde había sido depositado, artefactos fruto de entusiasmos del pasado, casi como si fuéramos un museo, si bien nuestros tesoros seguían sin catalogar, la labor de conservación todavía pendiente.
No todo se desperdiciaría: cuando se nos quedó vieja la ropa, empezamos a ponernos trajes de faena, tanto pantalones como camisas. También botas, cuando se nos rompieron los zapatos.
Ah, y el fusil M1 bien engrasado que no había pegado un solo tiro. Era una de las adquisiciones más preciadas de mi hermano. Por suerte, no había encontrado los cartuchos correspondientes. Colocó un grueso clavo en la repisa de mármol de la chimenea y colgamos el M1 por la correa. Se quedó tan satisfecho de su obra que hizo lo mismo con el fusil Springfield que llevaba allí casi treinta años. Pendían de la chimenea, esos dos fusiles, como calcetines de Navidad. No volvimos a tocarlos nunca más, y si bien hoy por hoy me es imposible acercarme a la repisa, que yo sepa ahí siguen.
Debo aclarar que yo no deseaba otra guerra para levantarme el ánimo. Parecía no haber pasado más que un rato desde el Día V-J —así se dio en llamar a la victoria sobre Japón—, y volvimos a las andadas. Pensé en nuestro absurdo comportamiento aquel día de celebración delirante, la ciudad entera manifestando a gritos su júbilo al cielo.
Cuando yo tocaba el piano para el cine mudo, la película terminaba y el proyeccionista asomaba la cabeza desde la cabina. La siguiente cinta empezará en breve, anunciaba. Un momento, por favor, mientras cambiamos la bobina.
En fin, el caso es que estábamos en guerra con Corea, pero como si necesitáramos algo de más enjundia, iniciamos una carrera con los rusos para ver quién construía bombas nucleares más potentes que las lanzadas sobre Japón. Un número infinito, para lanzárnoslas mutuamente. Yo habría pensado que con un par de superbombas capaces de calcinar los continentes y hervir los mares y absorber todo el aire bastaba, pero por lo visto no era así.
Langley había visto una fotografía de la segunda bomba atómica utilizada en Japón. Un artefacto gordo y feo, dijo, no lustroso y en forma de tiburón como cabría esperar de una bomba respetable. Se diría que sirve para guardar cerveza. En cuanto lo dijo, me acordé de los barriles y cascos vacíos que él trajo a casa de una fábrica cervecera que había quebrado. Subió los barriles de aluminio hasta la puerta; de pronto, por algún motivo, se le descontrolaron y empezaron a rodar escalera abajo con un estruendo metálico y atronador y luego cruzaron la acera. Así que ahora imaginaba la bomba atómica como un barril de cerveza explosionable, de costado, que giraba sobre su eje hasta que decidiese estallar.
El problema de oír las noticias en compañía de Langley era que se exaltaba, se ponía a despotricar y echar pestes, contestaba a la radio. Langley, en tanto que experto lector de periódicos, pues los leía todos a diario, estaba más al día de lo que pasaba en el mundo que los comentaristas. Escuchábamos a un comentarista y luego yo tenía que escuchar los comentarios de Langley. Me decía cosas que, como yo sabía, eran verdad, pero, aun así, no deseaba oír, porque todo junto agravaba mi depresión. Al final, dejó de hacerme partícipe de sus percepciones políticas, que en cualquier caso se reducían a la esperanza de que pronto se desencadenase una guerra nuclear mundial en la que la especie humana se extinguiese, para gran alivio de Dios… que se daría las gracias a sí mismo y tal vez dedicase su talento a crear una criatura más ilustrada en algún otro planeta totalmente nuevo.
Dejando de lado la información internacional, ahora, sin la abuela Robileaux, nos enfrentábamos al problema práctico de cómo alimentarnos. Homer, dijo mi hermano, comeremos fuera, y te vendrá bien ir de aquí para allá en lugar de pasarte el día sentado en una silla compadeciéndote de ti mismo.
Desayunábamos en la barra de una cafetería de Lexington Avenue, a unos diez o doce minutos de casa a paso brioso. Hago aquí un alto para hablar de la comida: servían zumo de naranja recién exprimido, huevos preparados de todas las maneras con jamón o beicon, tortitas de patata y cebolla fritas, pan tostado y café, todo por un dólar veinticinco. Yo pedía los huevos en forma de tortilla, que comía con el pan tostado a modo de bocadillo, porque era fácil de manipular. Para un desayuno, no era barato, pero otros establecimientos cobraban aún más. A la hora de la cena íbamos a un restaurante italiano de la Segunda Avenida, a veinte minutos a pie. Tenía distintas clases de espaguetis, o segundos de ternera y pollo, ensalada troceada, y demás. No era muy bueno, pero el dueño nos reservaba la misma mesa todas las noches y nosotros llevábamos nuestra propia botella de Chianti, con lo que resultaba aceptable. El almuerzo nos lo saltábamos, pero a primera hora de la tarde Langley ponía agua a hervir y tomábamos té con galletas.
Hasta que un día sumó los gastos de las cenas del mes y, olvidando que había prescrito las comidas fuera para mejorar mi estado de ánimo, decidió cocinar en casa. Al principio, procuró reproducir las comidas de los restaurantes adonde íbamos a desayunar y cenar. Pero a mí me llegaba un olor a quemado y, sorteando obstáculos, iba a la cocina, donde lo encontraba maldiciendo y lanzando sartenes calientes y crepitantes al fregadero, y me quedaba sentado pacientemente a la mesa hasta mucho después de la hora de la cena, famélico y con el alma en vilo, hasta que él ponía ante mí algo innombrable. Langley me preguntó un día por qué estaba yo tan paliducho y flaco. No contesté: ¿Qué aspecto iba a tener dadas las experiencias culinarias que he padecido? Al final desistió y empezamos a alimentarnos con comida en lata, aunque él había decidido que la avena era un elemento esencial para la buena salud y cada mañana servía para desayunar un mazacote de esa especie de engrudo.
Pasaría un tiempo antes de que se ampliase el interés de Langley en la alimentación sana y concibiese la nutrición como medio para curar mi ceguera.
Lo que hizo Langley con la intención de animarme fue comprar un televisor. Ni siquiera me esforcé por comprender su razonamiento.
Corrían los primeros tiempos de la televisión. Toqué la pantalla de cristal: era cuadrada, de lados redondeados. Imagínatelo como una radio con imágenes, dijo. No necesitas ver la imagen. Sólo escucha. No te pierdes nada: lo que es interferencia estática en una radio aparece como nieve en la televisión. Y cuando la imagen se vuelve nítida, tiende a marcharse flotando de la pantalla hacia arriba para asomar de nuevo desde abajo.
Si no me perdía nada, ¿para qué tomarse la molestia? Pero, en interés de la ciencia, me senté delante.
Langley tenía razón respecto a la relación con la radio. Los programas de televisión se estructuraban como los radiofónicos, en segmentos de media hora, o a veces incluso de una hora entera, y con los mismos seriales en horario diurno, los mismos humoristas, las mismas orquestas de swing y la misma publicidad absurda. No tenía mucho sentido que yo escuchase el televisor a menos que emitiesen un noticiario o un concurso. Las noticias eran siempre sobre espías comunistas y su conspiración internacional para destruirnos. Eso no es que animara mucho, pero otra cosa muy distinta eran los concursos televisivos. Adquirimos la costumbre de ponerlos sobre todo para ver si acertábamos a contestar las preguntas antes que los concursantes. Y lo conseguíamos con frecuencia. Yo conocía la respuesta a casi todo lo relacionado con música clásica y, gracias a la época que pasé poniendo discos para los bailes, había atinado más de una vez en cuestiones de música popular. Y no se me daban nada mal el béisbol y la literatura. Langley se lo sabía todo sobre historia y filosofía y ciencia. Quién fue el primer historiador, preguntaba el presentador. ¡Herodoto!, decía Langley. Y si el concursante tardaba en responder, Langley exclamaba: ¡Herodoto, pedazo de idiota!, como si aquel individuo lo oyese. Yo me reía al oírlo, y nos dio por llamar «pedazo de idiota» a esa gente de los concursos. ¿A qué distancia está la Tierra del Sol? ¡A ciento cincuenta millones de kilómetros, pedazo de idiota! ¿Quién escribió Moby Dick? ¡Melville, pedazo de idiota! E incluso cuando el concursante daba la respuesta correcta, escuchando, pongamos, la frase inicial de la Quinta de Beethoven —ta ta ta tan, las mismas tres cortas y una larga que en el código morse significaban V, cosa que la convirtió en una pieza popular durante la guerra—, y decía que el compositor era Beethoven, nosotros exclamábamos: ¡Bravo, pedazo de idiota!
Considerando nuestro nivel de acierto en esos programas, lógicamente contemplamos la posibilidad de presentarnos como concursantes. Langley hizo averiguaciones en cuanto al procedimiento. Por lo visto, había gran demanda de plazas en esos concursos, y cómo no, existiendo dinero en juego. Uno mandaba su currículum, que sometían a entrevistas y a una verificación de antecedentes, como si el mismísimo FBI fuese el productor del programa. Nos pusimos a prueba escuchando un concurso de media hora e hicimos saltar la banca. El problema radicaba, dijo Langley, en que éramos demasiado listos. No habría suspense. Y Homer, esos concursantes que salen sonriendo como imbéciles, dan vergüenza ajena. Cuando ganan algo, dan brincos como marionetas colgadas de hilos. ¿Tú te comportarías así por dinero? No, dije. Coincido contigo, dijo. Es una cuestión de amor propio.
Así que decidimos dejarlo correr. Por entonces, claro está, yo ya era consciente de que no nos ajustábamos a los modelos indumentarios del momento. Él me había explicado que los hombres, previsiblemente, llevaban trajes de franela y corbatas a rayas y el pelo al uno, y las mujeres faldas a la altura de los tobillos y blusas con grandes cuellos y flequillo. Langley, ya calvo, se había dejado crecer el pelo por detrás hasta los hombros. Mi propia melena a lo Liszt con raya al medio era ya considerablemente rala. Y nuestra vestimenta preferida eran los uniformes de faena y las botas del ejército, porque habíamos dejado a las polillas de los armarios las americanas y los trajes viejos. No habríamos pasado de la puerta.
Dios santo, habrase visto invento más innecesario, dijo Langley. Para entonces teníamos ya otros dos televisores que él había encontrado a saber dónde. Ninguno funcionaba a su entera satisfacción.
Cuando lees o escuchas la radio, dijo, ves la escena en tu cabeza. Es lo mismo que haces tú con la vida, Homer. Perspectivas infinitas, horizontes interminables. En cambio, la pantalla del televisor lo aplana todo, comprime el mundo, y ya no digamos la cabeza de uno. Para eso, lo mismo daría coger un barco, irme al Amazonas y dejar que los jíbaros me redujesen la cabeza.
¿Quiénes son los jíbaros?
Son cierta tribu de la selva, aficionada a reducir cabezas. Es una costumbre que tienen.
¿Y tú cómo te has enterado de eso?
Lo he leído en algún sitio. Después de decapitar al individuo, haces un corte desde lo alto de la cabeza hasta la nuca y separas toda la piel del cráneo: el cuello, el cuero cabelludo y la cara. Con eso, formas una especie de bolsa y la cierras dándole unas puntadas, luego coses los ojos y los labios, la llenas de piedras y lo hierves todo hasta que queda del tamaño de una pelota de béisbol.
¿Y qué se hace con una cabeza reducida?
La cuelgas de un pelo junto con las otras. Minúsculas cabecitas humanas en una hilera meciéndose en la brisa.
Dios bendito.
Sí. Piensa en los americanos viendo la televisión.
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