A toda mujer la seduce que la seduzcan.
Humorismo es reasociar elementos previamente disociados.
En el fondo de todo humorismo hay una mezcla de conmiseración y de desprecio.
El humorismo, como toda planta ligera, tiene raíces profundas.
Frecuentemente el que admira, admira para que le admiren por su admiración.
Para conservar la admiración, muchos tienen que recordar que hubo un día en que admiraron.
Si se ha de ser admirado hay que permanecer inaccesible.
La muerte hace subir cien mil metros las admiraciones.
En toda admiración hay un resentimiento callado.
El ideal es siempre un horizonte.
Toda ilusión constituye un error poetizado.
El que no posee querría que nadie poseyese.
La propiedad tiene una tristeza: el miedo a perderla.
El ateo cree que él mismo es Dios.
La Filosofía es la Física recreativa del alma.
El fútbol es el bacilo de la guerra civil.
En los países latinos el fútbol tendría que estar más prohibido y perseguido que la cocaína.
Cada ser tiene todo el tiempo que existe.
El que no hace alguna cosa por falta de tiempo es porque jamás tendría tiempo suficiente para hacerla.
La juventud pesa más que la vejez porque ésta está vacía de deseos, y la otra rebosante de ansias.
Cuando el trabajo no constituye una diversión, hay que trabajar lo indecible para divertirse.
Es deber todo lo que exige el momento que se vive, y existen tantos deberes como momentos tiene la vida.
Los deberes ajenos se nos aparecen siempre clarísimos.
La misantropía es una forma del egoísmo.
La santidad es la utopía personificada.
Sólo puede haber santidad en quien no se cree santo.
El que habla de lo indecible hace paradojas.
El destino es siempre cruel e implacable con quienes proceden obedeciendo a un criterio extraño.
La energía del débil es siempre una injusticia.
En Arte, en Política y en Amor hay que obrar bien sin esperanza.
La leyenda es la hija de la Historia.
El mundo está regido por los imponderables.
El mundo es un presidio esférico.
Cada cien años hay que rehacer el mundo.
En muchos casos el orgullo suple a la energía de la convicción.
Todo intento de progreso social conduce al abismo. La única salvación la da el pasado.
Los científicos puros están siempre de acuerdo; los políticos no lo están casi nunca.
La ciencia es el sentido común organizado.
Las ciencias exactas no pueden progresar por su naturaleza; porque son exactas.
En política, las conversaciones son siempre mentira.
En regir un Ejército hay siempre una brillante alegría; en gobernar un pueblo hay siempre una fatiga terrible.
La desgracia del que manda es no conocer a los hombres que le rodean.
Si al pueblo se le da la razón, la pierde.
Mandando no se debe explicar el porqué de nada.
Al abogado deben decírsele las cosas bien claras para que él pueda embrollarlas con su intervención.
La abogacía, es la profesión de los ricos tontos y de los pobres listos.
El escritor, al escribir, enseña, y al descansar, aprende.
Lo que se lee sin esfuerzo ninguno, se ha escrito siempre con un gran esfuerzo.
Cuando se le embota la imaginación, el escritor recurre a la Historia.
El hombre suele quedarse soltero por estar enamorado de un ideal.
Quien confiesa tener celos se halla dispuesto a perdonar.
Los celos son el delirio del instinto de la propiedad.
Para ser agradable a una persona basta con elogiarle aquello para lo que no sirve.
Obtenida la victoria, ya nace un riesgo: perderla.
Sobre todo, no cejar nunca: es el principio base de la acción.
La acción exige un setenta por ciento de inconsciencia.
El que no vale para actuar se resigna y cree que así actúa.
El que espera siempre ver completamente claro, no obra jamás.
Lo que le da solidez a una ley es la excepción al aplicarla.
Media humanidad se esfuerza por hacer leyes justas y la otra media se esfuerza por no cumplirlas.
El despotismo de las leyes evita la arbitrariedad de los hombres.
La mujer empieza a pregonar los escándalos ajenos citando ya no tiene edad para producir escándalos propios.
Muchas veces se habla bien de las gentes: y es simple calumnia.
Si tienes razón o eres fuerte, verás siempre regateados tus méritos.
El recuerdo rehace los hechos cada seis u ocho años.
El desenlace absoluto no existe.
No hay vanidad más grande que la del filósofo.
Nadie es glorioso hasta que no empiezan a decir de él que es glorioso los que son incapaces de determinar qué sea glorioso.
Se llama gloria a la adhesión de unos y al odio de todos los demás.
En el interior del ser humano, romanticismo y realismo deben hallarse en partes iguales y al fiel; cuando la balanza cae de un lado o de otro, es que algo se ha podrido en aquel alma.
El cristianismo es romanticismo puro; el islamismo es realismo en esencia,
Unos aspiran los perfumes de las flores; otros las miran al microscopio.
Todo el mundo percibe en el acto el perfume que usa una mujer, menos su marido.
En nombre de otro, todos los humanos están dispuestos a sacrificarse.
Un ser de tres años es un niño, un niño de treinta años es un loco.
El niño es personalista, como los poetas; el loco es individualista, como los anarquistas.
Locos y niños viven desprendidos de la realidad.
El juego y la locura son realidad deformada.
La razón exasperada es ya locura.
Si la locura doliese, en todas las casas se oiría algún grito de dolor.
Ni el niño ni el loco conciben la muerte.
El animal sufre, luego tiene razón.
Educar a los ricos es inútil, y educar a los pobres, peligrosísimo.
Adán era de color negro: Eva era de color blanco; la unión de ambos ha producido una humanidad gris.
El éxito adormece; el fracaso excita.
Al que no tiene éxito, todo éxito le parece injusto.
Para tener éxito en la vida hay que considerar, ante todo, el egoísmo de los demás.
La poesía es, ante todo, incoherencia.
La poesía es un pecado de juventud; un poeta viejo es un monstruo.
El poeta es siempre un ser de alma antipoética.
El que consigue la libertad, casi nunca sabe qué hacer con ella.
La música es admirable para hablar de otras cosas mientras suena.
Desconfíese de la bondad de aquellas personas que aman la música; siempre tienen algo de fieras.
La perfección, al personalizarse, se hace odiosa a todo el mundo; por ello debe reducirse a un símbolo, y sólo así resulta tolerable: en cuanto a su eficacia, como ejemplo, es nula.
La tiranía de la Naturaleza supera a la de los déspotas más famosos del mundo.
La mayor tiranía es la debilidad o la barbarie apoyadas en la fuerza.
Todo arte es una mentira hermosa.
El oxígeno que se respira en la Patria es distinto a todos los demás.
Inmortal realmente tiene que ser España para no haber sucumbido ya a tanto daño como le han hecho, al través de la Historia, los españoles.
El que piensa en algo antes que en su Patria, merece vivir y morir sin poder regresar a ella.
La imaginación falla cuando se trata de calcular los sufrimientos ajenos.
Historia es, desde luego, exactamente lo que se escribió, pero ignoramos si es exactamente lo que sucedió.
La opinión es un gran poder misterioso a la larga injusto e irrazonable.
Toda prosperidad es aburridísima.
Lo incierto es peor que lo real.
Los médicos antiguos decían fórmulas mágicas. Los modernos dicen camelos. Pero el fin es el mismo: deslumbrar con vistas al cobro.
Un médico inteligente sólo debe aceptar enfermos leves.
1. En las antesalas de los dentistas no hay más que periódicos atrasados.
2. Las casas de los dentistas y los teatros de variedades se parecen en que las estrellas se ven al final.
3. Pasta en lenguaje chulesco significa dinero. Empastar en lenguaje odontológico significa sacar el dinero.
4. Un dentista, aunque le insultéis, no os dará nunca un puñetazo que os tire abajo una muela.
5. Los dentistas, como los malos toreros, se pasan la vida pinchando en hueso.
6. Cuando notéis que el dentista se ha equivocado
y os ha extraído una muela sana, callaos como muertos, porque si habláis, será capaz de extraeros también la muela enferma.
7. El amor es igual que los eclipses de Sol: el primero obliga a madrugar y a ir a verlo al observatorio; el segundo se ve desde el balcón de casa; del tercero se entera uno por los periódicos.
8. El amor es la única vacuna contra el amor.
9. El amor es como un hoyo; crece merced a grandes trabajos, termina con el último esfuerzo, y para que quede tal como estaba, necesita que se le eche mucha tierra encima.
10. El amor es como una goma elástica que dos seres mantuvieran tirando sujetándola con los dientes; un día uno de los que tiraban se cansa, suelta y la goma le da al otro en las narices.
(1) Gran parte de estos aforismos apareció por primera vez en revistas y periódicos, donde colaboraba el autor, por los años 1924 al 1930. En 1937, unidos a otros muchos, entresacados de sus novelas y comedias, fueron reimpresos, formando un tomo, bajo el título de “Máximas mínimas”, y de él, que contiene 505, se han seleccionado los 165 que aparecen aquí. - Nota del editor para la 2ª edición.
11. Cuando se ha querido a un mujer y deja de
querérsela puede hacerse por ella todo menos volverla a querer.
12. El amor es como los columpios, porque casi
siempre empieza siendo diversión y casi siempre acaba dando náuseas.
13. El abrazo de una mujer puede no dejar huella ninguna en el alma, pero siempre deja alguna huella en la solapa.
14. Cuando el amor se fatiga, surge el tabaco.
15. En las historias de amor, la educación no da señales de vida más que al principio y al final.
16. El amor, como los motores, marcha mejor de noche que de día; funciona bien durante un par de años, empieza luego a tener fallos, y, por fin, queda inservible y se vende por «metal».
17. El amor, a semejanza de los catarros, empieza poniéndonos febriles, sigue impidiéndonos salir de casa por las noches y acaba obligándonos a secarnos los ojos con el pañuelo.
18. Conservar la amistad después de una ruptura de amor es como invertir seis horas en una partida de ajedrez para acabarla en tablas.
19. La mujer se cuelga de tal modo del brazo del hombre que para el hombre amar es llevar un brazo en cabestrillo.
20. El amor es como la salsa mayonesa: cuando se corta hay que tirarlo y empezar otro nuevo.
21. El amor es un hombre y una mujer que están de acuerdo en un punto y en desacuerdo en todos los demás.
22. En amor, la mujer y el hombre son ferrocarriles de trayecto limitado, y, como la existencia es un viaje muy largo, se ven obligados a cambiar varias veces de tren.
23. En amor, las «segundas ediciones» son siempre un fracaso.
24. El amor a todos parece grotesco en los demás y excepcional en sí mismo.
25. En amor, lo de menos es los insultos; lo grave es cuando empiezan los bostezos.
26. Lo que mayor interés demuestran en saber los enamorados es aquello que más va a hacerles sufrir.
27. Un solo amor es siempre demasiado.
28. El amor es la guerra de dos que no se odian hasta que no empiezan a quererse.
29. El amor da inteligencia a los idiotas y vuelve idiotas a los inteligentes.
30. En amor, la mujer que se deja vencer por un hombre, triunfa sobre él.
31. El amor es como las cajas de cerillas, que desde el primer momento sabemos que se nos tiene que acabar y siempre se nos acaba cuando menos lo esperábamos.
32. La vida es tan amarga que abre a diario las ganas de comer.
33. En la vida humana sólo unos pocos sueños se cumplen; la gran mayoría de los sueños se roncan.
34. La «vida fácil» suele ser la más difícil.
35. La vida es una rotación continua: por eso acaba por marearnos y producirnos vómitos.
36. En el edificio de la vida unos ponen un granito de piedra y otros ponen una piedra de granito.
37. Todo lo que tiene que suceder en la vida, sucede.
38. Para encontrar gusto a la vida no hay nada como morirse.
39. Todos los hombres que no tienen nada importante que decir hablan a gritos.
40. Los hombres son como las botellas de agua mineral: sus precios y sus envases son distintos y su nombradía y su fama diferentes; no obstante, dentro de cada cual lo más frecuente es que haya una misma cosa, bicarbonato; y al extremo del cuello una sustancia idéntica: corcho.
41. Lo más feroz de los hombres es lo que aún tienen de niños.
42. Los hombres, cuanto mejor educados, menos saludan.
43. El hombre llega a dominar la teoría del amor a la edad que comienza a no dominar la práctica.
44. Una prueba de modestia en el hombre es la frecuencia con que se resiste a declarar que el hijo de la jovencita seducida sea suyo.
45. Los grandes hombres no necesitan apellido.
46. La única perseverancia común a todos los hombres es el crecimiento.
47. La mujer suele avergonzarse de lo que debía
enorgullecería y enorgullecerse de lo que debía avergonzarla.
48. Las mujeres son niños convalecientes.
49. Las mujeres, como los autos, a la vejez es cuando más se pintan.
50. En la mujer el instinto de conservación es inferior al instinto de conversación.
51. Intentar convencer de algo a una mujer es como pretender matar a un boquerón con un torpedo.
52. El sexo débil ha hecho gimnasia sueca.
53. Viendo lo pequeños que son los pañuelos de las mujeres se comprende lo poco que duran sus llantos.
54. Las mujeres son como los tranvías: se hacen esperar siempre y llegan cuando ya nos hemos ido.
55. Cuando las mujeres andan en peores pasos es cuando van mejor calzadas.
56. Si queréis conocer a una mujer, hacedla que os escriba; a las mujeres les sucede lo que a los malos literatos: que sólo cuando escriben descubren
sus defectos.
57. Las mujeres y algunos sellos de correos tienen un valor enorme.
58. Las mujeres no conciben que un amor se acabe más que cuando lo acaban ellas mismas.
59. En la mujer, las lágrimas son el vermut del amor.
60. A la mujer un ronquido se le perdona peor que un pasado.
61. Hay mujeres tan lindas que no se explica cómo no se desmayan al mirarse al espejo.
62. Los mormones tuvieron varias mujeres hasta que la civilización moderna les enseñó lo que cuesta sostener a una sola.
63. Las mujeres son como los cafés: se entra en muchos a los que ya no se vuelve más, pero un día se encuentra uno al azar y es tan confortable que ya no se vuelve a salir de él en la vida.
64. La paternidad necesita un gran entrenamiento.
65. Sólo los padres dominan el arte de educar mal a los hijos.
66. Por severo que sea un padre juzgando a un hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre.
67. Los únicos que no conocen a los hijos son sus padres.
68. Ser feliz es no cambiar.
69. La felicidad, a semejanza del arte, cuanto más se calcula menos se logra.
70. La felicidad es un funicular en el cual los que bajan desengañados tiran de los que suben llenos de esperanza.
71. El fin de la vida es conseguir la felicidad para, una vez conseguida, esforzarse inmediatamente en perderla.
72. La sinceridad la inventó uno que quería amargarle la vida al prójimo.
73. Cuando mejor se finge es cuando lo que se finge se finge de verdad.
74. El hombre rara vez es sincero cuando afirma haber obtenido algo de una mujer; la mujer rara vez es sincera cuando niega haber concedido algo a un hombre.
75. La sinceridad es el pasaporte de la mala educación.
76. Para lo que más se desea la sinceridad es para el juego y, dentro del juego, el que uno quisiera que fuese realmente sincero es la ruleta.
77. La inteligencia no existiría si toda la Humanidad fuera inteligente.
78. Ser inteligente constituye la máxima inferioridad.
79. La sola inteligencia posible es la de disimular
la inteligencia.
80. La inteligencia resulta siempre inútil, singularmente para aquellas cuestiones en las que es absolutamente necesaria.
81. El universo, como los delineantes, vive sujeto a ciertas reglas.
82. Todo el mundo hace caso de los barómetros menos el tiempo.
83. El crepúsculo es un fracaso diario de la Naturaleza.
84. Ni con el agua del Diluvio, ni con toda el agua que ha caído desde entonces, se ha podido limpiar el mundo; no se ha logrado más que armar barro.
85. La soledad más absoluta se encuentra en medio de las multitudes más inmensas.
86. Socialmente, la mayor habilidad consiste en no tener la menor habilidad.
87. En la vida social, las conversaciones más interesantes empiezan siempre cuando tienen que concluirse.
88. La popularidad social es lo que antes conduce a la impopularidad social.
89. Todo hombre es sociable, pero acaba siempre por regañar con sus socios.
90. Lo que más embrutece en cuestiones del arte es hablar a menudo con grandes artistas.
91. En arte, lo verdaderamente original repugna a las masas.
92. El camino más corto y seguro que puede seguirse en arte para llegar a obtener una originalidad asombrosa es ser absolutamente sincero.
93. Los montones de piedras y las tertulias artísticas se forman por acumulación de adoquines.
94. La casualidad es la décima musa.
95. Un poeta nunca es rotundamente sincero.
96. Cuando más viril es un poeta como hombre,
más delicado es como poeta, y viceversa.
97. La literatura dramática sólo es instinto.
98. El escritor teatral debe contar siempre al escribir con lo que las obras pierden al ser representadas.
99. Para escribir Teatro no es absolutamente indispensable saber escribir.
100. Un hombre inculto puede lograr éxitos escribiendo para el Teatro; un hombre culto, también, pero a condición de que sepa olvidarse de toda su cultura.
101. El Teatro es un gran medio para educar al público; pero el que hace un Teatro educativo se encuentra siempre sin público al que poder educar.
102. Intentar definir el humorismo es como pretender pinchar una mariposa con un palo de telégrafo.
103. El humorismo es el zotal de la literatura.
104. El arte de hacer reír se basa en exponerle al público, cara a cara, sus propios defectos.
105. El orador que no tiene éxito dice siempre menos cosas de las que pensaba decir; el orador que tiene éxito dice siempre infinidad de cosas que no pensó decir nunca.
106. En el momento en que el orador afirma: «voy
a ser breve», faltan dos horas de discurso.
107. En Oratoria no es imprescindible que el público entienda lo que el orador dice.
108. Frecuentemente no es el auditorio el que acaba pensando como el orador; es el orador el que empieza por hablar como piensa el auditorio.
109. En Oratoria gritar es convencer.
110. Los músicos no leen Música ajena más que
cuando se disponen a escribir Música propia.
111. La Música entusiasma a los sordos.
112. Tres virtudes posee la Música: dormir a los
niños, despertar recuerdos a los adultos y personificar la Patria en himnos que emocionan a todos.
113. Todo niño tonto es un músico precoz.
114. Si tendrá mala fama la Música, que al que molesta se le dice que se vaya con la música a otra parte.
115. La Pintura estaba tan enamorada del siglo XIX que a poco no muere abrazada a su cadáver.
116. Si la Fotografía hubiese sido inventada en la época cuaternaria, la Pintura no se habría «inventado» todavía.
117. El gran fracaso de la Pintura es que la vida «se ve» en negro y blanco.
118. La Pintura es descripción: el Grabado es demostración.
119. Aún existe la duda de si el pintor coge los colores de la paleta para extenderlos por el lienzo o si los coge del lienzo para extenderlos por la paleta.
120. Entre el antiguo grabado y el moderno hueco
grabado hay la diferencia de que el segundo es hueco.
121. En la Edad de Piedra todos los hombres eran escultores.
122. El idilio entre un escultor y una mujer escultural acaba siempre en una escultura.
123. El Espíritu se inventó para ver si los médicos podían hablar con su clientela.
124. El médico de cabecera está siempre a los pies de la cama.
125. El agua lo cura todo; por ello a los que mueren ahogados se les curan sus enfermedades en el acto.
126. Para hacer una vida higiénica que beneficie a la salud hay que tener una salud a prueba de bomba.
127. Los oculistas y el cinematógrafo son las dos
industrias que más rinden por estropear los ojos.
128. La mentira siempre es creíble.
129. La verdad es siempre inverosímil.
130. Cuando hay demasiados indicios de que un hecho no es verdadero debe empezarse a creer que es verdadero, y cuando hay muchas pruebas de que es verdadero, entonces puede estarse seguro de que es falso.
131. Sólo el que paga un trabajo es un verdadero admirador.
132. El que admira a alguien por algo, necesita, para vivir a gusto, compadecerse por alguna otra cosa.
133. Ser cínico es volver a escribir lo que ya habíamos tachado
134. El cinismo de un hombre soltero es la ante
sala del matrimonio.
135. Se llama experiencia a una cadena de errores.
136. La experiencia es una enfermedad que no se
contagia.
137. De niños se sabe todo; al crecer se va olvidando, y de viejos ya no se sabe nada.
138. Al hombre le falta justamente la experiencia que le sobra a la mujer.
139. La libertad se desea para volverla a perder.
140. La libertad es tan tímida y vergonzosa, que cuando empieza a hablarse mucho de ella se va de la habitación.
141. Nunca hay suficiente libertad para imponer la libertad.
142. Ser libre es dejar de depender de alguien para depender de todos.
143. El pájaro al volar sueña con lograr la libertad algún día.
144. Se es más esclavo de los débiles que de los fuertes.
145. Sólo ante la muerte puede nacer la amistad.
146. Si vuestra amada es fea los amigos dirán
que os es fiel; si es bonita, dirán que os engaña.
147. Se llama «amigo-póliza» aquel que se pega
continuamente y no vale más de dos pesetas.
148. Un buen amigo os dirá siempre la verdad: salvo en el caso de que la verdad sea agradable.
149. Las injurias y los daños llegan a perdonarse; los elogios y los favores, esos casi nunca se perdonan.
150. Cuando se almuerza absolutamente solo es cuando se puede decir con razón que se ha almorzado con un verdadero amigo.
151. Aconsejar amistosamente es querer que hagan los demás lo que no haríamos jamás nosotros mismos.
152. Al llevar al lado una mujer linda, los amigos hallados en la calle tienen siempre más cosas que decir que cuando vamos solos.
153. La Historia y la Filosofía se diferencian en
que la Historia cuenta cosas que no conoce nadie con
palabras que sabe todo el mundo, en tanto que la Filosofía cuenta cosas que sabe todo el mundo con palabras que no conoce nadie.
154. La vejez es un exceso que aumenta por días.
155. La juventud es un defecto que se corrige con el tiempo.
156. La juventud suele ser petulante y la vejez suele ser humilde; sin embargo, veinte años los tiene cualquiera, y lo difícil es tener ciento ocho.
157. Pedir más retribución puede ser justo; pedir menos trabajo es humano; pedir más retribución y menos trabajo es desvergüenza y vileza.
158. El hombre, piensa; la mujer, da que pensar.
159. El hombre tiene cada año un año más; la mujer tiene cada año dos años menos.
160. El hombre miope se compra lentes; la mujer miope entorna los párpados.
161. Cada guitarrista arranca sonidos diferentes de una misma guitarra y cada hombre despierta sentimientos distintos de una misma mujer.
162. Para el hombre, la mujer es bonita o fea según le atraiga o no; y es inteligente o torpe según le mire a él con agrado o con indiferencia.
163. El hombre habla mal de la mujer y la mujer habla mal del hombre, pero, al fin y al cabo, si todo el mundo hablase bien, los buenos oradores no tendrían público.
164. El pasado amoroso del hombre le sirve a la mujer de garantía; el pasado amoroso de la mujer le sirve al hombre de preocupación.
165. El amor del hombre va de más a menos; el de la mujer va de menos a más; por eso cuando la mujer se halla más entusiasmada, el hombre está ya harto.
Ha habido muchos naufragios sin causa conocida. ¿No estará la causa en que el mar siente hambre de barcos?
El pueblo inglés hizo a Newton, a su muerte, honores máximos.
¿Fue por la invención del cálculo infinitesimal y por el planteamiento de la teoría de la gravitación, o fue porque Newton tenía una sobrina preciosa (la señora Conduit), de la que estaba enamorado el Gran Tesorero del Reino Unido, Halifax?
En todo movimiento de masas humanas desatadas surgen crímenes horripilantes, que nada tienen que ver con la lucha política.
¿No obedecerá a que las masas en libertad las empuja la sexualidad insatisfecha?
La democracia dice amar la paz.
¿Es por amor a la paz por lo que la democracia ha estado siempre en guerra contra alguien?
Entre san Pedro y san Pablo hubo en principio divergencias.
¿Simboliza su acuerdo el que las fiestas de ambos se celebran en el mismo día?
Se dice que, después de ahogados, mientras que el cuerpo del hombre flota cara al cielo, el cuerpo de la mujer flota boca abajo.
¿Será por un último sentimiento del pudor?
Consideramos el canto del pájaro en la jaula como un espectáculo de optimismo y de alegría.
Pero ¿y si ese canto constituyera un sollozo de angustia?
Asombra ver en los circos que casi todos los malabaristas son japoneses.
¿No les hará a los japoneses ser malabaristas la necesidad de salvar las vajillas durante los terremotos?
¿Por qué el Sueño de una noche de agosto ocurre durante una noche de mayo?
¿Por qué Jorge Sand fue una mujer y La Bruyère y La Fontaine dos hombres?
¿Por qué todo el mundo llama Bosque de Bolonia al Bosque de Boloña?
¿Por qué todo vegetariano es espiritista; y todo espiritista, esperantista; y todo esperantista, higienista; y todo higienista, internacionalista; y todo internacionalista, izquierdista; y todo izquierdista se pasa la vida yendo a la consulta del oculista, porque suele tener alguna anormalidad en la vista, que le obliga a acabar siendo «gafista»?
Líneas curvas y movimientos sociales: Siempre que en el arte de la construcción han comenzado a usarse las líneas curvas, un gran cambio social no se ha hecho esperar.
Invenciones y conquistas: La primera gran conmoción universal la produjo la conquista del fuego; la segunda, la invención de la arquitectura; la tercera, la invención de la imprenta; la cuarta, la conquista de América, y la quinta, la invención del cinematógrafo.
Del compañerismo del escritor: Un escritor si no desea hallarse en trance de muerte, no debe desear que otro escritor lo admire. Porque cuando un escritor admira a otro, ya se sabe lo que hace con él: «fusilarlo».
De las obras clásicas: En las obras clásicas los hombres de hoy consideramos como bellezas justamente aquellas cosas que los contemporáneos del autor consideraron como defectos.
Del origen del amor: En un principio, el amor no existía. El hombre se apoderaba por la fuerza de la mujer que le gustaba, sin preguntarla si ella aceptaba o no. La mujer tampoco pensaba que pudiese decidir el resultado con su propia opinión. Pero un día, el hombre, por primera vez, le preguntó a la mujer si aceptaba. Ella dijo, también por primera vez: «No.» Y el hombre empezó a idear halagos para convencerla. Había nacido el amor.
Del solitario: El hombre solitario atrae de tal modo a las gentes, que rara vez puede seguir siendo solitario.
Del hombre feliz y del desgraciado: La vida del hombre feliz es un camino blanco salpicado de motas negras. La vida del hombre desgraciado es un camino negro sembrado de motas blancas.
De la conformidad del humor: El humor posee como nada un poder confortador, y que consiste en dar de lado al mundo para reírse de sus indicios espantables. Supremo ejemplo de esto es aquel gitano a quien llevaban a ahorcar en lunes, y que por el camino iba diciendo: «¡Bien empieza la semana!»
Del aburrimiento y de la diversión: El vulgo y los críticos sin talento se resisten siempre a tomar en serio a los artistas que no son aburridos.
De la fe: Sin ambición heroica, la vida política no es más que un asado sin sal. Y sin fe, el heroísmo sólo es desesperación.
De la civilización y la barbarie: Para pasar de la barbarie a la civilización hay que salvar el mar inmenso de la pedantería. En él han naufragado multitud de pueblos. Existen países, como España, que, al través de la barbarie, han llegado a la civilización. Existen otros que, al través de la civilización, han llegado a la barbarie. Conviene ir a esos países para sentir la alegría de abandonarlos. Y volver a España para sentir la tristeza de haberla abandonado.
De las masas: Las masas no tienen razón ni cuando tienen razón. La obra planeada por el jefe no debe ser nunca entregada a las masas. Las masas son menores de edad y, como los menores de edad, deben callarse cuando los mayores opinan; deben ir siempre a la calle acompañadas, y deben levantarse temprano y no salir por las noches. El hombre que conduce es la palabra. Las masas sólo son el eco.
Del arte y la política: El arte y la política son como el andar en bicicleta; el que, al practicarlos, pierde velocidad, se cae al suelo.
De la experiencia: La experiencia es un fenómeno del espíritu, no una secreción de la vejez.
De la juventud y la felicidad: La juventud ha vivido siempre demasiado poco para que pueda sentirse feliz.
De la maternidad: La maternidad es el desquite que la Naturaleza se toma de las mujeres frívolas.
De la ignorancia: Tan no sabemos nada, que casi todos los hombres vivimos sin saber cómo fuimos hechos y cómo llegamos al mundo.
Hombres y tierras: A tierras feraces, hombres feroces.
Secreto entre tres: Un secreto puede guardarse entre tres, a condición de que dos de ellos se hayan muerto.
De la densidad de población: A mayor abundancia de médicos, menor número de habitantes.
De la mujer y el hombre; Un hombre y una mujer pueden soportar todas las pruebas. La adversidad no es más que una. Ellos son dos.
Síntomas de amor: El primer síntoma de amor en el hombre es la timidez, y en la mujer, la osadía.
Del adulterio: Adulterio es la fatiga de uno provocada por el trato de dos y concluida con la regla de tres.
De la elección: Hay que elegir entre la soledad o la vulgaridad.
Del concepto del honor: El concepto del honor lleva al sacrificio; es una bisectriz que separa a los hombres; de un lado, los utilitarios, los villanos; del otro, los idealistas, los caballeros.
De la simpatía: Se simpatiza al punto con aquellos a quienes se compadece.
De la sociedad y las mujeres: La sociedad depende siempre de las mujeres. Es su quiebra y su salvación.
De los cobardes: Los cobardes prefieren la paz a la victoria.
De la Monarquía: Es muy frecuente adorar a los reyes… después de haberlos destronado.
Del enigma: El mayor enigma de la vida es la prosperidad de los malvados.
De la infantilidad: Los niños mezclan la realidad y los sueños; eso es la infancia y eso son las personas infantiles.
De los valientes: Los valientes tienen miedo a tener miedo.
Del estómago: Sólo hacen algo en el mundo los hombres que no se apresuran a ir hacia el comedor a la hora de la comida.
De los cultivos: El rencor y el odio se cultivan como el espárrago: debajo de la tierra y sin que les dé el sol.
De la Arqueología: No se concibe un arqueólogo que no sea conservador.
De la influencia sobre los demás: Para despertar un sentimiento en los demás, casi siempre basta con estar convencido de lograrlo.
1. - El «traidor» es el secretario.
2.- Los policías llegan en el momento en que el asesino salta por la ventana.
3.- El joven que va a salvar a la muchacha rubia subirá por la escalera de hierro de la escalera posterior.
4.- Si hay herencia por medio, no debemos fiarnos del tutor de la muchacha rubia.
5.- El armario-librería que hay en el fondo del salón gira sobre sí mismo y da acceso a un laboratorio.
6.- La huida se verifica siempre por la trampa que hay debajo de la alfombra del despacho.
7.- El espía se esconde siempre en el baúl trasero del auto.
8.- Los raptores sacan a la muchacha rubia por la puerta de servicio, mientras el periodista que viene a salvarla entra por la puerta principal.
9.- El papel comprometedor se cae siempre al suelo al sacar el pañuelo del bolsillo para enjugarse el sudor el amigo del periodista.
10.- Las cartas se escriben a velocidad seis veces superior a la normal.
11.- La lucha a brazo partido empieza en el segundo piso y acaba en la planta baja, después de romper durante ella el barandado de la escalera y la mesa del centro del salón.
12.- Debajo de la ventana hay un árbol a cuyas ramas puede uno agarrarse en caso de apuro.
13. -La mecha de la bomba se quita minuto y medio antes de que estalle.
14. - Los automóviles de los bandidos pasan bien por todas partes. Los de los perseguidores acaban volcando en un terraplén donde los otros no hicieron más que dar un derrapazo.
15.- En el jardín hay un cepo para zorros donde se pilla la pierna y muere a tiros el bandido que a última hora se ve arrepentido de aquella vida que llevaba.
16.- Menos mal que el traidor no se afeita el bigote, lo que le permite reconocerle la policía en las últimas escenas, cuando se fingía médico cirujano para «cargarse» a Margaret.
17.- La caja de caudales está empotrada en la pared, debajo de un cuadro torcido.
18.- El millonario muere en un sillón, estrangulado por una mano misteriosa.
19.- El puñal malayo que hay colgado en la pared da mucho juego.
20.- El policía que se pasea ante la fachada del Banco no se entera de nada hasta que el vigilante de noche no aparece, arrastrándose y moribundo, en el umbral de la puerta.
«Es más fácil aprender a fumar que
estudiar un idioma.»
Balmes.
Si yo no estuviese seguro de que mis compatriotas, aun los más cultos desconocen su propio idioma, jamás me lanzaría a planear y desarrollar el presente trabajo.
Pero el castellano no se conoce; el castellano se ignora. Esto es tristísimo, esto es de una tristeza que desplancha los trajes, pero es verdad, y la verdad es la fuente donde abrevamos las almas grandes.
No siento rubor afirmando que soy un hombre excepcional; buena prueba de ello es que nunca he intentado un viaje aéreo, ni he tomado jamás las naranjadas de Kutz, ni he creído que el Teatro español esté en decadencia, ni he comprobado el Esquema de la Historia, de Wells.
¿Prueba esto que soy un ser aparte? Creo que sí, y Dios que me escucha, también lo cree. Gracias a eso, gracias a mi excepcionalidad, puedo presumir de conocer el castellano mucho más a fondo que Azorín.
Y por todo ello, en el día de hoy, 16 de abril, doy principio a la alucinante labor de enseñar el español a los españoles.
No admito protestas: suplico a ustedes que no me vengan poniéndose moños de que también dominan «la lengua de Cervantes…» Sigan leyendo y se convencerán de que existen frases y palabras que significan realmente lo contrario de lo que ustedes creen que significan.
Advertencia. - Debe leerse la frase y buscar en las páginas siguientes la que corresponda a su mismo número.
1.-¡Es usted un hombre simpatiquísimo, Rebolledo!
2.- Mi marido sentirá mucho no haber estado en casa al venir ustedes…
3. - ¿Esta nena tan mona es de usted?
4.- Como nosotros vamos todas las noches al teatro…
5. - Mi hija toca el piano.
6. - Es un hombre muy guapo.
7. - Todos dicen que su porvenir está en el cuplé.
8. -Pirandello.
9.- El niño es muy mañoso; cuando se estropea alguna luz en casa, él la arregla en seguida.
10.- Mi mujer era una santa: murió sonriendo.
11. - Es un héroe.
12. - Ayer fuimos en el «Buick»…
13. - Procesión.
14. - Es una muchacha muy espiritual.
15. - Mi marido no me comprende.
16. - Amigo.
17. - Hombre ilustre.
18.- Le he hecho muchos favores y eso no se olvida nunca.
19. - El amor es…
20. - He aquí un ciudadano que honra a su patria
21. - Menéndez es un comediógrafo honrado.
22.- La interpretación de la comedia fue discreta.
23. - Quinta edición de 20.000 ejemplares.
24. - Rodríguez ya no necesita elogios.
25. - Mujer de su casa.
26. - Subsistencias.
27. - Mi matrimonio ha sido un matrimonio feliz.
28. - Té aristocrático.
29. - Circulación de carruajes reglamentada.
30. - La delicia de dormir acompañado.
31. - Soy un conquistador.
32. - Gran poeta…
33. - La desconsolada viuda.
34.- Es un caballero serio y grave, digno y respetuoso…
35. - Es mecanógrafa.
36. - Objeto antiguo.
37. - Felicidad.
38.-Este escritor, que sigue las huellas de Oscar Wilde.
39. - Cuando la pasión se impone.
40.- Hay que estrechar lazos entre España y las Repúblicas sudamericanas.
41. - El famoso abogado…
42. - Tiene talento.
43. - La honra; el honor.
44. -Los fotógrafos siempre me sacan muy mal.
45. - Señorita casadera.
46. - El bizarro capitán.
47. - No puedo vivir sin ti, Heliodoro.
48. - Audición poética de la señorita…
49. -Kodak.
50. -Tertulia literaria.
51. Ya hablaremos otro día más despacio.
1.-¡Este Rebollo es idiota de nacimiento!
2.-¡Nada más falta que mi marido venga antes de que estos pelmas se vayan…!
3 - ¡Pobre niña! Ha sacado la misma cara de tonta que su madre.
4. - Como nosotros no salimos de casa ninguna noche…
5. - Mi hija molesta a los vecinos.
6. - Es un imbécil.
7. - Todos dicen que ha sido criada varios años.
8. - Camelo italiano.
9. - El niño funde la instalación eléctrica de la
casa cuarenta veces al mes.
10. - Mi mujer era una santa: se murió joven.
11. -Es campeón de cross-country.
12..- Ayer fuimos en el «Ford».
13. - Desfile de perturbados.
14. - Tiene muchas ganas de que la besen.
15. - Quiero engañar a mi marido.
16. -Traidor.
17. - Percebe.
18.- Le he hecho muchos favores y eso no se perdona jamás.
19. - La memez es…
20.- He aquí un ciudadano a quien le tiene la patria sin cuidado.
21. - Las comedias de Menéndez son una birria.
22. - La comedia fue interpretada malísimamente.
23. - Primera edición de 2.000 ejemplares.
24. - No quiero hacer elogios de Rodríguez.
25. - Mujer que no sirve para nada.
26. - Venenos.
27. - Mi mujer hace lo que le da la gana.
28. - Reunión de cretinos.
29 -Lío de carruajes causante del 20 por 100 de los juramentos feos.
30. - El encanto de dormir solo.
31. - No sé lo que es una conquista.
32. -¿Dónde está?
33. - La satisfecha viuda.
34.- Es un tipejo que se va detrás de todas las tobilleras.
35. - Sabe de todo menos escribir a máquina.
36. -Objeto fabricado en 1928.
37. -Utopía.
38.- Esta escritora que sigue las huellas de Óscar Wilde.
39. - Cuando se impone el egoísmo.
40.- Hay que robar todos los artículos de los escritores españoles.
41. - El conocido robaperras…
42. - Tiene dinero.
43.- Instrumentos encontrados en las excavaciones de Mérida.
44. - Soy muy fea.
45. - Insecto molesto.
46. -El capitán.
47.-No encontraré otro hombre tan tonto como tú.
48.-Reunión donde pueden comentarse los chismes del día mientras una señorita vocifera.
49. - Aparatos para desfigurar a los amigos.
50. - Avispero.
51. - No tengo gana de hablar con usted.
Las mujeres viven al pelo. - Homero.
Para sujetar a un hombre basta un cabello.
Para sujetar a una mujer no es bastante una camisa de fuerza. - Doctor Esquerdo.
Si queréis que, en la intimidad, una mujer se suelte el pelo, decidle una palabra agradable.
Si queréis que, en la intimidad, una mujer «se suelte el pelo», decidle una palabra desagradable.- Teodosio, el Divino.
Los cabellos son el termómetro de la pasión.
Cuando amáis, pasáis dulcemente la mano por ellos.
Cuando odiáis, os aferráis a ellos y tiráis con todas vuestras fuerzas. - Averroes.
No he cortado un pelo en mi vida y, sin embargo, me llamo como me llamo. - Esquilo.
Dadme un hombre forzudo y unas tijeras, que yo me encargo de armar un lío en la Historia. - Dalila.
Las mujeres y los leones parecen algo porque llevan melenas. Cortadles la melena a ambos, y el león se habrá convertido en un gato, y la mujer, en una convaleciente del tifus. - Lincoln.
(1) Este trabajo y los cincuenta que van a continuación vieron la luz en 1928 en el semanario «Gutiérrez», y ha sido después muy reproducido.
Lo mejor que le puede ocurrir a un hombre que sufre por el mal carácter de una mujer es no volver a verla el pelo. - Carlyle.
La importancia que tiene el pelo se ve al considerar que a las gentes sin importancia se les llama pelanas. - Cascorro.
Tus cabellos son negros, tan negros como las alas del cuervo.
Tus cabellos son dorados, tan dorados como el oro que arrastran los ríos.
Tus cabellos tienen la suavidad de la pluma.
Tus cabellos huelen como la brisa de los campos en primavera.
Tus cabellos son rizados, tan rizados como las espumas del mar.
Tus cabellos, arrollándose a mi garganta, forman un collar de seda.
Y cuando esto sucede, me quedo con tus cabellos en las manos.
Porque tus cabellos son postizos, tan postizos como unos puños almidonados.
¡Todo sea por Alá! - Poema oriental.
Lo mejor para el pelo, Petróleo Gal. - Gal, perfumista.
¡Te voy a dar para el pelo! - Frase chulesca.
Los animales se dividen en animales de pelo y animales de pluma.
Son animales de pelo, la mujer, el hombre, el mono, el caballo, el perro, etc., etc.
Son animales de pluma, los literatos. - Gutenberg.
Si besáis suavemente la cabellera de una mujer, se quedará en vuestros labios un sabor a rosas fragantes.
Pero si la besáis fuertemente, os quedará un sabor a agua oxigenada. - Camomilo Desmoulins.
El cabello es el mejor adorno de las mujeres. La mujer es el mejor adorno de las habitaciones. -Arnau y Compañía.
Encontrar un cabello en la sopa provoca siempre un chiste o una caricatura.
Encontrar un cabello en la solapa provoca siempre un disgusto conyugal o un divorcio. - Sheridan.
El explosivo más peligroso es la melinita. - Orsini.
Las espaldas de las mujeres son las «tablas de la ley» del Amor. - Moisés.
Las señoras no tienen espalda. - Mentira social.
A los hombres que se echan el mundo a la espalda se les llama «mozos de cuerda».
A las mujeres que se echan el mundo a la espalda se les llama «tanguistas». - Hipotenuso.
La mujer que os vuelve la espalda súbitamente no quiere haceros un desprecio.
Quiere que admiréis su espalda.
Por eso hacen ellas tanto desprecios al cabo del día. - Whitman.
En el Amor moderno, y en la Guerra antigua, nada se puede emprender sin recibir antes el «espaldarazo».- El Caballero de la Media Luna.
Con las espaldas de las mujeres ocurre lo mismo que con la picardía y el buen gusto: que para resultar admirables deben estar separados por una línea sutil. - Grocke.
Besad siempre a las mujeres en la espalda. Es posible que ellas, al recibir el beso, hagan un gesto de desagrado; pero como no lo veréis, podréis abrigar la ilusión de que les agradó vuestro beso. - Petronio.
Sólo apoyando el oído en la espalda de una mujer se está en condiciones de afirmar que aquella mujer tiene corazón. - Doctor Mata.
Cuando la maniobra -antes descrita- de aplicar el oído a la espalda se ejecuta en un hombre, se llama auscultación.
Cuando se ejecuta en la espalda de una mujer hermosa, debe llamarse auscultara. - Fidias.
En la belleza, hay mujeres que tiran de espalda. Leonard Parish.
El descote de las mujeres se distribuye como los alimentos, entre pecho y espalda. - Worth.
La mujer que quiere enamorar a un hombre pone en la empresa todos sus encantos: espalda, brazos, ojos, boca, etc., confiando en que por una u otra cosa acabará por «picar».
Y el hombre, como los mosquitos, casi siempre pica por la espalda. - Pica-Pica (Fabricante).
Me volviste el rostro y continué viéndote con los ojos de la imaginación.
Pero me volviste la espalda y desde entonces no he vuelto a verte el pelo. ¡Hay que ver! - Proverbio chino.
No es lo mismo decir unas espaldas de mujer, que decir una
una mujer de espaldas. - Novejarque.
Las mujeres que no saben o no pueden ruborizarse al oír que las hablan de amor, se vuelven de espaldas.- Saint Just.
La espalda de las mujeres es la única retaguardia que va directamente a la cabeza. - Mariscal Ney.
A las mujeres lindas y a los duros sevillanos se les conoce por la espalda. - Rodríguez (cobrador).
Sólo cuando la mujer está de espaldas asemeja una mariposa con las alas abiertas. - Fabre.
Los trajes que no llevan espalda y que llevan menos tela que los otros son los más caros. - Un marido.
Si las mujeres careciesen de garganta, el 80 por 100 de los crímenes pasionales no habrían podido cometerse. - Landrú.
En mujeres, nada mejor que la garganta. En gargantas, nada mejor que el Gran Cañón del Colorado. - Buffalo Bill.
La garganta femenina empieza en el pecho y acaba en la cabeza.
Todas las cosas relacionadas con las mujeres empiezan bien y acaban mal. - Rhusthey.
La garganta femenina no está hecha para discutir a media voz. - Gayarre.
En las mujeres, la garganta es tierna, esbelta y blanca como el cuello de los cisnes.
El cisne y la mujer son parecidísimos, porque ambos son decorativos, ambos ganan belleza bajo la luz de la luna y ambos desilusionan al abrir el pico.
Son iguales el cisne y la mujer.
Apenas si se diferencian en un detalle: en que el cisne adquiere su mayor importancia con las plumas que le quitan y luego se venden, mientras que la mujer adquiere su mayor importancia con las plumas que le compran y luego le ponen. - Martínez Campos (antes «Cisne»).
Acariciar la garganta de una mujer es como pulsar el arpa eolia de sus nervios. - David, el «Gachó del arpa».
La garganta de la mujer es «el tubo de la risa». Krone.
La vejez es el último boa de la garganta. - Niñón DE LENCLOS.
Una garganta: una mujer.
Dos gargantas: un dúo de tenor y tiple.
Tres gargantas: una bronca de familia.
Cuarenta gargantas: un orfeón. - Ravel.
Las anginas son los bibelots de la garganta. Feeddy's.
De los brazos de las mujeres y de los bazares, lo que más me llama la atención son las muñecas. - Daddy Doll.
Hay relojes de pulsera que estando colocados en el nacimiento del brazo de la mujer, se paran.
El hombre hace lo contrario que esos relojes: cuando esté ya colocado en el nacimiento del brazo de una mujer, en lugar de pararse sigue subiendo.- Santos Dumont.
Con todas las mujeres acaba uno luchando «a brazo partido». - Ochoa.
Los brazos en las mujeres son las extremidades más bonitas.
Por algo se les llama «extremidades superiores». - Carlyle.
Es posible que los poetas tengan razón cuando dicen que los brazos de las mujeres son las cadenas del hombre.
Pero si una de esas cadenas se convierte en cadena perpetua, recordad que la pena de muerte es mucho menos preferible.-Bourdet (Verdugo de París).
Poseer siempre a nuestro lado dos hermosos brazos de mujer sería encantador si los joyeros no hubiesen inventado las pulseras de brillantes. - LACLOCHE.
Con las mujeres y en cuestiones de amor, no midáis nunca la fuerza de vuestro brazo.
En el siglo XX el sexo débil hace gimnasia sueca.- Los Rezep (Atletas internacionales).
El Arca de Noé tenía treinta codos y se salvó del Diluvio Universal.
La mujer no tiene más que dos codos y de cualquier lluvia sentimental hace un diluvio. - Abraham.
Si para andar por la vida os apoyáis en el brazo de una mujer, procurad llevar bajo el otro una muleta. - Ovidio.
No hay más estrechos lazos que unos brazos. Pero ocurre a menudo que el lazo más estrecho se hace un nudo y hay que acabar rompiéndolo en pedazos. - CamPOAMOR.
Las manos de las mujeres son como las estrellas: blancas, brillantes y con cinco puntas. Está bien, por lo tanto, que el hombre se oriente poniendo en ellas sus ojos; pero tampoco está de más que compren una brújula por si las estrellas fallan.-Kepler.
Cuando sólo se le pide la mano a una mujer es porque está uno deseando la totalidad. - Manara.
Una de las manías de las mujeres consiste en utilizar sus manos para acariciarle el pelo al hombre. Nadie puede negar que esto es poético.
Pero lo que ya no resulta poético es la necesidad en que se ve el hombre de peinarse. - Fígaro.
Una mano de mujer os inspira una obra de arte. Pero esa misma mano os impedirá que la llevéis a cabo. -Shakespeare.
Haced que las mujeres se limen las uñas enérgicamente y con frecuencia.
Puede que, con esto, sus manos pierdan la belleza en las épocas de paz; pero vuestro rostro ganará integridad en las horas de guerra. - Alejandro Magno.
El día que deseéis llevar una flor en el ojal del frac y no dispongáis de flor ninguna, decidle a cualquier mujer hermosa que apoye una de sus manos en vuestra solapa. - Wilde.
Las manos de las mujeres son preciosas. Las manos de las mujeres son divinas. Las manos de las mujeres es lo más hermoso que existe.
¡Vivan las mujeres! ¡Arriba las manos!-Dick Turpin.
Hay muchos hombres que dominan en la vida los juegos de manos.
Pero son las mujeres las que peor juegan las manos en la vida. - El Manús de la Cobay.
La mujer que alza su mano para que se la beséis ceremoniosamente, os dará, a cambio de eso, una sonrisa.
Mas si le besáis la mano sin su autorización, os dará, a cambio del beso, una bofetada.
Y, no obstante, ella agradece siempre el segundo beso mucho más que el primero…
¡Incongruencias!-Mr. Beaucairb.
La palma de una mano femenina, acariciándoos el rostro, es la mayor demostración de que habéis triunfado.
Desde las edades más remotas, el triunfo se simboliza con una palma. - Pericles.
Mi mujer y yo nos lavamos las manos. - Pilatos.
Las mujeres tienen tres piernas. Sumen ustedes y verán:
Dos piernas… 2
Y dos medias (media y media) 1
Total 2 + 1 =… 3
No hay espectáculo más conmovedor que el de las piernas de las mujeres.
Por eso, para conmover, se piden las cosas de rodillas. - Hinojosa.
Las piernas y los clarinetes, como más llaman la atención es enfundados. - Sarasate.
En cuestión de piernas enseña más un vestido corto que la lectura de los tratados de Anatomía.- Florencio Porpeta.
Unas pantorrillas podrán dejar de tener curvas, pero en ningún momento dejan de tener corvas.- Fichte.
Las piernas son grandes amigas, pero eso no quita para que se pasen la vida queriendo colocarse una sobre la otra. - La Bruyére.
La pantorrilla es un miembro con suerte, porque nace de pie. - Zarathüstra.
Dos pantorrillas: una mujer.
Cuatro pantorrillas: un matrimonio.
Seis pantorrillas: tres modistas que salen del taller.
Cuarenta pantorrillas: el éxito de una obra contemporánea de ustedes. - Chapí.
Antes yo llevaba la navaja en la liga junto a la pierna.
Pero me rompía un par de medias todos los días y ahora me dejo la navaja en casa. - Carmen.
Sólo existe una cosa mejor que la pierna de la mujer:
La pierna: de cordero. - Sánchez (pinche).
¿Que se te pierden los gemelos de los puños?
¿Que te enamora contemplar las piernas de cierta mujer?
Agáchate. Encontrarás todo eso debajo de la mesa. -Nietzsche.
Cuando se hallan en los escaparates, las medias ostentan siempre rótulos. En cambio, cuando se hallan en las piernas, ostentan siempre rótulas.
Y es que en las piernas y en las medias todo es cuestión de género. - Piernas y Hurtado.
Aquiles era invulnerable: sin embargo, en sus piernas tenía un sitio flojo: el talón.
Las mujeres, para ser más invulnerables que Aquiles, decidieron llevar los talones reforzados. - La Casa de las Medias.
La falta de medias y la falta de medios conducen a lo mismo: a llevar las piernas desnudas. - Robínson Crusoe.
Examinemos escrupulosamente los cabellos, las narices, los ojos, la boca y las manos de nuestros semejantes y deduzcamos de nuestro examen su carácter.
Los cabellos duros y ásperos son muestra clara de violencia de carácter. Unos cabellos lacios, señal de que su poseedor ama el vivir tumbado a la larga.
Los cabellos negros denotan espíritu apasionado. A los cincuenta años, los cabellos negros indican uso de tinte. Cuando son rubios los cabellos tienen un tono amarillo.
Al rape, los cabellos quieren decir afición al pescado, y también indican afición al pescado cuando son con raya. Largos y rizados los cabellos pueden significar lo mismo juventud triunfante en la pantalla, que abuso de la ondulación permanente. La ausencia total de cabellos debe traducirse por calvicie.
Las narices largas significan abundancia de narices.
Con dos agujeritos denotan vulgaridad.
Con dos agujeritos y lentes, miopía o vista cansada.
Cuando son cortas y chatas, señal de un carácter tímido, y de afición a los ejercicios físicos: carreras a pie, gimnasia sueca y periodismo.
Unas narices rotas indican cultivo del boxeo.
Las narices arrugadas, lo mismo pueden significar vejez que manía de olfatearlo todo.
Las narices respingonas denotan picardía.
Si son pequeñitas las narices, quiere decirse que los padres de uno eran muy ahorrativos.
Con pelitos en la punta, que el interesado se afeita solo y en casa.
Grandes, expresivos y rasgados los ojos, quieren decir amor al tabaco.
Con las niñas convergentes, estrabismo.
Rodeados de sedosas pestañas, mediocridad.
Los ojos saltones hacen feísimo.
Sumidos en las órbitas significan los ojos que a su poseedor le gusta pasar inadvertido.
Ojos hinchados y a medio cerrar, indican que hace tres días que no se acuesta uno.
Los ojos inundados de llanto quieren decir pena.
Los ojos chafados son muestra de riña conyugal.
Cuando tienen un color verde esmeralda, deben lucirse.
Unos ojos azules resultan magníficos para dedicarles sonetos.
Los ojos turbios son síntomas de alma que vacila entre el amor y el alcohol de 90 grados (llamado también aguardiente).
Cuando son diferentes de color uno y otro, quiere decirse que el individuo en cuestión está cruzado con gato de Angora.
Los ojos a rayas y a cuadritos no se llevan casi nada este año.
Una boca de labios apretados indica tacañería y deseo de que no le entren moscas.
Cuando los labios son muy finos, preguntan por la familia.
Una boca abierta significa hambre.
Si el labio superior es colosal y el inferior es superior, entonces se arma uno un lío.
La boca abultada es signo de haber nacido en el Sudán.
Una boca encarnada, lo mismo puede indicar tuberculosis que «jugo de Rosas».
La boca pequeñita es poco frecuente en los galgos.
La boca situada entre la barbilla y la nariz es prueba de vulgaridad.
Las bocas de riego son redondas.
Unas manos bien cuidadas es prueba de gustos selectos y de poco quehacer.
Las manos largas significan amor al robo.
Manos blancas, no ofenden.
Una mano con cinco dedos no llama la atención.
Pálidas, delgadas, nerviosas, ágiles y con una baraja, lo mismo pueden denunciar al prestidigitador, que al croupier, que al hijo de familia.
Con un cigarro humeante, afición a fumar.
Las manos de dedos anchos y chatos, resultan feísimas.
Con muchas arrugas, vejez.
Las manos con un agujero son indicio de gastos desordenados.
Las ¡manos arriba! quieren decir que alguien amenaza revólver en mano.
Podría continuar este trabajo añadiendo alguno de los detalles psicológicos que se desprenden de las cejas, del nudo de la corbata, de los pies, etc.
Pero me temo que entonces el lector acabaría siendo tan buen psicólogo como yo, y eso no me conviene en absoluto.
EL JOVEN QUE ENTRA POR PRIMERA VEZ EN UN RESTAURANTE
Aquel jovencito rubio del pelo rizado entró en el restaurante pisando tan fuerte, mirando al público con tanta insolencia y con un gesto despectivo tan marcado, que nada más verle pensé:
Éste come hoy por primera vez fuera de su casa.
Y como yo había encendido un cigarro y me aburría, me dediqué a observar a aquel joven.
Pasaron diez minutos antes de que se resolviese a elegir mesa. Por fin, se sentó. Conservaba su aire autoritario y soberbio. Tosió fuerte sin tener ganas; miró la hora en su reloj, a pesar de que se hallaba enfrente de un ventanal por el cual se veía un inmenso reloj de torre; contempló, levantando la ceja izquierda, a una dama, muy linda, que ocupaba la mesa finítima, y como le faltó valor para sostener la mirada de la dama, disimuló, pasando a inspeccionarse detenidamente las uñas.
La dama sonrió un poco como Gioconda, lanzó hacia mí una mirada que quería decir:
- ¿Ha visto usted qué tipo tan gracioso?
Y yo volví la mirada, que debía traducirse por:
- Sí, señora. No le pierda usted de vista, que nos vamos a reír.
El camarero se acercó al joven y preguntó:
- ¿El señor…?
El joven al oírse llamar «señor» de un modo tan respetuoso, se arregló la corbata y tosió otra vez. Luego exclamó con voz que se oyó perfectamente en las cocinas:
- ¡Tráeme la carta!
El camarero le llevó la «carta» vertiginosamente, pues su ojo experto había calado también al parroquiano y detrás de aquel «pinito social» que hacía el joven adivinaba una propina espléndida, desproporcionada.
- Señor… Aquí tiene el señor.
El joven estudió la carta como si fuera el manuscrito de un tratado internacional de paz. De cuando en cuando y de reojo, miraba el efecto que su actitud iba produciendo en la dama; después volvía al estudio concentrado.
- No se está enterando de nada -me decía yo por dentro con inefable regocijo.
Efectivamente, al rato murmuró:
- Pues tráeme…
Y leyó la carta de cabo a rabo nuevamente.
El camarero aguardaba con su carnet en la mano izquierda y su lápiz en la derecha.
La voz del joven se hizo imperceptible para pedir por fin:
- Tráeme un par de huevos fritos y media ración de bistec con patatas.
Y miró a su alrededor súbitamente ruborizado. -Va perdiendo el aplomo -pensé- porque, ante la ausencia de los precios en la lista, teme no llevar dinero bastante para pagar.
La dama linda seguía espiando al joven, y en sus ojos leí que pensaba lo mismo que yo.
A partir de aquel momento la posición del joven rubio fue ya violenta, azorada y torturante. Sentía en su rostro el vaho cálido del ridículo y sufría de un modo visible. Sus pupilas clavadas en el centro de la mesa. Le ha hipnotizado el salero - me dije.
A continuación pareció rehacerse, desdobló la servilleta y se metió una de sus puntas por entre la garganta y el cuello planchado, pero al ver que los demás comensales la tenían sobre las rodillas, dio un brusco tirón de la servilleta, la dejó caer a sus piernas y se puso a silbar un tango, examinando un palillo de dientes. Tanto tiempo estuvo examinándole, que pensé:
- Le va a dar sobresaliente.
Llegó el camarero. Fue sirviéndole.
El joven cogió el panecillo con dos dedos de cada mano, dejando de punta, en el aire, los dedos meñiques. No pudo partir el panecillo. Volvió a lanzar miradas rápidas en torno suyo, se ruborizó tres tonos más, partió el pan con el cuchillo y se hizo una cortadura en el dedo pulgar de la mano diestra.
Fingió que le picaba la mejilla para tener ocasión de subir el dedo hasta la boca y poder chupárselo. Logró cicatrizarse la cortadura.
Entonces resolvió atacar los huevos fritos. Los reventó con un trocito de pan y salpicó de yema la corbata. Afortunadamente la corbata era amarilla. Así es que después de comprobar que nadie se había dado cuenta de aquel percance, el joven siguió su faena. Partió los huevos fritos con el tenedor y se los comió en pedazos.
- Se cree que es de mala educación mojar pan en ellos -volví a pensar.
Efectivamente, cuando el camarero retiró el plato, completamente barnizado de yema, el joven lo vio marchar con melancolía.
Apareció el bistec, en su posición eterna: es decir, la carne y las patatas debajo, y arriba el limón.
La lucha emprendida por el joven para trasladar las patatitas y la carne a su plato, sirviéndose del tenedor y la cuchara, cogidos con una sola mano, fue homérica. De las diecinueve patatitas que constituían la guarnición del bistec, tres cayeron en el plato, nueve en el mantel, una en la manga izquierda del joven, cinco debajo de la mesa y la última dentro de la copa del agua.
El joven rubio capturó disimuladamente la del mantel, hizo que la de la manga se situase en el plato merced a un ademán rápido, se bebió la que yacía en la copa del agua y puso el pie encima de las que estaban en la alfombra.
Sudaba de manera ostensible.
Al partir la carne, como tropezó con esa desproporción habitual de los restaurantes y que consiste en que el cuchillo es siempre más blando que la carne o la carne más dura que el cuchillo, sus sufrimientos fueron ya espantosos.
En un esfuerzo supremo, tiró del bistec. Y lo envió a la mesa de al lado.
Un caballero se puso en pie con el pedazo de carne en la mano, inquiriendo:
- Caballeros, ¿a alguno de ustedes se le ha perdido esto?
El silencio más absoluto siguió a sus honradas palabras. Agregó:
- Puesto que su dueño no aparece, yo creo que debemos subastarlo.
Pero la idea no llegó a echar raíces entre la concurrencia. Y el caballero se adjudicó el bistec por el artículo 29.
El camarero se acercó al joven rubio que estaba próximo a romper en llanto.
- ¿Postre…?
- No. He comido demasiado -musitó-. ¿Qué debo?
Le ajustaron la cuenta, pagó, dio un duro de propina y se fue.
Al pasar junto a la dama linda, ocultó su rostro avergonzado.
Y yo pensé finalmente.
«Cuando entró dándose importancia y provocando el comentario burlón de esa mujer, él la miraba pensando que la estaba enamorando. Ahora, que al verle inexperto, ella se dejaría enamorar fácilmente, él no se atreve ni a mirarla a los ojos. ¡Ah, experiencia…! ¿Para qué existes, si sólo llegas cuando la vida empieza a despachurrarnos por fuera y por dentro?»
Y como siempre que, al acabar de comer, se siente uno filosófico, me fui del restaurante sin acordarme de pagar el gasto hecho.
Por esto, los filósofos son mirados en todas partes con prevención.
Pocos seres han existido en el mundo con más condiciones personales para contar historias que Pontricacio Contricanis hermano menor de mi padre, viajero incansable, hombre cultísimo, provisto de una sagaz filosofía, dotado de una memoria asombrosa -idéntica para los grandes hechos que para los pequeños detalles- y supercapacitado para exponer el tema, graduar él interés de la narración y ocultar, hasta el momento crítico, el desenlace.
Pocos. Pocos seres han existido en el mundo con más condiciones personales para contar historias que él hermano menor de mi padre, Pontricacio Contricanis.
¡Lástima que fuese mudo de nacimiento!
Porque mi tío Contricanis era mudo de nacimiento, y nunca, por más esfuerzos que hizo, logró hablar.
Esto tampoco impidió, sin embargo, que Pontricacio adquiriera fama casi mundial de narrador, pues, aunque no pronunció jamás ni una sílaba, contaba sus historias por medio de gestos: y verle era igual que oírle, con la ventaja a favor de que ni hacía ruido al contar ni para contar necesitaba silencio a su alrededor, cual es lo común en los oradores, sino que lo mismo nos refería sus historias en el palco proscenio de un teatro durante la representación de un melodrama de padres c hijos, que en medio del tumulto de una huelga general, que mientras se desarrollaba la batalla del Somme.
Las historias que solía contar Contricanis eran tan interesantes y tan inesperadas que pronto caí en la cuenta de que «podían cobrarse»; eso es: que, convenientemente trasladadas al papel, servían para presumir de escritor y para cumplir con más de un compromiso editorial. En consecuencia, a partir del día en que vi
claro el asunto, contraté a un taquígrafo, le hice creer que era un perro «setter» para que me siguiese a todas partes sin protestas, y, cada vez que Pontricacio Contricanis se aprestaba a referirme uno de sus relatos, ponía en marcha al taquígrafo y éste tomaba ce por be todos los gestos de Pontricacio: es decir, taquigrafiaba la historia correspondiente.
Entre los centenares de narraciones de mi tío que guardo cuidadosamente, hoy elijo nueve de las más características y las doy a la imprenta, como he apuntado más atrás, para cumplir un compromiso editorial.
Claro que es un poco desvergonzado por mi parte cobrar un trabajo cuyo esfuerzo corresponde a mi tío y al taquígrafo por partes iguales. Pero mi tío murió hace siete años en un choque de triciclos en Copenhague y por lo que afecta al taquígrafo, como está convencido de que es un perro «setter», con un hueso de cordero cumplo.
La primera historia que me «accionó» mi tío Contricanis cierta noche, en Palma de Mallorca, es como sigue:
- Figúrate, hijo, que mi alma flotaba en las nubes compactas del tedio cuando se me ocurrió penetrar en aquel café. Era un café elegante y con ello está dicho que era un café irresistible y altamente incómodo, porque un café elegante se diferencia de un café no elegante en que en el último puede uno permanecer a gusto varias horas por peseta y pico de gasto, mientras que en el primero hay que hacer un gasto mínimo de dos duros, y se está tan a disgusto que nadie se lanza a resistir en él más de diez minutos.
Había poca gente. Atravesé el local y me dirigí a un camarero en busca de informes esenciales:
- Tenga usted la bondad, ¿desde qué mesa se oye mejor la orquesta?
- Desde aquella del extremo derecha, caballero.
- Bien. Muchas gracias.
Y fui a sentarme, naturalmente, en una mesa del extremo izquierda; porque yo soy capaz de acudir a un concierto a tomar café, pero soy incapaz de meterme en un café a oír un concierto. Opino que la música es buena para los sordos y para los que desean dormirse pronto; pero no concibo que se toque para ser oída por nadie, a excepción de los músicos, que necesitan oírla para copiarla.
Otro camarero se me acercó solícito con una pregunta caprichosa extendida por el bigote.
- ¿El señor?
Cogí el listín de precios y le señalé una cosa escrita en inglés mientras le ordenaba:
- Tráigame esto.
Hora y media después el camarero volvió rápidamente portando una bandeja con la cosa escrita en inglés en el listín de precios. Resultó que la cosa escrita en inglés era café con leche. Como el café no tenía color de café ni la leche color de leche, sospeché al punto que la leche no era leche y que el café no era café, por lo cual resolví no tomar ni café ni leche. Me limité a tomarme el azúcar mojado en agua.
Después de comerme el azúcar me quedé meditando en lo efímero de los goces terrenos. Pero cuando todavía no había llegado a formarme una opinión bien concreta acerca de ello se sentó en la mesa de al lado una dama recién venida.
Tenía la elegancia de los ciervos jóvenes y era rubia como una mujer rubia. Sus ojos, aparte de rimmel, no tenían nada de particular; pero la dama me fue simpática en el acto porque se sentó encima de mi sombrero y no me pidió perdón. Se limitó a decir, cogiendo el ultrajado frégoli:
- ¡Lo he hecho un higo!
Yo dije:
- Así está más bonito.
Ella repuso:
- Peso sesenta kilos.
Y yo exclamé:
- Pues para sesenta kilos se ha chafado poco.
- Es que antes de comer peso kilo y cuarto menos.
Desde ese momento la conversación continuó sin desmayos. Pronto llegamos al período de las confesiones
- Mi padre se llamaba Edelmiro.
- Sí, señora; hay padres imposibles. El mío se bebía el láudano a chorro y se murió un año antes de lo que esperábamos.
- En cambio -advirtió ella- mi madre era ciega.
- ¿De qué ojo?
- De los dos.
- ¡Qué exageración! ¿Y cómo fue el hacerse usted ese traje morado?
- En recuerdo de mi marido, que era farmacéutico. ¿Usted no ha tenido ningún marido farmacéutico?
- No. Yo soy soltero.
- Pues tiene usted cara de no haberse casado.
- ¡Ya ve usted! Para que luego digan que la cara es el espejo del alma…
- Sí. Es un lío.
Hubo una pausa, lo cual seguramente lamenta el lector, pues la conversación prometía. Y la dama, de pronto, me dio su bolso.
- Tome usted -me dijo-. Regístrelo…
- Pero…
- Regístrelo. Es una prueba de confianza.
- Sólo como prueba de confianza lo registraré minuciosamente.
Y lo registré. Entonces ella murmuró:
- No sé… Pero tengo la idea de que es usted un hombre poco poético.
- ¿Por qué sospecha usted eso de mí?
- Yo sólo me enamoraría de un poeta.
- ¡Oh, sí, sí! -palmoteo ella con entusiasmo
- Le aseguro a usted, señora, que soy un poeta de cuerpo entero. ¿Quiere usted que le componga unos versos describiendo, por ejemplo, las cosas que hay dentro del bolso?
En vista de lo cual, yo escribí la siguiente composición:
De piel de cocodrilo
por la parte de fuera;
de seda, color Nilo,
y tiene un espejo en el centro
por la parte de dentro:
y junto al espejo tiene una polvera.
Un tubito que lleva encerrado
el perfume de una esencia suprema
y cuatro butacas para ir a un cinema
del 3 de febrero pasado.
Junto a un lapicero muy delgado y muy fino, rodeada de un marco de satén,
una foto preciosa del «Rudolph» Valentino
hecha cuando tenía el apéndice bien.
Una caja de «rimmel» provisto de un cepillo;
rojo para los labios para un caso de apuro,
una medalla vieja llena de cardenillo
y un bolsillo de tela que encierra un solo duro.
Una tarjeta de visita.
«Juana Menéndez, Calle de Hita,
número 7, principal»
(las señas de una sombrerera)
y una vista de Orense desde la carretera
y una muestra de lana para un chal,
un Sello de Correos de la China.
Y una cajita con bicarbonato
en cuya tapa dice: «Cocaína».
Al acabar, la dama se entusiasmó.
- ¡Precioso! ¡Precioso! Pero se le ha olvidado a usted en la descripción poner una cosa que también llevo en el bolso: dos billetes de cien pesetas.
- No hay tal cosa en el bolso -repuse.
- ¿Eh?
Le abrió, miró, rebuscó, y no encontró las doscientas pesetas.
- ¡Pero, Dios mío! -exclamó estupefacta.
Y antes de que ella saliese del estupor, salí yo del café y tomé un taxi en marcha.
- Por ésta y por otras razones, hijo mío -concluyó diciendo mi tío Contricanis-, es por lo que yo he aconsejado siempre que se desconfíe de los poetas líricos.
Algún tiempo después, mi tío Pontricacio me «accionó» una historia palaciega de reyes, príncipes y princesas, que taquigrafiada por mi «setter», era como sigue:
El príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney, señor del condado de Derwick y del señorío de Westmenden, duque de Night y marqués de Worth, caballero de la orden de los Vikingos de Escocia, Gran Cruz de Lorings, Comendador de Crosway y general del Cuerpo de Lanceros del Águila Verde, bajaba lentamente la escalinata del palacio de su Rey con el mismo gesto de aburrimiento con que un mecanógrafo de Hacienda bajaría la escalera de su oficina.
El príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney tenía veinticinco años y un alma romántica. Esto último podía acaso explicarse advirtiendo que su niñez y gran parte de su adolescencia habían transcurrido en Escocia. El bacalao ha dado a Escocia una fama un poco odiosa y excesivamente salada. Sin embargo, Escocia es un país muy dulce, y el hombre que ha leído una estrofa de Byron a la orilla de un lago escocés se convierte fatalmente en un romántico o en un reumático. El príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney había elegido el primer esdrújulo, y era un romántico extraordinario.
Mientras bajaba la escalinata, el príncipe Alberto Leopoldo Juan Ramiro de Cortherney se alisaba con dos dedos de la mano derecha un bigotito negro que lucía precisamente encima de su labio superior. Vestía un sencillo frac; su solapa izquierda iba adornada
con una sencilla gardenia; fumaba un sencillo cigarrillo, y, con toda sencillez, iba manchando el sencillo suelo de sencilla ceniza de tabaco. Segundos después lo manchaba con una sencilla colilla. Y es que el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney era muy sencillo en todo.
Arriba, en los prefulgentes salones, se celebraba una gran recepción en honor de la princesa Ana Cecilia Margarita Beatriz María Teresa Eladia de Rostwood y Lurmenheílter, condesa de Greetwend y señora de las villas de Burphingham, de Leith y de Meschner.
La llegada de la princesa obedecía a una combinación político-nupcial del Consejo de ministros y del Rey. Y esta combinación estribaba en casar a los dos príncipes: cosa que, por otro lado, es de una vulgaridad verdaderamente novelesca.
Pero, ¿se habían gustado ambos príncipes en aquella primera entrevista? Aclaremos este importante punto antes de que Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney acabe de bajar la escalinata del palacio.
Todos los cortesanos murmuraban sobre lo sucedido.
El príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney había sido muy del agrado de la princesa Ana Cecilia Margarita Beatriz María Teresa Eladia de Rostwood y Lurmenheilter, pero ésta no había sido del agrado del príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney. Cuantas personas se hallaban al lado de los príncipes en el momento de la presentación, pudieron oír distintamente las sendas frases que pronunciaron al concluir ambos su primer baile.
La princesa Ana Cecilia Margarita Beatriz María Teresa Eladia de Rostwood y Lurmenheilter exclamó, mientras se apoyaba en el brazo de la condesa Evelia de Leicompton, y refiriéndose al príncipe:
- ¡Oh! ¡Qué hermoso!
Y el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney susurró, mientras se apoyaba en el hombro del barón Lewis Shering, primo hermano de la «aspirina», y señalando a la princesa:
- Barón de mi alma…, ¡es una birria!
Reconozcamos, sin embargo, que los dos tenían razón. El príncipe era un hombre todo lo hermoso que el género masculino les permite ser a sus representantes, sin suscitar comentarios a su paso; y la princesa -¡qué doloroso me resulta declararlo!- era todo lo fea que tiene derecho a ser una bruja de la peor especie.
No los describiré, porque les cedo con gusto tal labor a los novelistas descriptivos, que para eso son descriptivos y para eso son novelistas. Los lectores pueden imaginarse una muchacha muy fea y un joven muy hermoso y ellos y yo nos quedaremos más tranquilos.
Después de transmitirle la observación ya apuntada a su amigo, el barón Lewis Shering, primo de la «aspirina», el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney abandonó furtivamente el salón de los capiteles y cruzando estancias, salones y cámaras, llegó hasta el rellano de la escalinata central. Estaba tan desilusionado y tedioso como lo habría estado un emperador romano en el momento de advertir que las fieras del circo, en lugar de merendarse a los cristianos, se disponían a tomar vermouth en su compañía.
Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney se detuvo en el rellano y como tenía ansia de seguir fumando y el cigarro que tirara poco antes fuese el último de su pitillera, le pidió un cigarrillo a un soldado que estaba allí presentando armas. El soldado, agitado por la emoción, se apresuró a sacar un paquete de cigarrillos, y, junto con el fusil, se lo presentó a su príncipe.
El tedio y la desilusión de Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney estaban justificados, y cualquier joven que se hallase prometido en matrimonio como él lo estaba, habría sufrido la misma desilusión y sentiría igual tedio que el príncipe al considerar lo fea de su prometida.
Tal era la situación de ánimo de Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney mientras bajaba la escalinata y a nadie le extrañará, por lo tanto, que fuese acariciándose el bigote, que tropezara en algunos escalones y que, de cuando en cuando, susurrase a media voz conceptos tan vulgares como éstos:
- No… Pues a mí a la fuerza no me casan…
- Si la princesa quiere un marido, que lo busque en las islas Sandwich.
- No hay más razón de Estado que mi corazón…
- Yo no he nacido para hacer el ridículo…
Y otras muchas frases que no transmito a los
lectores por falta material de tiempo.
Después… El príncipe se detuvo y fumó largo rato pensativo y ensimismado. ¿Acaso buscaba soluciones a sus últimos conflictos? ¿Acaso dejaba vagar su imaginación por las regiones azulosas del ensueño, como escriben los cronistas de provincias? Nunca se ha sabido con certeza.
Mas sí se ha sabido que, de pronto, el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney reaccionó, se arrodilló en el peldaño tercero de la escalinata, y volvió a ponerse de pie examinando un objeto que acababa de recoger de la alfombra.
El objeto era un zapato femenino. Un zapatito del número treinta y dos.
Un príncipe prometido en matrimonio…
Una recepción en Palacio…
Una princesa que encuentra al príncipe muy hermoso… El príncipe, que huye del baile aburrido…
Y el príncipe que, al bajar la escalinata, encuentra un zapato de mujer, un zapatito chiquitín, chiquitín, casi inverosímil…
¿No ha pensado el lector en que aquel zapato, sólo podía pertenecer a la «Cenicienta»?
Pues bien, señores, eso mismo pensó el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney al recoger del suelo el zapatito. El cual era primoroso, estaba constelado de brillantes y tenía en el escote una perla tan pura y transparente como una gota de benzol. La perla ostentaba un oriente deslumbrador y un occidente magnífico.
Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Cortherney volvió a arrojar al suelo el cigarrillo, con lo cual consiguió dos cosas: contemplar a su gusto el zapatito y quemar la alfombra. Y la tradición pudo tanto en su ánimo, que, después de imaginarse el lindísimo pie a que debía pertenecer aquel zapato, se dijo convencido:
- No me casaré nunca sino con la encantadora criatura a quien pertenezca esta joya.
Y con su firme resolución tomada, el príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Corthemey subió nuevamente la escalinata y entró en los salones dispuesto a averiguar quién era la dueña del zapatito del número treinta y dos.
Al pasar por el rellano, el soldado, que era un alma ingenua, le ofreció otra vez su paquete de cigarrillos, pero el príncipe no reparó en el gesto de aquel fiel servidor.
Quien reparó fue el «mayor» Edgard Mac Avendish, allí presente, el cual se apresuró a ordenar el encierro del soldado en un castillo de la costa por haber tenido la osadía de dirigirse al príncipe con un paquete de cigarrillos en la mano. Y años después, cuando la revolución asoló el reino, el soldado, hallado preso en el castillo por las turbas, fue nombrado jefe de la rebelión por su clara conducta antidinástica, lo que, a su vez, le valió el ser pasado por las armas cuando, tiempo más tarde, sobrevino la restauración. Él, por su parte, murió sin conocer exactamente sus ideas políticas. Ya adivinaréis…
El zapatito del número treinta y dos, con cuya dueña había decidido casarse Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Corthemey, pertenecía a la princesa Ana Cecilia Margarita Beatriz María Teresa Eladia de Rostwood y Lurmenheilter.
Al saberlo, el príncipe no se desmayó, ni determinó casarse con la princesa, ni la puso él mismo el zapatito perdido, como en la «Cenicienta».
Lo que hizo el príncipe fue repugnante, pero un historiador fiel no puede ocultar nada.
El príncipe Alberto Leopoldo Mariano Juan Ramiro de Corthemey, señor del condado de Derwick y del señorío de Westmenden, duque de Night y marqués del Worth, caballero de la orden de los Vikings de Escocia, Gran Cruz de Lorings, Comendador de Crosway y general del Cuerpo de Lanceros del Águila Verde, se guardó el zapatito en el bolsillo del frac y lo mandó empeñar al día siguiente.
Y se compró un automóvil pintado de amarillo, querido -concluyó mi tío.
Ocho días después, y cuando todavía el taquígrafo y yo nos hallábamos bajo la impresión de la historia del príncipe Alberto, etc., mi tío Contricanis nos «accionó» esta otra, todavía más desconcertante:
- Desengáñese usted -me dijo mi vecino de habitación en la fonda-, los anarquistas, los nihilistas, si quieren desempeñar bien su oficio, deben prescindir de tener padre.
Al oír aquella singular declaración, quedé tres cuartos de hora con la boca abierta.
- ¿Dice usted? -pude articular al fin.
- Digo y sostengo que el anarquista de acción, el hombre que cree que la salvación del mundo se logra friccionando a la Humanidad con dinamita, ese hombre, para llevar a cabo sus proyectos, necesita no tener padre.
Volví a quedar con la boca abierta, y, sin duda, para cerrármela, mi amigo me disparó esta pregunta:
- ¿Conoce usted la historia de Iván Ivánovich?
- No, señor. Sólo conozco la historia de Modesto Lafuente -repuse.
- Pues oiga usted la terrible historia de Iván Ivánovich, señor Contricanis.
Y mi compañero de habitación me contó lo que sigue:
- Fue en la época del nihilismo ruso, en que, como usted sabe, la dinamita estaba a la orden del día en todo el vasto Imperio de los Zares.
»Rara era la mañana en que no oían los habitantes de las grandes ciudades moscovitas la explosión de una bomba. Estos aparatos infernales se colocaban en sitios insospechados: en los
auriculares de los teléfonos, en las cafeteras metálicas, donde yacen los microbios de café, en las papeleras públicas, en el interior de los puños de los paraguas, en las latas de caviar. La habilidad de los nihilistas llegó incluso a meterles bombas en los bolsillos a los transeúntes, y cuando subían a un tranvía o cuando se encontraban con un amigo que les abrazaba demasiado fuerte, la bomba estallaba, sembrando muertos y clavos viejos. Era espantoso.
»Iván Ivánovich, joven estudiante de Leyes, se caracterizaba por que tenía ideas conservadoras y por que no había conseguido madrugar ni una vez en su vida. Pero por aquella época a los nihilistas les dio la manía de poner diariamente una bomba en cierto jardín situado a pocos metros de la casa, de Iván: esta bomba diaria estallaba indefectiblemente a las seis de la mañana. Y ocurrió que…
»La estallación despertaba a Iván; éste se levantaba y se iba a su trabajo, y a los quince meses de verificarse el fenómeno, Iván, cuya existencia se hundía antes en la pereza, comenzó a prosperar y a tener ruidosos éxitos universitarios.
»-Todo se lo debo -decía él de cuando en cuando- a los nihilistas. El día que dejen de poner esa bomba que me hace levantar temprano, volveré a la vida estúpida y ruinosa que antes llevaba.
»Pero la bomba diaria siguió estallando todas las mañanas, a las seis en punto, e Iván Ivánovich continuó levantándose y pudo acabar la carrera, y luego ganar una cátedra, porque era el estudiante más madrugador de Rusia.
»Fue entonces cuando, para pagar su deuda de gratitud a los nihilistas, decidió hacerse nihilista él mismo. Y como todo hombre que se hace nihilista, lo primero en que pensó fue en poner una bomba y en no volver a trabajar más.
»Fabricó una bomba absolutamente perfecta, le aplicó cinco inyecciones monstruosas de nitroglicerina y aprovechando un viejo despertador de su tía Katia, cuyo timbre estaba roto desde el día de la entrevista de Napoleón en Tilsit, proveyó a la bomba de un magnífico aparato de relojería.
«Después consumió un par de semanas en elegir su víctima.
»La verdad es que a él le daba igual que muriera uno u otro. ¿El gran Duque Mauricio? ¿El promotor Trasipoff? ¿El príncipe Salischovitz? ¿El mayor Raskin? Le tenía sin cuidado cualquiera de ellos. Y determinó dedicarle la bomba al gran Duque Mauricio, porque era bizco y a él siempre le habían molestado los bizcos.
«Estudió las costumbres del gran Duque, y no tardó en averiguar que todas las tardes el gran Duque Mauricio se sentaba en el mismo banco del mismo jardín a dar de comer a los gorriones de Ucrania. Allí permanecía de cinco a cinco y cuarto, y luego se alejaba, seguido de su ayudante, que se llamaba Musia, como todos los ayudantes de los grandes Duques.
»-¡Mañana! -se dijo con feroz júbilo Iván Ivánovich-. Mañana habrá sonado tu última hora en el despertador de mi tía Katia. Y caerás tú y también caerán algunos gorriones de Ucrania, que podré comerme fritos.
»Y se sintió feliz y con el alma más suciamente nihilista que nunca.
»Al otro día, no bien le despertó la explosión cotidiana de la bomba, se levantó para colocar la suya. Puso el aparato de relojería en las cinco y diez y ya seguro de que a las cinco y diez el gran Duque se haría trizas junto con varios gorriones de Ucrania, dejó la bomba debajo del banco preferido por el gran Duque Mauricio.
»A las cuatro y media de la tarde se apostó a observar en el otro extremo del jardín.
»Su corazón galopaba con la furia y rapidez de una troica tirada por tres caballos, pues si no, no sería troica. Para darse ánimos se dijo en voz baja:
»-¡Los nihilistas no tenemos entrañas!
«Eran las cinco y no tardaría ya en aparecer el gran Duque.
»-¡Infeliz! No sabe que camina hacia la muerte… -pensó estremeciéndose Iván Ivánovich.
»Pero el gran Duque no caminaba hacia ningún sitio. A las cinco y cinco el banco predilecto seguía desocupado.
»-Eso va a estallar inútilmente -se dijo Iván.
»Mas no había acabado de decirlo, cuando un hombrecito de gris se sentó en el banco fatal a leer un periódico.
»-¡Mi padre! -gritó.
»Eran las cinco y ocho minutos.
»En aquel momento el gran Duque, acompañado de varios oficiales, se dirigía al banco tan deprisa como si fuera a cobrar un cheque.
»Iván se retorció los dedos se arrancó tres botones del abrigo, luchó, dudó y -por fin- emprendió una carrera arrolladora, se tiró de bruces debajo del banco, sacó la bomba, paró el aparato de relojería y se limpió la frente, cubierta de sudor angustioso.
»La llegada del gran Duque y de su acompañamiento le sorprendió sentado en el suelo, abrazado a una bota de su padre y con la bomba en la mano izquierda.
»Allí mismo le apresaron y fue ejecutado dos meses después.
»-¿Se ha convencido usted -me dijo al acabar su relato mi compañero de fonda- de que los anarquistas de acción no deben tener padre? Si Iván Ivánovich hubiera sido huérfano no habría muerto en el patíbulo.
- No me ha convencido usted -repuso mi tío Contricanis.
Mi amigo se asombró.
- Los anarquistas de acción -seguí- pueden tener padre perfectamente. Lo que deben hacer es no dejar salir de casa a su padre el día que vayan a poner una bomba.
Mi amigo vio con toda claridad que había gastado el tiempo en balde y se levantó airadamente y se fue.
- Estábamos en una cervecería así es que, en realidad -concluyó mi tío- todavía no estoy seguro de si se marchó porque se hallaba indignado o porque comprendiera que marchándose de pronto me vería yo obligado a pagar la cerveza que se había bebido él.
Y un mes más tarde mi tío Contricanis me «accionó» una historia de náufragos que a él le había contado el capitán Mascagomas viejo y experto lobo de mar.
He aquí la historia tal como se la trasladó a mi tío el capitán don Eulogio Mascagomas y Martínez:
- ¡Bum, bum! ¡Buuum! ¡Buuuuumm!
Así hacían las olas al chocar contra el casco de mi buque «Ramoncete», de catorce mil toneladas, matriculado en Hamburgo y en el instituto del Cardenal Cisneros; un magnífico buque, amigo Contricanis, que andaba a la velocidad común en los fabricantes de tapices: doce nudos por segundo.
¡Bum, bum! ¡Buuum! ¡Qué horrible noche!
Cuando el amanecer llegó, el «Ramoncete» ya no existía, y todos sus tripulantes navegábamos a la deriva encima de un tonel de cerveza.
Éramos cuarenta y siete.
Contricanis. - De manera, capitán Mascagomas, que ¿eran cuarenta y siete?
Mascagomas. - Cuarenta y siete personas y dos músicos, sí, señores. Pero cuando nos recogieron unos pescaderos de Badajoz sólo quedábamos tres viajeros. Los otros cuarenta y seis habían muerto.
Contricanis. - ¿Ahogados?
Mascagomas. - Envenenados.
Contricanis. - ¡Cuente, cuente, capitán Mascagomas! Eso debe ser interesantísimo.
Mascagomas. - Es trágico señores. Espachurradoramente trágico.
Los cuarenta y nueve náufragos del «Ramoncete», al caer al agua, hicimos la misma cosa: mojarnos. Enseguida nadamos desesperadamente hacia un bulto que flotaba; este bulto era Jaime Ffntwtzjilm, el cocinero de a bordo, un sueco muy corpulento. Los
cuarenta y nueve tuvimos la misma idea; subimos encima de Jaime, que era quien mejor nadaba de todos para salvarnos así de una muerte cierta. Llegamos al mismo tiempo al lado del cocinero, el cual bogaba mirando al cielo para gastar menos fuerzas. Pronto estuvimos los cuarenta y nueve encima de Jaime, pero el muy idiota no pudo resistir nuestro peso y se ahogó a los quince minutos. Entonces fue cuando yo y mis cuarenta y ocho compañeros nos decidimos a aprovechar el tonel de cerveza flotante que había de servirnos de balsa de salvamento en lo sucesivo. Ya comprenderá usted que no cabíamos todos encima del tonel. Sólo dos íbamos sobre madera: el ingeniero Horacio Cambises, que era un hombre extraordinariamente enérgico, y yo, como capitán del buque hundido, hacía lo que me daba la gana. Los demás iban flotando y con sus manos izquierdas se agarraban al borde del tonel.
De lejos, debíamos ofrecer un extraño aspecto. Dentro del tonel, la previsión del ingeniero había encerrado un aparato de radio, y escuchando hermosos y lejanos conciertos, las horas eran menos largas para todos. Los cuatro primeros días se pasaron alegremente. Cada cual narró la historia de su vida y las cuarenta y nueve historias fueron muy celebradas. Cuando conté la mía gustó tanto que dos marineros me aplaudieron con fervor. Aquello fue su perdición porque para aplaudir tuvieron que soltarse del tonel y se ahogaron los dos inmediatamente. Sus amigos me explicaron más tarde que aquellos infelices habían pertenecido a la claque de Margarita Xirgu. A los seis días de navegar con el tonel, el hambre empezó a hacerse sentir. Veinticuatro horas más tarde, prescindíamos de los conciertos de radio, porque, en un descuido, un marinero se había comido la galena. Se llamaba este marinero Paciano González, alias «el Silbatangos» y a su repugnante maldad se debió la tragedia que había de sucedemos.
Pero voy a abreviar, porque tengo que ir a comprarme un impermeable, y me van a cerrar la tienda. Tres semanas se cumplían ya desde el naufragio del «Ramoncete» y nuestra situación, a pesar del tonel, era insostenible. Nos moríamos de hambre a chorros, y me creí en el deber de decir a mis compañeros:
- Hijos míos: sé lo que me corresponde aconsejaros. Ha llegado el momento de que uno perezca para lograr la salvación de los demás. La antropofagia es una bestialidad pero engorda. Echemos a suertes y al que le toque morir que incline la testa y que se disponga a ser digerido.
Un «¡hurra, viva el compañerismo!» fue la respuesta. Eché a suertes y le tocó hacer de ragoüt a Paciano González. La Providencia se mostró sabia. Paciano era el más nutritivo de todos. Miré a «Silbatangos» con miedo. ¿Cuál iba a ser la expresión de aquel rostro en ese momento espantable? Sin embargo, el semblante de el «Silbatangos» estaba más tranquilo que una aldea de Piamonte. Paciano González sonrió, se encogió de hombros y pronunció una frase heroica:
- Que os haga buen provecho.
- Tampoco hubiera podido hablar más. Seis minutos después se lo habían almorzado. No describiré la escena. Se me eriza la bufanda al recordarla.
Contricanis. - ¿Luego usted no comió, capitán Mascagomas?
Mascagomas. - No. Ni yo, ni el ingeniero, ni mi primo Berenguelo comimos. A ello debimos nuestra salvación, porque cuantos comieron fallecieron envenenados. El infame Paciano González no quiso advertir que él tomaba estricnina todos los días para curarse una afección nerviosa. Y aquella estricnina fue la que envenenó a los que se merendaron al «Silbatangos».
Contricanis. - ¡¡Qué horror!! Pero diga usted, capitán Mascagomas, ¿por qué no comieron usted, el ingeniero y su primo Berenguelo?
Mascagomas. - ¿No lo ha adivinado usted? Porque nosotros éramos vegetarianos.
Del ambiente marítimo, húmedo y salobre, pero siempre yodado, mi tío Contricanis pasó, sin transición, al medio polvoriento y ligeramente irrespirable que es un teatro por dentro.
Vea cuál fue la siguiente historia que el tío me "accionó" y que el taquígrafo "setter" recogió hasta en sus mínimos gestos:
Escatrón había llegado a primer actor del «Teatro del Drama Rural» -empezó diciendo Contricanis-, como otros hombres llegan a conseguir encender el mechero automático a fuerza de paciencia y de sufrir chispazos.
En el «Teatro del Drama Rural» se representaban exclusivamente comedias de frac, gracias a esa exquisita lógica que se observa en la vida de entre bastidores.
Algunos autores ingenuos llevaban allí todavía dramas rurales.
- ¿Dónde ocurre esa obra? -preguntaba el empresario.
- En la provincia de Palencia.
- ¿Qué son los personajes?
- Pastores y cargadores de carbón de encina.
- No me sirve. En este teatro no se representan más que comedias de frac y de smoking.
Y era inútil insistir porque la insistencia caía en un vacío neumático.
Escatrón, que fuera del teatro conquistaba innumerables viudas gracias a que era muy alto y a que su cintura parecía quebrarse en el contoneo de la locomoción, dentro del teatro sufría angustias hiperbólicas.
Aquel repertorio de comedias de frac y de smoking amenazaba arruinarle. Tenía en su guardarropa setenta trajes, veinte pantalones
de corte, cuarenta y tres chalecos de fantasía, doce chaqués, seis smokings, siete fraques, cinco levitas, cincuenta y nueve pares de zapatos y botas, treinta pijamas, trece pares de pantuflas, sesenta y dos sombreros, treinta y seis bastones y seis baúles de accesorios para su toilette. Sin embargo, el guardarropa de Escatrón era insuficiente, y cada nueva comedia que se estrenaba les obligaba a hacer siete u ocho visitas al sastre. Escatrón, lloroso ante el espejo de su camerino, había llegado a acariciar con ternura la culata de su pistola. Vivía desesperado, como un personaje de Sófocles.
Cierta tarde, al pie de la cartelera del teatro, leyó la siguiente advertencia.
«La máquina de escribir que aparece en el primer acto de esta obra es de la casa Robis Klark y Compañía.»
Se separó de allí insultando mentalmente al empresario. Aquel don Joaquín era un miserable que, con tal de no comprar una máquina de escribir, recurría a pedirla prestada a una fábrica, a cambio del anuncio…
Y, de pronto. Escatrón se dio un golpe en la frente con el bastón y se hizo un cardenal.
Acababa de hallar el medio de no arruinarse por culpa del sastre o del sombrerero.
El día del estreno de la comedia «Lord Beach, embajador de Inglaterra-», el cartel del «Teatro del Drama Rural» anunciaba la obra, indicaba el reparto de la misma y decía, unas líneas más abajo, lo siguiente:
«El abrigo del prólogo es de la Casa de Anchaves.»
«El batín que viste el señor Escatrón en la escena del adulterio es de la Casa de Ravot.»
«Los guantes que se quita al entrar en escena en el último acto son de la Casa de Pildlo.»
«Las flores que regala a la dama en la primera escena son de la Casa de Campo.»
«El monóculo que usa en toda la comedia es de la fábrica de vidrio de Cachumbo.»
«La pipa que fuma en el momento del incendio está fabricada por Garrete.»
«Los patines son de Rafelloso y Compañía.»
«La leontina, del acreditado establecimiento La Rosa Verde.»
Y seguían treinta y dos advertencias más.
Pero al día siguiente las advertencias del cartel no eran más que una. Ésta:
«El bastón con que la Empresa de este teatro golpeó al señor Escatrón al echarle ayer a la calle está fabricado en la conocida Casa Laguarte y Rojas.»
El taquígrafo y yo le celebramos tanto la historia del actor Escatrón a mi tío Contricanis, que no tuvo inconveniente en trasladarnos, a continuación, una historia suya: quiero decir una historia autobiográfica, una aventura de amor de la que él había sido no testigo, sino protagonista.
Os aseguro que vale la pena conocerla.
Hela aquí, tal como él la «accionó» cierta noche, después de la cena:
Acababan de dar las once y la ciudad parecía enterrada en nieve, como es lo clásico. «Reaumur» marcaba 35 grados. Sin embargo, no se podía decir que hacía frío.
No se podía decir que hacía frío porque en cuanto abría uno la boca se helaban las palabras.
Me detuve en mi camino apoyándome en el tronco de un nogal (Nogalis paradisium para los botánicos) con el alma rebozada de tristeza, porque hora es ya que lo diga: mi corazón se encontraba entonces tan solitario como las calles, como los faroles y como Robinsón antes de encontrar a Domingo.
¿Por qué cuando nos sentimos tristes nos acordamos de los tiempos alegres? ¿Y por qué el recuerdo que más intensamente me asaltó aquella noche fue el de Susana?
Susana había sido lo que los franceses dicen, cuando no hay alguien que se lo prohiba, mon amour. Nos habíamos querido tanto que cuando nos separábamos ambos teníamos destrozado el corazón y la mandíbula dolorida. Al principio, y mientras me cegó la pasión, Susana me pareció a ratos Aspasia, a ratos Margarita de Borgoña, a ratos Ana Bolena, a ratos Lucrecia Borgia; pero cuando dejé de quererla, comprendí que Susana sólo se parecía a aquellas mujeres en que tenía pestañas, y que el resto de su organismo era de una idiotez que fundía las bombillas. Y, sin embargo… Sin embargo, en aquella helada noche de Navidad en que yo recordaba el pasado con la cabeza apoyada en el tronco de un nogal, era la imagen de Susana, la que más conmovía mis nervios. Sollocé, y estos sollozos me separaron la cabeza del tronco. Total: que seguí andando.
De pronto, un automóvil de cuatro ruedas se detuvo ante mí. Y una mano calzada en un guante brotó de la ventanilla y me hizo una seña mientras del interior del coche salía una voz eminentemente detergente:
- Caballero, a pesar del frac, tiene usted cara de no poder cenar. Esta noche es Nochebuena. ¿Quiere usted cenar conmigo?
Por toda respuesta despojé aquella mano del guante, besé la mano y me guardé el guante en el bolsillo. Luego subí al auto, que arrancó en el acto: con lo que me di un trastazo en la nuca, como de costumbre.
Durante más de media hora rodamos en silencio, saturados de ese intenso olor a aceite frito, propio de los motores muy usados y de los churros sin usar. Al cabo, ella dijo:
- Le he invitado a cenar porque me siento demasiado sola.
Y yo contesté elocuentemente:
- Hum…
Dos horas transcurrieron. Fue entonces cuando yo indagué:
- ¿Vamos a cenar a Santiago de Compostela?
Y cuando ella replicó, arrugando ligeramente las
manos al hablar:
- No; es que el chófer no conoce la ciudad y organiza unos jaleos de calles terribles. Pero antes de las seis de la mañana estaremos en casa.
- Eso me tranquiliza.
Y ya no volvimos a hablar.
Varias veces, y con ánimo de oprimírselos dulcemente con los míos, como se hace siempre en los preludios de las historias de amor, busqué los pies de la dama en el suelo del auto; la dama los llevaba colgando al exterior por la ventanilla de la derecha, y tuve que renunciar a aquella delicada insinuación.
Por fin, a las tres y media de la madrugada, el auto gruñó y pasó de ser automóvil a ser autoinmóvil.
Quiero decir que se paró. Era la casa de ella: un edificio señorial con puerta de cristal y de hierro.
Bajé; la descendí. Ella metió su zapatito derecho en un charco; yo extendí por el suelo mi capa de frac, como se hace siempre en España en estos casos, y cuando la hube extendido, obligué a la dama a pasar por otro lado y pasé yo pisando la capa.
Timbrazo. Acudió un criado y avanzó delante, encendiendo luces y separando cortinajes. Un amplio vestíbulo, un saloncito con terciopelo, dos gabinetes térdicos, otro salón umbrío, una sala de billar trosílea, y al final de toda esta suntuosidad, el comedor, lleno de pilovalencias.
La dama se acomodó en su sitio ante la mesa servida y yo, en el mío. Y comenzamos a cenar, haciéndonos un lío con los cubiertos, como le sucede siempre a la gente del gran mundo. No sé si acertaré a trasladar al papel el diálogo que ya, frente a frente, sostuvimos. Fue extraño como un bóer.
- ¿Conoce usted Roma? -dijo ella.
- No, señora.
- ¿Y Strasburgo?
- Tampoco.
- ¡Ah!
Y hubo una pausa espesa.
Después hablamos mucho rato de maquinarias agrícolas. Hasta los postres. A los postres comprendimos ambos que había que hablar de amor.
- ¿Tiene usted forjado su ideal de mujer? -exclamó audazmente ella.
- No. Soy tan perezoso… Y, luego, este año apenas he utilizado el cerebro. ¿Y usted su ideal de hombre?
- Tampoco. Vivo muy de prisa y no tengo tiempo para nada.
- ¿Le gustaría a usted yo, señora?
- ¡Pchs! -murmuró la dama.
Y en seguida añadió:
- Y a usted, ¿le gustaría yo?
Yo, por toda respuesta me alcé de hombros.
- Hemos nacido el uno para el otro -respondió a dama levantándose.
- Es indudable -repliqué.
Y pasamos al boudoir, como es la obligación.
Entonces y sólo entonces, al entrar en el boudoir, me asaltó la espantosa sospecha.
Entonces y sólo entonces, vi claro: la dama anfitriona, la que acababa de resolverme la cena de Nochebuena, se parecía de un modo extraordinario a Susana, a aquella Susana que…
¡¡Santo Dios!!
- Pero, ¿es posible? Entonces… ¿Es que no te he conocido? ¿Puede uno olvidar tantas cosas íntimas de un modo tan total en…?
Pero la respuesta de ella me dejó tieso:
- Yo no soy Susana. Susana era mi madre, papá.
Salí de la casa sin sombrero, con los cabellos erizados y el frac en total anarquía.
¡Qué noche! ¡ ¡ ¡Qué horror!!!
¡Mi hija! Al cabo de los años encontraba una mujer que me invitaba a consumir con ella y en su casa, la cena de Navidad… Y esa mujer resultaba ser ¡mi hija! ¡¡Dios poderoso!!
Recorrí varias calles sin rumbo. Llegué a la orilla del río; y cuando ya iba a tirarme, recordé de pronto…
Fue una suerte recordar aquello.
Recordé de pronto, que lo que yo había tenido con Susana no era una hija, sino un hijo.
Mi hijo Mariano, que estaba en Logroño, empleado en el Catastro.
Pero si no llego a recordarlo a tiempo, me tiro al río y me ahogo.
Para que luego digan que la vida no pende de un hilo…
Por eso, antes de suicidarse conviene reflexionar bien.
Aquella historia de amor de mi tío Contricanis me gustó tanto que le rogué encarecidamente que me «accionase» otra de la misma índole. El taquígrafo se unió a mis súplicas. Y mi tío Pontricacio «accionó» acto seguido las que van a continuación:
Vi en la otra acera un taxi parado y me dirigí a él resueltamente. La carrocería de aquel auto estaba pintada de color rosa liberty y esto fue lo que me atrajo más que nada.
Y ahora fíjate bien, fíjate muy bien en lo que voy a decirte. Para comprender lo sucedido después, es preciso fijarse bien en estos detalles:
1. - El auto estaba parado junto a la acera.
2. - Yo me dirigí a tomar el auto por la parte del
empedrado de la calle.
3.- Al abrir la portezuela, el chófer estaba mirando hacia la acera y de espaldas a mí.
4. - En el momento en que hice aquella operación,
yo iba muy distraído y un poco nervioso.
5. - Y así que entré en el coche éste se puso en
marcha.
El súbito arranque del coche me hizo caer sobre el asiento. Al caer, noté que no caía en blando, pero antes de que tuviera tiempo de volverme para averiguar la causa de tal blandura, oí a mi espalda un gemido, un débilísimo gemido. Entonces me incorporé y miré hacia atrás.
En el asiento había una mujer medio derribada.
Aquella mujer tenía un puñalito clavado en el pecho. El mango del puñalito era de oro y diamantes.
En el contador del auto iban apareciendo sucesivamente estas cifras:
Y ahora no dejes de decirme, muchacho, qué es lo que tú hubieras hecho de hallarte en idéntica situación que yo. En aquella época yo consulté a varios amigos y cada cual me dio una respuesta.
- Yo me habría tirado en marcha.
Otro me confesó:
- Yo me hubiera desmayado.
Y el tercero me declaró:
- Yo le hubiera quitado del pecho el puñalito, lo habría limpiado, y lo habría empeñado en el Monte.
- Y tú, muchacho, ¿qué dices?
¿Pero es que no me dices nada, muchacho?
¡Para que uno se fíe de los sobrinos!
Pues yo soy un hombre original muchacho, y, en lugar de tirarme en marcha o de desmayarme o de empeñar el arma incisopunzante en el Monte, me dirigí amablemente a la dama, que era hermosa, distinguida, elegante, etc., etc., y le dije, señalando el puñal con un gesto:
- ¿Qué? Molesta, ¿eh?
Ella repuso con un soplo de voz:
- Caballero… ¿qué clase de hombre es usted?
- Un hombre original, señora.
- ¿Tiene usted hijos?
- Siete. Están en la Inclusa. Se fueron allí voluntariamente, porque no podían resistirme.
- ¿Ha amado usted alguna vez?
- Sí. Una vez y para toda la vida. Fue en Segovia.
La dama hizo un gesto de dolor.
- En Segovia… -murmuró con acento apagado.
Y añadió dulcemente:
- ¿Le gusta a usted el acueducto?
Tardé en contestar. Quería dar una respuesta sincera.
- No, señora -dije por fin.
Ella cruzó sus manos dolorosamente.
- ¡Dios mío! -gimió-. ¡No le gusta!
Hubo una pausa.
- ¡No le gusta el acueducto! -volvió a decir con la entonación de quien ve deshechas todas las ilusiones-. Entonces ya… no me resta más que morir…
Y reclinó su rubia cabeza contra el almohadillo
del auto.
Eran las once de la mañana.
Creo que todo está bien claro. Sin embargo, aún puedo aclararlo más.
Indudablemente la hermosa dama había entrado en el taxi al mismo tiempo que yo, pero por la puerta de la acera, y lo hizo sin darse cuenta de mi presencia, como yo no me di cuenta de la suya.
Ahora bien: ¿se había clavado el puñalito al sentarse o venía ya con el puñal clavado?
Preguntas son éstas que sólo un Marco Aurelio podría contestar.
«Tu sais, mon petit? Je souffre de tout mon cceur»… Estas palabras, que de niño me decía mi institutriz cuando yo no me sabía la lección de francés, se me aparecieron en la memoria en aquellos momentos.
La dama no había muerto. Al poco, abrió sus lindos ojos -que eran como dos violetas pensativas, como dos florecitas silvestres con anginas- y me dijo:
- ¿Qué piensa usted de mí?
Tuvo que repetir la pregunta, porque yo, distraído en leer el «A B C», no la oí al principio.
- Señora; yo no pienso nada. Todo lo acepto con la sonrisa
de imbécil en los labios. ¿El amor? ¿La muerte? ¿La sorpresa? ¿El reúma? Todo para mí tiene la misma significación y lo resumo en una sola palabra: camelancias. He viajado, he comido en los grandes «Palaces» europeos y americanos y he echado más de una perra gorda en esas máquinas que le adivinan a uno el porvenir. ¿Qué puede sorprenderme ya, como no sea el hecho de que alguien me preste dinero? En la vida moderna todo es humo, gasolina y foie-gras.
- ¿De veras que lo sucedido hoy no le intriga? ¿No le intriga quién sea yo, qué ha podido haberme sucedido, quién me ha clavado el puñal, el sitio adonde le lleva el auto a 80 pesetas por hora? ¿No le intriga nada de esto?
- No, señora; nada de eso me intriga.
- ¿Ni le intriga el hecho de que este auto esté pintado de color rosa liberty?
Hice un silencio para reflexionar.
Tampoco -repuse por fin.
Los ojos de la dama echaban chispas.
- Además -añadí- no llevo más que siete duros.
La dama rubia dejó escapar un grito con mezcla de estertor y cruce de «pointer».
- ¡Basta! -rugió.
Cogió la bocina y habló por ella al chófer.
- Rodríguez -dijo-, ¡para! Este individuo es un imbécil.
El auto se detuvo cien metros más allá. Bajé del auto, que se puso en marcha. Le vi desaparecer, entre el polvo. Y como estábamos en la Bombilla, me entré en el «Campo de Recreo», llamé al camarero y le pedí una tortilla de cebolla y dos chuletas asadas.
Soy un ser repugnante, muchacho, a quien le tienen sin cuidado las aventuras.
Pero un domingo de Carnaval, recordando viejos carnavales pasados, la historia que me «accionó» Contricani fue la que sigue, vivida indudablemente bajo los efectos del alcohol:
A las dos y cuarto de la madrugada el coche marcaba tres pesetas ochenta céntimos. Seis reales más tarde, el auto paraba frente al «Teatro de la Zarzuela» y descendíamos del vehículo mi amigo Fernandito Cretona y yo. Nos acompañaban dos señoritas:
Saturnina Menéndez, unida en dulce lazo pasional con Fernando Cretona, y Severina Laviano, joven que me adoraba a mí desde cuatro horas antes.
El primer conflicto de la noche brotó allí mismo. Fernando Cretona y yo nos cedimos mutuamente el placer de pagar el coche y como nuestro sacrificio llegaba hasta la enajenación amistosa, el chófer se vio precisado a emitir algunos juramentos para poder cobrar.
Severina y Saturnina unieron sus esfuerzos económicos y pagaron el taxi. Entonces Fernando y yo comenzamos a creer que nos amaban de veras.
En el vestíbulo nos detuvimos nuevamente a pegarnos con el portero. Este individuo, que era alto, gordo y pesimista, nos comunicó que estábamos borrachos, declaración que nos irritó bastante, por lo cual al oírle establecer en voz alta no sé qué relaciones entre los gatos y las muchachas que nos acompañaban, Fernando y yo nos lanzamos sobre él, hambrientos de darle porrazos.
Cuando del portero no quedó ya más que una gorra galoneada y varias piltrafas, nuestro cuerpo de ejército se dispuso a ingresar en el salón. Deliberamos.
Fernando Cretona, cuya alma se quemaba en divinas ansias de originalidad, propuso que entrásemos los cuatro en cuclillas. Aquello nos pareció el alcaloide de lo regocijante, e inmediatamente intentamos poner en práctica una idea que honraba al cerebro de donde había surgido. Pero andar en cuclillas es muy difícil y cuando se halla uno fatigado por el trabajo de haberse bebido seis botellas de coñac por barba y catorce copas de ron por bigote, resulta más difícil todavía. Fernando, Severina, Saturnina y yo logramos ponernos en cuclillas, agarrándonos fieramente unos a otros, pero cuando intentamos andar en aquella postura todos quedamos sentados en el suelo y atacados de parálisis súbita.
El primero que lo notó fue Fernando.
- ¡Ésta sí que es buena! -gruñó luchando por sostenerse en dos pies-. ¡Me he quedado paralítico!
- Nosotros también nos hemos quedado paralíticos -susurré en su oído.
- ¿Y qué hacemos?
- Vamonos a un Asilo -propuso Saturnina.
- Pero, ¿cómo nos vamos al Asilo si no podemos andar?
Todos inclinamos la cabeza, vencidos por aquel razonamiento.
- Será mejor dormir -dije yo.
Y sólo me respondieron ya unos ronquidos profundos.
De cuando en cuando entraba nuevo público en el vestíbulo del teatro. Eran hombres y mujeres, que acudían al baile con la seriedad con que se va en Miranda a las tomas de hábitos. Estas gentes clavaban sus miradas en el grupo que formábamos nosotros, durmiendo tumbados en el suelo, y pasaban a nuestro lado con gesto adusto. Una joven señaló a Saturnina.
- ¡Vaya unas pantorrillas más feas que tiene esa chica! -exclamó.
Y yo, que durante toda la noche había intentado convencer a Fernando de que su novia tenía unas pantorrillas muy feas, simpaticé en seguida con aquel joven, y simpaticé tanto que me levanté y me colgué de su brazo derecho. Aferrado a él entré en el gran salón.
No me pidáis detalles. ¡Por Dios, no me pidáis detalles de cómo era el gran salón! Os diré lo único que vi al entrar en él:
Una pechera de smoking.
Ochocientos pies calzados con escarpines negros.
Confetti verde, confetti azul, confetti rosa.
Un señor calvo.
Un antifaz roto que llevaba no sé quién colgado de no sé dónde.
Luz en cantidad prodigiosa. Y flotando sobre todo, una música que invitaba a dar saltos.
Empecé a dar saltos, unos saltos inverosímiles. Al final de uno de ellos me encontré en un palco, entre un caballero bizco y una muchacha anémica. El caballero jugaba a «cara y cruz» con otro señor del palco de al lado y la muchacha anémica iba disfrazada de institutriz alemana.
Me dirigí a ella y la dije que Alemania había perdido la guerra de 1914 por el error de falsificar la aspirina. Creo que me dijo que sí, pero no estoy seguro de si fue ella quien me partió en la frente una copa. El caballero bizco que la acompañaba dejó de jugar a «cara y cruz» y me dirigió un beso, que en realidad iba dirigido a la señorita anémica. Tres segundos después estaba yo debajo de la mesa contando las rosas que tenía el dibujo de la alfombra. Cuando me convencí de que eran treinta y nueve, el pie del caballero bizco me dio un pisotón en una mano. Supuse que me hacía una seña para que me marchase y me escabullí por el antepalco sin hacer ruido.
Salí a un pasillo y bajé unas escaleras montado a caballo sobre un «pierrot». Al llegar abajo le di un terrón de azúcar en premio a su hazaña y él se comió el terrón. Nos reímos. Se arrancó un botón del disfraz y se lo comió también. Reímos como locos. Al final, el «pierrot» aseguró que se ponía muy enfermo y yo le canté la «Marsellesa». No sé quién le cogió en brazos y desapareció de mi vista.
Apenado, recorrí el vestíbulo imitando el ruido del tren y silbando furiosamente. Atrepellé a dos señoritas. Entonces un Luis Candelas con patillas rubias me pidió explicaciones. Le repuse que yo era un tren y que le pidiera indemnización a la Compañía. Después ordené a una «madame Pompadour» que me cambiase la aguja y entré a toda marcha en los lavabos.
Me lavé el smoking frotándolo con un cepillo y me envolví el cráneo en una toalla.
- ¡Soy un moro! -grité-. ¡Huuú!
La encargada de los lavabos me regaló una novela corta. Yo arranqué las hojas y las fui tirando a pedacitos, desde lo alto de la escalera, sobre todos los que bajaban y subían. Al acabárseme las hojas, tiré billetes. Cuando se me acabaron los billetes, me tiré yo.
Caí sobre Fernando, Saturnina y Severina.
- Me parece que es hora de irse a casa -les dije.
No me contestaron y me fui solo.
En la calle de Alcalá estuve media hora toreando a un perrito con el smoking. En uno de los lances se llevó el smoking el perrito. Le dije adiós llorando. Llegué a casa y me acosté en el baño.
Y a fines de marzo Pontricacio me «accionó» una nueva historia que me he dejado para la última intencionadamente porque, extraña circunstancia, era una historia dramática, y -según es sabido- nunca mi tío Contricanis contaba historias dramáticas. Se trata, pues, de una excepción, que merece tenerse en cuenta.
Aurelio Pomar y Ceferino Rondó pasean por el jardín de la quinta, la cual se tiende al pie de la sierra.
Va a caer la tarde y todo se ha vestido de morado.
Aurelio es cincuentón, mediano de estatura, enjuto de carnes, viste con una gran elegancia legítima y sonríe siempre.
Ceferino, que acaba de cumplir los cuarenta, es un individuo recio, alto y triste, que ha hecho de su vida una constante interrogación. Al andar inclina considerablemente el cuerpo, como si harto de no encontrar la verdad en el mundo, quisiera encontrarla ya en la tumba.
Rondó se detiene en su paseo, y exclama:
- Le aseguro a usted que necesito escribir un cuento.
Aurelio le mira a los ojos.
- Necesita usted escribir un cuento, amigo Rondó, y acaso no tiene asunto…
- Eso es. No tengo un asunto que me convenza. Los cuentos se prodigan de un modo extraordinario, y todos giran alrededor de diez o doce únicos asuntos diferentes. ¿No lo ha observado usted?
- Sí, señor. He sido un gran lector de cuentos. Pues bien: puedo asegurarle que he llegado a leer once mil cuatrocientos veintitrés cuentos, absolutamente iguales. Y al leer el último tuve que luchar una semana entera contra la meningitis. Sufrí bastante, querido Rondó.
Su voz se hace ligera y displicente cuando añade:
- Y sin embargo, es tan fácil dar con el asunto de un cuento relativamente original…
Rondó le mira compasivo.
- ¿Usted cree?
- Estoy seguro.
- Ésa es siempre la opinión de los profanos -agrega Rondó, cogiendo unas piedrecitas y lanzándolas una a una contra la rama de un pino-. Mas para los profesionales la cosa varía. Y es que ustedes no se han visto nunca ante el suplicio de tener que imaginar una narración medianamente nueva. Por ejemplo, amigo Pomar, ¿usted sería capaz de darme un asunto?
Aurelio se alza de hombros y murmura:
- Sí. ¿Por qué no? No hay nada tan fácil.
Se ensimisma un instante, y añade:
- Veamos… ¿Recuerda usted aquella frase de Schopenhauer que dice «si no hubiera perros no querría vivir»?
- La recuerdo.
- Perfectamente. Esa frase es lo más serio y lo más trascendental que hay en toda la obra de aquel viejo gastrálico. Venga usted…
Pomar conduce a su amigo hasta uno de los extremos del jardín, se abate en el suelo y muestra una losa cuadrada, que se empotra en el césped.
- ¿Qué es eso? -pregunta Rondó.
Y lee mentalmente el epitafio de la losa: «AQUÍ YACE SATURNO, QUE SE SUICIDÓ UNA MAÑANA.»
- Esto -responde el Aurelio- es el asunto que usted me pide para ese cuento que necesita escribir. «Saturno» fue un perro que, como el epitafio advierte, se suicidó cierta mañana de octubre. Voy a contarle la historia del suicida. No es demasiado larga.
Hay un breve silencio, y vuelve a hablar:
- «Saturno» era un Alsacia-Lorena sin mezcla. Tenía el pelo de color de ámbar, y una gran estampa. Era un espléndido ejemplar. Como todo en la vida de «Saturno» fue excepcional y extraño, vino a mi poder de un modo raro: cierta tarde, al despertar de ese sueño aplomado que sigue a una noche pasada en insomnios, vi a «Saturno» sentado a los pies de mi cama. Nunca supe cómo llegó hasta allí, pues el perro, como usted supondrá, se reservó el secreto de su aparición… Me atrevo a imaginar, no obstante, que alguien dejó abierta la verja del jardín y que «Saturno», harto de algún amo que quizá no reconocía sus méritos, se entró hasta mi alcoba buscando un acomodo mejor y un mayor afecto.
- Es muy posible. Los perros tienen mucho amor propio -dice Rondó mientras contempla con los ojos entornados las estribaciones de la Sierra- y son muy sentimentales.
- La historia de «Saturno» -sigue hablando Aurelio- se desarrolló en tiempos lejanos. Por entonces yo estaba soltero y mi padre vivía aún. Usted recordará, seguramente, la traza psicológica de mi padre. Era sólo dieciocho años más viejo que yo, y por aquella época tenía cuarenta y viajaba constantemente. De cuando en cuando
venía a visitarme; se me llevaba seis o siete mil duros que mermaban un poco más mi herencia materna y volvía a irse a cualquier ciudad deleitable, Montecarlo, Aix, Spa, Constantinopla, donde proseguía una existencia dedicada a la diversión y libre de toda clase de preocupaciones.
- Creo ver a su padre -murmuró Rondó haciendo retroceder su memoria.
- Refinado, culto, gran lector y gran conversador, jugador flemático y mujeriego insaciable, mi padre irradiaba simpatía, y se le buscaba, se le reclamaba; no ha existido hombre que tuviese tantos amigos y que hubiese amado más mujeres. Como toda persona dedicada exclusivamente al placer dejaba a su paso manantiales de lágrimas; él, por su parte, nunca volvía atrás la cabeza. Nuestras relaciones eran muy superficiales; realmente habíamos invertido los términos, y mientras él resultaba ser el hijo alocado y versátil, yo pasaba a ser el padre sereno y razonador. En pocas palabras: le quería, pero le tenía por un hombre sin seso, aunque no dejaba de encontrar gracia en aquel vivir suyo tan descentrado.
- En suma -exclamó Rondó- que era un superficial; o lo que es lo mismo, que sabía vivir.
- Sí; quizá…
Los dos hombres callan nuevamente.
- Volviendo a «Saturno» -prosigue Aurelio Pomar- desde el día de su aparición fue para mí un verdadero compañero; me acompañaba a todas partes y era -como todos los perros- el amigo ideal, pues escuchaba atentamente cuanto yo le decía, y, en cambio, jamás me dirigía la palabra… Con la constante compañía de «Saturno» llegué a hacerme pueril como un niño, pues nada hay tan infantil, y al mismo tiempo tan profundo, como la amistad permanente y la permanente adhesión de un perro. Cierto día, incluso, comuniqué a «Saturno» mi proyecto de boda, y él lo aprobó con un gesto levísimo. En realidad, él conocía ya el proyecto, o, mejor, lo «veía venir» porque mis amores con Elena, desde su principio, habían sido presenciados por «Saturno». Me casé. Usted conoció a Elena; usted admiró a Elena un verano, en Biarritz, ¿no es cierto?
- Sí -replicó Rondó-, la conocía y la admiré. Era hermosísima.
- Por entonces, cuando nos vimos con usted en Biarritz, «Saturno» se «había suicidado ya». Y, a causa de aquella penosa circunstancia, yo no sé si usted llegó a enamorarse de Elena…
Ceferino Rondó levanta, asombrado, la mirada de sus ojos oscuros, llenos de estupor.
- ¿Por qué dice usted eso? ¿A qué viene eso, Pomar? Yo hubiera sido incapaz de… -protesta.
Aurelio sonríe dulcemente, y replica:
- Ya Elena descansa bajo el suelo, lo mismo que «Saturno»; nada importa nada. Todo es susceptible de olvidarse, de perdonarse… El fantasma de ella no puede romper nuestra vieja amistad.
Rondó va a decir algo; pero Aurelio se lo impide.
- Escúcheme -le ruega-. A poco de casarse, descubrí en «Saturno» una facultad prodigiosa: la videncia.
- ¿La videncia?
- «Saturno» era lo que podríamos llamar «un perro vidente». Pero, ¿se podía llamar a aquello, efectivamente, videncia, o era instinto? No sé bien. Ni me importa. «Saturno», que había tomado a Elena vivísimo afecto, se convirtió en guardián de su fidelidad. Nunca se vio cancerbero más escrupuloso en la dilatada familia de los canes, y si «Saturno» no tenía tres cabezas merecía tenerlas, como su ascendiente mitológico. En aquel tiempo yo tenía muchos amigos, creados por mi soledad, por mi dinero y por mi soltería, y el matrimonio no era razón para que esos amigos me abandonasen. Todos ellos siguieron visitándome tal vez con mayor asiduidad… ¿Usted comprende? Elena era tan bonita…
Pomar hace una pausa y permanece varios minutos jugueteando con unas briznas de hierba.
- Todos menos uno -agrega-, uno que ya ha muerto -Víctor Zuazo-, me visitaban pensando en Elena y con la atención concentrada en Elena. Y yo lo sabía porque, tras largas conversaciones, pude convencerme de que «Saturno» recibía gruñendo a los que ocultaban semejante intención, y sólo tenía corvetas y caricias para Víctor; es decir, para el amigo fiel.
- ¿Es posible?
- Lo era. Merced a su videncia extraña, «Saturno» venteaba los malos deseos; su instinto maravilloso le indicaba quiénes rumiaban la traición. Y cuando uno de aquellos amigos entraba en casa, «Saturno» le mostraba sus mandíbulas terribles y parecía atacado por la rabia.
- ¡Es singular! -susurró Rondó. -La historia concluye, amigo mío. Usted, con su perspicacia de artista, quizá ve ya el final… ¡Sí! Al año de casados, mi padre vino a vernos. Elena y yo fuimos a esperarle a la estación. Durante el camino se mostró alegre, chispeante, locuaz. Al entrar en el jardín, juntos los tres, se me cuajó la sangre. «Saturno», que vagaba olisqueando por entre los evónimos, salió a nuestro encuentro, rugió, ululó, se lanzó contra mi padre lleno de furia. Fue preciso que Elena le contuviese con la enorme influencia que ejercía sobre el animal.
Aurelio Pomar calla nuevamente para añadir:
- La conducta de «Saturno» era espantosa. De ella podía deducirse que…
- ¡Por Dios! -exclama Rondó ante la abrumadora idea.
- Siguió una noche terrible para mí -dice Pomar- Aún sufro al recordarla. De madrugada salí a este jardín y maté al perro de dos balazos.
- ¿Lo mató?
- En realidad, fue «Saturno» quien se suicidó -responde Aurelio-. Denunciada aquella mala pasión de mi padre, alguien tenía que morir. Él era sólo un perro. «Saturno» no comprendió que sería él, ¡claro!, el que moriría…
Nuevo silencio se extiende sobre Pomar y sobre Rondó. Ya la noche ha cerrado completamente.
- Y ahí tiene usted -dice Aurelio- un asunto para ese cuento que debía escribir, amigo mío…
- No utilizaré nunca ese asunto -contestó Rondó-. Es demasiado serio.
Pomar lanza una carcajada.
- ¡Bah! -exclama-. En el mundo no hay nada demasiado serio. El tiempo es fuego y lo devora todo. Hace frío. Vamos al comedor.
Y los dos hombres entran en la casa.
He aquí las nueve historias de mi tío Pontricacio Contricanis que le había ofrecido trasladarle al lector.