(M + A) x (H -A) = DG
o, lo que es lo mismo: Mujer más Amor, multiplicado por Hombre menos Amor, igual D G, o sea disgusto gordo.
Porque estas cosas siempre acaban con un disgusto gordísimo.
Por lo demás, los disgustos son manjares predilectos del amor: sin disgustos y sin discusiones, el amor se convertiría en una mermelada de ciruela, y la mermelada de ciruela no es bastante para llenar las aspiraciones de toda una vida.
Las discusiones entre enamorados no significan que esos enamorados no se lleven bien, ni que deban separarse para ser felices. Las discusiones entre enamorados son universales y significan únicamente, señores y señoras, que el eje de la discusión en el hombre es fijo y en la mujer es movible.
Ejemplo de esto…
Un hombre y una mujer -busquemos dos tipos corrientes- discuten (busquemos una discusión también muy corriente) sobre si ella se debe cortar el pelo en melena o no. El hombre dice que no, porque los hombres se han opuesto siempre al pelo cortado y a jugar al escondite pasados los treinta años.
Y, fijando el eje de la discusión, el hombre exclama:
- No quiero que te cortes el pelo en melena.
Si en la mujer también fuese fijo el eje de la discusión, ella respondería:
- Pues yo sí quiero cortármelo.
Y uno de los dos acabaría por ceder, o se iría cada uno por su lado, o se matarían mutuamente; en suma, no habría discusión. Pero la mujer, moviendo el eje de la discusión, lo que contesta es esto:
- Pues Luisita, la del principal, se lo ha cortado.
Obsérvese que el eje de la discusión ya no es el pelo, sino Luisita, la del principal. Y así, el hombre, arrastrado por la mujer, responde:
- ¡Luisita es una idiota que tiene un novio que canta flamenco!
La mujer, moviendo otra vez el eje de la discusión, replica:
- Lo que canta el novio de Luisita son guajiras.
Y el eje de la discusión ya no es ni el pelo corto ni el pelo largo, ni Luisita, la del principal, sino el novio de Luisita.
El hombre vuelve a deslizarse por el plano inclinado que le ha puesto delante la mujer, y declara:
- ¡Igual me fastidian las guajiras que el flamenco!
Y el jefe de la discusión es ya el flamenco y las guajiras.
Ella contesta:
- ¡Cómo que eres incapaz de comprender una palabra de música!
Él grita:
- ¡Estoy harto de oír Beethoven!
Ella gruñe:
- ¿Tú? ¿Beethoven, tú? ¡Pero si lo confundes con Wagner!
Y el eje de la discusión es ya la música alemana.
Sucesivamente, y, siguiendo el mismo extraño mecanismo, el eje de la discusión pasa a ser los canales de Venecia, y luego la torre Eiffel, y después las corbatas de Adolfo Menjou, y más tarde los faquires indios, y los espejos biselados, y la Raquel Meller. Por fin, como Raquel Meller acaba de cortarse el pelo en melena, los enamorados discutidores tienen la suerte de poder volver a hablar de los cabellos de ella, para perderse otra vez, al poco rato, en una selva verbal que va desde los monarcas egipcios a las boquillas de ámbar, pasando por Einstein, las combinaciones de crespón de seda, los cuadros del Greco, la utilidad del trineo en Rusia, el capitán Nemo, las minas de Almadén y el café puro como facilitador del insomnio. Ésta es la causa de que un hombre que discute con una mujer puede prolongar su discusión -si tiene gusto en ello- durante quince horas, veinte horas, cuatro días, seis semanas, tres meses o cuarenta y cinco años bisiestos.
Y de nada le valdrá recurrir a trucos ya utilizados muchas veces, como es, por ejemplo, el no contestar y responder a todo con un silencio de panteón. Porque si a una mujer la contestáis algo demoledor, se volverá iracunda; pero si no le contestáis nada, os odiará con todas sus potencias. Y, por otra parte, las mujeres tienen siempre recursos para sacaros de un mutismo voluntario. Algunas llegan a jurar solemnemente que se suicidarán abriendo las llaves del gas. Y el hombre se apresura a echarse a los pies de la mujer suplicándole que viva, porque un suicidio por gas cuesta de trescientas a trescientas cincuenta pesetas, y si no hubiera suicidios de esa clase los accionistas de la Compañía de Gas de Madrid, como todo el mundo sabe, no podrían cobrar los dividendos que cobran.
Sea como sea, la discusión no acabará nunca, mientras la mujer no quiera, porque el hombre discute por instinto de conservación y la mujer discute por instinto de conversación. Un solo medio, un solo resorte tiene el hombre para acabar una discusión con una mujer: meterla en un taxi, llevarla a una tienda de sombreros y pronunciar estas palabras terribles:
- Elige los que quieras.
Pero este remedio está al alcance de muy pocas fortunas. Causa bastante para que ese remedio no suela utilizarse y para que las discusiones se prolonguen durante largas semanas, hasta llegar al crimen pasional.
Porque no hay que olvidar que todo crimen pasional es el epílogo de una discusión de cinco meses. Y he aquí, llegada como sobre ruedas, la ocasión de decir dos palabras que hace tiempo que me van por la voluntad acerca del crimen pasional, señores. Porque el crimen pasional -en relación tan directa con el amor- se ha estudiado muy deficientemente hasta ahora, y necesita que le dediquemos dos párrafos didácticos.
El crimen pasional, señoras y caballeros, y va de párrafo, es repugnante, ciertamente. Es repugnante, pero… tan comprensible…, tan explicable…, tan justificable… De mí sé decir que si fuese abogado y me viese en la triste obligación de defender a un individuo que hubiese cometido un crimen pasional, le defendería de esta manera:
«Heme aquí, señores letrados, abogado por el pesado fardo de la tradición. (Y me inclinaría para dar idea de lo pesado del fardo.) Muchos han sido, muchos, los hombres que delinquieron como ha delinquido ese hombre que está ahí, entre dos guardias eminentemente civiles. Muchos han sido… ¡Muchos! Y las mismas palabras e idénticos conceptos se pronunciaron para intentar salvar a unos que a otros. ¿Qué palabras fueron éstas, señores magistrados? Fueron palabras de disculpa; fueron palabras de piedad; fueron palabras en las que se hallaba condenado todo lo que tiene de irresponsable el amor. (Aquí bebería agua la primera vez.) No obstante, yo no voy a repetir esas palabras: yo no voy a deciros que el amor sea irresponsable; el amor, señores magistrados, es sencillamente idiota.
»Un hombre enamorado que mata al objeto de su pasión no es un hombre a quien el amor ofusque; podrá ser, si acaso, un hombre a quien el amor idiotice, pero ante todo y sobre todo, señores magistrados, será un hombre que no tiene paciencia para discutir.
»El hombre que adora a una mujer, que la adora desde que se puso puños postizos por vez primera, no la mata, ¡no!, porque esa mujer le diga de pronto que no le quiere.
Porque a la mujer que después de jurarnos amor durante doce años nos comunica una tarde de mayo que no nos ama, le solemos contestar que tome duchas. (Vuelvo a beber agua para humedecer el párrafo.)
»Ese hombre que aparece sentado hoy en el banquillo, y que por cierto se va a romper el pantalón de un momento a otro con un clavo que el banquillo tiene, ese hombre, digo, tampoco habría matado a su novia porque ella le dijese que no le amaba ya. La ha matado en plena excitación, porque empezó a discutir con ella acerca del amor, y por culpa de ella, señores magistrados, acabó discutiendo de la producción de azúcar en las fábricas de Épila durante el último semestre.
»¿No es esto un motivo de irritación capaz de llegar al crimen? ¿Habrá quien lo dude, señores magistrados? (Aquí bebo agua de nuevo para que los señores magistrados mediten la pregunta.)
»Sin embargo, yo quisiera enfrentarme con el juez que hubiese condenado a ese hombre, pisoteando en su solapa la gardenia de la libertad. (Rumores de admiración.) ¡Yo quisiera enfrentarme con el juez que hubiese condenado a ese hombre para estudiarle por dentro! Y le diría: lo que usted ha hecho, señor juez, es monstruoso como el puente colgante de Brooklyn. Póngase durante unos minutos. ¡Si usted, señor juez, llegase a su casa, y entablara una discusión con su respetable esposa y su respetable esposa comenzase afirmando que los filetes de solomillo son tiernos para llegar a la conclusión de que el Príncipe de Gales no se ha caído nunca del caballo, ¡usted también la mataría, señor juez!»
Ésta es, señores, la verdadera y única explicación y la verdadera y única defensa del crimen pasional. Explicación y defensa gigantescas, y explicación y defensa bien justas y legítimas. Pero tal vez creeréis, después de oír lo oído, que yo pretendo difamar a las mujeres o que las aborrezco. Nada tan lejos de mí como el misoginismo. Sin mujeres, sin luz eléctrica, sin giro telegráfico no podríamos vivir. Y sin el amor de la mujer, ¿qué sería la vida del hombre?
Una mujer, un amor y un marco adecuado y una expresión adecuada… He ahí la razón suprema de la vida.
Porque el amor -más que nada- necesita un marco adecuado y una adecuada expresión. Las palabras desilusionan más que los hechos, y, más que los propios hechos, entusiasman.
Yo me separé de una mujer que era toda mi vida porque decía erespeztive, fisionomía, dentífrico y menisterio. Y, en cambio, adoré a otra insignificante porque la oí pronunciar solidaridad sin equivocarse.
Pero observo que he hablado del amor en los hombres y en las mujeres y todavía no he dicho nada del amor en los tranvías de la Prosperidad.
Sin embargo, estos tranvías pasan tan de tarde en tarde y marchan tan despacio, que ellos dan un contingente extraordinario de enamorados en Madrid. Puede afirmarse que el 70 por 100 de los matrimonios tienen origen en los tranvías de la Prosperidad.
Los viajeros se aburren, se miran unos a otros, calculan el dinero que llevará en la cartera el viajero que se sienta enfrente, y si los que coinciden vis-a-vis son una mujer y un hombre, el amor nace -no por mutua contemplación admirativa, sino por aburrimiento- imponderable. Sobreviene la declaración, los enamorados se cuentan sus vidas y las de sus familiares, regañan, se reconcilian, se piden el primer beso, discuten el barrio donde gustarían de establecer su hogar, eligen cuidadosamente los muebles preferidos, invierten dos días en especificar si pondrán un solo lecho matrimonial o dos lechos pequeños uno junto al otro. Cuando surge ya el primer bostezo, hijo de un trato asiduo, observan con sorpresa que el tranvía en que viajan se halla todavía en la plaza de Santa Bárbara.
Así se explica que haya algunas parejas que -conociéndose en la Red de San Luis- se hayan divorciado al desembocar en Diego de León.
No obstante estos casos aislados, el Gobierno debe declarar monumentos nacionales estos tranvías de la Prosperidad, que son -pudiéramos decir- el carruaje de Cupido con freno eléctrico. Y debía dictarse una disposición ordenando que los conductores y los cobradores de esos tranvías fuesen vestidos de angelitos y llevasen un carcaj con flechas colgadas del lado diestro. Puede que el público se carcajease del carcaj, pero eso ¿qué podía importar si la intención era buena?
Hace cerca de una hora que estoy leyéndoos cosas relativas al amor. Podría seguir seis horas más, porque el tema es inagotable, pero creo que sería preferible que todos, aprovechando la hermosa tarde que hace, nos fuésemos a dar una vueltecita por la calle de Alcalá. Sí, sería preferible. Así es que…
He dicho, señoras y señores.
Me pesa declararlo, señoras y señores. Pero, aunque me pese, no tengo más remedio que dejarlo dicho: lo peor que hay en el mundo son los hombres y las mujeres.
Si estuviese convencido de que ustedes se hallaban de acuerdo con mi declaración, la misión mía habría concluido aquí. Ahuecaría la voz, exclamaría: «Lo peor que hay en el mundo son los hombres y las mujeres», y me iría a tomarme un helado de chocolate, matiz de la frialdad que me apasiona. Ustedes pensarían: «Pues no ha dicho ninguna novedad», y la Dirección del Liceo protestaría: «Esto es una vergüenza; para decir eso únicamente no hacía falta que hubiésemos anunciado su conferencia.» Y a mí me costaría regañar con ustedes y con la Dirección.
Felizmente, según he podido observar, nadie está de acuerdo conmigo cuando afirmo que lo peor que hay en el mundo son los hombres y las mujeres, y como mi propósito es convencer a todos de que esa sentencia es inapelable, me veo ahora precisado a hablar durante una hora para demostrar la exactitud de la teoría.
Espero que ustedes sabrán agradecer mi sacrificio.
(1) Esta conferencia fue pronunciada por su autor en el Liceo Francés de Madrid, en la primavera de 1928. - Nota del editor.
Conviene comenzar exponiendo una verdad vulgarísima, a saber: la Humanidad no ha vivido feliz nunca. Los optimistas, con los hermanos Álvarez Quintero a la cabeza, afirman que la vida es una cosa encantadora y que no hay nadie que no sea dichoso. Mentira. Absolutamente mentira. Si acaso, si acaso me lanzo a admitir que sean dichosos los hermanos Álvarez Quintero: ellos tienen un capitalito muy saneado, no se enamoraron, hablan con acento andaluz y veranean en El Escorial; cuatro circunstancias que pueden quizá llevar a la dicha. Ellos, bueno; pero los restantes humanos, que nos enamoramos varias veces al día, o por lo menos, al mes; o, por lo menos, al año; que no tenemos capitalito saneado, ni hablamos con acento andaluz, ni veraneamos en El Escorial, somos desgraciadísimos. Pues, ¿qué? ¿Piensan ustedes que lo digo en broma? ¿Pueden dudar, ni siquiera un instante, que los que hablan con acento andaluz tienen mucho adelantado para ser dichosos? Hagamos una rápida prueba. Cojamos un motivo de desdicha: un dolor de muelas, por ejemplo, que es el sufrimiento más agudo de la edad moderna. Cojamos el dolor de muelas y apliquémoslo a un hombre que hable con acento castellano y a otro que hable con acento andaluz, y preguntémosle a los dos qué les sucede. El castellano responderá con acento sombrío:
- ¿Qué va a sucederme, hombre? ¡Que esta muela me duele que me rabia! ¡¡Mi suerte perra!!
¿Puede darse algo más desgraciado que esta actitud? En cambio, el hombre que habla con acento andaluz nos dirá:
- ¿Que qué me susede? La muelesita esta, que me está hasiendo tira desde antiayer… ¡Mardita sea mi suerte, hombre!… Que se lo juro a osté: esta muela es un hueso…
Y después de decir eso, que sus oyentes celebrarán con risas como es obligación hacer cuando un andaluz habla, el interesado mismo lanzará una risita, que por sí misma nos demostrará, sin necesidad de otra prueba, lo mucho que lleva adelantado en el camino de la dicha el hombre que habla con acento andaluz. Por ello no debemos hacer caso a la falsa filosofía del grupo optimista que capitanean los hermanos Alvarez Quintero, sino analizar la vida fríamente; y así veremos claro que la Humanidad ni lo es hoy ni ha sido feliz nunca.
Aisladamente, el hombre se ha sentido a veces dichoso; ejemplo de hombre que fue dichoso viviendo solo: Robinsón Crusoe. En cuanto a la mujer, ésa no ha sido dichosa ni viviendo aislada. La prueba es que, habiendo habido en la Historia más de un Robinsón, no ha habido jamás ni una sola Robinsona.
Pero la reunión del hombre y la mujer es la doble personificación de la desdicha, y como las leyes naturales y las señoras gordas tienden a que el hombre y la mujer se reúnan, resulta que la desdicha es el cetro de la existencia. Por lo demás, ellos se han apresurado siempre a buscar un tercero para echarle la culpa de lo que les sucedía. En la época bíblica, Adán y Eva echaron la culpa de sus disgustos a la serpiente. En nuestros tiempos se le echa la culpa a la suegra. ¡Y hay que ver el jugo que se le ha sacado a la pobre señora!
La Historia, que es el grifo donde abrevamos los que pretendemos hacer un trabajo serio, nos ofrece múltiples ejemplos de que el hombre y la mujer han culpado siempre a una tercera persona de sus propios extravíos. Marco Antonio y Cleopatra le echaron la culpa a Octavio. Los amantes de Teruel, al padre de ella, que dicen que era muy bruto. Hero y Leandro le echaron la culpa al Helesponto. El Dante le echó la culpa al Destino, que es a quien mejor se le puede echar culpas, porque se aguanta con todo. Fausto y Margarita hicieron que el Diablo cargase con el mochuelo. Abelardo y Eloísa culparon al canónigo Fulbert. Romeo y Julieta, por fin, les echaron la culpa a sus propias familias enteras y verdaderas.
Y cuando no existía una persona a quien colocarle la culpabilidad, se culpaba a un objeto, a una enfermedad… Y así vemos cómo Ótelo, después de cometer el desaguisado que le ha hecho famoso, dijo que la culpa de todo la tenía el pañuelo. Y Artemisa declaró que la causa de su desgracia era unas fiebres palúdicas que atacaron a su esposo. Y los amantes de Mürger basaban su desdicha en la falta de, un manguito para Mimí; y Cyrano de Bergerac, al tamaño de sus narices; y Teresa y Espronceda, a los ataques de hígado que sufría el poeta; y Armando Duval y Margarita Duplessis, más conocida por «la Dama de las Camelias», le echaban la culpa al bacilo de Koch y al padre de él, a partes iguales.
En fin: la cuestión es no reconocer que la culpa de todas las desdichas que hacen sufrir a las mujeres y a los hombres la tienen los hombres y las mujeres.
Es terrible… Pero al cabo de los años y de los siglos, en la época moderna, todo sigue igual, señores. Cuando hay suegra -como antes he dicho-, es la suegra la que carga con el muerto. Yo me he encontrado en la calle muchos antiguos amigos con caras de desesperación trepidante, y no sé las veces que he sostenido a pulso el siguiente diálogo:
- ¿Qué te pasa?
- ¡Esa mujer! ¡Que me tiene loco!
- ¿Quién? ¿Mariana?
- No. Su madre. ¡Se mete en todo! ¡Opina en todo! ¡Me insulta! ¡Me tiene frito!
- Es natural.
- ¿Encuentras natural que se meta en todo, que opine en todo, que me fría y que me insulte?
- Claro, hombre. En algo tiene que distraerse la pobre señora.
Y el amigo me deja con la palabra en la boca, con lo cual yo soy feliz, al menos momentáneamente.
No he tenido suegra nunca, porque como disfruto de un sistema nervioso muy sólido, no me he casado ni una sola vez. Pero si algún día tuviera suegra, se lo disculparía todo. ¿No disculpamos a esos señores que cuando un auto les salpica de barro se vuelven para insultar a los ocupantes del vehículo? Les disculpamos. Porque sabemos que, más que nada, lo que les sucede es que están rabiosos, porque no tienen auto. Pues, ¿cómo no disculpar a las suegras? Son mujeres: han nacido para el amor; ven que ellas no lo tienen ya y procuran amargarle la vida al que lo tiene… ¡Perfectamente humano y disculpable! Por otra parte, no son sólo las suegras las que se llevan las culpas de la desgracia ajena. Hay -especialmente en los enamorados- un prurito de ver por todas partes enemigos de su felicidad. Unas veces son los padres, que se oponen; o un marido, o un hermano; o el jefe de la oficina, que no le quiere subir el sueldo a él, y que, por lo tanto, es un obstáculo para la dicha de los dos; y así hasta el infinito. Claro que todo esto son historias creadas por el afán instintivo de echar a otro las culpas propias y de aparecer como víctima. Pero, en el fondo, nosotros estamos ya en el secreto de que sólo el hombre y la mujer son culpables de su desdicha.
Ahora bien… ¿Quién lo es más? ¿El hombre o la mujer? ¿Quién es peor? ¿La mujer o el hombre? Trataremos de estudiar este asunto, que, por cierto, está embrolladísimo. Si oímos a las mujeres, creeremos que el peor es el hombre. Si oímos a los hombres, creeremos que lo es la mujer. Analicemos a estos dos mamíferos aisladamente. Y comencemos por el hombre. Las mujeres protestarán de esta falta de galantería. Pero yo no hago sino imitar la conducta del Supremo Hacedor, que también comenzó por el hombre. Y que Él sabía hacer bien las cosas es indudable.
El hombre, señoras y señores, es muy bruto. Desde que nace empieza a hacer brutalidades, y su primera demostración vital es coger un palo y emprenderla a estacazos con los muebles. Crece; a los once años va al colegio saltando los bancos de los paseos, rompiendo el paraguas y dando puntapiés a las cestas de las cocineras. Esto de dar puntapiés es un dato que arroja mucha luz en el estudio del hombre. Primero da puntapiés a las cestas de las cocineras, según hemos visto; luego trata a puntapiés a los botes vacíos que encuentra en la calle; después trata a puntapiés los libros; más tarde trata a puntapiés la pelota de fútbol; a continuación trata a puntapiés a la familia; enseguida trata a puntapiés a la esposa, y, por fin, trata a puntapiés a los hijos.
Hasta que un día, al ir a dar otro puntapié, estira demasiado la pierna, y, al estirar la pierna muere. Ésta es su vida en síntesis. De catorce a diecisiete años, su único ideal es fumar y ver películas americanas. A los diecisiete años empieza a afeitarse una barba que no tiene. Y entra en lo que yo llamo «época de la corbata», y en cuyo espacio de tiempo no alimenta más deseo que llevar sobre la pechera un pedazo de tela lo más chillón posible. En esta edad se queda delgaducho y repugnante; surge la nuez y empieza a decir cosas a las muchachas, poniéndose muy encarnado y chupando el bastón. Las muchachas, que son opuestas a él en belleza, aunque son iguales en estupidez, sonríen al oír aquellas cosas. Primera novia. Doscientas cartas llenas de barbaridades ortográficas. Primeras tonterías, tales como «te querré toda la vida»; «si te casases con otro, te mataría»; «júrame que no has tenido más novios»; «mañana por la tarde, en el Retiro», etc. A continuación atacan al hombre dos enfermedades terribles: la furia del baile y el deseo de llevar siempre recién planchados los pantalones. Estas enfermedades coinciden en el hombre con otras tres dolencias morales: una, el creer que sabe de todo más que nadie; otra, el tratar despóticamente a la familia, y otra, el pretender salir solo de noche. Así que logra salir solo de noche, el hombre suele dar largos paseos por la ciudad, a fin de hacer tiempo a que amanezca, para que el sereno, al verle venir tan tarde, le tome por un individuo dado a la juerga y al libertinaje. En esa época, las madres tiemblan por los hijos. Hacen mal. No hay por qué temblar, como cantaban en La Tempestad hace años. La timidez es la mejor defensora del hombre en esa edad. Pero, en cambio, en esa edad el hombre corre a diario un gran peligro: el de que las personas sensatas, al acercarse a él demasiado, no puedan resistir la indignación que suele producir y acaben pegándole un estacazo. Porque hemos llegado al hombre de veinte abriles; y observamos que hasta ahora sólo hemos hallado en él idiotez y algo de nicotina. Prescindamos de estudiarle durante los tiempos en que se encauza para la lucha por la vida y cojámosle de nuevo de veintiséis a treinta años, cuando ya está formado, cuando ya ha sufrido y cuando ya ha dejado dinero a deber al sastre. Su cerebro ha dado frutos; intelectual y físicamente es todo un hombre, y, sin embargo, sigue siendo un baúl repleto de defectos. Por lo pronto, es de una fatuidad nauseabunda. Siempre se cree más inteligente de lo que es, y desde luego no abriga duda alguna de que es más inteligente que la mujer. Sin embargo, la mujer y él suelen llevarse poco en materia de inteligencia. El tipo exacto de inteligencia comparada -entre la mujer y el hombre- lo da una escena que sorprendí una noche en cierto cine. Una pareja asistía al espectáculo delante de mí; pertenecían a la parte elevada de la clase media. En uno de los letreros de la película, no sé a propósito de qué, se citaba a Shakespeare. La mujer, ignorante, pero sencilla, preguntó al hombre:
- Oye, y ese Shakespeare, ¿quién es? Y el hombre, tan ignorante como ella, pero fatuo hasta el delirio, contestó:
- ¡Pareces tonta! Shakespeare es aquel del bigotito que se bajó del auto al final de la primera parte. La fatuidad del hombre es inenarrable. Observad un grupo de seis individuos que toman el aperitivo en la terraza de un café: una mujer hermosa pasa y mira distraídamente al camarero. Mira al camarero distraídamente. Bueno, pues los seis hombres no sólo se quedan convencidos de que les ha mirado a ellos, sino que, además, cada cual piensa para su interior: «¡Le he gustado! ¡Menudo tío soy!» Palabra, que da asco. El hombre más feo y más torpe, el más tonto, el más inútil se cree digno de una estatua o de un monumento, cuando, en realidad, es sólo digno de una primera piedra: en la cabeza y lanzada con honda. El hombre cree saberlo todo y lo discute todo. Si va a los toros, le da consejos al torero: «¡Éntrale por la izquierda! ¡Espera a que se cuadre! ¡Sácale de las tablas!» Y sale de la plaza convencido de que si se pone delante del toro, el público habría pedido para él la oreja del empresario. Si asiste al boxeo, le aconseja a su boxeador predilecto: «¡Atízale un gancho!
¡Ahora, un directo! ¡Ahora trabájale el estómago!» Y al llegar el triunfo de su boxeador, exclama satisfecho: «¡Vaya, hemos ganado!» Y en el teatro, ante el trabajo de los actores y cuando lee un libro, refiriéndose al que lo escribió, y si presencia una comedia o ve conducir, o asiste a unas cucañas, o contempla el acto de lanzar una cometa, siempre, siempre, el hombre tiene esta frase despectiva e irritante, que debía de estar penada en el Código: «Eso también lo hago yo. Me pongo yo a hacerlo y me sale mejor.» Y si alguien de la familia cae enfermo, le discute al médico:
- ¿No cree usted que debía ponérsele alguna inyección? ¿No le vendría bien un régimen de leguminosas? ¿Por qué no «probamos» con la hidroterapia?
Sin perjuicio de que, al preguntarle lo que es hidroterapia, conteste que es una cupletista francesa.
Y si el fontanero va a arreglar las cañerías de su
casa, el hombre le discute al fontanero. Y al panadero le dice cómo debe fabricarse el pan. Y al ingeniero cómo deben tenderse los ferrocarriles. Y al músico cómo deben escribirse las partituras. Y en el restaurante grita: «¡Si yo me lanzo a hacer esta mayonesa, me sale de rechupete!» Y en el tranvía: «¡Vaya una manera de arrancar! Ese conductor no tiene idea de lo que hace.» Y para aquellos problemas que en cuarenta siglos de civilización no han podido resolverse, cualquier hombre cree haber dado con las soluciones a los tres segundos de meditación.
Especializaos en algo, y no tardaréis en encontrar un hombre -limpio de aquella cuestión- que os dirá cómo debéis
proceder. Y si os emborracháis, y por culpa de la borrachera armáis un escándalo, tampoco faltará un hombre que diga con suficiencia:
- ¡Claro! No sabe beber…
Cuando a vosotros os consta que el beber no necesita aprendizaje. Políticamente, todos los hombres han gruñido alguna vez.
- Si yo fuera Gobierno…
Y el 99 por 100 de ellos, si fueran Gobierno, habría que colgarles de un farol recién pintado. Frente a la mujer, la fatuidad del hombre se engríe más que nunca. Y le dice a todas horas:
- ¿Tú qué sabes? ¿Tú qué entiendes? ¿Quién eres tú para opinar? ¿Me meto yo en tus cosas?
Y, sin embargo, sí se mete en sus cosas. Son miles y miles los hombres que les dicen a las mujeres hasta dónde deben llevar de largos los vestidos, o cómo deben ir peinadas o calzadas. Por mi parte, si fuera mujer, y un portero mismo, aun a riesgo de que ya no hubiera nadie que pusiese el ascensor. Pero ni yo soy mujer ni habría portero que quisiera fugarse conmigo. Afortunadamente. Porque, ¿qué iba a hacer yo danzando por Europa y dirigiéndole a un portero palabras de amor?
El hombre, microbio insignificante de la creación, se cree el eje del universo. Y su obsesión de superioridad es tan grande, de tal modo está convencido de que puede dar lecciones a los demás, que hasta cuando pretende regañar con alguien exclama:
- ¡Voy a decirle a ése cuántas son tres y dos! -como si él fuese el único que supiera que son cinco.
Otros muchos defectos le adornan. Es egoísta y tiene por ideal exigírselo todo a los demás y dar él lo menos posible. Le encanta mandar. Y cree en el amor de las mujeres, siempre que esas mujeres se resignen a estar pendientes de sus oídos y a tener sus oídos sin pendientes. Porque el hombre desea poseer una esclava, y que la mujer no posea ni una sortija. Es grosero y brutal; fuma un tabaco apestoso; tiene mal genio, gracias a lo cual cuando oye decir palabras feas, se enfada; y siempre que se enfada dice palabras feas. Le crece el pelo por todas partes, y de cada veinticuatro horas hay catorce en que la mujer no puede acariciarle, porque le pincha la cara, y las otras diez, porque le pincha el carácter. Llama amor al instinto de la propiedad, y cuando se casa dice «mi esposa» con el mismo tono que diría «mi gramófono», o «mi reloj», o «mi pitillera». Para el hombre, la única mujer decente que existe es la suya, y encontrando muy natural que las de los demás se enamoren de él, no puede admitir, sin llegar a la tragedia, que la suya se enamore de los demás. Si es feo, se cree guapo; si lleva lentes, presume de listo, confundiendo la inteligencia con la miopía; si es calvo, piensa: «¡He trabajado tanto con el cerebro!», en lugar de pensar que la raíz de su pelo era muy pobre. Si es cojo, dice: «¡Soy igual que Lord Byron!…» Si es tuerto, exclama: «¡Soy igual que Nelson!» Si es ciego, aduce: «¡Igual que Hornero!» Si es manco, observa: «¡Igual que
Cervantes!» Si tiene una verruga en la nariz, dice: «¡Igual que Cicerón!» Sus celos son amor propio. No le duele la ofensa, sino el comentario que puedan hacer los demás. Y cuando va por la calle, acompañado de una mujer hermosa, no se alegra y satisface con la contemplación de la belleza de ella, sino con la envidia que va causando a los transeúntes. Si un amigo le desgarra la honra con su maledicencia, grita: «¡Qué infamia! ¡El mundo es un cubil de fieras que se odian!» Pero cuando él deshonra al amigo más íntimo con sus palabras, agrega: «Y conste que yo digo esto por lo mucho que quiero a Fulano.» Cuando en el circo ve a un atleta que levanta una pesa de 200 kilos, dice: «Pchss. No está mal.» Pero cuando él consigue levantar una maleta de doce kilos, exclama: «¡Qué fuerte soy, qué bárbaro!» Si uno le pide dinero, lo niega pensando: «¡Es un fresco!» Pero si se lo niega al pedirlo él, piensa: «¡Es un canalla!» Exige de la mujer grandes pruebas de amor, no tanto para sentirse dichoso, sino para poder decirles a los amigos: «Está loca por mí.»
Resumiendo: Cuando es genial no hay quien le trate. Cuando es guapo no hay quien le sufra. Cuando es inteligente no hay quien le soporte. Cuando es torpe no hay quien le aguante. Cuando es vulgar no hay quien le resista.
Por lo demás, el hombre es encantador.
Y las mujeres no deben olvidar estas sentencias, que le definen de la cabeza a los pies:
«El hombre es igual que el ciprés: una cosa larga y estrecha, que acaba siempre por ponernos tristes.»
«La mujer que vea llorar a un hombre debe apresurarse a comprar un impermeable.»
«El hombre es como los barómetros. Cuando os señala mal tiempo, tempestad segura; y cuando os señala buen tiempo, es con inclinación a variable. Pero siempre acabará señalándoos.»
«La muerte tiene un lado bondadoso: hace viudas.»
«Un hombre es lo mismo que cinco hombres. Cinco hombres es lo mismo que quince hombres. Quince hombres es lo mismo que un rebaño de camellos.»
Quedan dichas, señores, algunas de las cosas que pueden decirse del hombre. Nuestro estudio ha sido breve, pero implacable. Me imagino lo que habrán disfrutado las mujeres viendo al hombre metido en el prensapurés del análisis. Sin embargo, nos proponíamos estudiar los dos seres, y ahora le toca el turno a la mujer. No iban a irse ellas de rositas, tanto más cuanto que también tienen lo suyo…
El instinto más diáfano del hombre es la brutalidad. En la mujer, el instinto más diáfano es la incongruencia. Se ha afirmado que la mujer es inconsciente, y pérfida, y engañosa, murmuradora. Pero al afirmar todo eso no se ha dado en el clavo. La mujer es, sencillamente, incongruente. Definir la incongruencia no es cosa fácil. Lo incongruente es lo que no tiene sentido, ni lógica, ni razón. Ser incongruente es pensar lo que no se
quiere, y hacer lo contrario de lo que se calcula, y desear lo que se desprecia, y protestar de lo que se ansia, y afirmar lo que no se cree, y aplaudir lo que no nos gusta, y preferir lo que se rechaza, y decir no, cuando se proponía uno decir sí; y contestar a un ¿cuándo? con un veremos, y decir ¿qué? cuando había que decir ya lo sabía. Ser incongruente es tener habilidad bastante para volver locos a los que nos rodean. Por eso digo que la mujer con la ayuda del razonamiento es lo mismo que intentar conducir 19 gatos por carretera con la ayuda de un látigo. La mujer no sabe nunca lo que tiene ni lo que quiere, ni lo que ama, ni lo que odia. Si está sola en el mundo, os dice que su felicidad está en tener familia. Pero si tiene familia se escapa de su casa a correr sola por el mundo. Cuando no tiene vestidos elegantes ni joyas buenas su ideal son las joyas y los vestidos. Pero cuando unos y otros le sobran manda detener su automóvil para mirar a una modistilla que habla en una esquina con su novio y suspira: ¡Quién fuera ella! Si tiene motivos de tristeza os la encontráis riendo y os dice: Hay que olvidar. La vida es corta. Pero si tiene motivos de alegría os la encontraréis llorando y gimiendo: Qué vale todo, si la vida es un suspiro. Solloza y se desespera y se retuerce las manos diciendo que la tratáis sin cariño. Pero el día que os presentáis ante ella cariñosos murmura: Déjame, que cuando estás tan cariñoso es señal de que me engañas con otra… Si os afanáis por estar siempre al comente de lo que hace a todas horas del día, os dirá: Eres insoportable. ¿Te he de dar cuenta de todo? Pero si no le preguntáis nada de su vida, protestará: ¿Y eso es lo que te importo? Ni me quieres ni mes has querido nunca. Hacedla un regalo, y exclamará: No tolero que te gastes el dinero en mí. Pero no la regaléis nada, y os reprochará: Jamás te has gastado en mí ni un céntimo. Cuando la elogiáis, por ejemplo, un sombrero, lo guarda en casa y no se lo vuelve a poner. Y si no se lo elogiáis para lograr que no se lo ponga, lo llevará puesto a todas horas. La mujer es absorbente y dominadora. Si no puede dominar por el terror, domina por la dulzura; si no puede dominar de frente, domina dando un rodeo. Por eso cuando es morena y al hombre le gustan las rubias, ella se apresura a teñirse, porque ya que no dominaba por sus cualidades físicas, procura dominar por sus cualidades químicas. Su obsesión es la belleza. Pedidla que prescinda de comer y prescindirá. Mas nunca lograréis que prescinda del espejo, y en los escaparates lo primero que admira es su propia imagen reflejada en el cristal. Si es guapa, dirá: Me arreglo para estar todavía más guapa. Y si es fea, también os dirá que se arregla para estar todavía más guapa.
Si queréis que una mujer os odie elogiad a otra delante de ella; pero si queréis que os odie aún más no la elogiéis a ella delante de otra. Al oír un piropo, la mujer no piensa: Le he gustado a ése, sino que piensa: Soy estupenda. Habladle de vuestros asuntos más graves y tendréis que aguantar el que acabe bostezando; pero si vosotros bostezáis en el momento en que os describe los vestidos que
se está haciendo promoverá un disgusto de seis horas. Su prurito es sentirse admirada. Al arreglarse frente al tocador os dirá: Lo hago por ti exclusivamente; quiero agradarte a ti; el resto del mundo no me interesa. Pero proponedla que salga a la calle sin arreglarse, y contestará: ¡Vamos, estás loco! ¿Cómo voy a salir así? Y hasta tal extremo llega su obsesión de sentirse admirada, que si vais por la calle con una mujer, y observáis que otro hombre la mira, y se lo advertís: Aquel idiota te está mirando, ella dirá muy asombrada: ¡Ah! ¿Sí? Y sin embargo, se había dado cuenta de ello diez minutos antes que vosotros. Comúnmente, la mujer es voluble y olvidadiza, pero su incongruencia es tan grande que, a veces, a fuerza de ser incongruente, se hace constante. Si un hombre no la quiere, ella le adora toda la vida. Si tiene varios hijos, pone más amor en el que no lo merece que en los que lo merecen.
Cuando alguien se muere se echa a llorar terriblemente, y si se la espía se la oye decir: ¡Pobre Fulanita! ¡Quién iba a pensar que se iba a morir tan joven! Tendré que ponerme luto. ¡Y con lo mal que me sienta a mí lo negro! Afirma despreciar el dinero, no obstante lo cual, al conocer a un hombre bizco exclama: Es bizco; mas si se entera de que tiene dinero, rectifica diciendo: Vuelve un poquirritín el ojo derecho, pero eso le hace gracia.
La verdad es que me duele en el alma seguir diciendo cosas desagradables de la mujer, pero, ¿qué hacer, si todavía quedan algunas?
No se me ocurre más que una solución: recurrir al eco.
Al eco, sí. Porque el eco, ese fenómeno acústico que repite el final acentuado de nuestras frases, puede contestar perfectamente a cuantas preguntas le hagamos relacionadas con la mujer. Intentaré la prueba para convencer a ustedes y para librarme del penoso trabajo de ser yo quien condene a la mujer, esa maravilla que Dios creó lo último, porque ya no podía crear nada más complicado y sutil. Yo haré algunas preguntas y el eco dará sus respuestas. Perdonémosle si algunas son demasiado fuertes. El eco está ya prevenido.
Empieza.
- Vamos a ver, eco, ¿cuánto dura el amor de las señoras?
- …oras.
Horas nada más, señores. El eco lo ha dicho. Sigamos con las mujeres.
- ¿Qué es su gracia, su belleza, su elegancia y su donaire?
- …aire.
Aire, que es lo mismo que decir «nada».
- ¿Cuándo llegan las mujeres a las citas de por la tarde?
- …tarde.
Tarde. Ellas siempre llegan tarde.
- ¿Y cuándo llegan a las citas de por la mañana?
- …mañana.
Es decir, al día siguiente; se está uno veinticuatro horas esperándolas. Continuemos.
- ¿Cuánto tarda en dejar de amarnos la mujer que nos jura amor al mediodía?
- …medio día.
En medio día deja de amarnos. ¡Es terrible!
- Y ahora contesta, eco… ¿Qué acaba por producirnos la mujer que más nos entusiasma?
- …asma.
Es verdad. El amor nos deja asmáticos. Pero sigamos.
- ¿Cuáles son las únicas preocupaciones de las bellas?
- …ellas.
Ellas mismas. El eco tiene razón. Y luego lo interesadísimas que suelen ser.
- ¿Qué es lo primero que le piden la mayor parte de las mujeres al hombre incauto?
- …auto.
- ¿De qué marca se lo piden si el hombre es naviero rico de El Ferrol?
- …rol.
Le piden un Rolls.
- Y cuando se meten en su casa, ¿qué es lo que se disponen a ser sin andarse por las ramas?
- …amas.
Quieren ser las amas. Y la mayor parte de las veces lo consiguen. Veamos.
- ¿Qué otras cosas hay que son tan peligrosas como las mujeres y que también cuestan pesetas?
- …setas.
Porque no se puede negar que las setas cuestan pesetas y son peligrosísimas.
- Resumiendo, eco, ¿qué es el hombre que dice; «Si no me quiere Fulanita me suprimo»?
- …primo.
- Sí, señor; es un primo.
Con esta consecuencia concluye el estudio de la mujer, y como el del hombre lo hemos concluido antes, puede decirse que nuestro trabajo está terminado en sus dos partes.
Queda hacer el balance. ¿Quién es peor, el hombre o la mujer? Tenemos datos bastantes para reducir ambos a dos fórmulas. La fórmula del hombre es de cada 100 gramos de su organismo: Brutalidad, 50 gramos. Presunción, 5. Talento, 5. Egoísmo, 5. Envidia, 15. Instinto paternal, 10. Fuerza, 10.
Y la fórmula de la mujer es esta otra. Por cada 100 gramos de su organismo tiene: Vanidad, 30 gramos. Belleza, 16. Instinto maternal, 18. Envidia, 30. Talento, 5. Fuerza, 1.
A simple vista se ve que entre uno y otra hay empate. No podemos decir que lo peor que hay en el mundo sean las mujeres, ni que lo sean los hombres. Son todos iguales de malos. De manera que lo peor que hay en el mundo son los hombres y las mujeres.
Tenía yo razón.
He dicho.
He dicho que tenía yo razón.
Lo primero que tiene que cuidar el ser humano llamado hombre al disponerse a dar una conferencia es buscar un tema interesante y apretarse el nudo de la corbata.
Por mi parte, ya he procurado buscar y encontrar el tema interesante: «La mujer como elemento indispensable para la respiración», y ahora -a la vista de todos, para que se vea que no hay engaño- voy a apretarme el nudo de la corbata.
Ya está. Adelante.
Cuando -tan amablemente- se me invitó hace dos semanas a leer aquí unas cuartillas, supe que el público a quien iban destinadas estaría integrado, en gran parte, por mujeres. Por mujeres. Fijaos bien que digo «por mujeres». O lo que es igual: por la flor y nata del sexo femenino. Porque para mí el sexo femenino no es todo él admirable, sino que se divide en cuatro grupos, que son: Muchachas bombillas, Individuas tanques, Señoras psitacósicas y Mujeres.
Llamo muchachas-bombillas a aquellas representantes del sexo femenino que son muy brillantes por fuera y que están vacías por dentro. (Por lo demás todos os halláis hartos de conocer muchachas-bombillas.) Son esas que -como los osos de los húngaros- les basta oír una música cualquiera para ponerse inmediatamente a bailar, que escriben a las estrellas de Hollywood preguntándoles el color de sus ojos, que no salen a la calle si no es escoltadas por una persona de respeto para poder faltarle el respeto a esa persona, que ignoran todo lo que debe saberse y saben todo lo que debían ignorar, que cuando por casualidad cae en sus manos un libro de Fisiología buscan con la mano temblorosa el capítulo en que se habla de las funciones reproductoras del ser humano, que cuando no entienden lo que se les dice se echan a reír y que -a causa de ello- se ven obligadas a pasarse riendo todo el día. Pero para fijar bien este tipo
(1) Esta conferencia fue leída por su autor en la Residencia de Estudiantes el día 7 de abril de 1933.
femenino, primer grupo de mi división, os pondré un ejemplo, arrancado de la realidad, y lo mismo haré luego con los restantes. La «cosa» ocurrió como sigue…
Una tarde, el chiquillo del continental El Hipersuperextrarrápido me trajo una carta de grafismo vertical. Era de mi hermana (el grafismo y la carta), y uno y otra contenían tres cosas que yo sabía hacía tiempo y una que yo ignoraba en absoluto. Véase la epístola:
«Querido hermano (primera cosa sabida): Hace cerca de un mes que no vienes a verme (segunda cosa sabida). No tienes ni pizca de vergüenza (tercera cosa sabida). Ven hoy, sin falta, pues tengo algo que comunicarte.» (Y como yo ignoraba lo que mi hermana quería comunicarme, fui a su casa vertiginosamente.)
- ¿Está?
- Sí, señorito; pase usted a su alcoba.
Entré en la alcoba de mi hermana (muebles chinos, lámpara china, cortinas chinas, alfombra de los Almacenes Rodríguez) y saludé como se saluda siempre a las hermanas mayores, diciendo:
- ¡Hola, peque!
Mi hermana se levantó de su asiento, vino hacia mí y volvió a asegurarse que yo no tenía vergüenza. Cuando pareció completamente convencida me preguntó las horas de mis comidas y los restaurantes que frecuentaba, y acabó exclamando:
- Haces una vida imposible. Allá tú, ¿eh?, porque yo, después de todo, ni entro ni salgo; pero te advierto que te estás quedando delgadísimo.
- ¿Sí?
- ¡Uf! Estás en los huesos.
- Es cosa del verano -contesté yo, como podía haber contestado «es cosa del Dante».
- Sí, sí…, del verano -replicó mi hermana-. Del verano y de la vida que llevas. ¿A qué hora te acuestas?
- No he logrado saberlo desde que vendí el reloj.
- ¿Y te levantas…?
- Ahora madrugo mucho. Hay días que a las doce ya estoy en la calle.
- Pero ¿y por qué no sales de casa a las nueve?
- Porque a las nueve estoy completamente dormido.
Esta réplica forzó a mi hermana a sentarse, como al principio.
- Pues mira -me comunicó-, eso se va a acabar. Lo que tú necesitas es casarte.
- Adiós -contesté cogiendo el sombrero.
Me cazó en el segundo descansillo de la escalera y me obligó a subir de nuevo. Cuando llegamos al despacho, mi hermana agregó:
- Ya te he buscado novia.
- ¿Quién es?
- Una señorita.
Me trasladé bufando al comedor. Una vez allí, mi hermana siguió implacable:
- La he dicho que venga esta tarde para que os conozcáis.
Di un alarido y huí del gabinete.
- Se llama Eloísa y es morenita y muy formal.
Escapé al cuarto de baño.
Después de recorrer toda la casa quedé perfectamente informado de la novia que se me destinaba, y en el instante en que comenzaba a hacerme gracia la idea de tener relaciones con una señorita, llegó Eloísa acompañada de una hermana de su madre.
Nos presentaron, y la hermana de su madre, y mi propia hermana desaparecieron por el pasillo… Quedé, pues, a solas con Eloísa y con una reproducción en escayola del Apolo del Belvedere.
La verdad es que Eloísa era muy mona; tenía un pelo cuidadosamente alborotado, unos ojos enormes entoldados por innumerables pestañas, una boca muy linda y muy mal pintada y unas naricillas infantiles que inspiraban ideal de ternura. Comprendí que, probablemente, Eloísa era la felicidad que pasa siempre por nuestra puerta una vez en la vida, y pensé en no dejar escapar la felicidad.
Así es que sonreí, apoyé mi brazo derecho en el respaldó del sillón, donde Eloísa fingía leer una revista, y murmuré, dispuesto ya, incluso a casarme:
- Según parece, Eloísa, mi hermana trata de que yo me convierta en tu Abelardo.
Ella levantó la cabeza sin comprender:
- ¿Qué?
Repetí mi frase con idéntico fracaso, y hubo un silencio frío entre los dos.
«A ésta no se le puede ir con literatura -me dije para mis adentros-. Hay que proceder de un modo rudo.»
Y en voz alta agregué:
- Tiene usted los ojos como dos platos soperos que estuviesen llenos de calamares en su tinta.
- ¿Sí? -dijo ella sonriendo.
Y ya no dijo más.
Después de otra pausa, ataqué por un nuevo reducto.
- ¿Se ha enamorado usted alguna vez?
- No -repuso-. Tontear con muchachos, sí; pero nada más. Un verano había uno en Villalba que me gustaba, pero no me dijo nada nunca.
- ¡Ah! ¿Y qué era el muchacho?
- Era muy alto.
- No es una profesión demasiado lucrativa -dije yo.
- Demasiado ¿qué? -preguntó Eloísa.
- Lucrativa.
- ¡Ah, sí!
Pero comprendí que no sabía lo que quería decir lucrativa. Agregué:
- ¿Le gustan los muchachos altos?
- Sí, claro.
- ¿Y por qué?
- ¡Qué sé yo! A todas las muchachas nos gustan los chicos altos.
- Sin embargo -objeté-.Todavía quedan alabarderos solteros…
Ella no debió comprender la broma, porque hizo un gesto que quería decir: ¿Y qué tienen que ver ahora los alabarderos? Después me miró de esa manera con que solemos mirar a las personas que nos parecen tontas.
Y me preguntó:
- ¿Ha visto usted trabajar a Ortas? Es estupendo. ¡Qué cosas tan graciosas se le ocurren!
- Las cosas que dice Ortas no se le han ocurrido a él sino al autor de la obra.
- ¿De qué obra?
- De la obra que se esté representando.
Eloísa volvió a mirarme sin comprender. Pero no tardó en murmurar queriendo, sin duda, aplastarme con su cultura:
- Lo que verdaderamente me gusta son las novelas. Y las de Benavente, sobre todo.
- Benavente no ha escrito nunca novelas.
- ¡Me lo va usted a decir a mí, que las he comprado en los quioscos de periódicos!
- Como usted quiera, señorita -repliqué, decidido a cederle a otro el corazón de aquella señorita. Y agregué filosóficamente:
- Las personas serias se quejan de que cada día se celebran menos bodas. Ellos tienen la culpa…
- ¿Por qué dice usted eso? -indagó Eloísa.
Pero yo me fui sin contestar.
Meses después encontré a Eloísa en un paseo. Llevaba al lado un novio, uno de esos adolescentes con cara de besugos al horno que ahora «se llevan» tanto.
Al pasar junto a ellos saludé a Eloísa, y el novio la pidió explicaciones.
- Me lo presentaron hace tiempo -aclaró ella, refiriéndose a sí. Yo no entendí casi nada de lo que me dijo:
Y me definió rotundamente, con seguridad absoluta:
- Es completamente tonto.
Creo, distinguido auditorio, que con esta anécdota queda fijado el primer tipo de mi división del sexo femenino: muchachas-bombillas.
En el segundo tipo, individuas-tanques, reúno yo todo el número inmenso de mujeres que tienen hipotecado el pudor y cuya misión en el mundo no es otra cosa que buscar dinero para poder pagar los intereses de su hipoteca. En este grupo van incluidas desde las horizontales de último orden -llamadas también gusanos de luz porque sólo son visibles de noche y en sitios oscuros- hasta las grandes cortesanas de primera fila que viven con un pie apoyado en la cartera de un caballero formal y el otro en el escenario de cualquier teatro, pasando por las tanguistas, las viudas respetables (que reciben misteriosamente en su casa a un antiguo compañero de carrera de papá) y las criadas para todo.
En este grupo -que yo denomino de individuas-tanques, porque todo lo dejan destrozado a su paso- se hallan también insertas esas hembras brillantísimas, casi siempre muy hermosas, cultas, refinadas, que han recorrido el mundo de punta a punta varias veces, que tienen gustos extraños y aficiones extraordinarias, capaces de inspirar pasiones confusas y violentas, y a las que se referían los novelistas del siglo XIX cuando titulaban un capítulo diciendo, por ejemplo: «Flora, la misteriosa aventurera.»
Hoy a esa clase de damas se las llama entretenidas para diferenciarlas de sus compañeras del grupo, que son todas aburridísimas.
Recurramos, como antes con las muchachas-bombillas, a narrar una anécdota, para que el segundo tipo de mi división quede claramente fijado.
El tipo de misteriosa aventurera que voy a presentaros es una masoquista. Y lo que me sucedió con ella va relatado a continuación.
Oídme.
Desde el primer momento comprendí que a aquella mujer le sucedía algo raro.
Tenía una mirada tan desvaída como el dibujo de un «gobelinos», y cuando esa mirada se paseaba por los objetos que la rodeaban era como si por un suelo de mosaicos se pasease una máquina de aspirar el polvo.
«¡Qué mujer tan extraña», me dije!
Y me añadí:
- No cabe duda: o es una exquisita, o no tiene dinero bastante para pagar su pensión de este mes.
(Porque dichas dos circunstancias se confunden a menudo en la expresión de los semblantes femeninos.)
Ella fijó en mí sus pupilas varias veces, y como me sucede siempre que me sucede esto, tuve la certidumbre de llevar tiznada la nariz.
Pero no. Mi nariz estaba perfectamente limpia según me comunicó el amigo que me acompañaba.
- Entonces, ¿por qué mira tanto esa mujer? -pregunté intrigado.
- La habré gustado yo -explicó mi amigo, que era galán cinematográfico, y que, como todos los galanes cinematográficos de España, llevaba depiladas las cejas y tenía cara de almohadón.
Si aquella mujer me hubiese parecido una mujer vulgar, no me habría cabido duda de que le había gustado el galán de cinematógrafo; pero ya he dicho que al punto noté que era una mujer extraña y por ello volví a mi antigua hipótesis de que en ese instante me estaba sucediendo algo terrible.
Y de improviso (¡lo juro, señores!), de improviso, la extraña dama de la mirada desvaída me hizo un gesto expresivo. Más claro: me rogó con su mano que me acercara.
Fui hacia ella, tan de prisa, que tiré un velador repleto de copas y derribé a dos camareros repletos de bandejas.
En medio de un pavoroso escándalo, llegué a la mesa de la dama.
- Señora -le dije-, perdóneme; pero soy tan imbécil, que me ha parecido que me llamaba usted.
- Sí -expresó ella con tina sonrisa como la de la Gioconda y como la de Uzcudum-. Lo he llamado…
- ¿Y qué desea usted? ¿Que le limpie los zapatos? Porque me considero indigno de servirle para otra cosa más alta.
- ¡Oh! -murmuró la dama, porque después de una frase como aquélla nadie habría podido murmurar más.
Y tras una pausa, dijo:
- Siéntese a mi lado.
- Se va a molestar mi amigo, a quien he dejado solo.
- No le importe. Le conozco. Es un actor cinematográfico; uno de esos actores tan preocupados de su belleza, que se ondulan el pelo hasta cuando tienen que interpretar un papel de campesino moribundo.
- ¿Entonces?
- Que se vaya a paseo su amigo.
Me levanté, y le grité a mi amigo:
- ¡Oye! ¡Que te vayas a paseo!
Y mi amigo, que tenía muy mal genio y que era muy obediente, salió furioso del café y recorrió la ciudad, diciendo pestes de mí en voz baja. Es decir, se fue a paseo.
Horas más tarde, Artemisa (porque tenía el cinismo de llamarse Artemisa) me hacía una revelación sensacional.
- Yo soy masoquista -dijo-. Yo siento un placer extraordinario cuando el hombre a quien amo me pega. Y te llamé porque me pareció ver en ti un carácter enérgico.
Al oír aquello, me miré atentamente las puntas de los zapatos. Luego repuse, un poco avergonzado:
- Pues mira, Artemisa… No quiero ocultarte la verdad. También yo soy masoquista; también yo gozo lo indecible cuando me pega la mujer amada.
- ¡Dios mío! -articuló Artemisa-. ¡Qué felicidad!
Y pidió otro chocolate con «tortell».
Y yo pedí también otro chocolate con «tortell».
Después comimos copiosamente «a la carta». Luego tomamos dos nuevos chocolates con ensaimadas.
Porque, siendo masoquistas, para hacernos el amor, nosotros necesitábamos tomar más fuerzas que los demás.
Fue una escena inolvidable, de la cual ni física ni enómicamente he logrado reponerme todavía.
Al llegar a mi casa, al quedarnos solos, besé dulcemente a Artemisa, y enseguida la aticé seis bofetadas, que la hicieron rodar por la alfombra.
- ¡Amor mío! -suspiró ella mientras rodaba.
Y se levantó al punto, me atizó un puñetazo en
la nariz y otro en cada ojo, y yo caí de espaldas gimiendo:
- ¡Mi ilusión!
Me enderecé para avanzar hacia Artemisa con los puños en alto. Y durante diez minutos le aporreé vigorosamente como aporrean el teclado del piano los malos pianistas.
No bien Artemisa notó que mis fuerzas desfallecían, se volvió como una fiera y me vapuleó a su vez con el vigor y la contumacia con que se vapulean las alfombras. Al final me aplicó seis puntapiés. Yo la devolví siete; y a un tiempo, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, nos sacudimos mutuamente dos puñetazos en la nuca.
Nuestro amor era cada vez más sólido, más entusiasta y más profundo.
- ¡Ah, qué feliz soy! -clamó ella.
- ¡Y yo! ¡Yo soy más feliz que nunca! -apoyé.
Como si estas frases fuesen los hipofosfitos del alma, ambos nos sentimos con nuevos bríos.
A partir de ellas, la primera bofetada que le coloqué a Artemisa la levantó en vilo y la obligó a cruzar la habitación planeando. Aterrizó encima de un bargueño, rompiéndolo.
Se levantó con el rostro transfigurado por el deleite, y me tiró una bolea que me hizo dar diez vueltas.
- ¡Cielo mío! -me dijo luego al aplicarme un zapatazo gigantesco.
- ¡Mi vida! -repliqué.
Y cogiendo una Venus de Milo de una repisa, se la partí en la frente.
Artemisa vaciló sobre sus lindas piernas; pero haciendo un esfuerzo, se apoderó de un jarrón de Talavera, y me lo hizo tiestos en la base del cráneo.
- No es posible ser más feliz -murmuré, cayendo.
Y al caer tuve tiempo de tirarle a Artemisa una silla. Ella replicó golpeándome la espalda con una lámpara de bronce.
En un rapto de pasión, descolgué una reproducción de Las Meninas, y le encajé el cuadro a Artemisa hasta los hombros. Llevando el cuadro a guisa de «cuello Médicis», ella tuvo aún energías para arrearme con un Paisaje de la Casa de Campo.
- ¡Ah! ¡Qué bien! -susurré.
- ¡Cuánta felicidad! -oí que me contestaba.
De un extremo a otro de la habitación nos arrojamos objetos durante media hora. Artemisa creyó desvanecerse de amor cuando la acerté en las mandíbulas con un cenicero de hierro. Pero mi placer fue mucho mayor cuando recibí en la sien derecha todo el peso del reloj de pared lanzado «a capón».
Renació con ello nuestro entusiasmo. Comenzamos a recorrer el cuarto, saltando por encima de los escombros y persiguiéndome con furia. Yo había logrado arrancar una pata de la mesa de despacho, y cada vez que alcanzaba con ella a Artemisa, la felicidad de mi amada crecía hasta lo inverosímil.
Por su parte, Artemisa me proporcionaba un placer sin límites cada vez que conseguía engancharme en la cabeza con la barra de un portier.
Al fin la derribé, y pude bailar encima de ella la Danza macabra. Pero Artemisa no despreciaba ocasión de serme agradable, y pronto me derribó a su vez y ejecutó sobre mi cuerpo un bailable completo de Fausto.
Nuestra felicidad era indescriptible.
Pero todos los vecinos de la casa, reunidos en cónclave, golpeaban ya la puerta de la habitación, con voces de:
- ¿Qué pasa?
- ¿Qué ocurre?
- ¿Hay ladrones?
Seguimos arrimándonos estacazos, sin contestar. Al fin, los vecinos echaron la puerta abajo. Y entraron y nos separaron, quitándome a Artemisa de las manos en el instante en que yo la tenía sujeta y la tiraba de la nariz con unos alicates, animado por sus dulces palabras, pues demostraba haber llegado al éxtasis.
Tuvimos que ir a declarar a la Comisaría. Nadie comprendió la verdad. Todo el mundo supuso que yo había maltratado a Artemisa y que ésta había tenido que defenderse.
Y al día siguiente, los periódicos daban cuenta hecho, titulando la información: «El salvajismo de un escritor. - Golpea a su novia con la pata de una mesa y le tira de la nariz con unos alicates.»
Y desde entonces, las personas honorables no me saludan.
¡Oh! Y no creáis que miento. Mujeres así de extrañas se encuentra uno a veces incluidas en la división de individuas-tanques.
El tercer tipo de mi división del sexo femenino es las señoras psitacósicas.
Para estar incluidas en el grupo de las señoras psitacósicas es cualidad imprescindible de una mujer haber cumplido los cincuenta años. Las señoras psitacósicas son esos seres irresistibles que se hacen un lío para cruzar las calles; que van todos los años a Alhama de Aragón, y todos los domingos al café, y todas las tardes de visita; que no dejan nada sin comentar ni censurar; que quieren aprender todos los puntos de crochet existentes en el globo; que pagan sus malos humores con la criada de Arganda o con el chófer poligloto y que parecen puestas en el mundo para que no se extingan los gatos y los loros; a causa de esto último son denominadas por mí señoras psitacósicas.
Y es llegado el momento en que narremos una tercera anécdota para que este tipo de mi división del sexo femenino adquiera su vigor máximo. Ved cómo fue…
Enseguida de ocupar mi butaca advertí que yo no le había sido simpático a la taquillera. Digo esto, porque, a mi derecha se hallaba sentado un tío gordo y mal educado, que roncaba en do sostenido, y a mi izquierda reposaba una señora psitacósica.
La cinta (que allá, en el misterio de la cabina, iba desarrollándose como se desarrollan los niños: haciendo ruido sin parar) era una cinta cómica. Me enteré perfectamente de lo mal rotulada que estaba, porque después de haber leído los rótulos con mis propias pupilas, me vi forzado a escucharlos con mis propios oídos, gracias a que la señora los deletreaba en alta voz.
Sin embargo, como la velocidad a que trabajaba su cerebro era totalmente inferior a la velocidad a que trabajaba el aparato de proyección, la anciana no conseguía nunca leer los rótulos enteros. Y en lugar de pensar para sus adentros: «¡A mis años ya debía saber leer de corrido!», decía volviendo el rostro hacia mí:
- ¡Jesús! ¡Qué deprisa los pasan! Si no se entera una…
A los diez minutos de soportar aquellas lecturas repugnantes y de escuchar las quejas de la anciana, mis nervios estaban tensos como cuerdas de violín. Me revolvía en la butaca, encogía y estiraba las piernas, daba amplios suspiros; en una palabra, me encontraba próximo a la explosión.
En la pantalla aparecía un rótulo que decía:
Y después de que yo me lo había tragado tres veces, la señora psitacósica empezaba a leerlo a gritos:
- Nicéforo, nuevo caballo…
Y se quedaba allí sin poder pasar adelante, por que el rótulo desaparecía entonces.
- ¡Ay! ¡Qué rabia! ¡No puedo leer ninguno! ¿Para qué irán tan aprisa?
Y la escena volvía a repetirse en el rótulo siguiente.
El desequilibrio de mi sistema nervioso iba en doloroso aumento. Los dientes comenzaron a rechinarme, porque, además, la señora no se enteraba absolutamente de nada de lo que sucedía en la película y continuamente daba su opinión favorable, diciendo:
- ¡Puf! ¡Qué mamarrachada! ¡Huy, huy! ¡Cuánta tontería…! ¡Vamos, señor! ¡Oh! ¡Ya no saben qué inventar!
Cuando la cinta terminó, la juzgó inapelable con estas frases:
- ¡Bah! Gansadas de las películas.
Salí a respirar al vestíbulo; y una vez allí, le di varios puntapiés a un diván para desahogarme. De no haber podido dar aquellos puntapiés, creo que habría muerto de congestión. Pero los puntapiés, son válvulas de escape, y volví al salón relativamente tranquilo.
La señora, mientras contemplaba las muchachas del público, le hacía estas observaciones a otra dama, también psitacósica, que la acompañaba:
- ¡Qué asco! ¡Qué asco! ¡Qué asco! Hay que ver cómo van las mujeres… Son todas un puro pintarrajeo. ¡Y se creerán que están guapas!
Entonces yo, dulcemente, me incliné hacia ella, y exclamé con el mayor entusiasmo que pude:
- ¿Guapas? ¡Están cada vez más estupendas! ¡¡Están divinas!!
Y acto seguido me abismé en la lectura del telón de anuncios.
La señora comenzó a observarme con cierta escama insistente. De vez en cuando, con el rabillo del ojo me dirigía miradas severas.
El espectáculo comenzó de nuevo. Ahora le tocaba el turno a una película de esas que las personas, de buen gusto nos compensan de que sean tan brutos el noventa y nueve por ciento de los autores teatrales. Actuaba de protagonista la mejor actriz y la mujer más linda y elegante que nos ha ofrecido el tomavistas de los peliculeros.
- Ahora te vas a fastidiar -pensé, dirigiéndome mentalmente a la anciana-. Cuando veas a la protagonista vas a tener que callarte.
Una escena, otra, otra, otra. Y, por fin, ¡zas!, de improviso, la actriz apareció en la pantalla: magnífica, espléndida.
Observé a la señora psitacósica. Se había callado. Era todo ojos. Clavaba sus pupilas en el lienzo, imantada probablemente por esa sugestión que emana de las mujeres de belleza suprema.
Yo gozaba en silencio y le decía con el pensamiento:
- ¡Anda, rabia, que ahora ya no tienes qué decir!
Pero, de pronto, la sangre se agolpó en mi cabeza; lo vi todo rojo, como si viviera en Rusia; sentí un impulso homicida incontenible…
Era que la señora psitacósica acababa de decirle a su acompañante, y refiriéndose a la gran actriz:
- ¡Uf! ¡Qué mujer tan delgaducha y tan cursi!
- ¡Bruja! ¡Bruja! -bramé saltando a su cuello-. ¡Reza un padrenuestro, bruja, que vas a morir! ¡Bruja! ¡Rebruja!
Tuvieron que arrancármela de las manos entre ocho personas y un autor de cuplés.
Y si no me la arrancan, yo estaría a estas horas encerrado en el penal del Dueso.
Porque todo se puede resistir, todo: hasta que un cuello nos venga pequeño.
Lo único que no puede resistirse con paciencia son estas opiniones de las señoras psitacósicas.
Finalmente -y por exclusión de los otros tres- hemos llegado al cuarto grupo de mi división del sexo femenino: el llamado, sencillamente, mujeres.
Mujeres sois las que me escucháis; mujeres son las que, perteneciendo al sexo femenino, no tienen ningún punto de contacto con las muchachas-bombillas, las individuas-tanques y las señoras psitacósicas.
Decir mujer es decirlo todo; porque ya no se puede decir nada mejor.
Por eso, y porque aún quedan cosas inéditas que decir de ella, es por lo que he elegido la mujer como tema para esta charla.
Acaso lo que mejor convenga para empezar sea definir a la mujer… Pero… ¿cómo definir lo desconocido? ¿Quién es el guapo que se lanza a definir lo que no conoce?
Porque a la mujer no se la conoce nunca. No obstante, puestos a tratar de ella, hay que definirla y si mi propósito fuera hacer un trabajo científico definiría a la mujer de esta manera:
«Se llama mujer a una planta de flor polipétala, que sirve para quitar el dolor de cabeza, pero que, usada con excesiva frecuencia, llega también a producirlo. Su origen es antiquísimo, y parece ser que nació, en unión de todo lo creado, en el conocidísimo jardín "Paraíso Terrenal", que estuvo enclavado en la Mesopotamia. Más tarde, la mujer se extendió por el resto del mundo, donde se multiplicó considerablemente, pues es capaz de desarrollarse en todos los climas, aunque su cultivo es complicadísimo y muy delicado. La mujer española, una de las variedades más encomiadas de dicha planta, es graciosa, flexible, tiene un olor exquisito y penetrante, y dan ganas de comérsela, aunque no es comestible, porque es indigesta. Los salvajes llamados antropófagos se comen a la mujer y no sufren indigestiones, porque están acostumbrados a las comidas fuertes;
también se comen al animal llamado hombre, que no hay quien lo atraviese, y les sienta a maravilla. La mujer es una planta que no se cría nunca en la soledad; por el contrario, necesita para subsistir reunirse en abigarrados grupos, y cuando se halla en este estado, produce un endiablado ruido de hojas, denominado por los naturalistas conversación. Los lugares en que se encuentran reunidas las plantas de que nos ocupamos reciben el nombre de tiendas y almacenes, y la conversación es tan fuerte e incesante, que su ruido hace huir a animales tan feroces y arrojados como el hombre. A pesar de su afán de reunirse con sus congéneres, la planta en cuestión las ama muy poco, y se nota en ella que se cree superior y más linda y olorosa que sus semejantes. Hemos dicho que su cultivo requiere mucho cuidado. Como es débil y frágil, hay que preservarla de los vientos huracanados y de multitud de enfermedades que la acechan constantemente, tales como el histerismo, la soberbia, la coquetería, la memez, la literatura, el deseo inmoderado de lujo, la superficialidad, la vagancia y la sospecha de no ser comprendidas, y puede afirmarse que ésta es la peor de todas las dolencias. Los frutos de esta planta son masculinos y femeninos, y se conocen por niño y niña. El instinto de reproducción es muy particular en la mujer, porque siendo una planta, no se vale de otras de su especie para reproducirse, sino que para lograrlo se une con el animal que conocemos por hombre. Como toda persona sensata comprenderá, estas uniones absurdas suelen dar pésimos resultados y traer muy malas consecuencias.»
He aquí la definición que yo haría de la mujer si mi propósito fuera hacer un trabajo científico; pero como mi propósito no es hacer un trabajo científico, sino entretenernos un rato, no defino a la mujer de ninguna manera.
- Diré -y repetiré-, eso sí, que, por lo pronto, si sufrimos con el espíritu, si la melancolía nos envuelve, si sentimos el vértigo que da el asomarse al precipicio del más allá, si hemos perdido la fe en nosotros mismos y en los que nos rodean, si nos martiriza el dolor de estómago…, no hallaremos ningún remedio mejor que el que proporciona una cita con una mujer amada. Ninguno.
Dos días antes de la cita de amor, el nerviosismo es común a dos: a la mujer y al hombre. En esas cuarenta y ocho horas maravillosas que preceden al encuentro, la mujer se ve sin fuerzas para regatear sus compras, y el hombre se halla en condiciones excelentes para que un amigo le pida cinco duros con éxito. La noche anterior es una noche de insomnio. Luego viene un día entero de absoluta inapetencia. A las citas de amor el hombre llega siempre el primero; se pasea agitado; fuma como las chimeneas de los Altos Hornos; recorre la habitación poniendo derechos los cuadros; escucha junto a la mirilla de la puerta; se quita el escaso polvo que tienen sus zapatos con el reverso de una cortina; recita versos de Campoamor; se asoma al balcón; sale del balcón; cierra el balcón, y,
por fin, rompe, sin querer, un cristal del balcón; se tira de las solapas; cuenta varias veces el dinero que tiene; escucha otra vez por la mirilla, y oye subir las escaleras al repartidor vespertino de la leche. La mujer llega siempre tarde a las citas de amor. Además, indefectiblemente, se extraña mucho de haber llegado tarde.
Él dice, después de quitarle el abrigo y el sombrero:
- Estoy esperándote desde las cuatro.
Y ella contesta, arreglándose los cabellos ante un espejo:
- ¡Pero si acaban de dar!
- Acabarán de dar en Constantinopla, porque en Madrid… son las siete y media.
Ella mira su reloj y le echa la culpa al remontoire.
- ¡Vaya, ya se ha parado! Pues me extraña, porque es «Omega».
Entonces, el enamorado pasa a demostrar que los relojes «Omega» también acabarán parándose si se persiste en no darles cuerda.
La mujer suele acudir en coche a las citas, y por culpa de los coches, las mujeres llegan casi siempre asustadísimas. Entran como una tromba, se abrazan al galán, ocultan el rostro y murmuran con voz estrangulada:
- ¡Dios mío! Tengo miedo…
- ¿Pues qué te pasa?
- El chófer que me ha traído me ha mirado de una manera terrible. Debe de saber algo.
Y no hay quien las convenza de que el chófer no sabe nada, ni siquiera escribir. No hay quien las convenza de que si el chófer las ha mirado de una manera terrible es, sencillamente, porque no le han dado más de diez céntimos de propina. Las últimas citas -esas citas en que ambos se despiden quizá para siempre- son las más deliciosas.
Conocí una parejita que estuvo citándose para despedirse definitivamente por espacio de siete años. Por cierto que la última tarde que se vieron no se acordaron de despedirse. Y tuve el gusto de tratar a otros dos amantes que sólo se reunían para llorar la desgracia de no poder unir eternamente a sus amores. Lloraban tanto mis amigos, que yo los veía disolverse poco a poco, sin poder evitarlo. Un día, la tía se cayó por las escaleras del Metro -al pretender ver de frente a un caballero que le había gustado mucho de espaldas-, y se hizo añicos el cráneo y la existencia. Visité a mis amigos, suponiendo que los encontraría felices, y los hallé regañados.
- Ya -me explicó él- no nos veremos más. Porque desaparecido el obstáculo que nos separaba, ¿qué desdicha nos queda por llorar?
Me fui recomendándoles un reconstituyente.
Las citas de hoy suelen celebrarse siempre en un saloncito turco. Porque el saloncito turco refina el amor por poco dinero, lo cual bastaría para bendecirlo, si no tuviese otras virtudes. Un saloncito turco, que poetiza
tanto el amor, según afirman personas muy sensatas, es, efectivamente, cosa fácil de lograr. Se puede obtener uno por treinta y cinco duros. Por ese módico precio, señores, cualquiera está en condiciones de ponerle un marco poético a una mujer. Pero sospecho que nadie me agradecerá el esfuerzo de hacer este cálculo.
Se ha dicho muchas veces que la mujer es inferior al hombre. No hagáis caso. Son cosas que dicen los hombres para lucirse. La mujer le gana en sagacidad al hombre, y en serenidad, y en valor; y tiene más imaginación que él, y más decisión, y más habilidad, y más aplomo, y sabe hacerse respetar más, y sabe hacerse comprender mejor, y hasta sabe gastar más dinero que el hombre. Y hasta es más fuerte. Cuando el hombre se enamora de la mujer -por ejemplo- se ve claro cómo es ella la más fuerte de los dos. Y se advierte cómo él está acobardado y vacilante, mientras ella se muestra valerosa y decidida.
El hombre marcha a reunirse con una mujer por vez primera, y hasta la primera frase que va a decirle es para él un conflicto. No quiere caer en las simplezas de todos los enamorados, y por el camino va pensando las primeras palabras que debe pronunciar. Saludarla. Muy bien. ¿Y luego? ¿Dirá: «Estaba deseando que llegase este momento»? No. Esa frase es un viejo disco: «¿Está usted maravillosa, Fulanita?» Tampoco. Resulta ridículo incurrir en semejante vulgaridad. ¡Qué bonito sombrero lleva usted! Menos, porque, el elogio se traslada a su sombrerera. He aquí una tarde apropiadísima para hablar de amor. ¡Dios! ¿Cómo se puede incurrir en una estupidez tan grande? Su mamá ¿está bien? Inaceptable de todo punto. Aquí me tiene usted, Fulanita. Perogrullada inadmisible: pues que si la habla, es porque está allí. La quiero a usted con toda el alma. Demasiado rápido. Creo que acabaré queriéndola a usted mucho. Demasiado lento. El hombre no halla útil ninguna frase. Rechaza por diversos conceptos todas éstas:
Vamos andando -le parece grosero.
Al fin llegó usted -es una tontinada.
Pasearemos, si usted quiere -muy trivial.
Es el instante más feliz de mi vida -poco sincero.
Creí que traería usted el traje gris -inaceptable, porque ella no tiene ningún traje gris.
¿Quién habría de decirnos, hace dos meses, que usted y yo…? -pueblerino.
Llevo tantos minutos esperándola -poco galante.
Pensé que ya no venía -falso.
¿Cuántos novios ha tenido usted? -infantil, porque ella no ha de contestar la verdad, y si la contesta es peor.
¿Me quiere usted, Fulanita? -fuera de situación.
Nadie ha definido el amor… -pedante.
Al verla, todo yo me he estremecido -cursi.
Hoy escribimos la primera página de nuestro idilio -cursi elevado al cubo.
¿Qué será el amor? -novejarqueño.
No negará que está usted emocionada -fatuo.
¡Mire cómo vuela aquel pájaro! -demasiado volátil.
¡Mire cómo vuela aquel aeroplano! -demasiado mecánico.
¡Qué azul está el cielo! -estupidísimo.
Falta una hora y diez minutos para que se ponga el sol -excesivamente astronómico.
Mi tío se ha ido a Burgos en el correo -imbécil y ferroviario.
Amor mío… -propio de una comedia indigerible.
Déme un beso, Fulanita -algo prematuro.
Tiene usted una boca inquietante -poco expresivo.
Me dan ganas de morderla -antropofagico.
El hombre se desespera. ¿Qué decir? Piensa incluso en no asistir a la cita, pero sigue avanzando. Y cuando menos lo espera, ¡zas!, llega la mujer tranquila, natural, con el rostro radiante, como llegan siempre las mujeres. El hombre va hacia ella tembloroso, se hace un precioso lío con el bastón, con el sombrero y con los guantes; se cae el primero, se le tuerce el segundo, se le salen de las manos los últimos.
Y en esta situación, con el sombrero apoyado en la nariz, pronuncia este extraño camelo.
- Encarlado del rujen histroso de poserpidania. Lafurnita.
Después ya no puede añadir nada. ¿Y qué sería de él y de aquel amor naciente si la mujer no estuviera allí con su superioridad?
Pero todavía hay en la mujer una superioridad más aplastante: la de la belleza, porque la mujer está mejor hecha que la ley de Enjuiciamiento, y si la miráis detenidamente, veréis que en ella es todo perfecto, siempre que sea perfecta la mujer que miréis.
Y espero que al llegar aquí todos estaréis convencidos de la verdad axiomática que encierra el título de esta conferencia:
La mujer como elemento INDISPENSABLE PARA LA RESPIRACIÓN.
Pues, verdaderamente, ¿cómo podría respirar el hombre sin la mujer? La sabiduría popular lo tiene dicho con una serie de modismos bien gráficos, los cuales afectan en su totalidad al aparato respiratorio: «Suspirar por una mujer», «Sentir, al verla, un nudo en la garganta», «Notar el pecho agitado en su presencia», y con una serie de frases hechas tales como: «La belleza de la mujer quita el hipo», y «Cuando una mujer le ama a uno, uno respira a sus anchas», «Estoy por ella que bebo los vientos…» ¿Y beber los vientos por una mujer, no es respirar por ella? Luego sin ella no puede respirarse.
La mujer resulta un elemento tan indispensable para la respiración como el oxígeno. La mujer es el pulmón del hombre.
Y como ya hemos llegado a donde queríamos llegar, lo de que la mujer es un elemento esencial para que el hombre respire, podemos respirar fuerte y dejarlo.
¡Aaaaah!
He dicho.
11 de septiembre de 1927.
ÉL. - (Que está concluyendo un largo párrafo)… y no veo más resplandor que el sol de sus ojos, ni oigo otra música que la de su voz, ni concibo un perfume que no sea el de sus cabellos…
Ella. - (Abriendo los ojos burlonamente.) Pero, amigo mío, eso es una declaración en toda regla.
Él. - (Confuso). Llámelo usted como quiera.
Ella. - Hasta ahora, esas cosas sólo me las habían dicho por carta.
Él. - Sí. Es la costumbre. Los Servicios Postales viven gracias a las cartas de amor que escriben los hombres a las mujeres y a las peticiones de dinero que dirigen los hijos a los padres. En fin… (golpeándose un zapato con el bastón) ya comprendo que hago mal exigiéndole una respuesta inmediata, pero no sabría esperar… (Con una mirada profunda.) ¿Es que no querría usted ser nada mío?
Ella. - (Con la soberbia del vencedor que siempre dicta frases humillantes.) ¿Por qué no? Sí querría ser algo suyo. Querría ser su viuda.
23 de septiembre de 1927.
él. - No. Ya no aspiro a nada, porque no creo que usted pertenezca a ese grupo de mujeres que se niegan por la vanidad de negarse.
ella. - Ciertamente que no pertenezco a ese grupo. (Suspirando.) Sin embargo… Como probar el amor de un hombre no es fácil…
ÉL. - (Avanzando un paso.) ¿Decía usted?
Ella. - ¡Ah! (Suspirando otra vez, después de una pausa.)
Él. - Los pieles rojas. (Se vuelve de espaldas, rabioso.)
Ella.- (Sonriendo.) Es usted un niño… Es usted incapaz de ocultar un pensamiento… ¿Por qué no me dice de una vez que me quiere?
Él. - Se lo he dicho a usted sesenta y tres veces.
Ella. - ¿Es posible?
Él. - ¡Chas! (Esto quiere decir que la ha abrazado de pronto y que la ha colocado un beso. Después de hacerlo, retrocede confuso.) Ha sido una locura, un…
Ella. - Ha sido un beso. Pero, ¿por qué los hombres nos dan ustedes siempre el primer beso en la comisura izquierda?
15 de octubre de 1927.
ÉL.- ¡Oh! Pensé que no venías. Me has hecho sufrir mucho…
Ella. - ¿Sí?
ÉL.-Traes un sombrero precioso. Estás encantadora.
Ella - Pues a mí me parece que no está bien.
ÉL. - ¡Qué tontería! Ninguno te hace tanta gracia como ése. Yo mismo te lo quitaré… (Se lo quita y lo deja con suavidad, como si dejara un merengue, sobre un mueble cualquiera.) ¡Y el vestido es magnífico!
Ella. - (Pavoneándose.) ¿Tú eres?
Él. - ¡Maravilloso!
Ella. - ¿Me trajiste cigarrillos?
ÉL. - ¡Qué pregunta! Ahí los tienes.
Ella.- ¡Oh! «Abdullas de 28»… ¡Te has acordado hasta de «mi» marca! ¿Los zapatos, te gusta?
ÉL. - Me enloquecen.
Ella. -¿Y el bolso?
Él. - Es lo más genial que se ha lanzado al mercado. ¡Parece mentira que se construyan cosas tan estupendas!
(Etc., etc.)
26 de diciembre de 1927.
ÉL. - Pero hija, ¿por qué has de hacerme esperar siempre? Me he leído una serie de «Dick Turpin». Haz el favor de pensar en lo aburrido que es estar solo esperando, mujer…
Ella.- Perdona; es que tomé un taxi que era una chocolatera. ¿Qué tal? ¿Me sienta bien este sombrero?
Él. - Sí. Te sienta bien. (Ella se quita el sombrero.)
Ella.- Pero, ¿bien por cumplir o bien de veras?
Él.- Bien, mujer, bien; no voy a andar ahora
con cumplimientos.
Ella. - No me dices nada del vestido.
Él. - Es bonito.
Ella. - Me ha costado cuatro veces más que los zapatos. ¿Adivinas?
ÉL. - Criatura, yo no soy tasador…
Ella. - Pero los zapatos, ¿te gustan?
Él. - (Distraídamente.) Sí. ¿A cuántos estamos hoy, oye?
Ella. - A veintiséis.
él.- ¡Qué largo se me hace este mes! (Hojea el calendario.)
Ella.- ¡Anda! ¿No me has traído cigarrillos…?
Él. - Se me ha olvidado. Pero los míos no son malos.
Ella.- ¡Quita, por Dios! ¡Son fortísimos…!
Él.-¡Tienes unas manías! ¿Qué más dará unos que otros?
4 de febrero de 1928.
Ella. - ¡Te estoy esperando desde las cinco!
ÉL. - Sí. Me he retrasado.
Ella. - ¿Dónde estuviste?
Él. - (Desdoblando un periódico y repasándolo.) Por ahí… (Una pausa.)
Ella. -¿Qué leías?
Él. - Nada determinado… (Deja el periódico, se pasea silbando y, por fin, se sienta en una butaca.)
Ella.- ¡¡Ay!! Levántate…
Él. -¿Qué pasa? ¿A qué vienen esos gritos?
Ella. - ¡Te habías sentado encima de mi sombrero y es nuevo, hombre…!
Él.- ¡Ah! No me había fijado.
Ella. - ¿Te gusta? ¿Y el vestido? ¿Y los zapatos?
Él. - Hija mía, no piensas más que en los zapatos. Antes no eras así.
Ella. - Pues tú serás el que me has cambiado, porque…
ÉL.- ¡Bueno! No quiero discutir… (Con un gesto de contrariedad.) ¡Vaya por Dios!
Ella. - ¿Qué te ocurre?
ÉL. - Se me han acabado los cigarrillos y no me he acordado de comprar.
Ella. - Toma. Yo tengo aquí.
Él. - Me fastidia este tabaco turco; pero, en fin (Enciende un cigarrillo.)
18 de abril de 1928.
«Sr. D. Él:
»¡Esto es intolerable! Hace quince días que no consigo echarte la vista encima. Es preciso que nos veamos para poner fin a esta situación irresistible. Te espero el sábado. - Tu Ella.»
20 de abril de 1928.
Ella. - Ya era hora, hijo mío… Dichosos los ojos…
ÉL. - Te advierto que si pretendes hacerme una escena, me voy.
Ella. - Tú te has cansado de mí…
ÉL. - ¿Ya estamos con la canción de siempre?
Ella. - ¿Es que ya no quieres ser nada mío?
ÉL. - ¿Por qué no? Querría ser tu viudo.
Ella.- ¡Dios mío! ¡Dios mío! (Una hora de llanto torrencial.)
ÉL.- (Logrando por fin consolarla.) Ea, no hay que ponerse así… Si yo te quiero todavía mujer… (La besa rápidamente, ligeramente.)
Ella.- (Pensativa.) ¿Por qué los hombres nos darán siempre el último beso en la comisura derecha?
Hace unos años mandé insertar un anuncio de los de octava plana en un diario de Madrid.
El anuncio decía:
«Caballero honorable, aunque bajito, necesita urgentemente habitación amueblada.»
Veinticuatro horas más tarde habían llegado a mi poder treinta y dos cartas con proposiciones.
Voy a copiar a continuación y al pie de la letra las cinco más emocionantes.
(Escrita en pliego amarillo y con una pluma de las que se agarran al papel y lo siembran de cuando en cuando de gotitas de tinta.)
«Muy ceñor mío habiendovisto en el diario que tan diznamente dirige suanuncio sobre el caso de que desea habitación le comunico que soy biuda.
Sabrá usted Tan bien de que yo tenga una abita ción exterior pues aunque da a un patio, es grande.
Como mi Marido murió al año nuebe se la dejoen vuenas condiciones, por lo cual queda de usted atenta y umilde serbidora.
Joaquina, viuda de Granda.
Las señas son General Horaa 236, al lado de la taverna y el precio de esta 45 pesetas, las horas megores cualisquiera.»
(1) Este trabajo fue primitivamente publicado, en el semanario «Gutiérrez», en 1928, y más tarde, en 1938, el autor lo utilizó como base para una película corta que en serie de cuatro y bajo el título general de «Celuloides cómicos» produjo, con la ayuda de un equipo CEA, en San Sebastián.
(En un papel azul y perfumado.)
«Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: Estando desayunando he leído el anuncio que ha hecho insertar en «El Clamor» de ayer mañana referente a la habitación que usted desea y le envío estas líneas para ver si nos ponemos de acuerdo.
Soy persona joven y educada en la Normal de Maestras de Orense, detalle que le comunico para que se dé usted cuenta de mi formalidad. Dispongo de un cuarto que ahora está lleno de sombrereras, pero que es amplio y tiene ventilación directa con la cocina de la casa. Como todo lo guisamos con gas no salen humos de la cocina.
Creo que la habitación le entusiasmará y espero que usted me honrará con su visita.
Hasta tanto que lleguemos a un acuerdo, queda de V. afina.
Eugenia Abril.
s/c. Fuencarral, 3.
No hable con el portero; y si habla no hable de política.»
(Escrita en papel rayado y con tinta morada.)
«Distinguido señor, he visto por una verdadera casualidad su hanuncio de marras. Está bien.
Pues bueno, mire usted hay que hablar claro. Eso es, porque yo siempre hablo claro como me llamo Cecilio Gómez.
Y en lo rreferente a su hanuncio pues estamos conformes pues a mi me parece que nos entenderemos pues mi casa es tranquila pues está bien amueblada, pues ya sabe ustez las casas que ay por ay. De alivio son algunas!
Al respeztive de lo que se trata le diré que yo hice la campaña de Cuba a las Ordenes de mis Jefes (q. d. D. g.) y eso le demostrará que soy persona de vastante cultura, pues la guerra enseña mucho, pues cuando es un país extrangero enseña mucho más.
Sabrá distinguido señor que tengo una habitazioncita muy cuca que le conbiene. Lujos no hay pues la cultura no da dinero pero mi señora a limpia no hay quien la gane. ¿Es que lo duda?
Como lo megor es hablarse de cara a cara, pues yo estoy hen casa a todas horas de día por el reuma y cuando ustez guste la ve.
Eso sí. Son 100 pesetas de duro. Porque nuestra familia es de las buenas y la casa tranquila y eso ¡ay que pagarlo, amijo!
Pero pa que hablar.
Venga a esta su casa.
Su afeztisimo seguro serbidor que le saluda con afezto cariñoso.
Cecilio Gómez.
Beterano de Cuva.
La casa está hen el 7 de Ave María.»
(Escrita en un tarjetón de color «beige», en cuyo ángulo superior izquierda se lee MargueritTE.)
«Querido monsieur: Yo he leído su anuncio y yo me he sido apresurada a le escribir.
Yo tengo, monsieur, una petite habitación que le hará a usted pacer. Ella da a la calle y es três independiente. Mi casa es una bonita casa y mi sagesse extremada.
Yo vivo toda sola, aunque mi corazón ya tiene dueño.
He sido venido hace poco de Bordeaux, Burdeos, y yo no le cobraré que 80 pesetos por su habitación.
Vea, querido monsieur, si esto la le conviene y yo quedo de vos afma.
Margueritte Lavalle.
General Porlier, 49.»
(Escrita en el reverso de la envoltura de una libra de chocolate.)
«Cabayero: lo que usté dice déla habitación está en mi casa. Tengo mesa camilla pa el invierno y en la casa hay gato, pero es mu limpio.
Los módicos son precios. Total: siete duros. Si nos arreglamos yo repasaré la ropa, porque todas las tardes me siento a la puerta a coser.
Soy la portera y cuando yo tenga que salir usté atenderá a los vecinos. Siendo así, son cinco duros na más.
Calle de la Magdalena, 29.
Me llamo Zeferina.
Quehaya saluz.
Su servidora.
Zeferina.
¡A ver si no va usté a contestar!»
Se me antoja que una de las últimas teorías de Marañón, expuestas en sus Tres ensayos, mueve demasiado ese agua a menudo quieta de la vida vulgar. Su movimiento es tan fuerte, que va a hacer madrugar las lanchas de todos los turistas que se embarquen en estos días.
En fin, voy a abordar el nudo del tema, abandonando la forma simbólica, que, en resumidas cuentas, no conduce a nada bueno.
Antes de cualquier otra cosa quiero hablar de una mujer rubia.
Aquella mujer rubia -como tantas otras mujeres rubias- era muy bonita. Tenía los cabellos rubios -tercera apoyatura con la que el lector habrá llegado, seguramente, al convencimiento de que ella era rubia- y tenía, además, dos grandes ojos, que de día parecían azules; de noche parecían verdes; al amanecer parecían grises, y al crepúsculo parecían negros. Pero en realidad eran castaños, tan castaños como el famoso general.
No podré decir si yo estaba enamorado o no de aquella mujer. El amor es un sentimiento demasiado confuso; el amor se confunde a menudo con la demencia precoz, con el tedium vitae del latino y con la necesidad -innata en el hombre- de comunicarle a alguien a diario sus pensamientos por medio de la palabra articulada.
En fin, éramos muy dichosos.
Pero veo que me he dejado arrastrar del entusiasmo. No éramos «muy dichosos», no. Para serlo habría hecho falta que Amanda -se llamaba Amanda- no hubiera vivido envenenada por el lujo.
Mas vivía envenenada por el lujo: envenenadísima. Todas las mujeres de nuestra época viven envenenadas por el lujo, hasta las que subsisten lujosamente.
A ello contribuye y contribuía, sin duda, el lujo de las demás, los escaparates de la ciudad y la asistencia al cine.
Cuando veía pasar un auto encerrando una dama elegante; cuando nos deteníamos ante un escaparate resplandeciente; cuando ocupábamos nuestras butacas de última fila de un cinema, los ojos de Amanda tomaban otro color nuevo, temblábanle los pies, palpitaba su garganta, vibraban las aletas de su nariz y me maceraba una mano con la suya gimiendo:
- ¡Dios mío, qué magnífico abrigo de «Redfern» lleva aquélla…!
O también:
- ¡Virgen Santa! ¿Has visto qué estupenda esmeralda montada en platino?
O también:
- ¡Jesús, qué maravillosa alcoba de palosanto!
Sus frases estaban siempre organizadas de la misma forma: un elogio enloquecido de lo que veía, precedido de una invocación de carácter religioso.
Y yo la oía, calculaba el precio del abrigo de «Redfern», de la esmeralda montada en platino o de la alcoba de palosanto, hacía arqueo de mi «líquido disponible», y por último caía en una tristeza pertinaz que me duraba semanas enteras.
Y sufría como Chylón Chylónides en la hoguera
de los jardines de Nerón.
Pero una tarde resolví atacar el mal de frente, postura la única digna y eficaz, y me dediqué a aturdir a Amanda a fuerza de discursos, enchufándole la manga de riego de mi oratoria más frígida. Mis discursos eran de esta clase:
- Amanda querida: vuelve en ti; no te dejes arrastrar por los espejismos del siglo. El mundo y la vida humana se basan en la desigualdad. Siempre ha habido, y habrá, pobres y ricos, enfermos y sanos, malos y buenos. Tú y yo, que hemos nacido para buenos y para sanos, no hemos nacido para ricos. Y si nos empeñásemos en serlo, sólo lo conseguiríamos a fuerza de ensuciar la honra. Vuelve en ti, Amanda mía. Corrígete, querida Amanda. Tú eres una mujer buena y honesta. No pienses en esas cosas funestas y corruptoras. Piensa en nuestros hijos cuando nos casemos y cuando los tengamos.
Y tantas veces repetí el mismo discurso, que al cabo, Amanda -groggy acaso a resultas de mis «directos» oratorios-, exclamó, abrazándome:
- Tienes razón, Federico mío. Desde ahora desdeñaré el lujo y sólo pensaré en nuestros futuros hijos.
Y añadió:
- Serán rubios, ¿verdad?
- ¡Lo serán! -dije con una firmeza que a mí mismo me asustó:
Y añadí:
- Y si no lo son, les friccionaremos la cabeza con «Camomila Intea».
Desde entonces, Amanda, al descubrir una mujer elegante, desviaba la mirada; no se paraba más que en los escaparates de «ropas para niños», y cuando íbamos al cine, en lugar de fijar la atención en la pantalla, me miraba tenazmente a la nariz.
Esto es: yo había triunfado.
Pero mi triunfo duró lo que dura el paseo de una estrella por la atmósfera visible y lo que dura una verbena de San Antonio de la Florida.
Un día, al principio de nuestro paseo habitual por la ciudad, Amanda volvió a sus antiguas costumbres; me obligó a detenerme delante de doce joyerías, suspirando profundamente por las trescientas veintinueve joyas expuestas; me habló largamente de la vieja aristocracia europea y de la naciente aristocracia americana:
- ¡Ser rica! -gimió-. ¡Viajar, conocerlo todo, pasar la vida sin renunciar a un goce ni a un placer! ¡Ay! Querría erguirme de pie en el Polo Norte, y desde allí abarcar con mi vista todo el planeta y saber que me pertenecía por entero.
Me quedé lívido. Nunca su afán de lujo y su deseo de vida brillante habían estallado con más violencia ni de modo más repugnantemente literario. Me apresuré a cortar el incendio con el extintor de mis frases de siempre:
- Amanda, te he dicho otras veces que pienses en nuestros futuros hijos y que…
Pero Amanda me respondió:
- Al amar el lujo, al desear una vida brillante, yo, inconscientemente, pienso en mis hijos. Lo dice Marañón.
- ¿Cómo? -aullé.
- Eso. Que lo dice Marañón. En su última teoría.
Pedí explicaciones. Me las dio. Conocía la última teoría de Marañón, y vi que correspondía, en efecto, a cuanto Amanda indicaba. Según el famoso médico, la mujer que busca un hombre rico para esposo, no lo busca por vestir caro y viajar más caro y lucir joyas magníficas; lo hace -inconscientemente, eso sí- pensando en los hijos futuros, preparándoles una existencia fácil, soñando con la comodidad de ellos…
Quedé pensativo y silencioso. Marañón acababa de quitarme toda mi fuerza sobre Amanda.
- Entonces -murmuré al fin- cuando tú te detienes en una joyería, ¿piensas en nuestros futuros hijos?
- Sí.
- ¿Y cuando me dices que te gustaría tener un «Rolls»?
- También pienso en los hijos futuros.
- ¿Y cuando me dices que te gustaría que te abonase al teatro los martes…?
- También; todo por los hijos.
Y agregó:
- ¡Ah! Los hombres sois unos seres superficiales, que nunca comprenderéis la nobleza que encierra un alma de mujer…
Y se detuvo a timarse con un señor gordo que
bajaba de un automóvil imponente.
Ignoro si vosotros habréis pensado alguna vez en el asesinato. Yo pensé seriamente aquel día.
He protestado, he llorado, me he arrastrado a sus plantas desde entonces. La he suplicado que vuelva a ser la muchacha sencilla de antes. Todo inútil. Su réplica es siempre la misma:
- Pienso en mis hijos. Las mujeres siempre pensamos en los hijos, Federico. Lo dice Marañón.
Y yo voy hacia la ruina económica y sentimental,
y Marañón sigue ganando honra y provecho.
Es indignante.
…en estado de nebulosa no es más que un beso, dos juramentos y una promesa formal de matrimonio.
…al nacer es una cosa encarnada que grita.
…a los diez minutos de nacer es un paquete de telas y bordados alrededor del cual miran diez o doce personas.
…a los dos días es el motivo de todas las visitas.
…a los quince días es una caravana que va a la iglesia y vuelve diciendo: «¡Cómo lloraba al ponerle la sal!»
…al mes es un anuncio en los periódicos reclamando un ama de cría en buenas condiciones.
…a los seis meses es una llamada al médico.
…al año es una discusión familiar sobre cuántos dientes deben tener las personas bien constituidas.
…a los dos años es un vestido, un abrigo y cincuenta y dos chichones.
…a los tres años es un cilindro de dieciséis kilos que se sube encima de las personas.
…a los cuatro años es ocho llamadas urgentes al médico y un triciclo.
…a los seis años es un colegio de pago…a los ocho años es una serie de frascos de aceite de hígado de bacalao.
…a los diez años es un examen de ingreso en un Instituto.
…a los doce es una paliza, porque huele a tabaco.
…a los catorce es otra serie de frascos de aceite de hígado de bacalao y una bicicleta.
…a los quince es el final del bachillerato y un traje de pantalón largo.
…a los dieciséis años es un idiota.
…a los diecinueve, los veinte, los veintiuno y los veintidós es un conjunto de carne, pelo y hueso cada vez más delgado y cada vez más grande.
…a los veintitrés años es una mayoría de edad, un final de carrera, cuarenta y dos corbatas y una visita al médico.
…a los veinticinco años ha desaparecido el bigote y es una pasión difícil con una muchacha fácil.
…a los veintiséis es dos oposiciones: una oposición de él a cierto cargo y otra oposición de su familia a lo de la muchacha fácil.
…a los veintiocho es una plaza lograda en las oposiciones y un matrimonio con la muchacha difícil.
…a los veintinueve es un hijo.
…a los treinta es dos hijos y un «lío».
…a los treinta y uno es tres hijos y dos «líos».
…a los treinta y cinco es siete hijos e innumerables «líos».
…a los treinta y ocho es unas noches de juerga.
…a los cuarenta es varias canas.
…a los cuarenta y dos es una faja de goma.
…a los cuarenta y cinco es hercúleos esfuerzos para adelgazar.
…a las cincuenta y cinco es un tinte enérgico.
…a los cincuenta y ocho es una dentadura postiza.
…a los sesenta es otro amor difícil con otra muchacha fácil.
…a los sesenta y tres es otro amor fácil con otra muchacha difícil.
…a los sesenta y cinco es una temporada de pensar en casarse con la criada de la casa.
…a los sesenta y seis es un ataque de gota.
…a los sesenta y ocho, ya no es gota, sino diluvio.
…a los setenta vuelve a ser lo que era a los seis meses.
…a los ochenta vuelve a ser lo que era a los dieciocho, a los diecinueve, a los veinte, a los veintiuno y a los veintidós.
…a los ochenta y cinco es un entusiasta de las aceras de sol.
…a los noventa es un don Juan.
…a los noventa y cinco es una cafetera rusa.
…a los cien es un centenario.
…a los ciento cinco es una fosa con una cruz, tres letras mayúsculas, varios piropos familiares y un letrero que dice:
«Martínez, marmolista».
…tres meses antes de nacer es una canastilla de color de rosa y una explicación de la madre: «Será niña, porque el anterior fue niño.»
…al nacer es una conmoción familiar.
…a los tres días es una discusión en la cual cada pariente se obstina en demostrar que la niña «ha sacado» sus narices.
…a los quince días es una operación de báscula médica que arroja dos kilos doscientos gramos y hace exclamar a los padres satisfechos: «Las niñas siempre pesan menos.»
…a los veinte días es un bautizo en el que los invitados se llenan los bolsillos de sandwichs.
…a los seis meses es una escarlatina, unas viruelas locas, una tos ferina y un bote de leche condensada.
…al año es un rugido de los padres, que murmuran estremecidos: «¡Ya sabe decir papá!»
…a los catorce meses es otro rugido de los padres, que exclaman: «¡Ya sabe decir "solidaridad" y "eautontimorúmenos" e "idiosincrasia"!»…
…al año y medio es una carrerita por el pasillo y un chichón así de grande.
…a los dos años es ocho frascos de Emulsión Scott.
…a los cuatro años es unas puntadas con hilo negro sobre un trapo viejo.
…a los seis años es el ingreso en un colegio de monjas, más puntadas en una tela con hilo blanco y otros cinco frascos de Emulsión Scott.
…a los siete, ocho, nueve y diez años es unos bordados, unas lecciones de Historia Sagrada y un susto de los padres porque crece demasiado.
…a los diez años y medio es un vestido blanco, una velita en la mano derecha, un libro de misa en la mano izquierda, una gran emoción y varias visitas a las amistades.
…a los doce años es una vagoneta de frascos de Emulsión Scott, y la sospecha de que hubo alguien en el mundo que se llamó Recaredo.
…a los trece años es un primer curso de francés y una serie de melancolías y de llantos inmotivados.
…a los catorce años, un segundo curso de francés y ganas vivísimas de morirse.
…a los quince años es un gran susto, unas explicaciones, unas vacaciones extraordinarias en casa de los papas y un deseo de reír y de correr a todas horas.
…a los dieciséis años es un brusco y fugaz amor por un actor cinematográfico.
…a los diecisiete, nuevas melancolías, lectura de poesía lírica, suspiros en el alféizar de una ventana a la luz de la luna y sospechas de no ser nunca comprendida.
…a los dieciocho, salida del colegio de monjas, preocupación furiosa por los vestidos y los sombreros, y miradas incandescentes y despreciativas a todos los jóvenes.
…a los diecinueve, veinte, veintiuno y veintidós, lectura incansable de novelas, «flirts» con diferentes muchachos, desprecios sucesivos a todos esos muchachos y certidumbre de ser una mujer superior a las demás.
…a los veintitrés es una crítica acerba de sus amigas con otras amigas, y de estas amigas con las amigas anteriores, y convencimiento de que no hay un solo hombre digno de ella.
…a los veinticuatro es un descontento de todo y de todos y llanto en la soledad de la alcoba.
…a los veinticinco es un mal humor constante y una irritación de nervios continua.
…a los veintiséis es un noviazgo con un tipo insignificante y unos proyectos precipitados de boda.
…a los veintiséis y medio es otro traje blanco, unas flores de azahar, tres repeticiones del monosílabo «sí» y un viaje «al extranjero» (es decir: a Badajoz, patria chica del novio).
…los veintisiete es un malestar propio que provoca sonrisitas ajenas.
…a los veintisiete y pico es un hijo.
…a los veintiocho es una hija.
…a los veintinueve es otro hijo, una larga enfermedad y la sospecha de no tener más hijos.
…a los treinta es otra crisis de llantos silenciosos.
…de los treinta a los treinta y ocho es una sensación interminable y abrumadora de deslizarse por un «tobogán» barnizado de gris.
…a los treinta y nueve es dos broncas diarias con el marido.
…a los cuarenta un recuerdo melancólico a lo que le sucedió a los quince años y un principio de engrasamiento.
…a los cuarenta y dos es un engrosamiento progresivo.
…a los cuarenta y cinco es un engrosamiento total.
…de los cuarenta y cinco a los cincuenta, una preocupación constante por las cosas que hacen las vecinas.
…a los cincuenta y uno es la certidumbre absoluta de haberse casado con un idiota, de que este idiota tiene la culpa de todas sus desdichas y de que pensándolo ejerce una venganza justa.
…a los cincuenta y dos viudez y ocho días de asegurar que su marido era un santo y un talento.
…a los cincuenta y seis, es tres nietos.
…de los cincuenta y ocho a los sesenta, es un exacerbamiento de la crítica adversa y un convencimiento de que los jóvenes de la moderna generación no tienen vergüenza.
…de los sesenta a los sesenta y cinco, una queja continua y veintiocho enfermedades imaginarias.
…a los sesenta y seis es un testamento.
…a los setenta y dos meses es la indignación general de todos los nietos, sobrinos, etc., que se enteran de que el primitivo testamento fue revocado a última hora.
…a los setenta y medio es una sepultura falta de lápida, porque los sobrinos, nietos, etc., determinaron ponerse de acuerdo para mandarla instalar, y no consiguen llegar a ese acuerdo nunca, ni nunca lo conseguirán.
Me senté, e instantáneamente se levantó ella. Estábamos en el macizo de sillas de alquiler de un parque público, y contemplar el paisaje retrepado en una de aquellas sillas costaba diez céntimos nada más.
Existen personas que se quejan de la carestía de la vida moderna; son gentes sin espíritu. Ved, por ejemplo, las cosas que en aquel parque público se podían hacer con el solo pago de diez céntimos de peseta.
Sentarse. Contemplar el paisaje. Mancharse la ropa con la pintura de la silla. Bostezar. Respirar a plenos pulmones. Silbar. Cantar. Dormir. Mirar los transeúntes. Oír los trinos de los pajarillos. Recordar el pasado. Hacer planes para el porvenir. Suspirar con nostalgia. Sonreír con dulzura. Fumar. Mascar goma. Frotarse los zapatos. Tomar el sol. Tomar la sombra. Ver correr las nubes. Ver a los niños jugar a los barquillos. Aspirar los perfumes de las flores. Pensar. Leer. Hacer solitarios. Y estudiar Trigonometría.
Nada menos que veintiséis cosas distintas por diez céntimos. ¿Y se habla de la carestía de la vida moderna?
Al levantarse, había dejado caer un carnet de notas, y yo lo guardé para leerlo de cabo a rabo, como lo hice no bien la dama se perdió de vista.
El carnet estaba encuadrado en piel de antílope paralítico, y sus cantos eran tan dorados como el canto «A las ruinas de Itálica». Casi todas las hojas aparecían llenas de apuntaciones. A continuación copio algunas de ellas, que son otros tantos interesantes destellos psicológicos.
Debo a «Jeanette»:
De vestidos… 2.000 pesetas.
Entregado ayer a cuenta… 5 -
Quedo a deber… 1.995 -
Le he dicho a Juan que me dejase 500 pesetas y me ha contestado que este mes tenía muchos gastos, porque su mujer se empeña en tomar helado después de todas las comidas, y que le era imposible.
Tengo que comprar «Humo de Sándalo». Se lo diré a Elías.
Estribillo del tango: «¿Quién le toca a la china?», que se me olvida siempre que voy a cantarlo:
«Si hay un valiente
que toque a mi "china"
le pego en la frente con
una vitrina
del Museo de Palermo
y le dejo tan enfermo
que tendrá que autoinyectarse cafeína.»
Me ha tocado la lotería. Llevaba seis décimos. Me los regaló don Fernando.
Creo que las medias de gasa las venden baratísimas en «Casa Morduende». Se lo diré a don Leopoldo.
Borrador de la carta que le he escrito a Juan, mandándole a la porra, y que copio para tener presentes todas las cosas que le digo:
«Juan: Estoy harta. Vete a la porra. Lo que estás haciendo conmigo no se hace con nadie, y por mi parte estoy decidida a que te vayas a la porra. Te vas a la porra, ¿lo oyes? ¡A la porra! Me sobran arrestos para mandarte a la porra. Así es que te vas a la porra. No me haces falta para nada, y te mando a la porra con mucho gusto. De modo que vete a la porra.
Deseando con toda mi alma que te vayas a la porra, te manda a la porra,
Luisa.
P. D. - ¡Vete a la porra!»
Carta que me ha contestado el canalla de Juan y que incluyo aquí para no arrepentirme nunca de lo hecho:
«Querida Luisa: He recibido tu carta mandándome a la porra. Tus deseos son órdenes para mí. Me voy a la porra. Tardaré en volver quince o veinte años.
Juan.»
Tengo que comprarme una combinación. Se lo diré a don Pedro.
Me he pesado ayer. Peso 62,500. He ganado kilo y medio.
Salí ayer de casa con 50 pesetas y volví sin un céntimo. Gasté en:
Aspirina… 0,15 pesetas.
Helado mío y de Manolo que
también pagué yo… 2,80 -
Una corbata para Manolo… 13,00
Taxi para ir y volver a casa de
Manolo… 4,00 -
____________________
Total de gastos hechos… 20,45 pesetas.
Hasta 50 pesetas que saqué de casa, quedan 29 pesetas con 55 céntimos, que no sé dónde han ido a parar.
Manolo sigue tan celoso como de costumbre, y también ayer me registró el bolso para convencerse de que no llevaba el retrato de otro hombre.
¡Cuánto me quiere!
Un reloj para Manolo, pues el que le regalé la semana pasada se lo quitaron en la verbena, 100 pesetas.
Otro reloj para Manolo, porque el de anteayer se le perdió en «Niza», 75 pesetas.