En las islas desiertas se ama igual que en Madrid, que en París, que en Rotterdam y que en Londres
Capítulo V
A bordo del Gillette
A bordo del Gillette, a los siete días de navegación, todos los pasajeros que no habían entablado aún conversación con Zambombo, le conocían por el remoquete de lady’s friend.
Y a la propia lady Brums la conocían con el nombre de la mujer-sirena.
Porque los pasajeros de los trasatlánticos suelen ser bastante idiotas.
Por deseo de Sylvia, los amantes ocupaban un camarote de dos plazas, situado en la cubierta de salones.
—Quiero —había explicado ella— que no estemos separados uno de otro en ningún momento.
—¡Amor mío!
—¡Mi alma!
—¡Nena!
—Mon gosse!
Era un idilio de tal melosidad, que solo podía conducir a la jalea.
Nada más entrar en el camarote, Zamb se detuvo sorprendido al leer un cartel, clavado detrás de la puerta. El cartel decía así:
Se advierte a los señores pasajeros que ocupen este camarote, que, en caso de naufragio, la lancha en don de les corresponde tomar sitio para salvarse es la señalada con el número 7.
A Zambombo se le puso la carne de gallina, pero de gallina «prat leonada».
—¡Caramba! —gruñó—. ¡Es para darle ánimos a uno!
Y enseguida se dijo que los trasatlánticos naufragaban muy rara vez y que, en realidad, aquello solo era una precaución de la Compañía.
Y sintió, de pronto, un imperioso deseo de ver de cerca la simpática lancha número 7, que, en caso de apuro, les ofrecería sus bancos para evitar que se pasaran por agua, como dos vulgares huevos.
Por fin la encontró.
Era exactamente igual que sus compañeras. Pero a Zambombo le pareció la más bonita de todas: sin duda porque ya la consideraba como suya.
(Con las mujeres ocurre lo contrario que con las lanchas de salvamento: nos gustan más las de los otros que las que consideramos como nuestras). (¡Hola!).
No voy, naturalmente, a entretenerme en contar lo que sucedió a bordo del Gillette durante los quince días que tardó en trasladarse de Liverpool al océano Pacífico por el Canal de Panamá: en todos los trasatlánticos ocurre siempre lo mismo y los pasajeros se entregan siempre a idénticas ocupaciones. Se bañan, juegan, almuerzan, comen, desayunan, meriendan, critican, consultan la singladura para enterarse de lo que lleva recorrido el buque, flirtean, bostezan y le dan la lata al capitán.
No hablaré de nada de esto, no. Y del paso del Gillette por el Canal de Panamá, yendo de esclusa en esclusa, esclusa decir que tampoco hablaré.[60]
¡¡Las mujeres, primero!!
Navegaban por el Pacífico, rodeados de niebla desde hacía seis horas, sin ver absolutamente nada y con la sirena mugiendo y mugiendo incansable para evitar colisiones con otros barcos.
Detrás del espeso telón de boca de la niebla, navegaba en dirección contraria un buque español:
LA PELOTA DE GOMA
PAQUEBOTE
También la sirena de La pelota de goma mugía y mugía sin cesar. (Lo cual, después de todo, es el oficio de las sirenas).
Y mientras, los dos buques avanzaban furiosamente en la niebla, uno contra otro…
Y a bordo de ellos.
En el entrepuente del Guillette, el capitán y su segundo discutían: | En el entrepuente de La pelota de goma, el capitán y su segundo discutían: |
S. Me parece, capitán, que hacia estribor suena una sirena. | S. Me parece, capitán, que hacia babor suena una sirena. |
C. Yo no oigo nada. A ver… (Unos segundos de pausa). No. No se oye nada. | C. Yo no oigo nada. A ver… (Unos segundos de pausa). No. No se oye nada. |
S. Insisto en que se oye una sirena, capitán. | S. Insisto en que se oye una sirena, capitán. |
C. Le repito que está usted equivocado. | C. Le repito que está usted equivocado. |
Y en el instante mismo en que concluían ambos diálogos, el Gillette y La pelota de goma se embistieron brutalmente de costado y fueron a pique en ocho minutos y tres décimas.
Antes de hundirse, el Gillette se levantó de popa.
Antes de hundirse, La pelota de goma se levantó de proa.
¡Las tragedias del mar!
En el Gillette se produjo una confusión solo comparable a la que se produce en las verbenas cuando empieza a llover de improviso.
Sonaron gritos y alaridos de auxilio y terror. Se oyeron voces que clamaban:
—¡¡Las mujeres, primero!! ¡¡Las mujeres, primero!!
Y ocurrió como se decía: las que primero se ahogaron fueron las mujeres.
Luego se ahogaron los hombres y los imitadores de estrellas de varietés.
El capitán, después de decirle al segundo de a bordo: «Tenía usted razón; sonaba una sirena», contempló durante unos instantes cómo se hundía el barco y declaró:
—Ha llegado el momento de suicidarse. Es mi deber.
Se aplicó a la cabeza un revólver y le falló el tiro. Volvió a oprimir el gatillo, y volvió a fallar. Insistió seis veces aún con idéntico resultado. Algunos pasajeros retardaron el momento de ponerse a salvo para ver si el capitán se salía con la suya. Entre estos pasajeros se hallaban Zamb y Sylvia.
—Le apuesto seis chelines a que no logra suicidarse —le dijo a Zamb un caballero de Edimburgo con aire de comerciante.
—Van —contestó Zambombo.
Pero al capitán le falló el revólver otras dos veces. Entonces un armero de Manchester se adelantó hacia él y dándole una pistola que llevaba en la mano, le propuso:
—Pruebe con esta, capitán. Está cargada con balas explosivas, y ver usted cómo le hace cisco.
—Gracias. No puedo, y lo siento. Pero el reglamento exige que nos matemos con nuestro propio revólver.
—¡Vaya por Dios!
Al cabo de cinco nuevas intentonas de suicidio los pasajeros habían ido desfilando cansados y solo quedaban a la expectativa Zamb, Sylvia y el caballero de Edimburgo.
Los tres tenían ya perdidas las esperanzas de que el capitán consiguiese su objeto. Pero nunca se debe abandonar la última esperanza, porque Dios jamás olvida por completo a sus criaturas… Bien quedó demostrado esto último en aquella ocasión: de pronto, una de las chimeneas del Gillette se derrumbó con estrépito y aplastó de una manera indudable al capitán.
Hubo un suspiro de alivio en todos los pechos. Y el caballero de Edimburgo exclamó:
—Ha muerto como un héroe.
Luego se volvió a Zambombo para decirle:
—He perdido. Aquí tiene usted sus seis chelines, caballero. Les deseo un salvamento feliz. Beso los pies a milady. Adiós.
Y se tiró al mar de cabeza.
Detrás de él se tiraron Sylvia y Zamb. Ambos nadaban bien, y mientras avanzaban lentamente sobre las olas seguían con la que era ahora su conversación favorita:
—¡Nena!
—¡Mi alma!
—¡Amor mío!
—Mon gosse!
Ni siquiera se habían acordado de la lancha número 7.
Náufragos
No sería yo un verdadero novelista si no hiciera que mis náufragos encontrasen tierra al amanecer del día siguiente. Además, resultaría una crueldad tener más tiempo en remojo a una mujer tan elegante y delicada como lady Brums. De manera que…
Al día siguiente, así que amaneció, una playa baja y limitada por un cinturón de árboles tropicales se extendió a la vista de Sylvia y Zamb. Dos horas más tarde pisaban tierra.
—¡Qué bonito! —suspiró Sylvia contemplando el paisaje.
—Sí. Es divino —apoyó Zamb.
Y permanecieron cincuenta y cinco minutos abrazados y admirando el paisaje. Realmente, el paisaje era bonito: a la derecha se desesperezaba el mar, con su color de ojos de mujer; a la izquierda, un bosque cerrado y profundo exhibía las mil cabelleras de sus árboles, que el viento —sabio ondulador permanente— rizaba y peinaba sin descanso; un promontorio de rocas, en las que el sol ponía falsas incrustaciones de oro, se alzaba hacia el sur… Arriba, el cielo. Y el suelo, abajo; como siempre.
Zambombo manifestó, estrechando dulcemente a Sylvia:
—Ahora que nos amamos más que nunca, ahora que hemos logrado capturar al pájaro fugitivo de la dicha, ¿qué mejor cosa podíamos desear tú y yo que naufragar, lejos del mundo civilizado, en una isla desierta?
—Es verdad… —murmuró Sylvia—. Pero ¿y si no estamos en una isla desierta?
—Sí estamos, sí… Mira ese cartel.
Sylvia se volvió. Clavada en el suelo, había una estaca; y la estaca sostenía este cartel:
ISLA DESIERTA
(Colonia de Inglaterra)
SITUADA EN EL OCÉANO PACÍFICO ENTRE LOS 11 GRADOS DE LATITUD Y LOS 89 GRADOS DE LONGITUD.
PRODUCTOS DE LA ISLA: COCOS, DÁTILES, PLÁTANOS Y ANTROPÓFAGOS.
PROHIBIDO ESCUPIR
Lady Brums sonrió con una sonrisa encantadora.
—Entonces —dijo— ¿somos unos verdaderos náufragos?
—¡Unos náufragos de cuerpo entero! —respondió alborozado Zambombo.
Y decidieron obrar como dos verdaderos náufragos.
Cálculos y preparativos de instalación
Ante todo era preciso orientarse, porque el cartel no aparecía muy claro en aquel punto.
—Nos orientaremos por nuestras propias fuerzas —declaró el joven.
Y se tumbó en la playa, a observar el cielo, provisto de un lápiz y de un librito de apuntes. El primer problema consistía en calcular la altura de las estrellas, y luego de mirarlas un rato fijamente, escribió en el cuaderno la cifra aproximada.
Sylvia asistía con atención a aquellas operaciones.
Después, sacando el reloj, Zambombo observó el tiempo que invertía la luna en salir de un grupo de nubes.[61] Vio que tardaba dos minutos y medio, y apuntó la cifra. A continuación observó también la velocidad del viento. Para ello, por medio de dos rayas, señaló en el suelo su estatura, que era de un metro setenta y cinco. Colocó en una de las rayas un papelito y midió, reloj en mano, lo que el viento tardaba en llevar el papel a la otra rayita. Tardó cuatro segundos. Y Zamb, razonó por medio de la regla de tres:
1,75 mts. los recorre en 4 segundos. |
1000 mts. (o sea un kilómetro) los recorrerá en X |
De donde X era igual a 1000 multiplicado por 4 y partido por 1,75.
Hizo las operaciones, contando por los dedos, y comprobó que el viento corría que se las pelaba.
Entonces resumió todos los cálculos y resultó:
Altura de las estrellas: muchísima.
Velocidad de las nubes: tres centímetros de luna por minuto.
Velocidad del viento: enorme.
Color del cielo: azul.
Ya no faltaba más que multiplicar la velocidad de las nubes por la del viento y restarle la altura de las estrellas, dividiendo el total por el color del cielo.
Cuando Zamb hubo hecho esto quedó averiguado que él y Sylvia se hallaban en una isla desierta, en el Pacífico, y que era de día.[62]
Entonces Zamb decidió hacer fuego, porque un náufrago que tiene fuego ha dejado ya de ser náufrago, según la acertada frase de Perkins.[63]
—¿Cómo vas a arreglártelas? —indagó Sylvia, que cada vez le admiraba con mayor entusiasmo.
—Verás… —dijo Zamb.
Cogió dos trozos de madera y los frotó uno contra otro. Seis horas después, todavía frotaba. Sylvia se había dormido y el joven frotaba sin cesar con un tesón y una rabia desesperados. Por fin, a las seis horas y media, una pequeña llamita brotó de los trozos de madera, pero como Zambombo estaba ya sudando a chorros, el sudor de su frente, cayendo sobre la llamita, la apagó.
—¡Mecachis! —gritó el náufrago.
Sylvia se despertó:
—¿Qué? ¿No puedes hacer fuego?
—Podré, porque traigo cerillas, pero si no las hubiera traído, no sé cómo nos las habríamos arreglado…
Y sacó una caja de cerillas inglesas, una de esas grandes cajas de cerillas inglesas en cuyas tapas se lee:
BIRD’S EYE WAX VESTAS
have Safety Heads with
strike anywhere tips
STRIKE THE TIP GENTLY
MADE ONLY BY BRYANT & LTD
LONDON. LIVERPOOL. & GLASGOW.
y que tienen menos cerillas que letras.
Entonces los náufragos consiguieron encender una hoguera admirable.
—Ahora —determinó Zambombo—, tenemos que construir una cabaña.
—¡Sí, sí! —palmoteó Sylvia—. Una cabaña… y tu amor… ¡Ah! ¡Qué dichosa soy!
Zamb se dirigió a la entrada del bosque y transportó a la playa unos cuantos árboles, que yacían en el suelo, derribados, tal vez, por alguna tormenta. Calculó la resistencia de los árboles, midiendo el diámetro y su longitud, y escribió en su cuadernito:
A+B = (A+B) − (A+B) × (A+B) + (A+B).
Elevó al cuadrado el primer término, y con gran sorpresa suya, que no creía saber tantas matemáticas, obtuvo
(A+B)2 = (A+B) - (A+B) × (A+B) + (A+B).
Y sustituyendo esto por las cifras averiguadas, logró:
732=(10+10).
La resistencia de los troncos de árbol era de 730 kilogramos.
Puso los troncos apoyados entre sí, formando dos vertientes, en número de quince. De manera que cuando Zamb y Sylvia se metieron debajo, los kilos de árbol que se les cayeron encima, al desplomarse la cabaña, fueron:
730 × 15,
o sea: 10 950.
Ambos se desmayaron a consecuencia del traumatismo. Al volver en sí, era de noche.[64]
Los piscis rodolphus valentinus
Veinte días después, Sylvia había adelgazado dieciocho libras y Zambombo diecinueve.
Tal es el efecto que en las personas bien constituidas produce la reiterada consumición de menús vegetarianos. Porque hasta entonces los náufragos solo habían comido los productos de la isla que se indicaban en el cartel, excepción hecha de los antropófagos, que no aparecían por ningún sitio.
—Su raza habrá desaparecido probablemente hace tiempo —opinó Zambombo.
—¿Por qué? ¿Cómo iban a desaparecer todos sin dejar rastro?
—Comiéndose unos a otros. Para eso eran antropófagos.
—¡Ah! Es verdad.
Sylvia y Zamb vestían de un modo extraño. El naufragio del Gillette les había sorprendido a las siete de la tarde, llevando: él, smoking, y Sylvia un traje de baile, hecho en pailletes y un pequeño chal de lo mismo enrollado a la garganta y sujeto en uno de los lados con una rosa. Ahora, después de veinte días de habitar en la isla (lo que podríamos llamar perfectamente «islamismo»), Sylvia, que se quejaba de frío por las noches, llevaba puesto el smoking de Zamb. Parecía una vedette de gran revista de espectáculo y seguía estando preciosa.
En cambio, Zambombo, sin afeitar y ceñido con el traje de baile de lady Brums, parecía un Egmont de Bries, a quien el público, indignado, hubiese ido persiguiendo por las calles durante catorce horas.
Mas como no ha habido oculista que le cure la ceguera al Amor, Sylvia continuaba viendo en Zambombo al Zambombo de antes.
Por aquella fecha fue cuando lady Brums se quejó a su amante de la excesiva monotonía de la alimentación:
—Comiendo siempre lo mismo, nos va a dar el «beriberi», Zamb.
—No te preocupes. Yo encontraré nuevos alimentos. Ya les he echado el ojo a unos peces…
Efectivamente: próximas al promontorio rocoso que se alzaba al sur y en donde los náufragos habían hallado por fin una gruta natural que les servía de habitación, solían navegar bandadas de peces, de esos peces denominados por los hombres de ciencia pisci rodolphus valentinus, por su belleza y su cursilería sin igual.[65] Todo estribaba en discurrir un medio de capturarlos. Por fortuna, la imaginación de Zambombo era incansable como una mosca.
Partió con los dientes una hoja de palmera hasta darle forma de pez y, sujetándola con un hilo, la tiró al agua. Había observado Zamb que las bandadas de peces seguían siempre la dirección que emprendía el que iba a la cabeza de ellas. El truco consistía, pues, en que los demás peces se creyesen que el que dirigía el cotarro era el pez fabricado por Zambombo.
Tardó dos días y tres noches en engañarles, pero al cabo, vio claramente que una bandada de rodolphus valentinus seguía al pedacito de hoja de palmera. Entonces Zamb tiró del hilo, la hojita saltó a la orilla y treinta y seis peces saltaron detrás.
Como se lee en la Santa Biblia, «comieron hasta que se hartaron».
Poesía cósmica
En la isla no había fieras.
Los náufragos hicieron excursiones hacia el interior para saber a qué atenerse respecto a extremo tan importante. Atravesaron varias veces el bosque; Zamb caminaba delante, ojo alerta y con el cinturón en la mano, cogido de tal manera que en caso de agresión por parte de alguna fiera, pudiera atacar y herir con la hebilla.
En tales excursiones no vieron fieras. Hallaron a su paso manadas de leones y de tigres y muchísimos cocodrilos; pero fieras, ni una sola.
Eso acabó de tranquilizarles.
Y sus vidas se deslizaban en medio de la poesía y del amor.
Al crepúsculo, ambos se sentaban en lo alto del promontorio, enlazados por la cintura. El sol se agazapaba lentamente detrás del forillo del horizonte y se hubiera dicho que las aguas del océano apagaban, con los extintores de sus olas, aquella lumbrera infatigable. Las nubes huían deprisa con dirección a Saliente. Luego comenzaban a bruñir el cielo las numerosísimas estrellas australes. Los enamorados pensaban en el Universo, en Copérnico, en Laplace, en las leyes de la gravitación y en la teoría del optimismo cósmico.
Y después se iban a acostar.
La tragedia
A los cuatro meses de islamismo habían bautizado la isla con el nombre de «Isla de Capua», apodo más propio para un barco dedicado a la pesca de la sardina que para una verdadera isla del Pacífico.
Y ahora es ya el momento de que el lector sepa que si le advertí la importancia que tenía el que el Gillette hubiese zarpado de Liverpool, fue porque está comprobadísimo que todos los náufragos, hallados en una isla desierta del Pacífico, provenían de paquebotes zarpados de Liverpool.
¿Por qué esto? ¿Qué ocultas leyes rigen a los paquebotes, a las islas desiertas, a los náufragos y a Liverpool? Nunca podría averiguarse, mas el hecho no admite que se le someta a discusión.
Cierta tarde de… ¿de qué mes? (no se sabía). Cierta tarde, Sylvia gritó de pronto:
—¡Un barco! ¡Un barco inglés!
Zambombo salió de la gruta. Era verdad. A unas dos millas de la isla, un transporte estaba fondeado. Se distinguía claramente la bandera, con los colores del Reino Unido.
En el primer momento, los náufragos sintieron una gran alegría; después, se entristecieron. Aquel barco no era solo un barco: era Inglaterra, Europa, la civilización: lo que envenena y destruye el amor al sacarle de los encasillados hermosos de la libertad y del instinto.
Vendrían a buscarles… Renovarían su vida prístina. Otra vez a viajar de un lado a otro, llevando las penas a la grupa… Otra vez a contemplar el amor, pintado de purpurina y vestido por Worth… Y quizá ya no volvieran a ver hundirse el sol en la lejanía. Ni volverían a capturar rodolphus valentinus con la ayuda de una hojita de palmera…
Zamb miró a Sylvia y Sylvia miró a Zamb. Y dijeron a un tiempo:
—No nos iremos de aquí…
—Europa, la civilización, la magnesia efervescente… ¡Que lo zurzan a todo! —añadió Zamb.
Un lanchón se había despegado del transporte y avanzaba, rasgando el satén del océano con su proa.
Cuando tocó tierra, un hombre delgado, rígido, de uniforme, saltó a la playa.
Saludó con desembarazo.
Parecía persona educadísima y decía All right! cada nueve segundos. Primero indagó de Sylvia y de Zambombo si estaban contentos en la isla y si necesitaban alguna cosa.
—Podemos traerles vituallas, armas, muebles…
Procedía como habría procedido un casero amable con sus inquilinos.
Zambombo dijo que no necesitaban nada y que estaban muy a gusto. Entonces aquel caballero sacó una libreta, dijo All right! y habló así:
—Me llamo Edward Meigham y soy empleado, afecto al Colonial Office. Como ustedes saben, esta isla está desierta y es una colonia inglesa. Lo que sin duda ustedes ignoran es que —como toda colonia de Inglaterra——rinde sus productos a beneficio de la metrópoli. Ahora bien, es tan pequeña la isla, que sus cocos, sus dátiles y sus plátanos no tienen importancia comercial y exportadora. En cuanto a sus antropófagos, hubo que expatriarlos porque ya se negaban a comer carne humana, y ningún país serio puede tolerar que en una isla desierta haya antropófagos que tomen merluza rebozada «a la Dubarry». En la actualidad, todos los antropófagos que habitaban la isla viven en Londres y están empleados de grooms en los cabarets. Resumiendo: Inglaterra no podía tener improductiva esta isla, razón por la cual decidió alquilarla como lugar de recreo. La vida moderna, con sus comodidades extremas, su ansia, cada vez mayor, de nuevas sensaciones y de panoramas diferentes, pone un cansancio y un aburrimiento totales en el corazón de muchas personas, especialmente en el de aquellas que se hallan colocadas dentro de las altas esferas… Para estas personas, entre las que ustedes se cuentan, es delicioso pasar temporadas en una isla desierta. Perfectamente…
Agregó con una sonrisa digna de madame Tallien:
—Pero eso hay que pagarlo…
Después levantó una ceja ligeramente, sacó su estilográfica, consultó la libreta y dijo con tono comercial:
—Ustedes llevan en la isla cuatro meses y medio, o sea ciento treinta y siete días. El precio de estancia, por persona, es de dos libras diarias…
—¡Carísimo! —protestó Zambombo.
—Tenga usted en cuenta que el habitante de la isla está solo en ella y la tiene para su único y limitado esparcimiento. Eso hay que pagarlo… De suerte que la cantidad que deben asciende, justamente, a 548 libras. Pero hay cosas que se cuentan aparte, y ustedes deben: 80 libras de cocos, 76 de plátanos, 129 de leña…
—¡El total! —exigió Zambombo, que se había puesto de malísimo humor.
—El total es de 830 libras esterlinas.[66]
Y el empleado, que durante sus discursos dijo All right! tantas veces como libras, se calló definitivamente esperando.
Zambombo exclamó dirigiéndose a Sylvia:
—Págale tú. No quiero saber nada de un asunto tan repugnante… Ahí, en el smoking que tienes puesto, está mi cartera.
Y se marchó al bosque, para no ver aquello, procurando que el empleado del Gobierno se diera cuenta de que no había querido molestarse en saludarle.
Zambombo volvió del bosque al cabo de una hora.
El transporte inglés, que había levado anclas mucho tiempo antes, no era ya más que un microbio en el horizonte.
—¡Buen viaje! —exclamó Zamb, despidiéndose con la mano alegremente.
Y entró en la gruta a buscar a Sylvia.
En la gruta, sobre una piedra de basalto que hacía el oficio de mesa, había unos papeles. Extrañado, Zamb los cogió. Uno estaba escrito por lady Brums. Decía:
Sr. D. Elías Pérez Seltz (Zambombo).
Muy señor mío: En ese papel adjunto tiene usted la causa de por qué me voy para siempre en el transporte en que vino el empleado del Gobierno mister Meigham. Es inútil que vuelva a buscarme nunca. Ha muerto usted para mí, y su recuerdo solo me produce asco. ¡Farsante!
El desprecio eterno de
Lady Sylvia Brums
de Arencibia.
Zambombo sintió que su sangre iba enfriándose por momentos, hasta convertirse en escarcha. Temblando cogió el otro papel, el papel que citaba Sylvia.
Era un recibo y tenía un membrete. Véase:
OLIVERIO SMITH
CRIADO DEL PALACIO
DE PARK-LANE
LONDRES
He recibido de sir Elías Pérez Seltz la cantidad de tres libras esterlinas por mi trabajo de disparar en un pasillo del palacio de Park Lane, donde presto mis servicios, una escopeta de caza, cargada con pólvora sola, mientras sir Elías Pérez Seltz fingía que se suicidaba en las habitaciones de lady Sylvia Brums, mi honorable ama.
Londres, 14 de noviembre de 1927.
Oliverio Smith
(Criado)
Son, libras // 3 //.
Zambombo se imaginó la ocurrido con la velocidad de la luz.
Sylvia había abierto la cartera de Zamb para pagar al empleado Meigham, y no había registrado la cartera, ¡oh, no!, porque Sylvia era, ante todo, una mujer educada; pero el maldito papel caería al suelo…
Y Sylvia vería el membrete, y le extrañaría, y habría leído el papel…, aquel papel que probaba la farsa del suicidio y que no se había acordado de destruir…
Zamb seguía imaginándose la escena.
Algo se habría roto en el interior de Sylvia. Y Sylvia se mordería los labios, y acaso dejó fluir una lágrima, que se apresuraría a enjugar con la yema de uno de sus deditos…
Luego se habría dirigido al empleado Meigham:
—Caballero: me he cansado ya de esta isla. Deseo volver a Londres. ¿Me admite usted a bordo de su buque?
Y el empleado Meigham se inclinaría para responder:
—All right!
Todo, todo se lo imaginaba Zamb.
Miró a su alrededor angustiado.
—Ahora es —susurró— cuando la isla empieza a estar verdaderamente desierta… Para siempre…
Le entraron unas terribles ganas de llorar. Se le doblaron las piernas, y cayó sollozando sin consuelo.
Y como cayó precisamente sobre la piedra de basalto que hacía el oficio de mesa, se produjo en la frente un cardenal del tamaño de Juan de Médicis.
Compañía González-Fernández
Por la mañana salía de la gruta, después de dormir pésimamente y de haber sufrido varias pesadillas aburridísimas, y se detuvo asombrado ante un espectáculo insólito. Como viene ocurriendo desde hace siglos, cuando se encuentra uno con algo inexplicable, Zamb se preguntó si no estaría durmiendo todavía.
En la playa, un grupo formado por once hombres y ocho mujeres, vestidos con maillots y chorreando agua, gesticulaban y hablaban animadamente.
Zambombo se acercó a ellos sin ser visto. El que hablaba ahora era un señor grueso y bajo, ya entrecano y cincuentón, que decía a grito herido y al parecer con un gran convencimiento:
… Sueña el que afana y pretende;
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende…
Al oír aquello del sueño, Zamb comprendió que no soñaba. ¿No eran aquellos versos de Calderón de la Barca? ¿No pertenecían a La vida es sueño y estaban en boca de Segismundo? Sí. Sin duda alguna. ¿Pero que razón había para que unos cuantos hombres y mujeres aparecieran en la playa de una isla desierta del Pacífico, vestidos con maillots, chorreando agua y recitando versos de Calderón?…
—El mundo entero se ha vuelto loco —pensó Zamb.
Y se acercó a aquellos perturbados.
Le recibieron con inequívocas señales de amabilidad.
—¿También usted pertenece al teatro? —le preguntó el caballero cincuentón.
—¿Yo? No, señor.
—Como lo veo con ese traje…
(Zamb seguía vistiendo el traje de baile que llevaba lady Brums en el momento del naufragio, y que —ya en la isla— le había cambiado por el smoking).
—Es que yo soy un náufrago —aclaró el joven.
Todos le rodearon al oírle.
—¡Un náufrago!
—¡Oh! ¡Un náufrago!…
—¡Dice que es un náufrago!
Se notaba que aquellas personas tenían muchas ganas de ver un náufrago de cerca.
Y cuando le hubieron visto bien, desde perspectivas diferentes, explicaron a Zamb que ellos, por su parte, eran actores y que constituían una importante agrupación artística, bajo la denominación de «Compañía González-Fernández» (Dramas y comedias).
Luego, el caballero grueso —Zacarías González, primer actor y director— presentó a la primera actriz: Emilita Fernández, una joven delgada, delgadísima, que parecía un bramante con un nudo en la punta. A continuación, Zamb conoció a los otros diez hombres y a las otras siete mujeres. Sus apellidos eran tan fáciles de aprender, que Zambombo no consiguió aprendérselos.
—Venimos de Lima —dijo Zacarías González—, en donde hemos hecho una temporada preciosa: figúrese usted que hubo que abrir seis abonos consecutivos… Por desgracia, el empresario que nos había llevado allá era un sinvergüenza y se fugó sin pagarnos. Quedamos abandonados en el apuro de no poder cumplir un contrato firmado para Barcelona. Reuní aquella noche a mis camaradas e hicimos arqueo. Nuestros bolsillos arrojaron un total de pesetas catorce con noventa y cinco. ¿Qué hacer? Yo propuse: «Señores, hay que ir a Barcelona. Yo me voy. El que quiera, que me siga». Y todos me siguieron sin vacilar. ¡Ah! El compañerismo…
Y don Zacarías se limpió dos lágrimas.
—Pero ¿y cómo van ustedes a Barcelona?
—A nado. Todos nadamos bien. ¿No ve usted que el que más y el que menos ya ha hecho otras temporadas en América?
Zambombo estaba asombrado.
—El heroísmo —opinó por fin— no concluyó en el Perú, con Pizarro y Hernando de Soto…
González agregó:
—Procuramos no separarnos demasiado de la costa, ¿comprende?; de esta forma, ya que nadie nos ha costeado el viaje, lo costeamos nosotros.
Y rio su propio chiste, según la escuela de Loreto Prado.
—Hoy —concluyó— nos hemos apartado de la ruta para atracar en esta playa y poder ensayar un ratito. Porque debutamos en Barcelona con el glorioso drama La vida es sueño.
—Quédense ustedes unos días en la isla —propuso Zambombo, a quien la perspectiva de permanecer allí solo, sin Sylvia, llenaba de angustia.
—¿Quedarnos? —exclamó Zacarías ¡Imposible! Salimos esta tarde a las tres.
—Entonces me iré con ustedes a España. Tampoco yo tengo dinero.
Ensayo sobre las olas
A las tres en punto de la tarde toda la compañía y Zambombo agregado se hallaba a la orilla del mar.
Zacarías González consultó un mapa de papel tela, ya arrugadísimo, que llevaba entre la piel y el maillot.
—Señores: hay que hacer un esfuerzo y ver si llegamos al anochecer a Guayaquil…
Todos contestaron:
—Muy bien.
—¿Prevenidos?
—Sí.
—Pues ¡gente al agua!
Y se tiraron al Océano uno detrás de otro.
A las quince o dieciséis brazadas, González volvió a hablar, dirigiéndose a la primera actriz:
—A ver, Emilita… No es cosa de estarse sin hacer nada. Vamos a «pasar» esa escena que tenemos floja.
Y declamó con voz que dominaba el rumor del oleaje:
… Con cada vez que te veo
nueva admiración me das,
y cuanto te miro más,
aun más mirarte deseo.
Ojos hidrópicos creo
que mis ojos deben ser,
pues cuando es muerte el beber
beben más, y de esta suerte,
viendo que el ver me da muerte,
estoy muriendo por ver…
Y Emilia tomó la palabra para replicar de esta manera:
Con asombro de mirarte,
con admiración de oírte,
no sé qué pueda decirte
ni qué pueda contestarte…
La voz de los actores-anfibios iba desvaneciéndose en la lejanía.
—Hasta que lleguemos a Barcelona —pensaba Zambombo sin dejar de nadar tienen tiempo de aprenderse todo el teatro clásico español.
FIN DEL LIBRO SEGUNDO
EL LECTOR PUEDE PASAR AL TERCERO
ES MUCHO MÁS CORTO. ¡ÁNIMO!