En Rotterdam se ama igual que en Madrid y que en París


Capítulo III

Las consecuencias de reír un chiste

La «oficina» era un recinto pequeño, casi asfixiado por un cinturón de ventanillas; sus paredes desaparecían bajo innumerables carteles de colores inflamados, cuya sola vista inyectaba el aceite alcanforado del turismo.

Estos carteles tenían letreros que hacían soñar y hasta roncar:

Desde el Havre, las agencias de vapores transmitían trompetazos sugestivos, con sus anuncios en tres idiomas:

SALIDAS DE VAPORES

DEPARTS DE PAQUEBOTS

SAILING LIST

encabezando unas largas relaciones de nombres de trasatlánticos y de fechas.

Marruecos llamaba al viajero con paisajes del desierto, donde siempre aparecían unos camellos, bebiendo agua, y entre cuyas patas se leía una reseña innecesaria:

Chameaux a l’abreuvoir.

China también solicitaba la visita de los occidentales, que debían consumir sus lacas apócrifas, pues las legítimas lacas se fabricaban ahora en la Kuchestrasse de Berlín, y solicitaba la visita, con derroche de imaginación: pintando los mismos camellos, el mismo abrevadero y colocando de fondo una puerta. El letrero no variaba tampoco mucho:

Chameaux a l’abreuvoir devant une porte de Pekín.

Italia lanzaba puñados de fotografías reseñadas, destilando añil y rojo. ¿Ha pensado usted en un viaje a Capri?…

La Ginestra. I Faraglioni. Il piazzale del giardino della Vittoria. La Grotta Azzurra.

Montecarlo, ese caballero de industria con chistera, cuyas largas piernas forman un puente por debajo del cual desfila Europa, no se ocupaba demasiado de fomentar el turismo: lo tenía seguro. Su mejor reclamo estaba en tres palabras universales, repetidas miles de veces diarias:

HAGAN JUEGO, SEÑORES

Suiza, brindaba sus ventisqueros y sus bacilos de Koch…

Francia, sus lugares históricos, los desfiladeros del Turn…

Bélgica, sus canales y sus carrillones…

Los países del Báltico, sus fiords

Los Estados Unidos, sus rascacielos, sus cataratas y sus playas del Pacífico…

España, que hubiese podido humillar a todos, no ofrecía nada. Se contentaba con enviar a París a mademoiselle Raquel Meller.

—Inglaterra se anuncia poco —observó Zambombo al entrar—. ¡Qué raro! Un país tan comerciante…

Entonces un caballero se le acercó y señalando un perro de hocico aplastado, que le miraba entornando los ojos, aclaró:

—Ahí tiene usted el anuncio de Inglaterra.

—No comprendo, señor.

—Está claro. ¿No le dice nada la raza del perro? Se trata de un bull-dog… Inglaterra, el país de John Bull-dog.

Sylvia rio el chiste con una carcajada emitida en un tono tan alto, que resultó de mal tono, y Zamb dirigió un gesto amable a aquel caballero.

Aquel caballero era el doctor Flagg.


Hicieron amistad con él porque lady Brums se notó invadida de una simpatía súbita, pero a Zamb no le hacía gracia el doctor, porque le pareció demasiado entrometido.

FLAGG. ¿Adónde van ustedes?

—A Alemania —mintió Zambombo para despistarle, temiendo que se quisiese adherir a ellos.

FLAGG. ¡Oh! ¡Qué feliz casualidad! Yo también voy a Alemania.

Zamb arrugó la nariz.

—¿He dicho Alemania? ¡Qué tonto soy! He querido decir que vamos a Italia, a Cassino, en la línea de Roma a Nápoles, ¿sabe?

FLAGG. Cassino… Muy poético, con su monasterio, su quietud… ¡Ea! Les acompaño a ustedes a Cassino.

Zamb arrugó la nariz y el entrecejo.

—La verdad que he dicho en broma lo de Cassino… Realmente nos dirigimos a Rotterdam.

FLAGG. ¡Ah! A Rotterdam… Precisamente, me encanta Rotterdam. Yo les guiaré a ustedes. Pero antes de ir a Rotterdam, se deben pasar unos días en Ámsterdam, porque así Rotterdam hace mejor efecto. Ámsterdam es la fruta; Rotterdam es la repostería. Para que la repostería sepa verdaderamente dulce, conviene tomar antes un poco de fruta, a ser posible algo ácida. Vamos a Ámsterdam…

—A este hombre —pensó Zambombo no nos lo podremos ya despegar más que con agua caliente.

Pero minutos después, en una brasserie céntrica, el camarero echaba encima de Flagg toda el agua hirviendo que encerraba una tetera, y aquel agua tampoco les despegó del doctor.

Vida y milagros del doctor Flagg y del faraón Amenophis

El doctor Flagg era pintoresco, como Palma de Mallorca.

Tenía un rostro planetario: esférico, achatado por los polos y ensanchado por el ecuador. Un vientre enorme, que debía contener 320 metros de intestino. Unas piernas inverosímilmente cortas, unos ojos que hacían pensar en el madrigal de Gutierre de Cetina y en el aguardiente de Monóvar, y un pelo amarillo rabioso. Vestía siempre de color caqui deslucido.

Parecía un limón veraneando.

Los primeros minutos de viaje, Zambombo y Sylvia oyeron hablar al doctor con sorpresa creciente.

—Yo he nacido en Praga —decía Flagg— durante una huelga general de picapedreros. Pero cuando solo contaba diez o doce segundos de vida, me trasladaron a París, para que pudiera tomar parte en un concurso de belleza infantil organizado por L’Intransigéant. Me criaron con biberón de leche de elefante.

—¿Cómo dice? —barbotó Zambombo estupefacto.

El doctor Flagg enjugó el sudor de su frente y remachó:

—Sí, sí; me he criado con biberón de leche de elefante. Mi padre estaba empleado en el jardín de Aclimatación, y como al nacer yo murió mi madre, y mi nacimiento coincidió con el de un elefantito, aprovecharon esta circunstancia en mi favor. Yo creo que es la leche de elefante la que me ha puesto tan gordo.

—Nunca he oído nada igual —contestó lady Brums, a pesar de que para ella había en el mundo pocas cosas inéditas.

—A los dieciséis años —seguía Flagg— asesiné a mi padre porque se negó a fabricarme una cometa.

—¿Qué?

—Está bien claro. Que asesiné a mi padre porque se negó a fabricarme una cometa —repitió el doctor—. Entonces hui de París disfrazado de momia. Me fui a Londres, y allí un individuo me regaló dos mil libras por hacerle un retrato a lápiz. ¿Saben ustedes quién era ese individuo?

—¿Quién?

—Jack, el destripador.

Zamb y Sylvia estaban maravillados.

—Con las dos mil libras me trasladé a Muninchen.

—¿Adónde? —indagó Zamb.

—A Munich; pero los alemanes dicen Muninchen. En Muninchen estudié ciencias, me doctoré y me dediqué a trabajos de laboratorio. Hice una fortuna falsificando huevos.

—¡Falsificando huevos! ¿Y con qué hacía usted los huevos?

—La yema, con patata y azafrán; la clara, con goma arábiga, y la cáscara, con celuloide. En dos años murieron seis millones de consumidores de huevos. Iban a descubrirme, cuando se enamoró de mí una princesa beduina, que me raptó en un tilburi, llevándome al Cairo.

Zambombo empezó a mirar con escama al doctor.

—En Egipto —siguió Flagg—, cierta tarde en que hacía un hoyo en el suelo para plantar una higuera, tropecé con el arranque de una escalerita subterránea. Bajé por ella, atravesé varios pasillos, rompí dos puertas de madera de teck y entré en una cámara, donde descubrí la tumba de un faraón.

—¿De qué faraón? —interrogó bruscamente Zambombo, con intención de desconcertar al doctor si no era verdad lo que contaba.

—De Amenophis XVIII, hijo de Sesostris XVI y nieto de Ramsés XXXII —replicó Flagg sin inmutarse.

Y continuó:

—Pero no es eso lo más sorprendente. Lo más sorprendente es que encontré al faraón absolutamente vivo, tan vivo como ustedes y yo, y en muy buen estado de salud.

—¡Qué emocionante! —exclamó Sylvia.

—Hace falta cinismo… —gruñó Zamb en voz baja, convencido ya de que Flagg mentía siempre que hablaba.

—Yo lo achaco —explicó el doctor, encarándose con lady Brums— a que Amenophis XVIII era hombre de constitución fortísima. Cuando entré en su tumba, donde yacía desde tres mil doscientos años atrás, el faraón estaba muy entretenido, pintando a la acuarela. Volvió la cabeza, y, al verme, se levantó, abriendo los brazos y gritando: «¡Querido Flagg!»…

—¡¡Basta!! —rugió Zambombo, levantándose también, como el faraón—. ¡Basta! ¡Es excesivo! ¡No dice usted más que mentiras hediondas, caballero!… ¡Estoy harto!

Flagg abrió, con miedo y asombro, sus redondos ojos inexpresivos, y alzó el brazo izquierdo doblado a la altura de la oreja, como hacen los chicos cuando notan la proximidad de una bofetada.

Pero lady Brums acudió en su auxilio, conteniendo a Zambombo.

—Zamb —habló con acento severo—. Si no quieres que tengamos un disgusto definitivo, prescinde de decirle cosas desagradables al doctor.

Las pupilas de Sylvia chisporroteaban dureza y energía. Volvió a dirigirse a Zambombo.

—¿Crees que desde el primer momento no comprendí que el señor Flagg era un embustero? Pues lo comprendí desde el primer momento. El señor Flagg es un embustero terrible. Seguramente es capaz de decir una verdad solo para manifestar a continuación que acaba de decir una mentira. De la boca del señor Flagg no salen más que mentiras y ácido carbónico. Bueno…, ¿y qué? Sus mentiras son divertidísimas.

Se echó hacia atrás en la butaca, montó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo de tabaco espurio y dulcificó su acento y su expresión para rogarle a Flagg:

—Siga usted, doctor. Quedó usted en el momento en que el faraón le saludaba, diciéndole: «Querido Flagg»…

Flagg sonrió humildemente y reanudó su historia.

—El faraón era tan simpático —dijo— que decidí sacarle de la tumba. Cuando se lo propuse, hizo un gesto de desagrado y murmuró: «Si vieras, Flagg, que el sol me molesta muchísimo»… Pero logré vencer aquella resistencia, muy natural en un hombre que llevaba tres mil doscientos años bajo tierra, regalándole mi sombrilla.

—¿Y salió de la tumba el faraón?

—Sí. Venía conmigo a todas partes: al teatro, a las peluquerías, a los cafés, a las casas de mujeres alegres… La gente nos seguía por las calles y nos rodeaba cuando nos deteníamos, preguntándole al faraón qué producto era el que anunciábamos. Amenophis estaba muy irritado porque nadie creía que era un faraón de verdad y porque cada día le robaban una joya de las que llevaba puestas. A las dos semanas, ya no le quedaba más que un ibis de malaquita. «Antes de que me lo roben, lo vendo —dijo—. A mí me costó cien piastras. Espero que nos den por lo menos dos mil francos». Visitamos a un egiptólogo famoso proponiéndole la compra del ibis para su museo particular, y el egiptólogo, después de contemplarlo a través de una lupa, nos lo devolvió diciendo: «No me sirve. No es legítimo». Amenophis, al oír esto, dejó escapar un aullido, saltó por encima de la mesa y estranguló al egiptólogo.

—¿Qué más, qué más? —pedía Sylvia, encantada.

—«¡Decir que no es legítimo un ibis comprado por mí durante la XVI.ª dinastía!», —gruñía Amenophis cuando huíamos a Tánger. Desde entonces, se lo juro, milady, el faraón comenzó a decaer visiblemente. Una tarde, en Casablanca, volví al hotel y encontré su habitación vacía. Sobre el lecho había una carta escrita por Amenophis. Véala.

Y Flagg alargó a Sylvia un trozo de papel comercial en el que aparecía lo siguiente:

—Esto lo ha dibujado usted mismo, claro —murmuró Sylvia.

—Sí, milady.

—Bueno, pues tradúzcamelo.

—Lo que el faraón me decía en su carta era, sencillamente:

Querido Flagg: Me vuelvo a mi tumba, porque es verdad que aquello está lleno de polvo; pero ¡qué diablo!, por lo menos, viviendo allí, conserva uno las alhajas. Supongo que mi invitación será inútil, pues tú siempre tienes mucho que hacer. No obstante, si quieres algo de mí, vete al subterráneo donde me encontraste, y baja con cuidado, porque las escaleras se desmoronan. He comprado colores y lienzo, y ahora, en lugar de pintar a la acuarela, voy a dedicarme a pintar al óleo. Saludos.

Amenophis XVIII, Rey del Alto y Bajo Egipto.

Al acabar Flagg la traducción de la carta, Zambombo, que estaba ya en el límite de la indignación contra el doctor, contra Sylvia e incluso contra Amenophis XVIII, se salió del departamento echando chispas y comenzó a dar rabiosos paseos por el pasillo.

El tren corría y corría, zumbando como una abeja con bronquitis.

Sylvia adopta una actitud resuelta

A la llegada a Amsterdam, Zamb odiaba a Flagg casi tanto como un centauro a un lapita.

Porque durante el viaje, abismada en las mentiras del doctor, Sylvia había hecho de Zambombo el mismo caso que un empleado en las cataratas del Niágara habría hecho de una gotera.

—Pero ¿no te harta? —le masculló por fin, rasgando las palabras con los dientes.

El auto se había detenido en mitad del Rokin, a la puerta del hotel Rembrandt.

Sylvia dijo con la mano en la portezuela:

—¿Hartarme Flagg? Ni mucho menos… ¡Si Flagg es un tipo magnífico!…

—No concibo cómo puedes soportar a un hombre que no dice más que mentiras.

Sylvia miró a Zamb de alto a abajo, desvió una ceja hacia el noroeste y murmuró:

—Cambio todas las verdades tuyas por una sola mentira de él.

Y entró en el hall, con la cabeza erguida, los brazos replegados y el paso lento. Antes de posarse en el suelo, las puntas de sus piececitos formaban una línea recta con el empeine y la pierna.

Parecía un talón-rouge dirigiendo el principio de un minué en las Tullerías.

Su entrada produjo un gran efecto.


El primero en visitar los saloncitos inferiores fue Zambombo.

Llevaba la corbata torcida, como todo hombre que ha pasado un largo espacio de tiempo meditando.

—Esta mujer empieza a cansarse de mí —se confesaba, mientras los muelles de un sillón donde se sentó le colocaban diez centímetros más bajo que el nivel normal de las personas sedentes—. Empieza a cansarse de mí, y es natural que se canse. Yo soy un hombre vulgar y ella ama lo extraordinario…

Se levantó, hojeó unas revistas sin enterarse de nada. Luego, aprovechando la cristalera de una puerta, se puso derecha la corbata, diciéndose:

—Está loca, sí… (tirando de la corbata hacia arriba), y acabará por volverme loco a mí también… Porque la quiero… (suspirando). La quiero más que a mi vida (tirando de la corbata hacia abajo). ¡Ay! Si yo pudiera arrancarme este amor del corazón… (tirando con rabia de la corbata hacia la izquierda). ¡Si yo pudiera (tirando con furia de la corbata hacia la derecha)… arrancármelo!

Lo que sí pudo arrancarse fue la corbata, que acababa de partirse en dos trozos.

Sylvia entró en el saloncito. Llevaba una falda dividida en panneaux; su tronco iba encerrado en un pull-over de piel de antílope, sobre el que descansaba la fantasmagoría de una chaqueta bordada en tonos calientes. Avanzó despacio, calzándose unos guantes de gamuza con claveteados de oro.[52]

Zamb fue hacia ella.

—¡Sylvia! —exclamó—. Dime una vez qué es lo que debo de hacer.

—Sube a ponerte otra corbata —le contestó tranquilamente Sylvia.

—Me refiero a lo nuestro…

—¿Lo nuestro?

—Sí. ¿Crees que tu conducta puede hacerme feliz? Yo te adoro, Sylvia… (y la besó el claveteado de uno de los guantes). Yo te necesito para poder seguir viviendo. ¿Por qué después de haberme hecho concebir tantas esperanzas de dulzura, me haces tragar ahora tanta hiel?

—La historia se repite… En 1415, el emperador Segismundo le ofreció la vida a Juan Huss, y luego le quemó vivo en Constanza.

Zambombo se quedó turulato. Y puso tal cara de primo, que a Sylvia le dio lástima.

—Mira, Zamb —agregó con voz de «buena amiga»—, esta es la última vez que te lo repito: yo no soy una mujer vulgar; soy una heroína de novela. Una lady que se ha educado en la opulencia, que habla once idiomas y que viaja con dieciocho baúles de equipaje, no puede amar igual que una taquillera del Metro, que una cupletista o que una hija de un coronel retirado. Observa lo que hago con mis trajes: me los pongo una vez. Hasta ahora he hecho igual con mis amantes. Está bien que las muchachas que se hacen un traje por temporada y que incluso se lo mandan reformar para la siguiente, tengan un solo amante o un solo marido. Si quieres ser un amor eterno, búscate una de esas muchachas: las hay a miles y languidecen, paseando con sus papás, por todas las ciudades del mundo. Pero cuando se desean los labios de una heroína de novela, hay que conformarse con ser solo una ramita en el árbol amoroso de esa heroína. Me gustaste, porque te vi inexperto, provinciano y algo tonto. Después arrancaste varios chispazos en mi ilusión, haciendo cosas divertidas; te prometo, porque te estimo, que si haces más cosas divertidas, verás brillar también más chispazos. Pero hasta que eso ocurra no pidas nada de mí. El doctor Flagg, que físicamente es grotesco y que para una mujer vulgar resultaría indeseable, para mí es un hombre interesantísimo, un tipo «nuevo», algo que yo no había conocido aún. Su figura es abominable, pero sus mentiras son maravillosas. Flagg me gusta. Luego, acaso, me guste otro. No intentes oponerte a nada. Sobre que a mí las actitudes trágicas me hacen reír, adelantarías tanto oponiéndote como trasladándote de Bretaña a Siberia montado en un pelícano.

Zamb fue a agregar algo, pero Sylvia le inmovilizó con un ademán breve. Y dirigiéndose a Flagg, que acababa de aparecer en la puerta del saloncito, más alimonado que nunca, exclamó:

—Vamos, doctor. Quiero que me dé usted un paseo por Amsterdam. Zamb no nos acompaña, porque tendría que cambiarse de corbata, y esto nos retrasaría demasiado.

Y desapareció, apoyándose en el brazo de Flagg; que apenas alcanzaba con la cúspide de su cráneo amarillo al mentón de la dama.

Hasta Zambombo llegó la voz, cada vez más distante, del doctor:

—Pues una vez, milady, estaba yo luchando con un tiburón en el mar de los Sargazos, cuando vi avanzar hacia mí un submarino, iluminado con farolillos a la veneciana…

El juramento de pasta

Seis días en Amsterdam:

Seis días que Zambombo no salió del hotel Rembrandt.

Sylvia y Flagg no entraban, en cambio, en el hotel. Paseaban por el Amstel; hacían excursiones al bosque de Harlem o se alargaban hasta Delft. Flagg contaba mentiras y más mentiras, que Sylvia escuchaba con embeleso.

Volvían tarde. Zamb les oía regresar. Y oía cómo lady Brums reía los relatos del doctor, y cómo, a veces, de pie, junto a la puerta de sus habitaciones, la dama permanecía una hora, y también dos, aguardando el final de una mentira demasiado larga de Flagg.

—Ese hombre se va a hacer polvo el cerebro —pensaba Zambombo—. No es posible que aguante mucho tiempo tan excesivo gasto de imaginación.

Luego, le envidiaba tristemente.

—¡Quién fuera él! Con su vientre enorme, con sus piernas cortas, con su pelo amarillo, con su tipo de tendero de ultramarinos… ¡quién fuera él!

Y solo le consolaban dos cosas:

Que Sylvia no había abierto a Flagg el embozo de su lecho,

y que a él mismo acabaría por ocurrírsele algo grande para atraerse definitivamente a Sylvia.


A los seis días entraban en Rotterdam, como tres viajeros sin importancia.

El cielo era igual que en Amsterdam: rojizo.

Zambombo siguió sin salir del hotel, absolutamente exacto al otro, con la única diferencia de que no se llamaba hotel Rembrandt, sino hotel Coolsingel.

Sylvia y Flagg continuaron paseando. Ahora iban por las orillas del Mosa, o almorzaban en Hoosgtraat, o recorrían los muelles de Whikelminakade y de los Boomjpes.[53]

Y Flagg enzarzaba mentiras y lady Brums se sentía dichosa oyéndolas.

Una noche, el doctor le dijo a Zambombo:

—¿Tampoco hoy viene usted con nosotros?

—No. Gracias. Decididamente, Holanda no me gusta. Y de noche, en particular, recorrer este país me revienta.

—¿Por qué?

—Porque está oscuro y huele a queso.

—Lo mismo ocurre en el «barrio chino» de Nueva York —afirmó Flagg—. Estando yo allí, el año 1915, me mandó Wilson que fuera a Chinatown a comprar una pulsera que quería regalar a una amiguita suya… Tomé en taxi de la Yellow-Cab-Co, y ya rodábamos por la Quinta Avenida, cuando noté que debajo del asiento del auto había un cocodrilo…

—¡¡Esas estupideces se las coloca usted a Sylvia!! —¡Porque yo no se las tolero! —interrumpió frenéticamente Zambombo—. ¡Que usted lo pase como pueda!

Y se marchó a sus habitaciones, dejando al doctor Flagg con el cocodrilo en la boca.

Pero aquella misma noche, en cuanto notó que Sylvia y Flagg regresaban, Zambombo se metió sin pedir permiso en la alcoba del doctor.

Flagg, en mangas de camisa y con los tirantes colgando de las gomitas posteriores se hallaba dando cuerda al reloj.

Zamb, que a consecuencia de una de sus frecuentes reacciones iba dispuesto a lograr que Flagg renunciase a Sylvia o a colgarlo de un árbol, no dejó hablar al doctor.

—Mi admirado amigo —le dijo por todo preámbulo—. Vengo a asesinarle de la manera más definitiva que me sea posible.

—¿Cómo? —exclamó Flagg.

—No me gusta repetir las cosas. Usted con sus mentiras estúpidas me está robando a Sylvia, y antes de que se la lleve del todo he decidido asesinarle. Traigo una pistola, un frasco de arsénico y un cuchillo de postre. Elija.

Y sacó los tres objetos.

Al verlos, el doctor Flagg se tiró a nado en la alfombra y desapareció debajo de la cama como una carta por un buzón. Gritó angustiado:

—¡Por Dios! ¡Guarde esas cosas!… ¡Guarde el cuchillo y la pistola, que pueden dispararse! Yo estoy dispuesto a hacer lo que usted quiera.

—¿Lo jura usted?

—¡Lo juro!

—Haga una cruz en el suelo, y júrelo poniendo la mano encima.

—No tengo con qué hacer la cruz…

Zambombo fue al contiguo cuarto de baño y volvió con un tubito de pasta dentífrica. Se lo arrojó a Flagg diciendo:

—¡Hágala con eso!

Y el doctor sacó una mano, nada más que una mano, y apretujando el tubito dejó en la alfombra dos regueros de pasta dentífrica que se cortaban en forma de cruz. Luego colocó la diestra encima y murmuró:

—Juro solemnemente que haré lo que el señor Pérez Seltz me ordene.

Entonces Zambombo dijo:

—Pues le ordeno… ¿Me oye?

—Sí, señor, sí —contestaron de debajo de la cama.

—¡Le ordeno que de un modo inexorable se niegue usted en lo sucesivo a contarle más mentiras a lady Brums!

—Ella pedirá que se las cuente…

—Y usted le contestará que ya no se le ocurre ninguna. ¿Entendido?

—Sí, sí.

—¡Jure obediencia otra vez!

Flagg volvió a jurar poniendo la diestra en la alfombra.

Y Zambombo abandonó la habitación pisando recio.


Lo primero que el doctor Flagg hizo al quedarse solo fue lavarse los dientes, para aprovechar la pasta que tenía adherida a la palma de la mano.

A continuación, se miró en un espejo; retrocedió unos pasos sin dejar de contemplarse; avanzó los pasos retrocedidos; se miró de perfil; alisóse los huevos hilados de sus cabellos, y sonrió con orgullo, diciéndose a media voz:

—De manera que lady Brums está enamorándose de mí…

Añadió:

—De manera que le gusto…

Añadió todavía:

—De manera que mis mentiras provocan su entusiasmo… Y contándole nuevas mentiras, yo podría conseguir de ella que…

Añadió finalmente:

—¡Voy a conseguirlo!

Terminó de desnudarse. Se vistió apresuradamente un pijama que parecía hecho con tela de colchón, y calzándose unas zapatillas de orillo, salió derrochando cautela, y empujó la puerta de las habitaciones de lady Brums.

Entró. Era la alcoba de Sylvia. Al fondo, en el lecho —ancho, largo, bajo— lady Brums, semidesnuda, repasaba un número del Punch.

Flagg se decidió de un golpe.

—Repitamos una vez más la divisa de Amundsen —exclamó.

Y repitió la divisa de Amundsen:

Fram!

O, lo que es lo mismo:

—¡Adelante!

Breve intermedio lírico

¡Divina y callada noche de Rotterdam!…

¡Noche de Rotterdam!…

¡Divina y callada!

¡Noche que guardas en tu cofre plomizo suspiros nostálgicos de viejos marineros y ensueños ruborosos de pálidas adolescentes!…

¡Noche de Rotterdam, con tus canales dormidos!…

¡Con tus caminos bañados en luna!…

¡Con tus puertos inmóviles bajo las grúas vigilantes!…

¡Caminos, canales y puertos!…

¡Canales de Rotterdam, donde flotan las gabarras!…

¡Canales de Venecia, donde flotan las góndolas!…

¡Canal de Isabel II, donde flotan los microbios!…

¡Noche de Rotterdam, seguiríamos contemplándote!…

¡Pero hace tanto frío, que no hay más remedio que cerrar la ventana!…

Una escena de amor original

—¿Qué es eso, Flagg? —preguntó Sylvia, haciendo que se asombraba, viendo aparecer al doctor.

—Vengo —explicó Flagg— porque esta tarde no la he contado que mi bisabuelo, por parte de padre, fue íntimo amigo de Robespierre.

—¿Es posible? —articuló Sylvia, abandonando el Punch.

—Sí —dijo el doctor, sentándose en el lecho—. Parece ser que Robespierre y él se conocieron en Tolón, durante unas regatas. Discutieron, mi bisabuelo le pegó con un remo a Robespierre, le partió la peluca y le tiró al agua. En seguida, asustado de su propia obra, se lanzó a salvarle. Buceó y salió con la peluca en la mano. A la segunda vez que buceó, sacó a Robespierre…

—¿Y entonces?…

Flagg cogió por el talle a lady Brums y la abrazó consecuentemente, mientras añadía:

—Robespierre, agradecidísimo y chorreando agua, le dio un apretón de manos a mi bisabuelo y le dijo: «Camarada: dentro de unos meses comeremos juntos en Versalles». Y mi bisabuelo, que era todo un carácter, contestó: «Está bien: encargaré dos raciones de ostras».

Sylvia se echó hacia atrás riendo, lo que aprovechó Flagg para besarle la garganta, mientras agregaba:

—Al poco tiempo, Francia se bañaba en sangre, y la guillotina (ese martillo pilón de la nobleza) machacaba vértebras cervicales en la plaza de la República. Mi bisabuelo, al ver que Tolón se rendía a los ingleses y que Robespierre era ya el árbitro en París, envolvió las dos raciones de ostras en un papel y se trasladó a Versalles. Nada más llegar, envió un continental a Robespierre.

Al acabar este párrafo, Flagg estaba ya pegadito a Sylvia, bajo las sábanas.[54]

—Robespierre —siguió—, que estaba en Arras, acudió a Versalles reventando caballos. El último caballo, en lugar de reventarse como sus compañeros, reventó a un jacobino reumático que tuvo la mala ocurrencia de ponerse delante de sus patas. Este jacobino era un patriota, y cayó gritando: «¡Muero contento, porque muero por Francia!». Entonces Robespierre se apeó de un salto y pronunció una frase que se ha hecho célebre en la Historia: «Cuando se han reventado seis caballos, tiene uno derecho a reventar a un jacobino». Y se abrazó a mi bisabuelo, tirándole las ostras en un charco.

Durante la descripción del viaje hípico de Robespierre, el doctor Flagg había besado a Sylvia en todas partes, y ella ahora comenzaba a corresponderle.

—Sigue, sigue —susurró lady Brums, que sentía avanzar las gacelas de sus deseos—. Sigue tu historia…

Y Flagg, haciendo un esfuerzo sobre sus nervios, siguió:

—Comieron juntos en el Petit Trianón, y a los postres, Robespierre le dijo a mi bisabuelo… ¡Amor mío!

—¿Qué? —exclamó Sylvia.

—¡Amor mío! ¡Te adoro! —repitió Flagg.

—¿Eso me lo dices tú a mí, o se lo dijo Robespierre a tu bisabuelo?

—¡Te lo digo a ti, mi reina! —exclamaba Flagg ya en la pendiente máxima de la pasión y olvidado de Robespierre, de la Revolución Francesa y de monsieur Thiers.

—¡Sigue tu historia!… —exigió Sylvia, para quien las mentiras de Flagg eran un afrodisíaco irresistible.

—Cuando Robespierre y mi bisabuelo se fueron de Versalles… un… ¡No puedo! ¡Ah, Sylvia! ¡Sylvia mía!


El doctor Flagg, derribado en la alfombra como una ballena que hubiese encallado en la playa, roncaba igual que un schneider.

Sylvia le agitó por un brazo.

—¡Eh, Flagg! ¡Despierta! Acaba de contar la historia de tu bisabuelo y de Robespierre…

Flagg logró abrir los ojos. Pero después de aquella felicidad que lady Brums acababa de proporcionarle y en la que él nunca había pensado, se sentía exhausto e incapaz de inventar una nueva mentira.

—Déjame —suplicó con laxitud—. Ahora no puedo…

Sylvia se levantó, echando chispas.

—¿Que no puedes? ¡Entonces estás aquí de sobra! ¡Fuera! ¡¡Fuera!!

Y expulsó al pasillo al doctor Flagg, que andaba como un sonámbulo.

Mutis

Flagg tardó en reaccionar dos horas y media.

Al reaccionar, sus primeros pensamientos fueron para Zambombo.

—Si este hombre supiera —se dijo— lo que ha ocurrido esta noche entre Sylvia y yo…

Se acordó de su juramento.

Y la pistola, el frasquito de arsénico y el cuchillo de postre bailaron una sardana en su cerebro.

—Hay que huir —decidió—. Hay que huir antes de que se haga de día…

Se vistió, cogió sus maletines y salió del hotel Coolsingel a paso de lobo.

Deambuló por Rotterdam, como un viajante de comercio.

A las siete se metió a desayunar en un bar de la calle de Schiedamschedyk.

Media hora después tomaba billete para La Haya.


El lector debe reflexionar ahora sobre lo ocurrido, y a poco que reflexione observar que Flagg, encerrado en la cámara frigorífica de su lealtad no había caído en la cuenta de que poseía otras armas con que conquistar el blocao de Sylvia.

Fue el mismo Zambombo, tan vivamente interesado en separar a su amada del doctor, quien precipitó al doctor en el seno de su amada.

El lector debe aprovecharse de esta experiencia.

Porque semejante carambola es frecuente; y en el escenario del amor ocurre muy a menudo que para darle al público la sensación de la realidad, evitando las equivocaciones de los actores, el apuntador lee demasiado alto, con lo cual lo que se consigue es que el público adquiera la idea de que aquello es una farsa, mientras grita: «¡Ese apuntador! ¡Más bajo!».

(¡Y todavía hay quien dice que en las novelas no se aprende nada!…).

Movimiento de traslación y últimas noticias de Flagg

Zambombo se dio cuenta de la huida de Flagg y respiró con orgullo:

—¡Le he asustado! Lo malo es que a Sylvia no le va a hacer mucha gracia la ausencia de ese tipo.

Pero Sylvia, al enterarse de ello, se limitó a decir:

—Mejor. Flagg comenzaba a aburrirme.

Zamb, espíritu ingenuo, se frotó las manos con delicia.

No pensó en que cuando una mujer que ha demostrado simpatía por un hombre, expresa hacia él una súbita frialdad, es siempre porque ya le ha dado a ese hombre todo lo que es capaz de dar una mujer.

Y una mujer solo es capaz de dar lo que no le cuesta dinero; es decir, su organismo.


Luces de esperanza se encendían para Zambombo…

Aquella tarde salió con Sylvia. Pasearon por el parque Laan.

—Mira qué lindas flores… ¿No te recuerdan las del parque Monceau, en París?

—Sí. También estas tienen pétalos —contestó Sylvia.

Por la noche comieron en un restaurant del muelle. De sobremesa, lady Brums bostezó dos veces.

—¿Te aburres? ¿Quieres que vayamos a algún sitio?

—Sí.

—¿Adónde quieres que vayamos? ¿A un cine? ¿A un teatro? ¿A un cabaret?

—Vamos a Londres —determinó Sylvia.

(Se refería, naturalmente, a la capital de Inglaterra, ciudad situada sobre el río Támesis, provista de varios millones de faroles, y a cuyos habitantes se les suele llamar flemáticos y londinenses).

Dispusieron rápidamente el traslado.

Sylvia telefoneó al mayordomo de su palacio de Park Lane, avisándole la llegada.

Zambombo se compró una guía de Londres y un monóculo.

Y en la última media hora de su estancia en Rotterdam, el propio Zamb tuvo ocasión de evitarle otra tentación a lady Brums interceptando un telegrama del doctor Flagg, fechado en La Haya.

El telegrama decía así:

LADY SYLVIA BRUMS

COOLSINGEL-HOTEL

ROTTERDAM

PARTO, LÁGRIMAS OJOS, PROXIMIDADES POLO SUR DONDE ME ANUNCIAN NACIMIENTO HIJO, RESULTADO AMORES PRIMAVERA PASADA CON FAMOSA BELLEZA ESQUIMAL.—OSO BLANCO INTENTA COMERSE HIJO MÍO; CORRO SALVARLE.—VOY CON AMIGO HÚNGARO, QUE PIENSA AMAESTRAR OSO.—HARÉ VIAJE EN GASOLINERA ROMPE-HIELOS.—MIS MEJORES RESPETOS.

FLAGG

Zamb rompió el telegrama en pedazos pequeñísimos, hizo con ellos una bolita y se la tragó.

—Si lee este telegrama Sylvia, es capaz de irse a buscarle —murmuró cuando la bolita caía en su estómago.