Finales de verano

1938

«¿Por qué —se preguntó Jessica por enésima vez— se pondrá tan desagradable siempre que estamos a punto de marcharnos?». Desde luego, no sería porque no lo hubiesen invitado. Edward y Villy lo trataban de maravilla, y aun así se negaba a ir. Peor aún, tampoco es que se abstuviese de ir del todo; por lo general decía, como ahora, que seguramente se pasaría por allí el último fin de semana de la quincena, lo cual en cierto modo sonaba como una amenaza y, al mismo tiempo, no impedía que Jessica se sintiese como si le estuviese abandonando adrede. Pero unas vacaciones gratis en el campo para los niños no era algo que se pudiese rechazar, y, para ser sincera consigo misma (y, por supuesto, pensaba que siempre lo era), le sentaría bien un poco de aire campestre y no tener que cocinar ni que preocuparse de estirar el dinero para los gastos domésticos, con cuatro niños que necesitaban tales cantidades de comida que solo de pensar en ello ya estaba agotada, por no hablar de lavar y planchar. ¡Ah, qué gusto, sentarse en el césped a disfrutar de una ginebra con lima mientras otra persona se encargaba de la cena!

Allí estaba de nuevo, plantado en la puerta del dormitorio, esperando con una paciencia exagerada a que Jessica cerrase la maleta. Siempre insistía en cargar el coche él, lo cual no dejaba de ser una especie de amabilidad de boquilla: en realidad, hasta instalar la baca entre cinco costaba un esfuerzo, y encima él imponía una disciplina que lo complicaba todo al insistir en que amontonasen las maletas en la acera, al lado del coche, antes de empezar a cargar.

—Perdona, cariño —dijo Jessica, con el tono más alegre que fue capaz de adoptar.

Su marido cogió la maleta y arqueó las cejas.

—Cualquiera diría que te vas seis meses. —Pero lo decía siempre que se marchaba, y hacía mucho que Jessica había dejado de explicarle que se necesitaba lo mismo para dos semanas que para seis meses.

Al verle bajar las escaleras cojeando con la maleta, sintió el familiar arrebato de culpa y lástima. ¡Pobre Raymond! Odiaba su trabajo (administrador en un colegio muy grande de la zona), era un hombre que necesitaba actividad física para estar de buen humor y su pierna se la vedaba por completo. Se había criado en un entorno adinerado y ahora no tenía nada, salvo ciertas expectativas inciertas que había depositado en una tía suya de lo más cascarrabias que, a intervalos regulares, insinuaba que quizá había cambiado de opinión y le legase su colección de arte (un Watts, un Landseer y más de quinientas acuarelas inquietantes pintadas por su difunto marido) en lugar de su dinero. Pero si llegase a heredar el dinero, no le duraría: lo gastaría en alguna idea desastrosa, disparatada. No se le daba bien trabajar con más gente (todo lo sacaba de quicio y perdía los estribos en las ocasiones más inesperadas), pero por otro lado no tenía cabeza para los negocios y, por tanto, necesitaba un socio. Jessica sabía que en el momento menos pensado dejaría su trabajo para embarcarse en algún proyecto nuevo, pero el dinero que pudiera necesitar para esto tendría que venir de vender la casa y mudarse a algún lugar todavía menos agradable y más barato. Y no es que a ella le gustase la casa (una joyita de adosado estilo Tudor, como dijo una vez para hacer reír a Edward), que había sido levantada por unos especuladores poco después de la guerra entre las casas construidas junto a la carretera de East Finchley. Las habitaciones eran pequeñas y humildes, los pasillos eran tan estrechos que costaba recorrerlos con una bandeja en las manos sin rasparse los nudillos, las paredes estaban ya surcadas por largas grietas diagonales, las ventanas de guillotina se habían combado y filtraban la lluvia y la cocina siempre olía a húmedo. Había un jardín trasero largo y estrecho, al fondo del cual estaba el cobertizo que había construido Raymond en la época en que le dio por cultivar champiñones. Ahora lo utilizaba Judy para invitar a sus amigas…, una suerte, la verdad, porque al ser la menor tenía el dormitorio más pequeño, tanto que no había sitio para nada aparte de la cama y la cómoda.

—¡Jessica! ¡Jessica!

—¡Mamá, te llama papá!

—Es el lechero, mamá. Quiere cobrar.

Pagó al lechero, mandó a Christopher a que metiese prisa a las chicas mayores, se fue al salón para asegurarse de que había cerrado el piano y lo cubrió con el chal de cachemira para protegerlo del sol, le dijo a Judy que fuese al baño y por último, cuando ya no se le ocurría nada más que hacer, salió por la puerta principal y bajó por el sendero de baldosas irregulares hasta la verja serrada de la entrada —que estaba abierta, con Nora sentada encima— a ver cómo ultimaban los preparativos para cargar el equipaje.

—El objetivo de esta iniciativa, Christopher, por si no te has dado cuenta, es evitar que las maletas se suelten.

—Ya lo sé, papá.

—¿Lo sabes, lo sabes? ¡Pues entonces mira que me sorprende que no se te haya ocurrido pasar la cuerda por las asas! En fin, tendré que concluir que no es que seas muy listo que digamos.

Christopher se puso rojo, se subió al estribo y empezó a ensartar la cuerda por las asas. Al ver los delgados y blanquísimos brazos de su hijo bajo las mangas remangadas, y el faldón de la camisa asomando por el pantalón cada vez que se estiraba, Jessica sintió que el amor y el odio convergían en ella ante el espectáculo de su hijo y su marido sacando, respectivamente, lo mejor y lo peor de sí mismos. Miró al cielo: el azul de antes se había diluido en un gris blanquecino, no corría ni un soplo de aire, y se preguntó si llegarían a Sussex antes de que se desencadenase una tormenta.

—Ha quedado fenomenal —dijo—. ¿Dónde está Ange?

—Está arriba esperando. No quería estar fuera con el calor que hace —respondió Nora.

—Bueno, pues vete a buscarla, Christopher. Se suponía que tenías que decirles a las dos que bajasen.

—Seguro que se lo ha dicho, cariño, pero ya conoces a Ange. Avísala, Nora.

Judy, la menor, salió de la casa. Se acercó a Jessica y le indicó que quería susurrarle algo. Jessica se agachó.

—Lo he intentado, mamá, pero no me salía ni una gota.

—No te preocupes.

Angela, vestida con un traje azul de lino de Moygashel que se había confeccionado con sus propias manos, llegó despacio por el sendero. Se había puesto los zapatos blancos y llevaba un par de guantes blancos de algodón en una mano; parecía que iba a una boda. Jessica, que sabía que era para impresionar a su tía Villy, no dijo nada. Angela solo tenía diecinueve años, y en los últimos tiempos se había vuelto soñadora y a la vez exigente. «¿Por qué, por qué no tendremos más dinero?», se lamentaba cada vez que pedía más para sus gastos (lo llamaba «paga para ropa») y Jessica se veía obligada a negárselo. «El dinero no lo es todo», había dicho en cierta ocasión en presencia de Nora, que inmediatamente le había contestado: «No, pero algo sí que es, ¿no? Quiero decir, no es nada».

En estos momentos Raymond se estaba despidiendo de ellos. Besó la mejilla pálida y pasiva de Angela —su padre estaba sudando, y Angela detestaba, sin más, el sudor— y a Nora, que le respondió con un fogoso abrazo que le agradó. «Id despacio», dijo Raymond. A Christopher le dio una palmada en el hombro y le hizo daño, y Christopher murmuró algo y se metió rápidamente en la parte de atrás del coche.

—Adiós, papá —dijo Judy—. Seguro que te lo pasas fenomenal con la tía Lena. Dale un beso a Trotín. —Trotín era el doguillo de la tía Lena; un nombre pésimo, como había comentado Nora en cierta ocasión, pues estaba tan gordo que era imposible que hubiera trotado nunca.

Angela se sentó con cuidado en el asiento del copiloto.

—Podrías haber preguntado si podías —dijo Nora.

—Soy la mayor. No tengo por qué preguntar nada.

—Ah, conque eres la mayor, no sé cómo se me ha podido olvidar. —Fue una imitación dolorosamente exacta de su padre cuando hacía el numerito sarcástico del maestro de escuela, pensó Jessica. Besó el rostro húmedo y caliente de Raymond y le sonrió con aquella intimidad mecánica que a él, secretamente, tanto le enfurecía.

—Bueno, espero que disfrutéis más de lo que voy a disfrutar yo.

—Somos más, así que lo lógico es que sí —dijo alegremente Nora. Tenía el don de rematar con una frase agradable.

A continuación se marcharon.

En los últimos tiempos, Louise tenía la sensación de que, hiciera lo que hiciese, su madre siempre la interrumpía y la obligaba a hacer otra cosa que si por ella fuera no haría nunca, menos aún cuando ya estaba haciendo algo. Esta mañana no pudo ir a la playa con el tío Rupert, Clary y Polly porque su madre le dijo que iban a venir sus primos y que sería de mala educación no estar allí para recibirlos.

—A ellos seguro que no les parecería de mala educación.

—No me interesa saber qué piensas tú que pensarían ellos —dijo Villy con aspereza—. Además, seguro que no has recogido tu dormitorio.

—No lo necesita.

La respuesta de Villy fue coger a su hija del brazo y llevársela al enorme desván del fondo que Louise iba a tener que compartir con Nora y Angela.

—Me lo figuraba. La proverbial pocilga. —Tiró de un cajón que estaba abarrotado de ropa medio usada de Louise y otras cosas—. ¿Cuántas veces tengo que decirte que es una cochinada que guardes las bragas con el resto de la ropa? —Su madre hacía que pareciera una cochinada, pensó Louise. Siempre se las apaña para que suene a que soy una cochina, como si me odiase o algo así. A modo de respuesta, sacó el cajón del todo y volcó su contenido sobre la cama—. ¡Y libros también! ¡Pero, bueno, Louise! ¿Qué libro es este?

—Se llama Chin Ping Mei. Va de la China del siglo XVI —explicó Louise de mal humor. Estaba azorada.

—Ah. —Villy sabía que las niñas estaban estudiando China con la señorita Milliment y que les había entrado pasión por todo lo chino; Sybil le había hablado de la creciente colección de esteatitas de Polly, y, en casa, el cuarto de Louise estaba lleno de pedacitos rotos de bordados—. Venga, pon todos tus libros sobre la repisa de la chimenea. Déjalo todo bien bonito, como tú sabes; y podrías coger unas rosas para ponerlas en el tocador; por cierto, también tendrás que despejarlo para hacer sitio para las cosas de Angela. Date prisa, porque Phyllis querrá hacerles las camas. —Y se marchó, para inmenso alivio de Louise.

Decidió que lo dejaría todo perfecto y después se iría a leer a la hamaca junto al estanque de los patos. Aunque no entendía bien el libro chino, sabía que contenía un montón de cosas que su madre miraría con muy malos ojos. Casi todo trataba de sexo, pero en unas modalidades tan misteriosas que Louise, que empezó a leerlo buscando información, acabó más perdida que nunca. Aun así, la comida, la ropa y otras cosas que salían le fascinaban, y encima era bien largo, que, teniendo en cuenta que solo le daban seis peniques de paga semanal y que siempre andaba escasa de lecturas, era el principal criterio por el que se guiaba para comprar libros de segunda mano.

Eran las primeras vacaciones que pasaban en Mill Farm. El Brigada la había comprado y se la había dado a sus hijos varones para que fueran con sus familias. Esta vez, debido a la tía Jessica y a los primos, solo estaba su familia, además de Neville y Ellen para hacer compañía a Lydia. Los demás estaban todos en Home Place, carretera arriba, pero se veían a diario. Mill Farm era una casa de tablas blancas en tingladillo y tejado de tejas. Se llegaba por un camino flanqueado por castaños que acababa en una ceremoniosa curva delante de la puerta principal. A un lado del camino y enfrente de la casa había un prado que en otros tiempos debía de haber sido un huerto, pues aún conservaba unos cuantos cerezos y perales muy viejos, y en una pequeña hondonada cercana al extremo del prado que lindaba con la carretera estaba el estanque de los patos…, una zona prohibida para los más pequeños porque ya la primera tarde Neville se había caído al agua. Había salido cubierto de lentejas de agua, verde de arriba abajo: como el Rey Dragón, observó Lydia, de Al final del arcoíris, una obra que había ido a ver en Navidad y que le había dado mucho miedo. La casa había sido una granja hasta poco antes de que la comprase el Brigada. Solo tenía cuatro dormitorios y un par de desvanes en la planta superior, además de una cocina y un cuarto de estar grandes en la de abajo, de modo que el Brigada había pasado seis emocionantes meses planeando y construyendo un ala en la parte de atrás: cuatro dormitorios más y dos cuartos de baño arriba, una amplia sala de estar, un comedor y un estudio pequeño y oscurísimo que daba a los muros del antiguo establo de vacas. Había puesto instalación eléctrica, pero el agua había que sacarla de dos pozos, uno de los cuales ya se había secado, y se decía que del grifo del agua fría de la cocina había salido piel de conejo. La Duquesita había intervenido en los interiores, así que todo eran paredes blancas y esteras de fibra de coco, cretonas con imprecisos estampados de flores y grandes lámparas de pantalla de pergamino liso. Había chimeneas en la sala de estar y en el comedor, un fogón nuevo en la cocina y un pequeño hogar en el mejor de los antiguos dormitorios, pero por lo demás no tenía calefacción. No era una casa para el invierno, había pensado Villy la primera vez que la vio. Estaba amueblada con todo lo que le iba sobrando a cualquiera de las familias: armazones de cama de hierro, un par de muebles bonitos que Edward había comprado en la tienda del señor Cracknell de Hastings, algunos cuadros de Rupert y un armarito de madera de laurel en el que había un gramófono antiquísimo, con un cuerno y, en la parte inferior, un hueco para los discos, que los niños ponían sin cesar en días lluviosos: El pícnic de los ositos, El baile del saltamontes, El vals de oro y plata y (el favorito de Louise) Noel Coward cantando No suba a su hija al escenario, señora Worthington. Esta última canción la cantaban siempre que los adultos los obligaban a hacer cosas que no les gustaban: se había convertido, observó Villy, en una especie de Marsellesa. Detrás de la casa aún había varias instalaciones antiguas de la granja, más allá de las cuales se extendían los campos de lúpulo en exuberante trazado geométrico.

Villy había traído a su cocinera, Emily, y a Phyllis, a quien ayudaba una lugareña llamada Edie que acudía a diario en bicicleta y se encargaba de casi todas las tareas domésticas. Nanny se había marchado en primavera, cuando Lydia había empezado a ir a la escuela de la señorita Puttick por las mañanas, y, como habían decidido que Neville se quedaría en la granja para jugar con Lydia, Ellen había venido con él y estaba a cargo de ambos. Este plan dejaba a Villy relativamente libre, suponía, para montar a caballo, jugar al tenis, tocar el violín (que llevaba estudiando a conciencia todo el año), leer a Ouspensky y reflexionar sobre cuestiones como la emoción negativa (algo a lo que pensaba que era especialmente propensa), dedicarse un poco al jardín y hacer la compra en Battle para las interminables comidas. Hoy, Edward, que había hecho puente, se había ido a Rye con Hugh a jugar al golf; cuando volviese a Londres, Villy y Jessica iban a traerse a su madre a pasar una semana. Era todo un acontecimiento, si se podía llamar así; al menos, era algo que a Villy le parecía que debía hacer y que permitiría a lady Rydal ver a todos sus nietos a la vez. No obstante, Villy, sabiendo lo cansada que estaría Jessica, lo había organizado todo para que disfrutase de una semana tranquila antes de que llegase su madre. Le había preocupado dejar a Edward en Londres sin más ayuda que la de Edna, pero él había dicho que se iría al club, y desde luego daba la impresión de que no paraba en casa. Villy estaba deseando estar a solas con Jessica; aunque se suponía que Raymond se les sumaría en algún momento, todavía les quedaría mucho tiempo para charlar de todo. Con «todo» se refería al marido de Jessica…, y a Louise, que en los últimos tiempos se había vuelto bastante intratable. Villy empezaba a preguntarse muy en serio si no debería haberla enviado a un internado… ¡Con lo bien que le había venido a Teddy! Los tres trimestres que había pasado allí le habían mejorado mucho; era discreto, educado, más bien callado, pero mejor eso que ser un vocinglero, y no era ni por asomo tan egoísta, temperamental y egocéntrico como Louise. Un año antes, esta habría estado tan emocionada ante la perspectiva de que sus primos venían a quedarse que ni se le habría pasado por la cabeza ir a la playa, y además ya era demasiado mayor para tenerlo todo hecho un desastre. A la más mínima cosa que le pidieran, se enfurruñaba. Edward siempre se ponía de su parte, la trataba como si ya fuese adulta: para su último cumpleaños le había comprado un camisón de lo más inapropiado, la había llevado al teatro y a cenar —los dos solos— y no habían vuelto hasta las tantas, de manera que al día siguiente Louise parecía un oso con jaqueca. La presentaba a la gente como su hija mayor soltera, cosa que irritaba profundamente a Villy, aunque no sabía muy bien por qué. En fin, quizá los quince fueran una edad difícil y no había que darle más vueltas; en realidad, todavía era una niña. Ojalá Edward la tratase como tal.

—Creo que se nos viene encima otra guerra. —Hugh lo dijo sin mirarlo, y con ese tono tranquilo y despreocupado de cuando hablaba en serio.

—¡Pero, hombre! ¿Por qué dices eso?

—Bueno, ¡tú mira! Los alemanes han ocupado Austria. El tipejo ese, Hitler, no hace más que soltar discursos por todas partes sobre la fuerza y el poder del Tercer Reich. Están todas esas chicas alemanas que vinieron aquí a servir después de haber pasado por cursillos de propaganda. Los despliegues militares. Uno no se pone a aumentar su Ejército si no tiene intención de luchar. Y todos esos judíos que vienen aquí, la mayoría con lo puesto y nada más.

—¿Por qué crees tú que están viniendo?

—Supongo que saben que él no les tiene aprecio.

—Claro. Yo, eso, no se lo echo en cara. No nos vendría nada mal que hubiese unos cuantos menos en nuestro negocio.

Edward no se apeaba de la idea de que cualquier éxito de la empresa se debía a él y al Jefe, y cualquier fracaso, al perverso virtuosismo empresarial de los judíos. Era una idea vaga más que un pensamiento, una de esas máximas que se van volviendo más veraces cuanto más las repite su autor. Hugh no estaba de acuerdo, o más bien pensaba que a sus homólogos judíos se les daba mejor, y no veía ningún motivo para que no fuera así. Guardó silencio.

—De todos modos, los judíos son sobradamente capaces de cuidar de sí mismos —concluyó Edward—. No debemos preocuparnos por ellos, la verdad. Además, hay judíos que me caen bien. Por ejemplo, Sid: es una tipa fetén.

—Y, cuando se lo dijiste, te dijo que debía de ser porque solo era medio judía.

—¡A eso me refiero! Se lo toma con sentido del humor.

—¿Te lo tomarías tú con sentido del humor si la gente se metiera contigo por ser inglés?

—Pues claro. Lo mejor de los ingleses es que saben reírse de sí mismos.

Pero eligen de qué reírse, pensó Hugh. Eligen cosas como su comedimiento, su ausencia de emoción en situaciones de emergencia (lo llaman valor) y…

—Escucha, hermanito. Sé que estás muy preocupado. Pero los boches no se atreverán a enfrentarse a nosotros. No querrán repetir, sobre todo después de la última vez. Y un tipo del club me dijo que los artilugios que están fabricando, tanques, carros blindados y todo eso, son de pacotilla. Es pura fachada.

Estaban descansando en el club de Rye después del partido. Aunque a Hugh le encantaba el golf, no jugaba a menudo porque al faltarle una mano no podía hacer gran cosa. Pero Edward insistía en que jugasen juntos, y se esmeraba, golpeando mal la bola y haciendo cosas semejantes, por no ganar con demasiada facilidad. Acto seguido, añadió:

—De todos modos, hermanito del alma, hiciste más que de sobra en la pasada función. —Y al instante se dio cuenta de que no podía haber dicho nada peor.

Se produjo un silencio, tras el cual Hugh dijo:

—No pensarás en serio que me preocupa mi propio pellejo, ¿no? —Se había puesto pálido en torno a la boca, señal de que estaba muy enfadado.

—No lo decía en ese sentido. Lo que quería decir es que no creo que haya ni la más remota posibilidad de que estalle una guerra, pero, si me equivoco, esta vez les tocará a los jóvenes. Conmigo que no cuenten para que me presente voluntario.

—Mentiroso —dijo Hugh, pero esbozó una sonrisa—. Vamos a comer algo, anda.

Pidieron unas raciones copiosas de los excelentes huevos revueltos a los que el club debía su fama, seguidos de queso con apio y una pinta de cerveza. Hablaron del negocio, y de si la idea del Jefe de invitar a Rupert a incorporarse a la firma era buena o no. Hugh pensaba que quizá sí, Edward, que no. Su padre tenía una energía inagotable: estaba escribiendo un artículo sobre la técnica de clasificar las maderas nobles fotografiando la fibra, y, ahora que acababa de construir una pista de squash para uso familiar en Home Place, estaba pensando en hacer una piscina, además de ir todos los días a Londres a la oficina, y eso que le estaba fallando la vista y Tonbridge se negaba a dejarle conducir más. Y menos mal, dijo Edward, porque su padre conducía igual que montaba a caballo, por el lado derecho de la carretera, «aunque la gente de por aquí está acostumbrada a verle conducir así».

—De todos modos, si la vista le empeora mucho, no debería ir él solo en el tren.

Hugh, que se estaba encendiendo un cigarrillo, hizo un alto para decir:

—Lo que no puede hacer es jubilarse, eso acabaría con él.

—Estoy de acuerdo. Pero entre tú y yo podemos encargarnos de que nunca tenga que jubilarse.

De camino a casa, Hugh preguntó:

—¿Qué tal Mill Farm?

—A mí me parece que está muy bien. Villy dice que en invierno hará un frío que pela, pero a los niños les encanta. Lo que sí es cierto es que ella tiene más trabajo que en Home Place. Las tareas de la casa y todo eso.

—Ya me lo imagino.

—Hoy le llegan Jessica y su prole. Y la semana que viene, la vieja sargento. Creo que haré mutis por el foro para la ocasión.

—¿Quieres quedarte conmigo? Estaré solo.

—Gracias, hermanito, pero prefiero quedarme en casa. «La noche del viernes es la noche Amami», ya me entiendes. Aunque no sea viernes, claro.

Esta —para algunos— misteriosa referencia a un conocido anuncio de champú significaba que Edward tenía una aventura, cosa que jamás mencionaban abiertamente entre ellos, pero de la que Hugh estaba tan seguro como si lo hicieran. Edward siempre había tenido aventuras: cuando se casó, Hugh había pensado que ya no habría más (a Hugh ni se le habría pasado por la cabeza mirar a otra mujer después de casarse con Sybil), pero poco después —a los dos o tres años, quizá— se había fijado en pequeños detalles que le daban en qué pensar. A veces Edward se marchaba de la oficina bastante temprano, o Hugh entraba en su despacho y se lo encontraba hablando por teléfono, momento en el cual Edward cortaba la llamada con voz entrecortada y seria; y en cierta ocasión se había sonado la nariz con un pañuelo que tenía un gran manchón color ciclamen, y Edward, al ver cómo lo miraba y al percatarse a su vez del manchón, había estrujado el pañuelo y lo había lanzado a la papelera con cara de circunstancias. «Santo cielo, menudo descuido», había dicho. Y Hugh, dejando a un lado su enfado en nombre de Villy, sintió lástima por ambos.

Ahora, dijo:

—Bueno, el lunes, si me lo permites, vendré contigo; así podré dejarle el coche a Sybil.

—Pues claro, hermanito. Además, por las mañanas te puedo acercar yo a la oficina.

Sybil y Hugh se habían mudado, en primavera, a Ladbroke Grove, a una casa más grande que solo estaba a la vuelta de la esquina de la de Edward y Villy. La casa nueva había sido un gasto considerable, había costado casi dos mil libras, y, cómo no, al ser más grande había requerido más muebles, de modo que Hugh no le había comprado a Sybil el cochecito que en su día habían contemplado.

—¿Te acuerdas de cuando el Brigada nos llevaba a veranear a Anglesey en su primer automóvil, y de que nos pasábamos todo el viaje en la parte de atrás arreglando pinchazos?

Edward se rio.

—Casi no dábamos abasto. Menos mal que éramos dos.

—Y la Duquesita siempre llevaba un velo verde de automovilista.

—Me encanta cómo les quedan los velos a las mujeres. Sombreritos monísimos con un velo cayéndoles sobre la nariz. Hermione solía llevar. ¡Estaba deslumbrante…, y de lo más deseable! No me extraña que todos nos quisiéramos casar con ella. ¿Tú se lo pediste?

Hugh sonrió.

—Por supuesto. ¿Y tú?

—¡Hombre, claro! Dijo que se casaría con el vigesimoprimer hombre que se lo pidiera. A menudo me he preguntado quiénes serían los otros.

—Me imagino que muchos habrán muerto.

Edward, que no quería que la guerra volviese a entrar en la conversación y Hugh se pusiera, como decía él, morboso, se apresuró a decir:

—No creo que nadie deje de hacer proposiciones deshonestas por el hecho de estar casado.

—¡Eso lo dirás tú!

—Así es, hermanito: lo digo yo. Después de que Hermione se divorciase, por supuesto.

Hugh lo miró con ironía.

—Por supuesto.

—Si de verdad hubiese querido venir, lo habría hecho.

—¿Tú crees?

—Lo sé. Louise suele apañárselas para hacer lo que de verdad le apetece. Me temo que simplemente no…, que no se toma el museo lo bastante en serio.

Clary intentó poner cara triste, pero en realidad no lo estaba. Lo que más le gustaba era tener a Polly para ella sola. Desde que daba clases con la señorita Milliment, pasaba casi todo el tiempo con las otras dos, que se tenían mutuamente como mejores amigas; Clary quería que Polly la tuviera a ella como tal, con la consecuencia lógica de que Louise dejara de serlo de Polly.

—Ha envejecido muy deprisa en el último año…, está llena de bultos —dijo en este momento, pasándose las manos con orgullo por su torso liso.

—¡No puede evitarlo! —se escandalizó Polly.

—Ya lo sé. Pero no lo digo por los bultos. Es su actitud. Me trata como si fuera pequeña.

—A mí también, un poco —admitió Polly—. El caso es que le dije que haríamos la reunión para el museo después del té. Sus primos vienen hoy, pero seguramente jugarán al tenis; podemos ir después al museo y hacerla.

—Sigo pensando que tú deberías ser la presidenta. Al fin y al cabo, se te ocurrió a ti.

—Louise es la mayor.

—No me parece que eso tenga nada que ver. Fue idea tuya. Yo voto que votemos. Si yo te voto a ti y tú te votas a ti, ¡tendrá que dimitir!

—Pues… No sé si eso es justo.

Estaban en Camber, tumbadas en un banco de arena cercano a los bajíos, de modo que cuando hincaban los talones se filtraba el agua, fresquita y deliciosa. Acababan de almorzar: Rupert, a cargo del grupo (Zoë tenía jaqueca y no había ido), había hecho un castillo inmenso y recargado rodeado por un foso…, supuestamente, para entretener a Neville y a Lydia, que no tardaron en aburrirse.

—No podemos hacer nada con el castillo —le explicó Lydia.

—No…, no nos sirve de mucho —se hizo eco Neville—. La verdad es que preferimos hacer uno nosotros solos.

Y eso hicieron. Lo levantaron demasiado cerca del mar, con lo cual no se mantenía firme y se desplomaba sin cesar; discutieron moderadamente y después hicieron uno demasiado lejos de la orilla, así que, aunque Neville traía un cubo de agua tras otro, el foso se vaciaba antes de que pudiese volver a llenarlo.

Rupert, que enseguida se había dado cuenta de que en realidad había estado haciendo el castillo para su propio disfrute, siguió recortando almenas en las cuatro torres de las esquinas con su espátula. Parecía completamente absorto, y así quería estar, quería recuperar ese enfrascamiento maravilloso y tenaz en lo que se traía entre manos que tan a menudo se ve en los niños. «Cuando pinte…», empezó a pensar, y al instante se sintió perdido. No había pintado ni un solo cuadro. Estaba perezoso, volvía demasiado cansado después de pasar todo el día en el colegio, los niños necesitaban buena parte de su tiempo libre. Y estaba Zoë, claro. Ella no llevaba bien que pintase: de alguna manera, se las apañaba para querer estar casada con un pintor que no acababa de pintar. La primera vez que Rupert había comprendido esto había sido la anterior Navidad, cuando quiso pasar diez días con un compañero de estudios del Slade —Colin tenía un estudio digno y habían pensado en compartir una modelo y trabajar—, pero Zoë había querido que acompañasen a Edward y a Villy a esquiar en St. Moritz, había llorado y se había enfurruñado tanto que Rupert había terminado por ceder. No había ni tiempo ni dinero para hacer ambas cosas. «No veo por qué no ibas a poder pintar en Suiza si de veras tuvieras ganas», dijo Zoë una vez que se hubo salido con la suya.

Habían sido unas vacaciones curiosas, insospechadamente buenas en determinados aspectos. A decir verdad, habían sido demasiado caras para él, y solo después había caído en la cuenta de hasta qué punto, y con cuánta discreción, había invitado Edward: las bebidas, salir a cenar, regalos para las chicas y para todos los niños; los telesillas, el alquiler de patines para Zoë, que prefería patinar, y un montón de cosas por el estilo. Y también había sido muy amable con Zoë, quedándose a menudo con ella en la pista de patinaje mientras Rupert y Villy se iban a esquiar. Villy era una esquiadora maravillosa: valiente, elegante y muy veloz. En realidad era incapaz de seguirle el ritmo, pero le agradaba su compañía. La ropa de esquí le sentaba muy bien a su figura amuchachada y llevaba un gorro de lana escarlata que la hacía parecer muy joven e intrépida a pesar de su cabello entrecano. Una vez, subiendo en el telesilla, Rupert estaba contemplando las deslumbrantes laderas blancas con sus sombras violeta, el cielo azul y despejado y los árboles negros como la tinta abajo en el valle, y se volvió para exclamar qué hermoso era todo; pero, al ver el rostro de Villy, guardó silencio. Tenía el codo apoyado en el pasamanos del telesilla, el rostro sostenido por una mano enguantada, las pobladas cejas —mucho más oscuras que su cabello— ligeramente fruncidas, los párpados medio entornados, de manera que no pudo ver la expresión de sus ojos, la boca (rasgo que Rupert siempre había admirado por su estética, más que por su sensualidad) apretada: en conjunto, a Rupert le dio la impresión de que tenía un aire preocupado.

—¿Villy? —dijo con tono vacilante.

—Me tienen que sacar toda la dentadura —dijo ella, volviéndose a mirarle—. El dentista me escribió la semana pasada. —Pero, antes de que Rupert pudiese siquiera cogerle la mano, Villy le dedicó una espantosa sonrisita de lo más artificial y exclamó—: ¡Bah, qué más da! ¡De aquí a cien años, todos calvos!

La lástima que había empezado a sentir por ella amainó.

—Cuánto lo siento.

—No hablemos más de ello.

Hizo un último esfuerzo.

—No, pero ¡qué faena para ti!

—Ya me acostumbraré.

—¿Se lo has…, se lo has dicho a Edward?

—Aún no. No creo que le importe. Al fin y al cabo, a él le han sacado casi todos los dientes.

—Para las mujeres es distinto —empezó a decir Rupert. Intentaba imaginarse cómo reaccionaría Zoë ante semejante carta. ¡Santo cielo! ¡Se le caería el mundo encima!

—Todo es distinto para las mujeres. ¿Por qué será?

Habían llegado a la cima. No tocaron más el tema y ella nunca volvió a mencionarlo.

Por la noche cenaban y bailaban. A las dos mujeres les encantaba bailar y jamás querían parar, pero Rupert estaba tan saturado de aire fresco y ejercicio que se preguntaba cómo podían aguantar, sobre todo Edward. A medianoche, estaba que se caía, pero Zoë se empeñaba en quedarse hasta que la banda dejaba de tocar. Al final, subían los cuatro arrastrando los pies a sus habitaciones contiguas de la primera planta del hotel, y se quedaban un rato en la puerta; Edward le daba un beso a Zoë, Rupert le daba un beso a Villy, las cuñadas juntaban las mejillas durante el fugaz segundo que exigía el protocolo familiar y, finalmente, se separaban hasta el día siguiente. Zoë, que estaba disfrutando tanto de todo que su placer había empezado a sonar a reproche (si era esto lo que le hacía feliz, ¿por qué no se lo daba más a menudo?), se quitaba los zapatos de una patada, se bajaba la cremallera de su nuevo vestido escarlata y vagaba sin rumbo fijo con su picardías verde pálido y los nuevos pendientes de bisutería que le había regalado Rupert para Navidad, sentándose un momento al pie de la cama para quitarse las medias, paseándose hasta el tocador para recogerse el pelo con un gran pasador de carey antes de darse crema en la cara, charlando, evocando alegremente la jornada, mientras él, que para entonces ya se había acostado, la miraba, contento de que estuviera tan feliz y satisfecha.

—¿No te alegras de que te hiciera venir? —preguntó Zoë una noche.

—Sí —dijo él, pero olió peligro.

—Edward ha sugerido esta mañana que podríamos ir todos al sur de Francia el verano que viene. Villy y él fueron allí de luna de miel y yo nunca he estado. ¿Qué te parece?

—Podría estar muy bien.

—Lo dices como si no fuéramos a ir.

—Cariño, no creo que podamos permitirnos dos vacaciones en el extranjero. Además, no podemos volver a dejar a los niños.

—Están tan contentos con tu familia…

—No puedes pretender que Hugh y Sybil se encarguen de todo.

—Suponía que el sur de Francia sería un lugar maravilloso para que pintases.

—Sí, lo sería. Pero este año no nos lo podemos permitir. Además, si me voy de vacaciones para pintar, tienen que ser para eso y para nada más. No serían lo que tú entiendes por vacaciones.

—¿A qué te refieres, Rupert?

—Me refiero —dijo Rupert, cansado ya de su propio resentimiento— a que querría estar pintando todo el rato. No llevándote a la playa, a pícnics, a bailar toda la noche. Querría trabajar.

—¡Dios mío! ¡Mira que te lo tomas en serio!

—Eso es exactamente lo que no hago. Si me lo tomase en serio, como dices tú, lo haría pese a todo. Ni tú ni nadie me distraería.

Zoë se giró bruscamente sobre el taburete del tocador.

—¿Cómo que «ni nadie»?

—A ti no te gusta que pinte, Zoë.

—¿Cómo que «ni nadie»?

Se había producido un breve silencio: la majadería de Zoë empezaba a asustarle. Entonces, como veía que estaba a punto de repetir la estúpida pregunta, aclaró:

—Me refiero a que nada me distraería. Ni tú ni nada. Da igual. No me lo tomo en serio, no me lo tomo nada en serio.

—¡Ah, cariño! —Corrió hacia él y se sentó en la cama—. ¡Ah, cariño! ¡Qué triste suenas, y cuánto te quiero! —Le echó los brazos al cuello y sus cabellos fragantes y sedosos rozaron las mejillas de Rupert—. Me da igual que seamos pobres… ¡De veras! ¡Todo me da igual siempre y cuando esté contigo! Podría trabajar media jornada, si quieres…, ¡si crees que puede servir de ayuda! Y pienso que eres un pintor maravilloso, ¡de veras! —Alzó la cabeza para contemplarlo, henchida de adoración y sinceramente arrepentida.

Mientras la estrechaba entre sus brazos y la arrastraba hacia la cama, descubrió, con un asombro triste pero agradecido, que el amor que sentía por ella no dependía (como había temido) de lo mucho que lo atraía. Más tarde, en vela mientras ella dormía, pensó que se había casado con ella y que ella siempre se le había ofrecido entera. Fui yo quien se inventó que encerraba otra faceta que se negaba a ofrecerme, reflexionó. Pero me equivoqué: no había nada que ocultar. El descubrimiento fue doloroso y sorprendente; entonces, se le ocurrió que, si la amaba lo suficiente, quizá cambiase. Rupert aún no era capaz de aceptar, ni estaba dispuesto a hacerlo, que esto era improbable, incluso imposible: se aferraba a la idea, más grata, de que, si bien una persona puede ser transformada por el amor, sin amor nadie puede transformarse.

Desde entonces había descubierto que un conocimiento más profundo de las cosas no modifica, por sí solo, ni las actitudes ni las conductas: que era más una cuestión de pequeños —en ocasiones, muy pequeños— y constantes esfuerzos. Pero a veces, en los últimos meses, cuando Zoë lo aburría o lo irritaba (dos realidades de su relación que hasta ahora había sido incapaz de aceptar), también le suscitaba cierta ternura, y se había vuelto muy protector con ella frente a otras personas. Alguna vez, o más bien a menudo, como aquella noche, había vuelto a sentir resentimiento por Zoë debido a sus limitaciones, y a enfadarse consigo mismo por no haberlas reconocido antes.

—¡Papá! Un castillo fabuloso, papá. Papá, ¿te importaría hacer de león marino para que lo vea Polly? No digo que tenga que ser ahora mismo —se apresuró a añadir Clary—. Sé que necesitas un sofá para zambullirte y no tenemos calcetines para hacer los peces. Pero ¿qué tal después del té?

En Navidad, cuando pusieron notas de uno a diez a los adultos según lo graciosos, generosos y poco aguafiestas que fueran, Rupert había quedado el primero por gracioso, resultado del que Clary estaba inmensamente orgullosa; su león marino y su gorila, que había acabado en King Kong, despertaron una profunda admiración, y la repetición, como había observado Villy, era el no va más del ingenio a ojos de los niños.

—Polly ya ha visto mi león marino.

—Hace siglos que no, tío Rup. De veras, ya casi ni me acuerdo.

—Vale. Después del té. Una vez solo. Hala, a casa que ya es hora, creo.

—Qué bien. ¿Y podemos parar de camino a tomarnos un helado?

—Yo diría que existe una clara posibilidad de que sí. ¿Quién va a recoger todo lo del pícnic?

—¡Nosotras! —dijeron al unísono.

Rupert se sentó junto a la duna, se fumó un cigarrillo y las observó mientras recogían. Se alegraba de que Clary se hubiese hecho tan amiga de Polly, y parecía que las lecciones con la señorita Milliment habían sido muy buena idea. Ahora que tenía a Polly como amiga, estaba mucho más tratable en casa, menos celosa de Neville, menos quisquillosa con Zoë y mucho menos posesiva con él. Estaba haciéndose mayor. Aunque tenía la misma edad que Polly, nadie lo habría dicho solo con verlas. Ambas habían crecido en el último año, pero, mientras que Polly había crecido de manera uniforme y se había convertido en una belleza en ciernes, con el cabello cobrizo de Sybil, la tez clara y sonrosada, ojos de un azul intenso, más bien pequeños, y piernas largas, delgadas y elegantes, Clary simplemente se había espigado y estaba en los huesos. Su pelo castaño oscuro, con flequillo aún, caía lacio; tenía la cara cetrina, a menudo con manchas oscuras bajo los ojos…, unos ojos que se parecían asombrosamente a los de su madre, de color gris mar, francos, penetrantes, sin duda su mejor rasgo. Su nariz era demasiado chata y, cuando sonreía, se le veía el hueco que había quedado después de que le sacasen uno de los dientes superiores; el dentista había dicho que tenía demasiados, y ahora llevaba un doloroso aparato cuyo objetivo era eliminar el hueco. Sus brazos parecían dos palitos, y tenía los pies largos y huesudos de los Cazalet. En el último año se había vuelto torpe: tropezaba, tiraba cosas, como si no se hubiese acostumbrado a su tamaño.

—¡Clary! Ven aquí un momento. Solo quiero darte un achuchón —dijo Rupert.

—¡Ay, papá! ¡Si es que estoy asada! —Pero le devolvió el achuchón y le plantó un beso en la frente con tal fuerza que Rupert notó el metal del aparato.

—¡Asada! —se burló—. Tú siempre estás asada o congelada o muerta de hambre o muerta de cansancio. ¿No estás nunca normal, como el resto del mundo?

—Sí, una vez de cada millón —dijo Clary sin pensárselo—. Ah, ¡no le dejes a Neville que se traiga la medusa a casa! Apestará y se morirá, o irá dando bandazos en el coche y se hará daño.

—Y además —dijo Polly—, ¡no es una mascota! Por mucha imaginación que le eches, ¡no podrías convertir una medusa en una mascota!

—Yo sí —dijo Neville—. Seré la primera persona en el mundo que lo consiga. La llamaré Bexhill y viviré con ella.

A mediodía, el cielo se había nublado en Mill Farm. Había una calma chicha y el calor era sofocante; el cielo estaba plomizo y las aves callaban. Edie, al entrar en casa con la cesta de la colada recién cogida de la cuerda, dijo que no le extrañaría nada que tronase, y Emily, malhumorada por culpa del calor del fogón y también porque no había venido el pescadero, con lo cual no había hielo y la mantequilla estaba aceitosa y la leche a punto de cortarse, dijo: «Lo que faltaba». Odiaba el campo y consideraba los truenos como una más de las desventajas rurales. La cocina estaba pintada de un apagado verde claro, un color que Villy había insistido en que era relajante para el mal genio de cualquier cocinera, pero no parecía que hubiese servido de mucho. El personal de servicio ya había almorzado en la cocina (un rico estofado irlandés y pastel de melaza), pero Phyllis tenía una de sus jaquecas y no le había apetecido, y si algo no soportaba Emily era que la gente se anduviese con remilgos con su comida. Un buen chaparrón despejaría el ambiente, observó Edie; las vacas estaban tumbadas atrás, en el prado de Garnet, así que era probable, añadió; y, por cierto, ¿tenía que cambiar las tiras pegamoscas de la despensa? La señora se había olvidado de encargar más, informó Emily; tendrían que quedarse como estaban; pero Phyllis dijo que no, que qué horror, que se le revolvía el estómago cada vez que entraba a por algo, y se tapó la boca con la mano como si fuese a venir algo peor. De modo que Emily siguió a Edie a la despensa para echar un vistazo a las tiras. Colgaban inmóviles, como tiradores victorianos con incrustaciones de azabache, y, como observó Edie, ya no servían absolutamente para nada.

—Aquí siempre ha habido montones de moscas —señaló—. En la tienda venden tiras. Cuando venga mañana por la mañana, cogeré un paquete de paso, ¿vale?

—Entonces más vale que quites esas —ofreció Emily. El buen carácter de Edie la dejaba pasmada (parecía dispuesta a hacer todo tipo de cosas que no le correspondían), y solo pudo responder a regañadientes—. ¡Asco de moscas! —le dijo entre dientes a Phyllis—. ¡En Londres no verás nunca moscas como estas!

Después de dedicar media mañana a organizar la casa, Villy se encontró mano sobre mano…, no exactamente sin nada que hacer, pero sí sin nada que tuviese demasiada importancia. Como mi vida, pensó. Se dejaba llevar por la autocompasión como un borracho que bebe de tapadillo, no podía prescindir de ella y se aferraba a la creencia de que, siempre y cuando la circunscribiese a los momentos en que estaba sola, nadie se enteraría jamás. De hecho, como esos bebedores que rechazan categóricamente un trago cuando alguien se lo ofrece, hacía oídos sordos a la preocupación que su entrega incondicional suscitaba, de cuando en cuando, en otras personas. No quería que apocasen sus penas a frustraciones, que redujeran su sentido de la tragedia al mero infortunio o, peor aún, a la mala suerte o a una mala gestión. La virtud, a sus ojos, tenía que ser sacrificial, y ella había renunciado a todo para casarse con Edward. «Todo» era su carrera de bailarina. En su momento le había parecido no solo que era lo razonable, sino que estaba bien hecho. Se había enamorado de un hombre que a todas luces resultaba unánimemente atractivo a las mujeres (recordaba cómo, a poco de conocerlo, había dado gracias a Dios de que Jessica ya estuviera casada porque en caso contrario no habría tenido ninguna posibilidad), y cuando quedó claro —como sucedió enseguida— que él iba en serio, se sorprendió a sí misma diciéndoles a los padres de Edward durante la comida, la segunda vez que la llevó a verlos, que bailar y cuidar de Edward no eran compatibles. En su momento no se le ocurrió que había sido la decisión de mayor calado que había tomado en toda su vida; le había parecido que estaba renunciando a poca cosa a cambio de todo.

Pero al cabo de tantos años de dolor y repugnancia por lo que su madre había llamado en cierta ocasión «el lado horrible de la vida matrimonial», tantos años de días solitarios ocupados por actividades sin sentido o por el aburrimiento a secas, tantos años de embarazos, niñeras y planificación de incesantes comidas, le parecía como si hubiese renunciado a todo a cambio de poca cosa. Se había ido acercando a esta conclusión por etapas de las que apenas era consciente, disfrazando el descontento con actividades nuevas que, como era una perfeccionista, la absorbían rápido. Pero una vez dominado el arte, o el oficio, o la técnica implicada en la actividad en cuestión, se daba cuenta de que su aburrimiento seguía intacto y simplemente estaba a la espera de que ella dejase de juguetear con un telar, con un instrumento musical, con una filosofía, un idioma, una organización benéfica o un deporte y volviese a admitir la esencial futilidad de su vida. Entonces, despojada de distracciones, recaía en una especie de desesperación cada vez que uno de sus pasatiempos la traicionaba al no lograr dotarle de la raison d’être por la que había decidido dedicarse a él. Era desesperación, se decía para sus adentros; su sensibilidad (de la que nunca hablaba) se había convertido en un invernadero lleno de especies exóticas etiquetadas con nombres como «tragedia», «abnegación», «corazón roto» y diversos ingredientes heroicos más que por fuerza constituían su martirio secreto. En la medida en que se veía a sí misma de una manera y al resto de la gente de otra, no podía tener amigos lo suficientemente íntimos como para que esta infeliz situación estallase. Pero, a pesar de que sus infortunios no fueran nada corrientes, sabía reconocerlos en otras personas y comportarse con ellas como un dechado de bondad activa y útil. Era como si alguien que tiene la espalda rota se ofrece de buena gana a fregar los cacharros de alguien aquejado de jaqueca. Los accidentes, las enfermedades o la pobreza daban rienda suelta a su generosidad: había pasado una noche en vela con Neville durante uno de sus ataques de asma para que Ellen pudiera dormir un poco; era ella quien llevaba en coche al hermano mayor de Edie, epiléptico, a un especialista de Tunbridge Wells; la que cada año se encargaba de comprarle un traje o un favorecedor vestido a Jessica, que no podía permitirse estrenar nada. Por lo demás, se preguntaba, a veces con inquietud, por qué no sería como la Duquesita, que tan contenta estaba con su jardín y con su música; o como Sybil, que gozaba de su bebé y de su nuevo hogar, o incluso como Rachel, que parecía colmada con sus obras benéficas y siendo la hija perfecta. Pero, en estos momentos, le vino a la cabeza la absoluta imposibilidad de que su propia madre la considerase a ella una hija perfecta. Lady Rydal tenía fama de imponer unos patrones de conducta a los que ningún ser vivo había sido capaz de ajustarse jamás, y menos aún una hija. Jessica, que había parecido la excepción a la regla, lo había estropeado todo, cómo no, al casarse con un don nadie empobrecido…, apuesto y galante sí que era, pero, dadas la belleza y la docilidad de su hija, lady Rydal había aspirado a mucho más que a un plebeyo con encanto y condecoraciones. Había contemplado este matrimonio como una más de las tragedias personales que jalonaban su vida —«La pobrecita Jessica se ha echado a perder»—, y nadie podría entender jamás la angustia que esto le deparaba, como solía decirles a Villy y a cualquiera que cayese en la trampa de tomar el té con ella. Desde luego, para Rachel todo era muy sencillo; al fin y al cabo, apenas tenía nada más que hacer.

Había echado ya un vistazo al cuarto de las chicas. Menos ir a por flores, Louise al fin (o al menos) había hecho lo que le había dicho. La habitación estaba tan arreglada como un pequeño dormitorio de internado: las camas hechas y toallas limpias en el toallero, el tocador vacío y los libros de Louise alineados sobre la repisa de la chimenea. Se asomó a la ventana en el preciso instante en que el coche de su hermana doblaba por la entrada, y bajó a recibirlos.

Después de ordenar el cuarto, Louise se había llevado su libro a la hamaca, pero fue incapaz de ponerse a leer. Esta era otra característica nueva, extraña e incómoda de su vida. El verano anterior, sus tribulaciones se habían reducido a cosas como turnarse equitativamente con Polly para usar una hamaca, pero, cuando llegaba su turno para lo que fuera, se lanzaba a ello como si la actividad en cuestión fuese la sola razón de su existencia. Ahora, era como si su existencia estuviera siempre interfiriendo con cualquier actividad; se sentía una persona más vasta, más dispersa, que no llegaba a involucrarse en nada en cuerpo y alma: hiciera lo que hiciese, un cachito de sí misma se quedaba al margen, abucheando, sugiriendo insidiosas alternativas: «Ya eres muy mayor para ese libro; además, ya te lo has leído». Con frecuencia se trataba de una cuestión de edad, como si fuese demasiado joven o demasiado mayor para la mayoría de las cosas.

El verano anterior no había tenido esta sensación en absoluto. Por aquel entonces había creído en la Crema Milagrosa que había fabricado con Polly. Por aquel entonces se había implicado hasta los tuétanos en el funeral de Pompeyo, lo había organizado todo, e incluso se había encargado de que la Duquesita tocase la Marcha fúnebre con las ventanas del salón abiertas de par en par. Había hecho una corona de belladona; Pompeyo había ido envuelto en una vieja chaqueta de terciopelo negro perteneciente a la tía Rachel, y el té del funeral había consistido en moras y sándwiches de Marmite, que (Polly era del mismo parecer) mostraban más respeto que los de mermelada de fresa. Por aquel entonces, Polly y ella se habían pasado horas encaramadas a su manzano y tumbadas en la cama muertas de risa con sus «Toc, toc. ¿Quién es?», y jugando al polo en bicicleta con los chicos, y a los ogros, y a ver formas en las nubes con los demás. Pero ahora, cuando alguien sugería estos pasatiempos —Lydia y Neville, y sobre todo Polly y Clary—, nunca le apetecía jugar. A veces accedía porque en otros tiempos sí había querido, pero con frecuencia abandonaba a la mitad porque no disfrutaba de verdad con el juego. Le seguían gustando la playa y el tenis, pero quería jugar con los adultos, y ellos casi siempre daban por supuesto que jugaría con los niños.

Al principio había pensado que el problema era que se estaban alojando en Mill Farm y no en Home Place. No le gustaba Mill Farm. En comparación con la otra casa era un oscuro cuchitril. Pero no era solo eso. Ni tampoco se debía solo a las vacaciones. Puede que todo empezara el otoño anterior, cuando Clary comenzó a ir a clase con Polly y con ella. Enseguida había percibido que la señorita Milliment le tenía un cariño especial a Clary. Era muy trabajadora, y se le daba sorprendentemente bien escribir. Había escrito un largo poema y una obra de teatro casi entera, muy graciosa y basada en una idea muy buena: unos adultos que se veían obligados a pasar un día entero haciendo de niños, quisieran o no quisieran. Louise había señalado que no era una idea original (y si no, ahí estaba Viceversa), pero la señorita Milliment había dicho que la originalidad no dependía tanto de una idea como del tratamiento de la misma, y Louise, no por primera vez, se había sentido desairada. También se dio cuenta enseguida de que Polly y Clary estaban convirtiéndose en mejores amigas, cosa que por un lado le molestó y por otro le alivió. Por lo que veía, Polly no se estaba haciendo mayor al mismo ritmo que ella. En parte se debía a que a ella le había llegado la regla. Se había pegado un susto horroroso, porque nadie le había dicho ni una palabra al respecto hasta un día que sintió un dolor extraño y al ir al baño pensó que moriría desangrada. Su madre estaba tomando el té en la salita con una persona de la Cruz Roja, y Louise había tenido que ir a buscar a Phyllis para que le pidiese que fuese a verla al baño. Y aunque, por supuesto, fue un gran alivio que mamá le dijera que no se iba a morir, en cierto modo, era algo malo. Mamá decía que era una cosa horrorosa que les sucedía a las chicas una vez al mes durante años y años; era una cosa repugnante, pero muy corriente, que tenía que ver con tener hijos. Pero cuando Louise intentó saber más (¿cómo podía ser repugnante una cosa que era de lo más corriente?), su madre, que parecía sin duda asqueada, dijo que en ese momento no quería hablar del tema y que por favor recogiera las del suelo y fuese a lavarlas. Y que se pusiera unas limpias, había añadido, como si Louise fuera tan marrana que no lo haría a no ser que se lo dijera. A partir de entonces, cuando tenía dolor de cabeza y retortijones, su madre le preguntaba, con un tonillo especial que Louise acabó por odiar, si estaba indispuesta. Que fue como acabaron refiriéndose al tema en cuestión. Había descubierto que se llamaba «regla» en Navidad, cuando le vino de sopetón y tuvo que pedirle una toallita a la tía Zoë, y esta sacó de una caja una cosita de lo más pulcra que, por lo visto, se podía tirar a la basura en lugar de tener que meterla en una bolsa cochambrosa para mandarla a lavar. «¿Me estás diciendo que usas esos pañitos horrorosos que hay que doblar con algodón, como los que usábamos en el colegio? ¡Pero si eso es de la época victoriana! No es tan terrible… ¡Pobrecita mía! ¡No es más que la regla! Todas la tenemos», dijo con un tono cordial y desenfadado que hizo que Louise se sintiera mucho mejor. «Me salen granos», había dicho Louise, deseando hablar del tema. «Qué mala pata, pero seguramente dejarán de salirte. Déjalos en paz, no te los toques», le aconsejó, y para Navidad le había regalado a Louise un botecito de una crema maravillosa y carísima, y Louise se sintió tremendamente agradecida, no tanto por la crema como por el hecho de que hablase del asunto. Le parecía muy raro que nadie lo mencionase. Lo único que había llegado a decir su madre era que no debía hablar nunca nunca de ello…, sobre todo con los chicos, y ni siquiera con Polly. Pero la siguiente vez que le preguntó a Louise si estaba indispuesta, ella dijo: «No estoy indispuesta, simplemente tengo la regla. Así lo llama la tía Zoë, y a partir de ahora yo también». Observando a su madre, supo que se había molestado, pero que no podía contestarle nada. Sin embargo, cuando se lo contó a Polly, porque no le parecía bien que tuviera que pasar tanto miedo como el que había pasado ella, esta se había limitado a responder: «Ya lo sé. Me lo dijo mamá. Solo espero que tarde siglos en llegarme». Esto había agravado el hecho de que su madre no le hubiese advertido…, era casi casi, pensó Louise, como si hubiera querido que pasara miedo. A partir de entonces, observó a su madre en busca de signos de afecto y de lo contrario, los anotó en su diario secreto y cada mes los contaba. Por ahora iba ganando lo contrario por un amplio margen, menos en marzo, aquella vez que volvió de casa de Polly y se encontró a su madre en el sofá del salón llorando, algo que no había visto jamás en su vida. Había ido corriendo al sofá, se había arrodillado y le había preguntado una y otra vez qué pasaba. Su madre se quitó las manos de la cara, y Louise vio que la tenía hinchada y llena de moretones y que tenía los ojos húmedos y asustados. «Me han sacado todos los dientes», dijo. Se cogió la cara y se echó a llorar de nuevo.

—Ay, mamá querida.

La compasión y el amor la dejaron abrumada. También a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y sintió ganas de abrazar a su madre, de quitarle el dolor y quedárselo ella, pero tuvo miedo de que le doliera más si la abrazaba. La estaba tratando de igual a igual, algo que identificó como una novedad, y quiso con todas sus fuerzas ser la amiga perfecta.

Su madre estaba buscando un pañuelo en su bolsillo y tratando de sonreír.

—Cariño, no quiero preocuparte. —Después de todo, por lo visto sí que tenía dientes. Su madre vio que Louise lo veía, y explicó—: Me obligó a ponérmelos inmediatamente. Pero ¡ay, Louise! ¡Cómo duelen! Muchísimo.

—¿No sería mejor que te los quitases, aunque solo sea un ratito?

—Dijo que me los dejase puestos.

—¿Te traigo una aspirina?

—Ya he tomado, pero no parece que haya servido de mucho. —Un momento después añadió—: ¿Tú crees que pasaría algo si me tomase otra? —Otra vez le estaba pidiendo ayuda de igual a igual.

—Seguro que no. Y creo que lo mejor será que te lleve a la cama con una botella de agua caliente. —Se puso en pie de un salto para tocar la campanilla—. Le diré a Phyllis que mejor suba dos botellas.

—No quiero que los criados me vean así.

—No, claro que no, mamaíta querida. Ya te cuido yo. Ya me encargo yo de todo.

Y eso había hecho. Había ayudado a Villy a subir al piso de arriba, le había ayudado a desvestirse, había encontrado sus calcetines de dormir y su chaquetilla de encaje: su madre estaba helada. Había encendido la estufa de gas y había corrido las cortinas, y cuando llamó Phyllis se había abalanzado sobre la puerta para coger las botellas de agua caliente, tapándole la vista de la enferma. Le había dado la aspirina, había ahuecado las almohadas y la había arropado con el edredón, y en todo momento su madre había parecido conforme y agradecida.

—Eres una buena enfermerita —dijo; era evidente que tenía dolores.

—¿Quieres que me quede contigo?

—No, cariño. Voy a intentar dormir. Díselo a papá cuando vuelva, ¿vale?

—Claro que sí. —Se agachó y besó la frente suave y pegajosa de Villy—. Te voy a dejar la puerta entornada, para que llames si quieres algo.

Se quedó un buen rato en el recodo de las escaleras con el fin de oír a su madre si llamaba y de ver cuándo volvía su padre, preguntándose si no debería sacrificar su carrera para hacerse enfermera. Se veía avanzando sigilosamente con una linterna por las salas en penumbra de un hospital, aliviando los sufrimientos agónicos de los soldados heridos con un toque de sus manos delicadas pero expertas, llevando serenidad a sus últimos momentos con su dulce voz… «Ha renunciado a todo… La querían en Hollywood… El duque de Hungría está loco por ella…».

—¿Lou? ¿Qué demonios haces ahí sentada? —Louise bajó corriendo y se lo dijo—. ¡Dios mío! ¡Pues claro! —Sonó casi como si se hubiera olvidado—. ¿Dónde está?

Louise explicó lo que había hecho, y su padre dijo que genial, que era una chica muy sensata, pero lo dijo con tal tono de admiración que lo de ser sensata tuvo casi un eco de glamur. Louise le siguió al piso de arriba, advirtiéndole que no hiciera ruido.

—No la voy a despertar, solo voy a asomarme a la puerta.

Estaba dormida. Edward se llevó un dedo a los labios y se fue a su vestidor. Le hizo una seña.

—Me pregunto si querría usted cenar conmigo esta noche, señorita Cazalet. Si no tiene ningún compromiso, claro está.

—Mire usted por dónde, resulta que no tengo ninguno.

—Entonces corra a arreglarse. Nos vemos en el salón dentro de veinte minutos.

De modo que se puso el vestido que Hermione le había regalado por sorpresa para Navidad, el vestido que su madre veía con malos ojos porque le parecía para alguien muchísimo mayor. Estaba hecho de una gasa azul claro divina, y debajo no se podía llevar sujetador ni camiseta ni nada aparte de las bragas porque tenía la espalda al aire, con dos tirantes diminutos y un cuello de pico muy escotado…, un vestido, de todas todas, de mujer. Se había recogido el pelo con un montón de peinetas; no es que estuviera muy seguro, pero siempre y cuando no moviese mucho la cabeza o se riese demasiado probablemente se mantendría, y lo complementó con el regalo de Navidad del tío Hugh, su padrino: un collar de ópalos y aljófares. También tenía la barra de labios Tangee y unos polvos faciales blanquecinos y una botellita de perfume llamado Velada en París que le había regalado su tía Zoë. Después de echarse una buena cantidad detrás de cada oreja, quiso con todas sus fuerzas verse en un espejo, pero el único que había de cuerpo entero estaba en el dormitorio de su madre. «¡Ah, pobre mamaíta!», pensó, pero no pudo evitar una vaga esperanza de que su madre estuviese dormida, porque por alguna razón sabía que no estaría conforme con aquella manera de arreglarse. Cuando terminó, pegó la oreja a la puerta del dormitorio y echó un vistazo a su interior; su madre seguía dormida. Así que se recogió el vestido y bajó majestuosamente por la escalera.

Phyllis había traído las bebidas, y su padre se estaba preparando un cóctel.

—¡Vaya! ¡Vas hecha un pincel!

—¿De veras? —Le pareció que no era la expresión adecuada, pero, al fin y al cabo, no era más que su padre. Y después lo compensó ofreciéndole un jerez, así que la estaba tomando en serio, pensó.

Fue una velada maravillosa: suflé de pescado, faisán asado y rollitos de beicon rellenos de ostras, y su padre le dio un vaso de cada vino —blanco del Rin y burdeos— y después puso en el gramófono a Tchaikovski, que era su favorito, y le habló de cuando iba en bici desde Hertfordshire a Londres para ir a los conciertos, que fue cuando oyó por primera vez esa sinfonía, treinta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, pero merecía la pena. Puso el gramófono bastante bajito por atención a Villy, y cuando Phyllis trajo el café le pidió un consomé para su esposa. «Tráigalo aquí y se lo subirá la señorita Louise».

Pero Louise consiguió que se lo subiese él, pues le daba miedo lo que pudiera decirle su madre sobre el vestido. Y como le pareció una actitud frívola e insensible, decidió que iría a darle las buenas noches una vez que se hubiese puesto el camisón. Al volver su padre, dijo:

—Se encuentra mejor, y dice que es hora de que te acuestes y que quiere darte las buenas noches.

—¡Jo, papá! ¡No estoy nada cansada!

—Ya, pero aun así tienes que acostarte.

Louise se acercó a besarle, y él la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la mejilla y luego otro, sorprendentemente, en la boca, cosa que jamás había hecho. Le pinchaba el bigote, y por un instante Louise sintió algo suave y húmedo y comprendió que era su lengua. Fue horrible: supuso que se le debía de haber escapado por error y sintió vergüenza por él, y se escabulló de entre sus brazos. «Vale, buenas noches», dijo sin mirarle a la cara, y salió corriendo de la habitación. Arriba pensó: «Pobre papaíto; lleva dentadura postiza como mamá ahora, y seguramente le cueste dar bien los besos».

Su madre estaba incorporada en la cama, recostada sobre los almohadones. Había tomado un poco de sopa, dijo; era justo lo que quería.

—¿Lo has pasado bien con papá?

—Sí, mucho. Hemos puesto el gramófono.

—Muy bien, cariño. Y muchísimas gracias por ser tan buena conmigo.

—¿Estás mejor? ¿Te duele menos?

—Creo que sí. —Era evidente que no—. Voy a tomarme otra aspirina y esta noche papá dormirá en el vestidor. A la cama, tesoro.

—Sí, ya voy. —Se notó ansiosa por irse a su cuarto y cerrar la puerta antes de que subiera su padre. Qué cosa más rara; jamás se había sentido así. No había escrito nada en su diario sobre aquella velada con su padre.

Oyó el coche de sus primos en la entrada y se alegró de que vinieran. Probablemente Angela ya sería demasiado mayor como para que pudiera pasarlo bien con ella, pero siempre le había caído bien la poco agraciada Nora (era más bien feúcha, aunque no tanto como la señorita Milliment), y Christopher era un chico mucho más interesante que Teddy o que Simon: el año anterior había estado chiflado por las mariposas y habían salido a cazarlas con redes y un frasco trampa, y después se habían tumbado en un maizal a comer mazorcas, y él le había contado que odiaba su colegio, pero que también era terrible quedarse en casa porque su padre no hacía más que echarle la bronca. Louise, que llevaba toda la vida oyendo en su familia que el marido de la tía Jessica no era el tipo de persona con el que debería haberse casado, se había compadecido de Christopher con vehemencia; incluso se había inventado cosas acerca de su propio padre para que se sintiera mejor. Aunque esta vez no sería necesario que me inventase nada, pensó. Pero, claro, no puedo contárselo por nada del mundo. Por primera vez desde que sucedió, se puso a pensar en ello. Y es que aquella otra noche en que su padre la había sacado a celebrar su cumpleaños, una velada que había sido absolutamente deliciosa hasta que después de cenar en el restaurante Ivy la llevó en coche a casa, abrió la puerta con sigilo («No debemos despertar a mamá») y ella le echó los brazos al cuello para agradecerle el maravilloso festejo…, aquella noche había vuelto a ocurrir, solo que esta vez fue peor. La había besado exactamente de la misma manera horrorosa, pero en esta ocasión le había metido la mano por debajo del vestido y le había hecho daño en el pecho, a la vez que la apretaba tan fuerte con el otro brazo que le costó frenarle; al final lo consiguió y su padre apartó la boca y empezó a decir algo acerca de lo crecidita que estaba, pero Louise se zafó de él haciendo un gran esfuerzo. «¡No lo estoy!», gritó, y creyó que iba a vomitar y subió corriendo varios escalones, pero se había olvidado de lo largo que era su vestido y se enganchó el tacón en la falda y tuvo que detenerse para soltarlo, y al erguirse lo vio allí quieto, mirándola (se había vuelto un enemigo) con una sonrisa.

Una vez en su dormitorio, rodeada de oscuridad, se había quedado detrás de la puerta cerrada poseída por un horror indescriptible. Era como un sueño espantoso, solo que no era un sueño. Subiría por la escalera en cualquier momento…, puede que entrase…, no había cerrojo. ¿Cómo podía impedírselo? Este pensamiento le venía a la cabeza sin cesar, una vez, otra, otra más, pero no podía reaccionar, no podía dar un paso. Le oyó subir las escaleras, y solo fue capaz de quedarse inmóvil tapándose la boca con las manos para evitar que saliera todo. Pero ahora sabía que el terror había consumido su voz, que su grito sería, simplemente, un silencio más clamoroso.

Las pisadas de su padre —no había nada más en el mundo— se acercaron, llegaron hasta el descansillo que había delante de su puerta…, una pausa…, y después continuaron en dirección a su vestidor, y no supo cuánto tiempo transcurrió hasta que oyó que cruzaba el descansillo para ir al dormitorio en el que dormía su madre y cerraba la puerta. Y entonces oyó un ruido horrible, una mezcla de sollozo y arcada, y cuando encendió la luz supo que había salido de ella, porque no había nadie más en la habitación.

Apenas recordaba nada de lo que sucedió después; solo que se había inclinado sobre el lavabo, intentando vomitar. Después se preguntó por qué no había subido corriendo directamente al cuarto de su madre y la había despertado para contárselo. Pero supo de golpe que su madre se habría enfadado muchísimo, que le habría culpado a ella por ser sucia y repugnante y que él —el enemigo— le daría la razón y todo sería mucho peor; y además, teniendo en cuenta la vergüenza que sentía en estos momentos, quién sabe si a fin de cuentas no tendría ella la culpa. Así que se tragó todo y no vomitó. Y al día siguiente, durante el desayuno, su padre había sido el mismo de siempre, como si no hubiera sucedido nada, como si todo fuera cosa de ella y él no hubiese tenido nada que ver. Y su madre esperó a que su padre se fuese a la oficina para decirle que, si pensaba mostrarse tan desagradecida y arisca después de una invitación, nadie iba a querer invitarla nunca más a salir. Encontró una llave de un dormitorio que valía también para su puerta, y después de aquello procuró no estar jamás a solas con él. Sin embargo no había nadie a quien se lo pudiese contar. Eso era lo peor.

En este momento le sobrevino la sensación de malestar extremo que la invadía cada vez que se topaba con su padre, una inmensa manta gris que la envolvía y la hacía sentirse a la vez traicionada y en cierto sentido culpable, y también, si se esforzaba por pensar en ello, asustada. Aunque peor era recordar la noche de su cumpleaños: le entraban temblequera y ganas de vomitar; la boca se le secaba y quería tragar saliva, pero no tenía. Quizá tendría que irse de casa, pero el hecho de que ahora hubiese otra cosa que le daba más miedo no significaba que esto ya no se lo diera.

—¡Ay, Dios mío! ¿Por qué no volverá el verano pasado, cuando no pasaba nada?

Pero era imposible. «De aquí a cien años, todos calvos», solía decir su madre prácticamente acerca de cualquier cosa, un comentario harto irritante pues suponía que te traía sin cuidado lo que pudiese ocurrir en esos cien años, y de este modo la vida carecía por completo de sentido. Quizá sí. Quizá fuera un secreto terrible que los adultos ocultaban a los niños…, como que Papá Noel no existe, o como la regla; quizá ser adulto, algo que siempre había anhelado, significaba exactamente eso. No, qué absurdo. No podrían estar todos tan alegres si lo supieran. Y estaba Dios, que se suponía que se portaba bastante bien con la gente y que presuntamente había dictado las normas acerca de si la vida carecía o no de sentido. Decidió que hablaría muy en serio con Nora, que era un año mayor, sobre la vida, por si acaso sabía algo que pudiera ser de utilidad. Animada por esta idea, entró en casa.

—¿Y bien, cariño? ¿Qué tal van las cosas?

Villy había instalado cómodamente a Jessica en el diván de mimbre del salón. Habían terminado de comer, y los niños se habían dispersado. Villy se había acurrucado en la enorme butaca informe que había enfrente y se había encendido un Gold Flake, preparándose para una buena charla. Entre ambas había una mesita con una bandeja de café; Villy había bajado las persianas de la ventana que daba al sur, y la habitación estaba bañada en una luz acuosa que era relajadamente fresca y propiciaba la intimidad.

Jessica suspiró, sonrió, cruzó sus elegantes tobillos y se cogió la cabeza antes de estirar los largos brazos blancos y decir:

—¡Qué maravilla, estar aquí! Te lo aseguro. Menuda pesadilla de viajecito. El pobre Christopher vomitó, y Judy quería ir al baño todo el rato, y Nora se peleó con Angela porque las dos querían sentarse delante, y el coche se recalentó al llegar a la colina esa…, ya sabes, al salir de Lamberhurst, creo…

—Bueno, ahora estás aquí. Además mamá no viene hasta la semana que viene. Y Edward se va a Londres mañana. Estaremos solas, sin contar con la tropa. Esta noche cenamos en Home Place, pero tenemos tiempo de sobra para descansar.

—¡Qué delicia! —Cerró los pesados párpados y por un instante se hizo el silencio en la habitación, tan solo interrumpido por el lejano tictac del reloj de pared del hall.

Entonces Villy, con una voz cargada de neutralidad, preguntó:

—¿Qué tal está Raymond?

—Muy enfadado, pobrecito mío, porque lo haya abandonado. Mañana se va con la tía Lena. No creo que le haga mucha ilusión. —Tras otro breve silencio, Jessica añadió—: Tiene noventa y un años, pero, aparte de que no oye ni una palabra de lo que le dices, goza de una salud de hierro, aunque supongo que, si no haces absolutamente nada desde que te levantas hasta que te acuestas, aparte de comer cuatro veces al día e incordiar a los criados, no hay motivo para que te sientas agotada.

—Siente devoción por Raymond, ¿no?

—Lo adora. Pero también está ese otro sobrino horroroso, aquel que emigró a Canadá… Se lo restriega bastante a Raymond por las narices.

—Supongo —dijo Villy con delicadeza— que cuando la tía se…, quiero decir, cambiarán totalmente las cosas, ¿no?

—¡Ay, querida! Ya no estoy tan segura. En cuanto Raymond consigue algo de dinero, se le ocurre algún plan terrible para el que hace falta mucho más dinero del que tiene, y al final, cómo no, todo sale mal, porque para empezar no había dinero suficiente. Como aquella idea que tuvo de alojar perros mientras sus dueños se iban de vacaciones. Se olvidó por completo de que durante casi todo el año la gente no se va y luego, en agosto, se van todos a la vez. De modo que, claro, costó un dineral construir perreras separadas, y aun así tuvimos que alojar un perro en cada habitación, y en invierno las perreras se pudrieron por la humedad y ya no servían para viviendas caninas. Conque, si te digo la verdad, me aterra que se muera la tía Lena. Raymond aborrece su trabajo de ahora; haría cualquier cosa por dejarlo. —Le dedicó su encantadora sonrisa de derrota y añadió—: Pero me aterra pensar cuál podría ser la alternativa.

—¡Este hombre es tremendo!

—Sí, es tremendo, pero es el padre de mis hijos. También puede ser un corderito…, a veces.

Para Villy, esto era sinónimo de ser encantador, algo de lo que había aprendido a desconfiar desde pequeña; el encanto, a ojos de su madre, era idéntico a la inutilidad. Lady Rydal había desconfiado de Edward por su encanto, y el hecho de que fuera más rico que Raymond quedaba enturbiado por la procedencia comercial de su dinero…, situación esta que le había exigido ser tan amplia de miras como siempre había profesado ser. Edward, no obstante, y sin intentarlo siquiera, había conseguido cautivarla de una manera en la que Raymond había fracasado por completo. Como, en todo caso, lady Rydal había tenido expectativas más bajas para Villy que para Jessica, Edward resultó ser un yerno satisfactorio. La pobre Jessica era la que se había llevado la peor parte de su decepción. Al mirar a su hermana, de quien, cuando eran más jóvenes, tan celosa había estado, Villy sintió un arrebato de cariño, piedad y emoción. Qué delgada estaba; su rostro blanquecino, prerrafaelita, ligeramente coloreado por el sol que se filtraba por las persianas verdes del salón, estaba demacrado por culpa de la fatiga: tenía sombras grisáceas bajo los ojos y en los huecos de debajo de los salientes pómulos, finas arrugas decrecientes a cada lado de la boca pálida y marcada; y sus pobres manos, en otro tiempo hermosas, se habían vuelto ásperas y bastas de tanto lavar ropa y cocinar…

—… aunque puede llegar a ser tremendamente pejiguero con Christopher.

—¿Qué?

—Raymond. No hace más que exigirle a Christopher que sea duro y atlético, todo lo que era él, pero Christopher es un soñador, y está mucho más torpe de lo habitual porque está creciendo muy deprisa. Es un poco complicado. No hago más que disculparme con cada uno en nombre del otro.

—A mí Christopher me parece un cielo.

—No es de los que lo hacen todo bien, como tu Teddy.

—Seguro que es mucho más intelectual.

Jessica no se lo tomó como un cumplido a la inteligencia de su hijo, sino como una crítica a su capacidad para las actividades al aire libre, y replicó con cierta frialdad:

—Yo no creo que sea especialmente intelectual.

Con esto quería decir, pensó Villy, que su Teddy era bobo de remate, cosa que, por supuesto, no era. Se encendió otro cigarrillo. Jessica se preguntó cuánto faltaría para la hora del té.

—Angela está guapísima. Igualita que tú, claro, una chica despampanante. —Las hijas eran un terreno más seguro, y era una generosa ofrenda de paz a la que Jessica respondió al punto:

—Ay, Villy, sencillamente no sé qué hacer con ella. Ha aprobado el examen de ingreso por los pelos. No le interesa nada más que la ropa y su aspecto, está completamente obsesionada. Nosotras no éramos tan conscientes de nuestra imagen a su edad. ¿O sí?

—No creo que nos lo permitieran. Quiero decir, todo el mundo sabía que tú eras un bellezón, pero no se mencionaba. A mamá le habría dado algo.

—Por supuesto, no me paso el día diciéndole lo guapa que es. Pero hay gente que sí. Y es como si pensara que eso le da derecho a una vida mucho más emocionante que la que nosotros le podemos proporcionar, y, peor aún, que no tiene por qué hacer nada para conseguirla. Creo que enviarla a Francia fue un error. Fue a la vuelta cuando se volvió tan malcarada y perezosa.

—Seguro que solo es una fase. ¿Y ahora qué vas a hacer con ella?

—Quiero que haga un curso de taquigrafía y mecanografía porque me temo que va a tener que buscarse algún tipo de empleo. Pero, cómo no, ella piensa que eso es demasiado aburrido. A ver, si se niega en redondo a ser enfermera y es imposible que sea maestra, ¿qué más hay?

Villy concedió que absolutamente nada.

—Por supuesto, se casará —dijo al fin.

—Sí, cariño, pero ¿con quién? No estamos en condiciones de recibir invitados, y, en cuanto a presentarla en sociedad durante la temporada, está fuera de toda discusión. La consecuencia es que no llega a conocer a nadie adecuado. ¿Qué vas a hacer tú con Louise? —preguntó.

—Bueno, cuando termine con la señorita Milliment, la enviaremos a Francia, claro. Después, no lo tengo pensado. Sigue diciendo que quiere ser actriz.

—Al menos quiere hacer algo. Ha crecido mucho este último año, ¿no?

Ahora le tocó suspirar a Villy.

—También se enfurruña, y a veces puede ser de lo más pesada. Creo que Clary le ha bajado los humos. Polly y ella se han hecho grandes amigas desde que empezó a ir a las clases de la señorita Milliment… Dos son compañía y tres son multitud. Y, por supuesto, Edward la consiente y no hace más que animarla a que se dé aires de adulta, cosa absurda a los quince años. ¿Tuviste problemas con Nora? Pero no, cómo ibas a tenerlos, ¿verdad? Nora siempre ha sido una niña angelical. —Enfatizó esto último. Nora siempre había sido la feúcha y necesitaba virtudes compensatorias.

—Siempre ha sido una niña fácil, aunque ahora no se está llevando demasiado bien con Angela.

—Probablemente esté celosa de ella.

Jessica dirigió una mirada perspicaz a su hermana, pensando: Qué curioso que la gente siempre crea que los demás sienten lo mismo que ellos, mientras respondía:

—¡Qué va! Nora nunca ha tenido celos de nadie. —Entonces, incapaz de guardarse lo que acababa de recordar, añadió—: ¿Te acuerdas de aquella vez que me cortaste el pelo y lo metiste en una lata de galletas y lo enterraste en el jardín de atrás?

—¡No te lo corté todo!

Solo lo justo para que pareciera una imbécil en la entrega de premios del colegio, pensó Jessica, pero dijo:

—Siempre me pareció que mamá era muy dura contigo. Menudo escándalo armó por que querías ser bailarina. ¡Con lo bien que se te daba!

—Papá era el que me apoyaba.

—Tú eras su favorita.

—¡Menudos eran! ¡Cómo se les veía el plumero!

—Bueno, así aprendimos a que no se nos viera a nosotras.

Las dos se pusieron a pensar en sus maravillosos hijos varones, y se dijeron entre sí que, en cualquier caso, a ellas no se les notaba. Entonces Judy las interrumpió diciendo que estaba harta de descansar y que qué podía hacer, que cuándo volvía Lydia, que si faltaba poco para el té. Llevaba pantalón corto y una camiseta interior amarillenta de Chilprufe.

—Angela lleva siglos encerrada en el baño, así que he tenido que usar el orinal —explicó.

—Judy, ya te he dicho que no te pasees por la casa en camiseta. Además, con el tiempo que hace no te hace falta.

—Sí que me hace falta. —Se pasó una mano por el pecho—. Me encanta.

Oyeron que se acercaba un coche por la entrada.

—Deben de ser Lydia y Neville —dijo Villy—. Puedes tomar el té con ellos.

—Primero ve a ponerte la camisa azul de Aertex, cariño. Que no te vean así.

—Me importa un pepino cómo me vean. —Pero al ver la cara de su madre, obedeció.

Rupert, cargado con un fardo de toallas mojadas y una cesta de pícnic, ocupó el lugar que había dejado Judy en el umbral. Parecía muerto de calor.

—Dos de los niños han vuelto más o menos intactos. ¿Dónde dejo esto? Vaya, Jessica, dichosos los ojos. ¡No te había visto! —Se acercó al sofá y se dieron un par de besos.

—Rup, pareces agotado. Menudo detalle, llevarte a todos; eres un sol. Quédate y tómate una taza de té.

Villy tocó la campanilla, y Phyllis, que había estado en la despensa preparando rebanadas de pan con mantequilla aquejada de una jaqueca horrorosa, miró el reloj de la cocina y vio que acababan de dar las cuatro, y se suponía que el té se servía a las cuatro y media. De todos modos, iban a cenar fuera, así que, cuando terminase de preparar el té para el cuarto de los niños y de fregar los cacharros, podría meterse en la cama con una aspirina.

—Phyllis, ahora solo queremos una tetera para nosotros tres, y los niños que merienden a la hora de siempre.

—Sí, señora. —Cogió la bandeja del café.

—Me temo que Neville ha traído una medusa.

—¿No le has dicho que se morirá?

—Claro que sí. La quiere de mascota. —Se dirigió a Jessica—. Es por el asma. No deja de pedirme un gato o un perro, pero son letales para él. Así que traemos peces de colores, lombrices y tortugas…, y ahora, la maldita medusa.

Se desplomó en el sofá y cerró los ojos.

—¡Dios! ¡Mira que son agotadores los niños! Por mucho que consigas cansarlos, un simple helado vuelve a cargarles las pilas. Se han pasado casi todo el trayecto de vuelta haciendo una competición sobre cuál sería la peor manera de morir. Se les ocurrían unas cosas terribles. Será mejor que avise a Ellen de que lo más probable es que Neville tenga pesadillas esta noche. —Abrió los ojos—. ¿Qué tal está Raymond?

—Bien. Se ha ido a ver a su tía. Vendrá la semana que viene, seguramente.

—Ah, muy bien. —A Rupert le caía bien Raymond, con quien le parecía, sin ser capaz de definir exactamente en qué sentido, que tenía algo en común.

Tras un silencio breve y tranquilo, Angela entró en la habitación. Mejor dicho, entró majestuosamente en escena, pensó Villy. Se detuvo unos instantes en el umbral antes de cruzarlo con calculada elegancia. Llevaba un vestido de piqué sin mangas, de un amarillo limón clarísimo, sandalias y una pulsera de plata en la blanca muñeca. Se había pasado toda la tarde lavándose y arreglándose el pelo, que le caía por detrás en una larga melena a lo garçon con ricitos planos en torno al rostro que parecían cuernos de carnero y que a Villy le recordaron el pelo de Hermione. Rupert se levantó.

—¡Vaya! ¿De veras eres Angela?

—La misma de siempre. —Le ofreció la cara, perfectamente empolvada, para que se la besase.

—No —dijo Rupert—; la misma, no…, en absoluto.

—Cierra la puerta, cariño —dijo su madre—. No, mejor no. Phyllis está a punto de venir con el té. ¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros?

—Louise y Nora. Y Neville y Lydia. Sabes muy bien a quiénes me refiero.

—Ah, ¡los niños! No tengo ni idea. —Se instaló elegantemente sobre el brazó del sofá.

Entró Phyllis con el té, y Villy dijo:

—Vamos a necesitar otra taza para la señorita Angela.

—Angela puede ir a por ella —dijo Jessica, con tono brusco.

—No te muevas. Ya te la traigo yo. —Rupert salió detrás de Phyllis. Cuando volvió con la taza, Angela dijo:

—Ah, gracias, tío Rupert. Aunque en realidad no eres mi tío, ¿no?

—Sea como sea, te puedes ahorrar lo de «tío».

—Ah, gracias.

Le dirigió una sonrisa recatada y —qué iba a saber él— muy estudiada. Villy intercambió una mirada con Jessica mientras servía el té. Es un poco descarada, pensó Rupert, pero la mar de atractiva, y por un instante se preguntó si Zoë habría desplegado sus encantos juveniles ante cualquier hombre madurito que se le hubiese puesto delante. Probablemente sí. Jessica le estaba preguntando por Zoë, y dijo que estaba bien, que estaba aprendiendo a conducir, a lo cual dijo Angela que se moría de ganas de aprender y que por qué no le enseñaba él. Rupert, que parecía un poco agobiado, dijo que ya vería, y sacó la petaca para coger un cigarrillo.

—¡Ay, por favor! ¿Me darías uno? Me muero por fumar. —Rupert le ofreció la petaca y Angela cogió un cigarrillo, se lo puso entre los labios inmaculadamente pintados y se inclinó hacia él para que le diese lumbre.

No nos podemos permitir comprar cigarrillos, pensó Jessica, con cierta desesperación, porque ¿cómo iban a impedírselo? Raymond se lo había prohibido hasta que cumpliera dieciocho años, y le habían prometido un reloj de oro si no fumaba hasta los veintiuno, pero era uno más de los hábitos que había adquirido en Francia.

—Ya sabes que a papá no le gusta que fumes.

Pero Angela se limitó a responder:

—Ya. Pero ¿qué le vamos a hacer? Si no hiciese una nada de lo que sus padres no quieren que haga, ¡casi no podría ni moverse! —le explicó a Rupert.

Se oyeron truenos en la distancia, y Rupert dijo que más le valía marcharse ahora si no quería calarse aparcando el coche. Llamó a Neville para decirle que se iba, y al instante se abrió la puerta de golpe y entraron en tropel los tres pequeños.

—¡Mami! Tiene una medusa y dice que acariciarla es cruel, pero ¿a que acariciar algo no puede ser cruel?

—Sí, sí que puede. Tú tócala y te cortaré a cachitos y te freiré en aceite hirviendo —dijo Neville—. Es mi medusa, y no le gustan las niñas. Te mataría a picotazos si yo le dejase.

—Yo sí le caigo bien —dijo Lydia—. Eso me has dicho.

—Le caes bien por ahora.

—¿Dónde la has dejado, Neville?

—En la bañera.

—¡Qué grima!

—No le hagas caso a Angela. De todo dice que «da grima» o, si no, que «no tiene la menor idea» —dijo Judy, cuya fiel imitación de su hermana no ocultó en absoluto su desdén.

—Y, mami —dijo Lydia haciéndole una carantoña a su madre—, hemos gastado toda la sal del comedor y el agua todavía no sabe a agua de mar, así que me temo que hemos tenido que usar todos los frascos grandes de la cocina. Pero podemos apañarnos sin sal, ¿verdad que sí?, y para la medusa era una emergencia.

—Sí, lo entiendo, pero podríais haber preguntado antes.

—Podríamos haber preguntado —concedió Neville— y vosotros podríais haber dicho que no. Y, entonces, ¿qué habríamos conseguido?

—Bueno, Nev, hijo mío, te avisé de que a las medusas no les hace ninguna gracia que las saquen del mar. Y la sal que usamos nosotros no es del mismo tipo. Adiós a todos. Luego nos vemos. Gracias por el té. —Rupert besó a su hijo, le revolvió el pelo y se marchó.

—Ay, Dios —dijo Villy, levantándose—. Será mejor que vaya a resolver esto.

Jessica y su hija mayor se quedaron solas con las tazas de té. Angela se examinó las uñas, que se había pintado de rosa claro dejándose las lúnulas esmeradamente blancas. Jessica la observó un instante, preguntándose qué estaría sucediendo en aquella cabeza resplandeciente y al parecer vacía.

Angela se estaba repitiendo para sus adentros el diálogo con Rupert. «La misma de siempre». Él le había dado un beso en la mejilla y había dicho: «No; la misma, no». En cualquier caso, se fijaba en ella. Su admiración, que, al no estar solos, lógicamente había tenido que disimular hasta cierto punto, era, no obstante, evidente. Es un cielito, pensó, y lo repasó todo una vez más. No podía pasar nada, claro; estaba casado…, pero todo el mundo sabía que las personas casadas se enamoraban de otras personas. Tendría que mostrarse enérgica, explicarle que no podía hacer nada que le hiciera daño a la tía Zoë, y entonces él la amaría más que nunca. Supuso que todo sería muy trágico y la marcaría de por vida, y se moría de ganas de que llegase el momento.

Simon había pasado un día fantástico con Teddy, que no solo era dos años mayor sino que en opinión de Simon era maravilloso en todos los sentidos. Por la mañana habían jugado diecisiete partidos de squash, hasta que tuvieron que parar porque estaban requeteasados. Jugaban más o menos a la par: Teddy, al ser el más alto, tenía el brazo más largo, pero a Simon se le daba muy bien colocar las pelotas; de hecho, potencialmente era el mejor jugador. Jugaban con el tanteo americano porque los partidos, aunque a veces eran más largos, tenían un final previsible, y parte de la gracia consistía en decirles a los adultos cuántos partidos habían jugado. «¿Con este calor?», decían sus tíos, sus tías y sus padres, y ambos sonreían: eran insensibles al calor. Habían jugado con pantalón corto y playeras solamente, y terminaron con el pelo mojado y las caras del color de la remolacha. Teddy ganó por dos partidos, un resultado respetable. Pararon no porque tuvieran demasiado calor, por supuesto, sino porque se morían de hambre; y como aún faltaba media hora para la comida, mataron el gusanillo con una chocolatina y tomates del invernadero. Teddy le contó más cosas a Simon, que tenía sus buenas —y terribles— razones para querer saberlas, sobre el que iba a ser su nuevo colegio. Simon iba a incorporarse también en otoño, y todo lo que oía le producía un espanto horroroso que ocultaba bajo un despreocupado interés. Esta mañana le había hablado de lo que les pasaba a los chicos nuevos, y Simon se había enterado de que los metían en la bañera atados con una correa con el agua fría corriendo despacito mientras los demás se largaban y los dejaban allí para que se ahogasen. «¿Y suelen… ahogarse?», había preguntado Simon con el corazón en un puño. «Bah, no creo que demasiado», había respondido Teddy. «Por lo general alguien vuelve, cierra los grifos y los desata». ¡Por lo general! Cuanto más sabía, menos pensaba Simon que iba a poder soportarlo, pero dentro de veintitrés días iba a estar allí…, dentro de cincuenta días puede que hasta estuviera muerto. A veces, incluso llegaba al espantoso extremo de pensar que ojalá fuera una chica para no tener que enfrentarse a aquel lugar tan horrible que parecía lleno de normas terribles que nadie te explicaba hasta que ya las habías roto y te habías metido en un buen lío…, y «lío» era una palabra muy suave en este caso. Teddy era increíblemente valiente y seguro que podía soportar cualquier cosa, mientras que él, que en Pinewood había echado de menos su casa aunque hacia el final ya no tanto…, él sabía que en un lugar nuevo todo volvería a empezar: las ganas de vomitar, las pesadillas, la falta de concentración y tener que controlar hasta qué punto pensaba en su casa porque si pensaba demasiado lloriqueaba, y si lloriqueabas se metían contigo, entonces te entraban tales dolores de barriga que no parabas de ir al váter, y los profesores hacían comentarios sarcásticos y todo el mundo se reía. Teddy estaría con los mayores y, lógicamente, no podría ser su amigo. Hacerse amigo de los alumnos de cursos más avanzados era imposible; se llamarían Cazalet el uno al otro y se limitarían a decirse hola cuando se encontrasen, como habían hecho en Pinewood. Cada noche rezaba para que ocurriese algo que le impidiese ir, pero apenas se le ocurría nada aparte de la escarlatina o de una guerra…, y ninguna de las dos era nada probable. Lo peor de todo era que no había nadie con quien hablarlo; sabía exactamente lo que diría su padre: que todo el mundo iba al internado, amiguete, así es la vida…; y mamá diría que ella también iba a echarle de menos, pero que enseguida se haría con el lugar, que a todo el mundo le pasaba y que pensase en las vacaciones de Navidad, que estaban a la vuelta de la esquina, ¿no? Polly sería amable, pero al ser solo una chica no sabía hasta qué punto era espantoso. Y Teddy… ¿Cómo se lo iba a contar a Teddy, cuya amistad apreciaba demasiado como para provocar su desdén, como estaba seguro de que sucedería? A pesar de todo esto, conseguía disfrutar del veraneo y a veces hasta se olvidaba del próximo curso, pero de repente le venía todo a la cabeza sin previo aviso, como cuando se funden los plomos, y vomitaba de miedo y deseaba morirse antes de que acabase septiembre. Sin embargo, aquella mañana, jugando al squash, no se había encontrado mal, y cuando Teddy elogió sus saques en el rincón sintió un pequeño arrebato de felicidad.

Como faltaban todos los que estaban en la playa, la comida se sirvió en el comedor, con lo cual había que asearse como es debido, un rollazo; por otro lado, si repetías, la comida estaba más caliente: perfecto. Había pastel de conejo, y de postre pudin, que les dio fuerzas para el larguísimo paseo en bici que había planeado Teddy. Fueron a Cripps Corner pasando por Watlington; de allí, a Staplecross, luego salieron a Ewhurst Road y después bajaron por un caminito que los llevaba directamente a Brede Road y de vuelta a Cripps Corner, donde hicieron un alto para comerse unos helados y unas chocolatinas. A estas alturas ya estaban bastante hambrientos, pero casi todo el camino de vuelta era cuesta abajo, y Teddy decidió que en vez de parar en Home Place siguieran hasta Mill Farm a ver si su padre había vuelto porque le había prometido que irían a cazar conejos antes de cenar. A Simon todavía no se le consideraba lo bastante mayor como para pegar tiros, pero Teddy había dicho que si quería podía acompañarlos. La tía Villy había tenido la irritante ocurrencia de que se quedase a jugar con Christopher, pero, aunque Christopher era mayor que él, los deportes no se le daban nada bien ya que se le empañaban las gafas y no podía ver la pelota. De todos modos, no pudieron encontrarlo. Así que Simon dijo que había prometido volver a casa para el té y se volvió solo a Home Place. Sin embargo había sido un día fabuloso, y aún tenía pendiente un Monopoly con Teddy después de cenar. Cuando llegó, su madre estaba en el césped jugando con Wills, poniéndole bocabajo en el suelo con un juguete fuera de su alcance para animarle a gatear. Wills llevaba puesto el pañal, su espalda tenía un color como de galleta rosada.

—¿Es normal que tenga todo ese pelo blanco en la espina dorsal?

—No es pelo, cariño, son vellitos dorados. Se han aclarado con el sol.

A pesar de que estaba bastante gordo —no tenía más que lorzas donde deberían haber estado las muñecas y los tobillos—, de que solo tenía un diente y de que no sabía decir ni una palabra, Wills era un bebé muy mono, pensó. Cogió el osito y se lo acercó poco a poco a la cara. Wills le miró y sonrió a la vez que agarraba la oreja del juguete y se la llevaba a la boca.

—Jamás aprenderá a gatear si haces eso. —Sybil cogió el oso y lo volvió a dejar fuera del alcance de Wills. Al ver que se ponía como un tomate y empezaba a resoplar, Simon pensó que iba a romper a llorar. Pero de repente se detuvo y pareció como si se estuviese devanando los sesos; acto seguido, puso cara de satisfacción y un olor apestoso se esparció por el ambiente. Simon se apartó, asqueado.

—Creo que ha hecho algo…

—Seguro que sí. ¡Qué listo es mi niño! —Cogió al bebé—. Me lo llevo a cambiar. ¡Ay, cariño, te has vuelto a rasgar los pantalones!

Simon se los miró. Llevaban rotos desde antes de comer; se le habían enganchado en un clavo de la puerta del invernadero. Le sorprendió que su madre no hubiese reparado antes en ello, pero es que en los últimos tiempos Wills acaparaba toda su atención. No le cabía en la cabeza que su madre pudiese achuchar a alguien que apestaba de semejante manera.

—Ve a cambiarte antes del té. Y déjamelos en mi cuarto para que te los zurza.

Simon refunfuñó. Entre los primos era una cuestión de honor poner pegas a cambiarse de ropa, pues pensaban que si no se quejaban les obligarían a cambiarse más que nunca.

—Jo, mamá, podría cambiarme cuando me bañe. No pretenderás que me mude dos veces en un solo día, tres si incluyes cuando me visto por la mañana.

—Simon, ve a cambiarte.

Conque se fue. Al pasar por delante del estudio de su abuelo, oyó la voz de su padre, y se detuvo. A lo mejor su padre se animaba a entrenar con él al tenis después del té. Pero la voz de su padre seguía y seguía; estaba leyendo algo, probablemente el Times, menudo tostón. Parecía que los adultos sentían devoción por los periódicos, los leían a diario y hablaban de lo que decían durante las comidas. El pobre Brigada apenas veía, con lo cual había que leerle mucho en voz alta. Cerró los ojos para ver si sabría encontrar su dormitorio si estuviese ciego; tardó siglos, y eso que hizo un poco de trampa en lo alto de las escaleras. Al llegar a la puerta, se chocó con Polly, que salía.

—Te acabo de dejar una nota en la cama. ¿Por qué tienes los ojos cerrados?

Los abrió.

—Por nada. Es que estaba haciendo un experimento.

—Ah. Bueno, la nota es sobre la reunión del museo. Es a las cinco en el antiguo gallinero. Estás cordialmente invitado a asistir. Puedes leerla. Está sobre tu cama.

—Ya me lo has dicho. De todos modos, como me lo has contado no hace falta que la lea.

—¿Vas a venir?

—Puede. Puede que no. Ahora voy a tomar el té.

Polly entró tras él en su habitación.

—Simon, no sirve de nada tener un museo si a nadie le interesa.

—A mí me pega más para las vacaciones de Navidad.

—No se puede cerrar un museo durante casi un año todos los años. Las piezas quedarían en un estado lamentable.

Simon se acordó de los trocitos de cerámica del huerto, del clavo oxidado y del cachito de piedra que habían cogido en Bodiam y del penique georgiano donado por el Brigada, y dijo:

—No veo por qué. Si han durado hasta ahora, pueden durar unos cuantos años más aunque nadie las contemple. Además, yo me las sé de memoria. —Se desabrochó el cinturón de hebilla de serpiente para soltarse los pantalones, que se le cayeron a los tobillos, y se acercó a su cajón arrastrando los pies a coger el otro par—. ¿Por qué no se lo pides a Christopher? Podría ser comisario de Historia Natural.

—¡Buena idea! Voy a llamar a Mill Farm y hablaré con él.

Pero respondió la tía Villy, que no tenía ni idea de dónde estaba Christopher.

Christopher había aguantado el tipo durante un almuerzo que no le había apetecido nada porque seguía con ganas de vomitar. Los viajes en coche siempre le sentaban mal: si se quitaba las gafas le entraba un dolor de cabeza monumental, si se las dejaba puestas se mareaba. Al menos había sido su madre la que había ido al volante. Cuando conducía su padre era mucho peor: le hacía sentirse como un mentecato y siempre montaba un número cuando tenía que parar, con lo cual a Christopher le entraba miedo a vomitar dentro del coche, porque sabía que pondría el grito en el cielo. A veces llegaba a odiar tanto a su padre que se lo imaginaba muriéndose de golpe o partido por un rayo, y en este caso, aunque quizá no llegase a morir, no podría decir ni una palabra más. Como es natural, en estas ocasiones se sentía mala persona y se avergonzaba de sí mismo. Pero la mayor parte del tiempo se veía haciendo cosas increíbles (o tal vez cosas de lo más normalitas para la mayoría de la gente, pero para las que él era un negado) a las mil maravillas, y entonces su padre le decía «Vaya, Chris, hijo mío, has estado genial. No sé de nadie que pueda hacer eso… ¡y vas tú y lo haces!». Y Christopher se recreaba en la agradable sensación de ser admirado, y a veces su padre incluso le pasaba el brazo por el hombro como quien no quiere la cosa, lo cual, como eran hombres, era señal de un profundo afecto…, posiblemente, aunque esto jamás se mencionaría, de amor. En ocasiones se imaginaba a su padre haciendo comentarios sarcásticos y graciosos no sobre él, sino sobre otras personas, e invitándole a reírse de ellas con él. Era una especie de lujo abyecto: enseguida se avergonzaba, y después se sentía fatal. ¿Cómo podía acceder a ser espectador o cómplice de algo que sabía que era muy doloroso solo porque no era él la víctima? Y volvía a odiar a su padre, y a odiarse a sí mismo por desear la aprobación de una persona tan vil. Él también debía de ser detestable, con lo cual, a su vez, era bastante razonable que su padre siguiera metiéndose con él. Y era cierto que se le daban de pena todas las cosas que a su padre le parecían fundamentales: los deportes, los juegos, incluso cosas como hacer maquetas de aviones y las matemáticas. Tampoco sabía contar anécdotas ni gastar bromas y siempre estaba tirando cosas…, un toro pusilánime en una tienda de porcelana barata, había dicho su padre la semana anterior cuando rompió el cuenco del azúcar. En los tres últimos años había desarrollado una tartamudez que iba a más cada vez que le preguntaban algo, así que ahora se limitaba a seguir tratando de hacer lo que su padre quería, como cargar el coche esa mañana sin decir esta boca es mía. Estaba acostumbrado a ser un fracaso total y lo único que quería era que le dejasen en paz, pero su madre siempre estaba intentando que se sintiera mejor preguntándole por cosas que sabía que le interesaban; y como en estas ocasiones le entraban ganas de llorar, había decidido no contarle casi nada a ella tampoco. Sabía que su madre debía de quererle mucho para tomarse tantas molestias y la despreciaba por ello: era una estupidez querer a un caso perdido por el mero hecho de que fuera tu hijo, cuando por lo demás no había nada que decir a su favor. Pero en estos momentos, a pesar de que tenía náuseas y una leve jaqueca, era completamente consciente de una especie de ligereza, de que se sentía a la vez libre y a salvo…, una extraña mezcla. Alejarse de Londres, de su padre y del colegio era motivo sobrado para estar contento, pensó. Después de comer, se había calzado las sandalias y se había escabullido sin que nadie lo viera.

Bajó por el camino de la granja y subió por la colina en dirección a Home Place, donde hasta entonces siempre se habían alojado. Como de costumbre, se abrió paso por un seto que daba al camino de acceso a la casa y después bordeó la pequeña arboleda que se alzaba sobre el terraplén que daba al lado de la casa donde estaba la cocina. Llegó al camino de herradura que desembocaba en el prado en el que solían dejar a los caballos. Había dos debajo de los castaños, muy juntitos, sacudiéndose las moscas el uno al otro. Se acercó lentamente a ellos para ver si querían hablar con él, y sí querían. Desprendían su maravilloso olor cálido a caballo, y pegó la cara al cuello del poni para aspirarlo a fondo. El viejo rucio relinchó suavemente y lo miró con sus ojazos, que tenían una especie de pelusilla blanca como la de las uvas negras. Tenía la frente hundida a cachos por encima de los ojos, y la dentadura amarilla: era bastante viejo. Al marcharse Christopher, empezaron a seguirle, pero enseguida renunciaron. Cruzó dos prados, esta vez caminando más despacio porque sabía que estaba bien lejos de todo el mundo. El día era increíblemente caluroso y tranquilo, lo único que se oía era el roce de las hierbas altas en sus rodillas y, si se paraba, los ruiditos de insectos minúsculos que, a borbotones, zumbaban o hacían una especie de tictac. El cielo estaba de un azul como desvaído, casi ni era azul, y en los árboles del bosque al que se dirigía no se movía ni una hoja. En el mismo lugar en el que las había encontrado el año anterior, halló dos enormes setas que cogió. Se quitó la camisa y las envolvió con ella; iba a necesitar comida si le entraba hambre. El último prado antes de llegar al bosque acababa en una ladera con un seto, en uno de cuyos extremos estaba la verja que se abría sobre su bosque. Bajó despacio por el seto, que estaba abarrotado de brionia, moras, majuelos y escaramujos. A ras de suelo había algunas moras maduras, y cogió todo lo que iba encontrando. Las manzanitas silvestres, de un verde brillante, no estaban maduras, como tampoco las endrinas, ni las avellanas, aunque estaban deliciosas…, frutos pequeños y jugosos que tenían sabor a verde pálido. Cogió varias para sus provisiones. Puede que no vuelva nunca, pensó. Podría quedarme a vivir aquí.

Un arrendajo anunció su entrada en el bosque. Había observado que siempre era un mirlo o un arrendajo —por lo general un arrendajo— el que de pronto alzaba el vuelo con ruidosos graznidos de advertencia. El hecho de saberlo y de que sucediera le hizo sonreír.

Su riachuelo estaba igual que siempre. Discurría cristalino, sin superar nunca el metro de ancho, sobre guijarros y en torno a pequeños bancos de arena, flanqueado por orillas que estaban casi al mismo nivel que el agua, forradas de musgo de un verde radiante, o entre orillas más empinadas donde crecían el ajo silvestre y los helechos. El lugar donde había construido una presa seguía teniendo una poza mucho más ancha, aunque la presa se había derrumbado y estaba pudriéndose. Se sentó en una orilla, se quitó las sandalias de una patada y hundió los pies en el agua deliciosamente fresca. Cuando los pies empezaron a dolerle de frío, se levantó y echó a andar a contracorriente hasta que llegó a la isla. Era demasiado pequeña para vivir en ella, en realidad incluso para pasar un rato, pero las orillas de una de las márgenes del riachuelo subían suavemente hacia un claro iluminado por el sol. Aquí, el año anterior, había intentado construir una casa hincando de dos en dos unos viejos postes de madera de castaño y rellenando el hueco con ramas que había cortado del avellano y del saúco. Solo había completado un muro, que ahora estaba plateado y quebradizo y, al haberse caído las hojas muertas de las ramas, lleno de agujeros. Hoy no tenía ganas de seguir construyendo; en cambio, preparó una pequeña hoguera que encendió con su lupa. Cuando ya hubo prendido bien, cogió un palo de dos puntas y asó las setas una por una. Primero las peló, chupándose de los dedos el rico marrón de las esporas. Tenía un hambre atroz. Las setas no se asaban bien, simplemente se ahumaban bastante, pero al menos no se habían quedado escurridizas por la grasa y la fritanga. Las masticó muy despacio; tenían un sabor mágico y perfectamente podrían efectuar en él algún tipo de cambio de grandes magnitudes. Después se comió las moras, que a estas alturas estaban bastante espachurradas y con cuyo zumo habían manchado de azul la camisa. Le pareció interesante que las moras pudieran tener sabores tan distintos unas de otras: las había con sabor a nuez, otras estaban ácidas, incluso las había que tenían el sabor exacto de la mermelada. Su hoguera se había convertido en un montón de ceniza de un gris intenso. Cogió un buen trozo de musgo, lo empapó en el riachuelo y lo puso sobre las cenizas. Se oyó un suave chisporroteo y el humo azul se volvió blanco. Estaba listo para meterse en la charca.

La charca estaba en una profunda hondonada al final del bosque. Por encima colgaban las ramas de unos árboles inmensos, algunos de los cuales se estaban cayendo poco a poco al agua, que estaba negra y quieta; había espadañas y dos libélulas. Se quitó el pantalón corto y se abrió paso por el barro denso y cenagoso, sacando a la superficie burbujas iridiscentes. Justo cuando se iba a zambullir vio una pequeña víbora; con su elegante cabeza erguida sobre el agua, nadó silenciosamente por el medio ondulando el cuerpo. Sabía que era una víbora por la V de la cabeza; le pareció curioso que también dibujase ondas en forma de V a cada lado del cuello. Esperó a que llegase a la otra orilla, donde desapareció al instante. Menos mal que la había visto. Después se zambulló en las aguas suaves y negras, cálidas en comparación con el riachuelo. Era una charca más bien pequeña para nadar, y salir siempre era incomodísimo por culpa del barro; sabía que tendría que volver al riachuelo a lavarse para evitar el número que le montarían en casa por un poco de tierra, que, además, para cuando volviera ya se le habría secado. Había un delicioso olor a pantano, como de juncos concentrados. No había visto la garza, que estaba allí a menudo, pero la víbora había sido una propina fantástica. Una vez que se hubo quitado casi todo el barro se tumbó en el claro, junto al muro de su casa, y se durmió.

Cuando se despertó, el sol se había puesto y los pájaros estaban haciendo sus ruidos vespertinos. Se puso la camisa y emprendió el camino de vuelta. El primer prado estaba lleno de conejos; los mayores comían, los pequeños jugaban. Le habría gustado quedarse un rato a verlos, pero podía volver a la mañana siguiente, temprano. Otra vez tenía hambre. Por la posición del sol supo que se habría perdido el té, pero seguro que podría engatusar a las criadas para que le diesen algo con que matar el gusanillo hasta la hora de la cena. Se puso a correr a un ritmo constante. Había tres ánades volando en dirección a su bosque desde el pequeño río que rodeaba el prado: supuso que irían a su estanque, puede que fueran los tres que había visto allí el año anterior. ¿Por qué no puedo vivir aquí?, pensó. No volver a Londres en toda mi vida, ser granjero o arreglar jardines o lo que sea. Quizá cuidar animales, o la finca de alguien. Había estado mirando al suelo por si había conejeras, pero el ruido de un disparo le hizo levantar la vista y se detuvo. Hacia él venían corriendo unos conejos, alejándose de la verja que daba al prado de los caballos. Se oyó un segundo disparo, y unos metros más allá un conejo se desplomó, intentó levantarse, soltó un chillido suave y horrible y volvió a caer, retorciéndose. Christopher corrió hacia él y le tocó el pelaje: estaba caliente, y muerto.

—No te hemos visto, no teníamos ni idea de que estuvieras ahí. —Eran el tío Edward y Teddy, que salió de entre las sombras de un árbol muy grande.

—¡Le he dado! —Teddy estaba exultante. Cogió al conejo por las patas traseras: el blanco vientre estaba teñido de sangre escarlata. Le dio varias vueltas en el aire—. ¡El primero de estas vacaciones!

Christopher miró al padre y luego al hijo. El tío Edward sonreía con indulgencia, Teddy estaba radiante. A ninguno de los dos les parecía para nada terrible, pero él sabía que lo era.

—Un tiro limpio —estaba diciendo el tío Edward.

—Ha chillado —saltó Christopher, y notó que las lágrimas le abrasaban los ojos—. Tan limpio no ha debido de ser.

—Seguro que no ha sentido nada, chaval. Ha sido demasiado repentino.

—Bueno, qué más da, ya está muerto, ¿no? —Su voz sonó artificial, incluso para él—. Tengo que irme —murmuró, y en el preciso instante en que las lágrimas empezaban a salir a borbotones se dio la vuelta y echó a correr. Saltó mal que bien la verja y miró atrás un instante. Se estaban marchando en la otra dirección, hacia la orilla que daba a su bosque: iban a intentar matar más. Lo podría haber matado un zorro, pero habría sido por necesidad. Ellos lo hacían por una maldita y estúpida idea de lo que era divertirse; el conejo les importaba un comino. Si él estuviera viviendo en su bosque, tendría arcos y flechas y mataría conejos de vez en cuando, pero sería para alimentarse, como el zorro; aunque al conejo eso no le solucionaba nada, por supuesto. Ahora que estaba bien lejos de ellos aflojó el paso y se puso a caminar por el prado más pequeño, donde no había ni un solo conejo a la vista. No era de extrañar que costase tanto ver animales salvajes, a no ser que te pasaras siglos esperando; sabían que las personas eran horribles y muy sensatamente escapaban corriendo o volando. Intentó pensar en la muerte…, al final, claro, a todos les llegaba, pero seguro que propiciarla era un acto de maldad; bueno, era un asesinato, y a la gente la ahorcaban por matar a una sola persona, aunque en las guerras les daban medallas. Sería pacifista, como el padre de un chico del colegio, y prefería mil veces ser veterinario a ser médico porque parecía que los animales no tenían a suficientes personas de su parte. Luego, al ver una dama pintada, recordó que el año anterior había matado mariposas solo para coleccionarlas y tuvo que reconocer con toda sinceridad que él mismo había tenido algo de asesino. El hecho de que no quisiera seguir haciéndolo solo obedecía a que ya tenía todas las especies que había en esa zona del país, de manera que su renuncia no tenía nada de extraordinario. No era mejor que su primo, que, al fin y al cabo, tenía un año menos, catorce solamente. Pero, si estaba decidido a no matar, tenía que regalar su colección. Era una idea horrible: su madre le había dado una caja de coleccionista con doce cajoncitos, y acababa de dejarlo todo bien ordenado, con cada ejemplar puesto sobre papel secante azul claro y con una etiquetita blanca que decía lo que era. Quizá no fuera necesario que regalase también la caja, podría utilizarla para coleccionar otra cosa. El caso es que le encantaban las mariposas y quería quedárselas, pero también entendía, incómodamente, que no era esa la cuestión. De nada servía decir que estabas en contra de algo si luego ibas y hacías lo contrario. Se preguntó si ser pacifista sería como esto, solo que peor; apenas sabía nada de lo que implicaba, aparte de que a Jenkins le tomaban el pelo por tener un padre que lo era. Suponía que se meterían con él, pero estaba acostumbrado: ya se metían con él por el hecho de que su padre fuera el administrador del colegio. A lo mejor podía retrasar lo de ser pacifista hasta que se fuera del colegio, y simplemente empezar oponiéndose a que la gente matase animales por cualquier motivo que no fuera la necesidad de comérselos. Desde luego, esto significaba que tendría que desprenderse de la colección de mariposas. Si regalaba la caja, heriría los sentimientos de su madre. Hala, otra vez con lo mismo; tal vez sí, pero la cuestión era que quería quedarse la caja. «¡Admítelo!», dijo en voz alta, furioso.

—¿Admitir qué? ¡Hola, Christopher! ¿Vienes a la reunión del museo? Es ahora, en el viejo gallinero. Estás cordialmente invitado a asistir.

Era Polly. Sin pensarlo, Christopher se había metido en el patio del establo de Home Place porque hasta ahora siempre se había alojado en esta casa. Polly estaba sentada en la tapia que daba al huerto. Llevaba un vestido de un azul vivo y se estaba comiendo una chocolatina Crunchie. A Christopher se le hizo la boca agua.

—¿Quieres? —Polly le acercó la chocolatina a la boca con vacilación—. Le has pegado un buen mordisco.

Christopher asintió con la cabeza. Cuando tuvo la boca menos llena, dijo:

—Me he perdido el té.

—¡Ay, pobre! —Le dio el resto de la chocolatina. Y tras esto, a Christopher le pareció que tenía que ir a la reunión.

Cuando Rupert volvió a Home Place a dejar el coche, oyó que la señora Tonbridge estaba armando una escena en el piso que el Brigada, tan insensatamente, les había construido encima del garaje. La oyó chillar incluso antes de apagar el motor. A continuación percibió el ruido de un objeto de porcelana haciéndose añicos, y, unos instantes después, Tonbridge apareció en mangas de camisa, con aspecto más angustiado y sombrío que de costumbre. Se detuvo y se quedó al pie de las escaleras, se quitó un cigarrillo de detrás de la oreja y se lo encendió. Le temblaban las manos. Rupert, que había estado sacando toallas del maletero fingiendo que no había oído nada, se enderezó y lo saludó.

Tonbridge, con un movimiento experto, apagó el cigarrillo con los dedos y se lo volvió a poner detrás de la oreja. «Buenas tardes, señor Rupert». El maletero seguía abierto. «Voy a meter el almuerzo, señor». Entre la cantinela de Ethyl (que repetía una y otra vez que el campo era demasiado tranquilo) y que los fritos le agravaban la úlcera cosa mala (como bien sabía ella, y le traía al fresco), no había sido capaz de comerse la espantosa merienda que le había preparado. La señora Cripps le daría una taza de té como Dios manda con un bollito antes de que saliese para la estación a recoger a la señorita Rachel. Rupert, que adivinó que estaba dispuesto a hacer lo que fuera con tal de librarse de la señora Tonbridge, cogió un extremo del asa de la pesada cesta de pícnic y entre los dos la llevaron hasta la puerta de atrás de la cocina. Después se dirigió a la entrada principal. La puerta del estudio de su padre estaba abierta y este empezó a llamar nada más oír los pasos de Rupert.

—¿Hugh? ¿Edward? ¿Cuál de vosotros es?

—Soy yo, papá.

—Ah, Rupert. A ti precisamente quería yo verte. Entra, hijo. Tómate un whisky. Quería charlar contigo.

—Cariño, cómete el pastel.

—Supongo que, ya que no puedo quedármelo, mejor que me lo coma. —Al ver que a Rachel se le empañaban los ojos de tristeza porque la había entendido, se apresuró a añadir—: No me hagas caso. Siempre que te vas me pongo tristona. —Partió un pedacito del pastel de nuez con el tenedor y se lo comió—. Lo que quería decir es que estaría bien que pudiese llevármelo para comérmelo en el autobús.

A Rachel se le despejó el semblante.

—¿Y por qué no? Mejor aún: llévate otro trozo más para el autobús. Coge el mío. No me apetece nada.

Estaban tomando el té en Fuller’s, en la calle Strand, antes de que Rachel cogiese el tren para ir a Battle. Había ido a Londres ese mismo día para asistir a una reunión destinada a recoger fondos para su Hotel de los Bebés. Esto había sido por la mañana, y después había quedado con Sid a comer: un pícnic de jamón, panecillos y manzanas que habían consumido entre los guardapolvos de la casa de Chester Terrace. La casa estaba cerrada para el verano, y la vieja Mary, instalada en el enorme y cavernoso sótano, era su única cuidadora. Después habían paseado por el parque cogidas del brazo, hablando, como casi siempre, de los problemas de las vacaciones, de la salud y el estado de ánimo de Evie y de las consiguientes dificultades para que Sid fuese a pasar una temporada en Home Place. Al final habían decidido que Rachel sondearía a la Duquesita acerca de la posibilidad de que Evie la acompañase si el director de orquesta para el que trabajaba de secretaria salía de gira y no la necesitaba.

—La tarta de nuez me recuerda a la vuelta al colegio —dijo Rachel—. La Duquesita solía sacarme a merendar, pero siempre echaba de menos mi casa y era incapaz de comer nada. Así que cógela, por favor —añadió.

—Pues no se hable más. —Sid cogió el trozo, lo envolvió con la servilleta de papel y lo metió en su estropeado bolso. Rachel había estado comiendo o, mejor dicho, no comiendo una tostada con mantequilla.

—Ya sabes que me quedaría si me fuera posible.

Te sería posible, pensó Sid, si no fueras tan condenadamente desinteresada.

—Cariño, he terminado por aceptar que vives para los demás. Solo que a veces…, a veces desearía ser uno de ellos.

Rachel dejó la taza.

—¡Eso sería imposible! —Hubo un silencio, y el rostro se le arreboló y poco a poco recuperó su color normal mientras Sid la miraba. Luego, con voz a la vez despreocupada y vacilante, dijo sin mirar a Sid—: ¡Prefiero mil veces estar contigo antes que con ninguna otra persona en el mundo!

Sid se quedó sin palabras. Puso su mano sobre la de Rachel, y después, mirando aquellos ojos preocupados e inocentes, le hizo un guiño y dijo:

—¡Venga, venga! A ver si vamos a perder ese maldito tren.

Pagaron y se fueron caminando sin cambiar palabra hasta la barrera del andén.

—¿Quieres que me quede a despedirte?

Rachel negó con la cabeza.

—Ha sido un día precioso —dijo, esforzándose por sonreír.

—¿A que sí? Adiós, cielo mío. No te olvides de llamarme. —Acercó dos dedos al rostro de Rachel y los detuvo un momento sobre su boca para recibir el diminuto beso tembloroso. Después se dio torpemente la vuelta y salió de la estación sin mirar atrás.

—Chica, es que es requeteinjusto. Somos las únicas a las que no les dejan cenar con los mayores.

—A Wills no le dejan.

—¡Wills! ¡Pero si casi ni existe! Si ni siquiera llega a ser un niño.

—Bueno, al menos no nos obligan a cenar con él. Y además, a mí me cae bastante bien. Es mi hermano —precisó.

—No, si de él no me quejo. Pero no por eso deja de ser requeteinjusto. Incluso Simon cena en el comedor, y solo tiene doce años. Admitirás que justo, lo que se dice justo, no es.

—No, no lo es. Pásame el jabón.

Cada una estaba en una punta de la bañera, y no se estaban lavando. Clary había dejado su aparato dental en el estante de caoba al lado de los vasitos de los cepillos de dientes. Tenían las espaldas rojas por el sol, con las marcas blancas de los bañadores. Las plantas de los pies se les habían puesto grises por no llevar sandalias. Polly frotó jabón en la manopla y empezó a lavarse un pie.

—Deberíamos dejar de lavarnos, a modo de protesta —dijo Clary.

—Yo solo me estoy lavando los cachitos que están sucios, en realidad solamente los pies. Mamá siempre me los revisa.

Clary guardó silencio. A Zoë ni se le pasaría por la cabeza preocuparse por sus pies, y su padre no se fijaba en esas cosas. En ciertos aspectos era mejor así y, en otros, peor. Polly alzó la vista, y al comprender el silencio de Clary, se apresuró a decir:

—La reunión ha estado fenomenal. Christopher estuvo genial. ¡Imagínate, incluir todas esas mariposas! Tuviste una buena idea con eso de nombrarle comisario del área de Historia Natural.

—Y si a Louise no le parece bien, se lo tendrá que comer con patatas.

Sin decir ni una palabra, Polly salió de la bañera y se envolvió con las toallas raídas que la Duquesita consideraba que eran más que suficientes para los niños.

—¡No te has lavado el otro pie!

—No quiero quedarme contigo en la bañera. Eres horrible. Primero estás en contra de todo el mundo, después la tomas con el pobre Wills, y ahora con Louise. ¡Cada vez te pareces más a Ricardo III!

—¡No es verdad! —Al ver que Polly no reaccionaba, añadió—: De verdad que no. Dame tu otro pie. Ya te lo lavo yo.

—¿Y cómo sé que no vas a tirar de mí para que me caiga? Tienes una actitud muy traicionera. Si quieres que te diga la verdad, no me fío de ti.

Polly tenía toda la razón del mundo, por supuesto. Era terrible. Iba acumulando cosas que le daban rabia hasta que algunas tenían que salir por algún lado…, y entonces se producía una explosión de maldad y se sentía fatal, como ahora, avergonzada y confusa por ser hasta tal punto peor persona que Polly, que no parecía que albergase nunca malos sentimientos por nada y, desde luego, jamás por ninguna persona.

—Eso no lo haría nunca —murmuró. Las lágrimas le abrasaban los ojos. Un pie gris y lleno de durezas se apoyó en su hombro izquierdo.

—De acuerdo. Gracias.

Clary se lo lavó con sumo cuidado.

—Intento no hacerte cosquillas —dijo humildemente al ver que Polly se revolvía.

Polly no quería ser demasiado amable por si Clary se echaba a llorar de nuevo, de modo que dijo:

—Ya lo sé.

—Me imagino que Jesús les haría cosquillas a los discípulos cuando les lavó los pies. Con tantos como eran, seguro que tuvo algún descuido.

—Pero no se atreverían a reírse. ¿Te has fijado en que la gente de los libros hace cosas con el pelo que una jamás podría hacer?

—¿Como qué?

—Bueno, como cuando María Magdalena le secó los pies a Jesús con el pelo, o como las heroínas que bordan pañuelos. Seguro que al plancharlos el pelo se chamuscaba. Y eso de «Rapunzel, Rapunzel, suelta tu cabello». No se puede trepar por el pelo de alguien como si fuera una cuerda, sería un suplicio.

—Supongo que lo que pasa es que en los libros puedes decir lo que te dé la gana.

—Deberían ceñirse a la realidad —dijo Clary, saliendo de la bañera—. Cuando sea escritora, es lo que haré. No pienso escribir tonterías sin ton ni son.

—¡Qué suerte que ya sepas cuál va a ser tu profesión! No te olvides del aparato.

Clary lo miró. Tan pronto tenía suerte como todo lo contrario.

—Estaba a punto de olvidarme de él —dijo con voz de pena—. Te podrías haber callado.

—Póntelo —le aconsejó Polly—. Luego te lo vuelves a quitar, y yo no diré nada. De este modo será como una verdad a medias.

Clary lo cogió y se lo puso con un sonoro clic. Después se lo quitó de nuevo y miró a Polly.

—Tú esto no lo harías. Tú dirías la verdad.

Intercambiaron una mirada, y Polly dijo:

—¡Lo siento! Supongo que sí. Pero no te lo pongas si no quieres.

—Si tú tuvieras que ponértelo, lo harías. —Volvió a encajarse el aparato—. No sabes cuánto admiro tu manera de ser —dijo con tono aún más triste. El aparato le hizo daño inmediatamente; además, le chafaba las comidas. Cogió la toalla y estornudó.

—No tendrás que llevarlo toda la vida, y además me pareces la mar de valiente. Ya verás qué guapa vas a estar al final.

—Pero no seré buena, como las princesas esas de los libros. Es más probable que acabe siendo la hermana fea y malvada. O la prima.

—Se me ocurre una idea. Cuando hayan empezado a cenar, nos llevamos nuestra cena al huerto y nos montamos una fiesta de medianoche en el árbol.

—¡Genial! Tendremos que esperar a que nos hayan dado las buenas noches. Fingiremos que nos comemos la cena, la esconderemos en nuestras camas y después saldremos.

Volvían a ser amigas.

Rupert salió anonadado del estudio de su padre, empezó a subir las escaleras en busca de Zoë y después cambió de idea y se fue al salón, que sabía que estaría vacío porque la Duquesita nunca iba allí hasta después de la cena. Estaba fresco y olía al aroma reconfortantemente familiar de los guisantes de olor: a la Duquesita le encantaban, y en verano siempre había grandes cuencos llenos repartidos por toda la casa. Las persianas seguían bajadas para que no entrase el sol, pues la Duquesita, que se lamentaba de que la habitación no mirase al norte, la mantenía velada hasta que ya no había peligro de que entrase luz. Se acercó a la ventana y soltó la persiana, que subió con un chasquido revelando una tumultuosa puesta de sol naranja y morada, y, mientras la contemplaba, un tren pasó de izquierda a derecha resoplando sin tregua, como un juguetito negro. Necesitaba urgentemente hablar con alguien, pero no con Zoë, porque se imaginaba con pelos y señales lo que le diría, y no era algo que fuese a resolver su dilema. «El Jefe me ha pedido que ingrese en la firma». «¡Ah, Rup! ¡Qué idea más maravillosa!». «Solo me ha pedido que me lo piense. No me he decidido». «¿Por qué ibas a decir que no?». Y así sucesivamente. Solo lo contemplaría en términos del alivio que reportaría a sus preocupaciones financieras. Ni por un momento se plantearía lo que supondría para él dejar de ser pintor, del tipo que fuere, para convertirse en un hombre de negocios, algo que le desagradaba y para lo que, además, no valía. Por otro lado, no podía decirse que estuviese pintando gran cosa: durante el curso volvía a casa rendido de dar clase todo el día, y las vacaciones las pasaba casi enteras (o las derrochaba) con Zoë y los niños. Desde luego, era innegable que el coche estaba ya en las últimas, y, debido al carísimo tratamiento dental de Clary, no veía modo de comprar uno en un futuro próximo. Y cuando Zoë aprendiese a conducir, querría un coche más que nunca.

Si ingresaba en la firma, no tendría que angustiarse por cosas como la compra de un nuevo coche. Podría pintar en vacaciones. No, no podría. Solo tendría dos semanas al año además de la Navidad y la Pascua, y, si no lograba pintar durante las largas vacaciones escolares, menos iba a hacerlo durante unas vacaciones cortas. Zoë esperaría que la llevase a algún destino exótico…, a esquiar o cualquier cosa por el estilo. Pensó fugazmente en los pintores de domingo, y aún más fugazmente en los grandes esfuerzos que había hecho Gauguin por ser pintor. Quizá yo no sea un auténtico pintor, pensó. Hay que anteponerlo a todo, y yo nunca lo hago. Mejor sería que renunciase. Deseaba que Rachel hubiese vuelto ya de Londres. Era la persona con quien mejor podría hablar del asunto. Sus dos hermanos podrían tener opiniones en un sentido o en otro que les impidiesen darle buenos consejos. «No espero que te decidas de inmediato», había dicho el Brigada. «Piénsatelo. Es una decisión seria. Aunque sobra que te diga la alegría que me darías si aceptases». El pobre se estaba viendo obligado a renunciar a la firma por etapas, aunque estaba dispuesto a enfrentarse a su ceguera hasta el final. No quería intrusos, como los llamaba él. Pero se hacía difícil aceptar un empleo pensando que tu principal valor, por no decir el único, era que te apellidabas Cazalet. El reloj de pared del salón dio las siete. Iba a tener que subir si quería darse un baño antes de cambiarse de ropa.

Había planeado no contarle nada a Zoë, que estaba en la cama de matrimonio leyendo otra novela más de Howard Spring, pero cuando se acercó a darle un beso en la frente, ella se limitó a decir: «Bien, gracias», sin apartar los ojos del libro.

Un infantil impulso de sobresaltarla, de llamar su atención, le llevó a decir:

—El Brigada me ha pedido que me incorpore a la firma.

Zoë dejó caer el libro sobre su estómago.

—¡Ay, Rup! ¡Qué idea más maravillosa!

—Aún no me he decidido. Hay tiempo de sobra para pensarlo.

—¿Y por qué no lo has hecho?

—¿Que por qué no me he decidido? Porque es una decisión muy seria y no estoy nada seguro de que quiera cambiar de profesión.

—¿Por qué no, si puede saberse?

—Porque es algo que estaría haciendo a todas horas y para el resto de mi vida —empezó a decir con tono paciente, pero Zoë se incorporó, apartó bruscamente el edredón y corrió hacia él, echándole los brazos al cuello mientras le decía:

—¡Ya sé por qué! Tienes miedo de que no se te dé bien. Eres tan… —buscó la palabra más adecuada—, tan tremendamente… modesto. Serías un magnífico hombre de negocios. Todo el mundo te quiere. ¡Se te daría de miedo!

Se había bañado y estaba fresquita; la piel le olía a geranios. Rupert comprendió en estos momentos que si era sensible a sus encantos no era tanto porque le excitasen como por su conmovedora fidelidad. La besó con una ternura que Zoë no reconoció y dijo:

—Voy a darme un baño. Una cosa: esto es un secreto. No quiero discutirlo en familia ni esta noche ni nunca. De modo que chitón, ¿vale?

Zoë asintió con la cabeza.

—¿De verdad, Zoë? ¿Lo prometes?

—Jamás se me ocurriría decir nada —dijo, poniendo su voz altiva. No siempre le sentaba bien que la tratasen como a una chiquilla.

Mientras se maquillaba y se vestía para la cena, Zoë pensó en todas las cosas que mejorarían si Rupert dejase de ser maestro para ser como sus hermanos. Podrían tener una casa más bonita (odiaba Hammersmith) y comprarse un coche decente, podrían mandar a Clary a un buen internado (lo de «buen» demostraba que se preocupaba por el bienestar de Clary), podrían salir más por la noche porque Rupert no estaría tan cansado. Ella se encargaría de organizar veladas en casa; ofrecería cenas maravillosas que le ayudarían en su profesión, pero, sobre todo, una vez aliviado del comecome por el dinero, volvería a ser el Rupert despreocupado y alegre con el que se había casado. Y es que en su fuero interno sabía que su matrimonio no era exactamente el mismo de cuatro años antes, aunque, desde luego, no era ella la que había cambiado: jamás, ni por un segundo, había dejado de esmerarse con su aspecto, como, por lo que veía (ahí estaban Sybil y Villy y, peor aún, la patética hermana de Villy), les pasaba a casi todas las mujeres. Sin embargo, a pesar de sus cuidados barruntaba, con un terror que acababa cuajando en resentimiento, que Rupert no respondía a ella con la misma pasión irreflexiva de antaño. En varias ocasiones había tenido la sensación de que era resistible, algo que pensaba que jamás habría de sucederle. Rupert era más amable con ella cuando estaban en público que cuando se encontraban a solas. A veces, sentados a la mesa con toda la familia, había dicho: «No seas absurda, cariño», o «¡Zoë, a veces pareces boba!». ¡Qué dolida se había sentido! Pero este tipo de broncas se habían resuelto en la cama —maravillosamente—, y al final siempre había sido ella la que había pedido disculpas por haber sido tan tonta, por no entender lo que él había querido decir. Siempre había estado dispuesta a admitir sus defectos. Pero Rupert ya no decía este tipo de cosas; hacía siglos que no le tomaba el pelo ni le hacía ningún desaire, de modo que la dulzura de la inevitable reconciliación también quedaba lejos. Naturalmente, algún día sería vieja, y se imaginaba que entonces las cosas serían distintas. Pero para eso faltaban siglos: tenía veintitrés años y se suponía que las mujeres iban siendo cada vez más atractivas hasta que cumplían, por lo menos, los treinta, y seguro que ella duraba más porque siempre se había cuidado muchísimo. Estudió su rostro con un celo severo, imparcial: ella sería la primera en sacarse defectos, pero no había ni un defecto que sacar. Lo único que quiero es que me ame, pensó. Todo lo demás me da igual. No era consciente de que las mentiras secretas son las que más duran.

Al volver del golf, Hugh estuvo leyendo para su padre durante una hora y después jugó un paciente y sofocante partido de tenis con Simon. Seguía teniendo un saque muy errático, pero su revés era más certero que antes. Sybil se pasó a verlos un rato, pero luego fue a bañarse y a dar de comer a Wills, que estaba cada vez más hambriento e inquieto. Hugh echó de menos su presencia, y los mosquitos, nubes que rodeaban sus cabezas como aureolas vivas, lo distraían. «Me parece que por hoy ya he tenido bastante, hijo», dijo después del segundo set. Simon se mostró conforme haciendo el alarde de reticencia que su orgullo exigía, pero en realidad, a pesar de todo lo que se había zampado para merendar, tenía un hambre atroz, y, como le tocaba cenar en el comedor, faltaba muchísimo para la hora de la cena. De manera que se coló en la cocina a ver qué podía sacarle a la señora Cripps, que le trataba con favoritismo y admiraba su apetito. Hugh le había dejado enrollando la red y recogiendo las pelotas y las raquetas y se había acercado distraídamente a la rosaleda de la Duquesita. La vio allá a lo lejos, con su delantal de arpillera y un cesto, cortando las flores marchitas de sus queridos rosales. Pero ahora no me apetece hablar con ella, pensó; saludó con la mano y dobló a la derecha por la pista de ceniza que llevaba de nuevo a la casa. Al pasar por delante del estudio de su padre, le oyó hablar; una pausa, y a continuación la voz de Rupert. Subió por la empinada escalera de atrás y se fue al dormitorio, el cuarto en el que había nacido Wills…, el cuarto en el que había muerto el bebé desconocido. En un extremo había un pulcro montoncito de cosas de bebé, de un blanco deslumbrante: Sybil debía de estar bañándolo. Por lo general le encantaba verle en la bañera, pero esta tarde quería estar solo.

Se desató las zapatillas de tenis y se echó en la cama. Seguía dándole vueltas a la conversación que había tenido con Edward durante el almuerzo. No cabía duda de que existía el peligro de que estallase una guerra: aunque todo lo que había dicho Edward sonaba razonable y era, al fin y al cabo, y como sabía perfectamente, lo que decía la mayoría de la gente, a él no le convencía en absoluto. La mayoría de la gente, al menos la de su generación, tenía tan pocas ganas de que hubiese una guerra que se negaba a pensar en ello. Y de la gente más joven no cabía esperar que supiera gran cosa, pues, siempre que salía el tema de la última guerra (en el club o cenando en la City), se abordaba con un tono animoso y heroico a la vez: viejas canciones, camaradería, la guerra que habría de poner fin a todas las guerras, aquella chica del café de Ypres…, ¿la del lunarcito marrón en el labio? ¡Sí, la misma! Pero nadie transmitía nada de cómo había sido en realidad. Ni siquiera él, cuando tenía sus pesadillas de guerra (aunque menos frecuentes en los últimos tiempos, se repetían de vez en cuando), le contaba nunca a Sybil de qué trataban realmente. No; el largo silencio sobre el tema continuaba, y él, a su manera, se prestaba a ello. Pero el silencio sobre aquella guerra era una cosa, y el rechazo general a tener en cuenta la información sobre lo que estaba sucediendo ahora, otra bien distinta. Alemania llevaba ya varios años con servicio militar obligatorio, casi cuatro, y no parecía que nadie viese nada raro en ello. Y Hitler: se reían de él, les hacía muchísima gracia llamarle Schicklgruber, aunque era su apellido…, decían que era un simple pintor de brocha gorda, cosa que, en efecto, había sido, y le tachaban no solo de absurdo, sino también de loco, lo cual de alguna manera les permitía negarse a tomarle siquiera un poco en serio. Pero era evidente que los alemanes le tomaban muy pero que muy en serio. Cuando Hitler entró en Austria la primavera anterior como Pedro por su casa, Hugh casi se alegró pensando que ahora, por fin, otras personas tendrían que fijarse en él. Pero no parecía que hubiese servido de mucho. Había un político que había coqueteado con el régimen nazi, pero la única consecuencia había sido que le habían apartado del Gobierno. Y Chamberlain, aunque naturalmente venía de una familia con un buen historial político, no se le antojaba un líder capaz de hacer que la gente sacara la cabeza de debajo del ala.

Durante el viaje de regreso de Rye había vuelto a intentar que Edward reflexionase sobre la cuestión. Le había preguntado qué pensaba que iba a pasar en Checoslovaquia, donde había una minoría alemana que tenía todas las papeletas para ser el siguiente objetivo de los nazis. Edward había dicho que no sabía nada sobre Checoslovaquia salvo que por lo visto se les daba bien hacer zapatos y cristal, y que si el país tenía tantísimos alemanes era lógico que quisieran aliarse con el resto de su raza; ni Gran Bretaña ni Francia pintaban nada en todo aquello. Al señalar Hugh —comprendiendo, por primera vez, la envergadura de la ignorancia de su hermano respecto al tema en cuestión— que Checoslovaquia era una democracia cuyas fronteras habían sido trazadas por Inglaterra y Francia en el Tratado de Versalles y que, por consiguiente, era razonable decir que sí que pintaban algo, Edward había respondido con tono casi malhumorado que era obvio que Hugh sabía muchísimo más de aquello que él, pero que lo más importante era que nadie quería otra guerra, y sería una insensatez vérselas con Hitler (que parecía un tipo bastante histérico) por algo que claramente afectaba más a Alemania que a Gran Bretaña, y, en cualquier caso, seguro que convocaban un plebiscito como habían hecho con el Sarre y todo se resolvería. De nada servía ponerse nerviosos, había añadido, y acto seguido había pasado a hablar de cómo podrían disuadir al Jefe de comprar una cantidad ingente de madera de teca y de iroco que superaba con creces las necesidades de la firma y que estaba inmovilizando demasiado capital.

—Ahora mismo hay otro cargamento en el almacén de aduanas de la India del Este. Todos esos leños van a ocupar muchísimo espacio, por no hablar de la caoba de África Occidental que hay en Liverpool. No se me ocurre dónde vamos a meter todo esto. Habla con él, hermanito. A mí no me hace ni caso.

Como tú a mí, pensó Hugh, pero no lo dijo.

Había cerrado los ojos y debía de haberse echado un sueñecito, porque, sin haberlos oído, de repente se encontró a Sybil a su lado con Wills en brazos, envuelto en una toalla.

—Toma, un bebé —dijo, dejándolo en la cama.

Hugh se incorporó y cogió a Wills. Olía a jabón Vinolia, y su pelo, largo y desgreñado por atrás —como el de un compositor fracasado, había dicho Rachel—, estaba húmedo. Sonrió a Hugh, y le hincó los dedos, que tenían unas uñas sorprendentemente afiladas, en la cara.

—Sujétalo mientras cojo el pijamita.

Hugh apartó la mano.

—Tranquilo, amigo, eso es mi ojo. —Will lo miró un instante con gesto de reproche, y después posó la mirada sobre el anillo de sello que ceñía el dedo de su padre, lo agarró y se lo llevó enérgicamente a la boca.

—Mira que es listo, ¿eh? —dijo Sybil, que regresaba con unos pañales.

Hugh la miró con alivio.

—El no va más.

—Se está riendo de nosotros —le dijo Sybil al bebé a la vez que, una vez doblada la tela de Harrington, le tumbaba en la posición adecuada. El bebé se quedó mirando a sus padres con benevolente dignidad mientras le ajustaban y le abrochaban el pañal.

—No tiene ninguna preocupación.

—¡Claro que tiene! Se le ha perdido el patito en la bañera, y encima que odia los sesos Nanny le obliga a comerlos una vez a la semana.

—No me parece muy grave.

—Los problemas ajenos nunca parecen graves —repuso Sybil, añadiendo—: No digo que solo te pase a ti, cariño, le pasa a todo el mundo. ¿Puedes echarle un vistazo mientras voy a por su biberón?

—¿Qué está haciendo Nanny?

—Está en Hastings con Ellen. Es su día libre. Se han ido a ver el Fol-de-Rols, que está en el embarcadero. Después se zamparán una opípara merienda con petisús y merengues, y mañana a Nanny le dará un cólico bilioso.

—¿Y tú cómo demonios sabes todo eso?

—Porque ocurre todas las semanas. Si las niñeras no tuvieran su faceta infantil, no se les daría bien jugar con niños. Es una niñera fabulosa en otros aspectos.

Cuando se fue, Wills frunció el ceño y empezó a ponerse colorado. Hugh le cogió y le enseñó cómo funcionaban los interruptores de la luz, y se alegró al instante. Hugh se sorprendió a sí mismo preguntándose si Wills sería un científico de mayor. Podría ser cualquier cosa, incluso comerciante de maderas, pero lo fundamental era que le dejasen elegir y no que simplemente entrase sin pensárselo en el negocio familiar como le parecía que había hecho él. De nuevo, la guerra. Era como si aquella guerra hubiese sido su juventud; lo de antes había sido la infancia, la vida jalonada por vacaciones maravillosas y trimestres escolares que resultaban soportables gracias a las temporadas en familia que se sucedían a intervalos regulares y, sobre todo, a los encuentros con Edward (obedeciendo a algún misterioso principio que jamás había logrado entender, los habían enviado a colegios distintos). Le había ido bastante bien en el colegio, pero lo había odiado; a Edward no le había ido nada bien, pero no había estado a disgusto. Por fin llegó el último trimestre: ante él se extendía no solo el espléndido verano, sino también la perspectiva, aún más espléndida, de ir a Cambridge. Ambas cosas se frustraron en agosto.

Se había alistado en la Guardia Coldstream en septiembre; Edward, loco por irse con él, había intentado seguir sus pasos, pero a sus diecisiete años le habían dicho que tenía que esperar un año más. De modo que se había ido al Cuerpo de Ametralladoras, había mentido sobre su edad y le habían aceptado. Al cabo de unos meses eran dos soldados que se habían ido a Francia llevándose sus propios caballos. En esos cuatro años solo había visto a Edward dos veces: una, en un camino embarrado cerca de Amiens, cuando sus caballos se saludaron relinchando antes de que ellos se vieran; y otra, cuando le hirieron y Edward se las ingenió de alguna manera para ir a verle al hospital antes de que le enviasen de vuelta a Inglaterra. Edward (no había cumplido los veintiún años y ya era comandante) había entrado como si nada en el pabellón del hospital, cautivando a las enfermeras del Destacamento de Ayuda Voluntaria y diciéndole a aquella arpía desabrida de la enfermera jefe: «Cuídele con mimo, que es mi hermano», a lo cual ella había sonreído, rejuveneciendo veinte años, y había dicho: «Por supuesto, comandante Cazalet». «¿Cómo has conseguido un permiso?», le había preguntado Hugh, y Edward había guiñado un ojo: «No lo he conseguido. Dije: “¿Cómo que un permiso? ¡Soy un E D W A R D !”. Y me dijeron: “Disculpe, señor”, y me dejaron pasar». Y de repente Hugh había empezado a reírse, pero, en realidad, estaba llorando desesperadamente, y Edward se sentó en la cama, le cogió la mano que le quedaba y después le enjugó las lágrimas con un pañuelo de seda que olía a casa. «¡Pobre hermanito! ¿Te han sacado la metralla de la cabeza?». Y él había asentido, pero por supuesto que no se la habían sacado: había trozos demasiado incrustados, le habían dicho después; tendría que vivir con ellos. Lo curioso era que lo que más le había dolido en su momento habían sido las dos costillas rotas; el muñón, una vez amputada la mano, había sido más un sufrimiento mental. Le había dolido, claro, pero lo habían atiborrado de morfina, y lo peor había sido cuando le hacían la cura. No soportaba que se lo tocasen, o, mejor dicho, el único modo de soportarlo era apartar la mirada para no ver lo que le hacían. Entre una cura y otra, le dolía, le tiraba, le picaba, y a menudo tenía la sensación de que su mano seguía estando allí. En fin, nada de aquello era para tanto en comparación con ciertas cosas que había visto. Echó un vistazo al muñón de seda negra con la almohadilla en la punta y pensó que había tenido una suerte increíble.

Mientras se ponía en pie para marcharse, le había besado —cosa rara entre ellos— y había dicho: «Cuídate, hermanito». «Y tú también», le había respondido, intentando sonar despreocupado. Edward había sonreído, de nuevo le había guiñado un ojo y después de decir: «No lo dudes», había cruzado el pabellón sin volver la vista atrás. Y él se había quedado mirando desde la cama las puertas del pabellón, que seguían zarandeándose después de que hubiera pasado Edward, y había pensado: qué mundo más horrible, sé que jamás volveré a ver a mi hermano. Después se había fijado en que tenía el pañuelo de Edward en la mano izquierda, hecho un gurruño.

Le habían llevado a un hospital de Inglaterra, una vieja mansión reconvertida en sanatorio, donde las costillas y el muñón habían cicatrizado y las malditas jaquecas, las pesadillas y los sudores habían amainado un poco. Le enviaron a casa, débil, irritable, deprimido y sintiéndose demasiado cansado y viejo como para que nada le mereciera demasiado la pena. Tenía veintidós años. Edward, por supuesto, regresó, y sin nada más grave que unos pulmones débiles a causa de la vida en las trincheras, donde el gas permanecía semanas enteras flotando, y un dedo menos en un pie debido a la congelación, pero lo curioso era que él no parecía haber cambiado lo más mínimo, parecía exactamente el mismo que antes de que se hubiesen ido los dos a Francia, rebosaba energía y ganas de bromear, se pasaba la noche entera bailando y al día siguiente se iba a trabajar fresco como una lechuga. Las chicas se enamoraban de él con facilidad: no paraba de grabar lapiceritos de oro y pulseras con nombres como Betty, Vivien o Norah. Los fines de semana se marchaba a jugar al tenis, a cazar o a bailes campestres; debía de haber conocido a más padres de chicas con las que se comprometía sin dudarlo que la mayoría, y siempre salía airoso. La guerra ni la mentaba: parecía como si hubiese sido un internado especialmente desagradable en el que la muerte y la mutilación, en lugar del mero acoso, hubieran sido la norma, pero ahora ya era agua pasada y había empalmado con unas vacaciones eternas. La única vez que Hugh recordaba haberle visto perdido fue cuando se enamoró de una joven casada cuyo marido había sufrido un impacto de proyectil tan fuerte que se había quedado inválido para siempre. Había estado coladísimo por ella —Jennifer no se qué, se llamaba—, pero después había conocido a Villy y la cosa acabó ahí, aunque no inmediatamente. Entonces él, Hugh, había conocido a Sybil, y se había enamorado tanto que había dejado de estar atento a nada que no fuese ella. ¡Sybil! Le había cambiado la vida: conocerla había sido la más increíble de…

—Perdona que haya tardado tanto. Se había calentado demasiado y he tenido que enfriarlo. —Apretó la tetina y dejó caer un chorrito en el dorso de su mano—. Más vale que me lo pases si no queremos que se enfade. —Hugh besó la nuca de su bebé (el pelo se le estaba secando, formando delicados ricitos), y a continuación, mientras se lo pasaba a su mujer, la besó en la boca.

—¡Cariño! ¿Qué mosca te ha picado? —Cogió al bebé, que estaba protestando, y se acomodó en una silla.

—Me estaba acordando de cuando te conocí.

—¡Ah! ¡Conque era eso! —Le dirigió una mirada medio valorativa, medio tímida.

—El día más afortunado de mi vida. Escucha: con el calor que hace, no te conviene nada venir a Londres. Al fin y al cabo, solo será una noche.

—¡Quiero ir! —Había estado pensando si no sería mejor renunciar al viaje. Y no es que no quisiera estar con él, pero no le hacía ninguna gracia separarse de Wills, y, además, el calor y los malos olores de Londres se hacían insoportables después de haber estado en el campo.

—¿Estás segura? Porque yo solo estoy tan a gusto.

—Segura. —Sabía que no estaba tan a gusto.

—Te llevaré al teatro a ver a los Lunt. ¿O prefieres la obra de Emlyn Williams?

—Los dos planes me parecen bien. ¿Tú qué prefieres?

—Me da lo mismo. —Habría preferido cenar tranquilamente con ella y quedarse en casa—. La temporada de ostras ya habrá empezado; podríamos ir primero a Bentley’s. Lo vamos a pasar de miedo.

En el juego de la generosidad, esto era un jaque mate.

Sid cogió el autobús 53 en la esquina de Trafalgar Square y subió a la parte delantera del piso de arriba. Pagó los cuatro peniques del billete antes de subir; así, con un poco de suerte, nadie la molestaría. Se puso cómoda, se sonó la nariz y trató de ser, como diría Rachel, razonable. Pero lo que le sobrevino inmediatamente, como casi siempre en este tipo de situaciones, fue el resentimiento: amargo y continuo, y a una escala que le ocultaba por completo a su querida R. Podía entender que el Brigada se estuviese quedando ciego y que fuese horrible para él, pero ¿por qué tenía que ser Rachel la que le cuidase? Estaba casado, ¿no? ¿Por qué no hacía la Duquesita lo que le correspondía, para variar? Por lo visto, a nadie se le había ocurrido nunca esta posibilidad. La Duquesita era perfectamente capaz de leerle en voz alta, de (en caso de apuro) escribir al dictado, de ayudarle con la correspondencia y guiarle por la casa. ¿Por qué tenía Rachel que pensar que sus padres, ambos, dependían tanto de ella? ¿Por qué no veían que tenía derecho a disfrutar de una vida propia? Hoy, Rachel incluso había hablado de que posiblemente tendría que renunciar a su Hotel de los Bebés, pues el Brigada le iba a quitar tanto tiempo que no iba a poder hacer su trabajo como Dios manda. Y, si al final renunciaba al hotel, adiós a la única excusa válida que tenía para hacer escapadas durante aquellas interminables vacaciones. La culpa era de ese concepto inglés, típicamente victoriano, de la hija soltera. Por un instante, Sid contempló la idea de que Rachel se hubiese casado y hubiese escapado así a tan oneroso destino, pero imaginarse a otra persona —un hombre— tocando a Rachel era todavía peor. Tal vez habría habido hijos, y de los hijos sí que no se habría librado nunca. Pero, si el marido se hubiese muerto o se hubiese largado con otra, ella podría haber ayudado a Rachel con los hijos: podrían haber vivido juntas. No, qué va, no habrían podido: Evie amenazaba con su mala salud, su dependencia, sus encaprichamientos imposibles de hombres poco convenientes que en general desconocían sus sentimientos y, si los conocían, ponían pies en polvorosa. Evie solo la tenía a ella en el mundo, como decía tan a menudo. Por un motivo u otro, no conseguía mantener ningún empleo, y estaba celosa de todos los aspectos de la vida de Sid que no tuvieran que ver con la suya. No tenían dinero, y salían adelante a trancas y barrancas con el sueldo que ganaba Sid en la escuela, con sus clases privadas y con la calderilla que aportaba Evie de forma esporádica. Habían heredado de su madre la casita de Maida Vale, y eso era lo único que poseían. Lo cierto era que también ella estaba atada…, y en términos reales sus ataduras eran más inextricables que las de Rachel. Pero ella carecía de la bondad de esta: le amargaba profundamente su encarcelamiento, y ni siquiera podía afirmar con certeza que, si Rachel fuese libre, no se portaría fatal con Evie, diciéndole que se quedase con la casa para ella sola y que espabilase. Pero Rachel jamás lo consentiría. La imagen de la cara de Rachel en el salón de té, cuando dijo: «¡Prefiero mil veces estar contigo antes que con ninguna otra persona en el mundo!», le venía a la mente sin cesar. En su momento le había conmovido tanto que había reaccionado con una especie de desparpajo de vodevil, pero ahora, a solas, la dolorosa declaración le caló en lo más hondo del corazón…, fue el mejor de los bálsamos. «Me ama, sí. ¡Ha elegido amarme a mí y solo a mí! ¿Qué más puedo pedir?». Nada de nada.

La sensación de riqueza, la fortuna de ser tan amada, le ayudó a superar aquella tarde calurosa y deprimente: el pastel de pescado que había preparado Evie y que sabía a colada húmeda, su persistente interrogatorio sobre lo que había hecho durante todo el día e incluso, mientras Sid preparaba un café decente, que se pusiese a hurgar en el bolso de Sid en busca de cigarrillos (siempre se le acababan; era demasiado vaga como para salir a comprárselos) y encontrase el pedazo de pastel de nuez. «¿Por qué diablos tienes esto en tu bolso? Anda, ¡pero si es pastel de nuez! Me encanta el pastel de nuez; ¿te lo ha dado Rachel? ¿No te importa que me coma un trocito? Ya sé que no le sienta bien a mi úlcera, ¡pero es que me muero por darme un gusto!», y acto seguido se lo comió clavando sus ojos claros, maliciosos y angustiados en el rostro de Sid, atenta al menor indicio de rechazo o de agravio. Sid no dio muestras de ninguna de las dos cosas: cada vez que notaba que su compasión o su afecto decaían, evocaba aquella voz vacilante y despreocupada y lograba mantenerse indiferentemente amable.

Después de cenar se llevaron la bandeja de café a la sala de estar, mal ventilada y ocupada casi en su totalidad por un piano de cola que apenas dejaba sitio para las dos viejas y destartaladas butacas. Tan cargado estaba el ambiente que Sid abrió las cristaleras que daban al jardincito de atrás, donde había un grandísimo limero y un trocito de césped que hacía varias semanas que no podaba. Las adelfas y las margaritas de otoño crecían en los estrechos arriates que bordeaban los muros de ladrillo negro, y el sendero de grava que separaba los arriates del césped estaba lleno de dientes de león y pamplinas. Era un jardín que ni utilizaban ni disfrutaban. La balaustrada y los peldaños de hierro que bajaban desde los ventanales al jardín estaban oxidados, la pintura estaba llena de ampollas y había que quitarla con un soplete. La verdad, pensó Sid, es que debería dedicar parte de las vacaciones a restaurar cosas si al final no las invitaban a Home Place. No se atrevía a hablarle a Evie de esta posibilidad infinitamente más apetecible porque, si no se cumplía, su decepción y sus rumias al respecto serían insoportables. Y además, claro, puede que Waldo no saliera de gira. A los miembros judíos de su orquesta les inquietaba mucho ir a algunas de las zonas de Europa por las que pasaba la gira, y parecía probable que la acortasen e incluso posible que la cancelasen. En cuyo caso, Evie querría quedarse en Londres y ella no podría ir. Sid volvió del aire cálido y polvoriento del jardín al calor aún más polvoriento de la habitación, y preguntó si había novedades sobre la gira.

—No quiere llevarme. De hecho, se lo he preguntado esta misma mañana. Creo que es por su mujer. Está celosísima, no para de entrar al despacho cuando me está dictando. ¡Es de lo más ridículo!

Y sí, eso era: ridículo. Pero Sid reflexionó que no se le podía pedir a la pobre mujer que distinguiese entre todas las potenciales amenazas, pues su marido era famoso por sus amoríos: los repentinos y fugaces, y también las dos amantes a las que se sabía que mantenía, una de las cuales incluso se reunía con él cada vez que salía al extranjero, dondequiera que fuese. Evie parecía la única persona que no estaba al tanto de las amantes, o, más bien, que se negaba a creer lo que según ella no eran más que chismorreos maledicentes. Lo que en realidad había querido decir era que la mujer, una antigua cantante de ópera llamada Lottie, no hacía nada por que dejase de ser «de lo más ridículo». Waldo besaba a cualquier mujer que se le acercase lo suficiente, y por tanto, cómo no, había besado a Evie, que no había podido resistir contárselo a Sid. Hacía seis meses de aquello, y ahora daba a entender que las inmensas dificultades de la situación eran lo único que se interponía entre ella y la felicidad cósmica. (Las dificultades incluían la naturaleza heroica de Waldo: la inmensa y taciturna Lottie era, según Evie, la cruz con la que tenía que cargar).

Evie estaba recostada en su butaca, en cuyo brazo había una caja abierta de bombones de café en precario equilibrio, y de vez en cuando alargaba la mano, tanteaba en busca de un bombón y se lo metía en la boca. Le entusiasmaban los dulces y padecía de frecuentes ataques biliares que, al igual que su tez cetrina y grasienta, jamás atribuía a esta predilección. Estaba completamente decidida, tanto en esto como en su vida sentimental, a no aprender nunca de la experiencia. Es un monstruo, pensó Sid, pero lo pensó de manera protectora. Desde que nació Evie, cuando tenía cuatro años, Sid había estado condicionada a pensar que a lo que tenía que enfrentarse su hermana era a las circunstancias y no a su propia naturaleza; siempre había sufrido todo tipo de achaques, y un sarampión temprano y grave, una apendicitis aguda y una peritonitis habían debilitado su cuerpo y fortalecido sus poderes de manipulación hasta el punto de que podía contar con que, hiciera lo que hiciese, se la trataría con una consideración especial, y las consecuencias resultantes la mantenían firme en su descontento.

Ahora estaba bostezando —empezó un bostezo antes de que hubiese terminado el primero— a la vez que exclamaba, con el suave vozarrón típico de quien bosteza, que estaba segura de que iba a haber tormenta.

—Dijiste que me ibas a cortar el pelo —le recordó. Se pasó una mano lánguida por el flequillo—. Está demasiado largo, pero no lo quiero tan corto como me lo dejaste la última vez.

—Bueno, pues esta noche no te lo voy a cortar. Además, me gustaría que fueras a un peluquero como Dios manda: yo solo sé cortarlo a lo tazón.

—Ya sabes que no soporto ir yo sola a ese tipo de cosas. Y no me dejas que vaya al tuyo.

—Evie, te lo digo por enésima vez, yo no voy a un peluquero de señoras. En el sitio al que voy no cortan el pelo a las mujeres.

—A ti te lo cortan. —Al ver que Sid no respondía a esto, añadió—: Si te lo cortases a lo garçon, podrías ir a un peluquero de señoras.

—No lo quiero a lo garçon. Me gusta muy corto, nada más. Cállate, Evie.

Evie hizo un mohín y guardó un silencio enfurruñado, durante el cual se oyó claramente el lejano estruendo de los truenos. Sid se volvió a levantar y se acercó a la ventana.

—Dios mío, ojalá llueva. Que se despeje un poco el ambiente.

Tal y como sabía Sid que haría, Evie siguió de morros hasta que Sid le propuso jugar una partida de bezique, que aceptó a regañadientes. Tres partidas, o jugar al mejor de tres, pensó Sid, y después podré escaparme a la cama a escribirle.

—No podría cortarte el pelo con tantos truenos. ¿No te acuerdas de que mamá solía envolver todos los cuchillos en su chubasquero? Pensaba que el hule desviaría los rayos, ¿te acuerdas?

Evie sonrió.

—Mira que era nerviosa. Las escaleras, la luna nueva, los gatos negros…, pobrecita mamá, ¡vaya vida más horrorosa! Supongo que hemos heredado parte de eso. Yo sí, al menos. Me pongo muy nerviosa por cualquier cosa. Por ejemplo, pensaba que lo mismo no volvías esta tarde, ¿sabes? Pensaba que lo mismo Rachel te invitaba a ir a Sussex y que te irías sin más.

—¡Evie! ¿Cuándo he hecho yo nada semejante?

—Bueno, pero siempre existe la posibilidad de que lo hagas. Y, ahora que mamá nos ha dejado, al fin y al cabo solo nos tenemos la una a la otra. Yo a ti nunca te abandonaría, Sid. Si me fuese a casar con alguien, solo lo haría si él aceptase que vivieras con nosotros.

—Cariño, trataremos ese problema en su momento.

—Ya sé que tú piensas que nunca se nos planteará, pero ¿sabes? Pueden ocurrir cosas extraordinarias. Puede intervenir el destino…

Abandonaron la partida, ya que Evie se lanzó a hablar de sus esperanzas, sus temores y —se temía Sid— sus fantasías acerca de Waldo. Dos horas más tarde se fueron a la cama.

Una vez que se hubo bañado y cambiado para la cena, Edward dijo que se iba a pasar un momento por el pub a comprar cigarrillos. Villy pensaba que tenía suficientes para ambos, pero Edward dijo que mejor que fuera por si acaso. En realidad, quería llamar a Diana. Tuvo que tomarse una ginebra rápida a fin de conseguir calderilla para la máquina que acababa de instalar el señor Richardson para uso de los clientes. Estaba situada en un pasillo oscuro de camino al servicio de caballeros; no es que fuera un lugar muy íntimo, pero mejor eso que nada. Diana respondió justo cuando empezaba a pensar que habría salido.

—Soy yo.

—¡Ah! ¡Cariño! Perdona que haya tardado tanto, estaba al fondo del jardín.

—¿Estás sola?

—Por ahora, sí. ¿Y tú?

—Estoy en el pub. En un pasillo —puntualizó, por si acaso pensaba que tenía intimidad para hablar.

—¿Me estás llamando por lo de mañana?

—Sí. Llegaré un poco tarde, me temo. Probablemente, a eso de las nueve. ¿Qué me dices de los niños?

—Ian y Fergus siguen en el norte con su abuela.

—¿Y Angus?

—Está con ellos. Hasta el fin de semana. Solo estamos Jamie y yo.

—¡Hurra!

—¿Qué?

—Hurra. Genial. Ya sabes a lo que me refiero.

—Creo que sé por dónde vas. Te quiero.

—Eres completamente correspondida. Tengo que irme. Cuídate.

Mientras bajaba por la colina de regreso a Mill Farm, cayó en la cuenta de que no había comprado cigarrillos; después recordó que había veinte Gold Flakes en el compartimento delantero del coche. ¡Volvía a estar de suerte! No le estaba haciendo mal a nadie siempre y cuando Villy no se enterase, pero sería una estupidez imperdonable meter la pata con un detallito como este.

Cenaron; eran catorce en torno a la inmensa mesa de tres pedestales, e incluso estando desplegada al máximo estaban apretados. Comieron cuatro pollos asados con salsa de pan, puré de patatas y judías verdes, todo ello seguido de tartaletas de ciruela y de lo que la Duquesita llamaba «molde»: manjar blanco. Los adultos bebían clarete, y los niños, agua. Hablaron de lo que habían hecho aquel día, del grupo de la playa… Rupert contó con mucha gracia lo de Neville y su medusa. «¿Bexhill?», dijo la Duquesita, enjugándose los ojos (siempre lloraba cuando se reía). «¿A santo de qué la habrá llamado Bexhill?». Rupert, aunque apenas podía pensar en otra cosa, no dijo nada de la oferta que le había hecho el Brigada. Edward relató el magnífico tiro que le había pegado Teddy al conejo, y Teddy escuchó ruborizado y sonriente; naturalmente, Edward no dijo nada sobre su llamada de teléfono. Hugh imitó a su caddie imitándole a él jugando al golf con una sola mano; nada dijo acerca de su desazón por la política. Rachel contó que el presidente del Hotel de los Bebés, casi sordo y, según ella, medio loco, había encabezado la reunión sin tener ni idea de qué organización benéfica estaba presidiendo. «Se pasó la primera media hora pensando que era un hogar para caballos jubilados; en el momento en que se puso a hablar de salvado y de desparasitaciones periódicas, la enfermera jefe se dio cuenta de que había algún tipo de error». Nada dijo acerca del día que había pasado con Sid, por quien, haciendo un esfuerzo que le dio dolor de cabeza, no había llorado en el tren. El Brigada contó dos largas historias: una acerca de cuando estuvo en Burma y conoció a un tipo de lo más interesante que resultó conocer a alguien a quien a su vez él había conocido en Australia Occidental (las coincidencias, de las que por lo visto había estado sembrada su larga vida, nunca dejaban de asombrarle y desconcertarle), y otra acerca del canal de Suez, y, cuando Edward dijo que sí, que ya se la sabían, se limitó a decir que lo mismo daba, que no tenía inconveniente en contársela otra vez, y eso hizo. Esto le llevó un buen rato, y hubo quien ni siquiera se esforzó en fingir que lo escuchaba.

Zoë y Angela no se quitaban ojo: Zoë se había dado cuenta al instante de que Angela se sentía atraída por Rupert, y por consiguiente la escrutó más detenidamente si cabe. Había que admitir que era muy guapa…, para el que le gustasen las rubias con ojos de un azul demasiado claro. Era alta y de constitución grande, como su madre, y tenía un cuello blanco y largo y —a diferencia del de la pobre Jessica, que, ciertamente, ya no lo estaba— bien torneado. Tenía los mismos pómulos que Jessica y la misma boca tallada, solo que la suya estaba pintada de un rosa bastante chillón que se le iba desprendiendo mientras cenaba. No cabía duda de que se sentía fascinada por Rupert, quien, gracias a Dios, parecía completamente ignorante de ello, pero miraba a Zoë a los ojos con expresión candorosa. En realidad, no es más que una colegiala, pensó Zoë con una mezcla de alivio y desprecio.

Angela, que llevaba dos años sin ver a Zoë, estaba desconcertada por lo poco que había cambiado. Ella, a su vez, había cambiado tanto en todo este tiempo que daba por supuesto que Zoë también lo habría hecho, pero no daba muestras de envejecer. Estaba tan chic y tan bella como siempre, pero, por lo que había leído en las novelas, Angela sabía que había bastantes posibilidades de que no comprendiese a Rupert, en cuyo caso su aspecto sería irrelevante.

El Brigada acabó de contar su historia; no mencionó su satisfacción por haber construido suficientes aposentos para su familia, que, al igual que la gran cantidad de leños de madera noble que había comprado para los enchapados, eran solo por si acaso…

Christopher y Simon derramaron, los dos, el agua, y Simon un poco de salsa de pan, pero nadie, observó Christopher, hizo ningún comentario sarcástico al respecto. Su mirada se cruzó con la de Simon cuando ocurrió lo de la salsa de pan, y le guiñó un ojo a modo de apoyo. Al instante, Simon llegó a la conclusión de que Christopher era lo mejorcito que había en la sala. Y, cuando se mencionó el final de las vacaciones —apenas faltaban tres semanas, y Simon ya se sentía abrumado por el terror y la desesperación—, de nuevo vio el rostro de Christopher, que se daba cuenta y se interesaba por él. Desde ese momento, Christopher se convirtió en su héroe. Mientras sonreía y mentía en respuesta a la estúpida pregunta de la tía Jessica acerca de si estaba ilusionado con su nuevo colegio (¡ilusionado!), Christopher le guiñó un ojo…, un detalle la mar de amable.

Villy, que trinchó los pollos estupendamente, dando a cada comensal el trozo que quería y repartiendo las cuatro espoletas entre Teddy, Louise, Nora y Simon, apenas habló. La pacífica velada con Jessica la había dejado extrañamente agotada: todo lo que se había quedado en el tintero —al menos, por su parte— le pesaba por dentro como una indigestión. Notaba que Jessica la envidiaba, y deseaba poder decirle que el lecho de rosas contenía espinas. Que su hermana, sin duda, tuviera demasiadas cosas que hacer no era, a juicio de Villy, del todo malo. Jessica no tenía tiempo de preguntarse para qué estaba hecha, de aburrirse y avergonzarse por ello, de desear que sucediese algún cataclismo que le diese la oportunidad de hacer algo y, por tanto, de ser alguien. Pero al margen de estos sentimientos generales en relación con su propia vida, había un hecho concreto que se había propuesto firmemente discutir con ella, aunque después se había pasado toda la tarde resistiéndose porque temía que su hermana se mostrase poco comprensiva, por motivos diferentes de los que podría atribuirle a Sybil, por ejemplo, o a Rachel… ¡Rachel! Para ella, tener un hijo era lo más maravilloso que podía sucederle a nadie. Porque de eso se trataba. Le había faltado una regla, se estaba acercando a la segunda y estaba bastante segura de que estaba embarazada, y la idea la horrorizaba. Al fin y al cabo tenía cuarenta y dos años; no quería empezar de nuevo, tener un hijo que, a fin de cuentas, iba a ser hijo único… Lydia ya tenía siete años. Pero ¿qué diantres hacía una si no quería tener un bebé? Sabía, por supuesto, que había personas que se dedicaban a ese tipo de cosas, pero ¿cómo te ponías en contacto con ellas? Había pensado en Hermione como posible fuente de información, pero no quería confiarse a ella ni por asomo. Además, claro, no se había decidido del todo; se aferraba a la idea de que perfectamente podía estar equivocada. Decidió esperar a la fecha en que debía llegarle la regla, y, si le faltaba otra vez, iría a Londres a ver al doctor Ballater.

Nora, glotona por naturaleza, decidió renunciar por la gloria de Dios a su segunda porción de tartaleta de ciruela. No lo decidió hasta que iba por la mitad de la primera —y suculenta— ración, y después no pudo evitar suponer que Él habría estado más contento si ni siquiera la hubiese probado. «Si en vez de sacrificar la tartaleta me hubiese sacrificado yo», le explicó a Dios (siempre estaba intentando estimular Su sentido del humor). Pero seguro que Él entendería que, antes de saber lo deliciosa que estaba, no habría sido un sacrificio a sabiendas…, aunque esto no colaba: en Home Place, la comida siempre estaba deliciosa, cada día era como la comida del domingo en casa. Su madre era una cocinera fetén, claro: simplemente, tenía menos con lo que cocinar. La otra cara de esto era que apenas se presentaban oportunidades para sacrificarse. Era de sentido común comer lo suficiente para mantenerse con vida, así que eso hacía. Creía que rebosaba sentido común, pero lo que quería era tener más del otro tipo de sentido, rebosar certezas místicas. Le hablaba mucho a Dios, pero Él casi nunca le respondía: empezaba a temerse que le aburría, lo cual sería bastante preocupante porque, si, como era bien sabido, Él no tenía en cuenta el aspecto de las personas, lo lógico era que con mayor motivo tuviese en cuenta cómo eran. Y mamá siempre le había dicho que si algo no hay que ser, es aburrida. Christopher se estaba comiendo la tarta de Nora, su tercera ración, pero ella sabía que después de vomitar siempre le entraba un hambre atroz, de modo que no le guardó rencor. Ange se había comido la fruta y había dejado el hojaldre. En fin, si realmente le daba lo mismo el aspecto que tuviera la gente, Dios debía de aburrirse con Angela. Miró a Louise, que estaba enfrente. Habían pasado una tarde larga y fascinante las dos juntas en las hamacas, intercambiando un montón de secretos, aunque seguía habiendo cosas que aún no había confesado, como seguramente podía decirse también de Louise. Fuera como fuese, casi nada de lo que habían hablado era apto para el público familiar y seguro que escandalizaría a sus madres, pues, por disparatado e increíble que pudiera parecer, todo el mundo las seguía considerando unas niñas.

Una vez acabadas todas las tartaletas de ciruela, los comensales más jóvenes no veían el momento de levantarse de la mesa: Simon, Christopher y Teddy, porque les parecía absurdo seguir allí cuando ya se habían comido todo lo que había en ella; Louise y Nora, porque estaban deseando retomar su conversación privada, y Angela, porque quería que Rupert viese más de ella de lo que alcanzaba a ver cuando estaba sentada. También las mujeres estaban listas para marcharse, pues el Brigada se había concentrado en su irresistible Stilton (a Christopher le había parecido de una amabilidad inopinada que permitiese a los gusanos seguir comiendo a la vez que él) y en sus opiniones sobre el señor Chamberlain, que a su juicio no era, ni de lejos, tan buen primer ministro como el señor Baldwin, al que no habría que haber lanzado al cielo de una patada, como decía él. La Duquesita, para sorpresa de todos, dijo que el señor Baldwin nunca le había gustado, pero que desde luego no pensaba que salieran ganando con el señor Chamberlain. A lo cual Rupert dijo: «Mamá querida, bien sabes que al único al que admiras de veras es a Toscanini, y el gran público británico jamás le aceptaría para ese cargo, así que estás condenada a la decepción», y, antes de que su madre pudiera replicar que ni siquiera ella era tan tonta como para eso, los truenos que habían estado retumbando a intervalos en la distancia estallaron de repente sobre sus cabezas. Sybil se fue a ver si habían despertado a Wills, y sirvió de señal general para que las mujeres y los niños dejasen al Brigada y a sus hijos a solas con su oporto.

En el hall oyeron la lluvia repiqueteando sobre el tragaluz, y a los pocos instantes Clary y Polly, con los camisones calados, aparecieron ante Louise y Nora, que estaban buscando chubasqueros para volver a casa corriendo bajo la lluvia. «¿Dónde diablos habéis estado?», preguntó Louise, pero en realidad lo sabía. Dándose un banquete nocturno a saber dónde, como había hecho ella el año anterior con Polly.

—En un banquete nocturno —dijo Polly—. ¿Dónde están los mayores? Tenemos que subir sin que nos vean. —Pensó en lo patético que era que Louise le recordase tanto a ellos y que era perfectamente posible que no las ayudase.

La lluvia cesó en algún momento de la madrugada y el día amaneció con niebla blanca. Decidieron que no hacía día de ir a la playa. Clary intentó provocar en los demás un estado de indignación al respecto, pero aunque todos convenían en que era rematadamente injusto, no parecía que a nadie le afectase lo suficiente como para hacer algo. «Además, ¿qué íbamos a hacer? No podemos conducir», observó Polly. La tía Rachel dijo que la señora Cripps necesitaba montones de moras para hacer mermelada y que el que cogiera más recibiría un premio, así que los siete niños mayores partieron con cuencos y cestas. Bexhill se había muerto por la noche; Neville se negaba a creer a Ellen, pero la tía Villy, cuando fueron a buscarla para que contemplase el inerte amasijo blanco de la bañera, dijo que se temía que no había la menor duda.

—Pero no habrá sufrido, ¿verdad que no? —dijo Judy, muy seria—. ¿O sí?

Villy se apresuró a decir que estaba segura de que no.

—Entonces, ¿qué ha pasado? —insistió Neville—. ¿Cómo es que dejó de estar viva así, sin más?

—Entregó el alma y ya está —dijo Lydia—. Murió. Les pasa a todas las cosas. —Parecía asustada—. Es algo de lo más normal. O te asesinan, o vas y te mueres. Dejas de estar. No puedes seguir haciendo cosas. No eres más que como…, como el aliento.

Estos comentarios no estaban tranquilizando a nadie, observó Villy, así que sugirió que le hicieran un funeral por todo lo alto. Esto pareció animarlos a todos, y dedicaron el resto de la mañana a organizarlo.

La señora Cripps estaba en la cocina dándole bollitos de pasas a Tonbridge, que se había pasado a tomarse el almuerzo de media mañana; su úlcera, acentuada por el desayuno que le había freído con furia la señora Tonbridge, solo podía aplacarse con la ayuda de un poco de tarta y de unos oídos comprensivos. La señora Cripps no hacía comentarios sobre la señora Tonbridge, pero recibía toda la información tangencial que le iba llegando con un interés impasible que, no obstante, dejaba bien claro de qué parte estaba ella.

—Es el silencio, ¿sabe? Le pone los nervios de punta.

—Sí, no me extraña. —Desplegó el Sunday Express sobre la mesa impecable. «Cese de la crisis hasta dentro de una semana», rezaba. «No se esperan sorpresas». Volcó sobre el periódico un montoncito de judías verdes del cesto—. ¿Le apetece otra taza?

—No diría que no.

La señora Cripps se acercó a los fogones y rellenó la tetera marrón con agua del enorme hervidor de hierro. Tenía un bonito pecho, pensó Tonbridge, compadeciéndose de sí mismo. El pecho de la señora Tonbridge nunca había sido un rasgo destacado.

—La otra noche la saqué a tomar algo en el pub.

—¿Ah sí?

—Dijo que era demasiado tranquilo. Claro, es que no es como los pubs de Londres.

—Cómo iba a serlo. —La señora Cripps había ido a Londres un par de veces, pero nunca a un pub, y, muerto Gordon, aquí no había nadie que pudiese llevarla a un pub de la zona—. ¡Qué lástima! —añadió. No era dada a hacer comentarios sobre otras personas, pero el comentario no formulado se quedó flotando gratamente en el ambiente. Tonbridge cogió el último bollito y se quedó mirando cómo desfibraba las judías la señora Cripps. Las mangas remangadas dejaban al descubierto unos brazos musculosos, blancos como el mármol en llamativo contraste con sus manos, que de blancas no tenían nada.

—Podría coger el autobús a Hastings. Ir a ver tiendas y cosas así.

—Podría. —Tonbridge dejó la sugerencia en el aire; ya se le había ocurrido y la había descartado. Tenía la esperanza de que a su mujer le pareciera todo tan tranquilo que se volviese a casa, a la ciudad, y le dejase en paz. Eructó suavemente y la señora Cripps arrugó la nariz, pero fingió que no le había oído. Decidió cambiar de tema y hablar de algo que no tuviese importancia.

—Y ¿qué cree usted que está pasando con Hitler y todo eso? —preguntó.

—Si quiere saber mi opinión, señora Cripps, le diré que es cosa de los periódicos y de los políticos. Una tempestad en un vaso de agua; agoreros todos. No hay motivo de alarma. Si a Hitler se le subieran los humos, siempre está la Línea Maginot.

—Bueno, algo es algo —convino ella. No tenía ni idea de lo que le estaba contando. ¿Una línea? ¿Qué tipo de línea? ¿Dónde? Por más que lo intentaba no acertaba a ver qué pintaba una línea en todo aquello. Para salir del paso, recurrió a las normas básicas de conducta en sociedad—: Si quiere saber mi opinión, señor Tonbridge, creo que Hitler debería quedarse calladito.

—Debería, señora Cripps, pero no olvide que es extranjero. Bueno —se puso en pie—, con tanta charla no se limpian las armas del señor Edward. Ha estado muy bien, la verdad. Un cambio muy grato. Alguien con quien hablar —añadió, para asegurarse de que la señora Cripps entendía que la estaba comparando favorablemente con alguien a quien no quería mencionar.

La señora Cripps se paró en seco y una enorme horquilla cayó sobre la mesa de la cocina.

—Siempre que guste —dijo, encajándose de nuevo la horquilla.

Aquella noche, una vecina de la madre de Zoë llamó para decir que le había dado un infarto y que, en fin, allí no había nadie que se pudiese hacer cargo de la situación. De modo que, al día siguiente, Rupert la llevó a la estación.

—Estoy segura de que no tendré que quedarme —dijo Zoë, refiriéndose a que no quería quedarse por nada del mundo.

—Tú quédate todo lo que haga falta. Si te resulta más fácil cuidarla en nuestra casa, podrías llevártela allí. —Al casarse Zoë, su madre se había mudado a un piso diminuto.

—¡Ay, no! No creo que mamá quisiera. —La abrumó la idea de tener que lidiar con su madre y también con la casa vacía sin disponer de Ellen para que se encargase de todo—. Seguro que mamá preferirá quedarse en su propia casa.

—Bueno, llámame para contarme cómo va todo. O te llamo yo. —Recordó el pánico que tenía su suegra a las conferencias. Le acercó la maleta a la taquilla y le compró el billete—. ¿Llevas suficiente dinero, cariño?

—Creo que sí.

Le dio cinco libras más para mayor seguridad. Después la besó; con sus cuñas de corcho, Zoë le llegaba más arriba que de costumbre. La noche anterior habían tenido una trifulca en la cama acerca de si Rupert debía incorporarse o no a la firma. Al ver que estaba francamente indeciso, Zoë había intentado intimidarle y, por una vez, Rupert había perdido los nervios. Ella había estado de morros hasta que él se disculpó, y después había estado llorando hasta que consiguió que se congraciase con ella de la manera habitual. Pero esta vez no había sido tan divertido.

—Sé que harás lo que tengas que hacer —dijo Zoë en estos momentos, y observó cómo su expresión adusta y cansada se relajaba para dar paso a una sonrisa. La besó de nuevo, y ella añadió—: Sé que tomarás la decisión adecuada.

Por suerte, el tren entró en la estación y Rupert no tuvo que responder.

Pero, una vez que ella hubo partido y él hubo vuelto al coche intentando alejar de sí un espantoso alivio, se sintió más confuso que nunca.

Compartir la habitación con Angela estaba sacando de quicio a Louise y a Nora: o se portaba como una estrella de cine o como una maestra de escuela. No sabían cuál de las dos cosas era peor, de manera que decidieron emigrar, y el único destino posible era uno de los desvanes, al que se accedía por una empinada escalerita que estaba oculta tras la puerta de un armario. Subieron y se encontraron en una larga habitación con un techo muy inclinado que solo les permitía estar de pie en la parte central. A cada extremo había sendos ventanos de cristal emplomado cubiertos de telarañas sucias. Había un vago aroma a manzanas y el suelo estaba abarrotado de moscardas muertas. A Louise le pareció que no prometía mucho, pero Nora estaba encantada. «¡Lo fregaremos todo, encalaremos el techo y las paredes y quedará de miedo!». Eso hicieron, y así fue. Para encalar se pusieron los bañadores porque arriba hacía un calor tremendo, hasta que uno de los hombres que trabajaban en los incesantes proyectos de construcción del Brigada subió y consiguió abrir los ventanos. Fue mientras encalaban juntas cuando tuvieron la conversación que Louise pensaría más adelante que le había cambiado la vida. Le había estado hablando largo y tendido de su carrera a Nora, que sabía escuchar muy bien y parecía debidamente impresionada por la reciente ambición de Louise de interpretar el papel de Hamlet en Londres.

—¿Y no te convendría meterte en una compañía de repertorio…, ya sabes, en Liverpool o en Birmingham, o donde fuese?

—Bah, no creo. Sería un rollo, seguro. No, iré a una escuela de arte dramático, a la Central o a la Real Academia de Arte Dramático, y cuando hagan las representaciones de fin de curso se fijarán en mí. Ese es mi plan.

—Estoy convencida de que se fijarán. Lo haces de maravilla. —Louise le había interpretado fragmentos de Shakespeare el verano anterior, y su Ofelia le había hecho llorar—. ¿Por qué Hamlet, concretamente? —preguntó tras un breve silencio—. ¿Por qué no Ofelia?

—Es que el de Ofelia es un papel minúsculo, y el de Hamlet es el mejor papel del mundo. ¡Cómo no iba a ser mi ambición!

—Lo entiendo. —Lo dijo con mucho respeto, no le llevó la contraria ni manifestó desdén como casi todo el mundo.

—Mientras tanto, claro, en vez de avanzar en mi carrera tendré que seguir perdiendo el tiempo con la señorita Milliment. Y mis padres ni siquiera me dicen cuándo me van a dar permiso para ir a la escuela de arte dramático. Para esas dos todo es muy fácil. Polly solo quiere tener su propia casa y meter en ella todo lo que va coleccionando, y Clary va a ser escritora, así que da lo mismo lo que haga. Ya he terminado este trocito. Vamos a descansar.

Se sentaron junto al ventano y compartieron una Crunchie. Había un silencio tranquilo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Louise con aire distraído: no esperaba una respuesta demasiado interesante.

—¿Prometes que no se lo contarás a nadie?

—Te lo prometo.

—Bueno…, no estoy del todo segura…, pero creo que voy a ser monja.

—¿Monja?

—Sí, pero no inmediatamente. El verano que viene, mamá me va a enviar a una especie de escuela privada para señoritas donde te enseñan a cocinar, así que primero haré eso. Tengo que ir porque la tía Lena es la que paga, y no veas cómo se pone cuando la gente no hace lo que ella quiere.

—Pero cocinar y, no sé, lo que se haga en esos sitios…, ¿de qué te sirve todo eso si vas a ser monja?

—Puedes hacer cualquier cosa por la gloria de Dios —respondió Nora con serenidad—. En realidad, da igual de qué se trate. ¿Por qué no vienes tú también?

Al principio le pareció una idea estúpida, pero, como observó Nora, Louise jamás podría ser una actriz de fama mundial si seguía echando de menos su casa y era incapaz de abandonarla.

—Y, si vienes conmigo, podríamos compartir una habitación y no te sentirías tan mal. Y estoy segura de que te dejarían ir, porque la ciencia doméstica se considera buena para las chicas.

—Me lo pensaré. —Sintió que el corazón le palpitaba y que se le enfriaba la nuca, y resolvió no pensar en ello por el momento. Consiguió que Nora cambiase de tema haciéndole muchas preguntas acerca de lo que implicaba ser monja.

El viernes por la mañana, Raymond telefoneó a Jessica para decirle que la tía Lena tenía un catarro y no podía dejarla sola. Tal fue el alivio de Christopher al oír la noticia que cuando iba a buscar a Simon vomitó en el camino de acceso a Home Place. Era una noticia fantástica: significaba que, con suerte, les daría tiempo a reunir todo lo necesario para marcharse antes de que llegase su padre, mucho más sencillo que si se largaban delante de sus narices. Y es que Simon y él habían decidido escaparse: Simon, porque no se veía capaz de enfrentarse a su nuevo colegio, y Christopher, porque ya no soportaba la vida en su casa. Habían pasado cuatro días febriles acarreando cosas al escondrijo que tenía Christopher en el bosque: una pequeña tienda de campaña, puesto que Christopher había renunciado a la idea de construir una casa resistente al agua, y cuantas provisiones y herramientas pudieron encontrar. Cogían cosas amparándose en que cuando se escapasen dejarían de suponer un gasto para nadie; por tanto, era justo coger lo que necesitaban siempre y cuando nadie se diera cuenta. Por más vueltas que le daba, a la señora Cripps no se le ocurría adónde había ido a parar el cazo que solo utilizaba para cocer huevos, ni el hervidor pequeño que solo sacaba cuando había que complementar al grande. A Eileen le faltaban cubiertos (de enchapado, gracias a Dios, no de los de plata), y dos grandes latas en las que guardaban galletas y bizcochos desaparecieron de la despensa. También se había percatado de que, por mucho que rellenase los cuencos del azúcar, a la mañana siguiente estaban vacíos. Christopher había elaborado listas larguísimas de lo que necesitaban, y conforme iban consiguiendo las cosas las iban tachando. La mayor faena habían sido los catres, que la Duquesita guardaba en la armería y que, justo cuando estaban a punto de cogerlos, se llevaron a Mill Farm para que las chicas los incorporasen a su maldita idea del desván. En el cobertizo habían encontrado, además de tumbonas, una vieja colchoneta inflable, pero tenía agujeros y tuvieron que dedicar un buen rato a arreglarla. Por otra parte, Simon había descubierto en las dependencias de la cocina una despensita llena de mermeladas, latas de sardinas y carne en conserva, y cada noche, mientras Teddy dormía (y por suerte dormía como un leño), bajaba sigilosamente y llenaba con todas estas cosas su bolsa nueva para la ropa sucia del colegio. Acababa cansadísimo porque tenía que mantenerse despierto un buen rato después de que Teddy se hubiese dormido, a fin de asegurarse de que los adultos también se habían retirado a sus dormitorios. Daba la impresión de que la lista no menguaba, porque continuamente se les ocurrían cosas que eran o podían ser imprescindibles: un abrelatas, pilas de linterna, un cubo… Christopher sugirió que ordeñasen vacas de los prados colindantes a primera hora de la mañana antes de que se las llevasen a la granja, y a Simon le pareció una idea absolutamente genial.

Esta mañana iban a coger patatas del cobertizo en el que las almacenaba el señor McAlpine. Ambos llevaban mochilas y eran perfectas para lo que se proponían, pero Christopher advirtió que tendrían que hacer varios viajes. «Necesitaremos las patatas hasta que aprendamos a hacer pan». A Simon, cuando intentó imaginarse la vida sin pan, le entró tal hambre que tuvieron que hacer un alto mientras se comía cuatro manzanas. Planearon guardar la bicicleta de Simon al otro extremo del bosque, junto a la carretera, de manera que pudiese usarla para ir a por raciones de emergencia si se les agotaban. El peor problema era el dinero. Christopher tenía dos libras, tres chelines y seis peniques; Simon, solo cinco chelines. Coger dinero era robar y Christopher se oponía rotundamente: tendrían que aprender a vivir de la tierra, dijo, pero a Simon esta posibilidad le inquietaba. De la tierra no sacabas chocolate ni gaseosa de limón, pero sabía que eran pensamientos indignos. «Tienes que estar preparado para renunciar a cosas», dijo Christopher, pero, claro, él quería huir de sus padres, mientras que a Simon le daba pavor no ver nunca más a su madre, o a Polly, o a su padre (seguro que todos menos Wills se quedarían destrozados por el dolor); incluso no ver nunca más a Wills.

—¿Y si tenemos que ir al dentista? —preguntó.

—Si estuvieras en una isla desierta, no habría un dentista. Tendremos que arrancarnos los dientes malos. Mejor que cojamos cuerda para eso. —Simon pensó en el señor York, que solo tenía tres o cuatro dientes (aunque los de la mandíbula superior eran extralargos). Pero, claro, el señor York era viejo; ellos tardarían años en quedarse así.

—¿Y qué pasará si hay una guerra? —dijo después de que metieran las patatas en la tienda, que a estas alturas estaba abarrotada.

—Me haré objetor de conciencia.

—¿Para eso no tendrías que irte a Londres? O sea, ¿cómo se iba a enterar si no la gente?

—Bah, supongo que basta con que envíes tu nombre a algún sitio. Ya resolveré ese problema en su momento —añadió en un tono bastante pomposo. Habían creado una relación en la que él era el líder y lo sabía todo, un papel al que no estaba acostumbrado, y lo estaba disfrutando demasiado como para permitir que su autoridad sufriera menoscabo.

—¿Cerrarán los colegios si hay guerra? —tanteó Simon mientras regresaban con paso cansino.

—Lo dudo. ¿Quieres cruzar tú hoy por el bosque, o voy yo?

—Voy yo.

A fin de despistar a posibles espías sobre su paradero, Christopher había dispuesto que volviesen a casa por separado y desde distintos puntos. Hasta ahora, no parecía que nadie tuviese el menor interés, pero aun así Simon se fue corriendo por el lado este del bosque que había detrás de la casa, se sentó en los escalones que subían al bosque y contó obedientemente hasta doscientos antes de adentrarse —despacio— en él. Por la tarde tendría que jugar al squash con Teddy, que había empezado a percatarse de que Simon no estaba disponible para salir a montar en bici. A Teddy no le caía muy bien Christopher, al que tachaba de rarito; y Christopher decía que si alguien no debía enterarse de su plan era él. Simon le había explicado a Christopher que le era imposible escabullirse de jugar al squash y a veces al tenis, y este le había dado la razón y ocupaba esos ratos fabricando arcos y flechas y reorganizando la lista. En realidad, a Christopher le gustaba jugar al squash (al que pronto iba a renunciar para siempre), pero hoy pensaba que lo que de verdad le gustaría sería comer ración doble de todo lo que hubiese para almorzar y después irse a dormir.

Cada mañana al despertarse, Angela se plantaba junto a la ventana del dormitorio que, gracias a Dios, ya no tenía que compartir con nadie. Si se asomaba, llegaba a ver el humo azul que salía de la chimenea de la cocina de Home Place, a trescientos metros subiendo por la colina: había medido meticulosamente la distancia con pasos. Después rezaba, con fervor pero en voz baja: «Dios mío, no permitas que Zoë vuelva hoy», y por ahora Dios le había hecho caso. Era una persona completamente distinta a la que había sido cinco días antes; había sufrido un cambio radical y jamás volvería a ser la misma. Ahora, cuando se entrelazaban la ausencia y el anhelo, a veces casi sentía nostalgia por las viejas sensaciones de aburrimiento, por las interminables semanas y meses, incluso años, que había estado a la espera de algo, o bien atendiendo a estúpidos pormenores porque no hallaba nada que mereciera ser tomado en serio. La recurrente fantasía de antaño en la que Leslie Howard, Robert Taylor o monsieur De Croix (el médico de cabecera francés de Toulouse) se arrodillaban a sus pies o se elevaban imponentes ante sus ojos dando rienda suelta a su inagotable pasión mientras ella permanecía sentada luciendo todo un muestrario de vestidos románticos que no llevaba en la vida corriente, aceptando con elegancia su homenaje y ofreciendo su mano (¡su mano y nada más!) antes de que el sueño se disolviese en la gratitud boquiabierta y reverente de todos ellos…, aquel viejo sueño se esfumó para convertirse en un mito ridículo y bochornoso. De todo esto se acordaba, como se acordaba, también, de que en aquellos tiempos había comido, dormido y pasado sus días sumida en la tediosa serenidad de la ignorancia. No era cuestión de lamentar aquel pueril pasado en el que no había tenido ni la menor idea de lo que era la vida. Ahora, por el contrario, el sentido de la vida estaba claro, febrilmente claro; cada segundo de cada día, su existencia era un delirio trémulo y humilde que lograba, casi con brillantez, disimular por completo. Jessica había advertido que, gracias a Dios, su hija mayor ya no se ponía de morros, y en Home Place, donde Angela pasaba el máximo tiempo posible, la Duquesita consideraba encantadores sus modales y su deseo general de agradar. El primer día que había subido lentamente a Home Place por la colina, se había quedado merodeando por el césped de la entrada a ver qué pasaba. Teddy, Clary y Polly estaban dando vueltas y vueltas en bici alrededor de la casa, jugando a adelantarse los unos a los otros. En la tercera vuelta, Clary se cayó cuando intentaba adelantar a Teddy.

—¡Aaay! ¡No es justo! —gritó mientras Teddy seguía su camino—. ¡Me has apretujado contra el porche!

Angela miró el sucio rasponazo que se estaba cubriendo de gotitas de sangre.

—Más vale que vayamos a buscar a tu padre. Deberías lavártelo.

—Ha salido. Se ha llevado a Zoë a la estación porque su madre está enferma.

—En serio, Clary, más vale que vayamos a por yodo. Yo te lo pongo. —Esto lo dijo Polly, que acababa de llegar al lugar de los hechos—. Eres muy amable, pero no sabrías dónde están las cosas —le dijo a Angela a la vez que se llevaba a Clary a casa.

De manera que Angela era libre de marcharse. Empezó a bajar por la colina, pasó por delante de Mill Farm y siguió en dirección a Battle. Caminaba despacio porque no quería sofocarse demasiado y que le brillase la nariz. Con todo, estaba bastante cansada para cuando el coche de Rupert se acercó y este, reduciendo la velocidad, la llamó.

—¿Adónde vas?

—Estaba paseando, nada más.

—Sube. Da el paseo en coche. —Abrió la puerta y Angela subió con aire recatado. ¡Qué fácil es!, pensó aquella primera mañana.

Volvieron por la colina en silencio, pero, cuando llegaron a las puertas de Home Place, Rupert dijo:

—No tengo ganas de volver a casa ahora. ¿Qué tal si seguimos un poco más? Aunque si tienes algo mejor que hacer, te dejo aquí.

—Voy contigo —aceptó ella, haciendo que sonase como una concesión.

Pareció que así se lo tomaba él, porque dijo:

—Eres un cielo. La verdad es que tengo un problema y me vendría bien hablar con alguien.

Estas palabras fueron tan inesperadas y halagüeñas que a Angela no se le ocurrió ninguna respuesta lo bastante madura y despreocupada. Lo miró de reojo. Rupert tenía el ceño ligeramente fruncido, los ojos clavados en la carretera. Su camisa de franela azul oscuro, abierta por el cuello, dejaba ver la garganta larga y huesuda. Angela se preguntó cuándo empezaría a contarle lo que quería contarle, y qué diablos sería lo que Zoë y él…

—Te voy a llevar a ver unas vistas impresionantes.

—Ah, muy bien —respondió ella, alisándose el voile verde manzana sobre las rodillas.

Cuando llegaron, vio que el lugar era poco más o menos lo que se había esperado. No acababa de comprender qué sentido tenían las vistas: simplemente parecían más de lo mismo que se veía cuando no las había, en este caso kilómetros y kilómetros de sembrados de lúpulo, además de campos corrientes y molientes, bosques y un puñado de granjas viejas. Rupert aparcó el coche en el arcén y se acercaron caminando hasta una verja a cuyo lado había unos escalones. La invitó a sentarse, se apoyó en la verja junto a ella y perdió la mirada en el vacío. Angela no le quitaba la vista de encima.

—Qué maravilla, ¿verdad? —dijo Rupert al fin.

—Sí, una maravilla.

—¿Quieres un cigarrillo?

—Por favor.

Cuando los hubo encendido, la miró y dijo:

—Eres una persona muy serena, ¿no? Es muy relajante estar contigo.

—Eso depende —respondió ella. No quería que su compañía fuera relajante, pero deseaba que siguiese hablando de ella, quería descubrir a esa persona fascinante que se había propuesto ser para él.

—Resulta que mi padre quiere que deje la enseñanza y me incorpore a la firma. Y, claro, si lo hago sería como quemar mis naves en lo que a pintar se refiere. Por otro lado, la enseñanza me quita tanto tiempo y energía que en cualquier caso no consigo pintar gran cosa, así que parece un poco injusto, para todos, que no opte por una vida mucho más desahogada. ¿Qué piensas tú?

—¡Dios mío! —dijo Angela al fin, después de intentar reflexionar sobre la cuestión y fracasar en redondo—. ¿Qué piensa Zoë?

—Ah, lo que es ella, está completamente a favor. Entiendo su punto de vista, claro. Desde luego, no le ve la gracia a esto de que seamos los parientes pobres, y nunca ha tenido especial interés por la pintura. Y además están los niños… —Su voz se fue desvaneciendo y parecía profundamente inseguro.

—Pero ¿y tú qué? Quiero decir, ¿qué quieres tú? —Había recobrado la compostura, y tenía una cosa bien clara: no pensaba ponerse de parte de Zoë.

—Ahí está. No parece que yo quiera nada con todas mis fuerzas…, o, al menos, no lo suficiente. Por eso pienso que debería…

—¿Hacer lo que quieren los demás?

—Supongo.

—Entonces nunca descubrirás qué quieres tú, ¿no? Y, además, ¿cómo sabes que no acabarás cansándote?

—¡Chica lista! No, claro, no lo sé.

—¿No podrías dejar la enseñanza y dedicarte a pintar sin más?

—No, no es posible. He vendido exactamente cuatro cuadros en toda mi vida, y tres de ellos a la familia. No podría mantener a tres personas, sin contarme a mí, con lo que saco.

—Y ¿no podrías meterte en la empresa familiar y pintar en tu tiempo libre?

—No. Verás, el problema de ser un pintor de domingo es que los domingos son para los niños…, y para Zoë, cómo no.

—Si yo fuera Zoë —empezó a decir Angela con cautela—, los domingos me encargaría yo de los niños. Querría que pintases. Si amas a alguien, quieres que haga lo que quiere hacer. —Al oírse a sí misma pronunciando estas palabras, pensó que seguramente sería cierto.

Pero Rupert se limitó a tirar la colilla y a reírse. Entonces, al ver que aquellos inmensos ojos azules le miraban con reproche, dijo:

—Eres un cielito, y seguro que lo dices en serio, pero las cosas no son tan sencillas.

—Yo no he dicho que fueran sencillas —replicó; no le gustaba que le llamasen «cielito».

Pero Rupert, al verse en una situación que le resultaba más familiar de lo que Angela era capaz de suponer, pensó que debía desagraviarla.

—Lo siento. Te aseguro que no pretendía sonar condescendiente. Me pareces una persona de una lucidez maravillosa, muy sabia para tu edad, y encima —le rozó el rostro— eres extraordinariamente guapa. ¿Vale así? —La miró con ojos inquisidores y le dedicó una sonrisita de disculpa.

Fue como si la hubiese alcanzado un rayo: se sintió, literalmente, transida de amor. El corazón le dio un vuelco, se paró y al momento siguiente empezó a latir a un ritmo desbocado, irregular; le faltaba el aliento, se mareaba, era incapaz de ver nada, y, cuando por fin pudo discernir de nuevo el rostro de Rupert, le sobrevino una sensación de inefable debilidad, como si se le estuvieran deshaciendo las extremidades y se fuese a caer de los escalones, como si fuese a fundirse con la hierba y nunca más se fuese a poder levantar.

—¿… no crees que deberíamos?

—Sí. ¿Qué?

—Volver a casa a comer. No me has oído, ¿no? Estabas lejísimos de aquí.

Se levantó cauta, torpemente de los escalones y le siguió hasta el coche. La cara, en el lugar en el que sus dedos la habían tocado, le quemaba.

De vuelta a casa, Rupert comentó que había sido de lo más amable al escuchar sus soporíferos problemas. Y ella, ¿qué? ¿Qué planes tenía? Esta era la oportunidad que había ansiado Angela unos momentos antes para fascinarle, impresionarle, atraparle. Pero ya era demasiado tarde: se sentía incapaz de ser algo distinto de la nueva Angela, acerca de la cual no parecía haber nada que se pudiese atrever a decir, ni ahora ni nunca.

—Veamos…, estamos a 15. ¿Tenía que haberte llegado el día 1?

—Concretamente, el 2. Pero, claro, la anterior no me llegó. Y, si te soy sincera, Bob, de veras que no me siento capaz de…

—Venga, venga, no adelantemos acontecimientos. Ponte detrás del biombo, desnúdate de cintura para abajo y te echaré un vistazo. Ahora bien, es probable que sea demasiado pronto para estar seguros.

Pero es que estoy segura, pensó Villy mientras seguía las instrucciones del doctor Ballater. Las dos cuñadas decían en broma que, si alguna vez albergaban dudas respecto a si estaban o no embarazadas, un viaje en coche con Tonbridge las disiparía, ya que pasadas cinco semanas desde la concepción siempre las llevaba a treinta kilómetros por hora; sin embargo, aquella mañana le había parecido que de broma no tenía nada. Tonbridge la había llevado con una lentitud tan lúgubre que había temido perder el tren. Aun así, se tendió sobre la dura camilla con una esperanza febril. Y, en el peor de los casos, Bob no solo era un excelente médico de cabecera, que había traído al mundo a Louise y a Lydia, sino también un amigo: en invierno, Edward y él jugaban al golf los domingos, y a menudo cenaban en casa de los unos o de los otros. Si podía haber alguien dispuesto a ayudar, sería él, ¿no?

—Bueno —dijo varios incómodos minutos después—, no puedo estar seguro, claro, pero creo que es muy posible que tengas razón.

Villy, con una brusquedad que la desconcertó, se echó a llorar. Se había propuesto estar tranquila y persuadirle con una actitud racional, y hete aquí que estaba sollozando, ridículamente semidesnuda, con su bolso y su pañuelo sobre la silla que había al lado del escritorio. Pero el doctor Ballater le acercó el bolso sin que se lo pidiera y le dijo que se vistiera y que charlarían. Cuando apareció Villy, había preparado como por arte de magia dos tazas de té, y le ofreció un cigarrillo.

—A ver. Supongamos que sí que estás embarazada. ¿Es tu edad lo que te preocupa?

—Bueno…, sí, entre otras cosas.

—Porque a mí no me preocupa lo más mínimo. Eres una mujer sana y has tenido tres hijos sanos. No es como si estuvieses empezando a los…, cuarenta, ¿no?

—Cuarenta y dos. Pero no es solo eso, es que me siento demasiado mayor para empezar de nuevo… Además, para el niño no sería nada divertido, sería como un hijo único. —Quería decir: «Simplemente, no quiero más hijos por nada del mundo», pero además de su médico era un hombre y probablemente no lo entendería—. Estoy segura de que Edward no quiere más hijos —añadió.

—Bah, no me imagino a Edward poniendo el grito en el cielo. Se lo puede permitir, que es lo fundamental. Doy por hecho que no has hablado con él, pero apuesto a que se pondrá más contento que unas pascuas cuando se lo digas.

Se hizo un breve silencio mientras ambos se devanaban los sesos en busca de algo que decir.

—¿Y no estaré…, empezando con el cambio? ¿Podría ser?

—¿Sofocos? ¿Sudores nocturnos?

Villy negó con la cabeza, ruborizándose al imaginarse algo tan desagradable.

—¿Deprimida?

—Bueno, sí… Esto me deprime; sinceramente no me siento en condiciones de tener otro bebé.

—Bueno, estas cosas no siempre podemos elegirlas. Y he conocido a muchas mujeres que pensaban que no querían más y, cuando nació, descubrieron lo equivocadas que estaban.

—¿Así que no crees que haya nada, nada de nada, que pueda hacer?

—No —dijo él con aspereza—, y ojalá que no te esté leyendo el pensamiento, querida, pero por si acaso permíteme que te aclare un par de cosas. Estaría dispuesto a hacerte muchos favores, pero ni siquiera contemplaría ayudarte a que te librases de un bebé. En esta sala ha habido mujeres que lo habrían dado todo por estar en tu lugar. Y también te digo que no intentes buscar otros medios. Aquí también he visto a mujeres destrozadas por abortos clandestinos. Quiero que me prometas que no vas a hacer nada, que volverás dentro de seis semanas, cuando podamos confirmar tu estado, o no, según el caso. —Se inclinó sobre el escritorio y le cogió una mano—. Villy. Voy a echarte una mano, te lo prometo. Y tú, ¿me lo prometes a mí?

Qué remedio.

Mientras la acompañaba a la salida, y sintiendo la necesidad de neutralizar la leve tensión que flotaba en el ambiente, el médico le preguntó si Edward estaba preocupado por la crisis, a lo cual Villy respondió que pensaba que no.

—Aunque no le he visto, porque yo estoy en Sussex con los niños, y el fin de semana pasado no pudo venir.

—¿Ah, sí? Bueno, tú mantén allí a los niños; es donde mejor están. Mary tiene a los dos nuestros en Escocia, y estoy pensando en dejarlos allí unas semanas, hasta que sepamos a qué atenernos.

—Entonces, ¿estás preocupado?

—No, no. Estoy seguro de que nuestro imperturbable primer ministro sabrá resolver las cosas. No puedo por menos de admirar que haga su primer vuelo en avión a los sesenta y nueve años. Y no creo que hable ni una palabra de alemán. Hay que reconocer que es impresionante. Cuídate, querida. Y hazme caso.

Fuera, se sintió indecisa: les había dicho a Jessica y a su madre que volvería a Battle en el tren de las cuatro y veinte, pero estaba a dos pasos de Lansdowne Road y, de repente, sintió un intenso deseo de estar en su propia casa, en la que por fortuna no había parientes, y tomarse un té y descansar antes de pasar una tarde apacible con Edward, a quien, pensó, tal vez incluso fuera capaz de contárselo todo. De modo que cruzó la enorme plaza de Ladbroke, que el verano había vaciado de cochecitos de bebés, niñeras y niños, y se dirigió hacia Ladbroke Grove, donde había visto paja esparcida por la ancha calle debido a que había un anciano caballero moribundo en el caserón de la esquina. Pasó por delante de la casa de Hugh y Sybil, que tenía echadas las contraventanas y aspecto de estar cerradísima a pesar de que sabía que Hugh la utilizaba entre semana, y dobló a la derecha por Ladbroke Road. Nada más ver la parte de atrás de su casa la invadió un sentimiento de alivio: el campo estaba muy bien, pero a decir verdad adoraba Londres, y de modo particular aquella casa. Estaría Edna, si no era su tarde libre, y podría tomarse un té y darse un baño. Había sido un día agobiante y sin sol, y se sentía sofocada y pegajosa.

No bien hubo entrado en la silenciosa casa, recordó que era miércoles y que, por consiguiente, era casi seguro que Edna habría salido. Tendré que prepararme yo el té, pensó, y se preguntó si sería capaz de encontrarlo todo. Había dos montones de cartas en la mesa del hall, pero parecían todas para Edward; no estaba bien que las dejase amontonarse de semejante manera. Decidió llamarle cuanto antes por teléfono para decirle que estaba allí, por si acaso, como estaba solo, hubiera pensado quedarse a jugar al billar en el club o algo por el estilo. El estudio, donde se encontraba el teléfono, estaba bastante polvoriento, y al lado de este había un gran cenicero lleno de colillas de Edward que parecía que llevaba varios días sin vaciarse. Pensó que ojalá el resto de la casa no tuviese las mismas trazas porque si no tendría que despedir a Edna. Cuando estableció comunicación con la oficina y preguntó por Edward, se hizo una pausa, tras la cual respondió la señorita Seafang y dijo que el señor Edward se había marchado a la hora de comer diciendo que ya no volvería. Sintiéndolo mucho, no sabría decirle adónde había ido. Mañana por la mañana le diría que la señora Edward había llamado y le haría telefonear a Mill Farm lo primero. Después colgó antes de que Villy pudiese decirle que estaba en Londres. Tampoco es que importe mucho, pensó. Total, lo mismo da que esté allí o aquí. Al ver que se le desbarataba la velada que llevaba un rato contemplando con ilusión, sintió una rabia incontenible. Se fue al salón. Las persianas estaban bajadas; el aire estaba cargadísimo y olía a humo y a algún otro aroma rancio que, al subir una persiana y ver un jarrón con geranios medio muertos, supuso que vendría de allí. ¡Pero bueno! Edna no estaba dando palo al agua: era evidente que sin Phyllis no daba la talla. Decidió renunciar al té y prepararse un gin-tonic bien cargado para tomárselo mientras se bañaba. Después se le ocurrió llamar al club de Edward, por si acaso lo encontraba allí. No lo encontró. La mejor bañera era la del vestidor de Edward, que estaba patas arriba. Se le había ocurrido que Edna debía de haberse marchado (seguramente, esa misma mañana, porque si no Edward se lo habría contado): y es que ni siquiera Edna habría dejado toallas mojadas tiradas por el suelo, la cama del vestidor deshecha y calzoncillos y calcetines usados por doquier. Estaba todo hecho una pena. ¡Pobre Edward, volver a casa después de una dura jornada para encontrarse con esto! Tendría que despedir a Edna, suponiendo que hiciese acto de presencia, y traer mañana a Phyllis para que se ocupase de él. Recogió las toallas y las colgó en el toallero, pero dejó la cama como estaba porque Edward pasaría esa noche en el dormitorio de ambos. Y qué raro que no estuviese durmiendo allí. En fin, ahora iba a bañarse y a cambiarse, y ya recogería luego la ropa que estaba por ahí tirada.

Después de un buen baño y del gin-tonic, se sintió mucho mejor. Por supuesto, la ginebra y los baños calientes se contaban entre los métodos de toda la vida para provocar el aborto, pero se dio cuenta de que su actitud a este respecto era más bien tibia (o cobarde). En realidad, lo único que quería era no estar embarazada: de algún modo, el doctor Ballater había conseguido que la incomodase la idea de alcanzar dicho estado voluntariamente. La posibilidad de contárselo todo a Hermione se le hacía cuesta arriba. Esta podría recomendarle a alguien, pero no tendría ni idea de si sería fiable y discreto. Se preguntó cuántas de sus amigas (mejor dicho, de las mujeres con las que Edward y ella salían a cenar, al teatro o a bailar) se habrían visto en este brete. Alguna habría habido, pero lo malo era que se trataba de un tema que a ninguna de ellas se le ocurría mentar siquiera, menos aún conversar sobre él. Se suponía que una tenía todos los hijos que quería y después recurría a la anticoncepción y confiaba en que todo saliera bien. Sabía de varias mujeres que habían tenido lo que llamaban «deslices», y sus amigas siempre les decían qué bien, que seguro que les parecía la mar de fácil ahora que se sabían todos los entresijos del asunto.

Si no hubiese abandonado su carrera profesional, todo habría sido distinto. Cuando estaba en la compañía, sabía de chicas que se habían quedado embarazadas, pero el espíritu de dedicación era tal (recordó los pies ensangrentados, las funciones en las que bailabas muerta de dolor por los músculos desgarrados, las épocas en que se echaban en la cama entre un ensayo y otro porque Diaghilev llevaba tres semanas seguidas sin pagar a la compañía y se alimentaban de medio litro de leche y dos panecillos al día) que un aborto clandestino se habría considerado simplemente como uno más de los riesgos de la vida. Pero al casarse había renunciado a aquel entorno social a cambio de otro en el que las mujeres no parecían dedicarse a nada más que a tener hijos y a tratar con los criados. La vida era una gran trampa puesta por los hombres, reflexionó, y el sexo, que era obvio que tenía que atrapar bastante para que las mujeres llegasen siquiera a contemplarlo, teniendo en cuenta en qué consistía (horas y horas a lo largo de los años de intimidades de una naturaleza inexplicablemente insatisfactoria, intimidades dolorosas, desagradables y en última instancia aburridas), era, ni más ni menos, algo que intercambiabas por el confort y la seguridad de tener pareja y pasar buenos ratos de otras maneras. Al fin y al cabo, ¡había que ver a las mujeres solteras que conocía! Desde luego, lo último que querría sería pertenecer a semejante pandilla, que era objeto de condescendencia y lástima. Aun cuando hubiese seguido bailando ya estaría para el arrastre, o en cualquier caso habría dejado atrás su época de gloria. Le vino a la cabeza la señorita Milliment. Era imposible que alguien hubiese querido nunca casarse con ella, que había vivido toda su vida como una mujer fea, sola y pobre hasta decir basta. Y más pobre que iba a ser cuando las niñas dejasen de dar clase con ella; tenía que ayudarla de alguna manera. Podía invitarla a pasar las vacaciones en Sussex; puede que fuera complicado, porque Edward no le tenía mucha simpatía y tendría que almorzar con ellos, pero se merecía unas vacaciones con todos los gastos pagados. Hablaría con Sybil y vería si estaba dispuesta a ayudar. La última vez que había hablado con Edward, este había observado que la señorita Milliment estaba ganando diez libras a la semana, tres veces más que un revisor de autobús, que seguramente tendría una familia a la que mantener. «Y es una mujer», había añadido, como si este hecho abaratase su condición de beneficiaria de alojamiento, comida y ropa. «Decidido: voy a ayudarla», se dijo Villy; se sentía afortunada, culpable y un poco temerosa, como a menudo le sucedía cuando se aventuraba a ir más allá de su propio malestar.

Se había puesto ya el conjunto de seda de fular color crema con un toque azul marino (un vestidito fresco con chaqueta corta a juego que, como había observado Hermione, era de esos que servían para cualquier ocasión), se había empolvado la cara, se había dado un poco de colorete y un pintalabios discreto, se había puesto el reloj de pulsera y había cambiado de bolso. No le apetecía ordenar la ropa de Edward y se moría por otro gin-tonic, pero quizá no fuera buena idea. Llenó la pitillera y bajó al piso de abajo. Intentaría dar con Edward en el club por última vez, y si no estaba llamaría a Hugh a ver si la sacaba a cenar.

No estaba en el club. Hugh, sin embargo, había vuelto de la oficina; estaba a punto de darse un baño, dijo. No había pasado nada malo en el campo, ¿no? Villy le explicó que estaba en Londres.

—Es como si Edward hubiese desaparecido. La señorita Seafang dijo que salió a la hora de comer y que no tenía ni idea de adónde había ido. No está en su club. Por casualidad no sabrás dónde está, ¿no?

Hubo una pausa, tras la cual Hugh dijo:

—Ni idea. Escucha. ¿Qué tal si cenamos juntos? ¿Vale? Bien. Me paso a recogerte dentro de una hora.

Villy estaba colgando el auricular cuando oyó la puerta de la calle, la voz de Edward y a continuación una risa de mujer. Quién demonios, pensó mientras salía al hall.

En el hall estaba Edward, y a su lado una mujer alta, morena y sofisticada a la que jamás había visto antes. Llevaba un amplio abrigo blanco echado sobre los hombros; al ver a Villy, ambos se separaron, y el brazo derecho de Edward, tapado hasta ese momento por el abrigo, apareció.

—¡Santo cielo! ¿Villy? ¡No tenía ni idea de que fueras a venir! —y se acercó a besarla.

—Vine solo a pasar el día. Después se me ocurrió que, total, mejor que me quedase.

—¡Genial! Ah, te presento a Diana Mackintosh; creo que no os conocéis. El marido de Diana es el dueño de aquel maravilloso coto de caza en Norfolk del que te hablé. Estábamos almorzando y no ha tenido más remedio que irse a Escocia, pobrecillo, así que hemos ido a despedirle y me he traído a Diana a casa a tomar algo.

Mientras decía todo esto, a Villy se le pasó por la cabeza un pensamiento tan horrible que por un instante se quedó aturdida; al momento se sintió incrédula, avergonzada por que algo tan desleal e incalificable se le hubiese ocurrido siquiera. Conforme acompañaba a la señora Mackintosh disculpándose por el estado en el que se hallaba el salón, subía las persianas y se llevaba los geranios muertos al rincón más lejano, puso todo su empeño en convencerse de que jamás había pensado nada semejante.

—Me da que nuestra condenada criada ha desaparecido —dijo a modo de conclusión.

—Mire que son cargantes, ¿no cree? —Tenía una sonrisa encantadora, y una pequeña veta de canas peinadas en elegantes caracolillos le adornaba la cabeza. Villy le calculó unos treinta y ocho años.

—¿Vive usted en Norfolk, señora Mackintosh?

—Por favor, llámeme Diana. No, vivo en Londres. Angus administra el coto para su hermano mayor. Se ha ido a Escocia a recoger a los niños mayores, que tienen que volver al colegio.

—¿Cuántos hijos tiene? —Recibir información tenía un efecto tranquilizador.

—Tres. Ian tiene diez años, Fergus, ocho, y luego está Jamie, que tiene tres meses. —Un desliz, pensó Villy. Me pregunto si quería tenerlo.

Edward volvió con una bandeja de bebidas. Diana dijo:

—Le estaba diciendo a tu mujer que Angus ha tenido la amabilidad de ir a recoger a los niños. Han pasado el verano con su abuela en Easter Ross.

—Afortunados diablillos —dijo Edward—. ¿Todos queremos un cóctel?

—Solo uno. No debo quedarme, tengo que volver con Jamie.

Un bebé de tres meses. Espero estar tan lozana como ella a los tres meses. Edward, agitando los cócteles, dijo:

—Sí, Angus me ha invitado a una comida tan estupenda que pensé que lo menos que podía hacer era acercarle a la estación. Qué lugares más espantosos, las estaciones. Euston parecía una colmena de la época victoriana.

—King’s Cross —apuntó Diana con tono brusco; después, con su atractiva sonrisa, dijo más suavemente—: Era King’s Cross. ¿No te fijaste?

—Edward no distingue una estación de otra —dijo Villy—. Nunca va en tren. Ni en autobús —añadió.

—Conduje uno durante la huelga general.

—Difícilmente ibas a hacerte una idea de los transportes públicos solo con eso. No, gracias, no fumo.

Edward había encendido su cigarrillo y el de Villy, y esta, al ver que no le había ofrecido uno a Diana, le había brindado su pitillera. Hubo un breve silencio mientras bebían a sorbitos, y Villy se preguntó por qué, como decía ella, volvía a sentirse rara. Dijo:

—Cariño, ¿Edna te ha dejado tirado? La casa está hecha un desastre.

—Su madre está enferma, así que le di permiso para que se fuese a su casa a ocuparse de todo. Se me olvidó decírtelo.

—Ah. ¿Cuándo vuelve?

—No sé. Me temo que no se lo pregunté.

De nuevo se hizo el silencio, y entonces Edward, apurando el vaso, dijo:

—Me pregunto cómo le irán las cosas al viejo Chamberlain. ¿Hasta dónde habremos llegado cuando un primer ministro británico tiene que hacer un viaje tan largo para convencer a un tipo extranjero de que sea razonable?

—Estoy de acuerdo —dijo Diana—. Debería ser al revés. ¿Visteis aquella viñeta de una enorme paloma que llevaba un paraguas en el pico? En serio, en vez de andar pidiendo deberíamos cantarle las cuarenta al señor Hitler.

—Tienes toda la razón. Pero supongo que «pedir» es la palabra que utilizan los del Foreign Office para decir «exigir», ¿no crees, Edward?

—Para ser sincero, todo esto se me escapa, aunque supongo que tienes razón. Pero un tipo muy sensato del club dijo que en realidad los checoslovacos no tienen ninguna alternativa, así que no creo que debamos preocuparnos demasiado.

El ambiente se había relajado. Diana se levantó.

—No me queda más remedio que irme. Muchísimas gracias por la copa.

Edward dijo:

—¿Te acerco a casa?

—Ni hablar. Cogeré un taxi.

Villy dijo:

—Podríamos llamar. La parada está ahí mismo, al final de la calle.

—No, de veras, me sentará bien el paseo.

Se había dejado el abrigo blanco en el hall. Una vez que Edward se lo hubo puesto sobre los hombros (hacía demasiado calor para llevarlo puesto, dijo Diana), se volvió hacia Villy diciendo muchísimas gracias, encantada de conocerte. Tenía un cutis maravilloso y sus hermosos ojos eran del color de la lavanda oscura. Una mujer despampanante.

—Dobla a la izquierda y verás la parada en el siguiente cruce —le indicó Villy.

—Gracias. Adiós.

—Adiós —dijeron Edward y Villy casi al unísono.

—Parece encantadora. ¿Cómo es él?

—¿Angus? Es un buen tipo. Aunque un poco vago. Cariño, ¿por qué has venido? No has llegado a decírmelo.

—Ah, bueno, quería hacer unas compras, y ya de paso me acerqué a ver a Bob Ballater.

—No será nada malo, espero.

—Cosas de mujeres, nada más.

—Bueno, pues ahora que estás aquí, ¿quieres cenar? ¿Vamos al Hungaria? —Sabía que le entusiasmaban el local y la música.

—Me encantaría. ¡Ay! ¡Dios mío, casi me olvido! Cuando pensé que no iba a dar contigo, llamé a Hugh y dijo que me llevaría a cenar. Vendrá de un momento a otro. —Ahora no iba a poder contárselo durante la cena.

Edward frunció el ceño; había vaciado la coctelera y después su vaso.

—¡Vaya! No podremos darle largas.

—¿Por qué habríamos de hacerlo?

—Es que está obsesionado con lo que se empeña en llamar «la crisis». Dice que nos estamos postrando, o prostituyendo, no me acuerdo; en cualquier caso, no suelta el tema, y ya le conoces cuando le da por discutir.

—Bueno, podríamos ir a Bentley’s y después al cine. Durante la película tendrá que estarse callado.

—¡Buena idea! Subo un momento a darme un baño.

—Cariño, mañana te enviaré a Phyllis para que se ocupe de ti. Tu vestidor está que da pena verlo.

Edward hizo una mueca.

—¿De veras? Bueno, ya sabes que soy un poco dejado para las tareas domésticas. Prepáranos otro trago, anda. Hugh querrá whisky. —Y subió las escaleras de dos en dos.

Fueron a Bentley’s, donde Villy y Edward comieron ostras y Hugh salmón ahumado, y a Leicester Square a ver Los treinta y nueve escalones, con Robert Donat, que todos disfrutaron. Apenas tocaron el tema de la crisis; mencionaron a los Mackintosh, pero Hugh no los conocía. Villy pensó que Hugh la trataba con mucha dulzura; a Edward, sin embargo, apenas le habló. Después de dejar a Hugh y volver a casa, Edward anunció que estaba agotado, que no se tenía en pie de sueño, y evidentemente ya era demasiado tarde para ponerse a valorar los pros y los contras de añadir un miembro a la familia. De modo que no le contó nada, sino que decidió esperar hasta la próxima visita al médico.

El fin de semana siguiente, segura de que la gira de Waldo se había cancelado y de que, por tanto, Evie estaría ocupada, Sid aceptó la invitación de la Duquesita a quedarse en Home Place. «No te importará compartir tu habitación con ella, cariño, ¿a que no?», le había dicho la Duquesita a su hija. La casa estaba a rebosar, ya que dos hermanas solteras de la Duquesita, a las que se consideraba incapaces de enfrentarse a la Situación, como decían ahora en la familia, habían venido de Stanmore. Desde allí las había traído Tonbridge, que, para su inmensa satisfacción, había conseguido librarse de la señora Tonbridge en el mismo viaje. Le había sugerido que, si tanto quería volver a casa, le iba a ser más agradable hacerlo en coche, de puerta a puerta, que por tren y en metro hasta Kentish Town. «Y jamás vuelvas a pedirme que soporte nada semejante», había dicho ella cuando la dejó en casa. No, claro que no, ni loco lo haría. Con el corazón alegre, recogió a las dos ancianas en Cedar House, metió en el maletero las maletas de bucarán que llevaban inscritas las ajadas iniciales del padre de ambas y las dejó bien instaladas en el coche. Llevaban trajes de punto, bolsos holandeses abarrotados de bordados feísimos y un termo que chorreaba caldo de carne. Se taparon las huesudas rodillas con la manta de viaje y Tonbridge condujo con sosiego hasta Sussex. Cada cuarto de hora hacían comentarios rituales acerca de lo bonito que estaba el campo y le preguntaban por su mujer y su niño, demostrar que trataban bien a los criados. No le molestaba: todo permitía suponer que a partir de ahora le esperaba una vida a la vez apacible y emocionante con la señora Cripps…

Sybil y Villy tuvieron una conversación seria pero vaga acerca de si, en caso de que la Situación empeorase, los chicos debían o no regresar al colegio. Sybil pensaba que Hugh estaría de acuerdo en que no; Villy sabía que Edward pensaría que sí. Decidieron llamar al colegio a ver qué plan había.

Lady Rydal, que llevaba ya casi una semana cómodamente instalada en Mill Farm y se pasaba el día sentada en la butaca más grande suspirando sin hacer nada de nada, dijo que si había otra guerra lo mejor que podría hacer sería meter la cabeza en el horno de gas. «En esta casa no hay gas, abuela», había dicho Nora. «Pero supongo que podrías electrocutarte, aunque creo que para eso hay que tener más conocimientos técnicos». Al oír sus palabras, Jessica y Villy tuvieron que salir de la habitación, muertas de risa.

—En serio —dijo Jessica—, mamá es capaz de pensar que el único objetivo de la guerra, si estalla, es destrozarle la vida a ella. Algo así como el colmo de los colmos personalizado.

—No habrá guerra, ¿verdad que no? —empezó a decir Villy, pero en ese momento llegó Nora.

—No pasa nada —dijo—, no os enfadéis. Le he dicho que lo que hay que hacer es rezar por la paz. Estaba de acuerdo, como no podía ser de otra manera. Dios es de lo más útil para tratar con los ancianos.

El sábado por la tarde, Clary, que llevaba todo el día colorada y gruñona, fue diagnosticada de «algo-le-ronda» por Ellen, que la había reñido por respondona. Le tomaron la temperatura; tenía 38,3 °C de fiebre, así que la hicieron acostarse y llamaron al doctor Carr. Simon se fue a solas a la pista de squash, y allí rezó en voz alta para que fuese la varicela, que, pensaba, podría sacarle del atolladero. Como Zoë no había vuelto aún, Clary tuvo para ella sola a Rupert y a la tía Rachel, que le preparó limonada. El doctor Carr dijo que, fuera lo que fuese, sin duda se manifestaría al día siguiente, y que debía guardar cama.

—Pues claro, cómo no iba a quedarme en la cama si es de noche —le dijo Clary a Polly, malhumorada—. A ver si es que se piensa que me dedico a ir a antros nocturnos.

Pero Polly, cariñosa y comprensiva, dijo que el médico lo decía para curarse en salud, «como hacen los adultos», puntualizó. «Si quieres, te leo», se ofreció. Se le había ocurrido que de mayor podría ser una enfermera divina. Pero Clary dijo que prefería leer ella sola. Cuando vino su padre a darle las buenas noches, le dijo que pensaba que debía seguir pintando en vez de incorporarse a la firma. Rupert, que a estas alturas había consultado (aparte de Angela) con Rachel, Sybil, Jessica y Villy (todas a favor de que se incorporase) y con Louise y Nora (en contra), con lo cual seguía tan ignorante como la semana anterior respecto de lo que pensaba él, dijo que su opinión le era de gran ayuda y que se lo pensaría.

—¡Ay, papá! ¡Me encanta cuando me hablas como si fuera una persona!

—¿No lo hago siempre?

Clary hizo un gesto negativo.

—Buena parte del tiempo me tratas como si fuera una niña. Lo odio. Cuando yo tenga hijos, los voy a tratar maravillosamente bien…, como si —buscó la profesión que más adulta le sonaba—, como si fueran gerentes de banco.

—¡No me digas! Bueno, a los gerentes no los tratan tan bien. La gente les hace la pelota diciendo cosas como «Ay, señor Trajearrayas, ¿sería tan amable de darme tres libras más?», o les odia y se mantiene a distancia.

—¿De veras? ¿Eso haces tú? ¿Las dos cosas?

—Las dos.

—Pobre papaíto. Tiene que ser horrible hacerte viejo y no tener suficiente dinero. Yo en tu lugar buscaría una bonita silla de ruedas de segunda mano ahora que tienes tiempo.

—Vale, eso haré. Y ahora, te voy a arropar.

—¡No! Estoy que me aso. ¡Papá! Dile a Ellen que lo siento. Y ¿puedo beber un poco de agua? ¿Y podrías pedirle a Polly que suba? Y, papá, ¿vendrás a verme después de cenar? Para ver si estoy bien, porque puede que no.

—Sí —dijo Rupert, y se marchó.

Aquella noche, Sid se sentó en el borde de la cama de Rachel y la estrechó entre sus brazos. Se habían pasado el día hablando cada vez que estaban a solas: al volver de la estación, después de comer, cuando habían salido a dar un largo paseo y habían encontrado en el bosque, junto a un riachuelo, una desvencijada tienda de campaña que no habían inspeccionado porque Rachel dijo que tenía un halo de misterio y que mejor no tocarla. «Supongo que será de Teddy», dijo, «le van mucho las acampadas y ese tipo de cosas». Y luego, después del té, volvieron a escabullirse y se sentaron en el prado que había al otro lado del bosque que lindaba con la casa. Era una tarde nublada, y el otoño estaba en el ambiente. Hablaron de ir juntas al Distrito de los Lagos —en Semana Santa, tal vez—, y de si Sid podría ganar más dando clases de media jornada en dos colegios en vez de en uno solo, y de si debería intentar comprarse un coche de segunda mano. Rachel deseaba regalárselo, pero Sid no quería ni oír hablar de ello. Debería habérselo regalado sin más, pensó Rachel. Y también hablaron de la inminente segunda visita del señor Chamberlain —esta vez, a Alemania— y de si el apaciguamiento era o no la mejor táctica. Rachel pensaba que probablemente sí, pero a Sid le preocupaban los checos, que a su juicio tenían todas las papeletas para salir mal parados.

—A fin de cuentas —le rebatió Rachel—, de no haber sido por el Tratado de Versalles ni siquiera existiría ese lugar.

—Exacto. Por tanto, somos responsables de su soberanía. Los tratados pueden provocar guerras con la misma facilidad con que les ponen fin —replicó Sid, y añadió con una sonrisa—: Ya sé que piensas que si discuto contigo es por culpa de mi izquierdismo, pero no. Hay muchas personas en tu bando que piensan lo mismo.

—Lo terrible es que, pensemos lo que pensemos, las cosas no van a cambiar ni un ápice. A mí eso me da mucho miedo. —Tras una pausa, dijo—: Si hubiera una guerra, no te quedarías en Londres, ¿verdad que no?

—Supongo que sí. Está Evie. ¿Qué otra cosa puedo hacer?

—No lo sé. Pero lo que sí sé es que no soportaría que tú estuvieras allí mientras yo estoy aquí metida.

—¿Te quedarías aquí?

—Me figuro que sí. A lo mejor Evie y tú podríais quedaros en la casita de los Tonbridge. Sería una solución.

—Evie estaría insoportable. —De nuevo se pusieron a hablar de Evie, y una vez que la conversación hubo cerrado el círculo la dieron por concluida y volvieron tranquilamente a casa.

Después de cenar, Sid había jugado al bridge con Hugh, Sybil y Rupert mientras Rachel cosía y los observaba. Le encantaba ver que Sid se llevaba bien con su familia; de vez en cuando intercambiaban una mirada fugaz, y ambas se sentían nutridas por el contacto.

Ahora iban a pasar la noche a solas, y en el dormitorio había una ligera tensión. Rachel había querido que Sid se quedase con su cama mientras ella dormía en la estrecha camita infantil que habían colocado al fondo del cuarto, pero Sid no se lo consintió. Lo que ella quería, y al final consiguió, era pasar varias horas tumbada junto a su amor, fingiendo que lo único que quería era esto, un placer mortificante que no se habría perdido por nada del mundo. Pero los secretos horizontes que le abrió permanecieron secretos, y al alba, mientras Rachel dormía satisfecha, Sid se acercó sigilosa a la estrecha camita y se cobró una recompensa imaginaria. Después, cuando quiso dormir, caer en el olvido y despertar a un nuevo día, no pudo. Se quedó tumbada pensando en Rachel, que tanto le había dado, pero que no podía dárselo todo; cuya naturaleza dulce y cariñosa estaba cercada por un impenetrable muro de inocencia. En cierta ocasión le había dicho a Sid que sabía que jamás tendría hijos, ya que se sentía incapaz de soportar lo que tendría que ocurrir antes. «La sola idea me repugna», había dicho a la vez que le afloraba un lacerante rubor. «Supongo que habrá mujeres que consiguen que no les afecte —ya sabes, mientras sucede—, pero sé que yo no podría. Y la idea de que…, en fin, de que al hombre le guste, simplemente hace que lo lamente más aún por ellas». Una vez, alguien a quien había creído apreciar la había besado. «Pero no fue un beso corriente…, fue asqueroso». Al decir esto había intentado reírse, y había añadido: «Es que no se me dan nada bien los cuerpos. Incluso el mío me desagrada, y no quiero tener nada que ver con los de otras personas». Sid había guardado silencio: la revelación la había pillado de nuevas. Entonces Rachel la había cogido del brazo (iban paseando por Regent’s Park) y había dicho: «Por eso me encanta estar contigo, Sid, cariño. Podemos estar juntas y nada de esto se plantea».

Y siempre será así, pensó Sid en estos momentos, y yo ni siquiera podría darle un hijo. Y además la amo y jamás desearé más a nadie…, ni a nadie más. Estuvo llorando antes de dormirse.

El lunes, Clary amaneció cubierta de granos, y el doctor Carr dictaminó que tenía la varicela. Al oírlo, Louise convocó una reunión en el árbol caído del bosque de detrás de Home Place. Habían de asistir Nora, Teddy, Polly, Simon, Christopher y ella, pero Neville, Lydia y Judy se enteraron y también acudieron.

—No os hemos invitado ni a ti, ni a ti ni a ti —dijo Louise al verlos en las inmediaciones con aire vacilante.

—Dijiste una reunión de niños, y nosotros somos niños —dijo Lydia.

—De todos modos, estamos aquí —dijo Neville—, así que no hay nada que hacer.

—Venga, déjales que se queden —dijo Nora.

—¿Prometéis que jamás les contaréis a los adultos nada de lo que se diga junto a este árbol hoy, lunes, 20 de septiembre de 1938?

—Vale.

—No digas «vale» de esa manera. Di «Lo prometemos solemnemente».

Las niñas lo repitieron, pero Neville dijo:

—Lo prometo risueñamente. Significa lo mismo —aclaró al ver la cara de espanto de Lydia.

—Vale. Bueno, el motivo de esta reunión es la varicela de Clary. Que levante la mano el que haya pasado la varicela.

Nadie levantó la mano.

—El caso es que, si lo organizamos bien, todos podríamos estar en cuarentena o con varicela para el resto del curso. ¿Lo entendéis?

—¡Caramba, yo sí! —exclamó Teddy—. No podríamos volver al colegio.

—Exacto. No tendríamos más remedio que quedarnos aquí hasta Navidad, y empalmar con las vacaciones.

—¿Cómo nos contagiamos? —preguntó Polly—. O sea, ¿cómo podemos asegurarnos de que nos contagiamos?

—Tú seguramente ya la habrás pillado, porque compartes habitación con Clary. Es muy contagiosa, la cuarentena es muy larga.

—¡Vayamos todos a abrazarla! —sugirió Judy—. ¿Con eso valdría?

—No. Todos, no. Podríamos contagiarnos todos a la a vez y no serviría de nada. Que vayan dos. Y tú deberías ser uno de los dos, Polly, ya que lo más seguro es que la próxima seas tú.

—Espera un momento —dijo Teddy—. Puede que no queramos no volver al colegio. —A pesar de lo mucho que disfrutaba de las vacaciones, no veía el momento de volver a su equipo de squash porque había estado entrenando mucho.

—Yo personalmente no quiero pillar la varicela —dijo Christopher—. Y tú tampoco, Simon, ¿verdad que no?

Simon se puso colorado y espachurró una piña con la sandalia.

—Depende… No…, no, la verdad es que no —mintió. Había decidido (cobardemente, lo sabía) ir cada noche en secreto a abrazar a Clary para asegurarse de que se contagiaba.

—¿Duele? —preguntó Lydia—. O sea, ¿te puedes morir de eso? ¿Los adultos pueden contagiarse?

—Pueden, pero por lo general ya la han pasado.

—Además, la gente no se muere de varicela —dijo amablemente Louise, acordándose de la pertinaz inquietud de Lydia.

La reunión concluyó con la elaboración de una lista del orden en el que rondarían a Clary, y con instrucciones de hacerlo en el mayor de los secretos.

—Ella tendrá que saberlo, así que no puede ser requeteabsolutamente secreto —señaló Neville.

—Pues claro que lo sabrá. Pero se pondrá de nuestra parte.

El martes, después de medir la pista de squash, el Brigada se fue a Londres y compró veinticuatro catres en los Almacenes del Ejército y la Marina, dando orden de que se transportasen inmediatamente a Sussex en uno de los camiones de la firma. No se lo mencionó a nadie.

El miércoles, Sybil y Villy desayunaron con el hecho de que la varicela de Clary significaba que todos los niños, menos Christopher, estaban en cuarentena. Llamaron al colegio de Teddy y Simon para dar parte. Villy pensó que merecía la pena escribir a la señorita Milliment, que no tenía teléfono, para preguntarle si podía ir a Sussex a dar clase. A la Duquesita le pareció una buena idea, aunque dijo que habría que meter a la señorita Milliment en la casita de los Tonbridge.

—Tonbridge puede dormir perfectamente en el cuarto de las botas —añadió con tono plácido.

Rachel reparó en lo bien que se estaban portando todos los niños con Clary, yendo sin cesar a ver si quería algo… Era conmovedor, la verdad.

—Más bien contagioso, eso es lo que es —dijo Rupert, sorprendiendo el final de la conversación—. Estos granujillas son muy astutos.

Villy volvió a Mill Farm y le habló a Jessica del plan Milliment.

—Y Nora y Judy podrían sumarse también.

—Ay, cielo, ¿seguro que quieres que nos quedemos? —Jessica había pasado la mañana entera preguntándose qué debía hacer. Raymond seguía apechugando con la tía Lena, que al parecer ahora se estaba muriendo: muy despacio y sin dolor, como había vivido. Volver a Hendon con los niños y tener que lidiar con la varicela y con el futuro de Angela se le antojaba, después de aquellas semanas tan felices, un panorama espantoso.

—Tenéis que quedaros, faltaría más. Al menos, hasta que las cosas vuelvan a su cauce.

—¿Y qué hay de mamá?

—Supongo que más vale que le preguntemos qué quiere hacer.

Lady Rydal dijo que lo que ella quisiera era irrelevante y que hicieran con ella lo que mejor les pareciera. Bryant, su cocinera, habría vuelto ya de sus vacaciones, y Bluitt, su ama de llaves y doncella, lo haría a la semana siguiente, así que quizá fuera mejor que se quedase hasta que ambas volvieran, ya que cuando estaban solas se ahogaban en un vaso de agua cuidando de una pobre anciana…

—Pues entonces, no hay más que hablar. —Villy hizo una mueca cuando se quedó a solas con Jessica—. Edward dijo que no creía que pudiese aguantar un fin de semana más con ella, pero no le va a quedar más remedio.

—A fin de cuentas, ya se perdió uno por motivos de trabajo —señaló Jessica.

—Sí, es verdad. ¿Hay noticias de Raymond?

—Creo que debería llamarle esta noche. Solo para ver cómo va la tía Lena.

El jueves, en Londres, Hugh estaba esperando a Edward, que llegaba tarde a comer. Como era el club de Edward, tenía que esperar para que le sirvieran un trago, y se acercó a la gran mesa redonda que estaba abarrotada de periódicos y revistas. Los titulares del Daily Express bramaban: «¿Aceptarán los checos el ultimátum de Hitler? Lo que pide: evacuación de los Sudetes antes del 1 de octubre». Se estaba inclinando para seguir leyendo cuando Edward le puso una mano en el hombro y dijo:

—No te preocupes, hermanito. Ahora todo depende de los checos, ¿no? Y tendrán que ceder. No les queda otra. Dos pink gins grandes, por favor, George. Te voy a invitar a una comida de primera.

Pero durante la comida conocieron a uno que conocía a otro que había conocido al coronel Lindbergh en una fiesta, y este les había contado un montón de cosas interesantes y alarmantes sobre las Fuerzas Aéreas alemanas, que eran más y estaban mejor dotadas de lo que la gente suponía. También les informó de que estaban cavando trincheras en los parques, hecho que pareció perturbar a Edward más que las noticias sobre las Fuerzas Aéreas.

—A ver si al final vamos a tener que tomarnos en serio a esos desgraciados. Dios mío, esta vez me alistaré en la Armada.

—La Armada no tiene mucho que hacer contra los bombarderos. Estamos expuestos a un ataque aéreo descomunal. No va a ser como la última guerra. No van a renunciar a bombardear a civiles.

—Bueno, nosotros dos a nuestros civiles los mantendremos en el campo —dijo Edward con la ligereza que Hugh reconocía en su voz cuando estaba inquieto.

Durante el resto del almuerzo hablaron de trabajo y de la indecisión de Rupert.

—Si al final se incorpora, va a tener que tomar decisiones continuamente, y por ahora no puede decirse que tenga un historial muy dinámico en este sentido.

Hugh dijo:

—Bueno, nos tendrá a nosotros para domarle.

—No estoy tan seguro.

Ambos comprendieron que estaban a punto de sacar otra vez el tema y se hizo un breve silencio, que Hugh interrumpió:

—Creo que sería sensato que tomásemos medidas por si se produce una emergencia.

—¿En relación con Rup?

—En relación con todo.

Edward miró a su hermano, sus ojos angustiados y honestos, el tic nervioso que empezaba a asomar bajo el pómulo derecho, el muñón de seda negra que estaba apoyado en una esquina de la mesa y, por último, de nuevo sus ojos. La expresión de Hugh no había cambiado.

—Piensas que soy un carcamal miedoso y terco, pero sabes que tengo razón.

Zoë se había metido en una situación bastante delicada. La solución no podía ser más sencilla ni tampoco más aburrida, y la contemplaba como un último recurso. El estado de la señora Headford había mejorado lo suficiente como para que pasase parte del día levantada, lo cual implicaba que Zoë tenía que estar muchas más horas con ella que cuando debía guardar cama. También implicaba que el doctor Sherlock tenía muchos menos motivos para hacer sus visitas, aunque seguía haciéndolas. Los tres primeros días, cuando su madre había estado malísima, Zoë le había preparado huevos pasados por agua y rebanaditas finísimas de pan con mantequilla; incluso había conseguido hacer compota de ciruelas, y le había hecho la cama a diario, y había limpiado el cuarto de baño…, tareas horribles que, solo de contemplarlas cada mañana desde el incómodo sofá de la salita, ya le cansaban. Únicamente salía para ir a cambiar los libros de la biblioteca; Ruby M. Ayres para su madre, que necesitaba algo ligero, y cualquier cosa que encontrase para ella, sobre todo Somerset Maugham y Margaret Irwin. Se había aburrido profundamente, y los únicos alicientes del día habían sido la llamada de Rupert por la tarde (tres minutos rigurosos porque la Duquesita veía el teléfono, sobre todo las conferencias, como un lujo)…, y la visita del doctor Sherlock. El doctor tendría unos cuarenta años, calculaba Zoë, pues su cabello, abundante y ondulado, estaba salpicado de canas. Era increíblemente alto y tenía los ojos castaños y una voz reconfortante, y Zoë reparó en que su madre se esforzaba por estar aseada, como decía ella, cada vez que venía. La primera vez que vino, Zoë le había acompañado al dormitorio, donde su madre yacía incorporada en la cama envuelta en su mañanita color melocotón con ribete de plumón de cisne, y después había salido cerrando la puerta y había vuelto en silencio a la abarrotada salita para poner un poco de orden. Cuando Zoë se casó, su madre se había mudado a un piso más pequeño y más barato, y, como no había tenido el valor de desprenderse de prácticamente nada, el piso estaba lleno hasta rebosar. Zoë no tenía dónde dejar su ropa, ni siquiera la ropa de cama con que preparaba cada noche el sofá, y tenía que guardar el maquillaje en el minúsculo y oscuro cuarto de baño. Cada superficie plana estaba llena de fotogafías, en su mayoría de Zoë en cada fase de la infancia y hasta la actualidad. Las paredes, casi todas en rosa melocotón (el color que, según había aprendido su madre gracias a la señorita Arden, era el más favorecedor para las mujeres), estaban ahora discretamente sucias y armonizaban con las tupidas cortinas de tul que cubrían las ventanas, suavizando y suprimiendo toda la luz del sol. El piso estaba en la cuarta planta de un bloque de apartamentos; para salir había que montarse en un ascensor tipo jaula increíblemente lento que a menudo se quedaba atascado en otra planta porque los inquilinos no habían cerrado las plúmbeas puertas. Parecía una prisión, pensó Zoë, y no bien lo hubo pensado cuando entró en la habitación el doctor Sherlock.

—Bueno, señora…

—Cazalet.

—Señora Cazalet, su madre se está recuperando bien. Le he dicho que tiene que mantener reposo al menos unos días más. Que siga una dieta blanda: pollo, pescado, ese tipo de cosas…

—No se me da muy bien la cocina. ¿No cree que estaría mejor en el hospital?

—No, no. Seguro que prefiere mil veces que la cuide usted. Podrá quedarse unos días, ¿no? Me ha parecido que su madre estaba preocupada por eso.

—Solo unos días. Mi marido está en el campo, con los niños.

—Ah, entiendo. Y usted no quiere dejarlos solos mucho tiempo.

—Bueno, en realidad es cosa de mi marido. No le gusta quedarse solo demasiado tiempo.

El doctor la miró con una sonrisita.

—Me lo puedo imaginar. Bueno, tal vez pueda usted llevarse a su madre al campo dentro de unos días.

—¡Ah, no, imposible! Verá usted, estamos en casa de sus padres. No cabe ni un alfiler.

El doctor había estado escribiendo algo en su recetario, y en este momento se interrumpió para mirarla. Esta vez, no había duda de su admiración. Rasgó la receta y se la dio.

—Bueno, decida lo que decida, no deje a su madre dudando. Lo fundamental es ahorrarle las preocupaciones. Le he recetado un sedante suave que la ayudará y que además le permitirá dormir bien durante toda la noche.

—¿Vendrá mañana?

—Sí. Por cierto, ¿tienen un orinal?

—Esto…, no creo. —No había visto un orinal en toda su vida.

—Bueno, compre uno en la farmacia. Me gustaría que su madre guardase completo reposo durante un par de días. No conviene que ande yendo y viniendo del servicio. —Estaba guardando el cuadernillo en su maletín y preparándose para salir—. Hasta mañana, señora Cazalet. Ya salgo yo solo.

Oyó que abría la puerta de la calle y que la cerraba, y después se hizo el silencio. Pasó un día horroroso, comprando comida, el medicamento recetado y el orinal, y tratando de persuadir a su madre de que lo utilizase; y encima teniendo después que vaciarlo, limpiarlo y dejarlo de nuevo en el dormitorio melocotón tapado con una toalla melocotón. En la pescadería de Earl’s Court Road (tuvo que darse un buen paseo para encontrar una), una mujer muy agradable le dijo cómo tenía que cocinar los filetes de platija que compró. «Es para un enfermo, ¿no? Ponlo entre dos platos sobre una cacerola con agua caliente y ya está, corazón». Quedó claro, pero no había preguntado durante cuánto tiempo, y se quemó los dedos con el plato superior cuando quiso ver si ya estaba hecho. Al poco rato, el piso entero olía a pescado, y después resultó que su madre no quería ni verlo.

—Creía que sabías que a mí el pescado no me va, Zoë. No te preocupes, me apaño con un poco de pan y leche. Y unas uvas —gritó cuando Zoë hubo salido del cuarto con la bandeja—. ¿Has comprado las uvas?

—No me dijiste que querías. Te pregunté si querías algo y dijiste que nada. Saldré esta tarde.

—No quiero ser una molestia.

Pero lo eres, pensó Zoë, raspando el pescado del plato y tirándolo al cubo de la basura. El asunto del orinal le había quitado las ganas de comer. Volvió a salir y compró uvas y una lata de sopa de tortuga para la cena de su madre. Por la noche se quejó largo y tendido con Rupert de lo horrible que era todo y de lo mucho que le echaba de menos. Rupert fue un cielo, dijo que seguro que era una enfermera maravillosa, que no se podía hacer nada más y que llamaría al día siguiente.

Después de aquello, las cosas cambiaron a toda velocidad. El doctor Sherlock vino por la mañana. Zoë había hecho café (casi era lo único que se le daba bien hacer) y le ofreció una taza al término de la visita. Aceptó una taza rápida. Su madre estaba cada vez mejor, dijo, dentro de nada debería pasar un par de horas al día levantada, aunque ya le había dicho a ella que aun así se echase la siesta y se acostase temprano.

—Y ¿usted qué hace cuando su madre se acuesta?

Zoë se encogió de hombros.

—Nada. Se conoce que todas mis amigas están fuera, y no quiero ir sola al cine. —Había intentado localizar a un par de antiguas amigas del colegio, pero sin éxito. Miró la taza que descansaba sobre su regazo y después otra vez a él, con una sonrisita de lo más atractiva—. Pero en realidad no debería quejarme.

—Tengo comprobado que no por ello deja uno de quejarse. Bueno, yo también puedo quejarme. Mi mujer se llevó a los niños a Hunstanton a pasar, se suponía, quince días, y ya van tres semanas, y no dan señales de que vayan a volver.

—¡Pobrecito! —Le ofreció la cafetera.

—Gracias, estaba delicioso, pero aún me quedan más visitas antes de comer. —Se puso en pie. Sí, era increíblemente alto.

Aquella tarde, Zoë se pasó por su casa a por más ropa.

Hacia el final de la semana, su madre había empezado a levantarse un rato cada día, y era capaz de bañarse y de usar el váter. El viernes, el doctor Sherlock le preguntó si quería salir a cenar con él.

—Si no tiene nada mejor que hacer, claro.

No tenía nada mejor que hacer.

Curiosamente, por acuerdo tácito no informaron a su madre de este plan. Zoë dijo que se iba al cine, él no dijo nada. La llevó a Prunier’s y, mientras tomaban paté Traktir con chablis, intercambiaron esos datos elípticos, fascinantes y a menudo engañosos acerca de sí mismos que abonan el terreno para la atracción física. ¿Cuánto tiempo llevaba casada? Casi cuatro años. Debía de haberse casado jovencísima, entonces. A los diecinueve, una niña. ¿Y los hijos? No tenía hijos, la verdad. Su marido había estado casado antes; los niños que había mencionado eran de su esposa anterior. Era demasiado joven para hacerse cargo de hijastros. Sí, a veces era difícil. Llevaba un vestido de cuello halter que realzaba su atractivo cada vez que, en respuesta a algún comentario sobre su extrema juventud o sus consiguientes dificultades, encogía fugazmente los hombros con gesto abnegado. Había querido ser actriz, le informó, pero el matrimonio había puesto fin a todo aquello. No le extrañaba nada que hubiera querido ser actriz, dijo él. A estas alturas habían llegado al lenguado Véronique y Zoë le pidió que le hablase de él. Nada especial: era médico de familia, con bastantes pacientes; tenía una casa en Redcliffe Square, llevaba doce años casado y tenía dos hijos. A su mujer no le gustaba Londres y con un dinero heredado de su padre había comprado una casita en Norfolk de la que le costaba separarse. A él el campo no le hacía mucha gracia, prefería mil veces la ciudad. ¡Sí, desde luego, ella también! Brindaron, mirándose a los ojos, por esta coincidencia, que cobró una deliciosa relevancia. «¡Es increíble —dijo él con fingido desenfado— que seamos tan parecidos!». Iban ya por el café cuando se acercó un camarero a decir que había una llamada para el doctor. Al volver, dijo que lo sentía en el alma, pero iban a tener que marcharse, tenía que pasarse a ver a un paciente. No, no, termínate el café. Pidió la cuenta.

—Qué lástima. Tenía la esperanza de llevarte a bailar a algún sitio.

—¿De veras? —Zoë no pudo reprimir del todo su decepción—. ¿Cómo sabían que estabas en el restaurante?

—A los casos graves siempre les dejo un número de teléfono cuando salgo. Forma parte de mi trabajo. No tengo un socio.

Al dejarla en el bloque de apartamentos, le dijo:

—¿Te importa que no te acompañe hasta la entrada?

—Claro que no. Gracias por la cena. Me ha encantado salir.

—Y a mí me ha encantado salir contigo. Quizá podríamos salir a bailar en otra ocasión, ¿no?

—Quizá.

Se quedó mirándola mientras subía los escalones a paso ligero y abría la puerta del edificio con la llave. Zoë se dio media vuelta y dijo adiós con la mano, y él le tiró un beso. Era la primera vez que Zoë salía a cenar sola con un hombre que no fuera Rupert desde que se casó, y tenía la sensación de que volvía a pisar un terreno que le resultaba a la vez familiar y emocionante.

Al día siguiente volvió a pasarse por su casa, esta vez a por un vestido de noche, y dos días después el doctor la llevó al Gargoyle. Era un bailarín de primera, la banda tocó todas las canciones favoritas de Zoë y el maître la saludó por su nombre. Esta vez no los interrumpió ninguna llamada telefónica. Llevaba su viejo vestido blanco sin espalda (al fin y al cabo, él que iba a saber si era viejo o no), una cinta de terciopelo verde con hebilla de diamantes de imitación ceñida al cuello y sus cómodos zapatos verdes de siempre, perfectos para bailar. La emoción y el placer avivaban su belleza, dotándola de un aspecto a la vez más infantil y más misterioso, y el doctor cayó en sus redes. Le dijo, al principio como de pasada, que era una bailarina formidable y que era preciosa; Zoë recibió sus vacilantes cumplidos cortésmente, como una mujer rica a la que le regalan un ramo de margaritas. Pero más tarde, cuando ya habían bebido mucho y su admiración ascendió de elogio a homenaje («Jamás, en toda mi vida, he visto a una mujer ni la mitad de hermosa que tú»), las respuestas de Zoë se volvieron más serias. Segura de la impresión que había causado su aspecto, se permitió coquetear diciendo verdades a medias.

—Soy aburridísima, de veras. Y tengo un carácter bastante frívolo.

—De aburrida no tienes nada. ¿Te apetece un brandi?

Zoë negó con la cabeza.

—¡Sí que lo soy! Y no sé nada de política ni leo libros serios…, ni… —buscó más defectos inocuos—, ni voy a reuniones ni hago obras de caridad. —Hubo una pausa; el doctor no podía apartar la vista de ella—. Y no sé si te habrás dado cuenta de que hay muchos cuadros, dibujos de mujeres, en las paredes del bar. Bueno, pues son de un señor muy famoso que se llama Matisse, pero yo no les veo ningún sentido.

—Me encanta tu sinceridad.

—Apuesto que te acabaría aburriendo.

Zoë miró el brandi del doctor Sherlock, que hizo una seña al camarero.

—Siempre cambias de opinión sobre el brandi, ¿no? —La noche anterior había pasado lo mismo; le encantó estar tan informado sobre algo que guardaba relación con ella.

Zoë le miró con un gesto de vago reproche.

—Siempre siempre, no. Yo nunca hago nada siempre.

—Pues claro que no.

—Y las cosas de la casa no se me dan nada, nada bien…, soy una negada para la cocina…, y si quieres que te diga la verdad, ni siquiera creo que tenga instinto maternal. Ya ves.

Pero él estaba demasiado borracho como para reconocer estas verdades como puños.

Y ahora… ¿Cuánto tiempo había pasado, ocho días…? Zoë comprendió que el asunto había ido demasiado lejos. Estaba locamente enamorado de ella. Había intentado llevársela a la cama, pero ella había resistido lo que, para su sorpresa, resultó ser una tentación muy fuerte. A raíz de esto se había sentido de lo más virtuosa durante sus conversaciones telefónicas con Rupert, que cada vez eran más deshonestas. Su madre estaba mejorando, pero despacito, le había dicho; bajo ningún concepto podía marcharse antes de asegurarse de que estaba lo bastante recuperada como para vivir sola. Con su madre, las cosas eran distintas. Esta había interrumpido la lectura de una novela después de que Zoë terminase una de sus cautelosas conversaciones telefónicas con Philip, que llamaba como mínimo tres veces al día, para decirle:

—Estás saliendo con él, ¿verdad?

—¿De qué me estás hablando, si puede saberse?

—Con él. Con el doctor Sherlock. ¿Lo sabe Rupert?

Haciendo caso omiso a la pregunta, Zoë dijo:

—He cenado con él un par de veces…, sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—No está bien, Zoë. Tienes un matrimonio estupendo…, bueno, tu matrimonio y todo lo demás. Pero si Rupert lo sabe y no le molesta, supongo que no pasa nada, ¿no?

Zoë volvió a dar la callada por respuesta a esta pregunta tácita, y su madre no tuvo el valor de repetirla.

Zoë le pidió a Rupert que no llamase nunca a partir de las siete de la tarde pues podría despertar a su madre, y de este modo se sintió segura.

Aquella tarde la llevó, como había prometido, a ver a Lupino Lane en Mi chica y yo. Zoë disfrutó de la función, tanto más cuanto que sabía que él la estaba mirando a ella y no al espectáculo. Después se fueron al Savoy, cenaron y bailaron. Zoë llevaba su vestido más nuevo, el verde aceituna de seda acanalada sin tirantes, que había comprado porque el color hacía juego con sus ojos y realzaba el blanco lustre de sus hombros. Se había recogido el cabello sobre la coronilla y llevaba la cinta de terciopelo verde abrochada a la nuca (se había dejado todas sus joyas en Sussex; una lástima, la verdad). Sabía que tenía un aspecto inmejorable, y estaba secretamente ofendida porque, hasta ahora, él no se lo había dicho. Sin embargo, todos los demás se fijaban en ella: el maître, el sumiller, incluso Carroll Gibbons, que le sonrió desde el piano, sus gafas soltando destellos, cuando salieron a la pista de baile.

—Estás muy callado —dijo al fin—. ¿No te gusta mi vestido? Me lo he puesto especialmente para ti. ¿No voy lo bastante elegante?

—¿Elegante? —contestó él—. Yo no me referiría a ti con esa palabra. —Zoë notó que su mano le presionaba la parte baja de la espalda—. Eres absolutamente irresistible. Te deseo más que a nada en este mundo.

—¡Ay, Philip!

No mucho después, cuando ya habían cenado y las luces eran más tenues, le preguntó si, en el caso de que ambos estuvieran libres, se casaría con él.

Zoë se quedó mirándolo, incrédula: parecía que hablaba completamente en serio.

—¡Pero es que sí que estamos casados!

—En mi caso, a duras penas. Mi mujer ha escrito diciendo que cree que va a estallar la guerra y que, por tanto, no piensa volver a Londres. Va a dejar a los niños en el campo. Creo que me concedería el divorcio si se lo pidiera. Además, hace años que lo nuestro no es un matrimonio de verdad.

—¡Pobrecito!

La miró con una sonrisa ligeramente sardónica.

—No lo sientas por mí. De vez en cuando he encontrado consuelo en otros lugares y con eso me ha bastado…, hasta ahora. Soy muy buen amante —añadió.

Hubo un breve silencio: Zoë se sentía violenta. Quiso decir algo maduro y que quitase hierro al asunto.

—Me siento muy halagada, claro, pero es imposible. Rupert jamás se divorciaría de mí.

—¿Y tú querrías que lo hiciera?

Más adelante se daría cuenta de que, si hubiese sido sincera, si le hubiese dicho que no quería divorciarse, que, aunque se sentía atraída por él, no estaba enamorada, las cosas podrían haber sido, casi seguro que habrían sido, muy distintas. Pero antes había cometido el error de insinuar que la situación en casa era «difícil» y había disfrutado de su comprensiva atención. De no haber sido tan tonta, jamás se habría metido en semejante lío. Porque eso es lo que era, un lío bien gordo. Advirtió, incómoda, que él iba mucho más en serio de lo que ella había querido. Su vehemencia la asustaba, y de nuevo fue deshonesta. Él se sentiría mejor, pensó, si le dejaba pensar que ella compartía sus sentimientos, pero que sus principios le impedían hacer lo que, naturalmente, ambos deseaban. Esto pareció facilitar las cosas, pero cuando la estaba llevando a casa le suplicó que se fuese con él a la suya; ella se negó y él le imploró; ella se negó y él la besó; ella lloró y él se mostró tierno y arrepentido. Para cuando se acostó en el sofá estaba tan exhausta que no podía dormir, se sentía culpable e irritable y estaba de un humor de perros, y lo único que quería era huir de todo aquello.

A la mañana siguiente, su madre, que había estado mucho más preocupada de lo que le había dado a entender a Zoë, anunció que se iba a convalecer con su vieja amiga Maud Witting, que vivía en la isla de Wight y llevaba tiempo pidiéndole que fuese a visitarla.

—Así podrás volver a Sussex, cariño; sé que preferirías estar allí.

Profundamente aliviada, Zoë se portó, en palabras de su madre, «como un ángel»: le hizo la maleta, salió a comprarle artículos de aseo y la cajita de Frutas Meltis para regular el tránsito intestinal que siempre se llevaba cuando se quedaba con su amiga, y por último la acompañó a Waterloo en taxi y se cercioró de que quedaba cómodamente instalada en el tren.

—Dale recuerdos a Rupert de mi parte. ¿Le has dicho que volverás a casa esta noche?

Zoë mintió. Sabía que no se había portado demasiado bien con su madre y no quería preocuparla. Pero al salir de la estación la invadió una sensación de libertad. Su madre estaba mejor y se lo iba a pasar bien en lugar de seguir encerrada en aquel horrible pisito, y ella, Zoë, podía desaparecer sin más y no volver a ver a Philip. Como tenía que sacar del piso de su madre lo que a estas alturas era ya un vestuario considerable para llevarlo de nuevo a Brook Green, decidió quedarse una noche más en Londres y decirle a Philip que al día siguiente se marchaba a Sussex. Se las arregló para comunicárselo por teléfono (Philip ya no se pasaba a ver a su madre, a la que consideraba lo suficientemente recuperada). Se produjo un silencio al otro lado del teléfono, y entonces Philip dijo:

—¿Entonces no quieres una fiesta de despedida?

Y Zoë se vio respondiendo que no, que si a él le apetecía quedar, ella encantada. Le pareció que se había mostrado sincera, y desapegada: si quería verla, era cosa de él.

Se pasó a recogerla a la hora de siempre, cenaron en el Soho en un restaurante al que no la había llevado nunca, y, en apariencia, pero solo en apariencia, todo seguía igual. No tardó en darse cuenta de que Philip no hacía ningún comentario sobre su aspecto (hasta entonces, un tema recurrente), y al cabo de un rato se empezó a preocupar. Llevaba un vestido que a estas alturas él ya conocía de sobra, y además la víspera había dormido mal… Finalmente comentó algo al respecto, pero él se limitó a decir que la veía como siempre y siguió hablando de todo un poco, de cosas impersonales como de si la televisión acabaría calando en el público general. ¿La había visto alguna vez? ¿No? Desde luego, si acababa prendiendo, sería el fin de la radio y, suponía, del cine.

—Me gustaría haber sido actriz de cine —dijo Zoë.

—¿Ah, sí? Bueno, supongo que compartes esa ambición con todas las dependientas de Londres.

No le gustó que la metiese en el mismo saco que a todas esas, y se puso de morros. No estaba resultando ser el tipo de velada de despedida que se había imaginado. Al final, fueron a bailar y él dejó de hablar, y el ambiente mejoró. Justo antes de irse a casa, la besó en la pista de baile y Zoë supo que la seguía deseando.

Dijo que subiría con ella para comprobar que entraba sana y salva en el piso, y ella le dijo que no se molestase, que no quería despertar a su madre. «¿Tu madre?». Sí, se temía que la víspera la habían despertado y le había prometido que no volvería a hacerlo. «Te prometo que no despertaremos a tu madre», dijo él, entrando con ella en el ascensor. «Solo quiero tomarme una taza de té y charlar un ratito. Al fin y al cabo, es nuestra última noche», añadió.

—Ha sido divertido —dijo ella.

—¿Ah, sí?

Zoë cerró la puerta de la calle con una cautela exagerada, y se quedaron en el sombrío y angostísimo hall. Philip le quitó el chal y lo dejó en una silla.

—No es cierto que te apetezca un té, ¿a que no?

—No, ni pizca. —Y la estrechó entre sus brazos y la besó. Hasta ahora, esto siempre había sido emocionante, pero lo que a Zoë le había gustado era el deseo de él; sus propios sentimientos se habían mantenido protegidos y distantes. Esta vez sintió que respondía, y empezó a ponerse nerviosa.

Intentó zafarse de él, y, cuando dejó de besarla, dijo:

—Esto no es charlar. Mejor será que te marches, Philip.

Él le puso las manos sobre los hombros desnudos y dijo con tono neutral:

—¿Te parece que todo esto ha ido demasiado lejos?

—¡Sí! ¡Sí, eso me parece!

—¿No quieres que hagamos algo de lo que ambos nos arrepentiríamos?

—Pues claro que no. —Intentó decirlo con tono despreocupado, pero la expresión de ternura y admiración que se había acostumbrado a ver en sus ojos había desaparecido, y cuando lo miró no supo discernir qué había en su lugar—. Además, ya te he dicho que no debemos despertar a mamá. —En la brevísima pausa que siguió a estas palabras, le dio tiempo a pensar que el piso estaba sumido en un silencio sepulcral y que nadie la oiría si gritaba. Y vio que él estaba muy enfadado, y que estaba sonriendo.

—¡Pequeña embustera! Tu madre me llamó esta mañana para que le enviase una receta por correo. Podrías haber vuelto hoy con tu marido, ¿no? ¡Pero no podías resistirte a una tarde más de jueguecitos! Eres muy hermosa, querida. También eres la criaturita más egocéntrica que he conocido en mi vida. Siempre has sabido cuál era tu punto fuerte, ¿a que sí? Pero de tu punto débil no sabes nada: ya va siendo hora de que lo aprendas. —Con un movimiento preciso y repentino, la cogió en brazos, la llevó a la salita y la echó sobre el sofá.

Después se sucedieron unas horas que habría de recordar el resto de su vida con una especie de vergüenza de doble filo. Vergüenza de tipo convencional por el mero hecho de que hubiera sucedido, y vergüenza de una naturaleza más auténtica e insidiosa: por haber ofrecido una resistencia de pacotilla, por haberse sumergido de lleno en algo que nada tenía que ver con lo que hasta ese momento había identificado con hacer el amor. Y es que no la cortejó con palabras bonitas, no hizo el menor intento de requerir sus amores: no dijo nada, nada en absoluto. Simplemente, se puso a liberar la sensualidad de Zoë a través del tacto, observando cada efecto. Años después, viendo una película francesa en la que unos hombres asaltaban un banco y uno de ellos tanteaba la caja fuerte en busca de la combinación acertada, reconoció aquella mirada fija e impasible, y se corrió, y se sonrojó en la oscuridad. Una vez que Philip hubo descubierto lo que la excitaba, lo utilizó, de modo que ella, que siempre había sido la que concedía los favores, pasó a ser la que suplicaba; la llevó desde la protesta inicial a la docilidad y de ahí a la avidez, y en ese momento se refrenó hasta que Zoë se puso como loca: durante el resto de su vida, habría de oír su propia voz implorándole. Horas después, cuando este proceso se hubo repetido y resuelto varias veces, debió de quedarse dormida, porque de repente se dio cuenta de que estaba sola, tapada con una manta, la lámpara aún encendida en la desvencijada mesa del rincón y atenuada por la luz gris de la mañana.

Al principio pensó que él debía de seguir allí, pero cuando se levantó, envuelta con la manta, no tardó en descubrir que no estaba. Notaba el cuerpo agarrotado y dolorido, y tenía tortícolis de haber dormido en mala postura en el sofá. Su ropa de la noche anterior estaba desparramada por el suelo, por donde él la había ido tirando. Saber que se había marchado le supuso una especie de alivio. Mientras se bañaba, sonó el teléfono. Lo mismo hasta se piensa que voy a responder, se dijo, recogiendo las migajas de su antigua imagen, de la altiva y adorable Zoë que era capaz de manipular a cualquier hombre sin pestañear. Pero, cuando dejó de sonar, se preguntó qué diablos le habría dicho Philip. Hasta pensar se le hacía cuesta arriba.

Mucho más tarde, cuando se hubo vestido y preparado una taza de té, el teléfono volvió a sonar. Lo dejó sonar dos veces y lo cogió. Que hablase él; ella no diría nada, como tampoco había dicho nada él la noche anterior.

—¿Zoë? Cariño, sé que es tempranísimo para ti, pero no podía dejar de llamarte…

Era Rupert. Hugh había llamado la víspera; Edward y él estaban preocupados por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, y Hugh había dicho que Londres no era un lugar seguro si las cosas se ponían peliagudas. Había intentado llamar la noche anterior, pero debía de haber salido. De manera que ¿por qué no cogía un tren esa misma mañana y se llevaba a su madre si era necesario? Había uno a las diez y veinticinco, añadió.

Zoë se oyó a sí misma explicando que su madre se había marchado, y diciendo que en cualquier caso tenía pensado volver ese mismo día.

—¿Has llamado antes? —preguntó.

—Santo cielo, claro que no. Ya sabes cómo te pones si te despierta el teléfono. Entonces, iré a buscarte a Battle. Adiós, cielo.

Zoë colgó el auricular; estaba temblando y le flaqueaban las rodillas. Entró tambaleándose en la salita y se desplomó en la butaquita dorada que había al lado de la lámpara. Era demasiado pronto para oír a Rupert. La herida estaba demasiado tierna, y se sentía confusa; necesitaba tiempo antes de volver a verle, y ahora resultaba que no lo iba a tener. Se echó a llorar y trató de construir una versión de lo sucedido que se le hiciera soportable. Había ido demasiado lejos con aquel hombre y él se había aprovechado de ella: la había violado. No, no la había violado. Ella no tenía la culpa de ser tan deseable, él era mucho mayor, ella le había dicho que estaba casada y que jamás abandonaría a su marido, conque ¿por qué no lo había aceptado sin más y se había largado? Pero había intentado atraerle, había querido que se enamorase de ella, no se había andado con miramientos. «¡Pequeña embustera!».

Tanto se había enamorado de ella que había tenido que hacerle el amor, y ella había pensado que eso, al menos, se lo debía. Pero lo sucedido la víspera —empezaba a comprenderlo ahora— no había tenido nada que ver con el amor. No se había entregado a él por gentileza: «¡Ah, Philip, por favor…, por favor!». La había seducido, era evidente que tenía mucha experiencia…, debía de haberse acostado con montones de mujeres. Lo tenía todo planeado desde el principio. Si se le hubiese resistido la noche anterior, probablemente la habría violado. Pero si salías a bailar todas las noches con un hombre al que sabías que le atraías con locura y después le invitabas a lo que sabías que era un piso vacío, ¿qué cabía esperar? ¿Cómo era aquello que le había dicho? Algo así como «No sabes nada de tu punto débil». En estos momentos, era como si no supiera nada más, como si toda ella fuese ese punto débil. Era un signo de debilidad verse reducida a una especie de…, no encontraba las palabras… ¿De animal? ¿De furcia? Pero ellas lo hacían por dinero, ¿no? Si lo de anoche hubiese sido una cuestión de dinero, habría sido ella la que hubiese pagado… Ninguna de las reconstrucciones que aventuraba sonaba lo suficientemente verdadera como para consolarla. Apagó la lámpara y, apocada y sin fuerzas, se puso a recoger su ropa del suelo, a vestirse y a hacer la maleta para emprender el viaje de vuelta a Sussex.

Esa misma mañana, Raymond llamó a Mill Farm durante el desayuno para anunciar que la tía Lena había fallecido. Nora adivinó que debía de ser eso porque su madre estaba poniendo su voz artificial. Nadie, pensó Nora, podía sinceramente lamentar tantísimo que la tía Lena se hubiera muerto; era más vieja que la tana y no daba la impresión de haber disfrutado nunca de nada, pero observó que la tía Villy se contagiaba de la voz de su madre y que las dos sonaron exactamente igual cuando dijeron que era una lástima. El funeral se iba a celebrar el lunes, dijo Jessica, y Raymond era de la opinión de que Angela y Christopher debían acompañarla a Frensham.

—¿Y no puedo ir yo también? —gritó Nora—. ¡No he ido nunca a un funeral!

—Sí, sí que has ido —dijo Neville—. La semana pasada fue el funeral de Bexhill, y tú estuviste.

—Una semana apenas —dijo Louise, soñadora—, cuando ni siquiera han perdido el brillo los zapatos que calzaba al acompañar el cadáver de mi pez…[2]

—¡Callad, niños! O marchaos si habéis terminado el desayuno.

Lydia se levantó al instante.

—¿Adónde quieres que vayamos, mamaíta guapa? Dime adónde te gustaría más que fuéramos.

—Al infierno —dijo Neville—, o si no al váter, supongo.

Judy, que siempre tardaba mucho en comer, se metió la tostada en la boca y dijo:

—¿Es difícil enterrar a los gordos? La tía Lena era descomunal —explicó.

—Judy, ¡por favor, cállate y sal de la habitación!

—Nosotras también tenemos que irnos —le dijo Louise a Nora, anticipándose a que las echasen.

Villy soltó un suspiro de alivio, y entonces reparó en que Angela seguía con ellas.

—Tranquila, mamá, será mejor que me vaya si no quiero llegar tarde a la sesión.

Rupert estaba pintando su retrato todas las mañanas de diez a una, iniciativa esta que le permitía a Angela pasar varias horas a solas con él sin abrir la boca. El retrato estaba casi terminado, pero vivía con la esperanza de que empezase uno nuevo.

—A veces me pregunto si no se habrá encaprichado un poco de Rupert —dijo Jessica nada más salir su hija.

—Bah, y qué. Si de alguien puede encapricharse sin peligro, es de Rupert. Supongo que simplemente estará ilusionadísima con que la retrate. ¿No te acuerdas de lo emocionada que estabas tú cuando Henry Ford te retrató para un cuento de hadas?

—Sí, pero no me atraía ni pizca. Lo mío era pura vanidad. —Movió la cabeza como para volver en sí—. ¡Ay, Dios! ¡Pobre Raymond! Le toca encargarse de todos los preparativos para el funeral, y este tipo de cosas se le da de pena.

—Supongo que tendrás que ir, ¿no?

—Por supuesto. Pero no me quiero llevar a los niños, la verdad. Christopher lo va a pasar fatal y Raymond se enfadará con él, y Angela seguro que se enfurruña y dice que no tiene ropa adecuada. Yo tampoco, por cierto.

—Tengo un vestido blanco y negro que podrías ponerte si no te queda demasiado corto. Y si dejas aquí a los niños, podrás volver antes.

Aunque no le había hablado a Jessica del posible embarazo, sabía que echaría de menos a su hermana cuando se marchase: con ninguna otra persona tenía tanta intimidad. De hecho, las semanas que llevaba compartiendo con ella le habían abierto los ojos a lo sola que estaba.

A las once de aquella mañana, uno de los camiones de la firma Cazalet se metió lentamente por el camino. El conductor bajó de la cabina y dio unos toques en la ventana de la cocina con un grueso lapicerito que se sacó de detrás de la oreja. La señora Cripps, que estaba inmersa en la preparación de un estofado irlandés con tres kilos de pescuezo de cordero, mandó a Dottie a buscar a la anciana señora Cazalet. Pero a Dottie no se le daba bien buscar a nadie. Desapareció al punto, pero no volvió porque sabía por experiencia que no convenía presentarse ante la señora Cripps sin el deber cumplido. Pasó el tiempo; el conductor volvió a la cabina, donde se comió un bollo cubierto de coco rallado, se bebió un termo entero de té y se leyó el Star. La señora Cripps se olvidó del asunto hasta que necesitó el canasto de ciruelas victoria y vio que Dottie no las había cogido de la puerta de atrás, donde se suponía que las habría dejado McAlpine. Llamó a Dottie a voces y Eileen dijo que hacía rato que no la veía, y que allí estaban las ciruelas: el sol les caía a plomo y había avispas por todas partes.

—Eileen, será mejor que vayas a buscar a la señora, aunque no me hace falta ser muy lista para saber que a estas alturas habrá uno más a cenar.

Así que Eileen fue a llamar a la puerta del salón, donde la Duquesita y Sid estaban tocando.

—Qué cosa más rara —dijo la Duquesita a Rachel y a Sid cuando volvió al salón—. El hombre tiene veinticuatro catres que dice que le ha encargado William. ¿Para qué serán?

—Para una evacuación o algo parecido —dijo Sid.

La Duquesita pareció aliviada.

—¡Ay, espero que solo sea eso! Qué horror. ¿Os acordáis de aquella vez que coincidió en el tren con un equipo de críquet y los invitó a pasar el fin de semana, y no había nada para darles más que macarrones con queso? ¿A quién creéis que quiere evacuar? ¡Ay, Dios! Puede que a los miembros de su club… ¡Con lo aficionados que son a las comidas indigestas!

—Seguro que a ellos no, mamá. Ya sabes que le gusta ir sobre seguro y que, cuando compra algo, siempre es a espuertas. —Rachel hablaba con tono tranquilizador, pero sintió una punzada de inquietud.

—Bueno, en cualquier caso, ¿dónde está?

—Se ha ido a Brede. Al parecer hay allí un anciano que es un zahorí de primera. Quiere que abra otro pozo para las casitas nuevas. Dijo que estaría de vuelta para la hora de comer. Ya nos apañaremos nosotras con el transportista, ¿vale, Sid?

—Por supuesto.

—Sid, por favor, no le permitas que levante pesos. No hace nada que se ha recuperado de la espalda.

—De acuerdo.

—Ya está.

—¿Lo has terminado?

—No…, no. Pero me tengo que ir. —Estaba secando el pincel con un trapo—. Tengo que ir a recoger a Zoë a la estación. ¡Vaya! Como no me dé prisa, llegaré tarde. ¿Crees que podrías limpiarme los pinceles?

Pues claro que podía.

—Eres un cielo.

Y se marchó. Un mazazo, y sin avisar. No había dicho ni una palabra acerca de que Zoë volvía hoy. «Tengo que ir a recoger a Zoë a la estación». Quizá es que no quería ir a recogerla… Tenía que ir porque estaban casados, nada más. Se levantó despacio. Se quedaba entumecida de pasar tanto tiempo posando con la cabeza vuelta hacia él, a veces temblaba por el esfuerzo de mantenerse quieta. Pero merecía la pena a cambio de estar solos y de las pausas de diez minutos cada hora, cuando le daba un cigarrillo y le decía que era una modelo formidable. ¿Pararía ahora que Zoë había vuelto? Al menos, lo más seguro era que terminase el cuadro después de haberle dedicado tanto tiempo. Se acercó al caballete a ver el retrato. La había pintado sentada en el butacón del respaldo alto que estaba arrumbado en una punta de la sala de billar y que era de un cuero verde tirando a negro. La había colocado en escorzo mirando hacia él, con las manos en el regazo. A pesar de que Angela le había traído un surtido de sus mejores prendas para que eligiera con cuál quería que posase, él las había descartado todas y, al final, le había hecho ponerse una viejísima camisa suya de seda, de un color blanco verdoso. Le venía enorme, pero Rupert se la había remangado y había dejado dos botones de la pechera sin abrochar. Estaba dividida entre el intenso placer de vestir una prenda de Rupert y la sensación de que estaba horrorosa. Tampoco le había dejado rizarse el pelo: se lo había recogido con una sosa cinta verde que por desgracia era de Zoë, y le había dicho que la prefería sin pintalabios. En opinión de Angela, en el retrato tenía un aspecto insulso y desvaído; incluso le había pintado los ojos de una especie de azul verdoso. La verdad, pensó, es que no se le parecía en nada. Pero él decía que estaba preciosa. ¿Qué más podía pedir? Que durase para siempre, claro, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. A veces posaba mal aposta para que él se acercase a moverle la cabeza con las manos, pero no le había vuelto a tocar la cara. Sacó los pinceles del bote de mermelada en el que los había metido y empezó a limpiarlos con el trapo empapado de aguarrás. Esto no puede más que ir a peor, pensó. No solo va a estar aquí Zoë a partir del almuerzo, sino que encima se nos acaban las vacaciones y me obligarán a volver a Londres y abandonarle. No seré capaz de soportarlo.