Lansdowne Road

1937

El día comenzó a las siete menos cinco, cuando el despertador de Phyllis (regalo de su madre cuando entró a servir) sonó y siguió sonando y sonando hasta que lo apagó. La otra cama de hierro chirrió mientras Edna, refunfuñando, se daba la vuelta y se acurrucaba contra la pared; incluso en verano detestaba levantarse, y a veces en invierno Phyllis tenía que arrancarle las sábanas de un tirón. Se incorporó, se soltó la redecilla y empezó a quitarse los rulos: aquel día tenía la tarde libre, y se había lavado el pelo. Salió de la cama, recogió el edredón, que se había caído al suelo durante la noche, y descorrió las cortinas. La luz del sol renovó la habitación, convirtiendo el linóleo en tofe, tiñendo de azul pizarra el descascarillado esmalte blanco del aguamanil. Se desabrochó el camisón de franela y se lavó como le había enseñado su madre: la cara, las manos y, recatadamente y con una manopla mojada en el agua fría, las axilas. «Date prisa», le dijo a Edna. Echó las lavazas al cubo y empezó a vestirse. Primero se quitó el camisón y, dejándose puesta la ropa interior, se colocó el uniforme de mañana de algodón verde oscuro. Se plantó la cofia sobre los enmarañados tirabuzones y se ató el delantal a la cintura. Edna, que se lavaba mucho menos por la mañana, consiguió vestirse sin salir del todo de la cama: un vestigio del invierno (en el dormitorio no había calefacción y jamás de los jamases abrían la ventana). A las siete y diez ambas estaban listas para bajar en silencio por la casa dormida. Phyllis se detuvo en el primer piso y abrió la puerta de un dormitorio. Descorrió las cortinas y oyó al periquito rebullendo impaciente en su jaula.

—¡Señorita Louise! Las siete y cuarto.

—¡Ay, Phyllis!

—Me pidió que la despertase.

—¿Hace bueno?

—Hace un sol espléndido.

—Quítale el trapo a Ferdie.

—Si no se lo quito, tardará usted menos en salir de la cama.

En la cocina, que estaba abajo en el sótano, Edna ya había puesto el agua a hervir y estaba colocando las tazas sobre la mesa recién fregada. Había que preparar dos teteras: la marrón oscuro con rayas para las criadas (además de la taza que le subía Edna a Emily, la cocinera) y, para el piso de arriba, la de porcelana blanca, que ya estaba sobre la bandeja con sus tazas, sus platitos, su jarrita de leche y su azucarero a juego. Del té de la mañana del señor y la señora Cazalet se encargaba Phyllis. Después recogía las tazas de café y los vasos del salón, que Edna ya habría empezado a ventilar y a limpiar. Pero antes les esperaba su taza de té indio, fuerte y humeante. En el piso de arriba se bebía té chino, del que Emily decía que aborrecía hasta el olor, y más aún beberlo. Se lo tomaron de pie, sin remover siquiera el azúcar lo necesario para disolverlo.

—¿Qué tal va tu granito?

Phyllis se tocó con cautela un lado de la nariz.

—Parece que está bajando un poco. Menos mal que no me lo reventé.

—Te lo dije. —Edna, que no tenía granos, era toda una autoridad al respecto; sus consejos, profusos, gratuitos y movidos por un espíritu de contradicción, eran, con todo, reconfortantes, y Phyllis se los tomaba como una muestra de interés.

—Ya, pero no creo que con esto nos vayamos a hacer millonarias.

Ni con esto ni con nada, pensó Edna, mohína; y vale, puede que Phyllis tuviera problemas con su cutis, pero también tenía mucha suerte. A Edna le parecía que el señor Cazalet era un encanto, y, a diferencia de Phyllis, no le veía en pijama todas las mañanas.

Nada más cerrar Phyllis la puerta, Louise se levantó de un salto y quitó el trapo de la jaula. El pájaro empezó a brincar como si estuviera asustado, pero Louise sabía que estaba contento. La habitación, que daba al jardín de atrás, recibía un poco del sol de la mañana, lo cual le parecía bueno para el pájaro, y la jaula estaba sobre la mesa de enfrente de la ventana, junto a la pecera. Era una habitación pequeña y estaba abarrotada de sus cosas: sus programas de teatro, las condecoraciones y dos copas minúsculas que había ganado en sendas yincanas, sus álbumes de fotos, el cofrecito de madera de boj con cajones poco profundos en los que guardaba su colección de conchas, sus animales de porcelana sobre la repisa de la chimenea, su labor de punto; sobre la cómoda, además de su preciado pintalabios Tangee que parecía naranja chillón pero que una vez puesto quedaba rosa, la crema fría de Pond’s y una lata de polvos de talco Amapola de California, su mejor raqueta de tenis y, sobre todo, sus libros, que iban desde Winnie the Pooh hasta sus más recientes y apreciadas adquisiciones: dos volúmenes de la editorial Phaidon de reproducciones de Holbein y Van Gogh, en estos momentos sus dos pintores favoritos. Había una cómoda llena de ropa que casi nunca se ponía y un escritorio —regalo de su padre por su último cumpleaños— hecho a partir de un tronco de roble inglés que al parecer tenía una veta singularmente insólita y que contenía sus tesoros más secretos: una fotografía de John Gielgud con su autógrafo, un minúsculo montoncito de cartas que le había escrito su hermano Teddy desde el colegio (de tono deportista y frívolo, pero las únicas cartas que poseía escritas por un chico) y su colección de lacre…, seguramente, pensaba, la mayor de todo el país. La habitación también contenía un gran baúl viejo lleno de ropa para disfrazarse: vestidos de noche que su madre ya no usaba, vestidos tubo con bordados de cuentas, gasas y rasos, chaquetas de terciopelo estampadas, pañuelos y chales vaporosos y vagamente orientales de otros tiempos, boas de plumas sucias y seductoras, una bata china bordada a mano, traída por algún familiar de algún viaje, pantalones y túnicas de satén…, chismes perfectos para las piezas teatrales que representaban en familia. Al abrirlo, el baúl olía a un perfume antiquísimo, a naftalina y a emoción… Este último aroma era vagamente metálico y procedía, pensaba Louise, de los deslustrados hilos de oro y plata de algunas de las prendas. Disfrazarse y actuar era cosa del invierno; ahora estaban en julio, y las eternas y maravillosas vacaciones de verano estaban a la vuelta de la esquina. Se puso una túnica de lino con una camisa Aertex —escarlata, su color favorito— y salió a pasear a Derry.

Derry no era su perro. No le dejaban tener uno, de modo que cada mañana, en parte para alimentar su resentimiento a este respecto, sacaba a un provecto bull terrier vecino a dar una vuelta a la manzana. Y también en parte lo sacaba porque la casa en la que vivía el perro la fascinaba. Era enorme —se veía desde el jardín de atrás—, pero no se parecía en nada a su casa ni, de hecho, a la casa de ninguno de sus amigos. Allí no había niños. El criado siempre se iba a buscar a Derry nada más abrirle la puerta, lo cual permitía a Louise pasearse por el hall de mármol blanco y negro y acercarse hasta los portones abiertos de una galería que daba al salón. Cada mañana, esta habitación amanecía sumida en el opulento desorden que sucede a las fiestas: olía a cigarrillos egipcios —como los que fumaba la tía Rachel— y siempre estaba llena de flores de las aromáticas: jacintos en primavera, lilas en esta época, claveles y rosas en invierno; había cojines de seda de colores tirados por doquier, y montones de vasos, cajas de chocolatinas destapadas y, a veces, mesas de juego con barajas de cartas y cuadernitos con lapiceros con borlas para marcar los tantos. Siempre estaba en penumbra, con las cortinas de seda color crema medio corridas. Louise tenía la impresión de que los dueños —a los que nunca veía— eran increíblemente ricos, probablemente extranjeros y posiblemente bastante decadentes.

Era aburridísimo sacar a Derry (del que se pensaba que tenía trece años, noventa y uno según la Tabla de Edades de Perros que había elaborado Louise), pues estaba para poco más que para dar un paseíto con frecuentes e interminables paradas cada pocas farolas. Pero a Louise le gustaba llevar un perro con correa, le permitía sonreír a la gente con aires de propietaria que daban a entender que era suyo, y además vivía con la esperanza de que alguno de los ocupantes de la casa o de sus decadentes amigos apareciese desmayado en el salón y ella pudiese examinarlo de cerca. El paseo no podía ser largo porque tenía que ensayar una hora hasta el desayuno, que era a las nueve menos cuarto, y antes tocaba un baño de agua fría porque papá decía que era muy bueno para la salud. Tenía catorce años, y, aunque a veces se sentía muy joven y dispuesta a todo, otras veces se sentía vieja y lánguida…, y cuando se trataba de hacer cualquier cosa que se esperase de ella, agotada.

Después de devolver a Derry, se encontró con el lechero, a cuya poni Peggy conocía bien porque había sembrado hierba para ella en un trozo de franela: y es que Peggy nunca salía al campo, y cualquiera que hubiese leído Belleza negra sabía lo terrible que era para un caballo no pisar nunca un prado.

—Un día magnífico —observó el señor Pierce mientras Louise acariciaba el hocico de Peggy.

—¿A que sí?

«Más de una vez he visto gloriosa alborada…», murmuró Louise cuando hubo pasado de largo. Cuando se casara, su marido la consideraría excepcional porque se le ocurrían citas de Shakespeare para todo, para cualquier cosa que pasara. Por otro lado, quizá no se casara con nadie, porque Polly decía que el sexo era muy aburrido y que sin él no podías interesarte en serio por el matrimonio. A no ser que Polly se equivocase, claro; le pasaba a menudo, y Louise se había fijado en que cuando estaba en contra de algo decía que era aburrido. «No tienes ni idea, George», añadía. El padre de Polly llamaba George a todas las personas desconocidas, bueno, a todos los hombres desconocidos, y era una de sus frases favoritas. Louise llamó tres veces al timbre para que Phyllis supiera que era ella. «¡Que a matrimonio de alma y alma verdadera no haya impedimentos!». Sonaba un poco como una concesión, pero también noble. Ojalá fuera egipcia, y así podría casarse con Teddy, como hacían los faraones; a fin de cuentas, Cleopatra era el fruto de seis generaciones de incesto, fuera lo que fuera el incesto. La mayor desventaja de no ir a un colegio era que aprendías cosas muy diferentes, y en las vacaciones de Navidad había cometido el estúpido error de fingir ante su prima Nora, que sí iba, que el sexo no encerraba ningún misterio para ella, con lo cual no había obtenido ninguna información. A punto estaba de llamar otra vez cuando Phyllis abrió la puerta.

—A ver si va a entrar Louise.

—Tonterías. Estará por ahí con el perro. —Antes de que pudiese decir nada más, apretó la boca, cuyo labio superior estaba bordeado por un hirsuto bigote, contra la de ella. Al cabo de unos instantes de esta guisa, Villy se subió el camisón y él se puso encima. «Villy, cariño», dijo tres veces antes de correrse. Decir «Viola» siempre había sido superior a sus fuerzas. Cuando hubo terminado, soltó un profundo suspiro, apartó la mano de su pecho izquierdo y le besó el cuello.

—Té chino. No sé cómo te las apañas para oler siempre a violetas y té chino. ¿Ha estado bien? —añadió. Siempre lo preguntaba.

—Sí, fenomenal. —Villy se decía para sus adentros que era una mentira piadosa, y con el paso de los años casi había adquirido un eco íntimo y agradable. Pues claro que le quería, con que, ¿qué otra cosa iba a decir? Al fin y al cabo, el sexo era cosa de hombres. Nadie esperaba que les interesase a las mujeres, al menos a las mujeres como es debido, pero su propia madre le había insinuado (la única vez que había tocado el tema, siquiera de forma leve) que no había error más grave que rechazar al marido. De manera que jamás le había rechazado, y si, dieciocho años antes, había sufrido cierta conmoción acompañada de un dolor agudo cuando descubrió lo que sucedía en realidad, la práctica había suavizado estos sentimientos hasta convertirlos en una paciente aversión, y a la vez era una manera de demostrar su amor que le parecía que debía de ser la correcta.

—Prepárame un baño, cariño —dijo al ver que su marido salía de la habitación.

—Ahora mismito.

Villy empezó una segunda taza de té, pero como estaba frío lo dejó, se levantó y abrió el gran armario de caoba para elegir qué se iba a poner. Por la mañana tenía que llevar a Nanny y a Lydia a Daniel Neal para comprar ropa de verano, y luego había quedado a comer con Hermione Knebworth antes de pasarse por su tienda a ver si se decidía por un par de vestidos de noche; en esta época del año, Hermione solía tener cosas que quería liquidar antes de que la gente saliera de veraneo. Después tenía que ir de todas todas a ver a su madre, ya que la víspera le había sido imposible, aunque no podía quedarse mucho rato porque tenía que volver a casa a cambiarse para ir al teatro y a cenar con los Waring. Pero no podía presentarse en la tienda de Hermione sin al menos procurar ir elegante. Se decidió por el traje de lino beis con ribete de cinta azul marino que se había comprado allí el año anterior.

La vida que llevo, pensó (la idea, lejos de ser nueva, era recurrente), es la vida que se espera de mí: lo que esperan los niños, lo que mamá siempre ha esperado y, por supuesto, lo que espera Edward. Es lo que tiene estar casada, y la mayoría de las mujeres no se casan con un hombre tan guapo y tan simpático como Edward. Pero alejar de su conducta la idea de la elección (o la elección después de una fecha muy temprana) añadía la deseable dimensión del deber: ella era una persona seria condenada a un tipo de vida más superficial que el que su naturaleza habría sido capaz de asumir (en circunstancias muy distintas). No es que fuera infeliz, sino, sencillamente, que habría podido ser mucho más de lo que era.

Al cruzar el descansillo que daba al enorme vestidor de su marido, donde estaba la bañera de ambos, oyó a Lydia gritándole a Nanny en el piso de arriba, lo cual significaba que esta estaba haciéndole las trenzas. Abajo, un ejercicio de Von Büllow en do mayor empezó a sonar en el piano. Louise estaba ensayando.

El comedor tenía unas cristaleras que daban al jardín. Estaba dotado de lo imprescindible: un precioso juego de ocho sillas Chippendale, regalo de boda del padre de Edward; una gran mesa de madera de albizia que en estos momentos estaba cubierta por un trapo blanco; un aparador con infiernillos sobre los que había riñones, huevos revueltos, tomates y beicon; paredes color crema; varios cuadros hechos con chapa de madera teñida; candelabros (imitación del estilo Adam) con pantallitas en forma de concha, un fuego de gas en la chimenea y una vieja y maltrecha butaca de cuero en la que a Louise le encantaba acurrucarse a leer. El efecto general era de una fealdad mortecina, pero, a excepción de Louise, a quien le parecía soso, nadie reparaba en ello.

Lydia estaba a la mesa sujetando el cuchillo y el tenedor como si fueran las dos levas del Tower Bridge a medio abrir, mientras Nan picaba tomates y beicon. «Como me des riñones, los escupo», le había dicho. Buena parte de la conversación mañanera con Nan consistía en amenazas por ambos lados, pero, como ninguna desafiaba a la otra a llevarlas a cabo, era difícil saber cuáles habrían sido las consecuencias si una de las dos lo hubiera hecho. Así las cosas, Lydia sabía perfectamente que a Nan jamás se le ocurriría cancelar la salida a Daniel Neal, y Nan sabía que a Lydia jamás se le ocurriría escupir los riñones ni ninguna otra cosa delante de su padre. Él, su padre, se había inclinado para besarle la coronilla como hacía cada mañana, y Lydia olió su maravilloso aroma a madera mezclado con agua de lavanda. Ahora estaba presidiendo la mesa, sentado ante un gran plato en el que había un poco de todo y con el The Telegraph apoyado contra el platito de la mermelada. A él los riñones no le disgustaban. Los cortó y salió aquella sangre tan repugnante, que rebañó con pan frito. Lydia sorbió ruidosamente su leche para que la mirase. En invierno, papá comía de esos pobrecillos pájaros muertos que mataba con la escopeta: perdices y faisanes con garras negras pequeñas y estrujadas. No la miró, pero Nan cogió la taza de Lydia y la puso fuera de su alcance. «Acábate el desayuno», dijo con esa voz tranquila y especial que reservaba para las comidas del comedor.

Llegó su madre. Miró a Lydia con su preciosa sonrisa y rodeó la mesa para ir a besarla. Olía a paja y a un tipo de flor que estuvo a punto de hacer estornudar a Lydia. Tenía un precioso pelo rizado, pero con vetas canosas que a Lydia le parecían preocupantes porque no quería que se muriera nunca, pues la gente con canas podía morirse fácilmente.

—¿Dónde está Louise? —preguntó su madre; una pregunta tonta, la verdad, porque todavía se la oía ensayar.

—Voy a decírselo —se ofreció Nan.

—Gracias, Nan. Puede que se haya parado el reloj del salón.

Su madre desayunó cereales, café y tostadas, todo ello acompañado de su jarrita de crema de leche. Estaba abriendo su correspondencia, cartas que pasaban por la puerta principal deslizándose sobre el suelo reluciente del hall. Lydia había recibido correspondencia una vez: para su último cumpleaños, cuando hizo los seis. Aquel día también había montado en elefante, había echado té a la leche y se había calzado su primer par de zapatos de cordones. Le parecía que había sido el mejor día de su vida, lo cual era decir mucho, teniendo en cuenta la de días que llevaba ya vividos. La música de piano había cesado y entró Louise seguida de Nan. Lydia adoraba a Louise, que era mayorcísima y en invierno llevaba medias.

En este momento, Lou estaba diciendo:

—Vas a comer fuera, mamá; lo adivino por tu ropa.

—Sí, cariño, pero estaré de vuelta para veros antes de que salgamos papá y yo.

—¿Adónde vais?

—Al teatro.

—¿Qué vais a ver?

—Una obra llamada El carro de las manzanas. De George Bernard Shaw.

—¡Qué suerte tenéis!

Edward levantó la vista del periódico.

—¿Con quién vamos?

—Con los Waring. Primero cenaremos con ellos, a las siete en punto. Corbata negra.

—Dile a Phyllis que me prepare las cosas.

—Yo jamás voy al teatro.

—¡Louise! No es cierto. Siempre vas en Navidad. Y como cosa especial para tu cumpleaños.

—Las cosas especiales no cuentan. Me refiero a que no voy normalmente. Si va a ser mi profesión, debería ir.

Villy no hizo caso. Estaba mirando la portada del Times.

—Vaya por Dios. Ha muerto la madre de Mollie Strangway.

—¿Cuántos años tenía? —quiso saber Lydia.

Villy alzó la mirada.

—No sé, cariño. Supongo que sería muy mayor.

—¿Tenía la cabeza llena de canas?

—¿Cómo deciden en el Times a quién sacar de todas las personas que se mueren? Seguro que en el mundo se mueren muchísimas más personas que las que caben en una página. ¿Cómo eligen a quién sacar? —dijo Louise.

—No eligen. La gente que quiere que los saquen paga —explicó su padre.

—Si fueras el rey, ¿tendrías que pagar?

—No; él es diferente.

Lydia, que había dejado de comer, preguntó:

—¿Hasta cuándo vive la gente? —Pero lo dijo muy bajito y nadie pareció oírla.

Villy, que se había levantado a servirse más café, se fijó en la taza de Edward y se la volvió a llenar a la vez que decía:

—Es el día libre de Phyllis, así que ya me encargo yo de tu ropa. Intenta no volver muy tarde.

—¿Hasta cuándo viven las madres?

Al ver la cara de su hija, Villy se apresuró a decir:

—Una eternidad. Piensa en mi madre, y en la de papá. Las dos son muy muy ancianas y las dos están bien.

—Claro que siempre pueden asesinarla a una; eso puede pasar a cualquier edad. Acuérdate de Tybalt. Y de la Princesa de la Torre.

—¿Qué significa «asesinar»? Louise, ¿qué significa asesinar?

—O puedes ahogarte en el mar. Un naufragio… —añadió con tono soñador. Se moría de ganas de naufragar.

—Louise, haz el favor de callarte. ¿No ves que la estás disgustando?

Pero era demasiado tarde. Lydia había prorrumpido en sollozos entrecortados. Villy la cogió y la abrazó. Avergonzada, Louise se sofocó y se puso de mal humor.

—Venga, cosita mía. Ya verás cómo llego a ser muy viejecita, y tú serás mayor y tendrás hijos grandotes como tú que llevarán zapatos de cordones…

—¿Y chaquetas de montar? —Seguía sollozando, pero quería una chaqueta de montar (de tweed, con la espalda abierta y bolsillos, para llevarla cuando montase a sus caballos), y le parecía un buen momento para conseguirla.

—Ya veremos. —Volvió a dejar a Lydia en la silla.

—Acábate la leche —dijo Nan. Lydia tenía sed, así que se la acabó.

Edward, que había mirado a Louise con el ceño fruncido, dijo:

—Y yo, ¿qué? ¿No quieres que yo también viva para siempre?

—No tanto…, bueno, sí, sí que quiero.

Louise dijo:

—Yo sí. Cuando tengas más de ochenta años, te llevaré en silla de ruedas, desdentado y babeando.

Tal y como había esperado, su padre se rio a carcajadas, y Louise volvió a gozar de su favor.

—Estoy deseando que llegue el momento. —Edward se levantó y salió de la habitación con el periódico.

—Se ha ido al servicio. A hacer aguas mayores —dijo Lydia.

—Ya está bien —interrumpió Nanny con tono severo—. No se habla de este tipo de cosas durante las comidas.

Lydia se quedó mirando a Louise con ojos carentes de expresión, moviendo la boca en silencio como un pavo glugluteando. Louise, como esperaba que hiciera, se echó a reír.

—Niñas, niñas —dijo débilmente Villy. A veces Lydia era para morirse de risa, pero había que tener en cuenta el amour propre de Nanny.

—Vete arriba, cariño. Venga, que falta poco para irnos.

—¿A qué hora quiere que estemos listas, señora?

—A eso de las diez, Nanny.

—Ven a ver mis caballos. —Lydia se había escabullido de la silla y había echado a correr hacia las cristaleras, que Louise le abrió—. Ven. —Agarró la mano de Louise.

Sus caballos estaban atados a la verja del jardín trasero. Eran palos largos de diferentes colores: un trozo de árbol de plátano era el caballo picazo; un palo plateado era el rucio, y un pedazo de haya recogido en Sussex, el alazán. Todos tenían elaborados ronzales hechos con trocitos de cuerda, y al lado de cada uno había macetas con briznas de hierba y cartones con sus nombres escritos con tizas de colores. Lydia desató al rucio y se puso a galopar por el jardín. De vez en cuando daba un torpe saltito y regañaba a su cabalgadura.

—No corcovees tanto. Mira cómo cabalgo —gritó—. ¡Lou! ¡Mírame!

Pero Louise, que temía contrariar a Nan y que en cualquier caso disponía de casi una hora antes de que llegase la señorita Milliment y quería acabar de leer Persuasión, se limitó a decir:

—Ya te he visto. Te he estado mirando. —Y se marchó, como un adulto más.

Edward, después de besar a Villy en el hall y de que Phyllis le diese su sombrero de fieltro (en otras épocas del año le ayudaba siempre a ponerse el abrigo), cogió su ejemplar del Boletín de la Industria Maderera y salió. El Buick, negro y reluciente, lo esperaba a la puerta de casa. Como de costumbre, en el asiento del conductor entrevió, inmóvil como una figura de cera, a Bracken, que al verle aparecer reaccionó como si le hubiesen pegado un tiro y, bajándose de un salto, se abalanzó sobre la puerta trasera para abrírsela.

—Muy buenas, Bracken.

—Buenos días, señor.

—Al muelle.

—Muy bien, señor.

Después de cruzar estas palabras —las mismas cada mañana, a no ser que Edward quisiera ir a algún otro lugar—, nada más se dijo. Edward se apalancó cómodamente y empezó a hojear la revista con aire distraído; pero no la estaba leyendo, sino repasando la jornada que tenía por delante. Al cabo de un par de horas de atender a la correspondencia en la oficina, iría a echar un vistazo a las muestras de láminas de olmo que habían comprado, procedentes de los escombros del viejo puente de Waterloo. La madera llevaba ya un año secándose, pero habían empezado a cortarla la semana anterior, y ahora, por fin, iban a descubrir si la corazonada del Jefe había sido un acierto o un desastre. Era emocionante. Después le esperaba una comida en el club con un par de tipos de la compañía de ferrocarriles Great Western, que casi seguro tendría como resultado un pingüe pedido de caoba. Por la tarde, reunión de directores con el Jefe y con su hermano y firma de cartas, y tal vez luego le diese tiempo a tomarse un té con Denise Ramsay, que tenía la doble ventaja de que su marido viajaba mucho al extranjero por motivos de negocios y de que no tenía hijos. Pero, como todas las ventajas, era un arma de doble filo: Denise era demasiado libre y, por tanto, estaba demasiado enamorada de él, cuando, a fin de cuentas, la idea nunca había sido que «lo nuestro» —como lo llamaba Denise— fuese algo serio. Al final puede que no le diese tiempo a verla, pues tenía que volver a casa a cambiarse para ir al teatro.

Si alguien le hubiese preguntado si estaba enamorado de su mujer, Edward habría contestado que por supuesto que sí. No habría añadido que, a pesar de dieciocho años de relativa felicidad y confort y de tres hijos maravillosos, a Villy no le hacía mucha gracia esa faceta de la vida que tenía que ver con la cama. Esto era muy habitual entre las esposas; un pobre desgraciado del club, Martyn Slocombe-Jones, le había confesado una vez, a altas horas de la noche y tras una partida de billar y cantidades ingentes de un excelente oporto, que su esposa lo aborrecía tanto que solo le dejaba hacerlo cuando quería un hijo. Era una mujer tremendamente atractiva, además, también una esposa estupenda, como había dicho Martyn…, pero en otros aspectos. Tenían cinco hijos, y Martyn no creía que fuese a consentir en tener un sexto. Qué faena para Martyn. Cuando Edward le había sugerido que buscase consuelo en otro lugar, aquel se había limitado a mirarle con sus tristes ojos castaños y había dicho: «Pero es que estoy enamorado de ella, chaval, siempre lo he estado. Nunca he mirado a otra. Ya me entiendes». Y Edward, que no le entendía, dijo que por supuesto que sí. En cualquier caso, aquella conversación le había disuadido de acercarse a Marcia Slocombe-Jones. Tampoco era que le importase, porque, aunque podría haberlo intentado con ella, había montones de chicas más. ¡Qué afortunado era! ¡Haber vuelto de Francia no solo vivo, sino relativamente ileso! En invierno, el pecho le molestaba un poco por culpa de la vida en las trincheras, donde el gas había estado flotando en el aire durante semanas enteras, pero por lo demás… Había vuelto, se había incorporado directamente a la empresa familiar, había conocido a Villy en una fiesta y se había casado con ella tan pronto como hubo vencido el contrato con la compañía de ballet en la que esta bailaba y tan pronto como hubo acatado la orden del Jefe de que a partir de ese momento su carrera de bailarina había de terminar. «No debe uno casarse con una chica que tiene la cabeza puesta en otras cosas. Si el matrimonio no es la carrera de la mujer, no resultará un buen matrimonio».

Su actitud era totalmente victoriana, claro, pero aun así había mucho que decir a su favor. Cada vez que Edward miraba a su madre, cosa que hacía pocas veces aunque con mucho cariño, la veía como el reflejo perfecto de la actitud de su padre: una mujer que había cumplido serenamente con todas sus responsabilidades familiares y que al mismo tiempo conservaba sus entusiasmos de juventud por su adorado jardín y por la música. A sus más de setenta años se le daba bastante bien interpretar dúos con músicos profesionales. Edward, incapaz de discriminar entre las vetas más oscuras e intrincadas del temperamento que diferencian a una persona de otra, no veía por qué no iba Villy a sentirse tan feliz y satisfecha como la Duquesita. (La fama victoriana de su madre de preferir una vida sencilla —nada de comidas indigestas ni de lujos, ni pretensiones en relación con su aspecto ni con el de su familia y sus criados— le había valido tiempo atrás el apodo de Duquesa, abreviado por sus hijos a Duqui y alargado por sus nietos a Duquesita). En fin, él nunca le había impedido a Villy que tuviera hobbies: sus organizaciones benéficas, la equitación y el esquí, sus chaladuras de aprender a tocar instrumentos musicales de lo más variados, sus artesanías (la hilandería, el telar y demás)…, y, si se paraba a pensar en las mujeres de sus hermanos (Sybil era demasiado intelectual para su gusto y Zoë, demasiado exigente), le parecía que no le había ido tan mal.

La prima de Louise, Polly Cazalet, llegó media hora antes a clase porque Louise y ella estaban haciendo crema facial con clara de huevo, perejil picado, hamamelis y una gotita de colorante de cochinilla para darle un tono rosado. Se llamaba Crema Milagrosa, y Polly había diseñado unas etiquetas preciosas para pegarlas a los tarros que les habían ido dando sus madres. La crema estaba en el cobertizo del jardín, dentro de un cuenco de pudin. Tenían pensado vendérsela a las tías y a las primas, también a Phyllis a un precio menor porque sabían que no tenía mucho dinero. De todos modos, había que vender los tarros a distintos precios porque casi todos tenían tamaños y formas diferentes. Louise los había lavado y también estaban en el cobertizo. Guardaban todo allí pues Louise había robado seis huevos de la despensa, además del batidor de huevos, mientras Emily estaba comprando. Le habían dado algunas de las yemas a la tortuga de Louise, pero no le habían gustado demasiado, ni siquiera mezcladas con dientes de león (su comida favorita) del jardín de Polly.

—Para mí que tiene una pinta rara.

De nuevo miraron la crema, deseando que tuviese mejor pinta.

—Me parece que la cochinilla no fue una buena idea; estaba verdosa.

—La cochinilla tiñe de rosa, so boba.

Polly se sonrojó.

—Ya lo sé —mintió—. Lo malo es que la crema parece una aguachirle.

—Eso no impide que sea buena para la piel. Además, con el tiempo se endurecerá. —Polly metió en la mezcla la cuchara que había traído para preparar los tarros—. Lo verde no es el perejil: tiene una especie de costra.

—Es normal que salga.

—¿Ah, sí?

—Pues claro. Piensa en la crema Devonshire.

—¿No crees que deberíamos probar a ponérnosla en la cara antes de venderla?

—Deja de quejarte. Tú pega las etiquetas y yo preparo los tarros. Las etiquetas están fenomenal —observó, y Polly volvió a sonrojarse. En las etiquetas se leía Crema Milagrosa, y debajo «Aplique generosamente cada noche. Le sorprenderá cómo cambia su aspecto». Algunos de los tarros eran demasiado pequeños para ponerlas.

La señorita Milliment llegó antes de que hubieran terminado. Hicieron como que no oían el timbre, pero ya se encargó Phyllis de salir a decírselo.

—No serviría de nada vendérselo a ella —murmuró Louise.

—Pero si habías dicho que…

—No me refiero a Phyllis. Me refiero a la señorita M.

—Dios mío, claro que no. Sería como llevar leña al monte. —Polly era muy dada a entender mal las cosas.

—Lo de «llevar leña al monte» significaría que la señorita M es un bombón. —A las dos les entró un ataque de risa.

La señorita Milliment, una mujer bondadosa y muy inteligente, tenía la cara, como había observado Louise en cierta ocasión, de un enorme sapo viejo. Cuando su madre le había regañado por tan desagradable comentario, Louise había replicado que a ella los sapos le gustaban, pero a sabiendas de que era una respuesta deshonesta porque una cara que es de lo más aceptable para un sapo no es una cara que le pueda quedar bien a una persona. Después de aquello, el aspecto —francamente pasmoso— de la señorita Milliment solo lo comentaba en privado con Polly, y entre las dos habían inventado una vida de tragedia sin tregua, o más bien varias vidas, porque no estaban de acuerdo en cuáles eran las probables desgracias de la señorita Milliment. Un dato indiscutido era su antigüedad: había sido la institutriz de Villy, quien había admitido que ya entonces parecía vieja, y de eso hacía siglos. Decía «boticario» y «botica», y una vez le habló a Louise de cuando, de joven, cogía escaramujos en Cromwell Road. Desprendía un olor a ropa vieja, caliente y mohosa, que se notaba de manera especial cuando la besaban, cosa que Louise, como una especie de penitencia, se obligaba a sí misma a hacer desde lo del comentario del sapo. Vivía en Stoke Newington y venía cinco mañanas a la semana a darles tres horas de clase, además los viernes se quedaba a comer. Hoy llevaba su traje de punto verde botella y un gorrito de paja también verde botella con cinta Petersham, que coronaba su estiradísimo y grasiento moño gris. Comenzaron la mañana, como siempre, leyendo a Shakespeare en voz alta durante una hora y media.

Hoy tocaban los dos últimos actos de Otelo y era Louise la que leía las partes de este personaje. Polly, que prefería los papeles femeninos —por lo visto no se daba cuenta de que no eran los mejores—, era Desdémona, y la señorita Milliment era Yago, Emilia y todos los demás. Louise, que leía en secreto las lecciones antes de que las dieran, se había aprendido de memoria el último discurso de Otelo, y bien que había hecho porque en el momento en que llegó…

Os lo suplico; cuando en vuestras cartas

narréis estos desgraciados acontecimientos,

hablad de mí tal como soy; no atenuéis nada,

pero no añadáis nada por malicia.

… los ojos se le llenaron de lágrimas y no habría sido capaz de seguir leyendo. Al final, Polly preguntó:

—¿De veras es así la gente?

—¿Así cómo, Polly?

—Como Yago, señorita Milliment.

—No creo que haya muchos como él. Por supuesto, puede que haya más de los que pensamos, porque cada Yago tiene que encontrar a un Otelo para dar salida a su maldad.

—¿Como la señora Simpson y el rey Eduardo?

—Pues claro que no, Polly, ¡mira que eres tonta! El rey estaba enamorado de la señora Simpson, es completamente distinto. Renunció a todo por ella y podría haber renunciado a ella por todo —dijo Louise.

Polly, sonrojándose, murmuró:

—El señor Baldwin podría ser Yago; solo digo que podría.

—En realidad, no podemos comparar las dos situaciones, aunque sin duda tu idea de intentarlo ha sido interesante, Polly —zanjó la señorita Milliment con su voz de poner paños calientes—. Ahora deberíamos ir con la geografía. Estoy deseando ver el mapa que me ibais a dibujar. ¿Puedes traer el atlas, Louise?

—Parece hecho para ti.

—Es precioso. Lo que pasa es que nunca he llevado este color.

Villy se había puesto una de las gangas de Hermione: un vestido de gasa verde lima, con un canesú de escote en V ribeteado de cuentas doradas y una esclavina plisada que caía de unos tirantes con cuentas bordadas. La falda tenía un corte sencillo, con unos sugerentes godets que se ceñían a las esbeltas caderas antes de hacer vuelo en una amplia falda flotante.

—Te queda divinamente. Vamos a ver qué piensa la señorita MacDonald.

La señorita MacDonald se materializó al instante. Era una señora de edad indeterminada; siempre vestía falda de franela gris de raya diplomática y blusa de seda de tusor. Sentía devoción por Hermione, y durante las frecuentes ausencias de esta se ponía al frente de la tienda. Hermione llevaba una misteriosa vida que giraba en torno a fiestas, fines de semana, cacerías en invierno y el arreglo de pisos monísimos que compraba en Mayfair y alquilaba a precios exorbitantes a gente que conocía en fiestas. Todo el mundo estaba enamorado de ella: su reputación se sostenía sobre la amplia fachada de una adulación unánime. Fuera quien fuese el amante del momento, se hallaba perdido entre una multitud de pretendientes aparentemente desesperados y desesperanzados. Aunque no era guapa, siempre ofrecía una imagen elegante y cuidada, y su modo de hablar arrastrando las palabras disimulaba una cabeza de primera y un valor temerario en el terreno de la caza o, de hecho, en cualquier otro terreno que lo exigiera. El hermano de Edward, Hugh, había estado enamorado de ella durante la guerra; se decía que era uno de los veintiún hombres que le habían propuesto matrimonio en aquella época, pero Hermione se había casado con Knebworth y, poco después de nacer su hijo, se había divorciado de él. Se daba buena maña con las esposas de los hombres, pero sentía un sincero cariño por Villy, a la que siempre le dejaba las cosas a precio de ganga.

Villy, sumida en una especie de trance con el vaporoso vestido que parecía haberla convertido en una frágil y exótica desconocida, notó que la señorita MacDonald la estaba apreciando favorablemente.

—Parece hecho a medida para usted, señora Cazalet.

—El azul medianoche sería más útil.

—¡Ah, lady Knebworth! ¿Qué tal el vestido de encaje café-au-lait?

—Una idea genial, señorita MacDonald. Por favor, tráigalo.

Nada más ver el encaje color café, Villy supo que lo quería. Los quería todos, y ese todos incluía un vestido de muaré color vino con unas inmensas mangas filipinas hechas con rosetones de cinta que se había probado antes.

—Menudo suplicio, ¿no? —Hermione ya había decidido que Villy, que había venido a por dos vestidos, tenía que comprar tres, y, conociendo a Villy, para ello era fundamental que renunciase a uno.

Villy preguntó en un aparte:

—¿Qué precio tienen?

—Señorita MacDonald, ¿qué precio tienen?

—El de muaré, veinte, el de gasa, quince, y el de encaje y de crepé azul medianoche podrían salir a dieciséis cada uno. ¿No es así, señorita Knebworth?

Hubo un breve silencio mientras Villy intentaba, sin conseguirlo, hacer cuentas.

—Además, no puedo llevarme cuatro. Imposible.

—Yo creo —dijo Hermione, con tono reflexivo— que el azul es un poco descocado para ti, pero los demás son perfectos. ¿Qué te parece si dejamos el de muaré y el de encaje a quince cada uno y añadimos el de gasa a diez? ¿En cuánto se quedaría, señorita MacDonald? —Lo sabía perfectamente, pero también sabía que a Villy no se le daban bien las sumas.

—En cuarenta, lady Knebworth.

Y, antes de darse cuenta, Villy ya había dicho:

—Me los llevo. Es imperdonable, pero no puedo resistirme. ¡Son todos tan deslumbrantes! Dios mío, no sé qué va a decir Edward.

—Le vas a encantar cuando te vea con ellos. Envuélvalos, señorita MacDonald; seguro que la señora Cazalet querrá llevárselos ya.

—Me pondré uno esta noche. Muchísimas gracias, Hermione.

En el taxi que la llevaba a casa de su madre, pensó: «Me avergüenzo de mí misma. Antes nunca me compraba vestidos de más de cinco libras. Pero me van a durar una eternidad, y ya estoy harta de llevar siempre lo mismo. La verdad es que salimos mucho», añadió, casi como si estuviese discutiendo con otra persona, «y en las rebajas de enero me porté de maravilla. Solo compré ropa de hogar. Y a Lydia solo le compré cosas que necesitaba…, menos la chaqueta de montar, pero es que se moría de ganas de tenerla». Ir de compras con Lydia había sido espantoso. Odiaba que le hicieran rayos X de los pies cada vez que se probaba unos zapatos nuevos.

—¡No quiero que se me pongan los pies verdes y feos! —Y luego había llorado porque Nan decía que todavía no tenía edad para una chaqueta de montar, y aún lloró otra vez porque Nan no le dejó ponérsela para volver a casa en autobús. Habían comprado camisetas Chilprufe para el invierno, dos pares de zapatos, una falda plisada de sarga azul oscuro con corpiño de algodón y una linda chaquetita de pana a juego. Un sombrero de lino para el verano y cuatro pares de calcetines blancos de algodón habían completado sus adquisiciones. Lo único que Lydia quería de verdad era la chaqueta. Quería medias como las de Lou y no unos calcetines como de bebé, quería una chaqueta de terciopelo escarlata y no la azul marino. No le gustaban sus zapatos de estar por casa ya que tenían una tira con botón en vez de cordones. Villy pensó que después de tanto jaleo se merecía darse una alegría. Aún faltaba comprar lo de Louise, y lo de Teddy cuando volviera del colegio, aunque este no necesitaría gran cosa. Se quedó mirando las tres maravillosas cajas de vestidos que contenían su botín y trató de decidir cuál se pondría para ir al teatro.

Como hacía tan bueno, la señorita Milliment se fue paseando hasta Notting Hill Gate para almorzar en el ABC. Pidió un sándwich de tomate y una taza de té, y luego, como seguía teniendo hambre, una tartaleta de crema. De modo que el almuerzo le costó casi un chelín, más de lo que sabía que debía gastarse. Estuvo leyendo el Times mientras comía, reservándose el crucigrama para el largo trayecto de vuelta en tren. Su casera le proporcionaba una cena aceptable y té con tostadas para el desayuno. A veces pensaba que ojalá pudiera permitirse una radio para pasar las tardes, porque sus ojos no aguantaban toda aquella lectura a la que se veía obligada a recurrir. Desde que muriera su padre —un párroco jubilado— siempre había vivido alojada, como decía ella. En general no le importaba demasiado, nunca había sido hogareña. Años atrás, el hombre con el que había pensado que se casaría había muerto en la guerra de los bóeres, y su dolor se había ido atemperando hasta convertirse en la humilde aceptación de que no habría sido la mujer indicada para ofrecerle un hogar agradable. Ahora daba clases; fue un regalo del cielo que Viola le escribiese pidiéndole que diera clase a Louise y, más adelante, a su prima Polly. Había empezado a desesperarse: el dinero que le había dejado su padre le llegaba para tener un techo, pero nada más, y ya no tenía ni para pagarse el transporte para ir a la National Gallery, por no hablar de la entrada a esas exposiciones para las que había que pagar. La pintura era su pasión, sobre todo los impresionistas franceses, y uno de ellos, Cézanne, era su dios. A veces reflexionaba con un deje de ironía que no dejaba de ser curioso que tanta gente hubiese dicho de ella que «no era precisamente un retrato al óleo». Era, a decir verdad, una de las personas más feas que había visto en su vida, pero, una vez disipadas todas sus dudas a este respecto, se olvidó de su apariencia. Vestirse consistía en cubrirse el cuerpo con lo primero que pillaba, mejor cuanto más barato y cómodo; se bañaba una vez por semana (la patrona cobraba un suplemento por los baños) y se había quedado con la montura de acero de las gafas de su padre, que tan buen servicio le hacía. Hacer la colada era o difícil o caro, así que su ropa no estaba muy limpia. Por las tardes leía filosofía, poesía y libros sobre historia del arte, y los fines de semana salía a ver cuadros. ¿Solo a ver? Clavaba la mirada en el cuadro, se quedaba un buen rato, regresaba a él hasta que lo absorbía en aquellos recovecos de su voluminoso ser que constituían la memoria, para acabar digiriéndolo como alimento espiritual. La verdad —su belleza, su capacidad para trascender en ocasiones el aspecto corriente de las cosas— la conmovía y la emocionaba; por dentro, la señorita Milliment era un paraíso de apreciación artística. Las cinco libras semanales que ganaba por dar clase a las dos niñas le permitían ver todo lo que tenía tiempo de ver y ahorrar un poco para los años en los que Louise y Polly ya no la necesitasen. A sus setenta y tres años era poco probable que encontrase otro trabajo. Se sentía sola, y estaba completamente acostumbrada a ello. Dejó dos peniques de propina para la camarera y se dirigió a paso ligero, con los andares zigzagueantes de una persona corta de vista, hacia el metro.

Phyllis comenzó su tarde libre yendo a Ponting’s. Había rebajas de verano y necesitaba medias. También disfrutaba echando un buen vistazo a todo, aunque sabía que aquello le haría caer en la tentación de comprar algo…, una blusa o algún vestido de verano que no necesitaba. Se fue caminando por Campden Hill a Kensington High Street para ahorrarse el precio del billete. Para una chica de campo como ella, un paseo así no era nada. Iba vestida con su chaqueta de verano (de flamé gris claro) y una falda, la blusa que le había regalado la señora Cazalet en Navidad y un sombrero de paja que tenía desde hacía siglos y que adecentaba de cuando en cuando. Llevaba guantes de algodón gris y su bolso. Phyllis ganaba treinta y ocho libras al año y enviaba diez chelines al mes a su madre. Llevaba ya cuatro años prometida con el ayudante del jardinero de la finca en la que su padre había sido guardabosques hasta que la artritis le obligó a jubilarse. Su compromiso con Ted había pasado a formar parte del paisaje de su vida: había dejado de ser emocionante, aunque, a decir verdad, nunca lo había sido, pues desde el principio habían sabido que no iban a poder permitirse la boda hasta que pasara mucho tiempo. Además, le conocía de toda la vida. Phyllis se había ido a servir a Londres; se veían unas cuatro veces al año: durante las dos semanas de vacaciones en que Phyllis volvía a casa y en las pocas ocasiones en que lograba convencer a Ted para que viniese a Londres a pasar el día. Él detestaba Londres, pero era un chico bueno y formal y a veces accedía; sobre todo en verano, porque el resto del año, entre el mal tiempo y todo lo demás, no tenían adónde ir. Pasaban el rato en salones de té y salían al cine, y esos eran los mejores momentos porque, si Phyllis le daba pie, él la rodeaba con el brazo y le oía respirar. Ted nunca se había enterado de qué iba la película. Una vez al año lo llevaba a merendar a Lansdowne Road y se quedaban en la cocina mientras Emily y Edna le atiborraban, y aunque carraspeaba mucho se quedaba sin habla y el té se le acababa enfriando. En cualquier caso, Phyllis apartaba diez chelines al mes para cuando se casara; le quedaban dos libras, tres chelines y tres peniques para los días libres, la ropa y todo lo que necesitase, de modo que tenía que andarse con ojo. Pero tenía más de treinta libras en la oficina de Correos. Daba gusto tener el futuro asegurado, y siempre había querido ver un poco de mundo antes de echar raíces. Recorrería Ponting’s de cabo a rabo, luego iría a dar un paseo por Kensington Gardens y buscaría un buen banco para sentarse al sol. Le gustaba mirar los patos y los barquitos de juguete del estanque redondo; después se iría a tomar el té a Lyons y acabaría en Notting Hill Gate, en el Coronet o en el Embassy, dondequiera que echasen la película en la que salía Norma Shearer. Le gustaba Norma Shearer porque en cierta ocasión Ted le había dicho que se parecía un poco a ella.

Ponting’s tenía las medias rebajadas. Tres pares a cuatro chelines. Estaba hasta arriba de gente. Miró con anhelo los estantes de vestidos de verano rebajados a tres chelines. Había uno con un estampado de botones de oro y cuello Peter Pan que seguro que le habría quedado como anillo al dedo, pero tuvo la brillante idea de pasarse por Barker’s a ver si encontraba un retal para hacerse ella misma un vestido. Tuvo suerte. Encontró un bonito voile verde con un estampado de rosas trenzadas; tres metros a media corona. ¡Una ganga! Edna, que era muy apañada para los vestidos, tenía patrones, así que no hacía falta que comprase uno. Mejor seis peniques en mano que seis peniques volando, como diría su madre. Para cuando llegó al estanque redondo estaba muy cansada, y el sol debió de amorrarla, porque se quedó dormida; al despertarse tuvo que preguntarle la hora a un caballero. Enfrente de ella, a la orilla del estanque, había un grupo de niños sucios y andrajosos, algunos descalzos, que llevaban a un bebé en un viejo carrito desvencijado. Estaban pescando espinosos que iban metiendo en un bote de mermelada, y, una vez que el caballero hubo seguido su camino, uno de ellos dijo: «Disculpe, ¿tendría usted la amabilidad de decirme la hora?», y se rieron a carcajadas y empezaron a recitarlo, todos menos el bebé, que llevaba chupete. «Eso es de muy mala educación», dijo Phyllis, notando que se ruborizaba. Pero no le hicieron caso porque eran muy vulgares. A ella, su madre jamás le habría dejado salir con esas pintas.

Le dolía un poco la cabeza, y por un instante sintió pánico al pensar que quizá le estuviese llegando la regla. De ser así, se le habría adelantado cuatro días, y lo malo era que tendría que irse directamente a casa porque no llevaba nada encima. Pero mientras volvía por los jardines a Bayswater Road pensó que no, que no podía ser, porque si de verdad le estuviese llegando tendría más granos, y por ahora solo tenía ese. Phyllis tenía casi veinticuatro años; llevaba sirviendo poco más de diez. La primera vez que le vino —en la primera casa donde trabajó; había ido llorando a contarle lo de la sangre al ama de llaves— Amy se había limitado a enseñarle a doblar las tiras de franela y le había dicho que a todo el mundo le venía y que ocurría una vez al mes. Esa fue la única vez que alguien se lo había mencionado, excepto cuando la señora Cazalet le había enseñado en qué lugar del armario de la ropa blanca se guardaba la franela. Pero no dijo nada, cosa que, tratándose de una señora, a Phyllis le pareció normal, y, aunque Edna y ella sabían cuándo la otra la tenía, tampoco ellas lo mencionaban nunca, pues, al estar sirviendo, sabían cómo deben portarse las señoras. Era una cosa muy rara, pero, si le pasaba a todo el mundo, malo no sería. La franela se metía en una bolsa de lino y se echaba a lavar una vez a la semana; en la lista figuraban como «toallitas higiénicas». Naturalmente, las criadas tenían otra bolsa distinta. En fin, se encontraba bien, así que se tomó dos tazas de té y un bollito de frutas, y para cuando llegó al Coronet se sentía mucho mejor.

Polly se había quedado a comer con Louise después de clase. También estaban Nan y Lydia. El almuerzo consistía en carne picada marrón oscuro con gruesos espaguetis blancos. Lydia dijo que eran gusanos y recibió un tortazo ya que su madre no estaba, pero apenas lloró porque había tendido su chaqueta de montar en la butaca de cuero de Louise para contemplarla mientras comía. Louise se pasó casi todo el rato hablando de Otelo, pero Polly, que se preocupaba por los sentimientos ajenos y veía que Otelo no le interesaba mucho a Nan, preguntó a esta qué estaba tejiendo y dónde iba a pasar las vacaciones. Nan estaba haciendo una mañanita rosa para su madre y le faltaban dos semanas para irse de vacaciones a Woburn Sands. Uno de los peores aspectos de entablar con Nan siquiera una conversación tan breve era que Louise la acusaría después de haberle dado coba a aquella, pero para nada se trataba de esto: Polly entendía perfectamente que no a todo el mundo tuviese que interesarle Otelo.

Lydia dijo:

—La madre de Nan tiene mal las piernas. Las tiene que poner en alto todo el rato por si se le caen. Las tiene especialmente mal —añadió después de pensarlo.

—Ya basta, Lydia. No se habla de las piernas de la gente durante las comidas.

Con lo cual solo se consigue que todos pensemos en ellas, pensó Polly. De postre había compota de grosellas, que a Polly no le gustaba, aunque no se atrevía a decirlo. Lydia no tenía sus escrúpulos.

—Huele a vómito —dijo—, a vómito verdoso y marrano. —Nan la levantó de la silla y la sacó de la habitación.

—¡Pardiez! —exclamó Louise, que era dada a proferir lo que a su juicio eran blasfemias shakespearianas—. Pobre Lydia, la que le espera. —Y, en efecto, se oían lamentos sofocados procedentes del piso de arriba.

—Yo tampoco quiero.

—No me sorprende, a mí tampoco me gusta mucho. Deberíamos ir a terminar la Crema Milagrosa. Anda que no le has dado coba a Nan.

—Que no, de veras.

Cuando hubieron terminado de embotar y etiquetar la crema, la subieron al cuarto de Louise. Después se tumbaron en el césped del jardín de atrás hasta que llegó el hombre de Walls con el triciclo y el cajón de los helados. Ambas pidieron un Snofrute de lima y se volvieron a echar en el césped a hablar de las vacaciones y de lo que harían cuando fueran mayores.

—Mamá quiere que me presente en sociedad.

—¿Que seas una debutante? —A duras penas pudo Louise ocultar su desprecio—. Pero querrás tener una profesión como Dios manda, ¿no?

—¿Qué podría hacer yo?

—Se te da bastante bien pintar. Podrías ser pintora.

—Podría presentarme en sociedad y después ser pintora.

—Así no son las cosas, Polly, de veras. Irías a un montón de bailes llenos de estúpidos que no harían más que pedir tu mano y al final te casarías con uno de ellos por pura bondad. Ya sabes lo mal que se te da decir que no.

—No me casaría con alguien a quien no amase.

—A veces ni siquiera eso es suficiente. —Estaba pensando enigmáticamente en John Gielgud y en las infinitas ocasiones en que había soñado que le salvaba la vida por medios tan espectaculares y valientes que no tendría más remedio que casarse con ella. Vivirían en un apartamento (el colmo de la sofisticación; solo conocía a una familia que viviera en un apartamento), representarían papeles complementarios en todas las obras de teatro y cenarían langosta y granizado de café.

—¡Pobrecita Lou! ¡Lo superarás!

Louise le dedicó la sonrisa especial, triste y heroicamente vulnerable, que había ensayado ante el espejo del cuarto de baño.

—No, no lo superaré. No es del tipo de cosas que se superan.

—Supongo que no.

—A decir verdad —dijo Louise—, a veces lo disfruto bastante. Ya sabes: imaginándome cómo sería. Además, no estoy pensando en ello a todas horas. —Sabía que estaba siendo sincera a medias: a veces se pasaba días enteros sin pensar en ello. Soy de esas personas deshonestas que no soportan ser completamente deshonestas, pensó.

Miró a Polly, que estaba tumbada bocarriba con los ojos cerrados para protegerse del sol. Aunque Polly tenía poco más de doce años, un año menos que ella, no lo parecía. Polly era absolutamente franca, carecía de malicia. No tenía tacto, decían a veces: si le preguntabas qué pensaba, te lo decía…, si es que sabía lo que pensaba, pero su sinceridad le producía una tremenda indecisión y a veces dolor. Te miraba con sus ojos azulísimos y más bien pequeños si le hacías preguntas tales como si soportaría montar en submarino, pegarle un tiro al poni si se rompía una pata o morir por su país sin irse de la lengua si era una espía y la pillaban, y veías que unas arruguitas oblicuas le surcaban la blanquísima frente mientras se esforzaba por dar con la verdad…, a menudo, sin conseguirlo. «No sé», decía entonces. «Ojalá lo supiera, pero no estoy segura. A diferencia de ti, yo no estoy segura». Pero en su fuero interno Louise sabía perfectamente que ella se limitaba a tomar decisiones dejándose llevar por su estado de ánimo, mientras que la indecisión de Polly era, de alguna manera, más seria. Aunque esto le molestaba, respetaba a Polly. Esta nunca fingía, nunca actuaba para la galería, como decía Nan, y no veía el bosque por culpa de los árboles. Y era incapaz de decir ningún tipo de mentira. No era que Louise mintiera, exactamente —un grave delito en la familia Cazalet—, pero pasaba mucho tiempo siendo otras personas que, como es lógico, pensaban y veían las cosas de modo distinto al suyo, así que lo que decía en esos momentos no contaba. Ser actriz exigía este tipo de flexibilidad, y, aunque a veces Polly le tomaba el pelo sobre sus volubles reacciones y ella a su vez le tomaba el pelo a Polly por ser tan seria y no saber ciertas cosas, las burlas no iban más lejos. Sus peores miedos, los más reales, eran sacrosantos: Louise sufría de una morriña horrorosa (no podía quedarse en ningún sitio más que con la familia, tenía pavor a que la enviasen a un internado) y a Polly le aterrorizaba que pudiese haber otra guerra en la que todos morirían gaseados y en particular su gato Pompeyo, al que, al ser un gato, lo más probable es que no le dieran una máscara de gas. Polly era toda una autoridad en la materia. Su padre tenía miles de libros sobre la guerra; había combatido y había salido de ella con una sola mano, más de cien piezas de metralla en el cuerpo que no consiguieron sacarle y jaquecas terribles…, las peores del mundo, decía su madre. Y aquellos hombres que salían en la foto que tenía encima de la mesita (todos ellos, soldados con un holgado uniforme amarillo) estaban muertos, todos menos él. Polly leía todos sus libros y le hacía, como si nada, preguntitas capciosas que no hacían sino corroborar que lo que leía —la matanza, los kilómetros y kilómetros de barro y alambrada, los proyectiles y los tanques y, sobre todo, el horrible gas venenoso al que por alguna razón había conseguido sobrevivir el tío Edward— era todo verdad, una pesadilla auténtica e ininterrumpida que había durado más de cuatro años. Si había otra guerra solo podría ser peor, porque la gente no dejaba de decir que los buques de guerra, los aviones, las armas y todo lo que podía empeorarla se habían perfeccionado gracias al desarrollo científico. La próxima guerra sería el doble de espantosa y el doble de larga. Muy en su fuero interno, envidiaba a Louise por no temer más que al internado; al fin y al cabo, ya tenía catorce años, y dentro de dos o tres años sería demasiado mayor para ir. Pero nadie era demasiado mayor o demasiado joven para la guerra.

Louise dijo:

—¿Cuánto dinero tienes de la paga?

—No sé.

—Mira a ver.

Polly abrió obediente la cremallera del monederito de cuero que llevaba colgado al cuello. Varias monedas y unos terrones de azúcar bastante grises cayeron a la hierba.

—No deberías guardar el azúcar para el caballo con tu dinero.

—Ya.

—Seguro que a estas alturas los terrones se han vuelto venenosos. —Se incorporó—. Podríamos ir a Church Street y después podría volver y tomar el té contigo.

—De acuerdo.

A las dos les encantaba Church Street, sobre todo el tramo final, cerca de Notting Hill Gate, por diferentes motivos. Louise frecuentaba la tienda de mascotas, que tenía un surtido inagotable de criaturas deseables: culebras, tritones, peces de colores, tortugas, enormes conejos blancos y, también, todas esas cosas que deseaba pero que no le permitían tener: todo tipo de pájaros, ratones, cobayas, gatitos y cachorros de perro. A Polly no siempre se le daba bien esperar mientras Louise lo miraba todo, y cuando se aburría se iba al comercio de al lado, una tienda de objetos usados que se desparramaba sobre la ancha acera y contenía de todo, desde libros de segunda mano a objetos de porcelana, esteatita, marfil, madera tallada, abalorios y piezas de muebles, y a veces objetos cuyo uso era un auténtico misterio. El personal de la tienda no era nada sociable; eran dos hombres, padre e hijo. El padre se pasaba casi todo el tiempo echado en un desvaído diván de terciopelo rojo leyendo el periódico, y el hijo sentado en una butaca dorada con los pies apoyados sobre una grandísima vitrina llena de lucios disecados, comiendo bollitos de coco y bebiendo té. «Sirve para estirar guantes», decía el padre cuando le preguntaban; el hijo nunca sabía nada. Aquel día, Polly encontró un par de candelabros azules y blancos muy altos y bastante rajados; a uno le faltaba un pedacito de la parte de arriba, pero aun así le parecieron preciosos. También había un plato (de cerámica, con flores azules y amarillas sobre un fondo azul Delphinium con un toque de amarillo luminoso y unas pocas hojas verdes), probablemente el plato más hermoso que había visto en su vida. Los candelabros costaban seis peniques, y el plato, cuatro: demasiado.

—A este le falta un trocito —señaló.

—Es cerámica de Delft. —El hombre soltó el periódico—. ¿Cuánto llevas?

—Siete peniques y medio.

—Tendrás que elegir. No puedo venderlos a ese precio.

—¿Por cuánto los vendería?

—No puedo bajar de nueve peniques. El plato es portugués.

—Voy a preguntarle a mi amiga.

Volvió corriendo a la tienda de mascotas, donde Louise estaba en medio de una conversación muy animada.

—Voy a comprar un siluro —anunció Louise—. Siempre he querido uno, y el señor dice que es buena época.

—¿Me puedes prestar algo de dinero? Solo hasta el sábado.

—¿Cuánto?

—Un penique y medio.

—Vale. Ah, que no voy a poder merendar contigo, porque quiero llevarme el siluro a casa. —El siluro estaba en un bote de mermelada, y el hombre había hecho un asa de cuerda—. ¿A que es precioso? Mira qué bigotitos más monos.

—Precioso. —A Polly no le gustaban demasiado, pero sabía que de todo tiene que haber en este mundo.

Volvió a su tienda y le dio nueve peniques al hombre, que envolvió mal el plato y los candelabros con papel de periódico viejo y manoseado.

—¡Ay, Polly! Siempre comprando porcelana. ¿Qué vas a hacer con todo eso?

—Para mi casa, cuando sea mayor. Todavía me falta un montón de cosas. Puedo comprar muchísimas más. Los candelabros son de Delft —añadió.

—¡Cielos! ¿Como Van Meer, quieres decir? A ver. Tendrán mejor aspecto una vez lavados.

—Ya lo sé. —Se moría de ganas de llegar a casa y lavarlos.

Se despidieron.

—Hasta mañana.

—Espero que tu siluro llegue bien.

—Y ¿cuándo os vais a Sussex?

Villy, que al menos se lo había dicho ya tres veces a su madre, respondió con una paciencia infinita.

—El viernes.

—¡Pero si es pasado mañana!

—Sí, mamá, ya te lo había dicho.

Sin intentar disimular su incredulidad, lady Rydal dijo:

—Me habré olvidado.

Suspiró, se removió un poco en la rugosa butaca y se mordió los labios de dolor. Era para demostrarle a su hija que tenía dolores y también que sufría en silencio, lo cual, pensó Villy, se suponía que tenía que dar a entender el resto de cosas que debía de estar sufriendo en silencio. Era una anciana hermosa y bastante teatrera: debido a una combinación de artritis y una especie de indolencia victoriana (a la primera punzada de dolor se había retirado a su butaca, subiendo y bajando las escaleras solo una vez al día y presentándose en el comedor a la hora del almuerzo y de la cena acompañada de un macizo bastón con punta de goma), no solo había adquirido una forma indefinida, sino también un aburrimiento crónico. Tan solo su cara conservaba su aspecto autocrático e impresionante: la noble frente, los ojos grandes que conservaban, desvaído, el azul nomeolvides de antaño, los pellejitos de tez de porcelana adornados y suspendidos por miles de arrugas diminutas y la boca exquisitamente cincelada a lo Burne-Jones proclamaban que en otros tiempos había sido una belleza. Su cabello era ahora plateado, y siempre llevaba pesados pendientes —perlas y zafiros— que le tiraban de los lóbulos de las orejas. Pasaba los días sentada en su enorme butaca, arrellanada como un hermoso pecio, despreciando los frágiles y mezquinos esfuerzos por rescatarla que acometían sus hijas con visitas como la que estaba haciendo Villy en este momento. Era incapaz de hacer nada, pero sabía cómo había que hacerlo todo; tenía un gusto original, a la vez que buen gusto, para la organización de su casa, su comida y sus flores, pero consideraba que ya no había ocasiones que merecieran que ella estuviera a su altura, y la extravagancia y la jovialidad que recordaba Villy estaban estancadas, enmohecidas por culpa de la autocompasión. Pensaba que su vida había sido una tragedia; al casarse con un músico había bajado de categoría social, pero cuando se quedó viuda no trató su viudedad a la ligera: vestía ropa de luto y las persianas seguían medio bajadas en el salón, a pesar de que llevaba dos años muerto. Consideraba que ninguna de sus hijas había hecho un buen matrimonio, y no veía con buenos ojos a la mujer de su hijo. Imponía demasiado para tener amigos, y hasta se dirigía a sus dos leales sirvientes por sus apellidos. Villy pensaba que si se quedaban era solo por respeto y afecto a su señor fallecido, pero la inercia era contagiosa e invadía la casa entera: los relojes hacían tictac con desgana, las moscardas zumbaban en las ventanas de guillotina antes de sumirse en un estado de estupor. Villy tuvo la sensación de que, a no ser que dijera o hiciera algo, la vencería el sueño.

—Cuéntame tus novedades. —Este era uno de los gambitos habituales de lady Rydal, difícil de responder puesto que combinaba una estudiada amplitud de miras con una absoluta falta de curiosidad. O bien Villy (o quienquiera que fuese el blanco) ofrecía respuestas que a todas luces aburrían a su madre, o se le ocurría decir algo que guardaba relación con alguna de las innumerables cosas que lady Rydal veía con malos ojos. Y es que lady Rydal veía con malos ojos cualquier referencia a la religión procedente de cualquiera que no fuese ella (frivolidad); consideraba que la política era un tema impropio de una dama (Margot Asquith y lady Astor no eran personas a las que invitaría a su casa); cualquier conversación sobre la vida privada de la familia real era vulgar (debía de ser la única persona de Londres que, desde el comienzo del affaire, había dejado de mencionar a Eduardo VIII y que jamás había pronunciado el nombre de la señora Simpson); cualquier referencia al cuerpo (su aspecto, sus necesidades y, lo peor de todo, sus deseos) era absolutamente tabú (incluso la salud era un tema delicado, pues solo ciertas dolencias eran lícitas para las mujeres). Villy, como siempre, recurrió a hablarle a su madre de los niños mientras Bluitt, la camarera, retiraba el té. Fue un éxito; lady Rydal mantuvo su sonrisa indulgente mientras oía hablar de las payasadas de Lydia en los almacenes Daniel Neal, escuchó la última carta que había escrito Teddy desde el colegio y preguntó con afecto por Louise, por quien sentía un cariño especial.

—Tengo que verla antes de que se vaya al campo y desaparezca. Dile que me llame, organizaremos que venga a visitarme.

En el taxi de vuelta a casa, Villy pensó que iba a ser difícil porque solo quedaban dos días enteros antes de que se marcharan a Sussex.

Edward —le había dicho a Bracken que eso era todo por ese día antes de que le dejase de nuevo en la oficina al término del almuerzo— le pidió las llaves del coche a la señorita Seafang, su secretaria; volvió a llenar su petaca de plata con cigarrillos de la caja de ébano que esta se encargaba de mantener siempre llena sobre el inmenso escritorio y echó un vistazo a su reloj de pulsera. Acababan de dar las cuatro; había tiempo de sobra para tomar el té si le apetecía. La reunión de directivos se había cancelado porque el Jefe había querido irse a Sussex y Hugh tenía una de sus jaquecas. Si el Jefe no hubiera querido marcharse, habrían celebrado la reunión, y Hugh habría atendido arrugando el entrecejo, pálido y callado menos cuando asintiese precipitadamente a cualquier propuesta que se hiciera. Las jaquecas de Hugh no se podían mencionar; se volvía irritable y se enfurecía ante cualquier muestra de interés, lo cual hacía que Edward se sintiese peor. Quería a su hermano y sufría por haber sobrevivido ileso a la guerra mientras que la salud de Hugh había salido tan mal parada.

La señorita Seafang asomó su pulcra cabecita por la puerta.

—El señor Walters le agradecería mucho que pudiera usted dedicarle unos instantes, señor Edward.

Edward volvió a mirar su reloj y manifestó inquietud y sorpresa.

—¡Dios mío! Pídale que espere al lunes, ¿me hace el favor? Ya llego tarde a una cita. Dígale que lo primero que haré el lunes será verle.

—Se lo diré.

—¿Qué haría yo sin usted? —Le dedicó una sonrisa deslumbrante, cogió su sombrero y se marchó.

Durante todo el trayecto de vuelta a casa en metro y después en autobús, la señorita Seafang se repitió este comentario, saboreó y realzó la sonrisa hasta dotarla del esplendor de un romance (caballeroso, cómo no). Edward la comprendía, se daba cuenta de su auténtica valía, algo que nadie más había hecho nunca; de hecho, tanto había distorsionado su valía que la señorita Seafang no habría querido reconocer los pormenores más grises de la misma: su formalidad, la buena mano que se daba con la repostería y lo buena tía que era para sus sobrinos.

No era tanto una cuestión de si quería o no tomar el té con Denise, reflexionó Edward mientras se alejaba de la ciudad hacia el oeste; era una cuestión de decencia. No le había contado a la pobrecita lo de sus vacaciones porque sabía que la disgustaría y no soportaba verla descontenta. Y a la semana siguiente, cuando, con Villy en Sussex, Denise contara con que estuviese más disponible, no lo iba a estar porque en estas ocasiones la familia cerraba filas y, a excepción de una tarde en su club, le habían organizado las cenas. En serio, tenía el deber de ir a verla. Le daban pequeños e idénticos arrebatos de responsabilidad y entusiasmo: era una de esas personas afortunadas que, sorprendentemente, disfrutan haciendo lo correcto.

Denise estaba echada en el sofá de su salón verde enfundada en un vestido negro ceñido por un ancho fajín rojo. Se levantó elegantemente cuando la criada lo anunció.

—¡Edward! ¡Qué bien! ¡Ni te imaginas lo aburrida que estaba!

—No pareces aburrida.

—Bueno…, de repente, ya no lo estoy. —Le tocó la mejilla con los dedos: tenía las uñas pintadas del mismo color que el fajín. A Edward le llegó un hálito de Cuir de Russie—. ¿Té? ¿Mejor whisky?

—Casi no, porque…

—Cariño, si no tomas nada, a Hildegard le va a parecer raro.

—Bueno, pues whisky. Es un nombre poco habitual para una criada.

—Es que es alemana. Dime hasta dónde.

—Me refería a que…, bueno, a que no es habitual tener una criada alemana.

—Ah. Las había a montones en la agencia. No son más caras y trabajan mucho más. Cada vez están más solicitadas.

Hubo un silencio; Edward bebió a sorbitos y luego, no porque le interesase sino porque este tipo de situaciones siempre le resultaban un poco violentas, dijo:

—¿Qué estabas leyendo?

—La última de Angela Thirkell. Es muy entretenida, pero no creo que tú leas novelas, ¿no, cariño?

—Sinceramente, he de confesar que no. —En realidad, no leía nada, pero, como por suerte no le preguntó si leía, este dato pasó a ser un grano de arena más en la montaña de todo lo que ignoraba de él. A medida que pasaba el tiempo, más cosas de este estilo se iban acumulando.

Denise se había vuelto a colocar en el sofá. Desde arriba, Edward veía la linda nuca, acentuada por la abundante media melena…

—¿Tú crees que sería posible que subiéramos?

—Pensaba que no me lo ibas a pedir nunca.

Era maravilloso hacerle el amor: pasiva en apariencia, pero en el fondo muy entusiasta. Tenía un cuerpo inesperadamente voluptuoso; vestida, daba una impresión aniñada, pero desnuda la cosa cambiaba mucho. Le dijo que como más guapa estaba era sin nada de ropa, pero no le sentó nada bien. «¡Suena como si fuera una furcia!», y sus grandes ojos gris claro empezaron a empañarse. Pero, bien mirado, quizá no fuera por culpa de estas palabras, porque lo siguiente que dijo fue: «Tengo entendido que te vas de vacaciones a Cornwall». Sí, dijo él, ¿quién se lo había dicho? «Me encontré con Villy en la peluquería. De eso hace más de una semana, ¡y aún no me lo has dicho!». Le explicó que no soportaba disgustarla. «¿Quieres decir que te habrías marchado sin más, sin decirme nada?», y entonces se echó a llorar de verdad. Edward la abrazó y la meció y dijo que por supuesto, por supuesto que no, que si de verdad le creía capaz de semejante canallada. Por supuesto que no se habría marchado sin avisarla, y además solo eran dos semanas. «Te quiero a rabiar», dijo ella. Edward sabía que era verdad. Volvió a hacerle el amor y pareció que Denise se animaba. «Lo nuestro es serio, ¿a que sí?», dijo Denise, y, después de convenir más o menos en que lo era, Edward le recordó que jamás haría nada que pudiese hacerle daño a Villy, a quien también amaba. «Y además es tu mujer, claro». Y, al fin y al cabo, también estaba Nigel, un tipo estupendo que, como todo el mundo sabía, estaba dedicado a ella en cuerpo y alma, y Edward echó un vistazo a su reloj para que le fuera más fácil decir que tenía que marcharse…, santo cielo, mira qué hora es, no tenía más remedio que irse. Y eso hizo, no sin antes prometer que la semana siguiente se pondría en contacto con ella, aunque menuda semanita le esperaba…, pero haría todo lo posible.

Polly volvió lentamente a casa bajando por Church Street con el periódico lacio agitándose alrededor de los candelabros. Era una deliciosa tarde de sol; el cielo estaba azul, un azul, por así decirlo, amable, y la gente lucía un aspecto veraniego. Las lámparas de araña de la tienda de la señora Crick resplandecían mágicamente con unos increíbles azules y verdes sobrenaturales. Polly se preguntó quién las compraría: nunca veía salir a nadie de la tienda con una araña y pensaba que debía de haber unos lacayos que cada mañana a primera hora se pasaban por allí a cogerlas para llevarlas a distintos palacios. Había unas lecheras inmensas a la entrada de la lechería, cuyo interior estaba cubierto de preciosos azulejos de color verde, blanco y crema. Polly había decidido incluir en su casa una habitación igualita a la lechería, no para que fuese una lechería, sino para pasar el tiempo y pintar. Louise había dicho que por qué no metía sapos en la habitación, con lo fresquitos que iban a estar, pero Polly solo pensaba tener gatos en su casa, un gato blanco y un gato blanco y negro como los de los magos, con bigotes muy largos. Porque, para entonces, Pompeyo habría muerto: ya era viejo —ocho años como poco, decía el veterinario— y los coches le habían golpeado cuatro veces, si es que no le habían atropellado; tenía rota la punta de la cola, que le colgaba torcida, y se movía con una rigidez impropia de un gato. Polly siempre se estaba proponiendo quitarse de la cabeza que acabaría muriéndose, pero otros pensamientos le llevaban a este, y entonces se le formaba un nudo caliente en la garganta. Pompeyo podía vivir ocho años más, pero para entonces ella aún no tendría su casa. Llevaba ahorradas veintitrés libras, catorce chelines y seis peniques, pero, como las casas costaban cientos de libras, para reunir el dinero suficiente iba a tener que salvarle la vida a alguien, pintar un cuadro asombroso o encontrar, en verano, un tesoro enterrado. O, si no, la construiría. En el jardín estaría la tumba de Pompeyo. Acababa de entrar en Bedford Gardens y estaba a punto de llegar a casa. Se enjugó los ojos con un trocito de periódico: olía a pescado con patatas fritas y se lamentó de haberlo hecho.

Tuvo que dejar los candelabros y el plato en el suelo para entrar. La puerta principal daba directamente al largo salón. Mamá estaba tocando a Rachmaninov —un preludio— muy fuerte y muy deprisa, así que Polly se sentó y guardó silencio hasta que hubo terminado. La pieza le sonaba porque mamá la ensayaba sin cesar. Al lado del sofá había una bandeja con las cosas del té, pero estaban sin tocar: sándwiches de pasta de anchoas y pastel de café. Polly sabía que si se ponía a comer pecaría de falta de musicalidad, algo que su madre, simplemente, no le consentía, de modo que esperó. Cuando hubo terminado, dijo:

—¡Vaya, mamá, sí que estás avanzando!

—¿De veras lo crees? Sí, ya me sale un poco mejor, ¿no?

Su madre se levantó del piano y se acercó con paso cansino adonde se hallaban Polly y el té. Estaba tremendamente gorda; no toda ella, solo la barriga: en pocas semanas, Polly iba a tener un hermano o una hermana.

—¿Te sirvo yo el té?

—Sí, cariño. —Su madre se dejó caer en el sofá. Llevaba un vestido de lino, color verde salvia, que no hacía ninguna concesión a su embarazo.

—¿Te encuentras bien?

—Estoy un poquito cansada, pero sí, cariño, claro que me encuentro bien. ¿Habéis terminado hoy las clases?

—No, mañana. Pero hoy hemos acabado Otelo. ¿Vais a salir esta noche?

—Ya te dije que sí. Al Queen’s Hall. Otelo me parece una obra excesiva para unas niñas de vuestra edad. A mí me habría parecido mucho más adecuada El sueño de una noche de verano.

—Estamos leyéndolo todo, así que también tienen que tocarnos las excesivas, mamá. La eligió Louise. Cada una elige una.

Era raro que a los adultos hubiera que repetirles las cosas una y otra vez. Quizá por eso los bebés nacían con unas cabezas tan grandes: la cabeza no crecía y la persona iba aumentando, pero, como seguías teniendo el mismo espacio en el cerebro para recordar cosas, cuanto más vivías, más cosas olvidabas. De todos modos, dijera mamá lo que dijese, se la veía cansada: tenía ojeras azuladas y el resto de su cara presentaba una especie de color blanco verdoso, y su barriga parecía un globo por debajo del vestido. Sería mucho mejor que los bebés fueran como los huevos, pero, claro, la gente no tenía la forma adecuada para empollarlos. Seguro que se podría hacer con botellas de agua caliente…

—¡Polly! ¡Ya van dos veces que te lo pregunto! ¿Qué hay dentro de ese periódico tan sucio?

—¡Ah! Nada, algo que he comprado en la tienda que hay al lado de la tienda de mascotas.

—¿Y qué es lo que has comprado?

Polly desenvolvió el plato y se lo enseñó. Después desenvolvió los candelabros y se los enseñó. Tal y como se imaginaba, no tuvieron éxito.

—No entiendo por qué sigues comprando todas estas cosas tan raras. ¿Qué vas a hacer con ellas?

Polly era incapaz de mentir, así que no pudo responder.

—A ver, cariño, a mí no es que me moleste, pero es que tu cuarto está lleno de trastos. ¿Para qué los quieres?

—Me parecen bonitos, y necesito tener cosas mías para cuando sea mayor. Louise se compró un siluro. ¿Y tú qué comprabas cuando tenías mi edad?

—No digas «y tú» con ese tono, Polly, es de mala educación.

—Perdón.

—Compraba muebles para mi casa de muñecas. Esa con la que no juegas nunca.

—He jugado con ella, mamá, de veras. —Había intentado que le gustase, pero todo estaba hecho ya, no quedaba nada por hacer más que colocar los mismos muebles y cacharritos de té de siempre; hasta las muñecas tenían nombre, así que no las sentía como suyas.

—Y yo que la guardé todos estos años para cuando tuviese una hija…

La miró con tanta tristeza que Polly no pudo soportarlo.

—A lo mejor le gusta al nuevo bebé.

—Por cierto, quería tener una pequeña charla contigo sobre esto.

Media hora después, Polly subió lentamente a su dormitorio con la porcelana. ¡Su dormitorio! La iban a echar por culpa del condenado bebé. De eso había ido la charla. Era la habitación más grande y más soleada del último piso y se la iban a quedar una horrible niñera y el bebé, y a ella iban a echarla a la pequeña del fondo, donde apenas cabía nada. No podría ver al farolero, ni al cartero, ni al lechero ni a ninguna de sus amigas. Iba a estar arrumbada al fondo de la casa, con los cañones de las chimeneas como únicas vistas. Simon tenía que quedarse con el desván porque era chico (por el amor de Dios, ¿qué tenía eso que ver?). Y encima no se trataba solo de ella, también estaba Pompeyo, y a él no se le podía pedir que lo entendiera. «No es justo», murmuró. Tan ciertas y terribles le sonaron estas palabras que empezaron a rodarle lágrimas por el rostro. Simon estaba casi siempre en el colegio, así que ¿para qué quería él una habitación con techos inclinados y unas ventanitas monísimas? Para eso, que los metiesen a Pompeyo y a ella en el armario de la ropa blanca. No era de extrañar que mamá se hubiese puesto así por la porcelana que había comprado. En el cuarto de las visitas, pues eso es lo que era, no había sitio para nada. Y eso mismo era ella, suponía: una niña que estaba de visita. La idea la hizo sollozar. Eso era. No la querían en la familia. Se echó en el suelo al lado de Pompeyo, que estaba tumbado en una caja de vestidos sobre una manta que había tardado siglos en tejerle. Estaba dormido. Cuando la despertó para contárselo, los ojos de Pompeyo se abrieron de golpe antes de entrecerrarse de placer mientras se estiraba voluptuosamente bajo su mano. Pero, cuando se echó a llorar sobre él, estornudó y se levantó al instante. Polly ya se había fijado otras veces en que no parecía que le importasen los sentimientos ajenos. Ojalá tuvieran un jardín como es debido, así habría una carretilla y podría cargar todos sus trastos e irse a vivir con Louise, que además tenía una casa mucho más grande. Cuando sus padres se fuesen al concierto, llamaría a Louise por teléfono a ver si le prestaba su carretilla. Oyó la puerta de la calle, lo cual significaba que había llegado papá.

Hugh Cazalet solía ir al volante de su coche. Leer en el coche le hacía daño a los ojos, y, al no haber nada que le distrajera de la conducción de otra persona, se preocupaba, con más o menos crispación y nervios, por cómo lo hacían. Hoy, sin embargo, había empezado a padecer una de sus jaquecas justo antes del almuerzo, que no podía cancelar porque tanto Edward como el Jefe estaban ya comprometidos y no podían llevarse a comer a su cliente, un joven y prometedor arquitecto que trabajaba (demasiado a menudo, en opinión de Hugh) para la Cámara de Comercio. De manera que había ido al Savoy en taxi y había comido con poca gana con un completo extraño que no tardó en descubrir que no le caía bien. Boscomb se las arreglaba para ser presuntuoso a la vez que le llamaba «señor», lo cual hacía que Hugh se sintiera como un carcamal a pesar de que no le sacaba más de seis o siete años. También llevaba pajarita, algo que a Hugh ni se le habría pasado por la cabeza ponerse sin un esmoquin, y zapatos Spectator en blanco y caramelo: tenía aire de patán, la verdad. Pero quería comprar enchapados para los ascensores de un monumental edificio de oficinas que había diseñado —o, al menos, que estaba supervisando—, y Cazalet’s tenía un surtido incomparable de maderas nobles que Hugh se encargaba de vender. La comida le reanimó, pero la bebida fue un problema. La etiqueta exigía que bebiera con su invitado: un jerez seco antes de comer que (como siempre y equivocadamente) pensó que le sentaría bien, un poco de vino blanco de Borgoña con el pescado y oporto con el queso. Consiguió evitar este último, pero a aquellas alturas la cabeza estaba a punto de estallarle. Quedaron en que Boscomb se pasaría por el muelle, donde podría ver muestras mayores que las de diez por diez centímetros, y por fin Hugh pudo firmar la cuenta y escaparse. Cogió otro taxi y, de vuelta en la oficina, se tomó otra dosis del calmante. Después de decirle a Mary, su secretaria, que apuntase las llamadas y le dejase a solas hasta la reunión, que estaba prevista para las tres y media, se tumbó en el Chesterfield y durmió profundamente.

Su secretaria le despertó con una agradable taza de té y con la noticia, más agradable aún, de que la reunión se había cancelado.

—La señora Cazalet ha llamado para recordarle lo del concierto de esta noche. Ah, y su señor padre ha dicho que Carruthers le llevará a usted a casa.

Le dio las gracias con tono displicente y la secretaria se marchó. La maldita oficina parecía una cadena de rumores, todos tratándole como un carcamal solo porque tenía un dolorcillo de cabeza. La rabia y la humillación que le producía su desgraciado cuerpo se descargaban sobre cualquiera que reparase en él: su padre por atreverse a pedirle un chófer, su secretaria por proclamar a los cuatro vientos que estaba echando una cabezadita. ¿Por qué no podía mantener la boca cerrada, la muy tonta? De haber querido que alguien le llevase a casa en coche se lo habría pedido a Edward, y podía llevar a Sybil al concierto en taxi. Se encendió un Gold Flake para calmarse y se dirigió a su escritorio a llamar a Edward. Pero este no estaba, le informó su secretaria; se había marchado hacía media hora. Sobre el escritorio había una foto de Polly y de Simon. El niño miraba a la cámara con gesto firme y bravucón, sonriente, enfundado en los pantalones cortos y la camisa gris del uniforme escolar y con una maqueta de un balandro sobre las avezadas y maltrechas rodillas. Pero Polly —su querida Polly— estaba sentada con las piernas cruzadas entre las hierbas altas, la mirada apartada de su hermano, perdida en algún lejano lugar secreto. Llevaba un vestido sin mangas que le caía un poco sobre el hombro huesudo, y su expresión era a la vez adusta y vulnerable. «Estaba pensando», recordó que había respondido Polly después de que le sacara la foto y le preguntase qué pasaba. ¡Polly! Era su tesoro secreto. Cada vez que pensaba en ella se sentía afortunado. Jamás le decía a nadie lo mucho que significaba para él, ni siquiera a Sybil, que para ser sinceros, y a veces no le quedaba más remedio que decírselo, mimaba en exceso a Simon. Bueno, un tercer hijo equilibraría las cosas. Apagó el cigarrillo, cogió su sombrero y se fue en busca de Carruthers.

La hora del té, que Louise tomó con Lydia y Nanny porque su madre aún no había vuelto, fue bastante aburrida. Le enseñó su siluro a Lydia, sí, pero esta no mostró el menor interés. «Los peces son un rollo», dijo, «a no ser que pudieras amaestrarlo para que se deje acariciar». Lydia no se quitó la chaqueta de montar en toda la merienda: tenía la cara sofocada y se manchó de miel una de las mangas. Se armó una gresca por este motivo, ya que Nanny siempre limpiaba a la pobre Lydia como si la castigase. Louise se escapó del cuarto de los niños nada más acabar el té y fingió que tenía deberes. Lo malo de las personas de seis años era que, francamente, era un tostón estar con ellas, y aunque quería a su hermana no veía el momento de que llegase a una edad más razonable. Pero quizá nunca me alcance: yo siempre habré leído los libros primero, y, para cuando empiece a bajar a cenar en ocasiones especiales o pueda decidir cuándo se acuesta, yo llevaré años haciéndolo y no me parecerá tan especial. Solo que, claro, cuando fueran adultas, ya no tendría importancia, porque los adultos eran todos más o menos iguales tuvieran la edad que tuvieran.

Había bajado al hall. Vio el Evening Standard, que había entrado a través del buzón, y se subió con él al pescante que había sobre el hueco del montacargas del comedor; un buen sitio, ya que le permitía retener a mamá en el instante en que llegaba a casa, y Lydia, suponiendo que fuese a buscarla, no llegaba tan alto. Por lo general los periódicos eran un aburrimiento, menos las críticas teatrales y una página de un tal Corisande, que al parecer iba a un montón de fiestas fastuosas y describía la ropa de la gente con entusiasmo y admiración. Buscó una foto de John Gielgud para su colección, pero no vio ninguna. Había un silencio sepulcral; solo se oía el tictac del reloj de pared en el comedor. Mejor que no abriese la vitrina de los libros del salón para leer un poco de una de esas novelas que su madre decía que no eran adecuadas para su edad, porque podía volver de un momento a otro. Por lo demás, solo se le ocurrían cosas que no quería hacer: dibujar el mapa de las islas británicas que tenía de deberes, intentar venderle a Edna un tarro de la crema facial antes de que se aguachinase demasiado, pasar un rato más con su siluro (el comentario de Lydia le había quitado un poco la ilusión), releer Belleza negra y hartarse a llorar o seguir haciendo el regalo de Navidad de mamá, un alfiletero de un diminuto punto de cruz con un dibujo bastante soso del que estaba harta. No hacía más que desperdiciar su vida; los minutos iban pasando y lo único que sucedía era que respiraba e iba haciéndose cada vez más mayor. ¿Y si no pasaba nada de nada durante el resto de su vida? ¿Y si simplemente se quedaba allí, en el hueco del montacargas, envejeciendo? Tendrían que darle ropa más grande y bocadillos, y ¿cómo iría al baño? Al fin y al cabo, había gente que vivía sobre columnas, algunos santos bastante mugrientos lo habían hecho. Ella no podía, porque tendría que dar de comer a Ferdie y al pez; aunque si pudiese irse de vacaciones y dejarlos con Emily o con Phyllis, sí que podría encaramarse a una columna. Cualquiera se alegraría de dar de comer a unos pájaros y un pez que pertenecían a una santa. Lo malo de los santos era que no parecía que a ellos les hiciera mucha gracia serlo en su momento; a otras personas, sí, pero mucho más tarde, después de muertos. Obrar un milagro sería maravilloso; sufrir el martirio, no. Pero ¿y si se pudiera ser santa sin ser mártir?

Oyó un taxi.

—Que sea ella. Por favor, Dios, que sea ella.

Dios le hizo el favor y era ella. Louise saltó desde el hueco del ascensor en el mismo instante en que su madre abría la puerta. Llevaba tres enormes cajas de cartón que tenían todo el aspecto de contener vestidos. Salió corriendo a darle un abrazo y tiró una de las cajas que llevaba su madre en la mano.

—¡Cariño! ¡Mira que eres torpe!

Louise sintió que le ardía el rostro.

—Ya lo sé —dijo sin pensar—. Por lo visto, he nacido así.

—Es porque no te fijas en lo que haces.

A Louise el comentario le pareció tan carente de sentido (¿cómo ibas a fijarte en lo que estabas haciendo?: o hacías algo o te fijabas) que se limitó a subir cansinamente con las cajas de los vestidos sin decir una palabra.

Villy estaba quitándose los guantes a la vez que miraba a ver si había algún mensaje en la mesilla del hall.

—Señora, ha llamado la señora Castle. No ha dejado recado.

—¡Louise! ¡No abras las cajas hasta que llegue yo! ¡Louise!

—Sí. Quiero decir, no, no las abriré.

Villy se fue al pequeño y oscuro estudio en el que pagaba las facturas de la casa y en el que estaba el teléfono. Su hermana nunca dejaba recado cuando llamaba, en general porque lo que tenía que decirle era demasiado deprimente y complicado como para comprimirlo en un mensaje. Le dio el número a la operadora, y mientras esperaba a que Jessica respondiese se preguntó, con una aprensión que se le antojó egoísta, de qué podría tratarse esta vez. Apenas quedaba tiempo para que tuviese que empezar a cambiarse, y había que prepararle las cosas a Edward…

—¡Jessica! Hola. Me han dicho que has llamado. ¿Qué pasa?

—No te lo puedo contar ahora. Pero estaba pensando que a lo mejor mañana podríamos comer juntas.

—Cariño, mañana es viernes. El día en el que la señorita Milliment se queda a comer, y el último día de curso de Louise, y Teddy vuelve del colegio… Podrías venir a comer, claro, pero…

—Pero no podremos hablar. Sí, lo entiendo. Pero, si voy un poquito antes, ¿crees que…?

—Sí, ven un poco antes. Algo va mal, ¿no?

—No exactamente. Es que a Raymond se le ha ocurrido una nueva idea.

—¡Ay, Dios!

—Mañana te lo cuento.

Villy colgó. ¡Pobre Jessica! La belleza de la familia, un año menor pero la primera en casarse a los veintidós años, justo antes de la batalla del Somme, en la que a su marido le habían volado una pierna y, lo que es peor, se le habían quedado los nervios destrozados. Procedía de una familia venida a menos, y la idea había sido que siguiera la carrera militar. Había tenido —en cierto modo, lo conservaba— mucho encanto, una campechanía que le hacía caer bien a todo el mundo. Su mal carácter y su incapacidad congénita para la constancia no afloraban hasta que invertías tu dinero en su granja de pollos o, en el caso de Jessica, te casabas con él. Tenían cuatro hijos y andaban muy apurados de dinero. Aunque nunca se quejaba, era evidente que a juicio de Jessica la vida de Villy era despreocupada y perfecta, y esta comparación tácita asustaba a Villy. Pues, si era cierto que lo tenía todo, ¿por qué no le bastaba? Subió lentamente las escaleras intentando no dar pábulo a este pensamiento.

Cuando Polly hubo subido, a todas luces enfurruñada, Sybil llamó a Inge para que retirase las cosas del té. Estaba agotada. Para ser sincera, tener otro hijo después de tanto tiempo era un trastorno terrible. La casa no era lo bastante grande para todos, pero a Hugh le encantaba. Lo malo era que, cuando Simon volviese para las vacaciones, Polly también estaría todo el día en casa, y no iban a poder meterse en ningún sitio más que en sus dormitorios. Nanny Markby había dejado bien claro que esperaba no ver a los niños mayores en el cuarto del bebé. El verano lo pasaban todos en Sussex, claro, pero la Navidad amenazaba con ser muy complicada. Se levantó trabajosamente del sofá y fue a cerrar el piano. No recordaba que la espalda le hubiese dolido tanto con los otros dos.

Entró Inge. Se quedó en el umbral, a la espera de que le dijese lo que tenía que hacer. Una criada inglesa lo habría hecho sin más preámbulos, pensó Sybil.

—¿Podría retirar las cosas del té, Inge, por favor?

Mientras la muchacha apilaba los platos y ponía todo en la bandeja, la observó. Era poco atractiva: larguirucha, con la tez macilenta, pelo grasiento del color de la estopa y ojos azul claro más bien saltones, con expresión ora insulsa, ora huidiza. A Sybil le incomodaba la instintiva antipatía que sentía por ella. De no ser porque se iban a marchar, se habría desembarazado de Inge, pero no quería que Hugh tuviese que lidiar con una muchacha nueva en su ausencia. Una vez llena la bandeja, Inge dijo:

—Cocinera quiere saber hora de cena.

—Probablemente no cenemos hasta más o menos las diez, después del concierto. Dígale que la sirva en el comedor y que después se acueste si quiere. Y a la señorita Polly súbale la suya en una bandeja a las siete. —Inge no respondió, y Sybil insistió—: ¿Me has entendido, Inge?

Ja. —Lo dijo sin pestañear, clavando los ojos en la barriga de Sybil.

—Gracias, Inge. Eso es todo.

—Muy grande usted para un solo bebé.

—Ya basta, Inge.

Guardando un silencio que pareció un sutilísimo encogimiento de hombros, la criada se marchó por fin con la bandeja.

Yo tampoco le caigo simpática, pensó Sybil. La manera de mirarla de la criada había sido (no daba con la palabra) horrible, fría y censora, por así decirlo. Subió con paso cansino a su dormitorio, se desembarazó del vestido verde y se puso el quimono. Después llenó el lavabo de agua caliente y se lavó la cara y las manos. Menos mal que había instalado un lavabo en su dormitorio: el cuarto de baño estaba en un descansillo medio piso más arriba, y subir las escaleras le costaba un triunfo. Se quitó los zapatos y las medias. Tenía los tobillos hinchados. Llevaba el pelo, que al decir de Hugh era del color de la caoba virgen, cogido a la nuca en un moñito y con un flequillo muy corto: a lo Du Maurier, decía también Hugh. Se quitó las horquillas y se soltó el pelo; francamente, como mejor se encontraba era así, sin arreglar. Echó un vistazo a la cama y sin pensárselo se tumbó. Por una vez, el bebé no estaba dando pataditas. Qué delicia estar tumbada. Sacó una almohada de debajo de la colcha, acomodó la cabeza y se durmió casi al instante.

Edward, consciente de que llegaba bastante tarde, entró en casa sigilosamente, dejó el sombrero de fieltro sobre la mesa del hall, subió las escaleras de dos en dos y se fue derecho al dormitorio. Allí se encontró a Louise, que llevaba un vestido elegante o algo parecido, y a Villy, que estaba peinándose delante del espejo.

—Hola, hola.

—Soy Simpson —dijo Louise.

—Hola, cariño —dijo Villy, ofreciéndole el rostro para que le diese un beso. Sobre el tocador, prácticamente vacío, había un tarrito abierto de colorete.

Edward se volvió para darle un abrazo a Louise, pero se puso tiesa y se apartó.

—¡Papá! ¡Que soy Simpson!

—Y, como comprenderás, yo no puedo permitir que beses a mi criada —dijo Villy.

Edward intercambió una mirada con ella en el espejo del tocador y le guiñó un ojo.

—Lo lamento profundamente. No sé qué bicho me ha picado. ¿Me da tiempo a bañarme?

—Simpson, ¿podría prepararle el baño al señor Cazalet? Y después prepáreme los granates.

—Sí, señora. —Empezó a salir, haciendo de Simpson, de la habitación, pero de pronto se acordó—. ¡Papá! ¡Ni te has fijado!

—¿En qué?

Louise señaló a su madre, hizo como que se estaba vistiendo y articuló los labios para que leyese algo que le pareció un «tú». A continuación dijo:

—¡Papá, mira que eres tonto!

—Ya basta, Louise.

—Mamá, que soy Simpson.

—Entonces vaya de una vez a preparar el baño del señor Cazalet, o tendré que sacar yo misma los granates.

—Ay, señora, vale.

—¿De qué iba todo eso?

—Tengo un vestido nuevo. —Se levantó para enseñárselo—. ¿Te gusta?

—Precioso. Muy bonito, sí. Te favorece. —En realidad le parecía bastante soso—. ¿Te lo ha hecho Hermione?

—No, cariño. Estaba entre sus rebajas. La verdad es que me he comprado tres. Me siento bastante culpable.

—Tonterías. —De repente se sentía alegre—. Ya sabes que me gusta que tengas ropa bonita.

Cuando se hubo marchado a su vestidor, Villy se puso delante del espejo grande. El vestido no le había entusiasmado. Pero, claro, los hombres no entendían nada: era un vestido útil —perfecto para ir al teatro— y le sentaba bien; la berta que adornaba el cuello redondo le ocultaba los pechos, bastante pequeños y caídos. Era como si aquella horrible moda de vendarlos que hubo en los años veinte, cuando estaban todas como locas por tener una figura amuchachada, le hubiese destruido los músculos. Sin que Edward lo supiera, hacía ejercicios cada mañana en un intento de devolverlos a su ser, pero no parecía que mejorasen. El resto de su cuerpo estaba en buena forma. Volvió a sentarse delante del tocador y se puso con cuidado dos pizcas de colorete: su madre siempre le había dicho que el maquillaje era vulgar y Edward sostenía que no le gustaba, pero se había fijado en que las mujeres que su marido consideraba más divertidas iban muy maquilladas. Hermione, por ejemplo. Pintalabios escarlata, uñas pintadas y rímel negro azulado… Sacó el pintalabios del cajón y se dio un toquecito de nada. Al ser carmín oscuro, quedaba bastante raro, así que se frotó un labio con otro para esparcirlo. Por último, un toque de Ormande de Coty detrás de las orejas, y lista.

Louise volvió y sacaron los granates del estuche de cuero plano y manoseado en el que estaban guardados; unos granates tallados del siglo XVIII, un collar y pendientes a juego. Se enroscó los pendientes mientras Simpson forcejeaba con el cierre del collar.

—Puede sacarme el pañuelo de terciopelo estampado y el bolso marrón de cuentas mientras voy a darle las buenas noches a la señorita Lydia.

—Muy bien, señora. Señora, mamá, ¿es necesario que cene con Nanny? ¿No podría cenar en mi cuarto y ya está?

—¿Y eso por qué?

—Es el colmo del aburrimiento en las comidas. Bueno, en realidad, siempre lo es, pero te das más cuenta en las comidas.

—¿Y no crees que se podría ofender?

—Podría decir que me duele la cabeza.

—Bueno, vale. Solo esta noche.

Lydia ya estaba acostada en el dormitorio de los niños. Aún tenía las trenzas, con húmedos ricitos que se le escapaban alrededor de las orejas. Llevaba un camisón azul de franela. La chaqueta de montar estaba sobre una silla, al lado de su cama. Las cortinas estaban corridas, pero la luz de la tarde de verano se colaba por los resquicios que quedaban entre las anillas y la tira de la cortina cuando no coincidían del todo en el medio. Nada más entrar Villy en la habitación, se sentó de golpe y exclamó:

—¡Ay, eres un ave elegante![1]

Villy no pudo evitar enternecerse.

—Pero yo no sé cantarte con voz dulce y encantadora como la gatita.

—Tú ya eres dulce y encantadora. Louise dijo que os ibais al teatro. ¿Cuándo podré ir yo?

—Cuando seas más mayor. A lo mejor en Navidad.

—Louise dijo que, si hubiera incendios en los teatros, la gente no podría salir. No va a haber un incendio en vuestro teatro, ¿verdad que no?

—Pues claro que no. Y sí que se puede salir.

—Podrías tener un accidente de coche.

—Cariño, no va a pasar. ¿Por qué te preocupas?

—No quiero que te pase nada, nunca.

—Cariño, no me va a pasar nada. —Y fue decirlo y preguntarse por qué le entristecía decir eso.

—Me encanta mi chaqueta de montar. ¿Me quitas las trenzas, por favor? Están demasiado apretadas para dormir. Nan siempre lo deja todo listo para mañana, nunca piensa en el ahora. ¡Me tiran! Hacen que el pelo me tire para crecer.

Villy desató las gomas y deshizo las apretadas trenzas. Lydia meneó la cabeza.

—Mucho mejor, mamá. Ten cuidado y vuelve. Eres muy viejecita, y la gente viejecita tiene que tener mucho cuidado. No pareces vieja —añadió fielmente—, pero yo sé que lo eres. Al fin y al cabo, te conozco desde que nací.

La boca de Villy tembló ligeramente, pero dijo:

—Sí, entiendo lo que me dices. Pero ahora tengo que irme, corazón. —Se inclinó. Siempre que la abrazaba, Lydia contenía la respiración a causa del esfuerzo tan intenso que hacía, de manera que los abrazos no podían durar mucho.

—Por favor, dile a Nan que has sido tú la que me ha quitado las trenzas.

—De acuerdo. Duerme bien. Hasta mañana.

Para cuando ya hubo resuelto lo de Nanny y hubo bajado desde el último piso, Edward estaba saliendo de su vestidor, oliendo a agua de lavanda y espectacular con su esmoquin. Louise estaba dando pataditas al rodapié, al lado de la puerta abierta de su dormitorio.

—¿Se lo has dicho? —preguntó inmediatamente.

—¿A Nan? Sí, sí, se lo he dicho. ¿Dónde está mi abrigo, Simpson?

—En tu cama. Y ya no soy Simpson: me he quitado el delantal. No has visto mi siluro nuevo, mamá —añadió, siguiéndola al dormitorio.

—Tendré que esperar a mañana.

—No, anda, ven a verlo ahora. Mañana ya no será nuevo.

—Louise, en serio, tenemos que irnos…

Edward, que había bajado al hall, gritó:

—¡Villy! ¡Date prisa! Vamos a llegar tarde.

—¡Venga, mamá! ¡No es justo! ¡Si no ibas a tardar ni un segundo!

—No seas pesada, Louise. —Al pasar por delante de la habitación de Louise de camino al piso de abajo, dijo—: Tienes el cuarto hecho una leonera. ¿Cuántas veces te he dicho que no es justo para las criadas que lo tengas así?

Louise, arrastrando los pies tras ella con gesto enfurruñado, murmuró:

—No sé.

Al pie de la escalera, Villy se volvió.

—Bueno, pues ordénala, sé buena. Venga, buenas noches.

Se inclinó para besar a su hija, que le ofreció la cara en mudo sacrificio.

—Buenas noches, Lou —gritó Edward. Se oyó un portazo y de repente ya no estaban.

¡Tres cosas en el suelo! ¡Una leonera, dice! Si las cosas estaban por el suelo, las veías y así sabías dónde estaban. A veces, los adultos eran el colmo. Los niños siempre salían perdiendo. Al menos Teddy volvería mañana a casa y tendría a alguien como es debido con quien hablar. Algún día actuaría en una obra de teatro en Londres, y sus padres (para entonces, más viejos que Matusalén) irían a verla y le suplicarían que al acabar fuese a cenar con ellos, pero ella y John Gielgud tendrían planes para ir a una fiesta de lo más chic. «Me temo que sois demasiado viejos», tendría que decirles. «Lo que deberíais hacer es iros a la cama con una bandejita con leche y cereales». Esto le hizo sentirse mejor, y se fue al salón, sacó El velo pintado de Somerset Maugham de la vitrina cerrada y se lo llevó arriba. Se metió en el dormitorio de sus padres, se probó un poco del colorete de mamá y en eso estaba cuando entró Edna a abrir las camas.

—No debería hacer eso, señorita Louise.

—Ya lo sé —contestó con altivez—. Pero es que he pensado que debería saber qué se siente, ya que en algún momento iré pintada de arriba abajo. No te chivarás, ¿verdad que no?

—Puede que sí y puede que no. —Estaba preparando el pijama del señor Edward (de una preciosa seda color vino, por cierto), disfrutando por una vez de hacer el trabajo de Phyllis.

Al final, y para curarse en salud, Louise tuvo que darle un tarro —el más pequeño— de la Crema Milagrosa a cambio de su silencio.

Una de las cosas que más le desagradaban a Hugh de la criada era que siempre parecía que le estaba acechando cuando volvía del trabajo. Esta tarde apenas había tenido tiempo de sacar la llave de la puerta de la calle y ya estaba allí. Intentó cogerle el sombrero justo cuando Hugh estaba dejándolo sobre la mesa del hall, con el resultado de que se cayó al suelo.

—He venido su abrigo a coger —dijo a la vez que recuperaba el sombrero. Sonaba como una especie de acusación insinuante, pensó Hugh, repitiéndose para sus adentros por enésima vez que no debía tener prejuicios contra los alemanes.

—No llevo abrigo. ¿Dónde está la señora Cazalet?

Inge se encogió de hombros.

—Arriba ha subido hace un rato. —Sin apartarse un ápice de él, añadió—: ¿Quiere una bebida de whisky que yo hacer?

—No, gracias. —Sin poder evitar rozarla, pasó por delante de ella para subir las escaleras. Con el movimiento, la cabeza casi le estalló de dolor; se dio cuenta de que le espantaba ir a Queen’s Hall, pero hasta tal punto aborrecía decepcionar a Sybil que por nada del mundo se lo diría.

Sybil estaba tumbada de lado, medio envuelta con el quimono de seda verde que el Jefe le había traído de Singapur (había regalado uno a cada nuera, pero la Duquesita era quien había elegido los colores: verde para Sybil, azul para Viola y melocotón para Zoë), sus estrechos pies descalzos y conmovedoramente blancos, un brazo estirado y mostrando un racimo de delicadas venitas que se extendían desde el interior de la muñeca hasta la palma de su linda mano. Cuando se inclinó sobre ella, le vio un pecho, duro como el mármol, blanco y venoso, y se enterneció: sus extremidades parecían demasiado frágiles para sostener su gran mole de cuerpo.

—Hola. —Sybil dio unas palmaditas a la cama—. ¿Qué tal te ha ido hoy?

—Como de costumbre. ¿Has visto al médico?

Sybil asintió con la cabeza, reparando en el pequeño tic que tenía encima y a un lado del ojo derecho. Había sufrido una de sus jaquecas, pobrecito.

—¿Qué te ha dicho?

—Bueno…, a decir verdad cree que…, en fin, aunque no es que llegase a oír los dos corazones…, cree que es probable que además de a Tararí tengamos a Tarará.

—¡Dios mío! —Quería decir: «No me extraña que hayas estado hecha polvo», aunque en realidad no era eso lo que quería decir, o solo lo era en parte.

—¿No te preocupa? —A ella sí: le preocupaba si Nanny Markby sería capaz de arreglárselas con dos; si Hugh accedería a que se mudasen; si le dolería el doble…

—Pues claro que no. Es muy emocionante. —Se estaba preguntando cómo diablos iba a enfrentarse al pago del colegio si resultaban ser chicos.

Sybil se incorporó con esfuerzo y se sentó en el borde de la cama.

—Compensa un poco el hecho de que me haya puesto como una casa de grande. Por cierto, no se lo he dicho a Polly.

—En vista de esto, ¿no crees que quizá sería mejor que no fueras a Sussex?

—Bueno, no voy a estar allí tanto tiempo. Solo una semana. Si no voy, casi no veré a Simon. —Le seguía doliendo la espalda; o puede que le doliera porque no había cambiado de postura.

—¿De veras quieres salir esta noche?

—Pues claro que quiero. —Estaba decidida a no decepcionarle—. A no ser que tú no quieras.

—No, no. Por mí, bien. —Sabía el valor que le daba a los conciertos. Se tomaría otro calmante; por regla general, le ayudaba a capear el temporal—. ¿Dónde está Polly?

—Arriba, me temo que de morros. Tuve que decirle lo del cambio de habitación. Ha tenido una rabieta.

—Me voy a pasar a darle las buenas noches.

Polly estaba tumbada bocabajo en el suelo, calcando algo que parecía un mapa. El lacio y sedoso cabello —más dorado y menos rojizo que el de su madre— le caía a cada lado de la caperuza de terciopelo negro que le ocultaba la cara.

—Soy yo.

—Ya lo sé. Conozco tu voz.

—¿Qué pasa, Polly?

Hubo una pausa, y a continuación Polly dijo, con tono distante:

—No se dice «soy yo», se dice «soy papá», o quien sea. Pensaba que lo sabías.

—Soy papá.

—Ya lo sé. Conozco tu voz.

—¿Qué pasa, Poll?

—Nada. Odio los deberes de geografía. —Clavó el lápiz con fuerza en el papel e hizo un agujero—. ¡Por tu culpa me he cargado el mapa! —Arrugó la frente, angustiada, y le cayeron dos lágrimas.

Hugh se sentó en el suelo y la rodeó con el brazo bueno.

—¡Todo es injusto! ¡Simon tiene el mejor cuarto! ¡Le organizáis algo cada vez que vuelve del colegio, y a mí no! ¡Le organizáis algo especial la noche antes de que empiecen las clases, y a mí no! A los gatos no se les puede cambiar de sitio, vuelven a su antigua habitación, y además odio a esa niñera nueva que va a venir; huele a caramelos de pera y no le gustan las niñas, no hacía más que hablar de mi hermanito. ¿Y qué sabrá ella? Como no tengáis cuidado, me iré a vivir con Louise, solo que no creo que Pompeyo quiera subirse a una carretilla; ¡si no, ya me habría ido! —Respiró entrecortadamente, pero Hugh supo que se encontraba mejor porque se fijó en que estaba atenta a ver si se escandalizaba.

—No soportaría que me abandonases y te fueses a vivir con Louise —dijo.

—¿De verdad, de verdad que te horripilaría?

—De verdad de la buena.

—Algo es algo. —Intentaba sonar rencorosa, pero vio que estaba contenta.

Hugh se levantó.

—Vamos a echar un vistazo a tu cuarto nuevo, a ver qué podemos hacer.

—Vale, papá. —Le buscó la mano, pero era el brazo malo; acarició fugazmente la media de seda negra que envolvía el muñón y dijo—: Mucho peor sería estar en una trinchera en la guerra; seguro que al final me acaba gustando mucho.

El esfuerzo por ocultar la preocupación que sentía por su padre le había nublado el semblante.

Nada más salir sus padres, Polly se abalanzó sobre el teléfono que había al fondo del salón, cerca del piano. Descolgó y se pegó el auricular a la oreja. Al cabo de un instante, oyó la voz de la operadora:

—Número, por favor.

—Park uno siete ocho nueve. —Se oyó un clic y a continuación la señal, y rezó para que no lo cogiera la tía Villy.

—¿Hola?

—¡Hola! ¡Lou! Soy yo, Polly. ¿Estás sola?

—Sí. Se han ido al teatro. ¿Y los tuyos?

—A un concierto. Te llamo para decirte que me voy a cambiar de cuarto. Dice mi padre que puedo pintarlo del color que quiera. ¿Qué te parece de negro? Y me va a poner estantes en todas las paredes para que coloque mis cosas…, en todas las paredes y de arriba abajo, ¡para que me quepa todo! El negro le iría bien a la porcelana, ¿no te parece?

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. A continuación, Louise dijo:

—La gente no pinta las paredes de negro, Polly. Deberías saberlo.

—¿Por qué no? La gente lleva ropa negra y hay tulipanes negros.

—Para ser exactos, la Tulipe noire era de un rojo muy oscuro. Lo sé porque me he leído el libro. Lo escribió un tal Dumas. Es un libro francés, para que lo sepas.

—Tú no sabes leer francés.

—Es tan famoso que puedes leerlo en inglés. Y sí que leo francés —aclaró—, lo que pasa es que no llego a entenderlo perfectamente. Leerlo, claro que lo leo.

Louise parecía de mal humor, así que Polly le preguntó por el siluro.

—Está bien, pero no parece que le caigan demasiado bien los otros peces. —Y, mientras Polly se estrujaba la cabeza para dar con algún otro comentario conciliador, añadió—: Estoy que no puedo más de aburrimiento. Me he puesto un montón de colorete y estoy leyendo un libro que se llama El velo pintado. Hay sexo. No es ni mucho menos tan bueno como Persuasión.

—¿Tú crees que quedaría bien de rojo oscuro?

—Podrías comprar un papel pintado de un cielo y una lámina de gaviotas de distintos tamaños para pegarlas encima. ¿Por qué no haces eso?

—Con tantos estantes, no cabrían.

—En cualquier caso, no lo pintes de color crema, es una sosería. Aquí todo es crema, ya lo sabes. Pega con todo, dice mamá, pero en mi opinión eso solo significa que no te fijas en nada. Píntalo de rojo oscuro —sugirió en un arranque de generosidad—. ¿Has hecho el mapa?

—Sí, pero después me lo cargué. ¿Y tú?

—No. Cada vez que pienso en ponerme, me cuesta un triunfo. No tiene sentido hacer un mapa de un lugar del que ya hay mapas. No me importaría si fuera una isla desierta que nadie ha pisado nunca. Para mí que nos obligan a llevar unas vidas sin sentido… Cómo no iba a morirme de aburrimiento.

—Ellos no tienen que hacerlo. —Polly estaba entrando en el juego—. Me refiero a que ellos no tienen que ponerse después de cenar a aprenderse las fechas de los reyes de Inglaterra o las exportaciones de Australia, o a hacer divisiones larguísimas con sacos de harina.

—Estoy completamente de acuerdo contigo. Por supuesto, dicen que lo saben todo, pero es facilísimo pillarlos. En realidad, lo único que quieren es pasárselo bien. —La unión en contra de los padres había conseguido que por fin se volviese amable.

—Ni siquiera nos dejan acabar las clases a tiempo para recibir a Teddy y a Simon. Ellos pueden ir, pero nosotras no. Eso tampoco es justo.

—Bueno, Polly, eso según cómo lo mires. A Teddy y a Simon no les gusta que nadie vaya a recibirlos, menos Bracken, claro.

—¿Y eso por qué?

—Por los demás chicos. No les molesta que vayan los padres, pero las madres, entre la ropa ridícula que se ponen y las alharacas que hacen, son un peligro horroroso.

No dijo nada sobre las hermanas, y Polly no quiso preguntar. Tanto le importaba que Simon tuviese buena opinión de ella que prefirió no sacar el tema.

—Mañana a estas horas estarán aquí. Disfrutando de sus cenas especiales.

—Bueno, nosotras también.

—Pero no las elegimos nosotras. Vaya con el colorete, Polly. No se quita.

—Inténtalo chupando el pañuelo y frotando.

—Evidentemente, eso ya lo he intentado. Se queda en el pañuelo y encima no se me va de la cara. No quiero dormir con él puesto.

—Prueba con la Crema Milagrosa.

—Eso voy a hacer. Le di un tarro a Edna. ¿Cuál es la cena especial de Simon?

—Pollo asado y merengues. ¿Y la de Teddy?

—Salmón frío con mayonesa y suflé de chocolate caliente. Odio la mayonesa. A mí el salmón me gusta solo.

Llegaron las bandejas con la cena, primero una y más tarde la otra; pero siguieron hablando, así que al final pasaron una velada muy agradable.

—¡Eh! ¡Oye! ¿Estás despierto?

Simon no respondió. Estaba harto de Clarkson. Permaneció quieto como un clavo porque el dormitorio no estaba del todo oscuro y seguro que Clarkson lo estaba mirando.

—Escucha, pequeño Cazalet, sé que estás despierto. Solo quería preguntarte una cosa.

Mira que era mala pata que te tocase un dormitorio de tres, sobre todo cuando Galbraith era el tercero. Era el mayor, un chico de sexto, pero le gustaban los búhos y solía salir a observarlos después de que diesen orden de apagar las luces. En realidad a Simon lo mismo le daba, porque habían aceptado un soborno bastante respetable; no solo las Crunchies, sino también unos fabulosos cromos repes de cigarrillos para hacer intercambio; Galbraith solo coleccionaba los de historia natural. Aun así, tenía que soportar la compañía de Clarkson, que hablaba sin parar de cosas de las que Simon, sencillamente, no quería hablar.

—A ver, lo que digo es que cómo saben que no les va a salir pis… en vez de eso otro.

—No tengo ni idea.

—O sea…, he mirado y solo hay un sitio. ¿No se habrá equivocado Davenport?

—¿Por qué no se lo preguntas si tanto te interesa?

—No estaba hablando conmigo, se lo estaba contando a Travers. No se lo puedo preguntar, es un prefecto. Lo sabes de sobra.

—Bueno, pues entonces no era asunto tuyo, ¿no? ¿Por qué no te callas de una vez?

—¿Por qué no te vas a freír espárragos? ¿Por qué no te atas dos pedruscos a los pies y te tiras a la piscina? ¿Por qué no…? —Estaba en racha y, si Simon no se lo impedía, seguiría de esta guisa durante horas, sugiriéndole todo tipo de cosas.

—¡Chis! —dijo Simon—. ¡Viene alguien!

No venía nadie, pero consiguió callarle porque lo que había dicho Galbraith que les haría a ambos si venía la supervisora y descubría que no estaba (lo último era que les rebanaría cachitos minúsculos del cuerpo con la navaja para dárselos de comer a su rata, tan pequeños que la supervisora no se daría cuenta) les había acobardado tanto que se habían vuelto incondicionalmente leales. Clarkson había aburrido (y asustado) a Simon durante todo el trimestre con sus cavilaciones acerca de qué cachitos dolerían más y cuánto tardarían en morir. Así que se quedaron un rato tumbados, esperando, y Simon empezó a tener agradables pensamientos sobre lo que haría nada más llegar a casa: desmontar la grúa que había hecho con su Meccano las pasadas vacaciones y ponerse con el puente giratorio como el que decía Dawson que había construido (a Polly la dejaría que le ayudase a desmontar la grúa, pero no a construir el puente), merendar tarta de chocolate con nueces y violetas escarchadas (ya se encargaría mamá de que le tocase una nuez en su trozo)…

—¿Sabes qué más dijo Galbraith?

—¿Qué?

—Que tiene una tía que es bruja. Y que podría decirle que nos hechice si nos chivamos de él. ¿Tú crees que podría hechizarnos? Es decir, ¿podría ir y convertirnos en otra cosa? Mira Macbeth.

Iban a representar Macbeth el siguiente trimestre, así que todo el mundo había estado leyéndola para la asignatura de literatura inglesa. Se hizo el silencio mientras ambos contemplaban esta posibilidad…, mucho más horripilante, pensó Simon, que la de rebanarles cachitos del cuerpo, lo cual seguro que se acababa notando. Al final, Clarkson dijo con voz nerviosa:

—¿Qué es en lo que menos te gustaría que te convirtiera?

—En un búho —dijo Simon al punto—, porque entonces tendría a Galbraith observándome todas las noches. —Cuando Clarkson soltó una risotada, le advirtió—: Ten cuidado. ¡Empiezas a sonar como un búho!

A Clarkson le entró la risa tonta, y Simon tuvo que levantarse y liarse a darle golpes con la almohada para que se callase. Después de que Clarkson implorase paz un sinfín de veces, Simon lo dejó a condición de que no volviese a abrir el pico en toda la noche. Lo habría vuelto a abrir, pero oyeron que Galbraith volvía trepando por la cañería y fingieron al unísono que estaban dormidos. Simon, sin embargo, estuvo varias horas sin pegar ojo, pensando en la tía de Galbraith…

En un dormitorio mucho más grande de la otra punta del edificio, Teddy Cazalet estaba acostado bocarriba rezando: «Por favor, Dios, que no venga a buscarme a la estación. Pero, si viene, al menos que no me dé un beso delante de todos. Al menos eso. Y que no lleve ese sombrero tan ridículo que llevó el Día de los Deportes. Por favor, Dios. Mejor que no venga y ya está».

—¿Estás a gusto?

—Pues… —Sintió el bigote de Edward buscando su rostro en la oscuridad. No hizo amago de besarle la boca, pero Villy, por si acaso, añadió—: Qué sueño tengo. Vaya cena más rica que nos ha preparado Mary, ¿a que sí? ¿Y a que iba muy guapa?

—No iba mal. La obra era un poco farragosa para mi gusto.

—Pero era interesante.

—Sí, eso sí. Es un tipo inteligente, ese Shaw. Aunque no estoy de acuerdo con él. Si se saliera con la suya, probablemente nos asesinarían a todos cuando estuviésemos dormidos.

Villy se dio media vuelta.

—Cariño, te lo advierto, estoy fundida. —Pero un instante después añadió—: No te habrás olvidado de que Bracken tiene que recoger a Teddy, ¿no? Bueno, yo voy a ir, claro, pero ayuda que esté Bracken para llevar el baúl.

—Mejor que no vayas. Le dije a Hugh que recogeríamos también a Simon, así que habrá el doble de bártulos.

—Teddy se va a quedar muy decepcionado si no voy. Siempre voy.

—No te preocupes por él. —Le pasó el brazo por el hombro, acariciando la suave piel.

—Eddie…, estoy cansadísima…, en serio.

—Claro que sí. —Le dio una palmadita en el hombro y se volvió hacia el otro lado. Cerró los ojos y se durmió casi al instante, pero el alivio, y la culpa por el alivio, mantuvo a Villy despierta durante un buen rato.

La señorita Milliment estaba sentada en la cama de su pequeña habitación trasera de Stoke Newington. Llevaba un enorme camisón de franela con forma de tubo debajo de una de las chaquetas de pijama de su padre. Estaba bebiéndose a sorbitos su habitual vaso de agua caliente, que preparaba poniendo a hervir un cazo en el infiernillo de gas que la casera, a regañadientes, le había permitido instalar para este único fin, y leyendo a Tennyson. La bombilla de cuarenta vatios que colgaba del techo no tenía pantalla para que le diese más luz. El pelo le caía en dos trenzas del color de las ostras a ambos lados de las suaves y sinuosas papadas. Cada cierto tiempo tenía que quitarse las gafas para limpiarles el vaho: Tennyson y el agua caliente se aunaban para formar un frente nuboso. Hacía años que no leía al Poeta Laureado, como seguía llamándole para sus adentros, pero le había venido a la cabeza en medio de la cena. ¿Por qué el corazón de cordero relleno o, ya puestos, la compota de manzana y el flan le habían recordado a Tennyson? Pero, claro, no era la comida la que se lo había recordado, sino el hecho de comer sola en el cuarto de estar de la señora Timpson, una habitación tan silenciosa y blindada contra el uso que masticar y tragar, incluso respirar tufillo a repollo podrido, se le antojaba una turbadora osadía. Allí cenaba siempre, una implacable rutina de menús que se repetían cada dos semanas, pero esta tarde, mientras intentaba animarse pensando en el almuerzo del día siguiente en Lansdowne Road, le había asaltado la idea de que la próxima semana no habría comida del viernes, ni tampoco durante las seis semanas siguientes. Le sobrevino el pánico, tan súbito y doloroso como los gases, de los que también padecía, y enseguida, antes de que pudiese prender, lo sofocó. Aquel veraneo de cuando tenía la edad de Polly… ¿Fue en Hastings? (La nostalgia era reconfortante, pero escurridiza como un edredón viejo). ¿O era Broadstairs? De lo que sí se acordaba era de un jardín amurallado y de haber entrado con su hermano Jack en un pabellón de frutas a comer frambuesas, solo que no había comido muchas porque había un pájaro atrapado y se había pasado la mayor parte del tiempo intentando espantarlo… Pero ¿qué tenía que ver el pabellón con Tennyson? Ah, sí, había dejado la puerta abierta para el pájaro, y, cuando se descubrió, su hermano —cinco años mayor y muy lacónico— había dicho que había sido ella. El castigo había consistido en aprenderse de memoria cien versos de Los idilios del rey. Había sido la primera vez que había reparado en la asombrosa distancia que había entre las personas y sus actos. Tennyson había sido una revelación, el castigo había sido la traición de Jack. Intentando no recordar el sufrimiento que le había causado él (durante semanas se mostraba como un compañero apaciblemente neutral, incluso afable, y después, sin previo aviso, la abandonaba), se preguntó por qué permanecían más tiempo en la memoria las traiciones que las revelaciones. Y es que, al fin y al cabo, todavía tenía a Tennyson…, mientras que Jack estaba muerto. ¡Mira que le adoraba! Era por él por lo que le había pedido a Dios que la volviese más guapa…, «o, ya puestos, Dios, guapa sin más». Era por él por quien había fingido ser menos inteligente, como si de alguna manera hubiera sabido desde el primer momento que Jack no soportaba irle a nadie a la zaga. Pero habían tenido que pasar muchos años para que se diese cuenta de que en realidad se avergonzaba de ella, de que no quería que se dejase ver cuando sus amigos venían a la vicaría y de que la excluía de todas las actividades sociales que organizaba fuera de casa.

La primera vez que oyó decir de ella que no era ningún cuadro al óleo fue a los doce años, cuando se quedó atrapada en lo alto de un manzano al que se había subido a leer mientras su hermano paseaba por debajo con su amigo Rodney. Al principio pensó que sería divertido esconderse de ellos, pero no tardó en descubrir que habría sido insoportable no permanecer escondida. Y es que apenas habían hablado, pero se habían reído: más bien, se había reído Jack, hasta que Rodney comentó que la cara de su hermana tenía forma de pera y Jack dijo: «No puede evitarlo. Es muy buena persona, de veras, lo único que pasa es que nadie se casará con ella». ¿Por qué revisaba ahora aquel doloroso páramo? Era el tipo de conducta que desaconsejaría a cualquiera de las jóvenes que habían estado a su cargo. Se debía, supuso, a que (cuando estaba cansada, claro) no podía evitar preguntarse (a veces) si en algún momento se le había abierto algún otro camino…, cualquier cosa que hubiese podido hacer y que le hubiese cambiado la vida. Le había suplicado a su padre que la mandase a la universidad, por ejemplo, pero el dinero que sobró después de mandar a Jack se había ahorrado para permitirle que se estableciera en alguna profesión. De manera que había tenido que abandonar la idea de una carrera seria de maestra. Luego, naturalmente, al morir la tía May, había tenido que quedarse en casa a cuidar de su padre. Esto, claro, fue muchos años después de perder a Eustace, uno de los coadjutores de su padre, que se había alistado y había muerto en el Transvaal siendo capellán militar. Jamás había entendido cómo le habían aceptado en el Ejército, pues era aún más miope que ella. Pero así había sido, y su padre les había negado el permiso para comprometerse alegando que Eustace iba a estar ausente por un periodo indefinido de tiempo. Esto no les afectaría nada, le había prometido a Eustace, pero, por supuesto, al final sí lo hizo: no le enviaron las «cosas» de Eustace, ni siquiera tenía la dignidad de haber estado prometida; ningún anillo, solo unas pocas cartas y un mechón de su cabello, rubio rojizo. Las cartas habían envejecido; la tinta se había tornado un marrón herrumbroso sobre el papel fino y amarillento, pero el mechón de pelo se había mantenido exactamente del mismo color rubio rojizo, insólitamente chillón. Papá, de hecho, se había alegrado de que Eustace hubiera muerto, comentando, como quien concede un prestigioso galardón, que no le habría gustado compartirla con nadie. En fin, se había evitado esta dificultad, la había tenido para él solo hasta los ochenta y muchos años, cuando se volvió hipocondriaco y tiránico y empezó a chochear a ratos. Algunos amigos bondadosos habían descrito su muerte como una bendición, pero, desde su punto de vista, la bendición había llegado demasiado tarde. La pensión de su padre había muerto con él, y Eleanor Milliment había descubierto la libertad muchos años después de que pudiese encontrarle algún valor práctico. Aconsejada por el abogado de su padre, vendió todo lo que contenía la casita, ya que muchos amigos de su padre (¡tan bondadosos ellos!) le hicieron ver que ni por asomo podía permitirse vivir allí. Resultó que las colecciones de sellos y de mariposas de su padre tenían un valor inesperado, pero algunas acuarelas (del norte de Italia, de Edward Lear) se vendieron a poco más del precio de sus marcos.

El señor Snodgrass dijo que había sufrido una gran decepción al ver lo poco que se había obtenido de la venta. No obstante, una vez que él y otros bondadosos consejeros hubieron cobrado, el capital restante se invirtió en procurarle a la señorita Milliment unos ingresos de casi sesenta libras al año, que, según había señalado el viejo general de brigada Harcourt-Skeynes, eran mejor que un plato de gachas frías. Tantas cosas serían mejores, había pensado ella, que costaba verlo como un comentario útil, pero el general de brigada era célebre por su sentido del humor. «Y tú, Eleanor, eres célebre por irte por las ramas y por acostarte demasiado tarde», se dijo la señorita Milliment en este momento. Ya no quedaba nadie que la llamase por su nombre de pila, así que lo utilizaba siempre que se merecía una reprimenda. Ahora tenía que hacer algo que no podía hacer nadie por ella, y después tocaba rezar y apagar las luces.

Sybil y Hugh estaban en el comedor tomando una cena fría a la luz de las velas (lonchas del pastel de cerdo de Bellamy’s, en Earl’s Court Road, y ensalada de lechuga, tomate y remolacha, todo ello acompañado de una botella de vino blanco del Rin; Sybil prefería el vino blanco). La habitación, que estaba en el sótano, era oscura, y bastante calurosa debido a los fogones que había en el cuarto de al lado; también era demasiado pequeña para la cantidad de muebles que contenía: una mesa ovalada de dos pedestales, ocho sillas de Hepplewhite y un aparador largo, estrecho y sinuoso. A pesar de que los ventanales estaban abiertos para que entrase el aire, las llamas de las velas no se movían.

—En fin, si tiene razón, supongo que tendremos que hacerlo.

—En realidad no ha llegado a oír un segundo corazón.

—Pero tenemos que contar con la posibilidad. La probabilidad —se corrigió a sí mismo.

—Cariño, tú sabes que no es que yo quiera mudarme; es un trastorno tremendo; además, sabes que me encanta esta casa. —Ahora que parecía que por fin él estaba aceptando la idea de mudarse, quería a toda costa que pensara que a ella le apetecía tan poco como a él.

—Yo creo que será bastante emocionante.

Este duelo de miramientos recíprocos que mantenían desde hacía dieciséis años conllevaba hacer malabarismos con la verdad o callársela sin más; se llamaba buenos modales o cariño, y se suponía que allanaba el rutinario o espinoso camino de la vida matrimonial cotidiana. A ninguno de los dos le quedaba patente su tiranía. Hugh apartó su plato: se moría de ganas de fumar.

—Fuma, cariño.

—¿Seguro que no te molesta?

Sybil hizo un gesto de confirmación con la cabeza.

—Eso sí, me tomaría unas grosellas.

Después de que Hugh se las trajera y se encendiese un Gold Flake, Sybil dijo:

—Claro, una solución sería mandar a Polly al internado.

Hugh se volvió bruscamente a mirarla y sintió un pinchazo en la cabeza.

—No, no me parece buena idea —dijo al cabo, con una delicadeza exagerada y como si hubiese considerado cortésmente un asunto trivial. Para prevenir cualquier posible discusión, añadió—: Hace años que quiero tener un estudio. Y así podré dedicar las tardes de verano a algo interesante mientras tú estás en el campo.

—¡Quiero elegir la casa contigo!

—Claro que sí; yo solo voy a sondear el terreno. ¿Vamos a tomar café?

—¿Tú quieres?

—Solo si tú quieres…

Al final decidieron acostarse en lugar de tomar café. Mientras Hugh cerraba las puertas, Sybil subió fatigosamente las escaleras con los zapatos en la mano. Los pies se le habían hinchado tanto que no hacía más que quitárselos, y luego era incapaz de volver a calzarse.

—¿Le echas un vistazo a Polly, cariño? Me muero si tengo que subir más escaleras.

Polly estaba tumbada de lado mirando hacia la puerta, que estaba entornada. Había cambiado de sitio la mesita de noche para poder ver, sin darse la vuelta, los altos candelabros y el plato de cerámica que había apoyado contra la lamparita. Tenía un pegote de pasta de dientes en la comisura de los labios. Pompeyo, acurrucado en el pliegue que formaban sus rodillas, oyó a Hugh (o advirtió que entraba más luz por la puerta), abrió los ojos y acto seguido los cerró de golpe, como si jamás en la vida hubiese visto a nadie tan aburrido.

Phyllis soñó: soñó que lucía un precioso traje de terciopelo y un collar de rubíes, pero sabía que no iba a ir al baile ni a nada porque le iban a cortar la cabeza, lo cual no era justo, la verdad, porque lo único que había hecho era decir que estaba muy guapo en pijama, pero Su Majestad dijo que era adul-no-sé-qué y que debía morir. Nunca le había convencido Charles Laughton, no era ni de lejos un caballero como el duque de Windsor, y solo porque estuviera vestida con la ropa de Merle Oberon no significaba que fuera ella. Se trataba de un terrible error, pero, cuando intentó decírselo a todos, vio que no podía articular palabra; estaba gritando por dentro, pero no le salían las palabras, y alguien estaba empujándola, y si no conseguía gritar la matarían, y alguien estaba empujándola para que avanzase…

—¡Phyl! ¡Que te despiertes!

—¡Ay! ¡Menuda pesadilla!

Pero Edna no quería saber nada.

—Me has despertado. Siempre te pasa lo mismo cuando comes queso antes de acostarte. —Entonces se volvió a la cama y se tapó la cabeza con las sábanas.

Después de decir que lo sentía muchísimo (incluso el sonido de su propia voz la tranquilizó), Phyllis permaneció tumbada con los ojos abiertos, contenta de ser ella y reacia a dormirse de nuevo, no fuera a ser que otra vez se convirtiese en otra persona. Sabía que tenía que haber comido paté de jamón y lengua con el pan en lugar del queso. Pensó en la tela de algodón verde con estampado de rosas; quedaría bien con un piqué blanco y guantes blancos a juego; se dio media vuelta y en menos que canta un gallo ya estaba recostada en uno de esos sillones de mimbre que usaban en el jardín, y el señor Cazalet estaba inclinado sobre ella con un cóctel y estaba diciéndole: «Qué guapa estás de verde, Phyllis. ¿Te lo han dicho alguna vez?». Pero no se lo habían dicho nunca, porque Ted nunca decía nada de ese estilo… El señor Cazalet tenía un bigote igualito al de Melvyn Douglas, y, aunque debía de dar cosa cuando besaba, era de esas situaciones a las que una podía acostumbrarse… Que le diesen a ella la oportunidad, que seguro que se acostumbraba.

A Zoë Cazalet le volvía loca el club Gargoyle. Hacía que Rupert la llevase para su cumpleaños, al final de cada trimestre escolar, cada vez que Rupert vendía un cuadro, para su aniversario de bodas y siempre, siempre antes de encerrarse en el campo con los niños durante semanas, como ahora. Le encantaba ponerse elegante, y tenía dos vestidos para el Gargoyle, ambos con la espalda al aire, uno negro y el otro blanco, y con los dos llevaba sus zapatos de baile verde intenso y unos largos pendientes blancos de bisutería que cualquiera habría tomado por diamantes. Le encantaba ir de noche al Soho, ver a las busconas echándole el ojo a Rupert y los restaurantes iluminados a los que no paraban de llegar taxis, doblar después por la estrecha callejuela que salía de Dean Street, meterse en el pequeño y austero ascensor y oír la banda en el preciso instante en que se abrían las puertas para dar paso directamente al bar, con sus dibujos de Matisse; a ella, todo hay que decirlo, no le parecían especialmente buenos, lo cual escandalizaba a Rupert, que decía que sí lo eran. Se tomaban algo en la barra, un vermú con ginebra. Siempre había uno o dos hombres guapos y con pinta de inteligentes bebiendo solos, y disfrutaba sabiendo que la miraban con ojo experto; sabían a primera vista que valía lo suyo. Después venía un camarero a decirles que su mesa estaba lista, y se llevaban un segundo trago a la sala grande, que tenía las paredes revestidas de pequeños cristales de espejo. El director de la banda siempre le sonreía y la saludaba como si fueran allí cada noche, cosa que, por supuesto, no hacían, no podían hacer, ni mucho menos. Siempre elegían la cena y se ponían a bailar hasta que les servían el primer plato, y la banda tocaba The Lady is a Tramp porque sabían que a ella le encantaba. Cuando se casó con él, Rupert no valía gran cosa como bailarín, pero había mejorado lo suficiente —al menos en el quickstep— como para que fuera divertido.

En estos momentos, la velada casi había llegado a su fin; se estaban tomando un café solo y Rupert estaba preguntándole si quería un poco de brandi. Zoë asintió con la cabeza.

—Dos brandis, por favor.

Sus ojos se cruzaron.

—Cambiarás de idea —dijo Rupert.

—¿Cómo lo sabes?

—Siempre te pasa.

Hubo una pausa, tras la cual Zoë dijo con tono distante:

—No me gusta tener fama de hacer siempre lo mismo.

¡Maldita sea!, pensó Rupert. A continuación se enfurruñaría, y de ahí a perder los estribos solo había un paso.

—¡Cielito! Eres una caja de sorpresas, pero después de tres años comprenderás que sepa unas cuantas cosas sobre ti. ¡Zoë! —Le cogió la mano, que quedó reposando pasivamente en la suya. Al cabo de unos instantes, se la llevó a los labios y se la besó. Zoë fingió que no hacía caso, pero él sabía que le gustaba.

—Te voy a decir lo que pasa en realidad —dijo, como si estuvieran terminando una larga conversación sobre el tema—. Si lo sabes todo acerca de mí, no me seguirás queriendo.

—¿Qué demonios te hace pensar eso?

—Los hombres sois así. —Apoyó los codos sobre la mesa y, descansando la barbilla en las manos, lo miró con expresión lastimera—. Me refiero a que algún día seré vieja y gorda y tendré el pelo blanco y no tendré nada nuevo que decirte y te aburrirás como una ostra.

—Zoë, de verdad que…

—Y papada; seguro que tendré dos o tres.

El camarero les trajo sus brandis. Rupert cogió el suyo y lo rodeó con ambas manos, dándole vueltas para que subieran los vapores.

—No te quiero solo por tu aspecto.

—¿Ah, no?

—Por supuesto que no. —Vio lágrimas en aquellos ojos tan asombrosos y el corazón le dio un vuelco—. Mi niña, pues claro que no. —Al volver a decirlo, él mismo se lo acabó creyendo—. Venga, vamos a bailar.

Mientras volvían a casa (hasta Brook Green, ni más ni menos) vio que se había quedado dormida, y condujo con cuidado para no despertarla. «Mejor que la suba en brazos a la cama», pensó, «así podré echar un vistazo a los niños sin que se entere».

La dejó en el coche y se fue a abrir la puerta de la calle, y mientras subía por el caminito del jardín vio luces en el cuarto de los niños y se le cayó el alma a los pies. Cuando volvió al coche a por ella, estaba despierta.

—Ayúdame, Rupert, estoy mareadísima.

—Ya te tengo. —La cogió en brazos, la metió en casa y la subió por las escaleras a su dormitorio en el primer piso. Cuando intentó tenderla en la cama, los brazos de Zoë se apretaron alrededor de su cuello.

—Te quiero a rabiar.

—Yo también te quiero. —Le soltó los brazos y se levantó—. A ver lo que tardas en meterte en la cama. Vuelvo en un minuto. —Y se escapó, cerrando la puerta sin darle tiempo a rechistar.

Subió corriendo las escaleras de dos en dos, y Ellen le salió al encuentro en el descansillo.

—¿Qué pasa, Ellen? ¿Nev?

—La cosa no ha empezado con él. Clary tuvo un mal sueño y vino a buscarme, y eso le despertó, y después le dio una de sus crisis.

La siguió a la habitación que compartía con Neville. El niño tenía la chaqueta del pijama desabrochada y estaba tieso como una vela intentando respirar y consiguiéndolo dolorosamente en lo que parecía cada vez el último momento. El cuarto apestaba a bálsamo Friar’s y a mentol.

Rupert se acercó y se sentó en su cama.

—Hola, Nev.

Neville inclinó la cabeza. El pelo le salía de la cabeza en matas, como la hierba. Luchó contra otra interminable boqueada sibilante, y dijo:

—El aire… No me entra. —Después de otra pausa, añadió con aire solemne—:… ficilísimo… ficilísimo. —Los ojos le brillaban de miedo.

—No lo dudo. ¿Te cuento un cuento?

Neville asintió con la cabeza y tuvo otro acceso de tos; Rupert quería abrazarle, pero sabía que así no iba a ayudar en nada al pobrecillo.

—A ver, ¿recuerdas las reglas? Cada vez que me detenga, tú tienes que respirar. Érase una vez una bruja malvada, y el único ser al que quería en este mundo era un dinosaurio. —Se detuvo y mal que bien consiguieron superar la interrupción—… pequeño, negro y verde llamado Flancotumbos. Flancotumbos dormía en una cesta de dinosaurios que estaba hecha de acebo y cardos porque le gustaba frotarse la espalda contra las espinas. Desayunaba caracoles con gachas, comía escarabajos con arroz con leche y (un poco mejor, ¿verdad que sí?)… cenaba culebras con gelatina. —Ya se había hecho con él; Neville estaba más atento que asustado—. Para su cumpleaños, cuando solo medía dos metros de largo…

Veinte minutos después se calló. Neville, que seguía resollando un poco pero respiraba con regularidad, se había dormido. Rupert lo tapó, y después se inclinó para besarle la frente cálida y sudorosa. Dormido, guardaba un asombroso parecido con Isobel: la misma frente abombada con finas venas azules a los lados, la misma boca recortada… Se llevó la mano a los ojos a la vez que le volvía a la cabeza la última imagen que había tenido de Isobel: ella acostada en la cama de ambos, exhausta después de treinta horas de parto, intentando sonreírle y muriendo desangrada. Después había intentado abrazarla, pero se había convertido en una cosa: un peso muerto entre sus brazos, que ni consolaba ni estaba.

—Le ha dormido muy bien. —Ellen estaba en el descansillo, calentando leche en un cazo. Llevaba su gruesa bata a cuadros y tenía el pelo recogido en una trenza amarillenta que le caía por la espalda.

—No sé qué haríamos sin usted.

—Ni falta que hace, señor Rupert.

—¿Eso es para Clary?

—Tengo que acostarla. Es un bicho. Mire que le he dicho mil veces que venga a buscarme en silencio; no tiene por qué despertar y asustar a la criaturita con tanto escándalo. «No eres el ombligo del mundo», le he dicho, pero es que se pone nerviosa perdida. En fin, así es la vida, ¿no? —concluyó, vertiendo la leche en un tazón con dibujos de patos. Era lo que siempre decía sobre cualquier cosa difícil o mala.

—Yo se lo llevo. Usted váyase a la cama. Le vendrá bien un sueño reparador.

—Vale, pues entonces buenas noches.

Rupert cogió el tazón y entró en la habitación de los niños. Había una lucecita junto a la cama de Clary. La niña estaba encorvada, abrazándose las rodillas.

—Ellen te ha preparado un tazón de leche calentita.

Sin cogerlo, Clary dijo:

—Has estado miles de años ahí dentro. ¿Qué hacías?

—Contarle un cuento. Ayudarle a respirar.

—Es tonto. Todo el mundo sabe respirar.

—A la gente que tiene asma le es muy difícil respirar. Ya lo sabes, Clary, no seas desagradable.

—No lo soy. No es culpa mía si he tenido una pesadilla.

—Claro que no. Bébete la leche.

—Ya, para que puedas irte al piso de abajo y dejarme. Además, no me gusta la leche caliente, le sale una nata horrible.

—Bébetela para que Ellen se ponga contenta.

—No quiero que Ellen se ponga contenta, no le caigo bien.

—Clary, no seas boba. Pues claro que le caes bien.

—Cuando te pasa, sabes si le caes bien a la gente o no. Yo no le caigo muy bien a nadie. A ti no te caigo bien.

—Eso es absurdo. Yo te quiero.

—Has dicho que soy desagradable y también que soy boba.

Lo miraba con furia; Rupert vio las huellas pegajosas de las lágrimas en su cara redonda y pecosa, y dijo con tono más suave:

—Aun así, puedo quererte. Nadie es perfecto.

Pero al instante, y sin mirarlo, Clary murmuró:

—Tú eres perfecto. A mí me pareces perfecto. —La voz le temblaba y la leche se agitó.

Rupert quitó la nata de la leche y se la comió.

—Ya está. Para que veas. A mí tampoco me gusta la nata de la leche.

—¡Papá, cuánto te quiero! —Respiró hondo y se bebió toda la leche de un trago—. Te quiero tanto como a todos los hombres del mundo juntos. Ojalá fueras el rey.

—¿Por qué?

—Porque así estarías en casa todo el día. Eso hacen los reyes.

—Bueno, las vacaciones empiezan mañana, así que eso haré. Venga, que te arropo.

Clary se recostó, y cuando Rupert le dio un beso sonrió por primera vez. Le cogió la mano y se la llevó a la mejilla.

—Pero de noche no. De noche no estaré contigo.

—Pero sí de día —dijo, queriendo poner fin a la conversación con un tono más liviano—. Buenas noches, duerme bien, y que…

—Que sueñes con los angelitos —siguió Clary—. ¡Papá! ¿Podría tener un gato?

—Lo hablamos por la mañana.

Mientras Rupert cerraba la puerta, Clary añadió:

—Polly tiene uno.

—Buenas noches —zanjó él con firmeza.

—Buenas noches, papaíto —respondió ella con voz animada.

Asunto resuelto, pensó Rupert mientras bajaba al piso de abajo…, al menos por el momento. Pero de repente, al llegar a la puerta de su dormitorio (que seguía cerrada), le entró un cansancio descomunal. Clary no podía tener un gato porque Nev padecía de asma; iba a ser una más de las muchas cosas que Clary le echaba en cara. Abrió la puerta del dormitorio rezando para que Zoë estuviera dormida.

Por supuesto, no lo estaba. Estaba sentada en la cama con la mañanita echada sobre los hombros, sin hacer nada, esperándolo. Rupert se quitó torpemente la corbata y la dejó caer sobre la cómoda antes de oír:

—Has tardado mucho. —Su voz tenía ese timbre controlado que había aprendido a temer.

—Nev se ha despertado porque Clary ha tenido una pesadilla, y le ha dado un ataque bastante fuerte. Lo he ayudado a dormirse.

Colgó la chaqueta del respaldo de una silla y se sentó a quitarse los zapatos.

—¿Sabes? He estado pensando —dijo Zoë con un tono de consideración que sonaba a falso—. ¿Tú no crees que Ellen se está haciendo un poco mayor para todo esto?

—Para todo ¿qué?

—Para lidiar con los niños. O sea…, ya sé que no son precisamente niños fáciles, pero quieras que no se supone que es su niñera.

—Y eso es lo que es, su niñera, y bien buena. Hace todo por ellos.

—No todo, cariño. A ver, si lo hiciera todo, tú no tendrías que haberte quedado a dormir a Neville, ¿no? Sé razonable.

—Zoë, estoy cansado, no tengo ganas de discutir por Ellen.

—No estoy discutiendo. Solo sugiero que, si no puedes tener ni una tarde para ti solo (y, mira tú por dónde, cada vez que salimos va y ocurre algo como lo de hoy), ¡no será tan maravillosamente competente como pareces creer!

—Ya te lo he dicho, no me apetece nada hablar de esto a estas horas de la noche. Los dos estamos cansados…

—¡Eso lo dirás tú!

—Pues vale, estoy cansado y…

Demasiado tarde: estaba empeñada en montar un numerito. Rupert probó a dar la callada por respuesta, y Zoë se limitó a repetir que quizá nunca se había parado a pensar cómo lo pasaba ella, sin poder sentir nunca que lo tenía en exclusiva. Él discutió y ella se enfurruñó. Él le chilló y ella rompió a llorar, sollozando hasta que Rupert ya no pudo soportarlo y tuvo que estrecharla entre sus brazos y calmarla y disculparse, y entonces ella, sus verdes ojos inundados de lágrimas, gritó que no se hacía ni idea de lo mucho que le amaba y le ofreció la boca —libre ya de aquel pintalabios escarlata que a Rupert nunca le había gustado— para que la besara. «¡Ah, Rupert, mi amor! ¡Ah!», exclamó, y al reconocer su deseo él sintió el suyo propio, y la besó, y ya no pudo contenerse. Incluso después de tres años de casados, la belleza de Zoë le deslumbraba, y le rendía homenaje apartando a un lado todas las demás cosas que ella era. Era muy joven, se repetía para sí en las numerosas ocasiones idénticas a esta: ya se haría mayor. Rupert se negaba a pensar en lo que esto podría significar. Solo después de haberle hecho el amor, cuando se mostraba tierna y cariñosa y absolutamente adorable, se sentía capaz de decirle: «Eres una niñita egoísta, ¿sabes?», o «Eres una chiquilla irresponsable. En la vida no todo es Jauja». Y entonces ella lo miraba obedientemente y respondía con tono arrepentido: «Sé que lo soy. Sé que no lo es». Habían dado ya las cuatro cuando Zoë se dio media vuelta y Rupert tuvo carta blanca para dormir.