COSECHA ROJINEGRA DEL 87

LUNES, 23-01-2006

Hay un tipo de entrenador que puede ganarse en un minuto el respeto de sus jugadores: le basta tocar el balón y demostrar que, pese a los años, la barriga y en su caso el pitillo, aún lo hace mejor que cualquiera. Hay otro estilo, el del entrenador que nunca fue futbolista, que sólo alcanza a darle al cuero con la punta del zapato y que desde niño soñó con esquemas, métodos y pizarras llenas de flechas. Ése suele ser un pesado. Dentro de la escuela del técnico vocacional, plasta y pedante, la figura señera se llama Arrigo Sacchi.

Quienes sufrieron sus clases teóricas aún las recuerdan como un galimatías interminable. En televisión, con su tonillo displicentemente didáctico y su retórica pseudocientífica, resultaba insufrible. Gianni Brera, uno de los mejores periodistas deportivos italianos de todos los tiempos (y un tipo que, además, sabía servir un balón a 30 metros), emitió sobre Sacchi un juicio negativo cuando fue nombrado seleccionador italiano: «En el Milan tuvo tres grandes ases holandeses. Me temo que sin ellos su fútbol parecerá caprichoso».

Sacchi no volvió a triunfar como en aquel quinquenio, 1987-1992, en el que el Milan se declaró inventor de cosas que llevaban tiempo inventadas, como la presión, el marcaje en zona, la disposición compacta, la rapidez, el 4-4-2 y demás. El maestro Brera atribuyó el mérito de aquellos años de gloria rojinegra al talento de Van Basten, Gullit y Rijkaard y a la seriedad de Baresi, y uno tiende a compartir esa opinión.

Y, sin embargo, algo muy especial ocurrió en 1987 en el vestuario milanista. Entre quienes se sentaron aquel año ante la pizarra y aguantaron desde entonces el maniático detallismo teórico de Sacchi había cuatro centrocampistas, los cuatro titulares, Ruud Gullit, Frank Rijkaard, Carlo Ancelotti y Roberto Donadoni, que debieron de entender algo. También el delantero centro, el formidable Marco van Basten, sacó algún provecho de aquellas horas tediosas. Porque Rijkaard, Ancelotti, Donadoni y Van Basten y, en menor medida, Gullit (por cuestiones de carácter) constituyen una generación de técnicos imaginativos, hábiles y amantes del fútbol ofensivo.

El Milan parece estar cerrando un ciclo. Ancelotti ha ganado su scudetto y su Copa de Europa y ahora, pese a la victoria de ayer y pese a la ocasional brillantez, los Maldini, Cafú, Costacurta y Stam se han hecho viejos y el juego de ataque se despliega de forma bastante previsible. Lo más probable es que Ancelotti no siga la próxima temporada. Corresponde reconocer que ha sabido manejar un vestuario en el que no es él quien manda, sino el totémico Maldini; que ha sabido fichar por cuatro chavos talentos como Kaká; que ha sabido reconvertir a trescuartistas irredimibles como Pirlo; que ha defendido el fútbol bonito, y que lo ha hecho con el propietario Berlusconi siempre en la chepa.

Berlusconi piensa en dos ex compañeros y amigos de Ancelotti, Van Basten (selección holandesa) y Rijkaard (Barcelona), para sustituirle. Como alternativa dispone de Donadoni, otro fruto de aquella excelente cosecha rojinegra del 87: está manejando muy bien al Livorno y goza de gran predicamento en la profesión. Fabio Capello, el anti-Sacchi surgido también del cuadro técnico milanista, le considera el entrenador italiano con más futuro.

Parece mentira que todo ese talento saliera de las clases de un entrenador que ya en 1985, al frente del Rimini, proclamó el más mezquino de los principios como base de sus teorías: «La magia en el fútbol es una fábula que convendría prohibir».